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Nunca me han gustado las semanas que preceden a la Cuaresma. Hace frío: un frío que ha durado demasiado, un frío que se me ha metido en los huesos. Estoy cansado de sabañones, de articulaciones que crujen, y de la manera en que mantengo tenso el cuerpo, porque si me dejo ir siento aún más frío. Hay poco que comer y lo que queda no es nada apetitoso: está escabechado y salado y es seco y duro. Echo de menos las lechugas recién cortadas, la caza recién muerta, una ciruela o una fresa.
No trabajo mucho durante Septuagésima: tengo las manos agarrotadas por el frío y no soy capaz de empuñar un pincel. Y tampoco encuentro mujeres que me agraden. Espero. Prefiero la Cuaresma, pese a sus rigores. Al menos cada día que pasa hace más calor y hay más luz, aunque todavía escasee la comida.
Una mañana glacial, cuando tiritaba en la cama bajo muchas mantas y me preguntaba si merecía la pena levantarse, recibí un mensaje para reunirme con Léon le Vieux en Saint-Germain-des-Prés. No voy por allí desde hace tiempo, por temor a encontrarme con Geneviéve de Nanterre. Tenía, en cambio, escaso temor y ninguna esperanza de ver a su hija. Un amigo que mantiene los ojos abiertos en beneficio mío sobre lo que sucede en la rue du Four -donde no me atrevía a dejarme ver- me contó que a Claude la habían desterrado de París el verano pasado, aunque ninguno de los criados sabía dónde. También Béatrice había desaparecido.
Me puse toda la ropa que poseo y apresuré el paso hacia el sur, cruzando el Sena helado por el pont au Change y el pont Saint-Michel. No me paré en Notre Dame: hacía demasiado frío incluso para eso. Cuando llegué a Saint-Germain-des-Prés miré dentro de la iglesia con precaución, preguntándome si encontraría arrodillada a Geneviéve de Nanterre. Pero no había nadie: era un momento intermedio entre dos misas y el recinto estaba demasiado frío para entretenerse allí.
Finalmente encontré a Léon en el marchito jardín del claustro. Pocas cosas crecían en aquella época del año, aunque había unas cuantas campanillas de invierno y otros brotes que asomaban entre el barro. Ignoraba en qué podrían convertirse. Aliénor había tratado de instruirme acerca de las plantas, pero todavía necesitaba algo más que un bultito verde para discernir su futuro.
En invierno Léon le Vieux camina con un bastón para protegerse contra la nieve y el hielo. Ahora lo utilizaba para hurgar en las matas de espliego y romero. Alzó la vista.
– Siempre me sorprende lo resistentes que son en invierno, cuando todo lo demás está muerto -se agachó y arrancó unas hojas de cada una, luego las aplastó entre los dedos, que se llevó a la nariz-. Por supuesto que no son tan aromáticas ahora: para eso necesitan sol y calor.
– También dependerá del jardinero, non?
– Quizá -Léon le Vieux dejó caer las hojas y se volvió hacia mí-. Han llegado los tapices de Jean le Viste.
La noticia me produjo una inesperada oleada de alegría.
– ¡De manera que Georges consiguió terminarlos para la Purificación! ¿Habéis ido a Bruselas?
Léon le Vieux negó con la cabeza.
– Me niego a viajar en invierno dado el estado de los caminos; no lo haría ni aunque me lo pidiera el Rey.
A mi edad hay que estar sentado junto al fuego y no dedicarse a viajar día y noche por nieve y fango para traer los tapices a París a tiempo. Quiero morir en mi cama y no en una posada mugrienta, de camino para cualquier sitio. No; envié un mensaje con los soldados y le pedí a un mercader de Bruselas, conocido mío, que comprobara la calidad del trabajo. Y, por supuesto, el gremio de tejedores los aprobó: eso es lo importante.
– ¿Los habéis visto? ¿Qué aspecto tienen?
Léon le Vieux hizo un gesto con el bastón y empezó a caminar hacia el arco por donde se salía del claustro.
– Ven conmigo a la rue du Four y podrás verlos.
– ¿Seré bien recibido?
– Monseigneur Le Viste los ha colgado ya, y quiere que los examines para estar seguro de que la altura es la correcta -se volvió a mirarme y añadió-: Écoute, pórtate bien cuando estés allí -luego se echó a reír.
Ni siquiera en las fantasías más alcohólicas de mis veladas en Le Coq d'Or había soñado con que se me invitara a entrar sin problemas en casa de Claude le Viste. Allí estaba, sin embargo, con el mayordomo de gesto avinagrado dejándonos pasar. Si no me hubiera acompañado Léon le Vieux me habría lanzado contra él, para devolverle la paliza. Tuve, en cambio, que seguirlo mansamente mientras nos conducía a la Grande Salle y luego nos dejaba allí para ir en busca de su señor.
Me situé en el centro de la estancia, con Léon le Vieux a mi lado, y fui mirando a las diferentes damas, mis ojos de un lado a otro, tratando de captarlas todas a la vez. Las contemplé más tiempo del que he pasado nunca examinando cualquier cosa. Léon tampoco se movía ni hablaba. Era como si estuviéramos atrapados en un sueño. Y no estaba seguro de querer despertarme.
Cuando por fin Léon cambió de postura, abrí la boca para decir algo, pero lo que hice fue reírme. Fue una reacción inesperada. Sin embargo, seguía pensando ¿cómo he podido alguna vez preocuparme por leones con aspecto de perros, unicornios gordos y naranjas que parecían nueces, cuando estaban aquí estas damas? Todas ellas eran hermosas, y vivían tranquilas, satisfechas. Hallarse entre ellas era formar parte de su existencia mágica, llena de felicidad. ¿Qué unicornio no se dejaría seducir por ellas?
No eran sólo las damas lo que daba tanta fuerza a los tapices, sino también las millefleurs. Las faltas que pudiera haber en los dibujos se esfumaban en aquel campo azul y rojo con miles de flores. Tenía la sensación de hallarme en un prado estival, pese a que en París el día fuese frío y oscuro. Aquellas millefleurs completaban la habitación, y unían a las damas y a sus unicornios, a los leones y a las criadas, y también a mí. Sentí que estaba con todos ellos.
– ¿Qué te parecen? -me preguntó Léon.
– Gloriosos. Son incluso mejores de lo que nunca soñé que pudiera hacerlos.
Léon rió entre dientes.
– Veo que tu orgullo sigue incólume. Recuerda que sólo has sido una parte de su creación. Georges y su taller merecen los mayores elogios -era el tipo de comentario que a Léon le Vieux le gustaba hacer.
– Gracias a ellos a partir de ahora le irán muy bien las cosas a Georges.
Léon negó con la cabeza.
– No le enriquecerán: Jean le Viste es más bien tacaño. Y, por lo que he oído, es posible que Georges tarde en aceptar nuevos encargos. Mi amigo, el mercader de Bruselas, me ha dicho que sólo lo vio borracho o dormido, y que ahora bizquea. De hecho, fue el cartonista quien ayudó a Christine a coser el dobladillo del último tapiz: Georges estaba borracho y la hija acababa de dar a luz -me miró entornando los ojos-. ¿Sabes algo de eso?
Me encogí de hombros, aunque sonreí para mis adentros: Aliénor había conseguido de mí lo que quería.
– No he estado en Bruselas desde mayo pasado, ¿cómo podría saberlo?
– No has estado en Bruselas desde hace nueve meses, ¿eh? -Léon le Vieux movió la cabeza-. Es igual: Aliénor se ha casado con el cartonista.
– Ah.
Mi sorpresa fue mayor de lo que dejé traslucir. Philippe no era tan tímido con las mujeres como yo creía. Sin duda había sido una ayuda presentarle a la prostituta. De todos modos, me alegraba por Aliénor. Philippe era un hombre bueno, bien distinto de Jacques le Boeuf.
– No habéis dicho lo que pensáis de los tapices -comenté-. Vos, que queréis que vuestras mujeres sean reales. ¿Os he…, os hemos hecho cambiar de idea, Georges y yo, y también Philippe?
Léon recorrió otra vez toda la sala con los ojos; luego se encogió de hombros y apareció en sus labios una sonrisa.
– Hay algo en ellas que no había visto ni sentido antes. Entre todos habéis creado, para que vivan esas damas, un mundo completo, aunque no sea nuestro mundo.
– ¿Os tientan?
– ¿Las damas? Non.
Reí entre dientes.
– De manera que no os hemos convertido, a pesar de todo. Las damas no son tan poderosas como creía.
Se oyó un ruido del otro lado de la puerta y Jean le Viste y Geneviéve de Nanterre entraron en la Grande Salle. Hice deprisa una reverencia para esconder mi sorpresa, porque no esperaba ver a la señora de la casa. Al alzar los ojos vi que me sonreía como lo había hecho el día que la conocí, cuando por primera vez coqueteé con Claude: me sonreía como si ya conociera mis pensamientos.
– Veamos, ¿qué opina el pintor de los tapices? -quiso saber Jean le Viste. Me pregunté si había olvidado mi nombre. Antes de que pudiera hablar, añadió-¿Cuelgan a la altura conveniente? Se me ha ocurrido que quizá estuvieran mejor a una braza más por encima del suelo.
Era una suene que no hubiera hablado, porque me di cuenta de que Jean le Viste no quería hablar de la belleza de los tapices ni de la habilidad de los tejedores, sino, más bien, de en qué medida realzaban su.sala. Estudié un momento su colocación. Quedaban del suelo a la distancia de una mano. Eso situaba a las damas casi a nuestra altura. Elevarlos más las alejaría en exceso.
Me volví hacia Geneviéve de Nanterre.
– ¿Qué os parece, madame? ¿Deben estar más altas las damas?
– No -dijo-. No es necesario.
Asentí.
– Creo, monseigneur, que estamos de acuerdo en que la sala resulta admirable tal como se halla.
Jean le Viste se encogió de hombros.
– Servirá para la ocasión.
Se dio la vuelta para marcharse. No pude resistirlo.
– Por favor, monseigneur, ¿qué tapiz os gusta más?
Jean le Viste se detuvo y miró a su alrededor como si sólo en aquel momento se diera cuenta de que los tapices estaban para mirarlos. Frunció el ceño.
– Ése -dijo, señalando El Oído-. La bandera es excelente y el león, noble. Venid -le dijo a Léon le Vieux.
– Voy a quedarme un momento para hablar con Nicolas des Innocents -anunció Geneviéve de Nanterre. Jean le Viste apenas pareció oír, y se dirigió hacia la puerta seguido de Léon le Vieux. El anciano se volvió a mirarme antes de salir, como para recordarme su advertencia anterior acerca de mi comportamiento. Sonreí ante la idea. No me quedaba con la mujer adecuada para hacer fechorías.
Cuando se hubieron marchado, Geneviéve de Nanterre rió en voz baja.
– Mi marido no prefiere ninguno. Ha elegido el tapiz que tenía más cerca, ¿no lo habéis notado? Y no es el mejor: las manos de la dama son poco elegantes y el diseño del mantel es demasiado recto y duro.
Estaba claro que había estudiado los tapices con detenimiento. Al menos no había acusado de gordura al unicornio.
– ¿Qué tapiz os gusta más, madame?
Lo señaló con el dedo.
– Ése -me sorprendió que eligiera El Tacto: esperaba que prefiriese Á Mon Seul Désir. Después de todo, la dama era ella.
– ¿Por qué ése, madame?
– La dama está muy tranquila; tiene el alma en paz. Se halla en un umbral, se dispone a pasar de una vida a otra, y mira feliz hacia el futuro. Sabe lo que le espera.
Pensé en lo que me había servido de inspiración para presentar a la dama de aquella manera: Christine en el umbral del taller, feliz porque iba a tejer. Era tan diferente de lo que Geneviéve de Nanterre acababa de describir que tuve que contener el impulso de corregirla.
– ¿Qué os parece esta otra dama? -señalé a la de Á Mon Seul Désir-. ¿No abandona también un mundo por otro?
Geneviéve de Nanterre no dijo nada.
– La pinté especialmente para vos, madame, con el fin de que los tapices no se ocupen sólo de una seducción, sino que traten también del alma. Si os fijáis, es posible empezar con este tapiz, el de la dama poniéndose el collar, y dar la vuelta a la sala siguiendo la historia de cómo seduce al unicornio. O se puede hacer el recorrido contrario, de manera que la dama diga adiós a cada uno de los sentidos y la historia termine con este tapiz, en el que se quita el collar para guardarlo, y renuncia a la vida corporal. ¿Os dais cuenta de que lo he hecho para vos? Cuando la dama sostiene las joyas de la manera en que lo hace, no sabemos si se las pone o se las quita. Puede ser cualquiera de las dos cosas. Ése es el secreto que he encerrado para vos en los tapices.
Geneviéve de Nanterre negó con la cabeza.
– La dama no parece haber decidido qué es lo que prefiere: si la seducción o el alma. Yo sé lo que prefiero, y me hubiera gustado que su elección quedase reflejada con toda claridad. Tiens, es mejor que los tapices cuenten la seducción del unicornio; a la larga pasarán a mi hija, y a Claude le gustará la seducción -me miró y me sonrojé.
– Siento que no os gusten, madame -lo sentía de verdad. Creía haber sido muy inteligente, pero la inteligencia me había jugado una mala pasada.
Geneviéve de Nanterre se volvió, abarcando una vez más todos los tapices al mismo tiempo.
– Son muy hermosos y eso es suficiente. Sin duda Jean está contento, aunque no lo demuestre, y a Claude le encantarán. Para daros las gracias, me gustaría que acudierais mañana por la noche a la fiesta que celebraremos aquí.
– ¿Mañana?
– Sí, la fiesta de San Valentín. El día en que las aves eligen su pareja.
– Eso dicen.
– Os veremos aquí mañana, entonces -me miró una vez más antes de alejarse.
Le hice una reverencia cuando ya me daba la espalda. Una de las damas de honor miró un instante al interior de la sala y luego se marchó con su señora.
Entonces me quedé a solas con los tapices. Estuve mucho tiempo en la sala, mirándolos y preguntándome por qué ahora me llenaban de melancolía.
No había asistido nunca a una fiesta de la aristocracia. A los pintores no se les suele invitar a esas celebraciones. De hecho, no estaba nada seguro de por qué Geneviéve de Nanterre reclamaba mi presencia. Muy deprisa y con un gasto considerable hice que me confeccionaran una nueva túnica -terciopelo negro con ribetes amarillos- y una gorra a juego. Me limpié las botas y me lavé, aunque el agua estaba helada. Conseguí cuando menos que, al llegar a la casa de la rue de Four, iluminada con antorchas, los criados me permitieran el paso sin pestañear, como si fuera otro noble más. En mi cuarto me había encontrado muy elegante con mi túnica y mi gorra nuevas -y había recibido el aliento de hombres y mujeres en Le Coq d'Or-, pero mientras me dirigía hacia la Grande Salle entre las damas y los caballeros ricamente ataviados que me rodeaban me sentí como un palurdo.
Tres niñas corrían entre los invitados. La de más edad era Jeanne, la que miraba el interior del pozo el día que conocí a Claude, su hermana e hija mayor de Jean le Viste. La segunda se parecía a ella y debía de ser Geneviéve, la menor. La otra niña sólo me llegaba a la rodilla y no se parecía en nada a las Le Viste, aunque era bonita a su manera, con tirabuzones de color rojo oscuro que se le desordenaban por el cuello. Como éramos muchos, una de las veces que pasó cerca de mí se me enganchó entre las piernas, y cuando la enderecé me miró con el ceño fruncido de una manera que me pareció familiar. Pero se fue corriendo antes de que pudiera preguntarle cómo se llamaba.
La sala estaba abarrotada de invitados, con juglares que tocaban, bailaban y hacían acrobacias, y con criados que ofrecían vino y exquisiteces: huevos de codorniz escabechados, chuletas de cerdo, albóndigas decoradas con flores disecadas, incluso frambuesas, de ordinario imposibles de encontrar en invierno.
Jean le Viste se hallaba en un extremo de la sala, junto al tapiz de El Olfato, vestido de rojo con ribetes de piel, rodeado de otros caballeros que vestían de la misma manera. Conversarían sobre el Rey y la Corte, cuestiones que nunca me han interesado en exceso. Prefería el lado de la sala de Geneviéve de Nanterre, donde podía contemplar a las damas con sus brocados y sus pieles de visón, zorro y conejo. La señora de la casa vestía, con bastante sencillez, seda azul celeste y piel de conejo gris, y se había colocado muy cerca de Á Mon Seul Désir.
Los tapices eran muy admirados pero, aunque templaban la sala y suavizaban el ruido de tantas personas, no resultaban ya tan llamativos como cuando había estado a solas con ellos. Entendía ahora que una batalla, con el estruendo de caballos y jinetes, podía haber resultado más adecuada para una sala de fiestas, mientras que los tapices del unicornio deberían colgarse en la cámara de una dama. Jean le Viste tenía razón, después de todo.
Traté de no pensar mucho en aquello, y bebí todo el vino especiado que me ofrecieron los criados que lo servían. Al principio me mantuve a un lado, contemplé a los acróbatas y a las damas que bailaban, y comí un higo asado. Luego una aristócrata a la que había hecho un retrato en cierta ocasión me llamó a su lado. Después todo fue más fácil, hablar y reír y beber como lo habría hecho si estuviera en una taberna.
Cuando entró Claude, vestida de terciopelo rojo, rodeada de damas -Béatrice entre ellas- sentí que se me caían los hombros y que los brazos me colgaban a los lados del cuerpo como trozos de cordel. Por supuesto estaba esperando a que apareciese, incluso mientras bebía y coqueteaba y me comía el higo e incluso mientras bailaba una gallarda con una dama muy alegre. Sin duda tenía que aparecer. No era otro el motivo de que yo estuviese allí.
Había mucha gente en la sala y creo que no me vio. Al menos no lo manifestó en absoluto. Estaba más delgada y huesuda que la última vez que la había visto, pero sus ojos eran todavía como membrillos y estaban tan llenos de vida como siempre. Los mantenía fijos en sus damas de honor, en lugar de seguir a los que bailaban, o bien miraba a algo distante, quizá a una de las millefleurs de El Olfato o El Gusto, situados al otro lado de la sala, pero no a las protagonistas de los tapices.
Béatrice me vio y me miró descaradamente con sus grandes ojos oscuros. También había adelgazado. No se inclinó hacia su señora, ni le susurró nada al oído ni me señaló: se limitó a mirarme fijamente hasta que aparté la vista. No traté de acercarme a Claude. Sabía que iba a ser inútil: alguien se interpondría en mi camino, y llamarían al mayordomo para sacarme de la casa y arrojarme a la calle, quizá incluso propinándome de paso unos cuantos golpes. Lo sabía sin que nadie me lo dijera. Sabía ya por qué me había invitado Geneviéve de Nanterre: me había convocado para castigarme.
Pronto cesaron la música y el baile y sonaron las trompetas para dar comienzo a la cena. Claude se reunió con sus padres y algunos invitados más en la mesa principal, la mesa de roble a la que me había subido en una ocasión para medir las paredes. El resto de los invitados ocupaba mesas de caballete a los lados de la sala. Me encontré situado en un extremo, en el sitio más oscuro, el más alejado de Claude. Justo detrás de mí colgaba El Gusto. Enfrente La Vista, con el rostro de Aliénor, dulce y triste, haciéndome compañía.
Un sacerdote de Saint-Germain-des-Prés dirigió la acción de gracias. Luego Jean le Viste se puso en pie y alzó la mano. No endulzó sus palabras, sino que habló sin rodeos, de manera que cuando oí lo que decía, la herida fue limpia y profunda.
– Nos hemos reunido aquí para anunciar los esponsales de Claude, mi primogénita, con Geoffroy de Balzac, miembro de la Noblesse d Epée y premier valet de chambre del Rey. Nos sentiremos orgullosos de llamar hijo a un miembro de tan distinguida familia -extendió la mano y un joven de barba castaña, también sentado en la mesa principal, se puso en pie e hizo una leve reverencia a Jean le Viste y a Claude, que no quitó los ojos de la mesa que tenía delante. Geneviéve de Nanterre no inclinó la cabeza, sino que recorrió con la vista las mesas de caballete hasta llegar a mí, sentado al final. Ahora recibes tu castigo, decía su mirada. Bajé los ojos a mi cuchillo y vi que había cortado el pan con las iniciales CLV y GDB entrelazadas. Aves que encontraban su pareja, sin duda.
Después de aquello dejé de escuchar lo que decía Jean le Viste, aunque alcé la copa con todos los demás en un brindis que no oí. Cuando sonaron las trompetas, los criados trajeron los asados de aves: un pavo real abriendo la cola ante la hembra, un par de faisanes con las alas dispuestas para echar a volar, dos cisnes con los cuellos enlazados. Aquel espectáculo no me produjo ningún placer y tampoco hice intención de utilizar mi cuchillo para servirme. Mis vecinos debieron de pensar, estoy seguro, que no era un comensal muy animado.
Cuando trajeron un jabalí cubierto con panes de oro, supe que no me quedaría a ver los muchos platos anunciados, que no participaría en la bebida y la comida, ni presenciaría tampoco el espectáculo que se prolongaría toda la noche e incluso el día siguiente. No estaba de humor para la fiesta. Me puse en pie y, después de una última mirada a los tapices -porque sabía que no volvería a verlos-, me dirigí discretamente hacia la puerta. Para llegar allí tenía que pasar cerca de la mesa principal y, al hacerlo, un movimiento atrajo mi atención. Claude golpeó de repente la mesa con la mano y su cuchillo cayó al suelo con estrépito.
– ¡Oh! -exclamó. Una de las damas se dispuso a recogerlo, pero ella la detuvo con una risa: la primera manifestación de alegría que le había visto en toda la velada-. Lo recogeré yo -dijo, y procedió a sumergirse bajo la mesa. Quedó oculta: el mantel blanco, adornado con el escudo de Le Viste, llegaba hasta el suelo, escondiendo todo lo que quedaba dentro.
Esperé un momento. Nadie parecía fijarse en mí. Béatrice se hallaba detrás de la silla de su señora, hablando con el criado de Geoffroy de Balzac. Geneviéve de Nanterre conversaba con su futuro yerno. Jean le Viste, aunque vuelto hacia mí, parecía atravesarme con la mirada sin verme. Ya no se acordaba de quién era. Cuando llamó por encima del hombro para pedir más vino, me quité la gorra, la dejé caer, y luego me puse de rodillas para recuperarla. Un segundo después había levantado el mantel y estaba debajo de la mesa.
Claude se había acurrucado, brazos alrededor de las piernas, barbilla sobre las rodillas. Me sonrió.
– ¿Siempre tenéis vuestros rendez-vous debajo de las mesas, mademoiselle? -le pregunté mientras me volvía a colocar la gorra.
– Las mesas están muy bien para esconderse debajo.
– ¿Es ahí donde has estado escondida todo este tiempo, preciosa? ¿Debajo de una mesa?
Claude dejó de sonreír.
– Sabes muy bien dónde he estado. Nunca viniste a buscarme -apoyó la mejilla contra las rodillas, de manera que su rostro quedó oculto. Todo lo que veía era su tocado de terciopelo rojo, bordado de perlas, y el cabello cuidadosamente recogido debajo.
– No sabía dónde estabas. ¿Cómo querías que lo supiera?
Claude se volvió de nuevo hacia mí.
– Sí que lo sabías. Marie-Céleste dijo… -dejó de hablar, la duda arrugándole la frente.
– ¿Marie-Céleste? No la he visto desde la última vez que te vi a ti…, cuando me dieron la paliza. ¿Me enviaste un mensaje con ella?
Claude afirmó con la cabeza.
– Nunca lo recibí. Mintió si te dijo que me lo dio.
– Oh.
– Maldita sea. ¿Por qué mintió?
Claude apoyó la cabeza en las rodillas.
– Tiene sus razones. No me porté muy bien con ella.
Un galgo se metió debajo de la mesa, olfateando en busca de restos, y Claude extendió un brazo para acariciarlo. Al subírsele la manga vi que tenía la muñeca en carne viva, como si se hubiera rascado con uñas furiosas, crecidas más de la cuenta. Suavemente le sujeté el brazo.
– ¿Qué te ha pasado, preciosa? ¿Te has hecho daño tú misma?
Claude retiró la muñeca.
– A veces es la única cosa que me hace sentir. Bueno -continuó, rascándose las heridas-, no importa, de verdad. No hubieras podido sacarme.
– ¿Dónde estabas?
– En un lugar que es un paraíso para mamá y una prisión para mí. Pero en eso consiste la vida de una dama, como he podido descubrir.
– No digas eso. Ya no estás prisionera. Ven conmigo. Escapa de tu fiancé.
Por un momento el rostro de Claude se iluminó como si brillara el sol sobre el Sena, pero al seguir pensando en ello, su cara se oscureció de nuevo, hasta adquirir el turbio color normal del río. Donde quiera que hubiese estado, le habían cambiado el espíritu. Era bien triste verlo.
– ¿Qué hay de mon seul désir? -le pregunté en voz muy baja-. ¿Ya lo has olvidado?
Claude suspiró.
– Ya no tengo deseos. Y ése era de mamá -el perro le olfateó el regazo y Claude le sujetó el hocico con las dos manos-. Gracias por los tapices -añadió, mirando al perro a los ojos-. ¿Te ha dado alguien las gracias? Son muy hermosos, aunque me entristecen.
– ¿Por qué, preciosa?
Me miró fijamente.
– Me recuerdan cómo era antes, toda despreocupada y feliz y libre. Ahora sólo la dama que tiene al unicornio en el regazo se parece a mí: está triste y sabe algo del mundo. La prefiero a las otras.
Suspiré. Al parecer, me había equivocado con todas las damas.
El mantel se agitó una vez más y la niñita de cabellos rojos se metió a gatas debajo de la mesa. Había encontrado el rabo del perro y lo estaba siguiendo hasta su fuente. No manifestó ningún interés por nosotros y se limitó a palmear los lomos del animal con las dos manos, apretándole las costillas. El perro no pareció notarlo: había encontrado un hueso de cordero y lo estaba royendo.
– De todos modos, encontré una cosa buena en la cárcel -Claude señaló a la niña con la cabeza-. La he traído conmigo. Nicolette, llévate al perro. Béatrice le encontrará un hueso más grande. Idos, ya -le dio un empujón al animal en el trasero.
Ni la niña ni el perro le hicieron el menor caso.
– Será una de mis damas de honor cuando crezca -añadió Claude-. Por supuesto, tendrá que aprender, pero todavía le queda mucho tiempo. Aún es un bebé, en realidad.
Miré a la niña.
– ¿Se llama Nicolette?
Claude se rió como lo hacía en otro tiempo: una risa juvenil llena de promesas.
– Le cambié el nombre. No podíamos tener dos Claude en el convento, ¿no te parece?
Rió de nuevo cuando moví la cabeza con tanta violencia que me golpeé contra el tablero de la mesa. Miré a la criatura que era mi hija y luego otra vez a Claude, que me contemplaba con ojos transparentes. Por un momento sentí que la antigua fuerza del deseo me empujaba hacia ella, y extendí los brazos.
Nunca llegué a saber si Claude me hubiera permitido tocarla. Una vez más -como había sucedido la primera vez que Claude y yo estuvimos juntos bajo una mesa- la cabeza de Béatrice apareció en nuestro escondite. Su cometido era interponerse entre los dos. Ni siquiera pareció sorprendida al verme. Casi con seguridad había estado escuchando todo el tiempo, como hacen las damas de honor.
– Mademoiselle, vuestra madre os llama -dijo.
Claude hizo una mueca pero se puso de rodillas.
– Adieu, Nicolas -dijo con una sonrisa apenas visible. Luego señaló a Nicolette con la cabeza-. Y no te preocupes, la tendré conmigo siempre. ¿No es cierto, ma petite? -arrastrándose, salió de debajo de la mesa. Nicolette y el perro la siguieron.
Béatrice me estaba mirando.
– Ahora os tengo -dijo-. He tenido que vivir nueve meses en el infierno por vos. He extraviado mensajes por culpa vuestra. No os voy a dejar escapar -retiró la cabeza y desapareció.
Seguí de rodillas debajo de la mesa, desconcertado por sus palabras. Finalmente, sin embargo, también salí de mi escondite y me incorporé. Nadie se dio cuenta. Jean le Viste había abandonado la mesa y, de espaldas a mí, hablaba con Geoffroy de Balzac. Geneviéve de Nanterre se hallaba al otro extremo, de pie, con Claude. Béatrice le susurraba algo al oído.
Geneviéve de Nanterre se volvió para mirarme.
– Bien sûr -exclamó alegremente, alzando una mano y avanzando hasta situarse entre Béatrice y yo.
– Nicolas des Innocents, ¿cómo podía haberme olvidado de vos? Béatrice me dice que está cansada de su trabajo y preferiría la vida de esposa de un artista, ¿no es así, Béatrice?
La interpelada asintió.
– Por supuesto no soy quien tiene la última palabra, dado que Béatrice ya es dama de honor de mi hija. Debe decidirlo ella. ¿Qué te parece, Claude? ¿Darás libertad a Béatrice para que se case con Nicolas des Innocents?
Claude miró a su madre y luego a mí, los ojos brillantes por las lágrimas. Los dos estábamos siendo castigados.
– Claude y yo sentiremos perderte, Béatrice -añadió Geneviéve de Nanterre-. Pero mi hija dará su permiso, ¿no es cierto, Claude?
Al cabo de un momento Claude se encogió levemente de hombros.
– Lo haré, mamá. Como tú digas -no me miró mientras su madre tomaba la mano de Béatrice y la unía a la mía, sino que clavó los ojos en el tapiz de El Gusto.
Por mi parte, no miré los tapices ni a las damas que bajaban los ojos desde las paredes de la Grande Salle, ni tampoco a los nobles que comían, bebían, reían y bailaban. No era necesario mirarlos para saber que todos estarían sonriendo.