38630.fb2
Charles caminó un poco, hasta el aparcamiento. Una vez en su coche, se fumó un cigarro. Lo que sentía estaba en perfecta sintonía con el amarillo agresivo de los neones del techo. Puso el motor en marcha y encendió la radio. El locutor hablaba de una extraña serie de partidos que habían terminado todos en empate aquella jornada, lo que provocaba un statu quo en la clasificación de la liga de primera división. Todo era coherente. Charles era como un club perdido en mitad de la clasificación. Estaba casado, tenía una hija, dirigía una empresa de éxito, pero sentía un inmenso vacío. Sólo el sueño de Nathalie había tenido la capacidad de insuflarle vida. Ahora todo eso había terminado, todo estaba aniquilado, destruido, arrasado. Podía añadir sinónimos a la lista, nada cambiaría ya. Pensó entonces que había algo peor que ser rechazado por la mujer a la que uno ama: tener que verla todos los días. Encontrarse en todo momento cerca de ella, en un pasillo. No pensó en el pasillo por casualidad. En los despachos Nathalie era hermosa, pero Charles había pensado siempre que su erotismo era más intenso en los pasillos. Sí, en su cabeza, era una mujer-pasillo. Y, ahora, acababa de comprender que cuando llegara al final del pasillo tendría que dar media vuelta.
En cambio, para volver a casa, nunca hay que dar media vuelta. El coche de Charles iba por la carretera de todos los días. Parecía el metro, de tan idéntico como era todo en aquel trayecto. Aparcó y se fumó otro cigarro en el garaje de su edificio. Al abrir la puerta de su casa, vio a su mujer sentada ante el televisor. Nadie habría podido adivinar que, en un pasado, una suerte de frenesí sexual había animado a Laurence. Se iba adecuando, lenta pero segura, al prototipo de burguesa depresiva. Extrañamente, esa imagen no afectó a Charles. Avanzó despacio hacia el televisor y lo apagó. Su mujer protestó, sin mucha convicción. Se acercó a ella y la agarró con firmeza del brazo. Ella quiso reaccionar, pero de su boca no salió sonido alguno. En el fondo, había soñado con ese momento, había soñado con que su marido la tocara, había soñado con que dejara de pasar por su lado como si ya no existiera. Su vida en común era un entrenamiento cotidiano para el no ser. Sin intercambiar una palabra, se dirigieron a su dormitorio. La cama estaba hecha y, de pronto, dejó de estarlo. Charles volvió a Laurence de espaldas y le bajó las bragas. El rechazo de Nathalie le había dado ganas de hacerle el amor a su mujer, y de hacerlo incluso con cierta brutalidad.