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Y o tiré para casa acompañado de tres o cuatro de los íntimos, algo fastidiado por lo que acababa de ocurrir.
– También fue mala pata…, a los tres días de casado.
Íbamos callados, con la cabeza gacha, como pesarosos.
– Él se lo buscó; la conciencia bien tranquila la tengo. ¡Si no hubiera hablado!
– No le des más vueltas, Pascual.
– ¡Hombre, es que lo siento, ya ves! ¡Después de que todo pasó!
Era ya la madrugada y los gallos cantores lanzaban a los aires su pregón.
El campo olía a jaras y a tomillo.
– ¿Dónde le di?
– En un hombro.
– ¿Muchas?
– Tres.
– ¿Sale?
– ¡Hombre, sí! ¡Yo creo que saldrá!
– Más vale.
Nunca me pareció mi casa tan lejos como aquella noche.
– Hace frío…
– No sé, yo no tengo.
– ¡Será el cuerpo!
– Puede…
Pasábamos por el cementerio.
– ¡Qué mal se debe estar ahí dentro!
– ¡Hombre! ¿Por qué dices eso? ¡Qué pensamientos más raros se te ocurren!
– ¡Ya ves!
El ciprés parecía un fantasma alto y seco, un centinela de los muertos.
– Feo está el ciprés…
– Feo.
En el ciprés una lechuza, un pájaro de mal agüero, dejaba oír su silbo misterioso.
– Mal pájaro ese.
– Malo…
– Y que todas las noches está ahí.
– Todas…
– Parece como si gustase de acompañar a los muertos.
– Parece…
– ¿Qué tienes?
– ¡Nada! ¡No tengo nada! Ya ves, manías…
Miré para Domingo; estaba pálido como un agonizante.
– ¿Estás enfermo?
– No…
– ¿Tienes miedo?
– ¿Miedo yo? ¿De quién he de tener miedo?
– De nadie, hombre, de nadie; era por decir algo.
El señorito Sebastián intervino:
– Venga, callaros; a ver si ahora la vais a emprender vosotros.
– No…
– ¿Falta mucho, Pascual?
– Poco; ¿por qué?
– Por nada…
La casa parecía como si la cogieran con una mano misteriosa y se la fuesen llevando cada vez más lejos.
– ¿Nos pasaremos?
– ¡Hombre, no! Alguna luz ya habrá encendida. Volvimos a callarnos. Ya poco podía faltar.
– ¿Es aquello?
– Sí.
– ¿Y por qué no lo decías?
– ¿Para qué? ¿No lo sabías?
A mí me extrañó el silencio que había en mi casa. Las mujeres estarían aún allí según la costumbre, y las mujeres ya sabe usted lo mucho que alzan la voz para hablar.
– Parece que duermen.
– ¡No creo! ¡Ahí tienen una luz!
Nos acercamos a la casa; efectivamente, había una luz.
La señora Engracia estaba a la puerta; hablaba con la s, como la lechuza del ciprés; a lo mejor tenía hasta la misma cara.
– ¿Y usted por aquí?
– Pues ya ves, hijo, esperándote estaba.
– ¿Esperándome?
– Sí.
El misterio que usaba conmigo la señora Engracia no me podía agradar.
– ¡Déjeme pasar!
– ¡No pases!
– ¿Por qué?
– ¡Porque no!
– ¡Ésta es mi casa!
– Ya lo sé, hijo; por muchos años… Pero no puedes pasar.
– ¿Pero por qué no puedo pasar?
– Porque no puede ser, hijo. ¡Tu mujer está mala!
– ¿Mala? -Sí.
– ¿Qué le pasa?
– Nada; que abortó.
– Sí; la descabalgó la yegua…
La rabia que llevaba dentro no me dejó ver claro; tan obcecado estaba que ni me percaté de lo que oía.
– ¿Dónde está la yegua?
– En la cuadra.
La puerta de la cuadra que daba al corral era baja de quicio. Me agaché para entrar; no se veía nada.
– ¡To, yegua!
La yegua se arrimó contra el pesebre; yo abrí la navaja con cuidado; en esos momentos, el poner un pie en falso puede sernos de unas consecuencias funestas. -¡To, yegua! Volvió a cantar el gallo en la mañana.
– ¡To, yegua!
La yegua se movía hacia el rincón. Me arrimé; llegué hasta poder darle una palmada en las ancas. El animal estaba despierto, como impaciente.
– ¡To, yegua!
Fue cosa de un momento. Me eché sobre ella y la clavé; la clavé lo menos veinte veces…
Tenía la piel dura; mucho más dura que la de Zacarías… Cuando de allí salí saqué el brazo dolido; la sangre me llegaba hasta el codo. El animalito no dijo ni pío; se limitaba a respirar más hondo y más de prisa, como cuando la echaban al macho.