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Markus había sido educado según el principio de que no hay que llamar la atención. Que por dondequiera que uno vaya, tiene que mostrarse discreto. La vida debía ser como un pasillo. Por eso, claro, cuando el director lo llamó a su despacho, le entró el pánico. Podía ser un hombre, podía tener sentido del humor y de la responsabilidad, se podía contar con él, pero en cuanto se trataba de la relación con la autoridad, volvía a ser un niño. En ebullición, lo asaltaban numerosas preguntas: ¿Por qué quiere verme? ¿Qué he hecho? ¿Será que he gestionado mal la parte de seguros del expediente 114? ¿Habré ido demasiado al dentista últimamente? El sentimiento de culpa lo invadía por todas partes. Y quizá fuera ésa la verdadera naturaleza de su personalidad: la absurda sensación, planeando siempre por encima de él, de que estaba a punto de caerle un castigo.
Llamó a su manera, siempre con dos dedos. Charles le dijo que pasara.
– Hola, vengo a verle… como me ha…
– Ahora mismo no tengo tiempo… tengo una cita.
– Ah, muy bien.
– …
– Bueno, pues entonces me voy. Ya volveré más tarde.
Charles echó a ese empleado porque no tenía tiempo de verlo. Esperaba al famoso Markus, sin imaginarse ni por un segundo que acababa de verlo. Además de haber conquistado el corazón de Nathalie, el muy gilipollas tenía la osadía de no presentarse cuando lo llamaba a su despacho. ¿Qué clase de rebelde podía ser? Eso no iba a quedar así. ¿Quién se creía que era? Charles llamó por teléfono a su secretaria:
– He pedido a un tal Markus Lundell que viniera a verme a mi despacho, y todavía no ha aparecido. ¿Puede averiguar qué pasa?
– Pero si le ha pedido que se marche.
– No, no ha venido.
– Sí que ha venido. Acabo de verlo salir de su despacho.
Charles se quedó entonces un momento ausente, como si una ráfaga de viento hubiera atravesado su cuerpo. El viento del norte, claro. Estuvo a punto de darle un vahído. Le pidió a su secretaria que volviera a llamarlo. Markus, que acababa de sentarse en su silla, tuvo que levantarse otra vez. Se preguntó si su jefe no querría burlarse de él. Pensó que tal vez estuviera cabreado con los accionistas suecos y que se vengaba sobre uno de los empleados oriundos de ese país. Markus no quería ser un yoyó. Si eso seguía así, al final tendría que ceder a las presiones de Jean-Pierre, el sindicalista de la segunda planta.
Volvió a entrar en el despacho de Charles. Éste tenía la boca llena. Intentaba calmarse comiendo un Krisproll. Uno suele tratar de relajarse con cosas que lo ponen nervioso. Temblaba, se movía intranquilo y dejaba caer migas de la boca. Markus se quedó estupefacto. ¿Cómo un hombre así podía dirigir la empresa? Pero el más estupefacto de los dos era por supuesto Charles. ¿Cómo un hombre así podía dirigir el corazón de Nathalie? De ambas estupefacciones nació un momento suspendido en el tiempo, en el que nadie hubiera podido imaginar lo que iba a ocurrir a continuación. Markus no sabía qué esperar. Y Charles no sabía lo que iba a decir. Estaba sobre todo muy asombrado: Pero ¿cómo es posible? Pero si es repulsivo… No tiene forma… es blandengue, se ve que es blandengue… Oh, no, no es posible… Y esa manera que tiene de mirar a la gente, como de lado… Oh, no, qué horror… No le pega nada a Nathalie este hombre… Nada de nada, no, no… Ah, pero qué asco… Vamos, ni hablar de que este tipo siga pululando alrededor de Nathalie… Ni hablar… Lo voy a mandar de vuelta a Suecia… Sí, eso es… un trasladito, mira tú qué bien… ¡Mañana mismo te traslado, chaval!
Charles podía seguir retorciéndose intranquilo así mucho tiempo. Era incapaz de hablar. Pero bueno, lo había mandado llamar, así que debía decir algo. Para ganar tiempo, dijo:
– ¿Quiere un Krisproll?
– No, gracias. Me marché de Suecia para dejar de comer esa clase de panecillos… así que no los voy a comer aquí.
– ¡Ja… ja… muy divertido… ja… jiji!
A Charles le entró la risa floja. El gilipollas tenía sentido del humor. Pero qué gilipollas… Ésos eran los peores: los que tienen pinta de depresivos y luego van y te sorprenden con sentido del humor… No te lo esperas y ¡zas!, una broma… Seguro que era su secreto. Charles siempre había tenido la impresión de que ése era su punto flaco, que no había hecho reír bastante a las mujeres en su vida. Se preguntaba incluso, al pensar en su propia mujer, si no tenía el don de volverlas siniestras. Porque era verdad que Laurence llevaba sin reírse dos años, tres meses y diecisiete días. Se acordaba porque lo había apuntado en su agenda, como se apuntan los eclipses de Luna: «Hoy risa de mi mujer.» Pero bueno, tenía que dejarse de tanta digresión. Tenía que hablar. ¿De qué tenía miedo después de todo? El jefe era él. Era él quien decidía el importe de los cheques-restaurante, que no es moco de pavo. No, francamente, tenía que recuperarse. Pero ¿cómo hablar a ese hombre? ¿Cómo mirarlo a la cara? Buaj, sí, lo asqueaba que pudiera tocar a Nathalie. Que pudiera rozar sus labios con los suyos. ¡Qué sacrilegio, qué ignominia! Oh, Nathalie. Siempre había querido a Nathalie, era evidente. Uno nunca se zafa de sus pasiones. Había pensado que sería fácil olvidarla. Pero no. El sentimiento había hibernado en él, y resurgía ahora en su dimensión más cínica.
Había otra solución, más radical que el traslado: despedirlo. Seguro que habría cometido algún error profesional. Todo el mundo comete errores. Pero bueno, él no era todo el mundo. Y prueba de ello era que salía con Nathalie. Tal vez fuera un empleado modelo, uno de esos que hacen horas extra con una sonrisa en los labios, uno de esos que nunca piden un aumento: uno de los peores que existen, vaya. Ese genio a lo mejor ni siquiera estaba sindicado.
– ¿Quería verme? -se aventuró a decir Markus, interrumpiendo así los largos minutos que Charles acababa de pasar en la apnea de su estupefacción.
– Sí… sí… termino de pensar en una cosa y estoy con usted.
No podía hacerle esperar así. O sí: lo dejaría así todo el día, sólo para ver su reacción. Pero, fuera como fuere, no sería un problema para él. Porque, ahora que lo pensaba: no hay nada más incómodo que estar delante de alguien que no te habla. Sobre todo si se trata de tu jefe. Cualquier otro empleado habría manifestado signos de inquietud, quizá habría sudado un poco, gesticulado, cruzado y descruzado las piernas… Pero no ocurría así en absoluto con Markus. El sueco se había pasado diez minutos, tal vez quince, sin moverse. Perfectamente impasible. Era increíble, ahora que lo pensaba. No había duda de que ese hombre estaba dotado de una gran fuerza mental.
En ese momento, Markus estaba paralizado por el sentimiento, oh cuán incómodo, de la incertidumbre. No entendía lo que ocurría. Durante años no había visto nunca a su jefe, y hete aquí que éste de pronto lo llamaba a su despacho para envolverlo en silencio. Cada uno, sin saberlo, transmitía al otro una imagen de fuerza. Era Charles quien debía ser el primero en hablar, pero no había nada que hacer, sus labios estaban sellados. Seguía mirando a Markus fijamente a los ojos, hipnotizado. En un principio, había pensado librarse de él, pero se anunciaba ya una segunda hipótesis. Paralelamente a su agresividad, era evidente que nacía en él cierta fascinación. En lugar de alejarlo, debía verlo en acción. Por fin se decidió a hablarle:
– Perdone que le haya hecho esperar. Es que me gusta tomarme el tiempo de sopesar bien mis palabras cuando hablo con alguien. Sobre todo cuando se trata de anunciar lo que tengo que decirle.
– …
– Bien, me he enterado de cómo ha gestionado el expediente 114. No se me escapa nada, créame. Lo sé todo. Y tengo que decir que estoy muy contento de tenerlo entre nosotros. Y también he hablado de usted a nuestros accionistas suecos, y están muy orgullosos de tener un compatriota tan eficaz.
– Gracias…
– No, no, el que le está agradecido soy yo. Nos damos cuenta de que es usted uno de los motores de esta compañía. De hecho, querría felicitarlo personalmente. Me parece que no paso el tiempo suficiente con los buenos elementos de la empresa. Me gustaría que nos conociéramos mejor. Podríamos cenar juntos esta noche, ¿qué me dice, eh? ¿Qué le parece, eh? Estaría bien, ¿eh?
– Esto… sí, de acuerdo.
– ¡Ah, muy bien, cuánto me alegro! Además, en la vida no todo es el trabajo… Podremos hablar de muchas otras cosas. Me parece bien romper a veces la barrera entre directivos y empleados.
– Si usted lo dice.
– Bueno, pues nada, ¡hasta esta noche… Markus! Que tenga un buen día… ¡y viva el trabajo!
Markus salió del despacho, tan estupefacto como el Sol durante un eclipse.