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Charles cerró la puerta. Estaba como ido, desvanecido incluso, de tan lejos como se sentía de su propio cuerpo. Después de los golpes recibidos a lo largo del día, le dolía la cara. Sabía muy bien que se había comportado como un cerdo, y que le podía caer una muy gorda si las altas instancias suecas se enteraban de que había querido trasladar a un empleado por conveniencias personales. Pero bueno, no había muchas probabilidades de que se supiera. Estaba convencido de que no se los volvería a ver. Su huida tenía el sabor de lo definitivo. Y eso era seguramente lo que más daño le hacía. No volver a ver a Nathalie nunca más. Era todo culpa suya. Había actuado de manera disparatada y se arrepentía muchísimo. Sólo quería verla un segundo, intentar hacerse perdonar, intentar dejar de ser patético a sus ojos. Quería encontrar por fin las palabras que tanto había buscado. Vivir en un mundo en el que aún tuviera una oportunidad de ser amado por Nathalie, un mundo de amnesia afectiva donde pudiera aún verla por primera vez.
Ahora avanzaba por su salón. Y, visión inamovible, se encontró con su mujer en el sofá. Esa escena vespertina era un museo con un único cuadro.
– ¿Qué tal? -preguntó, con un hilo de voz.
– Bien, ¿y tú?
– ¿No estabas preocupada?
– Preocupada ¿por qué?
– Pues por lo de anoche.
– Pues… no. ¿Qué pasó anoche?
Laurence apenas había vuelto la cabeza. Charles le había hablado al cuello de su mujer. Acababa de comprender que ni siquiera se había percatado de su ausencia la noche anterior. Que no había ninguna diferencia entre el vacío y él. Era abisal. Quiso golpearla: equilibrar la cuenta de las agresiones del día. Devolverle al menos una de las tortas que había recibido, pero su mano quedó un instante en suspenso. Se puso a observarla. Su mano estaba ahí, en el aire, solitaria. Comprendió de pronto que ya no soportaba esa falta de amor, que se ahogaba de vivir en un mundo tan reseco. Nadie lo abrazaba nunca, nadie le dedicaba jamás la más mínima muestra de cariño.
¿Por qué eran así las cosas? Había olvidado la existencia de la ternura. Estaba excluido de la delicadeza.
Su mano bajó despacio, y la posó sobre el cabello de su mujer. Se sintió conmovido, verdaderamente conmovido, sin saber muy bien por qué surgía así tanta emoción. Se dijo que su mujer tenía un cabello bonito. Quizá fuera por eso. Bajó un poco más la mano, para tocarle la nuca. Sobre algunos centinelas de su piel sentía el vestigio de sus besos pasados. Los recuerdos de su ardor. Quería hacer de la nuca de su mujer el punto de partida de la reconquista de su cuerpo. Rodeó el sofá para colocarse delante de ella. Se puso de rodillas y trató de besarla.
– ¿Qué haces? -le preguntó ella con voz pastosa.
– Te deseo.
– ¿Ahora?
– Sí, ahora.
– Me pillas desprevenida.
– ¿Y qué? ¿Es que hay que pedir cita para besarte?
– No… no seas tonto.
– ¿Y sabes lo que estaría bien también?
– No, ¿el qué?
– Que nos fuéramos a Venecia. Sí, lo voy a organizar… Nos vamos un fin de semana… los dos… Nos sentará bien…
– … Sabes que me mareo en barco.
– ¿Y qué? No importa… A Venecia se va en avión.
– Lo digo por las góndolas. Es una pena no poder montar en góndola, ¿no te parece?