38630.fb2
A Nathalie le parecía ridículo estar ahí y tener esa clase de conversaciones con una chica tan joven. Sobre todo, seguía incapaz de vivir el momento presente. Quizá el dolor sea eso: una forma permanente de estar desarraigado de lo inmediato. Miraba con desapego el comportamiento de los adultos. Era del todo capaz de decirse: «No estoy aquí.» Al hablarle con la energía ligera del ahora, Chloé trataba de retenerla, trataba de incitarla a pensar: «Estoy aquí.» No dejaba de hablarle de ese hombre. Y, precisamente, éste acababa de terminarse su cerveza, y se veía a la legua que dudaba si acercarse a ellas. Nunca es fácil pasar de la mirada a la conversación, de los ojos a las palabras. Tras una larga jornada de trabajo, se sentía en ese estado de relajación que a veces lo lleva a uno a ser atrevido. El cansancio suele estar en la raíz de toda audacia. Seguía observando a Nathalie. ¿Qué tenía que perder, después de todo? Nada, salvo quizá un poco del encanto de ser un desconocido.
Pagó su cerveza y abandonó su puesto de observación. Avanzó con un paso que casi podría haber pasado por decidido. Nathalie estaba a pocos metros de él: tres o cuatro, no más. Comprendió que ese hombre venía a hablar con ella. Enseguida la asaltó una idea extraña: este hombre que avanza hacia mí quizá muera atropellado dentro de siete años. Ese momento la turbaba sin remedio, acentuaba su fragilidad. Todo hombre que la abordara le recordaría sin remedio el día en que François y ella se habían conocido. Sin embargo, ese hombre en concreto no tenía nada que ver con su marido. Venía hacia ella con su sonrisa de la noche, su sonrisa del mundo fácil. Pero, una vez delante de su mesa, se quedó mudo. Un momento en suspenso. Había decidido abordarlas, pero no había preparado ni la más mínima frasecita de ataque. ¿Quizá simplemente estuviera cohibido? Las chicas observaban, extrañadas, a ese hombre parado ahí delante como un punto de exclamación.
– Buenas noches… ¿me permiten que las invite a una copa? -dijo por fin, sin mucha inspiración.
Chloé asintió, y el hombre se acomodó junto a ellas, con la sensación de haber recorrido la mitad del camino. Una vez sentado, Nathalie pensó: es tonto perdido. Me ofrece una copa cuando la que tengo está casi llena. Y, de pronto, cambió de parecer. Se dijo que su vacilación en el momento de abordarlas había sido conmovedora. Pero de nuevo se impuso su agresividad. Una oleada incesante de estados de ánimo contradictorios se apoderaba de ella. Sencillamente no sabía qué pensar. Cada uno de sus gestos estaba sujeto a una voluntad opuesta.
Chloé se encargó de la conversación, acumulando anécdotas positivas sobre Nathalie, para ensalzarla. A juzgar por lo que contaba, era una mujer moderna, brillante, divertida, culta, dinámica, precisa, generosa y rotunda. Todo eso en menos de cinco minutos, por lo que el hombre sólo podía estar preguntándose una cosa: ¿cuál es la pega? En cada una de las parrafadas encomiásticas de Chloé, Nathalie trató de esbozar sonrisas creíbles, dulcificando sus facciones, y durante escasos instantes, pareció natural. Pero la energía empleada la dejó agotada. ¿De qué servía esforzarse por aparentar? ¿De qué servía emplearse a fondo para mostrarse sociable y simpática? Y, ¿qué vendría después? ¿Otra cita? ¿La necesidad de una mayor intimidad cada vez? De pronto, todo lo que era sencillo y ligero se le antojó muy negro. Percibió, bajo la conversación anodina, el engranaje monstruoso de la vida en pareja.
Se disculpó y se levantó para ir al baño. Se observó largo rato en el espejo, cada detalle de su rostro. Se mojó las mejillas. ¿Se veía guapa? ¿Tenía opinión sobre sí misma, sobre su feminidad? Debía volver. Ya llevaba ahí varios minutos, inmóvil en su contemplación, entregada a la fluctuación de sus reflexiones. Cuando volvió a la mesa, cogió su abrigo. Inventó una excusa cualquiera, pero no se tomó la molestia de parecer creíble. Chloé pronunció una frase que no llegó a oír. Ya estaba fuera del bar. Algo más tarde, al irse a la cama, el hombre se preguntó si se había mostrado torpe.