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Ya llevábamos horas trabajando cuando llegó. El silencio reinaba en el taller. Durante al menos una hora nadie había hablado, ni siquiera para pedir lana o un carrete o una aguja. Incluso los pedales del telar se movían sin hacer ruido, como si estuvieran envueltos en trapos. Las mujeres también callaban o se habían marchado: Christine preparaba un carrete con hilo de lana, Aliénor se ocupaba de su huerto y Madeleine estaba en el mercado.
Trabajo mejor en silencio. Entonces tejo durante horas sin sentir el paso del tiempo, sin pensar en nada excepto en los hilos de colores entre mis dedos mientras los entrecruzo con la urdimbre. Pero basta un tejedor intranquilo o una mujer parlanchina para que todo el taller funcione mal. Ahora necesitamos ese silencio para trabajar mucho y bien si queremos acabar los tapices a tiempo. Incluso cuando disfrutamos de silencio en estos días, con frecuencia sólo pienso en el tiempo: en el que ya se ha ido y en el que queda, en cómo nos las arreglaremos y en qué podremos hacer para ponernos al día.
Estaba sentado entre Georges le Jeune y Luc, y terminaba las joyas que sostiene la dama en Á Mon Seul Désir, al tiempo que no perdía de vista a mi hijo, que empezaba el sombreado en el hombro de la dama, amarillo sobre rojo. Lo estaba haciendo muy bien: en realidad ya no necesito vigilarlo mientras trabaja. Pero es una costumbre difícil de abandonar.
Los dos tejedores contratados, Joseph y Thomas, padre e hijo, trabajaban en las millefleurs de El Gusto. Ya han hecho otras veces millefleurs para mí: son buenos y trabajan deprisa. Y también en silencio, aunque Thomas usa los pedales de su telar más de lo necesario. A veces pienso que no es casual, sino que se propone hacer ruido, como sucede a menudo con los jóvenes. A mi hijo tuve que enseñarle a mover los pedales en silencio y sólo cuando hace una calada importante. A otro tejedor no le puedo decir, por supuesto, cómo debe comportarse, pero me rechinan los dientes cuando Thomas hace tanto ruido.
No es fácil ser el lissier. Además de vigilar a los demás, me corresponden las partes más difíciles: rostros y manos, la melena del león, la cara y el cuerno del unicornio, el paño con más pliegues. Salto de un tapiz a otro, y procuro no retrasarme mientras los demás avanzan con las millefleurs y los animales, y esperan a que rellene el hueco en el centro.
Les he dicho a los tejedores que deben estar ya en el telar, dispuestos para empezar, cuando suenan las campanas de la Chapelle; ahora que estamos en el mes de mayo, más pronto incluso. Hoy hemos empezado a las siete. Otros talleres quizá utilicen las campanas como señal para ponerse a preparar la jornada de trabajo, pero no hay nada en las reglas del Gremio que prohíba a los tejedores llegar antes y estudiar el cartón para ver qué es lo que van a tejer ese día y tener preparados los carretes. De esa manera empiezan en el momento en que suenan las campanas.
Georges le Jeune y Luc no me preocupan: saben que no tenemos tiempo que perder por las mañanas. Los otros dos han respondido bien hasta el momento, pero no es éste su taller, ni suyo el encargo y, aunque confío en su competencia -sus millefleurs son tan buenas como las mías-, a veces me pregunto si no llegará un día en el que encuentren otro trabajo menos exigente y no aparezcan. Joseph no se ha quejado, pero he visto a Thomas sentarse ante el telar, mirarlo fijamente después de que repiquen las campanas, y alzar por fin las manos hasta los hilos como si tuviera piedras colgadas de las muñecas. Y lo cierto es que necesito diez meses más de trabajo suyo, pedales ruidosos o no. Puede que no se haya curado por completo de su enfermedad invernal. Aunque Aliénor cuidó de él y de Georges le Jeune mientras les duró la fiebre, tardaron mucho en ponerse bien. Todavía no hemos recuperado el tiempo perdido.
Rezad, me dice Christine siempre. Pero rezar requiere mucho tiempo, y le digo que vaya ella a la iglesia de Sablon y diga las oraciones por todos nosotros, para que los demás nos quedemos aquí y nos dediquemos a tejer. Luego oí voces en la cocina. Madeleine había vuelto del mercado acompañada. Lo olvidé enseguida: Madeleine tiene con frecuencia abejorros alrededor. Un día alguno de ellos le clavará el aguijón.
Pero poco después entró Aliénor, procedente del huerto, con una expresión extraña en el rostro.
– ¿Qué sucede? -preguntó Christine, quebrando el valioso silencio del taller.
Aliénor escuchaba los ruidos que llegaban del interior de la casa.
– Ha vuelto.
Georges le Jeune alzó los ojos.
– ¿Quién?
No hacía falta preguntar. Yo ya sabía quién era. Nuestra paz iba a saltar hecha añicos, porque el recién llegado no calla nunca.
Madeleine apareció en el taller con una sonrisa ridícula.
– El artista de París está aquí -anunció.
Detrás de ella se presentó Nicolas des Innocents, todavía con el barro del camino, y nos sonrió.
– Todos sentados como os dejé el verano pasado -se burló-. El mundo sigue adelante, pero Bruselas no se mueve.
Me puse en pie.
– Bienvenido -dije-. Christine, nuestro huésped querrá beber algo. Trae cerveza -aunque iba a ser una molestia, no quería que se dijera de mí que no recibía como es debido a los visitantes, sobre todo después de un largo viaje.
Georges le Jeune empezó también a levantarse, al igual que Luc, hasta que les dije que no con un gesto. No hacía falta que Nicolas interrumpiera el trabajo de todo el mundo.
Christine le saludó mientras pasaba a su lado.
– Habéis venido a echar otra ojeada, ¿no es eso? -hizo un gesto con la cabeza que incluía los telares y también a Aliénor, todavía ociosa en el umbral.
– Así es, madame. Esperaba ver a Aliénor bailando alrededor de un mayo, pero he llegado demasiado tarde.
Christine desapareció en el interior de la casa sin decirle que habíamos trabajado también el Primero de Mayo, aunque a Luc y a Thomas los dejé marcharse antes para ver la feria.
Al entrar en el taller, Nicolas hizo un gesto de dolor como si hubiera pisado un clavo.
– ¿Estás bien? -le pregunté.
Nicolas se encogió de hombros, pero mantuvo el codo pegado al costado.
– Un poco molido del viaje, eso es todo -se volvió hacia Aliénor-. Y vos, Aliénor, ¿qué tal estáis? -al sonreír a mi hija me fijé en que le faltaban dos dientes de un lado, y en las huellas de una contusión en torno a un ojo. O bien se había caído del caballo o había tomado parte en una pelea. Quizá se había tropezado con ladrones durante el camino.
– Muy bien, monsieur -respondió Aliénor-, pero el huerto está todavía mejor. Entrad y oled las flores.
– Dentro de un momento, preciosa. Quiero echar un vistazo a los tapices antes.
Aliénor sonrió irónicamente.
– Queréis verla, ¿no es eso? Pues habéis venido demasiado pronto.
No supe de qué estaba hablando hasta que Nicolas contempló la tira de El Gusto en el taller.
– Ah -dijo, alicaído. Lo que se veía era un brazo de la dama con un periquito en la mano, un pliegue de una túnica, los comienzos de un mono y el extremo del ala de una urraca. Y millefleurs, por supuesto. Para un tejedor había mucho que admirar, pero me daba cuenta de que, para un hombre como Nicolas, la tira debía de ser una desilusión. Se volvió hacia Á Mon Seul Désir, quizá con la esperanza de encontrar allí un rostro. Pero sólo había otro brazo de dama, extendido con sus joyas, más túnica, un mono y el faldón de la tienda con llamas de oro salpicándolo.
– Podría ser peor -dijo Aliénor-. Podríamos haber tejido el rostro y haberlo enrollado, de manera que sólo podríais verlo cuando el tapiz estuviera terminado.
– A no ser que lo desenrollaseis para mí, mademoiselle.
– Papá no desenrolla los tapices para nadie -replicó Aliénor con brusquedad-. Echa a perder la tensión de la urdimbre -era la respuesta de la hija de un lissier.
Nicolas sonrió de nuevo.
– Bien, en ese caso tendré que quedarme hasta que la hayáis tejido.
– ¿Es ésa la razón para hacer tanto camino? ¿Sólo por ver una tira de tapiz? -dije-. Un viaje demasiado largo por un rostro de mujer.
Nicolas negó con la cabeza.
– Tengo asuntos que tratar con vos de parte de Léon le Vieux.
Fruncí el ceño. ¿Qué podía querer Léon ahora? Sabía que estaba demasiado ocupado para aceptar otros encargos. ¿Y por qué enviar a aquel artista en lugar de venir él? Todos los tejedores me estaban mirando. Fuera lo que fuese, quería que trabajaran, no que escucharan.
– Vayamos al huerto, entonces -dije-. Así podrás ver las flores de Aliénor. Hablaremos allí.
Fui delante. Al seguirme Nicolas por la puerta que da al huerto, Aliénor se apartó, dejándonos pasar.
– Ve a ayudar a tu madre -le dije al ver que se disponía a acompañarnos. Ahora fue ella la que se quedó cabizbaja, pero, por supuesto, hizo lo que se le ordenaba.
El huerto de Aliénor alcanza su mejor momento en mayo. Las flores están lozanas y recién abiertas, sin que el sol las haya marchitado aún. Sello de Salomón, vinca-pervinca, violetas, aguileña, margaritas, claveles, nomeolvides: todas estaban en flor. Lo más llamativo era que el lirio de los valles de Aliénor lucía sus flores, que duran muy poco, y su extraño perfume seductor estaba en todas partes. Me senté en un banco mientras Nicolas deambulaba unos minutos, olfateando y admirando.
– Había olvidado lo hermoso que es el huerto, -me dijo al reunirse conmigo-. Resulta un bálsamo curativo, sobre todo después de muchos días de viaje.
– ¿Qué te ha traído aquí, entonces?
Nicolas se echó a reír.
– Tan directo como siempre.
Me encogí de hombros. Me temblaban las manos: necesitaban estar tejiendo.
– Soy un hombre ocupado. Es mucho lo que tenemos que hacer.
Nicolas extendió el brazo y arrancó una margarita. A Aliénor no le gusta nada que la gente corte sus flores: ya cuesta bastante trabajo cultivarlas sin necesidad de matarlas. Empezó a dar vueltas al capullo entre los dedos.
– Por eso estoy aquí -dijo al fin-. A Jean le Viste le preocupa que sus tapices no se terminen a tiempo.
El maldito mercader que estuvo curioseando por el taller durante Cuaresma. Sabía que espiaba para Léon le Vieux, aunque dijera que estaba deseoso de encargarme algo. No he vuelto a tener noticias suyas desde entonces. Se oyó un susurró detrás de mí: Aliénor se había acuclillado en la hierba con unas tijeras de cocina. Trataba de no ser vista, pero una ciega nunca se esconde bien.
– ¿Qué haces ahí, muchacha? -gruñí-. Te dije que ayudaras a tu madre.
– Es lo que estoy haciendo -titubeó Aliénor-. Quiere perifollo para la sopa.
Su madre la había mandado a escuchar. Conozco a mi mujer: le desagrada sentirse excluida. No le dije a Aliénor que se fuera; de todos modos, Christine y ella sabrán enseguida lo que sea.
– No repitas lo que oigas -le dije-. Ni a los tejedores, ni a los vecinos, ni a nadie.
Asintió con un movimiento de cabeza y empezó a cortar hierbas y a recogerlas con el delantal.
– No hay motivos para preocuparse -le dije a Nicolas-. Nos retrasamos durante el invierno por enfermedad, pero estamos recuperando el tiempo perdido. Para la próxima Pascua de Resurrección habremos hecho lo que monseigneur Le Viste nos pidió.
Nicolas se aclaró la garganta y se acuclilló para aspirar el aroma de algunos claveles y acariciar sus pétalos. Había algo más que quería decir, me daba cuenta, pero se lo estaba tomando con calma. Cuando se presentó Christine con las jarras de cerveza pareció aliviado.
– Ah, gracias, madame -exclamó, poniéndose en y saliendo a su encuentro.
De ordinario Christine enviaría a Madeleine o a Aliénor para servir la cerveza, pero esta vez había venido en persona, con la esperanza de oír las noticias directamente de labios de Nicolas, en lugar de más tarde, de segunda mano, cuando yo se las contara. Me compadecí de ella.
– Siéntate -le dije, haciéndole sitio a mi lado en el banco. Que también Christine las oyera. Fueran las que fuesen, no iban a ser buenas. En el banco, con Nicolas en frente, y Aliénor cortando en silencio detrás de nosotros, esperamos.
Cuando Nicolas se decidió por fin -después de beber cerveza y de admirar más flores-, lo dijo sin rodeos.
– Jean le Viste quiere los tapices para la Purificación
Aliénor se inmovilizó detrás de nosotros.
– ¡Eso es imposible! -exclamó Christine-. Ya estamos trabajando a pleno rendimiento: todas las horas que Dios nos da.
– ¿No podéis contratar más gente? -sugirió Nicolas-. ¿Poner tres personas en cada telar?
– No -respondí-. No podemos pagar otro tejedor; si lo hiciéramos perderíamos dinero. Estaría pagando a Jean le Viste por el privilegio de hacer sus tapices.
– Cuanto antes los acabéis, antes podréis empezar el encargo siguiente, y eso os produciría dinero.
Negué con la cabeza.
– No tengo nada ahorrado para pagar a nadie; no podría contratar un tejedor sin pagarle antes algo a cuenta.
Nicolas hizo un gesto de impotencia con las manos.
– Jean le Viste quiere los tapices para la Purificación y mandará unos soldados para que los recojan. Si no están terminados, los confiscará y no pagará lo que debe.
Resoplé.
– ¿Qué soldados?
Después de una pausa, Nicolas dijo:
– Los del Rey.
– Pero el contrato dice Pascua -protestó Christine-. Eso no se puede cambiar.
Rechacé sus palabras con un gesto. Los aristócratas hacen lo que quieren. Y a Léon le queda, además, la baza de las calzas verdes en el tapiz de los Reyes Magos. Si tuviera que pagar una multa por eso, iría sin duda a la ruina.
– ¿Por qué no ha venido Léon? -dije, torciendo el gesto-. Hubiera preferido tratarlo con él.
Nicolás se encogió de hombros.
– Estaba demasiado ocupado.
Aliénor se quedó quieta una vez más. Mi hija se parece a mí a la hora de juzgar a las personas. Tiene oído para las mentiras, como yo tengo vista. Aliénor oyó algo en la voz de Nicolas, de la misma manera que yo vi la mentira en sus ojos cuando evitó que se encontraran con los míos. Estaba ocultando parte de la historia. No se lo pregunté, sin embargo, porque sospeché que no le sacaría la verdad en aquel momento: quizá más tarde, en un sitio donde se sintiera más a sus anchas.
– Seguiremos hablando después -dije-. En Le Vieux Chien -me volví hacia Christine-. ¿Está lista la cena?
Se puso en pie de un salto.
– Enseguida.
Dejé a Nicolas en el huerto para que terminara la cerveza y volví al taller. No me puse a tejer otra vez, sino que me quedé en el umbral contemplando a los que trabajaban. Estaban inclinados sobre el tapiz y muy quietos, como cuatro pájaros alineados sobre una rama. De cuando en cuando uno empujaba los pedales para mover los hilos y cambiar la calada, pero aparte de aquel golpe sobre la madera, todo estaba en silencio.
Christine vino a colocarse a mi lado.
– Sabes lo que tenemos que hacer -me dijo en voz baja.
– No podemos -le contesté en el mismo tono-. Aparte de incumplir las normas del Gremio, es perjudicial para los ojos, y la cera de las velas acaba por manchar los tapices. Luego cuesta mucho quitarla, y deja una pista muy fácil para cualquier miembro del Gremio que quiera complicarnos la vida.
– No me refiero a eso. Nadie teje bien de noche, ni siquiera tú.
– ¿Quieres que trabajemos los domingos? Me sorprende que sugieras una cosa así. Aunque quizá consigas sobornar al cura: a ti te escucha.
– Tampoco es eso. Por supuesto que no vamos a tejer los domingos: lo que hay que hacer es santificarlos.
– ¿A qué te refieres, entonces?
A Christine le brillaron los ojos.
– Déjame tejer millefleurs y así nuestro hijo podrá hacer contigo las partes más difíciles.
Guardé silencio.
– Como has dicho antes, no podemos permitirnos pagar a otro tejedor -continuó-. Pero me tienes a mí. Utilízame y deja que tu hijo haga lo que ya sabe hacer -me miró de hito en hito-. Lo has adiestrado bien. Ha llegado el momento de que le dejes responsabilizarse del todo.
Trataba de hacerme ver que aquello era lo más importante, pero sabía lo que ocultaban en realidad sus palabras: Christine quería tejer.
– Écoute, me muero de hambre -fue lo que contesté-. ¿Todavía no está lista la cena?
Tan pronto como el repique de las campanas señaló el fin de la jornada de trabajo, me llevé a Nicolas a Le Vieux Chien. No me apetecía mucho estar entre gente ruidosa, pero quizá fuese el sitio más adecuado para discutir con él las exigencias de Jean le Viste. Georges le Jeune vino con nosotros, y mandé a Luc a buscar a Philippe. Hacía bastante tiempo que no echábamos una cana al aire.
– Ah -suspiró Nicolas, mirando alrededor y chasqueando la lengua mientras bebía-. Cerveza de Bruselas y animación de Bruselas. ¿Cómo podría olvidarlo? Tabernas como tumbas donde sirven agua a la que llaman cerveza. ¿Para esto he viajado diez días por pésimos caminos?
En cuanto a mí, prefería el silencio.
– Se animará más tarde. Acabarás divirtiéndote.
Georges le Jeune quería información sobre el viaje de Nicolas: qué tal era el caballo, quién lo había acompañado, dónde se habían hospedado. A mi hijo le fascina pensar en otros lugares, si bien cuando me ha acompañado a Amberes o a Brujas ha dormido mal, ha comido poco y ha tenido miedo de los desconocidos. Siempre se alegra de volver a casa. Dice que quiere conocer París algún día, pero sé que no irá nunca.
– ¿Has encontrado ladrones en el camino? -Georges le Jeune le preguntó enseguida.
– No; no hemos tenido otro obstáculo que el barro; el barro y un caballo cojo.
– Entonces, ¿cómo te hiciste eso? -Georges le Jeune señaló las magulladuras amarillentas en torno a un ojo de Nicolas-. Y también te has hecho daño en un costado.
Nicolas se encogió de hombros.
– Eso fue una pelea en una de las tabernas de París que frecuento. Me encontré metido en ella sin comerlo ni beberlo -se volvió hacia mí-. ¿Qué tal está Aliénor? -me preguntó-. ¿Va muy adelantado su ajuar?
Fruncí el ceño. ¿Qué podía saber sobre el ajuar de Aliénor? Sólo Christine y Georges le Jeune estaban al tanto de nuestro acuerdo con Jacques le Boeuf. Christine insistió en que se lo contáramos a nuestro hijo para que supiera qué esperar cuando se haga cargo del taller. Pero me consta que no se lo ha dicho a nadie: sabe guardar un secreto.
Antes de que pudiera pensar una respuesta, se presentó Luc con Philippe.
– No esperábamos que volvieras -le dijo Philippe a Nicolas mientras se sentaba-. Pintaste tan deprisa el verano pasado que estaba seguro de que te alegrabas de marcharte. Creía que habías jurado no volver a salir de Paris.
Nicolas sonrió.
– Tengo asuntos que tratar con Georges, y quería ver como marchan los tapices. Por supuesto siempre es un placer ver a Christine y a Aliénor. Precisamente le estaba preguntando a Georges por su hija -se volvió hacia mí-. ¿Qué tal le van las cosas?
– Aliénor está muy ocupada -dije con sequedad-. Para no estorbarnos durante el día, de noche cose los tapices hasta muy tarde.
– En ese caso tenéis una ventaja sobre otros talleres -dijo Nicolas-. Si viera no sería capaz de coser a oscuras. Pero por ser ciega trabaja por la noche y no sólo durante el día, entre los repiques de las campanas. Deberíais agradecer que Aliénor os ayude tanto.
Yo no había pensado en ello de esa manera.
– No me extraña que no tenga tiempo para trabajar en su ajuar -añadió Nicolas. Philippe se sobresaltó. Supongo que le puede pasar a cualquiera: nadie espera que Aliénor se case.
– A mi hija no le preocupa ningún ajuar, sino esos tapices, como a todos nosotros -murmuré-. Y ahora que nos quitan otros dos meses aún será peor -no tenía intención de que se me escapara, pero Nicolas me había puesto tan nervioso que no pude contenerme. Georges le Jeune se me quedó mirando.
– ¿Por qué nos quitan dos meses? Ya tenemos bastantes problemas con el retraso actual.
– Pregúntale a Nicolas.
Todos -mi hijo, Luc, Philippe y yo- miramos a Nicolas, que se retorció molesto y contempló su jarra de cerveza.
– Ignoro el motivo -dijo por fin-. Léon sólo mencionó que Jean le Viste quiere los tapices antes, pero no el porqué.
Si ni siquiera sabía eso, era bien poco el margen de maniobra que teníamos.
– Seguro que Léon lo sabe -dije, la voz llena de desprecio-. Lo sabe todo. ¿Por qué no ha venido? No me digas que está demasiado ocupado: eso nunca le ha impedido venir, sobre todo si se trata de un encargo de Jean le Viste.
Nicolas me miró desafiante: no le gusta que se le desdeñe. Alzó la jarra y apuró la cerveza. Todos contemplamos cómo se la llenó de nuevo y se la bebió de un tirón. Me clavé las uñas en la palma de la mano, pero no dije nada, aunque nos estaba dejando a los demás sin nada.
Nicolas eructó.
– La esposa de Jean le Viste le dijo a Léon que me mandara a mí. Quería alejarme de París.
– ¿Qué le habías hecho? -preguntó Philippe. Habla muy bajo, pero le oímos perfectamente.
– Traté de ver a su hija.
– Insensato -murmuré.
– No pensaríais así si la vierais.
– Georges la ha visto -dijo Philippe-. La hemos visto todos, en El Gusto.
– Ahora, gracias a tu estupidez, vamos a pagar justos por pecadores -dije-. Si Léon estuviera aquí hablaría con él de las condiciones. Se podría hacer que Jean le Viste atendiera a razones. Pero tú no eres más que el mensajero. No hay nada que tratar contigo.
– Lo siento, Georges -dijo Nicolas-, pero dudo que Léon le Vieux pudiera ayudar. Jean le Viste es un hombre difícil: una vez que ha decidido algo, casi nunca cambia de idea. Lo conseguí una vez, cuando se suponía que los tapices iban a ser sobre una batalla. Pero no creo que yo, ni tampoco Léon, pudiéramos lograrlo de nuevo.
– ¿Hiciste que cambiara los tapices para que representaran unicornios? Tendría que habérmelo imaginado, dado lo mucho que te gustan las aristócratas.
– Fue su esposa quien tuvo la idea. En fait, debéis culparla a ella. Culpad a las mujeres -alzó la jarra para saludar a una prostituta vestida de amarillo al otro lado de la taberna. Ella le sonrió. A las putas de Bruselas les gustan los extranjeros: piensan que un tipo de París pagará mejor y será más delicado. Quizá tengan razón. Ya empezaban a dar vueltas en torno a Nicolas como gaviotas ante tripas de pescado. Sólo he estado una vez con una prostituta, antes de casarme con Christine, pero había bebido tanta cerveza que no consigo recordar lo que hice con aquella mujer. Las putas se me sientan en las rodillas alguna que otra vez, cuando no hay asientos libres o la noche está poco animada. Pero les consta que de mí no sacarán nada en limpio.
– Écoutez, Georges -dijo Nicolas-. Siento lo que ha pasado. Os echaré una mano en el taller durante algún tiempo si eso ayuda.
Resoplé.
– Tú… -luego me callé. Casi oía a Christine susurrándome al oído: «Acepta toda la ayuda que te ofrezcan». Asentí con la cabeza-. Ha llegado una nueva partida de lana que habrá que clasificar. Puedes ayudar en eso.
– No has preguntado por los dos primeros tapices -dijo Philippe-. El Olfato y El Oído. La dama de El Gusto no es la única mujer sobre la tierra, después de todo.
El Olfato y El Oído estaban enrollados, con romero dentro para mantener lejos a las polillas, y guardados en una caja larga de madera en un rincón del taller. Nunca concilio igual de bien el sueño cuando hay en casa tapices acabados. Incluso aunque Georges le Jeune y Luc duermen cerca, para mí cualquier ruido de pasos en el exterior es un ladrón que viene a llevárselos, cualquier fuego en la cocina es una hoguera que va a destruirlos.
– ¿No los habéis cambiado, verdad? -preguntó Nicolas.
– No, no; están como los pintamos. Y colgados de la pared resultan espléndidos. Cada uno de ellos es un mundo en pequeño.
– ¿Es eso lo que las aristócratas hacen todo el día? -preguntó Georges le Jeune-. ¿Tocar algún instrumento, dar de comer a las aves y lucir piedras preciosas en medio del bosque?
Nicolas resopló.
– Algunas quizá -echó mano de la cerveza. Al agitar el recipiente no se oyó ruido alguno.
– Luc, ve a por más cerveza -dije. Había renunciado a enfadarme con Nicolas. Tal vez tenía razón: Jean le Viste quería lo que quería y no había más que hablar.
Luc agarró la jarra grande y se dirigió al encargado del barril en el rincón. Mientras esperaba a que se la llenaran, la puta vestida de amarillo empezó a hablarle, señalando a Nicolas. A Luc se le abrieron mucho los ojos -todavía no está acostumbrado a las atenciones de las mujeres- y negó con la cabeza.
– ¿Has visto alguna vez un unicornio, entonces? -preguntó Georges le Jeune a Nicolas.
– No -respondió el otro-. Pero tengo un amigo que vio uno en el bosque, a dos días de París.
– ¿En serio? -siempre había pensado que los unicornios vivían muy lejos, hacia levante, junto con los elefantes. Pero soy un lego en la materia, de manera que no abrí la boca.
– Dijo que corría muy deprisa, como una luz blanca y brillante entre los árboles, y que apenas pudo distinguir sus rasgos a excepción del cuerno, aunque afirmaba que tuvo la sensación de que le sonreía. Ésa es la razón de que lo haya pintado tan contento en los tapices.
– ¿También las damas están todas contentas? -preguntó Philippe.
Nicolas se encogió de hombros.
La gran jarra estaba llena, pero el encargado se la pasó a la prostituta en lugar de a Luc, que se limitó a seguirla mientras ella abrazaba el recipiente y se dirigía hacia donde nos encontrábamos.
– Vuestra cerveza, caballeros -dijo, situándose delante de Nicolas e inclinándose para mostrar el pecho mientras colocaba la jarra sobre la mesa-. ¿Hay sitio aquí para mí?
– Por supuesto -dijo Nicolas, sentándola a su lado en el banco-. Una mesa no está completa sin una puta o dos.
Nunca le diría nada parecido a una mujer, ni siquiera a una mujer de la calle, pero la fulana de amarillo se limitó a reír.
– Voy a llamar a mis amigas, entonces -dijo. Al cabo de un momento dos más se habían unido a nosotros y nuestro rincón era el más animado de la taberna.
No me quedé mucho más tiempo después de aquello. Las prostitutas son una diversión para jóvenes. Cuando me marchaba, la de amarillo estaba sentada en el regazo de Nicolas, la de verde rodeaba con el brazo a un Georges le Jeune con el rostro encendido y una tercera, vestida de rojo, provocaba a Luc y a Philippe.
Durante el camino de vuelta oriné la mayor parte de la cerveza. Al llegar a casa, Christine estaba levantada, esperándome. No preguntó nada: ya sabía yo lo que quería oír.
– Tejerás -le anuncié-. Es la única manera de acabarlos. Pero ni una palabra a nadie.
Christine asintió con la cabeza. Luego sonrió. Y a continuación me besó y me llevó hacia nuestra cama. Sí; las putas es mejor dejárselas a los jóvenes.
Nunca pensé que volviera a quedarme a solas en el huerto con Nicolas des Innocents. Mis padres nos dejaron allí, tan preocupados por las noticias que el pintor traía de París que mamá ni siquiera me dijo que entrara en casa. Me senté sobre los talones, con cuidado para no aplastar el lirio de los valles que crecía cerca. Se balanceaba cerca de mis piernas y cada vez que las rozaba un aroma muy agradable llenaba el aire.
Cuando Nicolas se marchó el verano pasado pensé que no regresaría nunca. Se había sentido a gusto con nosotros al principio, pero de repente dejó de coquetear conmigo y empezó a mostrarse brusco con papá y mamá. También se puso a pintar más deprisa. Luego un día no vino al taller y Philippe nos dijo que se había ido y le había encargado que terminara solo el último cartón. Quizá lo habíamos ofendido con nuestras sencillas costumbres de Bruselas. Tal vez no elogiamos lo suficiente su trabajo. Algunas veces venían amigos de papá y lo contemplaban mientras pintaba y señalaban los errores: el unicornio se parecía demasiado a un caballo, o a una cabra, o el león parecía un perro, o la jineta un zorro, o el naranjo un nogal. A Nicolas aquello le molestaba mucho.
Ahora estaba a mi lado. Me puse en pie. No me alejé, sino que me quedé muy cerca de él, tan cerca que sentía el calor de su túnica, olía el cuero de las riendas en sus manos, el sudor en sus cabellos y la piel del cuello, calentada por el sol.
– Pareces cansada, preciosa.
– Velo la mitad de la noche para coser. Ahora, con vuestras noticias, pasaré despierta toda la noche.
– Lo siento. No me gusta dar malas noticias a nadie.
Retrocedí un paso.
– ¿Por qué os fuisteis sin decir adiós el verano pasado?
Nicolas resopló.
– Eres como tu padre; sincera hasta decir basta.
No respondí.
– Tenía trabajo en París que me hizo volver.
– Noto en la voz cuándo una persona miente.
Nicolas hizo ruido con los pies en el camino.
– ¿Qué más te da, preciosa? Para ti y para tu familia no era más que un molesto artista de París.
Sonreí.
– Eso es posible, pero siempre esperamos la cortesía de una despedida.
Aunque a él no se lo contaría nunca, estuve tres días sin hablar cuando se marchó. Nadie lo notó -soy una chica callada- a excepción de mamá, que no dijo nada pero que me besó en la frente cuando por fin abrí la boca de nuevo. Muy pocas veces besa a nadie.
Nicolas suspiró.
– Me enteré de cosas que hubiera preferido no saber. Quizá te lo cuente algún día. Ahora no.
Antes de que pudiéramos continuar, mamá nos llamó para comer. Después Nicolas se marchó y no regresó hasta que las campanadas de la tarde señalaron el fin de la jornada de trabajo. Papá y los muchachos se lo llevaron a la taberna mientras mamá cosía El Gusto y yo Á Mon Seul Désir. Estuvimos muy calladas: a mamá le preocupan los tapices y ni siquiera me preguntó qué opinaba de la reaparición de Nicolas.
Más tarde papá regresó y entró en casa con mamá mientras yo me quedaba cosiendo. Mucho después regresaron Luc y mi hermano. A Luc lo había mareado mucho la cerveza y tuvo que salir varias veces a la calle.
No quería manifestar interés, pero fue mas fuerte que yo.
– ¿Nicolas no ha venido con vosotros? -le pregunté a Georges le Jeune, que se había tumbado en su catre, cerca de mis pies. Olía a cerveza, al humo del hogar de la taberna y, arrugué la nariz, a un agua de flores barata que las prostitutas compran en el mercado.
Mi hermano soltó una gran carcajada, como si hubiera bebido demasiado para darse cuenta de que hacía mucho ruido. Lo hice callar para que no despertara a nuestros padres o a Madeleine.
– No creo que vuelva esta noche. Ha encontrado su propio catre, y es amarillo -a continuación rió de nuevo.
Me levanté y pasé por encima de él para entrar en casa. Prefería volver a mi cama y no seguir en el taller, con su peste a cerveza y sus tonterías, aunque me quedara trabajo pendiente. Me levantaría pronto y cosería mientras los hombres dormían aún.
Nicolas no regresó hasta bien avanzada la mañana, cuando llevábamos horas trabajando, a excepción de Luc, todavía tan mareado que no servía para nada y dormía en casa. Los tejedores estaban en sus telares. Mamá y yo trabajábamos con la remesa de lana nueva que acababa de llegar: en parte para los tapices que estábamos haciendo, el resto para preparar los dos últimos. Mamá la clasificaba, y utilizaba una devanadera para formar madejas con el hilo de lana, que luego colgaba por colores sobre rodillos. Yo preparaba carretes uniendo hebras de hilo de los rodillos y enrollándolas, de manera que quedaran ya listos para que los usasen los tejedores.
– ¿Por qué no aparece? -preguntaba mamá una y otra vez, mientras tiraba de la lana.
Papá no parecía preocupado.
– Vendrá cuando esté listo.
– Lo necesitamos ahora.
No entendía por qué se enfadaba tanto. Nicolas no nos debía nada y tampoco lo necesitábamos. Si quería pasar la mañana durmiendo con su puta, estaba en su derecho. No tenía que importarnos su paradero.
Finalmente se presentó, casi tan maloliente como Jacques le Boeuf. Pero aún estaba alegre después de una noche en Le Vieux Chien, mientras que los demás callaban, con su resaca a cuestas. Palmeó a papá y a Georges le Jeune en la espalda y luego se dirigió a mamá y a mí.
– ¿Sabéis -dijo- que Philippe ya ha conocido los placeres de la carne? Anoche encontró el camino con una prostituta o, más bien, ella se lo enseñó. Ahora sabrá ya lo que tiene que hacer -aquellas últimas palabras me parecieron otras tantas flechas dirigidas contra mí desde el lado opuesto del taller. Agaché la cabeza sobre el carrete y enrollé el hilo más deprisa.
Mamá me puso una mano sobre las mías para que no corriera tanto. Sentí la indignación en su manera de tocarme.
– No habléis de pecar con tanta desvergüenza delante de Aliénor -murmuró-. Podéis volveros directamente a París con vuestras fornicaciones.
– Christine… -dijo papá.
– No voy a tolerar semejante porquería en mi casa. Me da lo mismo lo mucho que necesitemos su ayuda.
– Cállate ya -dijo papá.
Mamá se calló. Cuando mi padre utiliza un determinado tono de voz siempre lo hace. Papá se aclaró la garganta y yo dejé de enrollar el hilo: de ordinario hace ese ruido cuando se dispone a decir algo que merece la pena escuchar.
– Veamos, Nicolas -empezó papá-, anoche dijiste que nos ayudarías durante algún tiempo. Quizá la cerveza se haya llevado esas palabras, de manera que las repito para que las recuerdes. Nos puedes ayudar con esta nueva entrega de lana: Aliénor y tú la prepararíais, para que Christine se dedique a otras cosas. Aliénor te enseñará lo que hay que hacer y tú podrás ser sus ojos.
Me recosté sorprendida. No quería tenerlo sentado junto a mí, con olor a otras mujeres.
Luego papá nos sorprendió todavía más.
– Christine, teje en lugar de Luc por el momento. Cuando ese muchacho esté otra vez bien, ocuparás el sitio de tu hijo. Georges le Jeune, tú harás las figuras en Á Mon Seul Désir.
– ¿Las figuras? -dijo mi hermano-. ¿Qué partes?
– Todas. Empieza con la cara en cuanto esté lista la lana. Tienes la preparación necesaria para hacer ese trabajo sin que yo te supervise.
Georges le Jeune movió los pedales con estrépito.
– Gracias, papá.
– Vamos, Christine -dijo papá.
El banco crujió cuando mamá y Georges le Jeune se sentaron uno al lado del otro. Por lo demás el taller permaneció en silencio.
– No nos queda otro remedio que hacer estos cambios -dijo papá-. De lo contrario nunca terminaremos los tapices a tiempo. Ni una palabra de todo esto fuera del taller. Si el Gremio tuviera noticia de que Christine está tejiendo podría multarnos o incluso cerrarnos los telares. Mi mujer trabajará siempre en el telar de atrás, junto a la puerta del huerto, de manera que nadie la vea al mirar por la ventana que da a la calle. Joseph y Thomas, al final habrá una bonificación para los dos por tener la boca cerrada.
Joseph y Thomas no dijeron nada. ¿Qué podían decir? Sus empleos dependían de que mamá trabajara también. Como había explicado papá, no nos quedaba otro remedio.
Nicolas se me acercó.
– Bueno, preciosa, ¿qué tengo que hacer? Enséñame. Aquí están mis manos -las colocó sobre las mías. Todo él olía a cama poco limpia.
Retiré las manos.
– No me toquéis.
Nicolas rió.
– ¿No estarás celosa de una puta, verdad? Creía que yo ni siquiera te gustaba.
– ¡Mamá!
Pero mi madre comentaba algo con Georges le Jeune y reía en voz baja. Había olvidado su enfado con Nicolas, tan contenta estaba de empezar a tejer ya. Tendría que defenderme sola de Nicolas.
Me volví de espaldas y coloqué las manos en la devanadera abandonada por mamá, tirando de los tensos hilos con los dedos.
– Enrollamos esta lana en madejas -dije con decisión-. Luego preparamos los carretes a partir de ellas. Tiens, tendremos que desenrollar lo que mamá ha hecho y empezar otra vez. Sostened aquí y enrollaos el hilo alrededor de las manos mientras lo saco de la devanadera. No lo dejéis caer al suelo porque se mancharía.
Nicolas recogió el hilo y empecé a girar la devanadera, cada vez más deprisa de manera que no pudiera seguirme.
– ¡Cuidado! -exclamó-. Recuerda que nunca he manejado lana. Habrás de tener paciencia conmigo.
– No disponemos de tiempo para eso. Vos y Jean le Viste os habéis encargado de que así sea. Seguid a mi ritmo.
– De acuerdo, preciosa. Como quieras.
Al principio me cuidé de mantenerme todo lo lejos de Nicolas que pude, sin permitir que nuestras manos se tocaran, algo que no es fácil cuando se trabaja con lana. No conversaba con él y respondía a sus preguntas con las palabras imprescindibles. Lo criticaba en cuanto tenía ocasión y nunca lo alababa.
En lugar de enfadarse o distanciarse, mi reserva parecía atraerlo aún más. Empezó a llamarme Señora de la Lana, y me hacía más preguntas a medida que mis respuestas se acortaban. Incluso después de que hubiera aprendido a hacer una madeja uniforme con la devanadera, con frecuencia se le enredaban los hilos, por lo que tenía que ayudarle a deshacer los nudos y le tocaba los dedos. Era un buen alumno. A los pocos días podía hacer madejas y preparar carretes casi tan bien como mamá o como yo. En ocasiones le dejaba incluso que trabajase solo mientras me ocupaba de mis plantas: mayo no es época en la que se pueda descuidar un huerto.
Nicolas tenía un ojo excelente para el color y separaba la lana en más madejas de tonos diferentes de lo que mamá lo hubiera hecho. Se dio cuenta incluso de que un lote de lana roja era en realidad dos, teñidos por separado y mezclados, de manera que no hacían juego por completo. Papá devolvió el lote y pidió una indemnización al tintorero a cambio de no presentar una reclamación ante su gremio. Para celebrarlo, aquella noche llevó de nuevo a la taberna a Nicolas, que no reapareció hasta bien entrada la mañana. Esta vez nadie lo reprendió. Me limité a pasarle el carrete que había estado preparando y escapé al huerto para no tener que soportar el olor a prostituta que llevaba encima.
Ahora que se había quedado a ayudarnos, a mamá le preocupaba menos que Nicolas estuviera conmigo, dado que eso le permitía tejer a ella. Nunca la he sentido tan feliz como cuando trabajaba en el telar. No nos prestaba apenas atención ni a Madeleine ni a mí, a no ser que Nicolas o yo le pidiéramos ayuda con la lana. Durante el día trabajaba en silencio con tanta eficacia como cualquiera de los otros tejedores y de noche, cuando me ocupaba de coser lo que había tejido, comprobaba que era de buena calidad, tenso y uniforme. Después de la cena se sentaba con papá y hablaba de lo que ya había hecho y de lo que aún podría hacer. Papá no intervenía mucho cuando se explayaba así, excepto para decir «no» al mencionar mi madre que le gustaría aprender a hacer sombreado.
Nicolas iba a Le Vieux Chien casi todas las noches, aunque no siempre se quedaba hasta la mañana siguiente. Georges le Jeune lo acompañaba a veces, pero no Luc, que había escarmentado con la cerveza de aquella primera noche. Lo más frecuente, sin embargo, era que Nicolas fuese solo. Más tarde le oía regresar calle adelante, cantando o hablando con los individuos que había conocido en la taberna. Me sorprendió que encontrara acomodo entre las gentes de aquí con tanta facilidad. Cuando estuvo con nosotros el verano anterior no se había mostrado tan amable y cordial con otras personas, siempre en su papel de arrogante artista parisiense. Ahora había hombres -y también mujeres- que iban a buscarlo y que nos preguntaban por él en el mercado.
A menudo aún seguía cosiendo cuando él regresaba. Tenía incluso más trabajo, porque mamá no me ayudaba ya: estaba cansada después de tejer todo el día y necesitaba descansar los ojos para el día siguiente. Nicolas se alojaba con nosotros esta vez, para ahorrarse el precio de la posada, y cuando regresaba de la taberna se tumbaba en su catre cerca del telar donde se tejía El Gusto. Siempre que yo trabajaba en ese tapiz, Nicolas yacía casi a mis pies. Noche tras noche estábamos juntos de esa manera en la oscuridad. No hablábamos apenas, porque yo no quería despertar a Georges le Jeune y a Luc. Pero algunas veces sentía que estaba vuelto hacia mí. Si ver es como un hilo de urdimbre atado entre dos barras de un telar, yo sentía su hilo, muy tenso.
Una noche regresó muy tarde. Todo el mundo se había acostado hacía tiempo, excepto yo. Cosía el rostro de la dama en El Gusto, con cuidadosas puntadas alrededor de un ojo. La cara estaba a medio terminar: Nicolas satisfaría pronto su deseo de verla.
Cuando se tumbó en el catre a mis pies sentí que se tensaba el hilo que nos unía. Nicolas quería decir algo, pero se contuvo. El silencio pesaba mucho. Esperé hasta que no pude aguantar más.
– ¿De qué se trata? -susurré en el taller en calma, con la sensación de que por fin me rascaba la picadura de una pulga.
– Algo que quiero decirte desde hace mucho, preciosa. Desde el verano pasado.
– ¿Lo que hizo que os marcharais?
– Sí.
Contuve el aliento.
– Jacques le Boeuf ha estado esta noche en la taberna.
Apreté los dientes.
– Alors?
– Es de una zafiedad espantosa.
– Eso no es ninguna novedad.
– No soporto la idea…
– ¿Qué idea?
Nicolas hizo una pausa. Recorrí con los dedos la hendidura del ojo de la dama y clavé la aguja con fuerza.
– El verano pasado oí hablar a tus padres de Jacques le Boeuf. Georges había llegado a un acuerdo con él. Sobre ti.
No le resultaba nada fácil, pero no dije nada para ayudarle.
– Vas a casarte con él. Para Navidad, tal era el acuerdo, aunque quizá eso cambie ahora que los tapices se necesitan antes. Imagino que cuando los terminéis. Para Cuaresma, diría yo.
– Estoy al corriente.
– ¿Lo sabes?
– Me lo dijo Madeleine. Se lo oyó a mi hermano. Esos dos… -agité la mano y no terminé de decir lo que Georges le Jeune y Madeleine hacían. Nicolas se lo podía imaginar-. Aunque me aseguró que no se lo contaría a nadie, es probable que lo sepa todo Bruselas. Pero ¿qué os importa lo que me suceda? No soy nada para vos: tan sólo una chica ciega que no puede admirar vuestra apostura.
– No me gusta que una muchacha bonita tenga que casarse con una bestia, c’est tout -su tono de voz no me dio la impresión de que aquello fuera todo. Esperé.
– Es extraño -continuó-. Esos tapices: es como si me hicieran ver a las mujeres de otra manera. Algunas mujeres.
– Pero no son mujeres de verdad haciendo cosas de verdad.
Nicolas rió entre dientes.
– Las caras, sin embargo, son de verdad: al menos algunas de ellas. Por eso se me conoce, después de todo: por pintar retratos de damas. Y ahora, tapices.
– ¿Os ha ido bien con esos diseños, alors?
– Mejor que a tu padre, por lo que parece.
– Al pobre papá lo está destrozando vuestro Jean le Viste.
– Lo siento mucho.
No dijimos nada durante un rato. Escuché su respiración regular.
– ¿Qué vas a hacer con Jacques le Boeuf? -me preguntó a continuación.
Luc se dio la vuelta en el catre y murmuró algo sin llegar a despertarse.
Reí sin alzar la voz.
– ¿Qué puedo hacer? No soy más que una ciega que tiene la suerte de que alguien quiera casarse con ella.
– Un individuo que huele a orines de oveja.
Me encogí de hombros, aunque mi despreocupación era fingida.
– Tu sais, Aliénor, hay algo que puedes hacer.
Le cambió la voz al decir aquello. Me quedé helada. Sabía qué era lo que estaba pensando. También a mí se me había ocurrido. Pero podía dejarme en peor situación que la de casarme con Jacques le Boeuf.
Nicolas no parecía tener dudas, sin embargo.
– Anímate, preciosa -dijo-, y te contaré toda la historia del cuerno del unicornio.
Pasé los dedos suavemente sobre las crestas de la urdimbre del tapiz, los bultos ásperos, uniformes, de lana y seda que me hacían cosquillas y dejé que mis manos descansaran allí un momento. Mamá y el cura decían que era pecado si no estabas casada, pero no me constaba que aquello hubiera detenido a muchas mujeres, ni siquiera a mamá. Aunque insistiera en que papá y ella se habían casado para unir los talleres de sus padres, mi hermano nació cuando sólo llevaban un mes compartiendo cama como marido y mujer. Ni a Madeleine ni a Georges le Jeune parecía preocuparles su pecado, como tampoco a Nicolas, ni a las parejas que oía en los callejones, ni a las mujeres que reían hablando de ello junto a la fuente o en el mercado.
Clavé la aguja en la boca de la dama para saber dónde tenía que reanudar el trabajo y luego extendí las manos hacia Nicolas. Después de tomarlas, tiró de mí, me levantó del asiento y me llevó, por encima de los que dormían, hasta el huerto. Me colgué de su cuello y hundí la nariz en su piel tibia, que olía maravillosamente.
Me tumbó sobre un lecho de flores: margaritas y claveles, nomeolvides y aguileñas. No me importaba lo que quedase aplastado, excepto el lirio del valle que se balanceaba por encima de mi cara. Requiere muchos cuidados, dura muy poco y su aroma es muy agradable. Me corrí hacia un lado. Ahora tenía la cabeza en un macizo de melisas que me rozaron la frente y las mejillas con sus hojas frescas y rugosas. Afortunadamente la melisa se recupera con facilidad incluso después de aplastarla.
Nunca habría creído que cuando por fin estuviese con un hombre fueran a preocuparme las plantas.
– ¿De qué te ríes, preciosa? -dijo Nicolas, su rostro exactamente encima del mío.
– De nada -dije, alzando una mano para tocarlo. Se apretó contra mí, sus piernas sobre mis caderas, su pecho sobre los míos, su entrepierna empujándome con fuerza. Nunca había tenido encima un peso semejante, pero no me asusté. Quería que me apretara más. Puso su boca en la mía, los labios moviéndose, su lengua me llenó tanto la boca que tuve otra vez ganas de reír. Era suave y al mismo tiempo dura, húmeda y en constante movimiento. Me sorbió la lengua hasta llevarla a su boca y era un sitio cálido, y sentí el sabor de la cerveza que había estado bebiendo, y de algo más que no conocía: su sabor. Me tiró de la ropa, levantándome la falda y apartando el corpiño. La piel se me estremeció al contacto con el aire frío y con la suya.
Todos los sentidos trabajaban, excepto uno. Me pregunté cómo sería ver mientras se hacía aquello. De lo poco que sabía sobre lo que pasaba entre hombres y mujeres -por haber oído a papá con mamá por la noche, o a Georges le Jeune con Madeleine en el huerto, o por las mujeres que bromeaban en el mercado, o que cantaban coplas alusivas-, siempre había pensado que se necesitaban ojos para disfrutarlo, que no se trataba de algo que estuviera a mi alcance, o sólo si era con alguien como Jacques le Boeuf y que en ese caso resultaría doloroso y que siempre me daría miedo. Pero ahora me dolió sólo un momento, cuando Nicolas me penetró la primera vez, y luego mi cuerpo lo sintió por todas partes, su sabor, su tacto, su olor, los ruidos que hacía.
– ¿Qué miras? -le pregunté a Nicolas mientras entraba y salía, y los dos estábamos muy húmedos y hacíamos ruidos de ventosa, como cuando se saca un pie del barro.
– Nada: tengo los ojos cerrados. Es mejor así, porque se siente más. Está demasiado oscuro para ver, de todos modos: no ha salido la luna.
De manera que no me perdía nada. Estaba verdaderamente con él, tanto como pudiera estarlo cualquier otra. Se trataba por tanto de un placer del que también yo podía disfrutar. Algo empezó a alzarse en mí, cada vez más intenso con el ritmo de sus movimientos, hasta que no pude resistir más, y grité al tiempo que mi cuerpo se tensaba y luego se relajaba, como una mano que se transforma en puño y luego se deja ir.
Nicolas me tapó la boca.
– ¡Calla! -susurró, pero también se estaba riendo-. ¿Quieres que te oiga todo el mundo?
Respiré hondo. Más que asustada estaba sorprendida.
Nicolas se movía cada vez más deprisa y hacía sus propios ruidos, la respiración acelerada como la mía, y luego algo caliente se esparció dentro de mi. Dejó de moverse y se me derrumbó encima, tan pesado su cuerpo que no me dejaba respirar. Al cabo de un momento se hizo a un lado. Oí el crujido de las plantas, olí el aroma del lirio de los valles y supe que lo había aplastado. Pero, después de todo, era demasiado dulce, como miel sola, sin pan en el que extenderla. Bajo aquel aroma empalagoso yo olía algo más, más real y semejante a la tierra. Era el olor a cama que había descubierto en otros, pero aquél más reciente, como de brotes nuevos y de tierra cuando acaba de llover.
Respiramos y soltamos el aire, una y otra vez al mismo tiempo, cada vez más despacio hasta quedarnos en silencio.
– ¿Es eso lo que haces con tus putas, entonces? -pregunté.
Nicolas resopló.
– Más o menos. Unas veces es mejor que otras. De ordinario es mejor cuando la mujer disfruta.
Yo había disfrutado.
– ¿Qué olor es ése? -preguntó.
– ¿Cuál?
– El dulce. El otro lo conozco.
– Lirio de los valles. Te has tumbado encima.
Rió entre dientes.
– Nicolas, quiero hacerlo otra vez.
– ¿Ahora? -rió con más fuerza-. Tendrás que darme un minuto, preciosa. Déjame descansar un poco, luego veré si estoy en condiciones de complacerte.
– Mañana -dije-. Y la noche siguiente y la otra.
Nicolas se volvió para mirarme.
– ¿Estás segura, Aliénor? ¿Sabes lo que puede pasar?
Asentí con la cabeza.
– Lo sé -también me lo habían enseñado las conversaciones, las coplas y los chistes. Sabía lo que quería. Era mucho lo que se me había ocultado a causa de mis ojos sin luz. Quería tener aquello y también sus consecuencias.
Durante dos semanas trabajamos juntos en el taller todos los días y yacimos juntos en el huerto por la noche, aplastando todas mis flores. Al final de aquel periodo la lana estaba ordenada, tejidas las damas de El Gusto y de Á Mon Seul Désir, y hablamos acabado. Papá introdujo un espejo bajo El Gusto para que Nicolas pudiera ver el rostro completo de su dama. Aquella noche me dijo adiós en el huerto. Después, con la cabeza sobre mi regazo, añadió:
– No te entristezcas, preciosa.
– No estoy triste -respondí-, y no soy preciosa.
Al día siguiente salió camino de París.
Es un tipo listo, el tal Nicolas des Innocents. Eso se lo reconozco. Cometió su fechoría delante de nuestras narices y ni siquiera lo sospeché hasta mucho después de que se hubiera marchado. Tejer debe de haberme cegado. Estaba tan ocupada, con los ojos tan fijos en el trabajo, que no me di cuenta de lo que sucedía a mi alrededor. Me culpo por el pecado de orgullo en que se convirtió tejer, orgullo que acabó en arrogancia: eso y no ir a misa a la iglesia de Sablon durante la semana, como siempre había hecho antes. Descuidé a Nuestra Señora y a Nuestro Señor y se nos castigó por ello.
Un domingo, después de misa, Georges y nuestro hijo desenrollaron y colgaron El Oído y El Olfato, los dos primeros tapices terminados, para que los viese Nicolas. Cuando estuvieron listos los admiré desde el umbral. Noté, sin embargo, que las manos de la dama, mientras toca el órgano, se podrían haber hecho mejor. Si Georges se hubiera decidido antes a dejarme tejer, habría tenido más tiempo para hacer las manos como es debido. Pero no lo comenté con nadie.
– Hay algo que os llena de satisfacción, madame -me dijo Nicolas precisamente en aquel momento.
Negué con la cabeza.
– Sólo estaba admirando la pericia de mi esposo -respondí. Siguió sonriéndome hasta que di una palmada y abandoné el umbral-. Ya hemos pasado bastante tiempo con la boca abierta -añadí-. Enrolladlos otra vez, antes de que los ataquen las polillas. Aliénor, corta un poco de romero.
Después de ver terminados los dos primeros tapices, y el tercero y el cuarto mientras se hacían, Nicolas dijo que quería examinar los cartones de los dos últimos – La Vista y El Tacto- para asegurarse de que todos tenían las mismas características. Al menos eso fue lo que dijo. Confieso que no pensé mucho en ello. Luc sacó los cartones y Nicolas los contempló a solas en el huerto mientras los demás trabajábamos. Poco después volvió a entrar y dijo:
– Me gustaría hacer un cambio.
– ¿Por qué? -preguntó Georges-. Ya están aceptados.
– Quiero volver a pintar el lirio de los valles, ahora que he podido verlo al natural en el huerto de Aliénor.
Desde detrás de la devanadera, mi hija rió de una manera que me resultó desconocida. Aquello no me dijo nada por entonces, aunque lo entendí más adelante.
– Podemos hacer el cambio en el momento de tejerlo -dijo Georges-. Recuerda que estamos autorizados para cambiar la verdure cuando lo consideremos oportuno.
– Me gustaría hacerlo, de todos modos -insistió Nicolas-. No me vendría mal dedicarme a otra cosa; manejar la lana me ha dejado los dedos tan ásperos que me preocupa lo que dirán las mujeres cuando las toque -le guiñó un ojo a Georges le Jeune.
Aliénor dejó escapar otra risita.
Fruncí el ceño, pero Georges se limitó a encogerse de hombros.
– Como gustes. La lana ya está ordenada. No te vamos a necesitar mucho más tiempo.
Ahora que me paro a pensar, nadie se molestó en ver lo que hacía Nicolas. Ya había demostrado su habilidad el verano anterior cuando colaboró con Philippe, y no teníamos tiempo para ponernos a mirarlo por encima del hombro. Trabajó en el huerto, y cuando los cartones estuvieron secos los volvió a enrollar y los guardó con los demás.
Su marcha habría revestido cierta solemnidad si no hubiésemos estado tan ocupados. Por entonces tejíamos catorce horas diarias, sin apenas un momento para las comidas, y yo tenía delante de los ojos el diseño del tapiz incluso cuando no tejía. Caía todas las noches en la cama y dormía como un tronco hasta que Madeleine me despertaba a la mañana siguiente. Quedaba poco tiempo para pensar en que alguien se marchaba. La noche anterior los varones fueron a la taberna, pero se durmieron mientras bebían. Incluso Nicolas regresó pronto, en lugar de acostarse por última vez con la prostituta del vestido amarillo. Parecía haberla olvidado en los últimos días. Ahora, por supuesto, ya sé el motivo.
Después de aquello vino una sucesión de idénticos días de verano, uno tras otro, en los que tejimos, sin hablar apenas. Los días de verano son largos, hay menos festividades que en otras épocas del año, y empezábamos antes y terminábamos más tarde. Quince, dieciséis horas pasábamos en los telares, acalorados, inmóviles y silenciosos. Habíamos dejado de hablar; ni siquiera Joseph y Thomas decían muchas cosas. La espalda me dolía todo el tiempo, los dedos se me habían endurecido con la lana, tenía los ojos enrojecidos y, sin embargo, nunca había sido tan feliz. Estaba tejiendo.
Madeleine nos facilitaba las cosas: traía cerveza sin necesidad de pedírsela y servía las comidas deprisa y sin problemas. Cocinaba mucho mejor desde que delegué en ella, de manera bastante parecida a lo sucedido con Georges le Jeune, cuyo trabajo yo ya no era capaz de distinguir del de su padre. Tampoco Aliénor hablaba mucho, aunque siempre ha sido una chica callada. Cosía para nosotros, trabajaba en el huerto y ayudaba a Madeleine en las tareas de la casa. A veces dormía durante el día y luego cosía toda la noche, cuando no había nadie trabajando en los tapices.
Al final del verano, muy poco después de la fiesta de la Natividad de la Virgen, acabamos. Desde hacía varias semanas me daba cuenta de que faltaba poco: mis dedos se iban acercando lentamente al borde superior con los diferentes colores que terminaba: verde, después amarillo, luego rojo. Había pensado que lo celebraría, pero, cuando completé el último borde rojo, anudé el último carrete y ayudé a Aliénor a coser la última hendidura, me sentí vacía, tan insípida como un guiso sin sal. No era un día diferente de cualquier otro.
Me sentí orgullosa, por supuesto, cuando Georges me permitió usar las tijeras a la hora de separar el tapiz del telar. Nunca se me había permitido cortar los hilos de la urdimbre. Y cuando los desenrollamos para verlos enteros por primera vez, fueron un gozo para los ojos. Lo que yo había tejido en Á Mon Seul Désir no sólo no se diferenciaba de lo de los demás, sino que encajaba perfectamente, como si hubiera sido tejedora toda mi vida.
No pudimos descansar. Había que tejer dos tapices más en cinco meses. Georges no dijo nada, pero yo sabía ya que iba a participar. Los días eran más cortos y se necesitaba a todo el mundo. Si Aliénor no hubiera sido ciega, probablemente Georges la habría puesto también a tejer. Un domingo después de misa, cuando nos disponíamos a dar un paseo por la Grand-Place -la única ocasión ya en la que yo salía a ver gente-, Aliénor me agarró del brazo.
– ¡Jacques le Boeufl -me susurró.
Su olfato no la engañaba; el tintorero estaba al otro extremo de la plaza y venía hacia nosotros. Confieso que no había pensado ni una sola vez en él en todo el verano. No le habíamos dicho nada a Aliénor de su boda, ni yo había cosido siquiera una cofia para su ajuar.
Puse la mano de Aliénor en el brazo de Georges le Jeune.
– Llévatela a L'Arbre d'Or -le susurré. Sólo a los tejedores y a sus familias se les permite entrar en la sede de nuestro gremio. Mientras mis hijos se alejaban a buen paso, me cogí del brazo de Georges y nos quedamos muy juntos, como si temiéramos que la tempestad nos derribara. Los dos miramos al Hôtel de Ville, tan sólido e imponente, con sus arcos, sus esculturas y su torre. Ojalá pudiéramos ser tan sólidos.
Jacques llegó pisando fuerte hasta donde estábamos.
– ¿Dónde se ha ido la chica? -gritó-. Siempre sale corriendo: no sirve de gran cosa tener una mujer que huye cada vez que se acerca su marido.
– ¡Chis! -susurró Georges.
– No me digas que me calle. Estoy cansado de guardar silencio. ¿No he tenido la boca cerrada todo el año pasado? ¿Acaso he dicho algo a las chismosas del mercado que me preguntan si me voy a casar con ella? ¿Por qué tendría que callarme? ¿Y por qué se me impide verla? Tiene que acostumbrarse a mí alguna vez. Y bien podría ser ahora -se volvió hacia L'Arbre d'Or.
Georges lo agarró del brazo.
– Ahí no, Jacques; sabes que no te está permitido entrar ahí. Y sólo te pido que guardes silencio un poco más.
– ¿Por qué?
Georges dejó caer la mano y miró al suelo.
– Aún no se lo he dicho.
– ¿No lo sabe? -bramó Jacques, todavía con más fuerza que antes. Empezaba a reunirse un grupo de curiosos, aunque a cierta distancia debido al olor del tintorero.
Tosí.
– Tienes que tener paciencia con nosotros, Jacques. Como sabes, hemos estado muy ocupados con los tapices, en los que tu lana azul desempeña un papel muy importante. Tan importante -seguí, cogiéndolo del brazo y empezando a caminar muy despacio con él, aunque los ojos se me llenaron de lágrimas por el hedor-, que no me cabe la menor duda de que te inundarán con más encargos de azul cuando la gente los haya visto.
A Jacques le Boeuf le brillaron los ojos, aunque sólo un instante.
– Pero la chica, la chica. La tendré para Navidad, ¿no es eso? ¿Todavía no habéis comprado la cama?
– Precisamente voy a encargarla mañana -dijo Georges-. Castaño. Nosotros tenemos una y nos ha hecho buen servicio.
Jacques rió entre dientes de una manera que me revolvió el estómago.
– Georges irá muy pronto a verte para concretarlo todo -dije-, porque, como es lógico, no debemos tratar de cuestiones económicas en domingo -lo miré desafiante y bajó la cabeza. Regañándolo un poco más conseguí que se marchara, de manera que los curiosos se dispersaron sin averiguar cuál era el motivo de sus gritos, si bien, por lo que había dicho sobre las chismosas del mercado, ya lo sabían de todos modos.
Georges y yo nos miramos.
– La cama -dijo.
– El ajuar -dije yo al mismo tiempo.
– ¿Dónde voy a encontrar el dinero para comprarla?
– ¿Cuándo voy a encontrar el tiempo para coserlo?
Georges movió la cabeza.
– ¿Qué dirá Jacques cuando le explique que no será para Navidad sino para la Purificación?
Poco después tuve las respuestas a aquellas preguntas, pero no las que esperaba.
Al principio nadie se fijó. Los telares estaban vestidos para La Vista y El Tacto y empleamos la mayor parte del día preparando la urdimbre, con Philippe y Madeleine ayudándonos. A continuación Georges desenrolló los cartones, dispuesto a deslizarlos por debajo de la urdimbre. Examiné los bordes de los dibujos, para comprobar que teníamos preparados todos los colores que hacían falta. Mientras lo hacía, miré de pasada a la dama en el cartón de La Vista. Tardé un momento en darme cuenta, pero cuando lo hice di un paso atrás como si alguien me hubiera golpeado en el pecho. Nicolas había introducido cambios, no cabía la menor duda, y no se trataba sólo del lirio de los valles.
Al mismo tiempo mi hijo empezó a reírse.
– Regarde, mamá -exclamó-. De manera que era eso lo que Nicolas hacía en el huerto. Debería agradarte.
Sus risas me irritaron tanto que lo abofeteé. Georges le Jeune me miró asombrado. Ni siquiera se frotó la mejilla, aunque le habla golpeado con fuerza y se le estaba enrojeciendo.
– ¡Christine! -dijo mi marido con dureza-. ¿Qué sucede?
Volví mi indignación hacia Aliénor, sentada en un taburete, desenredando hilo. No estaba enterada, por supuesto, de lo que Nicolas había hecho con La Vista.
– Sólo le decía a mamá que Nicolas la ha retratado en El Tacto -dijo Georges le Jeune-. Y entonces va ¡y me da una bofetada!
Lo miré primero, todavía enfadada, y luego me volví hacia El Tacto. Lo estuve contemplando mucho tiempo. Mi hijo tenía razón: la dama se me parecía, con el pelo hasta más abajo de la cintura y la cara larga, la barbilla puntiaguda, la mandíbula poderosa, y las cejas de curvas pronunciadas. Era la orgullosa mujer del tejedor, sosteniendo, con aire de suficiencia, un estandarte en una mano y el cuerno del unicornio en la otra. Recordé el momento captado por el pintor, cuando estaba en la puerta y pensaba en mi trabajo de tejedora. Nicolas des Innocents me conocía demasiado bien.
– Lo siento -le dije a mi hijo-. Creía que hablabas de La Vista, porque también ha hecho que la dama se parezca a Aliénor.
Todo el mundo miró el cartón del otro tapiz, y Aliénor alzó la cabeza.
– Me he enfadado -mentí deprisa-, porque considero cruel que una chica ciega represente La Vista -no dije nada sobre el unicornio en el regazo de mi hija y lo que eso podía significar. Vigilé a Georges y a los demás varones mientras miraban, pero no parecieron darse cuenta. Los hombres pueden ser bastante romos a veces.
– Sí que se te parece, Aliénor -dijo Georges le Jeune-, con los ojos torcidos y la sonrisa también torcida. Aliénor se puso muy colorada y fingió trabajar con la lana que tenía en el regazo.
– ¿Vamos a dejarlas así, papá? -siguió Georges le Jeune-. No estamos autorizados a cambiar figuras que ya han sido aprobadas por el cliente.
Georges se frotaba la mejilla y fruncía el ceño.
– Quizá tengamos que utilizarlas tal como están: no recuerdo las caras de antes. ¿Te acuerdas tú, Philippe?
Philippe miraba con fijeza el cartón. Luego alzó los ojos hasta Aliénor y supe que estaba tan preocupado como yo por el cambio en los dibujos y su posible significación. Philippe, gracias a Dios, sabe guardar secretos: es casi tan callado como Aliénor.
– Tampoco yo las recuerdo -dijo-. No lo bastante como para reconstruirlas.
– De acuerdo, entonces -dijo Georges-. Tendremos que tejer así los tapices y confiar en que nadie lo note -agitó la cabeza-. Maldito pintor. No me hacen ninguna falta más preocupaciones.
Aliénor alzó bruscamente la cabeza al oír las palabras de su padre y por un momento pareció tan triste como la dama en La Vista. Me mordí los labios. ¿La había pintado Nicolas como la Virgen que doma al unicornio sólo para expresar su deseo, o había sucedido de verdad?
Empecé a vigilar a mi hija: vigilarla como debería haberlo hecho cuando estaba aquí Nicolas. La estudié con ojos de madre. No parecía distinta. Ni vomitaba, ni estaba más cansada de lo que lo estábamos todos los demás, ni tenía jaquecas ni ataques de mal humor. Todo eso me había sucedido a mí cuando estuve embarazada de Aliénor y de Georges le Jeune. Tampoco se le había ensanchado la cintura ni se le había redondeado el vientre. Quizá había logrado escapar de la trampa que los varones tienden a las mujeres.
Aunque en un aspecto sí había cambiado: ya no sentía tanta curiosidad por las cosas. Antes siempre me estaba pidiendo que le describiera algo, o que le dijera lo que yo hacía o lo que hacían los demás. Ahora, por la noche, cuando no podíamos tejer, había empezado a prepararle el ajuar. A medida que avanzaba el año y se acortaban las jornadas de trabajo, ya no estaba tan cansada al terminar, y podía coser un poco después de la cena. Las noches en las que hice camisas o pañuelos para llenarle el baúl, Aliénor no me preguntaba por qué no trabajaba con ella en los tapices, ni en qué me ocupaba. De hecho parecía feliz cosiendo sola. En ocasiones me paraba a mirarla cuando estaba junto a la devanadera, o en el huerto, o ayudando a Madeleine en la cocina, o inclinada sobre un tapiz, y me daba cuenta de que sonreía de una manera distinta: como si fuese un gato que ha comido bien y ha encontrado un buen sitio junto al fuego. Entonces me dominaba la angustia y sabía, en el fondo de mi corazón, que la trampa también la había cazado.
Fue su ceguera lo que la descubrió. Aliénor nunca ha entendido cómo la ven los demás. Siempre estoy quitándole hojas del pelo o limpiándole la grasa de la barbilla o enderezándole la falda, porque no se le ocurre que los demás vean esas cosas. De manera que cuando por fin empezó a engordar, pensó que su recia falda invernal ocultaba la transformación, pero no se dio cuenta de que toda su manera de estar y de moverse había cambiado.
No hubo un momento preciso en el que supiera con certeza que estaba embarazada. Fui notándolo como se nota el atardecer, de manera que un día de noviembre cuando la vi en el huerto moviéndose torpemente entre las coles que tenía que recoger antes de que llegaran las nieves, me pregunté sencillamente en qué momento convendría decírselo a Georges. Debería de haberlo hecho semanas antes, por supuesto, cuando estaba tan preocupado con la cama de Aliénor. Toda dote debe incluir una, y ya había ido a ver a un carpintero y había vuelto a inquietarse por el costo.
– No tenemos ni un sou con que pagarle -me dijo-, a no ser que recurra al dinero que apartamos para pagar la última entrega de lana. De todos modos, Jacques se pondrá furioso cuando le diga que no podrán casarse hasta febrero.
– ¿Cuándo se lo dirás a tu hija? -pregunté. Aliénor no sabía aún lo que planeábamos.
Georges se encogió de hombros. No es cobarde, pero no le gustaba nada la idea de hacerla tan desgraciada. Tampoco yo soy cobarde, pero ni le conté lo que sospechaba ni le pedí a Aliénor que confirmara mis sospechas. Debería haberlo hecho, por supuesto, pero no quería echar a perder la paz de que disfrutábamos en el taller. Durante todos aquellos meses consagrados a los tapices, Georges y yo habíamos dejado a un lado los problemas, pensando en volver a ocuparnos de ellos cuando hubiésemos terminado aquel encargo. Todo estaba detenido: la casa, sucia; el huerto de Aliénor, descuidado; Georges no se ocupaba de buscar nuevos encargos para el año siguiente; yo no iba al mercado ni estaba al tanto de lo que pasaba en el mundo. Me avergüenza decir que incluso nuestras oraciones eran más breves y que descuidábamos los días de fiesta. Sé que trabajamos la tarde de Todos los Santos y la del día de los Difuntos cuando deberíamos habernos quedado en la iglesia.
Pero el problema de Aliénor no podía esperar. Un bebé no se puede dejar para el día siguiente.
Fue Thomas quien lo descubrió. De entre todos los tejedores, sus ojos eran los que más se paseaban, los que no podían quedarse pegados al trabajo que tenía entre los dedos. Si alguna persona se movía por el taller -en especial Aliénor o Madeleine- sus ojos la seguían. Una mañana, Aliénor se detuvo junto a uno de los telares, para pasarle un carrete de lana blanca a Georges, que estaba empezando precisamente el rostro de la dama en La Vista. Joseph y Thomas se hallaban a ambos lados. Al inclinarse sobre el telar, la forma del vientre de Aliénor quedó de manifiesto para quien quisiera verla. Nadie se fijó, excepto Thomas, sentado muy cerca, y en busca de una excusa para dejar de trabajar.
– Vaya, Señora de la Lana -dijo, imitando a Nicolas, aunque sin su encanto-, veo que te estás redondeando. ¿Para cuándo es la cosecha?
Empujé con fuerza los pedales hasta conseguir que traqueteara todo el telar, pero el ruido no impidió que se oyeran sus palabras. Cuando mi telar se inmovilizó, el taller entero quedó en silencio.
Aliénor dejó caer el carrete sobre la urdimbre y dio un paso atrás. Luego se apretó los costados con las manos, pero aquel movimiento le estiró la falda sobre el vientre, de manera que si alguien no había entendido aún las palabras de Thomas, lo hizo entonces.
Fue mi marido, al parecer, quien más tardó en darse cuenta. Cuando Georges teje, se enfrasca en su trabajo y no pierde la concentración con facilidad. Se quedó mirando a Aliénor pero parecía no verla, aunque la tenía delante, las manos apretándose los costados, la cabeza inclinada. Cuando por fin entendió, me miró, y el gesto adusto de mi boca confirmó sus sospechas. Se puso en pie, el banco crujió, Joseph y Thomas se apartaron para hacerle sitio.
– ¿Tienes algo que decirme, Aliénor? -preguntó sin alzar la voz.
– No -la respuesta de nuestra hija fue todavía más sosegada.
– ¿Quién es el responsable?
Silencio.
– Dime quién es.
Ni se movió ni habló. Tenía el rostro descompuesto.
Georges pasó por encima del banco y la derribó de un golpe violento. Como cualquier madre, Aliénor protegió a su hijo, cruzando las manos sobre el vientre mientras caía. Se dio con la cabeza contra el banco del telar. Me levanté de mi asiento y fui a colocarme entre los dos.
– No, Christine -dijo Georges. Me detuve. Hay ocasiones en las que una madre no puede proteger a su hija.
Hubo un movimiento en el umbral. Madeleine había estado mirando lo que sucedía y acto seguido desapareció. Un momento después pasó corriendo por delante de las ventanas del taller.
Aliénor se incorporó. Sangraba por la nariz. Quizá el espectáculo de aquel rojo intenso detuvo la mano de Georges. Nuestra hija se puso de pie tambaleante, luego se dio la vuelta, cruzó el taller cojeando y salió al huerto. Georges miró a su alrededor: Joseph, Thomas, Georges le Jeune y Luc, sentados en hilera como jueces, lo miraban fijamente.
– Volved al trabajo -les dijo.
Lo hicieron, uno a uno, inclinando la cabeza sobre los tapices.
Georges me miró y su rostro sólo reflejaba desesperación. Le hice un gesto con la cabeza, y me siguió al interior de la casa. Nos quedamos uno al lado del otro delante del fuego. Hasta que no sentí el calor de la lumbre no me di cuenta de lo fría que me había quedado en el taller.
– ¿Quién crees que es el padre? -preguntó Georges, que no había relacionado lo que hacía la dama de La Vista con el problema de Aliénor. En cierta manera, yo abrigaba la esperanza de que no lo averiguara nunca.
– No lo sé -mentí.
– Quizá se trate del mismo Jacques le Boeuf -Georges trataba de mostrarse esperanzado.
– Sabes que no. Tu hija nunca se habría prestado a eso con él.
– ¿Qué vamos a hacer, Christine? Jacques no la querrá ya. Probablemente nunca volverá a teñir lana para nosotros. Y está el dinero de la cama que ya he pagado y que es suyo.
Pensé en Aliénor, estremecida en la iglesia de Sablon cuando hablaba de Jacques le Boeuf, y una parte de mí se alegró de que se librara de compartir cama con el tintorero, aunque, por supuesto, tenía que callármelo.
Antes de que pudiera responder se oyeron pasos fuera y entró Madeleine, con Philippe de la Tour pisándole los talones. Suspiré: otra persona más, ajena a la familia, que iba a ser testigo de nuestra vergüenza y de la humillación de Aliénor.
– Márchate -le dijo Georges a Philippe antes de que abriera la boca-. Estamos ocupados.
Philippe hizo caso omiso de su descortesía.
– Quiero hablar con vos -dijo. Luego pareció perder el valor. Madeleine le dio un empujón-. Sobre…, sobre Aliénor -continuó.
Georges cerró los ojos un instante y gruñó.
– De manera que te ha faltado tiempo para contárselo a todo el mundo, ¿no es eso? -le dijo a Madeleine-. ¿Por qué no vas a gritarlo al mercado? O, mejor aún, busca a Jacques le Boeuf y tráelo de la mano, para que vea por sí mismo lo que ha pasado aquí.
Madeleine lo miró con el ceño fruncido.
– Estáis todos ciegos -dijo-. Nunca habéis entendido cuánto la quiere.
La miramos asombrados. Madeleine nunca se atreve a contradecirnos. ¿Podía estar hablando de Jacques le Boeuf? No era la clase de persona que quiera a nadie.
– No os enfadéis, Georges: la intención de Madeleine es buena -dijo Philippe, la voz transida por el miedo-. No he venido a burlarme. Es sólo que… -se detuvo, como si el terror lo ahogara.
– ¿Qué sucede, entonces? ¿Qué servicio nos puedes prestar ahora?
– Soy…, soy yo el padre.
– ¿Tú?
Philippe me miró desesperado. De repente entendí. Hice un leve gesto de asentimiento para darle valor y permitirle seguir adelante. Madeleine debía de tener razón: Philippe quería a Aliénor. Estaba dispuesto a ayudarla: a ella y también a nosotros.
Philippe tragó saliva y, para mantenerse sereno, no apartó los ojos de mi cara.
– Soy el padre y me casaré con Aliénor si ella me acepta.
Mi esposa es una mujer callada. Eso no es mala cosa: las mujeres calladas no chismorrean y es poco probable que sean motivo de habladurías.
De todos modos me gustaría que conversara más conmigo.
No dijo nada cuando nos casamos, excepto responder a la pregunta del sacerdote. Nunca me habló del hijo que llevaba en el vientre ni de Nicolas. Nunca me dio las gracias. En una ocasión le dije que me alegraba de haberla salvado.
– Me salvé yo -fue su respuesta, antes de darme la espalda.
No vivíamos aún con mis padres, ni lo haríamos hasta que se terminaran los tapices. La necesitaban para coser de noche, no para que durmiera conmigo. Pese a habernos arrodillado ante el sacerdote en la iglesia de Sablon, no habíamos estado juntos aún, y no habíamos hecho las cosas que la prostituta me enseñó durante el verano. Aliénor estaba demasiado hinchada, y poco dispuesta todavía. Todo a su tiempo, era mi esperanza.
Después de que fueran a ver a Jacques le Boeuf, Georges y Christine me dijeron que me refugiara en casa de unos vecinos hasta que pasara el peligro. Me negué: no iba a esconderme de él el resto de mis días. Nunca me explicaron qué pasó cuando le contaron que Aliénor iba a casarse conmigo, pero pocos días después tuve que enfrentarme con él. Me descubrió en la place de la Chapelle, donde yo estaba comprando nueces, y se puso a bramar desde el otro lado del mercado. Tuve tiempo de salir corriendo, pero me quedé quieto y vi que se me venía encima como un toro. Me debería haber asustado, pero sólo pensé en la sonrisa torcida de Aliénor. La verdad es que a mí me sonreía más bien poco, pero nunca habría obsequiado con una sonrisa a aquel bruto maloliente. Incluso cuando Jacques le Boeuf venía a por mí seguía alegrándome de haberla salvado.
Perdí el conocimiento cuando me derribó. Al recuperarme estaba tumbado en la nieve -la primera del invierno- con las nueces esparcidas por el suelo y Jacques le Boeuf mirándome desde lo alto. Contemplé, tras el, las altas ventanas afiligranadas de la Chapelle, y me pregunté si me mataría. Pero en el fondo es un hombre sencillo, con necesidades sencillas. Dejarme tirado en el suelo fue suficiente. Se inclinó sobre mí y gruñó:
– Quédate con ella. ¿De qué sirve una esposa sin ojos? Me casaré con mi prima, que me ayudará más.
No iba a discutir con él. No pude, de todos modos: el hedor me hizo perder otra vez el conocimiento. Cuando me recobré Jacques se había ido y, entre varios, me llevaban por la rue Haute a casa de Georges. Aliénor en persona me lavó las magulladuras, sujetándome la cabeza contra el bulto de su regazo. No dijo nada cuando quise saber qué había sucedido. Sólo habló al preguntarle qué planta había puesto en el agua:
– Verbena -dijo. Era una sola palabra, pero me sonó a música.
Jacques le Boeuf me dejó tranquilo después de aquello, pero insistió en que Georges le pagara de inmediato la remesa final de lana azul, porque en caso contrario no se la entregaría. Georges había dado el dinero a un carpintero para la cama que era parte de la dote de Aliénor. Me fue posible ayudarle con aquello: mi primer acto útil como yerno. Una prima mía estaba a punto de casarse, y convencí a sus padres para que le compraran la cama de madera de castaño, de manera que Georges recuperó el dinero. A Aliénor y a mí no nos corría tanta prisa tener cama.
Ayudarlo en aquel problema hizo que mi relación con Georges fuera un poco menos tensa, aunque todavía lo sorprendía a veces mirándome furioso. En otras ocasiones, sin embargo, su actitud era de perplejidad, porque no entendía cómo podía haber estado con Aliénor sin saberlo él ni por qué lo había hecho. Había disfrutado de su confianza en otro tiempo, pero ahora no sabia qué pensar. Tenía que aceptarme como yerno, pero en lugar de acogerme con los brazos abiertos, se sentía molesto y preocupado.
Georges le Jeune también me trataba de una manera peculiar y menos amistosa que antes, pese a que ahora éramos hermanos. A Thomas y a Luc les gustaba reírse de mí y gastarme bromas, lo que no es ninguna sorpresa. Por lo menos dejaban tranquila a Aliénor. Nadie le dijo nada sobre lo sucedido.
Todo resultaba más fácil de soportar porque Christine era amable conmigo. Me aceptó como parte de la familia sin ningún reparo, y eso hizo que los demás controlaran sus sentimientos. Nadie pareció adivinar lo que había sucedido en realidad, pese a tener una pista delante de sus narices, en los hilos del telar, que lo indicaba claramente. Aunque son buenos tejedores, quizá estaban demasiado cerca de su trabajo para verlo en perspectiva. Nunca pensaron en Nicolás: dieron por sentado que el unicornio era yo. Todo era más fácil así.
Por otra parte, habla muy poco tiempo para pensar en lo sucedido, porque el problema acuciante era terminar La Vista y El Tacto. Con días más cortos teníamos menos luz. A veces parecía que nada más sonar las campanas de la Chapelle para iniciar la jornada de trabajo, volvían a oírse para darla por terminada, con muy poco progreso en la confección de los tapices. El frío no ayudaba. Los talleres de los tejedores son especialmente fríos porque hay que dejar abiertas puertas y ventanas para que haya más luz y porque tampoco se encienden fuegos por temor a las chispas. Muchos talleres cierran o reducen el trabajo durante los meses fríos, pero, por supuesto, Georges no podía hacerlo. Aunque sólo estábamos en Adviento, hacía tanto frío como si la Epifanía no fuera más que un recuerdo. Madeleine colocaba cubos con brasas a los pies de los tejedores, pero apenas se notaba. Tampoco se podía utilizar ropa de mucho abrigo en brazos y hombros, porque dificultaba el trabajo. Se usaban en cambio guantes sin dedos que Christine había tejido con restos de lana, lo que no evitaba los sabañones.
A Georges las escasas horas de trabajo le resultaban especialmente duras. Los meses de preocupación por el encargo de Jean le Viste lo habían marcado. Tenía ojeras pronunciadas y ojos enrojecidos. De la noche a la mañana el pelo pareció volvérsele completamente gris. Se cargó de hombros y hablaba poco y nunca con alegría. Christine no le permitía trabajar los domingos, pero estaba tan cansado que se quedaba dormido en Notre Dame du Sablón tan pronto como se sentaba para oír misa. Nadie trataba de despertarlo, ni siquiera cuando debía ponerse en pie o arrodillarse. El sacerdote no decía nada. Sabía, como todo el mundo, que el taller tenía problemas.
Yo iba casi a diario para ayudar. Tampoco tenia cartones que dibujar en otros sitios: los lissiers raras veces reciben nuevos encargos en invierno, una época en la que nadie viaja hacia el norte ni desde París ni desde ningún otro sitio. Además, quería estar allí, aunque sólo fuera para hacer compañía a mi mujer. Aliénor ayudaba a Madeleine, o cosía los tapices cuando había sitio para ella. Pero buena parte del tiempo tanto ella como yo parecíamos gatos que deambulan por callejones en busca de algo que los mantenga ocupados. Era penoso ver a otros trabajar tanto y no ser capaces de hacer lo mismo. Envidiaba la laboriosidad de Christine, aunque todavía me asustaba un tanto verla tejer tapices a los que el Gremio tenía que dar el visto bueno. Por supuesto no decía nada. Era parte de la familia y sabía guardar sus secretos.
Apenas celebramos la Navidad. Es verdad que se festejó la Nochebuena, aunque la comida fue poca y carente de interés, sin dinero para carne, pasteles o vino. Sólo Joseph y Thomas no trabajaron el día de San Esteban. Christine acudió a misa el día de los Inocentes, e insistió en que todo el mundo fuera a Notre Dame du Sablon en la fiesta de la Epifanía, aunque después trabajáramos en lugar de celebrarla. Para entonces ni siquiera Joseph y Thomas se incorporaron al júbilo de las calles, porque estaban a punto de acabar El Tacto y querían terminar de una vez.
Se adelantaron a los demás -aunque no se trataba de un juego, ni hubo ganadores- debido a un problema con La Vista. Un día Georges examinó el tapiz y frunció el ceño ante las hojas de un roble que Christine había estado tejiendo.
– Has olvidado un trozo de rama. ¿Ves? Acaba aquí y empieza otra vez ahí, con hojas donde debería haber madera.
Christine miró fijamente su trabajo. Los otros tejedores callaron. Georges le Jeune se acercó para mirar.
– ¿Importa? -dijo, examinando las hojas-. Nadie se dará cuenta.
Georges lo miró con desaprobación y dijo:
– Apártate, Christine.
Mi suegra se colocó junto a Aliénor ante la devanadera y lloró mientras Georges empezaba a deshacer lo que había tejido. Nunca la habla visto llorar.
– Bonjour!
Al volvernos, vimos que una cabeza asomaba por la ventana del taller. Era otro lissier, Rogier le Brun, que venía a comprobar si el trabajo del taller se hacía de acuerdo con las normas del Gremio. Georges había hecho en el pasado similares visitas inesperadas a otros talleres: de esa manera el Gremio se aseguraba de que sus miembros se atenían a las reglas, de que los lissiers no hacían trampas, y de la excelente calidad de los tapices de Bruselas.
No sé el tiempo que llevaba Rogier le Brun observándonos. Si había visto tejer a Christine podíamos tener problemas. Sin duda la habla visto llorar y podía preguntarse por qué. Todos pensábamos en eso mientras Christine se secaba las lágrimas con la manga y se apresuraba a reunirse con su marido para dar la bienvenida al lissier.
– Por supuesto beberás una cerveza y probarás alguno de los bollos con especias que han quedado de la Epifanía. ¡Madeleine! -llamó, al tiempo que se dirigía hacia la casa, mientras Rogier le Brun intentaba rechazar la bebida y la comida que le ofrecían. Sin duda estaba al tanto de las dificultades por las que atravesaba el taller. Aquellos bollos eran regalo de un vecino compasivo.
– Madeleine ha salido -le susurré a Aliénor, quien, rápidamente, me pasó la lana que había estado enrollando y fue a ayudar a su madre. Los ojos de Rogier le Brun la siguieron mientras cruzaba el taller, el vientre estirándole el vestido. Cuando hubo salido me miró un momento, como si tratara de adivinar de qué manera un individuo tan tímido como yo podía haber hecho una cosa así. Sentí que la cara me ardía de vergüenza.
– ¿Deshaciendo el trabajo, eh? -comentó Rogier le Brun, volviéndose hacia el roble que Georges se disponía a rectificar en el tapiz-. El aprendiz estropea las cosas como de costumbre, ¿no es eso? -le dio unos suaves golpecitos a Luc en la cabeza. Luc lo miró furioso, pero, gracias a Dios, no lo negó. Es un chico listo y sabe cuándo callar. Rogier le Brun entornó los ojos y se volvió hacia Georges-. Cómo te comprendo, Georges. No hay nada peor para un lissier que deshacer lo que ya está hecho. Pero tratándose de tapices como éstos, hasta el último adorno ha de estar bien, ¿eh? No se podrían utilizar tejedores poco competentes. El Gremio no aceptaría el trabajo, ¿verdad que no?
Todos los presentes guardaron silencio.
– Luc se equivoca muy pocas veces -murmuró Georges al cabo de un momento.
– Por supuesto: estoy seguro de que le has enseñado bien. Pero eso os retrasará, n’est-ce-pas, precisamente cuando más necesitas el tiempo. ¿En qué fecha se han de entregar los tapices?
– Para la Purificación.
– ¿ La Purificación? ¿Cómo vas a poder acabarlos tan pronto?
Antes de que Georges pudiera responder había reaparecido Christine con jarras de cerveza.
– No te preocupes por nosotros, Rogier -intervino-. Nos las arreglaremos. Mira, el otro tapiz está casi acabado y después todos los tejedores se dedicarán a este otro.
Thomas resopló.
– Si se nos paga más, quizá.
Rogier le Brun apenas escuchaba. Comprendí que estaba calculando el trabajo que quedaba por hacer, el número de tejedores -¿contaría a Christine entre ellos?- y el tiempo disponible para hacerlo. Todos le observamos mientras hacía sus cuentas. El banco de los que trabajaban crujió al moverse inquietos sus ocupantes. También yo cambié los pies de sitio. A pesar del frío, por la frente de Georges caían gotas de sudor.
Christine cruzó los brazos sobre el pecho.
– Nos las arreglaremos -repitió-, como espero que te suceda a ti cuando Georges te haga una visita en nombre del Gremio -a continuación le sonrió.
Se produjo un breve silencio mientras Rogier le Brun asimilaba aquel recordatorio acerca de cómo los lissiers se ayudaban unos a otros. Miró a la dueña de la casa y me fijé en cómo se le movía la nuez al tragar.
Aliénor apareció entonces y se le acercó sin apresurarse.
– Por favor, monsieur, tomad uno -dijo, presentándole la bandeja con los bollos.
Aquello hizo que Rogier le Brun se echara a reír.
– Georges -exclamó, probando uno de los dulces-, ¡quizá tengas problemas con el taller, pero tus mujeres lo compensan!
Cuando se hubo marchado, Georges y Christine se miraron.
– Me parece -dijo mi suegra, moviendo la cabeza- que San Mauricio se está encargando de protegernos. Si no me hubiera equivocado con ese roble, Rogier me habría sorprendido trabajando. Y si me hubiera visto sentada ante el telar, no habría podido hacerse el distraído.
Georges sonrió por vez primera desde hacía muchas semanas. Fue como cuando se quiebra el hielo en un estanque después de un largo invierno, o como cuando se rompe un maleficio. Los jóvenes rieron, se pusieron a imitar a Rogier, y Christine fue a buscar más cerveza. Por mi parte, me acerqué a donde estaba Aliénor y la besé en la frente. No alzó la cabeza, pero sonrió.
Dos semanas antes de la Purificación los tejedores contratados terminaron El Tacto. El corte del tapiz para separarlo del telar no fue la solemne ceremonia que quizá les hubiera gustado a Georges le Jeune, a Joseph y a Thomas, sino una cosa rápida y expeditiva. Cuando se desenrolló el tapiz y se le dio la vuelta para verlo, Georges movió la cabeza afirmativamente y elogió el trabajo, pero sus pensamientos estaban en sus dedos, y sus dedos querían seguir tejiendo. Christine, sin embargo, advirtió la desilusión de los otros y procedió a dar un codazo a su marido. El lissier entregó a los contratados sus últimos sous para que brindaran en la taberna.
Georges le Jeune se trasladó al otro telar para seguir trabajando con su padre y con Luc en La Vista, y Christine se retiró para ocuparse del dobladillo de El Tacto. Aliénor y ella recogieron los finales de los hilos de la urdimbre, y a continuación, y para rematar el tapiz, empezaron a coser una tira de tejido de lana marrón siguiendo todo el borde. Mientras estaba sentado junto a Aliénor, viéndolas coser a ella y a Christine, se me ocurrió decir de repente:
– Enséñame a hacer eso.
Christine rió entre dientes y Aliénor frunció el ceño.
– ¿Por qué? Eres pintor, no mujer.
– Quiero ayudar -en realidad quería decirle que era mi esposa y que quería sentarme con ella.
– ¿Por qué no trabajas en algo tuyo?
Entonces tuve una idea.
– Si me enseñas, te podré ayudar con el dobladillo y tu madre quedará libre para el otro tapiz.
Christine miró a Georges, que, al cabo de un momento, asintió con la cabeza.
– De acuerdo -dijo mi suegra, clavando su aguja en la lana y poniéndose en pie-. Aliénor te enseñará lo que tienes que hacer.
– Mamá -intervino entonces Aliénor. Parecía molesta.
Christine se volvió a mirarla.
– Es tu marido, hija mía. Será mejor que te acostumbres y que se lo agradezcas. Piensa en la otra posibilidad.
Aliénor inclinó la cabeza. Christine me dedicó una leve sonrisa y le di las gracias con la mirada.
Aliénor, en lugar de dejarme coser el dobladillo de inmediato, me obligó a practicar en un retazo de tela. Eran unas puntadas bastante sencillas, pero no conseguía que me salieran tan iguales como las suyas, y logré pincharme los dedos una y otra vez hasta que Aliénor se echó a reír.
– Mamá, nunca terminaremos si dejas trabajar a Philippe. Estaré siempre deshaciendo lo que haga para empezar de nuevo. ¡O lo llenará todo de sangre!
– Dale una oportunidad -dijo Christine sin levantar los ojos de su trabajo-. Quizá te sorprenda.
Después de un día de errores empecé a mejorar y, a la larga, Aliénor me dejó trabajar en el dobladillo, aunque cosía más despacio que ella. Al principio no hablábamos mucho mientras trabajábamos, pero pasar tantas horas juntos pareció facilitar las cosas entre nosotros. El silencio siempre es un tónico para Aliénor. Luego, poco a poco, empezamos a hablar: del frío, del dobladillo que cosíamos, o de las nueces en escabeche que habíamos comido. Cosas sin importancia.
Casi habíamos terminado el dobladillo cuando reuní el valor suficiente para preguntarle algo más importante. Contemplé el enorme bulto del regazo, sobre el que descansaban sus manos como sobre una mesa, y el tapiz que lo cubría.
– ¿Cómo vamos a llamar al niño? -le dije en voz muy baja para que no nos oyeran los demás.
Aliénor dejó de coser, la aguja detenida sobre la tela. Como sus ojos están muertos, no basta con mirarle a la cara para saber lo que piensa. Hay que esperar a escuchar su voz. Esperé mucho tiempo. Cuando por fin respondió, el tono no era tan triste como yo esperaba.
– Etienne, por tu padre. O Tiennette, si es niña.
Sonreí.
– Merci, Aliénor.
Mi mujer se encogió de hombros. Pero no empezó a coser enseguida. Clavó la aguja en la costura y la dejó allí. Luego se volvió hacia mí.
– Me gustaría tocarte la cara, para saber cómo es mi marido.
Me incliné hacia ella y puse sus manos en mis mejillas. Aliénor empezó a restregarme y pellizcarme toda la cara.
– ¡Tienes la barbilla tan puntiaguda como mi gato! -exclamó. Le tiene afecto a su gato: la he visto acariciarlo durante horas cuando se le tumba en el regazo.
– Sí -dije-. Como tu gato.
Una semana antes de la Purificación, Georges terminó la última curva de la cola del león. Tres días antes, primero Christine y luego Luc, llegaron al borde del tapiz. Georges trabajaba todavía en un conejo -su firma, que consiste en uno de esos animales llevándose una pata al hocico-, mientras Georges le Jeune terminaba el rabo de un perro. Aliénor se unió entonces a su padre y a su hermano para coser las hendiduras, aunque su vientre abultaba tanto que la obligaba a quedarse lejos del tapiz. Mientras la estaba mirando se detuvo por un momento, las manos apretadas contra el vientre, la frente llena de surcos. Luego empezó otra vez a coser. Unos minutos más tarde hizo lo mismo una segunda vez y supe que estaba empezando el parto.
Si Aliénor guardaba silencio, tampoco querría que yo lo mencionara. De manera que hice un aparte con Christine y le señalé en silencio lo que sucedía.
– Creíamos que faltaban aún varias semanas: se está adelantando -comentó Christine.
– ¿No debería acostarse? -pregunté.
Christine negó con la cabeza.
– Todavía no. Ya tendrá después tiempo de sobra. Puede que tarde aún varios días. Déjala que trabaje si quiere: eso hará que no piense en el dolor.
De manera que Aliénor cosió durante muchas horas aquel día, incluso después de que anocheciera y de que los tejedores hubieran dejado de trabajar. Y aún siguió cosiendo cuando todos dormían ya. Yo me quedé con ella, despierto, tumbado en un catre y oyéndola moverse y ponerse tensa en el banco. Por fin, muy avanzada la noche, me dijo entre gemidos:
– Philippe, busca a mamá.
La acostaron en la cama de sus padres y Georges pasó a dormir al taller. Por la mañana, Luc, a quien Christine había mandado a buscar a la comadrona, regresó precipitadamente al taller poco después.
– ¡Los soldados de Jean le Viste están aquí! -exclamó-. Lo he oído en la calle. Han ido al Gremio en la Grand-Place para preguntar por vos.
Georges y su hijo alzaron la vista del trabajo.
– Todavía quedan dos días para la Purificación -dijo Georges. Se miró las manos-. Acabaremos hoy, pero todavía falta el dobladillo y las mujeres están ocupadas -miró hacia el interior de la casa, desde donde nos llegó un largo gemido que terminó en un grito.
– El dobladillo lo puedo hacer yo -dije muy deprisa, contento de ser útil por fin.
Georges me miró.
– Bon -dijo. Por primera vez desde que Aliénor y yo nos habíamos casado sentí que colaboraba de verdad con el taller.
– No te preocupes, muchacho -añadió Georges dirigiéndose a Luc, que no lograba estarse quieto-. Los soldados esperarán. Tiens, ve a decir a Joseph y a Thomas que vengan esta tarde para el corte del tapiz: querrán estar aquí. No podemos hacer nada por las mujeres -otro gemido procedente del interior hizo que padre e hijo hundieran sus cabezas en el trabajo y que Luc saliera corriendo del taller.
Aliénor gritaba cuando separamos La Vista de su telar. Se supone que el corte de un tapiz es un momento de alegría, pero sus alaridos nos empujaron a cortarlo lo más deprisa que pudimos. Sólo cuando le dimos la vuelta y lo vimos entero por primera vez dejé de prestar atención a los gritos de Aliénor.
Georges lo miró y se echó a reír. Era como si hubiera contenido el aliento durante meses y de repente pudiera por fin respirar de nuevo. Mientras Georges le Jeune y Luc y Thomas se daban unos a otros palmadas en la espalda, Georges rió y rió, con Joseph haciéndole compañía. Rieron tanto que tuvieron que sujetarse el uno con el otro, mientras lloraban a lágrima viva. Era una extraña respuesta a un largo viaje, pero descubrí que también reía yo. Habíamos recorrido, desde luego, mucho camino juntos.
Aliénor gritó de nuevo y todos nos detuvimos. Georges se secó los ojos, me miró y dijo:
– Estaremos en Le Vieux Chien. Hazme saber quién llega primero, si el niño o los soldados.
Luego, después de casi dos años de un trabajo que lo había encanecido, que lo había cargado de hombros y le había hecho empezar a bizquear, el lissier se alejó del tapiz sin volverse siquiera a mirarlo. Creo que lo hizo deliberadamente.
Cuando se hubieron marchado, estudié La Vista durante mucho tiempo. La dama está sentada, y el unicornio descansa en su regazo. Podría pensarse que se aman. Quizá sea así. Pero la dama sostiene un espejo y el unicornio podría muy bien contemplarse con ojos amorosos en lugar de mirar a la dama, que tiene los ojos torcidos y le pesan los párpados. Su sonrisa está llena de aflicción. Puede que ni siquiera vea al unicornio.
Eso es lo que pienso.
Me alegré de que Georges me confiara el dobladillo. Busqué la tira de lana marrón, aguja e hilo y, con mucho cuidado, recogí los hilos de la urdimbre como les había visto hacerlo a Aliénor y a Christine. Luego me senté junto a la ventana y di primero una puntada y luego otra. Cosí tan despacio como si estuviera contando los cabellos de un bebé dormido. Cada vez que oía gritar a Aliénor, apretaba los dientes y luchaba contra el temblor que se apoderaba de mis manos.
Había cosido la mitad de un lado del tapiz cuando cesaron los alaridos. También me detuve yo y me limité a esperar. Aunque debería haber rezado, estaba demasiado asustado para hacer hasta eso.
Finalmente, Christine apareció en el umbral con un atadijo de tela suave en los brazos y me sonrió.
– ¿Aliénor? -pregunté.
A Christine le hizo reír la expresión de mi cara.
– Tu esposa está bien. Todas las mujeres gritan. Los partos son así. Pero ¿no quieres saber qué te ha nacido? Te presento a un nuevo tejedor -me mostró a su nieto. Tenía la cara aplastada y roja y ni un solo pelo en la cabeza.
Me aclaré la garganta y extendí los brazos para recibir a Etienne.
– Habéis olvidado quién es su padre -dije-. Este niño será pintor.