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– Decía… No puedo. Ya no me acuerdo. Eran de dos sílabas, pero juntas una tras otra, se hacían malas palabras y el profesor se dio cuenta.
– ¿Ya no vas a la escuela?
– No.
– Más vale. ¿Qué haces ahora?
– Trabajo en la imprenta.
– Ah… sí, en la imprenta…
– Yo estuve en la cena. Gracias a Dios que éramos pocos y pura gente de confianza. A don Faustino se le pasaron las copas, a cualquiera le puede suceder. Sin venir al caso, bueno sí, para dar las gracias de la cena, se levantó como pudo y dijo sin más ni más:
Señoras y señores, yo no creo en San José, en José, mejor dicho, porque él y yo nos hablamos de tú. Yo también fui muchacho y me dieron ganas de largarme del pueblo a buscar aventuras. Y me fui a Manzanillo, con ganas de hacerme marino, pero antes estuve a despedirme de Señor San José, porque yo era muy devoto, como todos ustedes. Le estuve rezando hasta muy noche, solos él y yo, hasta que me corrió el sacristán.
En Manzanillo me contraté en un carguero, el Cruz del Sur, por más señas. Para no alargarles el cuento, era yo el último de los pinches, el más pinche de todos los pinches que se hayan subido en un barco. Cuando pelaba papas, era día de fiesta porque había papas para comer… En las costas de Chile nos agarró un mal tiempo con tempestades de primer orden. Yo me la pasé embrocado sobre la borda, echando fuera hasta los hígados… ¿Y ustedes creen que Señor San José se acordó de mí? Síganle rezando y ya verán a la hora de la hora… Como ya no servía yo para nada, me dejaron en la costa. Si les digo cómo le hice para volver, sería el cuento de nunca acabar, estuve muriéndome de fiebres. Creo que nada más volví para arreglar cuentas con Señor San José. Lo cierto es que antes de ir a mi casa llegué primero a la Parroquia. Entré sin persignarme y con el sombrero puesto. Desde la puerta de enmedio, al comenzar la nave mayor, le grité: "¡José, entre tú y yo, cajón y flores! Ya no creo en ti, y ni falta que me hace…" Y me puse a trabajar. Ya ven ustedes, no me ha ido tan mal. Además, soy masón. Grado 33, para servir a ustedes.
Esto no quiere decir, señoras y señores, que yo, como presidente municipal, no esté dispuesto a colaborar con ustedes para que esta feria sea la mejor que ha habido en el pueblo, con permiso de José…
– ¿Y nadie dijo nada?
– Nadie.
Ahora somos una ciudad civilizada: ya tenemos zona de tolerancia. Con caseta de policía y toda la cosa. Se acabaron los escándalos en el centro y junto a las familias decentes.
– Yo, cada vez que pasaba por Las Siete Naciones, le tapaba a mi hijo los ojos con el rebozo.
– Pero piense usted también en los demás, en las familias decentes que viven por allá. Nosotros aquí muy a gusto en nuestros barrios limpiecitos, y ellos con semejante vecindad.
– No en balde se estuvieron quejando y hasta hicieron una junta para que no les echaran allá la vida alegre, pero ya ve usted, perdieron y ni modo.
– Muchos se han ido de sus casas.
– Las han vendido a como dio lugar, perdieron el dinero y la querencia, con tal de no estar revueltos entre las priscapochas.
– La que salió ganando fue doña María la Matraca. Todas sus casitas quedaron en la zona.
– Ya desde antes tenía dos o tres alquiladas para el refocile, y dizque las adaptó para que le pagaran más renta.
– Dicen que alguien le dio el pitazo y estuvo compre y compre propiedades por todo ese rumbo…
– Hay quien asegura que todo el callejón de Lerdo es de ella y que no contenta con cobrar las rentitas, le está metiendo dinero al negocio.
– Válgame Dios, una mujer decente, que vivía de sus abejitas, y que ahora nadie la baja de madrota…
– Ella no tiene la culpa. Sus propiedades estaban allí desde un principio, y allí le cayeron las cuscas como llovidas del cielo…
– Hizo bien. Yo haría la misma cosa si estuviera en su lugar. Casitas que le daban ocho o diez pesos de renta, ahora no las baja de treinta y cincuenta. Le llovió en su milpita, como quien dice…
– Bueno, ya basta. Palo dado ni Dios lo quita. Lo malo es que haya habido tanto escándalo. A muchas tuvieron que sacarlas a fuerzas porque se les venció el plazo y no se fueron por la buena. Hubiera usted visto cómo trataron en el Laberinto a los policías y a las gentes del juzgado que fueron a un lanzamiento de pirujas; el que no salió arañado se quedó sin camisa, y ni modo, eran mujeres. A la Trafique la tuvieron que sacar entre cuatro y en peso para subirla al camión. A don Tiburcio le rompieron los lentes de un manotazo y de milagro no lo dejaron tuerto. Lo que les iban diciendo por el camino, del presidente municipal para abajo, es lo que nadie ha oído en toda su vida. Ya en el Municipio, armaron una grita de todos los diablos. Dicen que en castigo, a las más rebeldes se las echaron a los presos, para que las pusieran en paz, porque los policías no ajustaron. Bueno, eso dicen…
– Hojarascas, le están pegando a dar…
– Dicen que a la gente se le ha pasado la mano en las denuncias y que no contentas con señalar a las que de veras le hacen al aíjale, algunas viejas quedadas se aprovecharon para echar de cabeza a más de una muchacha decente, diciendo que la habían visto entrar y salir de tal o cual casa colorada.
– Y pensar que todavía hay quienes critican al presidente municipal, siendo que ésta es una de las pocas cosas que tenemos que agradecerle: haber limpiado todo el pueblo de las casas de mala nota. Más vale tener un lugar de a tiro echado a la perdición, que no todas esas lacras desparramadas por el cuerpo de Zapotlán. Acuérdense nomás del Callejón del Diablo, ahora de San Ignacio, en el mero centro de la ciudad, casi a un lado de la Parroquia y a una cuadra del Palacio Municipal.
– Todos los médicos tuvimos que prestar nuestra colaboración, porque el compañero encargado del departamento no se daba abasto. Yo estuve yendo varios días a la Presidencia a echar una mano. Nunca me imaginé que hubiera tantas en Zapotlán, seguro porque nadie las ha visto juntas. Examiné como treinta y más de la mitad estaban enfermas; casi ninguna había pasado por manos de un médico y la cosa no les gustaba, fíjense, como que les daba vergüenza. Una se puso a llorar y no se dejaba introducir el dilatador, el pico de pato, como dicen ellas. Después se quedó muy triste y me miraba con rencor, como si yo le hubiera quitado los seis centavos. Cuando le entregué su tarjeta de registro, firmada y sellada, para que es más que la verdad, sentí feo. Antes, era una aficionada y ejercía sin título. Ahora, gracias a mí, ya tiene uno y tal vez le sirva para toda la vida…
– A mí me cayó en las manos Concha de Fierro. ¿Han oído hablar de ella? Yo creía que eran mentiras, pero es la pura verdad. Lleva tres meses con Leonila y sigue virgen y mártir porque todos le hacen la lucha y no pueden. Es la principal atracción de la casa. Y claro que no pueden, porque se necesita operarla. Se enojó porque no le dimos su tarjeta, ¿habráse visto? Quedó libre y no quiso salirse de la cárcel hasta que vino Leonila por ella. Antes de irse me preguntó que cuánto le costaba la operación. Pero Leonila le dijo: "¿Estás loca? Ya quisiéramos todas haber empezado como tú. Ojalá y nunca halles quien te rompa para que sigas cobrando doble y acabes tu vida de señorita…"
– ¡Ay Dios mío! Tan a gusto que vivía yo de mis abejitas, vendiendo la cera y la miel… Y ahora con todo este barullo traigo un panal de avispas en la cabeza. Pero ni modo. Yo le pregunté al señor Cura y él me dijo que no tenía yo la culpa, y que podía rentar mis casas a estas personas, porque era disposición municipal en bien de la población. Bueno, me aconsejó que mejor las vendiera, pero nadie les ha llegado al precio. Y luego, pues ni modo, me ofrecieron más renta si les hacía algunos arreglos, y se los estoy «haciendo. Al cabo de todos modos da igual, si hacen lo que hacen, más vale que lo hagan con comodidad. El pecado es el mismo.
Yo les voy a decir la verdad, a mí no me gusta esto de la zona, porque es como darles rienda suelta a todos los vicios, como estar de acuerdo en que las cosas son así y no tienen remedio. Una ciudad con zona de tolerancia es como un cuerpo con un tumor muy grave y que puede ir creciendo aunque todo el cuerpo esté limpio. Antes, Zapotlán era como una cara con espinillas. Sí, señores, la prostitución es el cáncer de la sociedad, y nuestro pueblo se siente ahora muy contento con su gangrena, porque ya sabe dónde la tiene. El núcleo está en la calle de Lerdo y doña María la Matraca lo fortalece y lo ramifica por Guerrero y Morelos. ¿Muy bonito, no?
– A mí se me hace que todo esto del tumor y las espinillas sale sobrando. Lo que pasa, mi querido Marqués, es que a ti te gustaba ir de día con las muchachas, porque de noche te da miedo, y ahora más. Todo aquello es un enjambre de briagos y de cuícos. Antes ibas por la calle, como quien no quiere la cosa. Entrabas a tomar la copa, y luego lo que sigue, entre doce y una. Es bueno para las espinillas. Y nadie se daba cuenta, porque güilas había por todas partes, con o sin cantina. Pero ahora, cada que agarres por Guerrero o bajes la Colorada, la gente te mira como diciéndote adonde vas: a poner el dedo en la llaga, a solazarte con el tumor de Zapotlán. ¡Ah, qué mi Marqués tan elegante…!
– Vi al Perico Verduzco. Anda rete asustado. Fue el que bailó la última pieza con la Gallina sin Pico. Dice que estaba platicando con ella en la puerta del bule, allá donde ustedes saben, por el Callejón del Diablo. También estaban otras muchachas, risa y risa, ya ven, el Perico es muy hablador. Y en eso que ven una mariposa negra, así de grande. "A mí se me iba a parar primero, dice el Perico, pero me quité. Y se le va parando a la Gallina".
– ¡Ándale Gallina, ya te llevó la chingadal Las otras se metieron corriendo. La Gallina sin Pico se quedó callada, muy seria, viendo la mariposa que se fue volando, porque ni la mataron. Luego dice el Perico que le dijo. "Vamos a bailar". Y allí nomás se le resbaló a media pieza. Todos creían que se estaba haciendo, para asustar a las otras muchachas, por lo de la mariposa. Pero no. Clavó el pico de deveras. "¿Y qué tal, dice el Perico Verduzco, si se me para la mariposa a mí?" Y allí anda que no sale del susto.
– No cabe duda de que el señor presidente municipal es un hombre progresista…
– A mí me da lo mismo: con tal de que las haya, no me importa dónde estén.
– Yo perdí mi casa. No me dieron por ella ni lo que valía el solar…
– ¡Gracias a Dios que se acabó este espectáculo para mis hijos! Yo vivo frente al Callejón del Diablo…
– Lo que son las cosas, la Gallina sin Pico dijo que a ella primero la sacaban muerta, y ya ven, se le cumplió… la sacaron del callejón con las patas por delante.
– Pero si en todas las ciudades civilizadas hay zona de tolerancia… Hasta en Tamazula se nos adelantaron y nos pusieron el ejemplo.
– Con tal de que no tengan que cambiar todo el pueblo para allá, a la orilla do la laguna…
– Ahora, todo aquel que vaya por allí ya sabe a lo que va. Antes uno podía caer en la tentación, anduviera donde anduviera.
– ¡Cuida tus pasos, pecador, que no vayan por el camino del mal!
– Ahora llego más pronto, voy más aprisa, casi corriendo… ¡El camino está de bajada…!
– En lugar del presidente, yo me las habría llevado al cerro para joder a este atajo de disolutos. Que echaran los bofes a la subida, y se desbarrancaran borrachos de vuelta de todas sus iniquidades y de todas sus fornicaciones…
– Ah qué usted, don Isaías…
– Miren, ya estuvo de plática. Mejor vámonos de una vez, todos en bola, a las colmenas de doña María la Matraca. ¡Ella es la reina y yo soy el zángano padre!