38638.fb2 La famosa invasi?n de Sicilia por los osos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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CAPÍTULO DUODÉCIMO

Y hemos llegado a la noche en la cual el Rey Leoncio llamó a su hijo y a los osos más fieles porque se sentía próximo a la muerte. Por el pequeño agujero hecho por la bala huía poco a poco la vida.

Para no amargarlo más, ninguno tuvo el valor de decirle que la varita mágica y el oro sustraído a la Banca habían sido encontrados en el palacio del mismo Salitre, que efectivamente este magnífico palacio existía y que en aquella noche famosa, dándose cuenta de que el Rey se acercaba, el chambelán lo había hecho desaparecer momentáneamente mediante un golpe de la varita mágica robada.

Pero el Soberano se alegró mucho de ver aparecer en su cuarto al profesor De Ambrósiis, mandado desencarcelar enseguida.

«No nos dejes, papá», imploraba su hijito Tonio. «Sin ti, ¿qué haremos? Tú nos has conducido desde las montañas, nos has librado de los enemigos y de la serpiente de mar. ¿Quién dirigirá ahora a nuestro pueblo?»

«No te atormentes, Tonio», murmuró el Sire. «Nadie es necesario en este mundo. Partido yo, habrá algún otro caballero capaz de custodiar la corona. Pero para vuestra salvación, hermanos, habréis de prometerme una cosa».

«Habla, oh Rey», dijeron todos cayendo de rodillas. «Nosotros te escuchamos».

«Volved a las montañas», dijo lentamente Leoncio. «Dejad esta ciudad donde habéis encontrado la riqueza, pero no la paz del espíritu. Quitaos de encima estos vestidos ridículos. Tirad el oro. Arrojad los cañones, los fusiles y todas las demás cosas diabólicas que los hombres os han enseñado. Volved a ser los que erais antes. ¡Qué felices vivíamos en aquellas solitarias cavernas abiertas a los vientos y no en estos melancólicos palacios llenos de cucarachas y de polvo! Las setas del bosque y la miel silvestre os parecían entonces el manjar más exquisito. ¡Oh, bebed otra vez el agua pura de los manantiales y no el vino, que arruina la salud! Será triste separarse de tantas cosas bellas, lo sé, pero luego os sentiréis más contentos y seréis también más hermosos. Estamos gordos, amigos, ésta es la verdad, y hemos echado barriga.»

«¡Oh, perdónanos buen Rey!», dijeron todos. «¡Ya verás como te obedeceremos!»

***

El Rey Leoncio se levantó sobre las almohadas para respirar el aire perfumado del atardecer. Estaba cayendo la noche. Y por las ventanas abiertas de par en par se veía la ciudad que resplandecía maravillosamente bajo los últimos rayos del sol, los jardines floridos y, al fondo, una franja de mar celeste que parecía un sueño.

Se hizo un gran silencio. Y de repente los pajarillos se pusieron a cantar. Entraban por la ventana llevando cada uno en el pico una florecilla y, revoloteando graciosamente, la dejaban caer sobre el lecho del oso moribundo.

«Adiós, Tonio», susurró aún el Rey. «Ahora tengo que partir. Os ruego, si no es demasiado trabajo, que me llevéis también a las montañas. Adiós, amigos. Adiós, amado pueblo. Adiós también a ti, De Ambrósiis; ¡un golpecito de tu varita mágica quizá no sería inútil para devolver la razón a mis buenos animales!»

Cerró los ojos. Le pareció como si desde las amables sombras, los espíritus de los antiguos osos, de los parientes, de su padre, de los compañeros caídos en combate, se acercaban a él para acompañarlo al lejano paraíso de los osos, donde florece eterna la primavera. Y acabó su vida con una sonrisa.

Y al día siguiente los osos partieron.

Ante el estupor de los hombres (y también cierto disgusto, porque en general aquellas bestias habían resultado simpáticas), los osos dejaron los palacios y las casas tal como estaban, sin llevarse siquiera un alfiler, amontonaron en una plaza todas las armas, los vestidos, las condecoraciones, los penachos, los uniformes, etc., y lo prendieron fuego. Distribuyeron entre los pobres todo el dinero, hasta el último céntimo. Y en silencio desfilaron en columna por el camino que trece años antes habían descendido de victoria en victoria.

Dicen que la muchedumbre de los hombres, apiñada en lo alto de las murallas, prorrumpió en lamentos y sollozos cuando el cuerpo del Rey Leoncio, llevado a hombros por cuatro hercúleos osos, salió por la puerta mayor rodeado de una selva de antorchas banderas (y quizá también a vosotros os disguste un poco verlo partir para siempre).

Los niños:

Oseznos amigos, no nos dejéis tristes.

Pronto será noche y oscura la vía.

Por vuestro camino las brujas terribles

irán acosándoos hasta el nuevo día.

Quedaos al menos algún tiempo más

que os enseñaremos divertidos juegos

y nunca os haremos volver a enfadar;

os daremos nueces, frutas, caramelos,

jugaremos juntos a indios y vaqueros.

Haremos cometas, volcanes de arena;

con barcos y trenes, por días enteros

nos divertiremos jugando a la guerra.

Luego, cada tarde contaremos cuentos

y cada día que pase estaréis más contentos.

Los oseznos:

Adiós, niños, ya nos vamos.

No nos digáis esas cosas.

Estamos tristes. Viajamos

hacia tierras misteriosas.

También querríamos quedarnos

jugando con los amigos

aquí, en el alegre prado,

hasta que haya anochecido.

Pero, ¡ay!, nunca más podremos.

Dios nos llama a las montañas.

Así acaban, como un sueño,

nuestra historia y nuestras hazañas.

Y así, a lo largo de la blanca carretera que se perdía hacia las montañas, se alejaba el inmenso cortejo, hasta que el último batallón dejó la ciudad, volviéndose para saludar.

Poquito a poco la larguísima fila se hacía más pequeña y tenue. Hacia el ocaso ya no era más que una sutil línea negra sobre el lomo de una colina lejana. (Pero más remotas, a una distancia incalculable, refulgían las altísimas cimas, rodeadas de hielo y soledad.) Después ya no se vio más.

¿Dónde fue enterrado el Rey Leoncio? ¿En qué bosque de abetos, en qué verde prado, en el corazón de qué peñasco? Nadie lo ha sabido nunca, probablemente no lo sabremos jamás. ¿Y qué hicieron después los osos en su antiguo reino? Son secretos custodiados por la eternidad de las montañas.

Para recordar la estancia de los osos entre nosotros, sólo quedó el monumento inacabado, con la mitad de la cabeza construida, dominando los tejados de la capital. Pero las tempestades, el viento, los siglos, han destruido poco a poco también aquello. El año pasado no quedaban más que algunas piedras, erosionadas e irreconocibles, amontonadas en el rincón de un jardín.

«¿Qué son esos extraños pedruscos?», preguntamos a un viejo patriarca que pasaba por allí.

«Pero, ¿cómo?», dijo amablemente. «¿No lo sabéis, señor? Son los restos de una antigua estatua. ¿Ve? En los tiempos de Maricastaña…»

Y empezó a contar.

***