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Un poco más tarde aquella misma mañana, Markus se dirigió a la máquina de café. Reparó enseguida en que los empleados se apartaban a su paso. Era Moisés ante el mar Rojo. La metáfora puede parecer exagerada, pero hay que entender lo que ocurría. Hete aquí que Markus, un empleado tan discreto como soso, del que a menudo se había podido decir que era de lo más corriente, en menos de un día había quedado para salir con una de las mujeres más guapas de la empresa, si no la más guapa (y, para más inri, se consideraba que esa mujer estaba como muerta para el juego de la seducción) y para cenar con el director general. Hasta se los había visto llegar juntos por la mañana, y ello bastaba para aportar connotaciones tendenciosas al cotilleo. Era mucho para un solo hombre. Todo el mundo lo saludaba, todo el mundo le hablaba, que si buenos días qué tal estás, que si qué tal vas con el expediente 114. De repente, la gente se interesaba por ese dichoso expediente, y hasta por el más mínimo gesto de Markus. Tanto es así que éste, en mitad de la mañana, estuvo a punto de desmayarse. Añadida a una noche en vela, la transformación había sido demasiado radical y repentina. Era como si recuperara de pronto, condensados en unos pocos minutos, años y años de impopularidad. Por supuesto, nada de eso podía ser natural. Tenía que haber una razón, algún motivo turbio. Se rumoreaba que era un topo al servicio de los suecos, que era el hijo del accionista más importante, que estaba gravemente enfermo, que era muy conocido en su país como actor de cine porno, que había sido elegido para representar a la humanidad en Marte y también que era íntimo de Natalie Portman.