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Don Fidencio tomó las velas y las puso en los platillos de la balanza. Pesaron igual. La compradora volvió a tomar la vela de a cincuenta y le clavó la uña sucia del dedo gordo. El cerero tuvo un estremecimiento de rabia.
– ¿Son de cera líquida?
Don Fidencio alzó los ojos al cielo en una oración enfurecida: "Señor, hace treinta años que hago todas las velas de cera que se prenden en el pueblo. Las velas de los muertos, las de primera comunión y los cirios pascuales. Uso con permiso del señor Cura el sello del curato, como una garantía. Y las gentes vienen a preguntarme: ¿Son de cera líquida? Y le clavan la uña a mis velas…"
Porque las velas de cera se calan con la uña. Si uno siente como que la uña se atrapa al clavarla, son de cera líquida. Cuando hay parafina, la uña se resbala. Calar las velas de don Fidencio es un sacrilegio. Todas las noches, antes de cerrar, el cerero borra con los dedos las ofensivas huellas de desconfianza.
La mujer abandonó las velas chicas y puso los ojos y las manos en los velones de a dos pesos.
– ¿Son las más grandes que tiene?
– Su boca es medida, señora. Si las quiere más grandes, yo se las hago del tamaño de un poste. Si se le hacen chicas las de a dos pesos, puedo hacerle una de a doscientos…
– ¿De veras puede hacer una vela de a doscientos pesos?
– Sí hombre, cómo no, para que usted alumbre con ella toda la Parroquia…
Los ojos de la mujer se iluminaron de pronto, como si ya estuviera ante semejante espectáculo. Se sintió avergonzada por la velita de a veinte centavos que iba a llevar y se decidió por una más grande.
– Voy a llevar una de a cincuenta. Déjeme escoger…
– Todas son iguales, señora, todas son iguales.
– Sí, pero hay unas que están muy manoseadas. Déme ésta que está más limpiecita… no, mejor esta otra. A ver, déjeme ver…
Don Fidencio hizo un acopio final de paciencia, como el que hacía todas las noches en la mesa de su casa, esperando que le sirvieran el chocolate en agua. Tomó la vela elegida y la envolvió por el medio con un pedacito de papel esquinado y detuvo la punta suelta con un pellizco de cera campeche. La mujer pagó y se fue con su vela en la mano. Pero poco más allá de la puerta se devolvió a preguntar muy resuelta:
– ¿De veras puede usted hacerme una vela de a doscientos pesos? Dígame, ¿dará más resplandor que doscientas de a peso?
Por toda respuesta, don Fidencio apagó la luz de su establecimiento.
Uno de nuestros reporteros encontró por la calle 15 de Mayo a cinco individuos en fuerza de carrera, tanto que si no se saca, le dan también su caballazo. A una cuadra de distancia encontró a cinco o seis gendarmes, pero como éstos echaban balazos a diestra y siniestra, y las balas no respetan caras cuchas ni caras cortadas, nuestro reportero tuvo, como es muy natural, que esconderse en el templo de la Merced, porque dice que la vida no retoña.
Ya que pasó el peligro, al menos para él, salí») a la calle y ve que los reos escaparon, unos por la calle de Cuauhtémoc, rumbo al sur, otros rumbo al norte, y otros siguieron de frente, atravesando la casa del Caballito. Cuando ya no pudo nuestro reportero ver el movimiento, se encaramó en el campanario de la Merced, y de allí vio que uno de los reos que iba ya en el cerro, cayó en tierra en el momento en que se oyeron detonaciones de armas; pero se levantó en seguida y siguió su camino, por lo que se cree que uno de los prófugos va herido. Hay quien asegura que fue Francisco Vegines.
Otro de nuestros reporteros encontró por Colón a dos de los prófugos, que paso a paso siguieron su camino sin que nadie se atreviese a molestarlos.
– "¡Aquí es Colima, aunque no haya cocos!" Así me dijo y me bajó del tren. Yo no sé por qué, pero siempre tuve ganas de ir a Colima, me gustan mucho las huertas. "Si me llevas a Colima, me caso contigo", le dije a Filiberto. Y él me prometió llevarme allá al viaje de bodas, pero no llegamos más que a Tuxpan, tan cerquita de aquí. Y allí pasamos la luna de miel. Y de nada me habría servido que fuera en Colima, porque en ocho días no salimos para nada. Comíamos en el cuarto. Ahora, ya de viuda, ¿qué voy a hacer vieja y sola en Colima? Nomás iría a acordarme de Filiberto.
Como la segunda sesión de intercambio cultural debía desarrollarse en mi casa, tomé algunas precauciones. El invitado fue un historiador de Sayula, hombre de edad y de costumbres morigeradas, que se pasa la vida investigando en soledad los archivos regionales. Es una persona respetable y goza de cierto prestigio en virtud de que ha descubierto y publicado diversos documentos acerca de las fundaciones franciscanas en el sur de Jalisco durante el siglo dieciséis. Últimamente se dedica a escribir la historia exhaustiva de las Provincias de Avalos, y nos prometió leernos un capítulo que atañe a Zapotlán. En realidad todos desconocemos, o más bien dicho, desconocíamos la historia de nuestro pueblo, y a decir verdad, yo hubiera dado lo que me pidieran por no haberla conocido nunca, si es que los hechos sucedieron tal y como los relata este buen hombre de Sayula.
Nuestro invitado tomó las cosas con parsimonia. Nos saludó a todos amable y fríamente. Es hombre de poca parola y se estuvo callado hasta que llegó el momento de la lectura. Rehusó el café y los refrescos, y ni siquiera quiso probar un dulcecito. Pidió un vaso de agua. Puso su portafolio sobre la mesa y sacó un impresionante montón de cuartillas escritas a mano. Se quitó los anteojos y se estuvo limpiándolos durante varios minutos con su pañuelo; se los ponía y se los volvía a quitar hasta que no quedó en ellos, según parece, la más mínima partícula de polvo. Luego extrajo del portafolio un frasco de medicina y un gotero. Creo que todos contamos las gotas que iban cayendo en el vaso, lentas y espaciadas, como de una clepsidra: fueron ochenta y cinco. Bebió un pequeño sorbo, y después de hacer un gesto de amargura, nos preguntó que si estábamos listos. Como el silencio seguía siendo general y completo, yo tomé la iniciativa y le indiqué que nuestra sesión quedaba abierta en su honor. Al hacerlo, tuve la impresión de que contraía una grave responsabilidad frente a todos los concurrentes. El historiador carraspeó varias veces y en distintos tonos, para afinarse la garganta, y dijo con voz tranquila y opaca: "La traición y los traidores en Zapotlán el Grande, durante las guerras de Conquista, de Independencia y de Reforma. Capítulo décimo primero de la Historia General de las Provincias de Ávalos, desde su descubrimiento hasta nuestros días."
Yo tuve un estremecimiento y cerré los ojos, pidiéndole a Dios que aquello no fuera cierto; yo había oído mal, sin duda alguna. Desgraciadamente, la interminable lectura corroboró punto por punto todos los temores de la asamblea. Aquel hombre apacible y documentado se dedicó a insultarnos concienzudamente toda la noche: desde Minotlacoya, nuestro último rey, que capituló para convertirse en aliado de Alonso de Ávalos, hasta nosotros mismos, Zapotlán no había sido en toda su historia más que un semillero de cobardes y de traidores. Ni siquiera en la guerra de Independencia tuvimos la menor oportunidad de mostrarnos heroicos o patriotas: fuimos, según él, realistas empedernidos. De vez en cuando, el erudito interrumpía la lectura para beber en su vaso de acíbar, tosía y se reanimaba para decirnos que en tiempos de Maximiliano, en vez de pelear, nos echamos en brazos de los franceses…
Un rencor legendario se dio rienda suelta en la prosa dilatada de aquella rata de biblioteca. Más que ofendidos, nos sentíamos abrumados, como si sobre nosotros estuviera cayendo otra vez la lluvia silenciosa de ceniza que nos echó el Volcán de Colima. Yo había tomado ya la resolución de suspender la sesión de historia a como diera lugar, cuando un hecho providencial vino a ponerle fin: se apagó la luz en el momento en que nos enterábamos de que una conjura local estuvo a punto de acabar con la vida de don Benito Juárez, la noche que el Benemérito pasó entre nosotros…
Como si se hubieran puesto todos de acuerdo, a nadie se le ocurrió encender un fósforo. Cuando me resolví a hacerlo, el cronista y yo estábamos solos. Los demás se fueron sin despedirse.
Agosto 17
Dejé de apuntar en mi diario porque me puse a escribir una novela. La media docena de lectores que ha tenido, no escatimaron sus elogios. Don Alfonso tuvo conceptos que me llenan de satisfacción.
Dejé de ver a María Helena, bueno, de hablar con ella desde hace quince días, por causa de mi trabajo. Hace ocho no pude encontrarla aunque la busqué. Ahora tampoco pudimos hablar. No obstante estos veintidós días sin entrevistas, las cosas van bien. Nos vemos casi a diario, aunque de lejos. Debo confesar que estoy realmente enamorado.
Agosto 19
Después de una rápida y prematura alegría, mi amistad me está dando ya maduros sufrimientos. Me enamoré de María Helena antes de tener algún dominio sobre ella, creyendo que como tiene catorce años y yo diecisiete, todo iba a ser mucho más fácil. No es que en realidad haya pasado nada grave, pero algo ha faltado hoy a su mirada, a su saludo, a su gesto lejano. Y esa falta me ha hecho sufrir, y ella me lo vio en la cara, estoy seguro.
Agosto 20
Para poner un poco las cosas en su lugar, he resuelto no verla durante el día. Por la noche, después de una tarde tranquila me sentí un poco triste. Como no podía leer, tomé el camino de su casa. La hallé cerrada y silenciosa. Estuve meditando buen rato frente a su ventana.
Agosto 21
Ahora sólo he pasado una vez ante la Academia de Costura y la saludé. Sonriente, se asomó a la ventana.
Por la noche, nueva meditación frente a la casa cerrada.
Agosto 22
Ha pasado casi un mes para que yo vuelva a hablar con María Helena. Cruzamos el parque y caminamos toda una calle juntos. Yo creía que el camino no iba a terminar nunca, pero cuando faltaba la mitad para llegar a su casa, me pidió que la dejara.
Es doble la impresión que tengo de esta entrevista. Alegría mientras duraba, porque conversamos con cierta efusión. Agudo malestar por la interrupción casi brusca. Esas dos actitudes no las puedo entender en la misma persona, pero así ha sido otras veces, amable al principio, y luego se despide fríamente. No puedo seguir así. O novios expuestos a toda clase de accidentes, o amigos que puedan verse y hablarse con permiso de la mamá. Pero no esto que me pasa.
Una vara de carrizo delgado lleva un cañuto de carrizo más grueso en la punta, liado con ixtle bien empapado con cola espesa de carpintero. Eso es un cohete. Lo demás lo hace la pólvora. Para los de luces hay que conocer muy bien los secretos del oficio, como don Atilano. A la pólvora se le agregan sales metálicas, de cobre, de hierro, de aluminio, según el color que se quiera. Hacer un castillo es ya otra cosa. Hay que tener muchos conocimientos y buenas ocurrencias de arte mecánica. Sobre todo para un castillo como el que van a quemar el día de la Función, que será más alto que la Parroquia. Eso es ya cosa de arquitectura. Yo vi el dibujo. Cuatro torres sostienen una plataforma a ocho metros del suelo. Desde allí se alza el castillo propiamente dicho, con el tronco del pino más alto que haya en toda la sierra. Va a dar vuelta todo entero, movido por unas aspas de luz amarilla y verde, los colores de Señor San José, y en la mera punta se descubrirá al final una imagen de nuestro Santo Patrono, sobre una catarata de luz, rodeada por canastillas que saldrán de todas partes, en forma de querubines… Se revestirá siete veces, y don Atilano tiene calculado que llevará más de quinientas girándulas. Para que las gentes no se acerquen mucho y vaya a haber un accidente, todo alrededor del castillo andarán los toritos de fuego que asusten al pueblo con miles de buscapiés. Al cabo se podrá ver desde muy lejos.
– Padre, también quería preguntarle, ¿menosorquia es mala palabra?
– ¿Menosorquia? No, no la conozco, ¿dónde la oíste? ¿Por qué no has venido a confesarte?
– Porque desde el día del temblor no he hecho pecados… Esa palabra se la oí al diablo. £1 diablo la iba diciendo en un sueño que tuve. Yo estaba en la azotea mirando para la calle y había como un convite del circo. Mero adelante iba un diablo grande como una mojiganga, todo pintado y con cuernos, y las gentes se asomaban a mirarlo y él se bamboleaba al caminar dice y dice: "Cuánta menosorquia os da, cuánta menosorquia os da…" Y al pasar me miró a mí y era tan alto que su cabeza llegaba junto a la mía siendo que yo estaba en la azotea. Me dio mucho miedo y cuando desperté vi todavía la cara del diablo, y era como la de un compañero que me enseñaba cosas malas en la escuela…
– ¿Y qué crees tú que sea la menosorquia?
– Es como las ganas de hacer el pecado. Siempre que lo hago me da después mucho arrepentimiento, me acuerdo del diablo y cuando salgo de la imprenta, después que dan los clamores, entro de rodillas a la iglesia y le juro a Dios que no lo vuelvo a hacer…
Don Alfonso ha tenido otra de esas buenas ideas, que los miembros del Ateneo han aprobado también por unanimidad: suprimir las visitas de intercambio cultural.
Agosto 25
No pude hablar con ella ni el sábado ni el domingo.
El día de hoy lo tenía echado a perder por… Tal parece que no tengo enmienda. Y a mi edad…
Claro que no lo esperaba ni lo merecía, pero la vi.