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Nathalie pensaba a veces que la gente envidiaba su felicidad. Era algo difuso, nada concreto en realidad, sólo una impresión pasajera. Pero le daba esa sensación. Se plasmaba en detalles, en sonrisas apenas esbozadas pero muy elocuentes, en maneras de mirarla. Nadie podía imaginar que a veces esa felicidad le daba miedo, Nathalie temía que pudiera llevar intrínseca la amenaza de la desgracia. A veces rectificaba cuando decía «soy feliz», era como una superstición, un recuerdo de todos esos momentos en la vida en que, al final, la suerte no le había sonreído.

La familia y los amigos presentes el día de su boda formaban lo que podría llamarse el primer círculo de presión social. Presión que pedía la venida al mundo de un niño. ¿Tanto se aburrían en su vida como para que les interesara hasta ese punto la de los demás? Así es siempre: vivimos sometidos a la tiranía de los deseos ajenos. Nathalie y François no querían convertirse en un culebrón para su entorno. Por ahora, les gustaba la idea de ser dos, solos en el mundo, de encarnar el cliché absoluto de la armonía sentimental. Desde el día en que se conocieron, habían vivido en una libertad absoluta. Como a ambos les encantaba viajar, habían aprovechado el más mínimo fin de semana soleado para recorrer Europa con romántica inocencia. Testigos de su amor habrían podido verlos en Roma, en Lisboa o en Berlín. Se habían sentido más cerca que nunca uno de otro al alejarse así. Esos viajes ponían de manifiesto también su auténtico sentido de lo novelesco. Les encantaba dedicar la velada a recrear su encuentro, recordando con gusto cada detalle, celebrando la puntería del azar. En materia de mitología de su amor, eran como niños, pues no se cansaban de escuchar la misma historia una y otra vez.

De modo que sí, esa felicidad podía dar miedo.

La rutina del día a día no había hecho mella en ellos. Aunque los dos trabajaban cada vez más, siempre se las arreglaban para pasar algo de tiempo juntos. Coincidiendo para comer, aunque fuera un almuerzo rápido. «Tomar un bocado», como decía François. Y a Nathalie le gustaba esa expresión. Se imaginaba un cuadro moderno, con una pareja al aire libre, comiéndose el bocado de un caballo, como esos cuadros surrealistas. Un cuadro que hubiera podido pintar Dalí, había dicho una vez Nathalie. A veces uno oye frases que le encantan, frases que se le antojan sublimes, aunque quien las pronuncie ni se dé cuenta siquiera. A François le gustaba esa posibilidad de un cuadro de Dalí, le gustaba que su mujer pudiera inventar, y modificar incluso, la historia de la pintura. Era una forma de ingenuidad llevada al extremo. Le susurró que la deseaba en ese preciso momento, que tenía ganas de hacerle el amor donde fuera, en cualquier parte. No podía ser, Nathalie se tenía que ir. Entonces esperaría hasta la noche y se lanzaría sobre ella con el deseo acumulado en tantas horas de frustración. Su vida sexual no parecía perder comba con el tiempo. Algo poco frecuente: entre ellos, cada día conservaba aún la huella del primero.

Procuraban también hacer vida social, seguir viendo a sus amigos, seguir yendo al teatro o hacer visitas sorpresa a sus abuelos. Trataban de no dejarse encerrar, de eludir la trampa del hastío. Así fueron pasando los años, y todo parecía tan sencillo, mientras que para los demás todo se hacía más cuesta arriba. Nathalie no comprendía esta expresión: «La relación de pareja hay que trabajarla todos los días.» Según ella, las cosas eran sencillas o no. Resulta muy fácil pensar eso cuando todo va como la seda, cuando nunca hay oleaje. Bueno, sí, alguna vez. Pero cabe preguntarse si no se peleaban simplemente por el placer de reconciliarse. ¿Entonces? Que todo les fuera tan bien ya casi resultaba inquietante. El tiempo pasaba sobre esa facilidad, sobre esa rara habilidad que tienen los vivos.