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Volvieron a ponerse en camino. A Markus le sorprendió la cantidad de curvas que había. En Suecia, las carreteras son rectas; llevan a un destino que se ve. Se dejó acunar por el mareo, sin atreverse a preguntarle a Nathalie adónde iban. ¿Acaso tenía importancia? Era un tópico, pero estaba dispuesto a seguirla al fin del mundo. ¿Sabía ella siquiera adonde se dirigía? Quizá sólo quisiera conducir en la noche a toda velocidad. Conducir para olvidarse de sí misma.
Por fin se detuvo. Esta vez delante de una verja pequeña. ¿Era ése el tema de su vagabundear? Variación de las verjas. Nathalie bajó para ir a abrirla y luego volvió al coche. Para Markus cada movimiento era importante, se distinguía de los demás de manera autónoma, pues así se viven los detalles de una mitología personal. El coche avanzó por un camino estrecho y se detuvo ante una casa.
– Ésta es la casa de Madeleine, mi abuela. Vive sola desde que murió mi abuelo.
– Ah, vale. Me alegro de poder conocerla -contestó Markus, muy educado.
Nathalie llamó a la puerta, una vez, dos veces, y volvió a llamar más fuerte. Pero nada:
– Está un poco sorda. Mejor será que rodeemos la casa. Seguro que está en el salón, nos verá por la ventana.
Para rodear la casa había que tomar un camino que la lluvia había llenado de barro. Markus se acercó a Nathalie. No veía gran cosa. ¿A lo mejor se había equivocado de lado? Entre la casa y las matas llenas de zarzas apenas había sitio para pasar. Nathalie resbaló, arrastrando consigo a Markus en su caída. Ahora estaban empapados y llenos de barro. Como expedición no era de las más gloriosas, era casi ridícula incluso. Nathalie anunció:
– Lo mejor es que el resto del camino lo hagamos a gatas.
– Este periplo tiene su gracia -dijo Markus.
Cuando por fin llegaron al otro lado de la casa, vieron a la abuelita sentada delante del fuego que ardía en la chimenea. No estaba haciendo nada. Esa imagen sorprendió de verdad a Markus. Esa forma que tenía la anciana de estar ahí, sumida en la espera, como si casi se hubiera olvidado de sí misma. Nathalie llamó al cristal de la ventana, y, esta vez, Madeleine la oyó. El semblante se le iluminó de inmediato, y se precipitó a abrir la ventana.
– Mi niña… ¿qué haces aquí? ¡Qué sorpresa más agradable!
– Quería verte… y para eso hay que rodear la casa.
– Sí, ya lo sé. Lo siento mucho, ¡no eres la primera! Venid, que os abro la puerta.
– No, mejor entramos por la ventana.
Treparon por la ventana y por fin entraron en la casa.
Nathalie le presentó a Markus a su abuela. Ésta le pasó la mano por la cara antes de volverse a su nieta, diciéndole: «Parece un buen chico.» Markus le dedicó entonces una gran sonrisa, como si quisiera confirmarlo: sí, es verdad, soy un buen chico. Madeleine prosiguió:
– Creo que yo también conocí a un Markus hace tiempo. O quizá fuera un Paulus… o un Charlus… bueno, era algo que terminaba en «us»… pero ya no me acuerdo bien…
A esto siguió un silencio incómodo. ¿Qué entendía ella por «conocí»? Nathalie, muy sonriente, abrazó a su abuela. Observándolas, Markus podía imaginarse a Nathalie de niña. Los años 80 estaban ahí, con ellos. Al cabo de un ratito, preguntó: -¿Dónde puedo lavarme las manos? -Ah, sí, claro. Ven conmigo. Nathalie le cogió la mano manchada de barro y lo llevó a toda velocidad al cuarto de baño.
Sí, era eso el lado como de niña de Nathalie que evocaba Markus. Esa manera de correr, esa manera de vivir el minuto siguiente antes que el presente. Algo como frenético. Ahora estaban los dos, uno al lado del otro, delante de los dos lavabos. Mientras se lavaban las manos, se sonrieron, y fue una sonrisa un poco tonta. Había pompas, muchas pompas, pero no eran pompas de nostalgia. Markus pensó: es el lavado de manos más bonito de mi vida.
Tenían que cambiarse de ropa. Para Nathalie era fácil: guardaba algo de ropa en su habitación. Madeleine le preguntó a Markus:
– ¿Tiene otra ropa que ponerse?
– No. Nos hemos marchado así, de repente.
– ¿Os ha dado la ventolera?
– Sí, la ventolera, eso es.
Nathalie pensó que parecían contentos de haber empleado esa expresión de «ventolera». Parecía gustarles la idea de un impulso no premeditado. La abuela le propuso a Markus rebuscar en el armario de su marido. Lo guió hasta el final de un pasillo y lo dejó a solas para que eligiera lo que quisiera. Unos minutos más tarde, volvió con un traje medio beis, medio de un color desconocido. El cuello de la camisa era tan amplio que parecía que su garganta flotaba dentro. Ese atuendo tan incongruente no hizo mella en su buen humor. Parecía feliz de estar vestido así, y pensó incluso: floto dentro de este traje, pero me siento bien. A Nathalie le entró la risa floja, y la risa hizo que se le saltaran las lágrimas. Las lágrimas de la risa resbalaron sobre sus mejillas, donde acababan de secarse las del dolor. Madeleine se acercó a él, pero se notaba que avanzaba más hacia el traje que hacia el hombre. Detrás de cada pliegue estaba el recuerdo de una vida. Se quedó un momento junto a su invitado, sorprendida, sin moverse.