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Nathalie entró en el cuarto donde solía dormir. Avanzaba a la luz de las velas, pero conocía tan bien cada rincón de la habitación que habría podido moverse a oscuras. Guiaba a Markus, que la seguía, cogiéndola por las caderas. Era la oscuridad más luminosa de su vida. Temía que su felicidad, al ser tan intensa, le privara de sus facultades. Es frecuente que el exceso de agitación paralice. No había que pensar en ello, tan sólo dejarse llevar por cada segundo, por cada respiración como un mundo. Nathalie dejó las velas sobre la mesita de noche. Estaban ahí, uno frente a otro, en el movimiento conmovedor de las sombras.

Nathalie apoyó la cabeza en su hombro, y él le acarició el pelo. Podrían haberse quedado así, de pie, toda la noche. La suya de todas maneras era una relación muy extraña. Pero hacía mucho frío. Era también el frío de la ausencia; nadie iba ya nunca por allí. Era como un lugar que hubiera que reconquistar, en el que hubiera que añadir recuerdos a los recuerdos. Se tendieron bajo las mantas. Markus seguía acariciando sin tregua el cabello de Nathalie. Le gustaba tanto, quería conocer uno a uno cada pelo, familiarizarse con su historia y sus pensamientos. Quería viajar por su cabello. Nathalie se sentía bien con la delicadeza de ese hombre que velaba por no forzar la situación. No obstante, no le faltaba iniciativa. Ya la estaba desnudando, y su corazón latía con una fuerza desconocida.

Nathalie estaba ahora desnuda y pegaba su piel a la suya. Su emoción era tan fuerte que sus movimientos se hicieron más lentos. Una lentitud que casi parecía un repliegue. Markus se dejaba carcomer por el inmenso temor, se volvía desmañado. A Nathalie le gustaron esos momentos en que Markus se mostraba torpe, en que vacilaba. Comprendía que eso era lo que había querido por encima de todo, regresar a los hombres a través de uno que no fuera el clásico conquistador. Redescubrir juntos el manual de instrucciones de la ternura. Había algo muy tranquilizador en la idea de estar con él. Quizá fuera orgulloso o superficial por su parte, pero le parecía que ese hombre siempre se alegraría de estar con ella. Nathalie tenía la sensación de que formarían una pareja extremadamente estable, que nada podría ocurrir, que su ecuación física era un antídoto de la muerte. Nathalie pensaba todo eso a retazos, sin grandes certezas. Sabía sólo que era el momento, y que en esas situaciones, quien decide siempre es el cuerpo. Markus estaba ahora sobre ella. Y ella se aferraba a él.

Las lágrimas resbalaron por sus sienes. Él besó sus lágrimas.

Y de esos besos nacieron otras lágrimas, esta vez las de Markus.