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Markus bajó del tren. Él también se había marchado sin avisar a nadie. Iban a reunirse como dos fugitivos. La vio al otro lado del vestíbulo de la estación, inmóvil. Echó a andar hacia ella, despacio, un poco como en una película. Se podía imaginar sin dificultad la música que acompañaría ese momento. O si no, silencio. Sí, el silencio estaría bien. No se oiría más que la respiración de ambos. Casi se podría olvidar la tristeza del entorno. La estación de Lisieux nunca habría podido inspirar a Salvador Dalí. Era un lugar triste y frío. Markus se fijó en un cartel que anunciaba el museo dedicado a Santa Teresa de Lisieux. Mientras avanzaba hacia Nathalie, pensó: «Anda, tiene gracia, siempre había creído que Lisieux era su apellido…» Sí, de verdad pensaba en eso. Y Nathalie estaba ahí, muy cerca de él. Con sus labios del beso. Pero su rostro parecía triste y serio. Su rostro era la estación de Lisieux.

Se dirigieron al coche. Nathalie se instaló en el asiento del conductor, y Markus, en el del copiloto. Nathalie arrancó el motor. Seguían sin intercambiar una sola palabra. Parecían esos adolescentes que no saben qué decirse en su primera cita. Markus no tenía ni idea de dónde estaba ni de adónde iba. Seguía a Nathalie, y eso le bastaba. Al cabo de un rato, al no soportar ya más el vacío, decidió pulsar el botón de la radio. La emisora era Radio Nostalgia. El amor a la fuga, de Alain Souchon, sonó entonces en el coche.

– ¡Oh, es increíble! -exclamó Nathalie.

– ¿El qué?

– Pues esta canción. Es increíble. Es mi canción. Y ahora, de repente… aquí está.

Markus miró la radio con cariño. Esa máquina le había permitido reanudar el diálogo con Nathalie. Ella seguía diciendo lo extraño y lo increíble que era. Que se trataba de una señal. Una señal ¿de qué? Eso Markus no podía saberlo. Le sorprendía el efecto que esa canción le causaba a su compañera. Pero conocía las cosas raras que tiene la vida, las casualidades, las coincidencias. Los testimonios que te hacen dudar de la racionalidad. Cuando terminó la canción, Nathalie le pidió a Markus que apagara la radio. Quería quedarse flotando en esa melodía que tanto le había gustado siempre, que había descubierto con la película, la última de las aventuras de Antoine Doinel. Ella había nacido en esa época, y quizá sea un sentimiento difícil de definir, pero el caso es que sentía que ella provenía de ese instante. Sentía que era como el fruto de esa melodía. Su carácter tan dulce, su melancolía a veces, su ligereza, todo eso era totalmente 1978. Era su canción, su vida. Y seguía sin dar crédito a tanta casualidad.

Se paró en la cuneta. Estaba oscuro, y Markus no acertaba a distinguir dónde se encontraban. Bajaron del coche. Vio entonces una gran verja, la de la entrada de un cementerio. Y descubrió que no era grande, sino inmensa. Como las de las cárceles. Los muertos, desde luego, son prisioneros condenados a cadena perpetua, pero cabe preguntarse cómo podrían evadirse. Nathalie, entonces, empezó a hablar:

– François está enterrado aquí. Pasó su infancia en esta región.

– …

– Él no me dijo nada, claro. No pensaba que se fuera a morir… pero yo sé que quería estar aquí… cerca del lugar donde creció.

– Comprendo -dijo Markus en voz baja.

– ¿Sabes?, tiene gracia, pero yo también pasé mi infancia aquí. Cuando François y yo nos conocimos, nos pareció una casualidad increíble. Podríamos habernos cruzado miles de veces de adolescentes, pero nunca nos vimos. Y fue en París donde nos conocimos. Así que, ya ves… cuando se trata de conocer a alguien…

Nathalie no terminó la frase. Pero a Markus se le quedó rondando en la cabeza. ¿De quién hablaba? De François, claro. ¿De él también, quizá? La doble lectura de su comentario acentuaba lo simbólico de la situación. Era un momento de una intensidad fuera de lo común. Estaban ahí los dos, uno al lado del otro, a pocos metros de la tumba de François. A pocos metros del pasado, un pasado que no termina nunca de pasar. La lluvia caía sobre el rostro de Nathalie, de modo que no se podía distinguir qué eran gotas y qué eran lágrimas. Pero Markus sí las distinguía. Sabía leer las lágrimas. Las de Nathalie. Se acercó a ella y la abrazó, como en un intento por contener el dolor.