38630.fb2 La delicadeza - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 105

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Habitualmente, Markus se tomaba su tiempo cuando recorría un pasillo. Siempre había considerado esos desplazamientos como una pausa. Podía levantarse y decir: «Voy a estirar un poco las piernas» como otros salen a fumarse un pitillo. Pero ya no se trataba de tomarse la vida con calma, ahora Markus iba que se las pelaba. Era tan extraño verlo avanzar así, como impulsado por la furia. Era un coche diesel con el motor trucado. También en él había algo trucado: le habían hurgado en los cables sensibles, en los nervios que van directos al corazón.

Entró como un vendaval en el despacho del director general. Charles miró fijamente a su empleado e, instintivamente, se llevó la mano a la mejilla. Markus se quedó plantado en medio de la habitación, conteniendo su rabia. Charles se aventuró a preguntar:

– ¿Sabe usted dónde está Nathalie?

– No, no lo sé. Dejen de preguntarme todos dónde está Nathalie porque no lo sé.

– Acabo de hablar por teléfono con los clientes. Están furiosos. ¡Es que no me puedo creer que nos haya hecho esto!

– Yo la entiendo perfectamente.

– ¿Para qué quería verme?

– Quería decirle un par de cosas.

– Sea breve. Tengo prisa.

– La primera es que rechazo su oferta. Es asqueroso lo que está haciendo. No sé cómo va a poder seguir mirándose al espejo a partir de ahora.

– ¿Quién le dice a usted que me miro al espejo?

– Bueno, me importa un rábano lo que haga o deje de hacer.

– ¿Y la segunda?

– Dimito.

Charles se quedó pasmado por la velocidad de reacción de ese hombre. No había vacilado ni un segundo. Rechazaba la oferta, y se marchaba de la empresa. ¿Cómo había podido manejar tan mal la situación? O tal vez no. ¿Quizá fuera eso lo que quería? Verlos marcharse a los dos, con su consternante relación. Charles seguía observando a Markus y no podía leer nada en su semblante. Pues en el semblante de Markus había ese tipo de rabia que paraliza las facciones, que aniquila toda expresión legible. Sin embargo, el sueco se puso a avanzar hacia él, despacio, con una seguridad desmesurada. Como si lo impulsara una fuerza desconocida. Tanto es así que Charles no pudo evitar sentir miedo, miedo de verdad.

– Ahora que no es usted mi jefe… puedo…

Markus no terminó la frase, dejó que lo hiciera su puño. Era la primera vez que pegaba a alguien. Y se arrepintió de no haberlo hecho antes. Lamentó haber buscado tantas veces palabras para arreglar las situaciones.

– Pero ¿qué se ha creído? ¡Está usted loco! -gritó Charles.

Markus se acercó otra vez a él e hizo ademán de volver a pegarle. Charles retrocedió, aterrado. Estaba en un rincón de su despacho. Y, cuando Markus se hubo marchado, todavía permaneció así un buen rato, sentado en el suelo, postrado.