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Ahora sé con toda certeza que moriré en breve, que no finalizaré nada de lo que he comenzado, que no veré erigida mi capilla. Y tengo prisa por morir, porque no soporto el dolor constante de continuar viva ni las promesas rotas a mis espaldas.
El día es claro, y hemos derrotado al invierno mucho antes que otros años. Hemos vencido a la oscuridad y a las amenazas de rebelión, a la hambruna que azota el norte y que se ha quedado prendida en los Pirineos, hemos criado con salud, leche y miel a todos los niños nacidos en la corte, y ninguna parturienta ha muerto. Siguen vivos los ancianos, arropados por calor y alimento, sanos los esclavos y fieles los siervos. Todas mis oraciones han sido atendidas, y por mucho que mi vanidad humana se debata ahora que se acerca mi hora, he de reconocer que el último invierno ha sido generoso con nosotros, y Dios no se ha apartado de nuestro lado, aunque me niegue una mirada clemente.
Hoy debiera encontrarme con Baruch, mi consejero, y que me informara de qué podemos esperar en las negociaciones con el reino de Navarra y con los genoveses, de los que aún aguardamos una respuesta a la última oferta, pero le he enviado un mensajero para pedirle que sea mañana cuando nos veamos. Mi cabeza razona con más lentitud aún de lo que acostumbra, y quiero dedicar el día a los sentidos, y no a los pensamientos.
– Mariquilla -le he pedido esta mañana a una de mis dueñas-, que lo preparen todo para bajarme al patio.
La mujer ha asentido sin ocultar la renuencia con la que obedecerán. Causa un pequeño revuelo el que aún desee algo, y me provoca una infinita pereza el atolondramiento de los esclavos nuevos, unas criaturas medrosas, con las pupilas dilatadas por un miedo continuo. Aun así, en el patio encontraré sol, agua y árboles, y algunas flores nuevas de las que quiero despedirme.
El proceso resulta penoso: primero han de quitarme la camisa, que sustituyen por una nueva, y lavarme el cuerpo con paños empapados en agua de rosas. El tacto rígido del hilo nuevo me levanta la piel en escalofríos. Bajo la sábana, empapada, aguardo a que cubran la silla con telas y almohadones moros. Mis dueñas, Mariquilla y la Muda, tiran de mí con delicadeza y colocan una cinta ancha bajo mi cadera.
– Con cuidado…, con cuidado…
Ése será el momento más doloroso, el latigazo que recorre mi vientre hinchado y se me clava en las costillas, sin aire ni espacio para la respiración. Abrazada a la Muda, vuelo en el aire hasta la silla. Para entonces, tirito de frío, y un sudor espeso como la resina ha rezumado hasta la camisa limpia.
– Con cuidado, animales -murmura Mariquilla-. ¿No veis que sufre?
Me cubren con dos pieles, una sobre las rodillas, otra que me envuelve todo el cuerpo, y mientras entro en calor y me dan un vaso de vino con clavo, mi dama de compañía, doña Inés, tan hermosa y tan amable, se encarga de darme algo de color en las mejillas y de peinarme de manera que ofrezca un aspecto digno. Con sus dedos y las peinetas logra dar la impresión de que mi cabello aún es abundante.
– ¿Dónde está mi señor el infante? -pregunto, y a diferencia de otros días, hoy fijo mi mirada en el espejo sin rehuir lo que veo. Añoro a mi marido, con quien me gustaría almorzar y conversar de temas que nos atañen, y si tal circunstancia se da, debería acicalarme con más esmero.
– Abandonó el palacio temprano esta mañana. ¿Queréis que le mande llamar?
A don Felipe le adornan las virtudes del encanto personal y el trato fácil, y las emplea a nuestro favor: devuelve visitas y favores, y convoca a unos y a otros, y con ello hace olvidar a todos que vivimos casi como desterrados en Sevilla.
– No…, pero si regresa a mediodía, pedidle que coma conmigo.
Entonces, cuando he finalizado el aseo y el vino, la puerta se abre y entran los cuatro muchachos que se encargan de la silla.
La silla de manos fue un obsequio de mi cuñado don Fabrique, que me quiere bien. La encontró en tierra de moros africana, donde al parecer era privilegio de los señores principales y de las novias en sus desposorios. No hay un dedo de madera sin tallar ni sin dorados ni volutas, como es su costumbre, y los asideros para que cuatro esclavos la levanten en el aire están suavizados con cuero cordobés.
Las dueñas me pasan por la cintura y el pecho una banda de lino, que cruzan dos veces y atan tras el respaldo alto, que tuvimos que añadir después de la ocasión en la que, ya con casi todas mis fuerzas perdidas, no pude mantener el equilibrio y me caí mientras me conducían al salón. Esperábamos a la infanta Leonor, mi ahijada, a la que traían para que la bendijera por su cumpleaños, y la niña tuvo que marchar sin bendición por el miedo a que se asustara al verme con el rostro hinchado y roto. Desde entonces, mi silla es tan cómoda y tan segura que en ocasiones me quedo dormida en ella, como en la más blanda cama.
Así llevan, en hombros, sobre su escudo, los cadáveres de los hombres notables en mi tierra. Pero también así, pienso en los días de humor más negro, atada a dos palos, se llevan a las vacas, una vez degolladas, para destazarlas.
Hace un año me era posible aún descender por mí misma, apoyada en una dueña, y con pausas entre los escalones. Después era mi marido quien me cogía en brazos y quien me dejaba en el patio, pero a raíz de una de sus estancias en una finca amiga perdimos ese hábito, que no se recuperó a su regreso. Llegó entonces la silla de mi cuñado, en buen momento, porque me agostaba en la penumbra del cuarto, y se me había pasado ya por la cabeza tomar habitación en la planta baja, con los siervos y las dueñas y la proximidad insalubre de la cocina.
Bajamos entonces sin plisas por la escalera, una vuelta, dos. Los esclavos contienen la respiración, jadean por el esfuerzo y se inclinan por el peso de la silla, hasta el hermoso patio lleno de agua y flores, donde me posan en el lugar que prefiero. No siempre es el mismo: el sol gira, huye del lobo que desea engullirlo, y me ciega. Comprendo entonces a las flores, que se acomodan para ofrecer sus rostros a la luz y giran para recibirla, pero nunca la miran directamente. La piel de marta que me cubre, que fue, de las de mi ajuar, mi preferida, se ha convertido en un trapo sin brillo, pero al menos se ha librado de la polilla. A veces, cuando me despierto, recuerdo que he soñado con Bitte Litten. Otras veces no sueño nada, regreso por sorpresa al patio de mármol y me desoriento por un instante. ¿Quién soy, dónde estoy, soy realmente quien creo, estoy realmente donde pienso? Entonces el mundo se asienta y recuerdo bruscamente quién soy, quién me trajo, dónde estoy.
Me llamo Cristina, la sangre que corre por mis venas, ahora mortecina, proviene de fuente real, y soy infanta de Castilla.
Junto a mi silla han colocado una mesita muy baja, lacada, con una bandeja hexagonal, una jarra de vino y dos copas de plata. Esperamos la visita de mi confesor, el abad Quintín, que casi todos los días busca una excusa y viene a charlar conmigo. Siempre me lleva un momento reconocerle, porque sus rasgos se desdibujan, como si su rostro se reflejara constantemente en un estanque.
– Hoy os acompañan las fuerzas -me dice, animado, tras las bendiciones de rigor.
Le presentamos escabeches y conservas, y las rechaza con un gesto de su mano blanda. Nunca acepta comer, ni siquiera las amargas aceitunas, aliñadas en bilis, que a mí me entusiasman: creo que la cercanía de los enfermos y los moribundos le disgusta y le afecta el carácter. Antes de que se haya sentado a mi lado me llega una vaharada de perfume, que se ha aplicado en la puerta.
Evita acercarse demasiado y lanza miradas de reojo a la comida, como si estuviera contaminada. Comparte esos usos con otros visitantes, pero en él me irritan más que en nadie, porque está a cargo de mi alma, y cada una de sus preocupaciones delata que se afana más por su cuerpo.
Pero, pese a sus miedos, comparte con gusto mi vino, y bajo el sol eterno de Sevilla se achispa y habla más de la cuenta. Doña Inés le tira de la lengua, y él se deja sonsacar. Yo le escucho de buen grado, porque me dedica tiempo, y entre las enseñanzas dignas y provechosas, cortas y despachadas a toda prisa, me trae cotilleos y rumores. Y, que el cielo me perdone, nunca pensé que existiera un momento en el que anhelaría encontrarme en el mundo tanto como ahora, atenta a las intrigas y los traspiés.
– ¿Hay noticias? -pregunta doña Inés.
– Finalmente, malparió -dice el abad, con tanto sentimiento que nosotras nos sentimos obligadas a fijar la mirada en el suelo y a suspirar con él-. ¡Estaba de Dios!
– La siguiente vez -añado yo, y el abad mueve la cabeza, afligido, porque nada desea más que lograr un potrillo de su yegua mora preferida, y es la segunda vez que lo pierde-. Pero ya ayer barruntabais un mal final.
– Estaba de Dios -repite, sumido en presagios oscurísimos.
Supe que mi enfermedad no tenía cura cuando, hace dos meses, mi frívolo confesor comenzó a deslizar en su conversación, tan propia de charlas de corte y visitas por compromiso, amables frases de consuelo entretejidas con loas a mi familia castellana.
– Doña Cristina, la nuera de un hombre santo no debe temer nada en la otra vida.
Yo, que no había reparado en el tiempo que llevaba sin caminar y me aferraba aún a la esperanza de la sanación, tardé algún tiempo en escuchar lo que me decía, y más aún en comprender que se refería a mi suegro, el rey Fernando.
– La nuera de un rey preferido por Dios, siervo de María Santísima, al que sólo la mala ocasión le impidió ver rematadas las catedrales que había encomendado, encontrará siempre una intercesión divina.
Divertida, le seguí la corriente. Qué sencillo les resulta a los sanos consolar a los enfermos.
– Pero si el buen rey Alfonso inicia pronto la cruzada africana, ¿no me beneficiaría de ello en mi muerte?
Pasó entonces a hablarme de la santidad del rey Alfonso, mi cuñado.
– La cuñada de un señor clarísimo, aún más amante de la Santa Madre que su santo padre, no tiene nada que temer de malignas asechanzas ni de los caminos oscuros. Sabemos, además, que esa cruzada tendrá lugar un día u otro.
No conocí a mi suegro, pero conozco, y bien, la bondad de mi hermano político, a quien, si Dios da vida, algún día veremos también en los altares, como toda su familia intenta al menos con un miembro por generación. San Alfonso el Sabio. Hijo de san Fernando de Castilla, primo de san Luis de Francia, pariente de santa Isabel de Hungría. Una familia virtuosa, intachable. El buen abad omite que el cristianísimo rey me casó con un arzobispo, cuando mi nombre era aún Kristina Haakonardóttir, para mejor gobierno de mi alma. Por lo tanto, atada a mi silla dorada e infiel, pero protegida por tanto santo aristocrático, el camino hacia el cielo se me presenta abierto. Sólo he de encargarme de morir.
Escucho a mi confesor diga lo que diga, porque mi hermana Cecilia me enseñó a hacerlo con todos los que se encontraran en mi entorno, y los viejos hábitos son difíciles de desarraigar: ellos, los castellanos, que son del sur, saben negociar con Dios y con los santos de mejor manera que nosotros en el norte. Tratan con ellos con la familiaridad que les da el que compartan su apellido.
– Quisiera prepararme para una confesión general -indico, cuando considero que su mente ya se ha apartado del potrillo. El deja la copa sobre la bandeja con un ademán tan ofendido que cojo fuerzas para una lluvia de reproches entusiastas.
– ¿En eso pensáis, señora, en lugar de orar por quienes son más desafortunados que vos?
– No sabemos cuándo nos presentaremos para rendir cuentas, y mi estado no permite abrigar muchas esperanzas. Y una deuda con lo Alto pesa sobre mi conciencia.
– Yo os indicaré cuándo es tiempo para la confesión general, y entretanto, rezad, rezad mucho, que los milagros son cosa fácil para quien alberga fe.
El venerable abad paladea el vino y elude cuidadosamente mi promesa a san Olav, que me obliga a erigirle una iglesia, como se le oculta a un moribundo que el médico tarda, que su esposa no le ha perdonado, que sus hijos no acudirán a su lecho. Si le pregunto por cómo van los trámites, si han reunido el dinero, si falta o sobra algo que esté aún en mi mano, lo hago en el preciso momento en el que el borroso hombre ha de marcharse precipitadamente, olvidó algo, aguardan por él en otro lugar, la misa se acerca. Ahora mismo noto, por sus silencios entre los sorbos, que en breve se levantará, se despedirá de doña Inés y de mí, y no regresará en dos, tres días. Qué mala suerte la mía. Nunca es buen momento para hablar de mi iglesia a san Olav.
– Id con Dios, abad.
– Quedad con él, doña Cristina.
Bajo la luz del sol observo mis manos. ¿Es posible que esta piel amarilla, estas uñas descoloridas me pertenezcan? Si levanto mi brazo a contraluz adivino el hueso bajo la carne, un esqueleto que me acompaña y me da caza para devorarme. Otra vez siento tentaciones de pedir un espejo. ¿Y si, finalmente, mi esposo regresa a tiempo para almorzar y me encuentra así? Luego abandono esa idea: no es tiempo para caer en el pecado de la curiosidad, y de la misma manera que me avergonzaban los elogios por bonita, me dolería ahora la pena de ver mi rostro ajado.
Además, don Felipe nunca almuerza en nuestra casa.
Me llamo Kristina Haakonardóttir, hija y nieta de reyes, princesa de Noruega, infanta de Castilla. Me llamaban «la flor del Norte», «el Regalo Dorado», «la Extranjera» y, en los últimos meses, «la pobre doña Cristina». Me obligan a confesarme como una infeliz pecadora, aunque nunca en mi vida he hecho, en mi conocimiento, mal a nadie, y me niegan luego la confesión, como si mi rango me privara de las tentaciones.
No me han casado con un rey, no tendré hijos que serán a su vez reyes. De las ramas que se derivan de una familia extensa, me ha cabido el papel de una hiedra atrevida, de esas prensiles ramas de hiedra que avanzan por una pared hostil, sin hojitas tiernas, con toda certeza sacrificada al empuje de la savia central. Pero soy orgullosa, y me resisto. No trepo hacia la luz, sino hacia la sombra.
Me llamo Cristina, tengo veintiocho años, no logré concebir hijos, y nada de eso alberga ahora la menor importancia, porque todos saben que me estoy muriendo.
He olvidado la mayoría de las flores y los árboles de mi país, y no he aprendido sus nombres en los nuevos idiomas que me rodean. Cada vez dudo más al pronunciar las palabras que antes me eran útiles. Cierto es que las lenguas se comportan como los metales, y se cubren de herrumbre si no se protegen.
Sólo se mantienen algunas hierbas en mi memoria. Lyng, la flor rosada del brezo, se enrosca en torno a mi lengua, aunque no he vuelto a ver el brezo desde que abandoné Noruega. Había otras flores pequeñas, redondas, de colores brillantes, que no olían: ¿kløver? No, era otro el nombre, pero, entonces, ¿qué significaba «kløver»?
Mi patio rebosa, en cambio, de plantas que nunca creí que existieran, porque llegaban a mi cuarto condensadas en aceites; nardo, jazmín, azahar. Para mí eran perfumes. ¿Era posible que floreciera algo tan delicado como el jazmín? Embalsamados en grasa como en la paja las naranjas, los cadáveres de pétalos de las flores llegaban en redomas diminutas, y las dueñas de confianza de mi madre las olfateaban y palpaban con una atención tan avariciosa, tan llena de envidia, que casi eliminaban mi placer por obtenerlos.
Mi madre, la reina Margrat, no se cuidaba de esas cosas. Despreciaba la vanidad. Mi madre, sobrina y nieta de reyes, casada con un rey, madre de rey (si san Hallvard y Nuestra Señora interceden por mi hermano Magnus), no pensó nunca que su única hija viva no seguiría sus pasos, que no aplicaría su sabiduría a su existencia; nunca pudo imaginar que su habilidad para elegir aliados se desperdiciaría, que de nada valdrían sus consejos para confeccionar de la manera adecuada la confitura de arándanos y los bordados de araña. Pero ése es, en fin, el destino de las princesas: criar hijas para otros y verlas marchar sin una lágrima, porque fueron criadas como enlace con costumbres y mundos ajenos.
Mi madre me destinaba, como a mis primas, como a mi hermana, a un reino vecino. Sus enseñanzas fueron, por lo tanto, las propias de su familia: ¿cómo aceptar con gracia el cortejo de un rey nórdico? ¿Qué hacer con las pieles después de una cacería, oso, alce, zorros que el marido hubiera cazado? ¿Cómo seducir al esposo en los meses propicios, de manera que los niños nazcan en primavera y sobrevengan en sus momentos más tiernos bajo el tibio sol del verano?
Mando pocas cartas a mi madre, y sospecho que cree que miento de continuo. Albergo la creencia de que le será imposible creer que vivo entre flores y fuentes eternas, que el sol brilla por igual en noviembre que en junio, que los reyes moros esconden entre nosotros su oro y sus rubíes, y que vivo bajo el gobierno del señor más sabio de la cristiandad. Que aquí, en la ribera del Guadalquivir, no hay nieve.
En ocasiones le hablo de los ritos en la catedral de Santa María, de la manera en la que se invoca aquí a Dios y los nombres de los santos que veneran. Hablo de los atardeceres de colores tan intensos que obligan a cerrar los ojos cuando el sol, rojo como un tizón, se sumerge en la nada.
Le escribo en latín, porque no hay nadie en mi casa de Sevilla que hable noruego, y supongo que eso la mortificará, porque precisará de un traductor que le transmita de nuevo mis noticias, y eso nos priva de cercanía, o de enviarle las noticias que realmente desearía que ella supiera. Imagino que me cree llena de orgullo y de ínfulas, revestida de nuevas manías. ¿Quién me considero, para escribirle en latín? ¿Es que no me basta ya el noruego para comunicarme con ella? En mi familia se detestaba la ostentación de cualquier tipo.
Y si cree eso, para qué contarle el resto, para qué hablarle de mis dolencias, del encanto natural de mi esposo, de la falta de herederos, de mi silla de manos, de mi ajuar innecesario en una corte que presume de austeridad, de las moscas insistentes, de mi casa junto a un río que parece fluir contracorriente y que desaparece agua arriba, del ruido constante de la corte cuando se instala en Sevilla.
Mi madre no entendería la obsesiva manera en la que los castellanos y los moros se lavan, temerosos de que el sudor del calor se confunda con el del miedo. Es una anciana y ha sufrido ya bastante. Le aguarda un último dolor, pero llevo tanto tiempo alejada de ella que incluso la noticia de mi muerte será rápidamente enterrada bajo la distancia y la fe. Ya soy una pariente lejana a la que se recuerda de tarde en tarde, qué fue de Cristina, a quién se parecía, qué tierna de niña, recordáis sus ocurrencias, a Cristina le gustaban las manzanas verdes, este vestido perteneció a Cristina, hoy hace dos, cinco, veinte años de su entierro.
– Si nuestro primer hijo es hembra, sería mi gusto que se llamara María Fernanda -le susurré a mi marido la segunda noche de esponsales-. Si Dios lo quiere varón, que se llame Felipe Magno.
El infante don Felipe sonrió, remota su hermosa mirada.
– Se hará como deseéis -dijo.
No era una cuestión casual. Desde que, unos días antes, lo había elegido entre sus hermanos, me había aplicado, como mi madre me enseñó, en complacer a mi marido de todas las maneras posibles.
Había indagado con toda la discreción a mi alcance acerca de sus aficiones y sus gustos: ¿de qué color prefería vestidas a las damas? ¿A qué otras había distinguido con su afecto? ¿Qué platos le hacían perder la cabeza?
Por desgracia, mi marido había pertenecido a la Iglesia hasta el mismo momento de nuestro compromiso. Con mucha picardía, las dueñas a las que preguntaba ladeaban la cabeza y me observaban, como gallinas ya viejas.
– No os apuréis. A los hombres que han sido educados para Dios cualquier cosa les basta. A don Felipe todo le parecerá bien.
En lo referente a las comidas podían orientarme mejor: le gustaba la caza menor, pero únicamente en la mesa, porque despreciaba el desafío que suponía para un buen tirador; el carnero muy especiado; una salsa a la manera mora para mojar el pan; los almendrados, y un refresco hecho con rosas y nieve que se había puesto de moda en la corte.
Para todo lo demás hube de moverme a tientas. Adapté entonces mi carácter a su pasado, agudicé mi piedad, mi humildad, y me dispuse a parir un hijo lo antes posible, para que sirviera como frontera entre su anterior vida y la nueva, y como manera de complacer al rey y asegurarnos su favor.
Se llamaría Fernanda, como el nombre de su padre, muerto en olor de santidad, adorado por todos sus hijos, y también odiado por aquellos de sus vástagos que no habían recibido por igual su amor. María, bajo la invocación de la Santa Madre, como al rey Alfonso le placería, por más que él había mostrado devoción por el nombre de Beatriz. Felipe, para que mi esposo iniciara una saga de hijos fuerte y valerosa. Magno, como mi hermano, y como tantos afamados reyes noruegos de ambas ramas, los birkebeiner y los bagler.
Yo sonreí en la oscuridad, me despojé de la camisa y aguardé, con el cuerpo tenso y las trenzas en la almohada, expuesta desnuda como lo había estado todo el día vestida. Mi marido se inclinó sobre mí, me besó en la frente y luego me dio la espalda.
– Que paséis una buena noche, doña Cristina -me dijo.
Eso fue todo entonces.
Ahora carece de importancia.
Poseen todos los hermanos los mismos ojos azules, heredados de su madre alemana. El rey y los infantes Fadrique, Manuel, Sancho, mi esposo don Felipe, las mujeres, el ausente infante don Enrique… Todos ojigarzos y de espesas pestañas. Dicen que el difunto infante don
Fernando miraba de la misma manera. Algunos de ellos son altos, otros de constitución oscura, una familia dispareja, entretejida con narices llamativas, y a los que la sangre de otros lugares ha hecho bien.
En un principio me resultaba difícil distinguirlos, en especial a los infantes y a los nobles de segunda sangre, y eso me granjeó antipatías que aún perduran. ¡Por Dios que pueden ser orgullosos los castellanos!
– Esta mañana -les decía yo a las dueñas- me crucé con don Manuel, el obispo…
– Señora -me cortaban-, os referís a don Sancho. A don Manuel le mandó el destino a la buena de doña Constanza.
Como si yo no lo supiera. Podía recitar de corrido las relaciones de primeros y segundos matrimonios, los nombres de los hijos muertos al nacer y de los acallados por haberse logrado en amantes, pero ni todo el esfuerzo del estudio hubiera podido mejorar mi memoria. Todos los rostros me parecían similares. Las mujeres, con sus tocas idénticas, salvo la de la reina Violante, aparecían y desaparecían para mi desconcierto, sin un cabello suelto que me permitiera distinguirlas.
– Serás mi hermana -dijo la reina al recibirme, y yo la creí, ingenua.
Una hermana. En realidad, nunca me ha engañado. Cuando conocí a su hermana Constanza, la infeliz Constanza de Aragón, la buena de doña Constanza que el cielo le había destinado a don Manuel, aquella ovejita en las fauces de los lobos azuzados por la reina, entendí lo que comprendía Violante de Aragón por ser hermanas.
Los míos, todos mis hermanos, menos Magnus, han muerto jóvenes. Contaban con más méritos que yo para que el Cielo quisiera arrebatarlos, pero la balanza de la muerte, que a todos llega, tampoco me ha dado demasiada ventaja. Tardé en comprender, y lo hice lentamente, con la misma dolorida sorpresa de cuando una abeja pica en un dedo y el aguijón no se percibe de inmediato, que ese destino es el que hubiera deseado Violante de Aragón para sus parientes; no creo que su rostro maquillado se hubiera alterado lo más mínimo en la contemplación de su agonía. No creo que nunca haya derramado una lágrima por las dolencias de Constanza, ni por las mías.
– Cobrad fuerzas, por Dios -le hemos escuchado decir las dos incontables veces-. ¿A quién queréis asustar con vuestras historias de enfermedad y quejas? Sólo lográis haceros ingrata a los ojos de quienes os quieren bien. ¿Verdad, hijo mío? -añade, dirigiéndose a uno de sus niños, o al pequeño que lleva en brazos-. Mira qué fea y descolorida está tu señora tía. ¿No te gustaría verla gorda y rosada?
Con sus fríos ojos magiares nos observa a todos, en todos gobierna. Sólo he notado, en estos años, un cambio en la luz de esas facciones, por otra parte bellas: cuando tras las semanas de acecho al rey, con sonrisas y caricias imprudentes, incluso en público, se dirige a nosotras, antes, mientras habitaba en su corte, de viva voz, ahora por emisario.
– Hermana, alegraos por mí. Si mis sospechas son ciertas, Nuestra Señora me ha bendecido con un nuevo infante.
Las damas de sangre real nos miramos entre nosotras, reprimiendo un suspiro. Las dueñas estallan en ruidosas bendiciones, y ella, en el centro de la sala, recibe con calma el homenaje. Aparece ante nosotras con las cintas del brial aflojadas, como si con dos o tres meses pudiera habérsele ya abultado el vientre.
– ¿Puede ser? ¿Tan pronto?
– ¿No será una indiscreción? Apenas hace cuatro meses que alumbrasteis.
Ella, con un gesto de su barbilla, las manda callar.
– Durante años me obligué a aprender la paciencia y la resignación, mientras se sucedían los meses sin hijos. Ahora me han premiado los cielos con el don de la fertilidad. ¿Quién soy yo para negarme? Que se haga en mí Su voluntad.
Casi sin mirarnos se dirige a nosotras, las infantas.
– Si os place, señoras, podéis comenzar a bordar el ajuar del nuevo infante.
Que nadie se llame a engaño: no es que la reina de Castilla no pueda servirse de cientos de doncellas que tuerzan, borden e hilen la lana merina, que es, por cierto, la más hermosa y delicada del mundo. Los infantes recién nacidos llegan al mundo en una tierra pródiga en tejidos: gusanos de seda, que morirán para que de ellos nazcan tejidos crujientes o velludos en los que se hunde la mano, se crían en Levante. La flor del lino azul bordea hasta los caminos más pobres, las ovejas pastan en toda la llanura central; los genoveses hacen su agosto con navíos abarrotados de fardos de tejidos orientales que los sastres convertirán en vestidos a la manera mora o cristiana.
No. De hecho, los pañales de Holanda que cortamos, y los encajes que adornan los gorritos de los infantes, plisados por las damas, en rara ocasión salen del arca: la reina de Castilla, la hermosa Violante, la Yolanda de los poetas que la cantan, disfruta cuando nos encuentra con la espalda encorvada sobre la labor, trabajando para ella.
Nos lo pide cortésmente, aunque puede ordenárnoslo, pero no le hace falta. Ninguna de nosotras nos negamos a una tarea que llevamos a cabo sin amor ni mucho oficio, salvo quizás mi cuñada, doña Berenguela, que es un alma bendita y encuentra placer en todo. Violante desearía gobernar sobre más mujeres, pero somos muy pocas las que vivimos en su proximidad: los hermanos del rey, salvo don Manuel, no se han casado, y las hermanas viven lejos, Leonor en Inglaterra, Beatriz en Portugal. Y yo, en Sevilla, desde hace más de un año no sirvo para nada. Es doña Inés quien remata las prendas por mí. Pobre Violante, que desearía mandar sobre los ejércitos y se ve limitada a mangonear con los pañales.
– No os angustiéis con ideas pesadas -dice mi marido-. Viviréis, si Dios quiere, y tendréis tantos hijos como gustéis, porque sois joven y no hay impedimento alguno para que eso no sea así. Confiad, señora, y recuperad fuerzas, porque el cuerpo y la mente van unidas, y no hay salud en una cabeza doliente.
Me besa entonces, en la frente y en los ojos, y se vuelve de espaldas a su rincón de la cama. Hasta hace unos meses me despertaba a menudo, sobresaltada, porque durante la noche me abrazaba en sueños y no me permitía moverme. Muy poco a poco me deslizaba de la tenaza y mantenía entre las suyas una mano, un dedo, para que durmiera protegido.
Ahora que mi estado ha empeorado me visita con la misma frecuencia, pero tiene cuidado de no acercarse bajo las sábanas y que su cuerpo no roce el mío, de no aferrarse a mí, de fingir que no escucha si en mitad de la noche le llamo. Mantiene los ojos cerrados con obstinación si han de sangrarme o si preciso de la bacinilla. Cuando despierto por la mañana y abro los ojos estoy sola.
– Habéis tenido la suerte de nacer hermosa y de que el infante don Felipe os muestre tanto amor -me dice de continuo Mariquilla, que da por buenas todas mis exigencias con tal de continuar al servicio de mi marido-. Los hombres son ligeros y tornadizos. El señor, que pasó por la Iglesia, sabe honraros incluso en estas circunstancias.
Es lo que repite la familia real, de unos a otros. Felipe, que parecía el más afortunado de todos, concita ahora la compasión por haberse desposado con una extranjera estéril, que ni se muere ni deja de agonizar.
Me cuidaré de que sepa aprovechar esa corriente de simpatía.
Hay muchos niños en la familia real, todos lindos, reidores y malcriados. Recién llegada, imaginaba entre ellos a mis hijos. Dicen todos, creo que por piedad, que los nacidos de Felipe y de mí serían los más hermosos. También extienden otras maldades que se esmeran en ocultarme. Dicen que hice voto de castidad en mi infancia, que en mi matriz falta el humor cálido necesario para concebir, que la mora amante de mi marido nos maldijo cuando él la abandonó para casarse conmigo.
– Oiréis muchos rumores falsos en esta corte -me reveló don Quintín, el abad, cuando llegamos a Sevilla y se presentó ante mí. Yo comenzaba a comprender el castellano y a comprender, parejo a ello, la magnitud de las mentiras que giraban en torno a nosotros como buitres-. En todas las cortes que he conocido se intriga, pero en ésta gran parte de las fuerzas se escapan en cultivar la fantasía y hacer que los cuentos corran como manera de hacer daño.
El debería saberlo. Es el inventor de gran parte de ellos.
Desde que soy infanta de Castilla he aprendido a no creer nada de lo que se cuenta de los notables, porque nada de lo que se dice sobre mí es cierto. Pero eso no es óbice para que aguarde las visitas del abad con impaciencia, qué se dice, qué critican, qué se murmura por las cocinas, cuál es la última maldad sobre los infantes de Aragón, sobre los reinos de Francia…
Me cuentan, por ejemplo, que el rey Alfonso revienta de cólera porque había leído en las estrellas que el pasado año obtendría, por fin, la corona de Emperador. No es mal astrólogo don Alfonso, pero como todos aquellos que están demasiado cerca de sus deseos, no sabe interpretar la realidad, y la modifica como mejor le conviene. Sabido es que no hay otra cosa que desee nuestro señor más que convertirse en Rey de los Romanos, en Emperador del Sacro Imperio, al que tiene derecho por herencia de su madre.
Ésa es una mala noticia para sus allegados, para su pueblo, que verá nuevos impuestos, y para todos los que dependen de él, porque su obsesión no le permite volverse a otros problemas más urgentes. Se habrán alegrado en cambio quienes deciden los destinos de los reinos centrales, los alemanes y el papado, que han encontrado en el rey castellano una inagotable limosnera llena de oro.
Ah, el Fecho del Imperio… ¿No les bastará a los hombres con ser reyes, que anhelan también ser emperadores? Desde hace años emisarios vienen y emisarios van por los países, cargados de mensajes y de dineros para ganarse las voluntades. Diera la impresión de que el rey Alfonso sólo sabe vivir si lo hace contra algún enemigo: ahora, contra el Papa y Ricardo de Cornualles. Antes, contra su hermano don Enrique.
En eso el rey se comporta como mi padre. Si tuviera a bien escucharme le hablaría de lo que vi de niña en Noruega, y de la muestra de cordura que supone retirarse de una competición a tiempo, antes de que las fuerzas abandonen y la cabeza se obstine. Alfonso, que siempre me ha tratado con corrección, no siente respeto ni cariño hacia mí. Quizás por mi timidez o mi mal latín no supe ganármelo, y ahora es tarde, porque me ve por los ojos de Violante, filtrada por los comentarios misericordiosos de los cortesanos. Tampoco yo aprecio en demasía al rey, pero como detesto en él los mismos defectos que veo en mí, puedo aconsejarle bien, porque lucho contra errores similares.
Mantengo con él, como con otros fantasmas, conversaciones en mi mente. Al menos, espero que en mi mente se queden, porque hablar con el aire define al loco, y no albergo la menor intención de volverme loca.
– Señor -le digo-, apartad la mirada de los astros y fijadla en vuestra corte, donde hierven calderos de intrigas.
Él entonces me miraría con fingida sorpresa, porque no le puede ser ajeno, tras tantas traiciones, que se gesten otras nuevas.
– Olvidad el Sacro Imperio Romano -prosigo- y ceñid con mano firme la corona de Castilla. Dejad, por un tiempo los versos y los plañideros cantos galaicos, y disciplinad todo vuestro talento a la causa de vuestro reino, porque hay otros que mientras vos habláis con traductores, ellos pactan a vuestras espaldas, que mientras vos confiáis, ellos traman, mientras vos escogéis aliados, ellos se adelantan.
– Pero mi padre, en su lecho de muerte -me responde el rey, admirado ante mi buen juicio-, me ordenó que mantuviera las tierras ganadas por él y que, si me fuera posible, ganara aún más.
– Ya habéis ganado bastantes -digo yo, y noto cómo el buen rey se alivia de su carga, y cierra los ojos, aliviado-. Se acabó la búsqueda. Se acabó el Fecho.
No es propio de los grandes hombres el buen dominio de las pequeñas cosas; pero si continúa así, el rey Alfonso no conseguirá reputación como sabio cuando el tiempo pase y mueran las adulaciones y los cortesanos. Comienza la casa por el tejado, en lugar de asentar bien los cimientos, y antes de haber ceñido la corona ya embarcó a toda la cancillería real en el proyecto de redactar las leyes y las normas que regirían en un futuro en su imperio. No le bastó con el Fuero Real y con El espéculo de las leyes, que ya quedó incompleto, y ha iniciado la redacción de siete partidas.
Cada cierto tiempo, el rey despacha con los mejores, entre ellos con el maestro Jacobo y el jurista Fernando Martínez de Zamora, para ver la marcha de estas partidas. Más oro. Más tiempo perdido. El pueblo se queja de tantas leyes, que poda antes de que hayan florecido, para plantar otras en su lugar. Tantos cambios consumen gran parte de su inteligencia, y si nadie le aconseja bien, don Alfonso no habrá logrado lo que, como rey, hubiera podido asegurar a sus hijos y a su pueblo.
– No hay nada más triste que morirse solo -desearía decirle a ese fantasma del rey que viene a verme en mi mente-. Pero yo me preparé para ello cuando dejé mi país y no encontré mi sitio aquí, y vos, señor, aquí nacisteis, aquí habéis engendrado una docena de hijos, aquí habréis perdido todo lo que se os dio.
No recuerdo cuándo apareció en mis fantasías la evidencia del matrimonio: debió de ser, por fuerza, a una edad muy temprana, porque cuando Cecilia se casó con Gregorius, yo entendía perfectamente a qué se comprometía mi hermana. Acababan de destetarme, y andaba yo como suelen hacerlo los niños cuando los privan de cariño y alimento, como un animalillo en busca de calor. Lloraba por cualquier cosa y me entraban accesos de timidez, me escondía detrás de las faldas, pero también era capaz, de pronto, de una osadía que divertía a mi padre, de ofrecer respuestas ocurrentes y de un razonamiento muy alabado en una criatura.
– Puedo llevarla conmigo a todas partes -presumía mi madre-, y no me avergonzará.
Estrenaba un vestido nuevo de mangas largas y una coronita de plata, regalo de mi madrina, y aguardaba junto a mi madre a que la comitiva de la novia entrara en la capilla. De vez en cuando, un manotazo de mi madre me advertía de que era tiempo de que dejara de chuparme el pulgar. Cuando la ceremonia terminó, me acercaron para que le diera un beso a Cecilia. Entonces (y lo han contado mis hermanos, lo narraban mis hermanos fallecidos, mis primos, mis padres, he sido causa de risas y se ha mezclado ese recuerdo feliz con las lágrimas), me aferré al cuello de mi madre y me eché a llorar.
– No, no -gimoteaba, mientras rechazaba a mi hermana, a quien quería por encima de todas las cosas.
Cecilia, también con los ojos rebosantes, intentaba abrazarme.
– Kristina, soy yo, no llores. Ven, ven.
Yo la miré, aún asustada.
– ¿Quién eres?
Porque yo encontraba que aquella muchacha con los mismos ojos y la misma voz que Cecilia no podía continuar siendo la misma después de que la entregáramos a otra familia, su cabello cubierto porque ya no era una doncella. No comprendía tampoco los celos que me enfadaban al ver que un desconocido la tomaba de la mano y cómo unos extraños la besaban. Tampoco yo era del todo yo con mi vestido verde nuevo; nada transcurría como de costumbre, y nadie era quien parecía ser.
Qué felices éramos entonces, y qué bondadoso fue Dios al ocultarnos que lo éramos. Recuerdo (o, más bien, recuerdo que recuerdo, los rostros borrosos, las frases claras) que esa tarde todos comimos hasta reventar, incluso Olaf, siempre melindroso y vigilado por mi madre, debido a su estómago delicado. Los niños jugamos y bailamos hasta caer rendidos: Sigurd vivía, y Olaf vivía, y Haakon vivía, y Magnus era un bebé que me llenaba de orgullo, porque por fin, gracias a él, yo había dejado de ser la menor.
Fue la boda más hermosa que recuerdo, la última del verano, la de la novia más delicada y la alegría más genuina, porque los esposos se amaban y, además, esa unión sellaba la última herida que podría quedar entre nuestro linaje y los enemigos, ya que Gregorius Andresson era un bagler.
Mi madre sonreía entre dientes al hablar de mi boda.
– Yo hubiera deseado contar con un tercio de tu suerte -explicaba, si yo le preguntaba algo, o si alguien insinuaba una palabra al respecto.
Me miraba a veces con sorpresa, como si no recordara que había dado a luz a una hija y se la encontrara de pronto, ya crecida, ante sus ojos. Quizás fuera así y, con la atención dedicada a asuntos más urgentes, olvidara que yo existía.
– Tendremos que sortearte -decía- o iniciar una guerra nueva para escogerte marido entre los pretendientes que sobrevivan. Cuando yo era niña podía caminar durante tres días sin ver un hombre en las aldeas vacías, atestadas de viejos y mujeres.
Ella, que sabía de las debilidades de la vanidad masculina, se esmeraba mucho en hablar así cuando mi padre se encontraba cerca, con la voz apenas más alta que de costumbre, pero clara. Cantaba como un pájaro, y su voz era uno de sus encantos más celebrados.
Era cierto que mi padre había rematado las guerras civiles, que habían cesado las matanzas entre hermanos y que, como suele ocurrir en tiempos de paz tras el horror de la muerte, en el año de su boda habían nacido más niños que durante el siglo anterior.
Noruega criaba niños, los veía gatear, brotaban de las esquinas, pedían pan y calentaban las rodillas de sus abuelos, que habían creído que el mundo se acababa con ellos. Para cuando cumplí los quince años, eran tantas las posibilidades de entroncar con familias notables que mis padres perdieron cuidado. Yo era la única princesa real (mi padre, por mucho que amara a Cecilia y a su madre, no le había otorgado ese privilegio) y no tenía prisa por abandonar mi hogar.
– Sólo te casaré -había prometido mi padre- cuando encuentre algo más valioso que el oro por lo que cambiarte.
– No te creas todo lo que te dice -advertía mi madre-. Te ve con los ojos de padre. Cuando se vea obligado a mirarte con atención de rey, no te duelas si no puede cumplir esa promesa absurda. Te casarás con quien sea menester, como todas hemos hecho.
Quizás eso me haya hecho distinta a las mujeres de aquí, a las castellanas, el vivir rodeada de varones, el no considerarlos más importantes que a mis dueñas, o a los cocineros que preparan las gachas del almuerzo. Aquí, en los reinos del sur, los hombres caminan con mucho estruendo y, en ocasiones, ni siquiera se quitan las espuelas, para que sus piernas, muy separadas, marquen al andar el bulto bajo sus calzas. Esta es una corte abarrotada de jóvenes solteros, de obispos que no deseaban serlo, de viudos y de impedidos, una corte que respira deseo y violencia. Quizás también lo era la de mi padre, y yo miraba hacia otro lado. No lo aseguraría. Nunca me han interesado los hombres lo suficiente como para dedicarles demasiado tiempo.
Mis cuñadas los adoran; viven para ellos, se pintan para ellos, respiran por ellos. Tratan por igual a sus hijos y a sus maridos, con una mano de hierro barnizada de lisonjas. Si tienen amantes, me los ocultan, con una extraña hermandad de raza que hace que le escondan sus debilidades a la extranjera. Violante, que lamenta amargamente no haber nacido con vello y verga, halaga a los guerreros y desprecia de manera sutil a los sabios que su marido atrae a Sevilla. Sabe bien que unos son inseguros y los otros arrogantes, y que la mejor medicina para el interés es negarles a unos lo que tienen y ofrecerles a otros aquello de lo que carecen. En consecuencia todos, militares y escolares, la persiguen y mueren por ella, unos para obtener más miel de sus labios, otros por conseguirla al menos una vez.
Ella, con ojo experto, admira a mis esclavos moros y me recomienda que los castre.
– Son muy hermosos, y os darán disgustos.
Sé que me envidia a mi negro, y sus insinuaciones para que se lo regale, o para que le regale un vástago de él me han abrumado; pero ya hace tiempo que finjo no comprender los requerimientos de Violante, a menos que sean claros y evidentes.
Le gusta también el más joven de ellos, un muchachito de Berbería, con los ojos verdes de un gatito y al que la Muda protege con la obstinación de un animal recién parido. No son parientes ni, por lo que me han contado, tienen trato carnal, aunque el chico abandona a veces su cama para deslizarse en la de la Muda, y lo encuentran allí, ovillado, cuando llega la mañana. Me daría pena castrar a esa criatura, y Felipe opina de la misma manera. Todos ellos han sido tan bien elegidos, poseen tan rara perfección física, que sería una lástima no sacarles cría.
En una ocasión, cuando yo era niña, uno de nuestros esclavos encontró un santo. Aquello era impropio de esas zonas, húmedas y marítimas, pero lo sabíamos posible porque en otros lugares pantanosos no resultaba infrecuente encontrar un cuerpo incorrupto, conservado por la mano de Dios entre la turba y las inmundicias de los páramos. El santo mostraba la piel pegada a la calavera, los dientes intactos, una sobria vestidura de cáñamo y lana y un pedazo de soga aún prendida al cuello.
Los sacerdotes nos dijeron que habría sido martirizado durante los años de san Olav; era un cristiano obligado a renunciar a la verdadera fe y por ello asesinado de la manera en la que lo hacían los antiguos noruegos, entregados al culto de Odín: ahorcado.
Cortaron pequeños pedacitos de la vestidura del santo, en buena hora, porque pocos días después de llegar a la corte el cuerpo comenzó a desmenuzarse y se convirtió en polvo. Mi madre mandó hacer un relicario para que cada uno de nosotros lleváramos cerca del corazón los trocitos de tela y las briznas de uña y cabello que lograron arrancarle.
– Hemos sido testigos de un milagro -me dijo-, no lo olvidéis nunca, y dad fe de ello, como ordena nuestro señor.
A veces, en la enfática manera de expresarse de mi madre, las palabras se confundían. ¿Hablaba de Nuestro Señor Jesucristo o de mi padre, Haakon Haakonarson? Durante años no fui capaz de distinguir si era mi padre, el rey, el que multiplicó los panes y los peces cuando fue necesario, o si el lugar preferido de mi Salvador era nuestro diminuto palacio de las islas Oreadas.
Ahora pienso que, posiblemente, no hay diferencia.
Los dos lograron acabar con el hambre, los dos aman esa tierra hermosa y maldita diseminada por el mar del Norte.
De las Oreadas procedía la primera mujer de mi padre, con la que nunca llegó a casarse, la madre de Sigurd y Cecilia. De ella lucían el pelo rojizo y el cuello largo. Se llamaba Kanja. Kanja la Joven.
Mi padre recordaba, en las noches de nostalgia, en las que la bebida le soltaba la lengua aún más que de costumbre, cómo se había encontrado con ella en mitad de aquellos islotes áridos, en los veranos sin oscuridad de las Oreadas. Era una muchachita que había entrevisto entre las cortinas de las puertas, siempre abiertas. Contaban que nunca dominó el noruego por completo, que insertaba palabras desconocidas y modales inusuales, y que era eso lo que dominaba a mi padre, como si le invitara a la conquista de otras tierras áridas y salvajes. Allí acababa el arco iris. Allí comenzaba el otro mundo conocido.
– No era tan joven -replicaba mi madre, a la que si le impiden la entrada en el cielo será por otras razones, pero no por la murmuración cuando se mencionaba a Kanja-. Cuando yació con tu padre había cumplido al menos los diecisiete; pero como ocurre con las mujeres vulgares, su cuerpo era tan sutil y su piel tan gruesa que soportaba los rigores del tiempo con más fortuna que otras.
Sus comentarios sobre Kanja menudearon cuando Cecilia se casó y, por lo tanto, mi hermana no podía escucharla, y se hicieron constantes a medida que la edad le arrojaba sobre las espaldas pliegues en el rostro.
– Además, ¿quién dice que aquel encuentro fuera casual? Entonces a los hombres les preparaban trampas, y alguien debía conocer bien los gustos de tu padre. Convenía que encontrara un vínculo en las Oreadas, porque desde que aquella mujer compartió el lecho real las islas, que se pudrían de miseria, habían florecido, y el bolsillo de tu padre parecía tener siempre una raja por la que manaba dinero.
Kanja murió con un hijo atravesado en el vientre, y unos meses más tarde, mi padre desposó a mi madre. Se llevó consigo a Sigurd y a Cecilia, y mi madre se mostró con ellos constante y generosa. Pero era humana. De vez en cuando aleteaban los celos en su frente, cuando mi padre se emborrachaba y añoraba a su Kanja de modales bruscos. Ella observaba con ansia si yo era de mayor estatura, de rasgos más claros que Cecilia, si Olaf o Haakon aventajaban en cualquier disciplina a Sigurd.
– Nosotros no venimos de una isla -decía de vez en cuando, como si fuera para sí.
Tenía razón. A diferencia de las otras mujeres que habían conquistado a nuestros reyes, nacimos en firme. Una lengua de tierra nos une a un continente, poseemos lo más provechoso del mar y lo más granado de las montañas, y tampoco he acabado yo, como otras princesas de mérito, en una isla. Castilla apenas huele el mar, lo anhela en las irregulares mareas del Guadalquivir. Ya me he acostumbrado. Bastante he llorado por la sal, por las piedras golpeadas y la libertad de marcharse con el agua.
La última vez que vi el mar fue antes de arribar a Francia, hace cuatro años, antes de mis desposorios. De niños, una tarde de siesta se nos antoja una pérdida irreparable. Ahora, cuatro años en mi vida no son sino un parpadeo, una respiración, el momento necesario para reflexionar y, de pronto, emitir un cambio repentino de criterio.
Mi hermana, en cambio, nunca se alejó del mar; por mar regresó, viuda, algún tiempo más tarde, y de la misma manera partió tras su segundo matrimonio hacia las islas Hébridas con su relicario de coral, las arcas con ropa nueva, las bendiciones del obispo y, nuevamente, las lágrimas de quienes la amábamos.
Pero, pensándolo con calma, quizás no sea una mala idea mantenerme alejada del agua. Del agua, de los viajes, del poder, de la dicha. De todo lo que pueda ahogarnos y, con un golpe, alejarnos del goce.
Aún me chupo el pulgar, a veces. Sólo lo hago porque anhelo el manotazo corrector de mi madre.
Nací en Bergen, la ciudad de las siete colinas. Rodearon mi cuna de amuletos, para que creciera con salud, y de gatos, para que ni una rata ni un ratón impuro pudieran llegar desde el suelo a mí y contagiarme la peste o cualquiera de las enfermedades de las ciudades portuarias. Mi madre recordaba con sonrisas las veces en las que me encontró abrazada a una gata enorme, listada, que me creía su hija, y me lamía las orejas y las manos, y bufaba si mis hermanos se acercaban para mirarme, brava y dulce.
No he encontrado ciudad más bella que aquella en la que nací. A Sevilla, donde el ruido nunca cesa, le faltaría el encanto sin sus naranjos. En las tardes de calor, el sol destroza lo que encuentra a su paso, y los miasmas del río impiden respirar. Burgos es una calzada levantada, a la espera de que rematen su catedral.
De Bergen no recuerdo defectos. El mar la abraza, y la nieve la observa a distancia, y en la ladera que asciende por el puerto las casitas de madera se guardan de la humedad con barnices de colores. Los pabellones y las casas de piedra que mi padre ordenó erigir sirven como cortafuegos y como señales de que los tiempos modernos han llegado a la vieja ciudad. Llueve con generosidad, y eso hace que salgamos a bendecir cada rayo de sol y mantengamos los alimentos bien custodiados, como si los preserváramos en altares. Cada comida es sagrada, al fin y al cabo. Los árboles crecen con rapidez, cierran en un parpadeo los claros que los leñadores causan, y los fiordos guardan secretos que no serán nunca revelados. Se puede confiar en los fiordos. Nunca devolverán un cadáver, ni un barco que se traguen, ni un deseo arrojado a sus aguas.
Sevilla, Dios la guarde, es blanca y verde, blanca y azul, blanca y grana. Las vetas de mármol de mi patio deslumbran bajo el sol, y sólo encuentran como oposición perpetua un verde de mirto y el borbotón de color de las buganvillas. Qué caprichosa, qué vana soy. Mis padres darían lo que fuera por este momento de esplendor, por esta flor rosa, por este sol prematuro. Sus huesos ya cansados se alimentarían de la luz que brota de cada esquina de mi casa. Y yo, absurdo ser, gozo de todo lo que desearían de mi tierra y me devora la nostalgia, anhelo la nieve, la lluvia, la aspereza, cualquier cosa que me aleje de lo que tengo.
Mi tierra. Mi país. Mi ciudad. Mi familia, mi madre, mi lengua, mis costumbres. Todo aquello que fui, mis años de niña y mis miedos de mujer, mi padre, mis secretos escondidos, el rincón del jardín en el que enterramos a mi hermano Olaf. No tengo nada de eso, se me ha escapado entre las manos, lo he dejado marchar sin una queja, convencida de que era mi deber. Y con ello he dejado jirones de alma, hasta que únicamente la parte más mezquina de mí (mi cuerpo mortal, mis pieles, las joyas que me traje) ha permanecido y se estira y esponja ahora al sol, sin peso ni consistencia.
– Amigas -preguntó don Felipe, mi esposo, el mismo día en el que nos prometimos-. ¿Os acompaña alguna?
– No -dije yo, y por un momento pensé en Astrid, y luego el pensamiento se esfumó y ya no hubo nadie.
– ¿Dueñas?
– Las que ordenéis.
– ¿Parientes? -dijo, y yo no fui capaz de comprender esa palabra-. Familia. Deudos.
– Sí -respondí. Y luego, rápidamente, añadí-: No, no. Ninguno de ellos me acompaña. Los que me trajeron hasta aquí han regresado. No tengo a nadie. Me presento sola ante vos.
– Así es -añadió él, tras una pausa-. Pero ahora pertenecéis a la corte de Castilla. Vuestra nueva familia no os abandonará jamás, y no tendréis que temer nunca a la soledad.
Mi corazón quiso leerlo como una declaración de amor. Mi mente, aviesa, más rápida, me alertó. Como un animal, se aprestó a huir. Como un animal, se sometió, mordió el anzuelo, bajó la testuz.
Es cierto, desde ese momento nunca he estado sola: me han observado y atendido, me han sopesado, han contado los pedazos de carne que ingiero, las copas que bebo, las varas de hilo que gasto. Calculan ahora cuánto queda para mi muerte. Como una vaca vieja, aguardo en el centro del patio, bajo el sol, el momento del sacrificio.
Los birkebeiner estamos acostumbrados a la muerte: no tememos inmolarnos, no sentimos miedo ante la muerte. Nosotros, los vástagos más jóvenes, hemos perdido la costumbre de convivir con el dolor, pero a la menor provocación, en cuanto un rasguño de la piel delicada hace que surja el hueso más profundo, recuperamos la dureza y el espíritu frente a las dificultades.
Nos tallaron así los infinitos años de lucha contra los bagler, las acechanzas y la supervivencia de los que no cometían errores, los que eran valientes y persistentes. A los bagler tampoco les faltaban esas virtudes. Si no hubiéramos estado tan igualados, la guerra civil hubiera durado mucho menos, y hubiéramos sangrado menos, y la mente hubiera inventado menos leyendas y mentiras para justificar los hechos.
Cuando un bagler joven caía, morían con él sus hijos, y los hijos de sus hijos, y los nietos de sus hijos. Cuando un birkebeiner era asesinado, sus hermanas, su esposa, su propia madre se afanaban en concebir otro que le reemplazara, y en que creciera pronto, casi sin infancia.
– Salid -animaban las viejas a las mujeres fértiles, aún con la sal de las lágrimas en las mejillas-, vestíos como para un día de fiesta, elegid un hombre fuerte y yaced con él. El que se ha ido no volverá.
Y las mujeres, atontadas algunas por los narcóticos que tomaban para amortiguar el dolor, o tan serenas como si hiciera mucho tiempo que supieran la muerte del hermano, del marido, del cuñado, se daban color en los labios, se trenzaban el cabello y obedecían.
Los birkebeiner se casaban en cuanto tenían edad para ello, se les animaba a que preñaran a todas las mujeres posibles. Durante aquellos años se abolió la diferencia entre mujeres y concubinas, entre bastardos e hijos legales: no había tiempo para delicadezas propias de los tiempos de paz. Cuesta mucho criar a un hombre, y no lleva más de un instante matarlo. Luego a mí se me enseñaría lo que ocurre entre un varón y una mujer como si fuera un secreto, con las yeguas y las vacas, pero aquéllos eran tiempos sin delicadezas, en las que el mayor pecado era no parir hijos vivos.
Sólo había uno mayor: concebir, por amor, por violencia o por error, un hijo del otro clan.
Birkebeiner.
El que se hace sus propios zapatos.
El que trabaja el corcho.
Aquel que, sin una moneda para el cuero, la piel, la suela, protege sus pies con corcho, con cortezas, con pedazos de cuero viejo y de abedul.
Nosotros, mi antigua, noble y venerada familia, éramos birkebeiner. La abuela Inga lo dictaminó.
Fue una buena elección. Conocía bien a los bagler, porque había nacido en su territorio, y con ellos se moría de hambre. Cambió de bando y con ello salvó a mi padre y nos aseguró la vida a todos. Los birkebeiner fueron también responsables de ese movimiento, también lo decidieron a su manera, la empujaron sin dudar hacia el lado correcto. Las resoluciones tomadas cuando no hay nada que perder suelen resultar acertadas. Ésa ha sido una de mis tragedias, haber nacido bajo un techo cuando eran necesarios el hambre, el frío, para no errar.
Era la abuela Inga astuta, fruto de su tiempo, como lo soy yo del mío. La hábil, misteriosa, áspera abuela Inga.
Nunca me creí del todo su historia, que formaba parte ya de las leyendas de Noruega. Era tan extraña y tan conveniente que sólo pudo haberla inventado. Debió de haber sido joven entonces, supongo. Puede que linda. Yo la recuerdo flaca pero muy vigorosa, con brazos de hombre, tan cubierta de joyas de ámbar como si se cobijara con un peto, con el cuello envuelto en sedas, cuchicheando al oído de mi padre, con una mirada de desprecio a los nietos que a veces, por error, nos cruzábamos con ella.
– No molestes a la abuela -nos decían, y a veces ella nos dedicaba la misma frase, seca, distante en su hábito de hablar de sí misma en tercera persona.
En mis pesadillas aparecía su rostro sereno, surcado por preocupaciones superiores, con las cejas fruncidas, y sus manos encogidas en un puño, con la piel tan tensa que las uñas debían ser recortadas con todo esmero, para que no crecieran a través de la palma.
Entiendo, ahora, desde la distancia, que la abuela mintiera para salvar su vida. La imaginaba, alta y flexible, de colores frescos, pero no más bella ni más hábil que cualquiera de las chicas de su aldea. Era una traidora: en tierras de los bagler, accedió a encontrarse con un birkebeiner, nada menos que el rey de su facción. Durante años me pregunté cómo había sucedido, si creía en la causa liberal, o si encontraba irresistible a mi abuelo, o si la obligaron a entregarse a los soldados enemigos. Luego descubrí otras verdades de la verdad.
La leyenda, la historia que se contaba y que imagino que aún se contará en Noruega, era ésta: Inga de Varteig, una campesina que no sabía ni siquiera hablar otra lengua que su dialecto, hermosa, fuerte y trabajadora, se las arregló para atraer la atención de mi abuelo, Haakon III, el mejor de los hombres de su era.
Él no lo sabía, no lo sabía ella mientras accedía al deseo del señor, pero a Haakon III no le quedaba demasiado tiempo de vida. Era joven, creía, como todos los de su familia, que el tiempo para el amor era corto y para el matrimonio, eterno. Cuando murió, apenas un año más tarde, el único heredero con razones para aspirar al trono era el que se mecía en la cuna de Inga.
Así contaban la versión más breve, y la más popular: la abuela Inga, en la flor de sus años, entregada al amoroso abrazo del abuelo Haakon, en el río, junto al pozo, protegidos por la hierba alta del prado. ¿Quién podía resistirse a esa fuerza? Una joven que se jugaba la vida al escaparse para ver a su amado, un guerrero que se enamoró lo suficiente como para infiltrarse a escondidas en tierras enemigas, y luego, un niño nacido del amor en los tiempos de la muerte constante.
No hubiéramos sido una familia sin la protección del Señor.
– La abuela hizo lo posible porque el niño no naciera -ha contado siempre ella, sin ocultarnos detalles-. Me clavé agujas, me atraqué de perejil y de ruda, me arrojé ladera abajo una y otra vez. Nada resultó.
Lejos de sentirse avergonzado, mi padre reía a carcajadas. Le parecía un buen presagio el que su madre hubiera intentado matarle y que él hubiera sobrevivido.
– ¡No resultó nada! -repetía, como si hubiera escuchado el mejor de los chistes.
Qué hombre extraño, capaz de perdonar la mayor ofensa y de castigar un delito insignificante. Él decidía el bien y el mal, qué podía ser divulgado y qué convenía callar. El rey no se equivocaba. Cuando era una niña albergué el estúpido deseo de pillarle en falta alguna vez. Así, yo podría sacarle de su error.
Luego me di cuenta de lo egoísta de mi petición. Para que mi capricho se hiciera realidad, un rey justo debería cometer un fallo y herir a su pueblo. Recé para que mi deseo fuera revertido. No fue así.
Años más tarde, durante un noviembre helado, con mi capucha de piel y las manos en un manguito de zorro, fui testigo de cómo el verdugo cortaba la cabeza de un caballero joven y ambicioso al que una petición real hubiera ahorrado la muerte. No me atreví a hacerlo. El mozo se me había aproximado torpemente antes de subir al patíbulo.
– ¡Interceded por mí, princesa! -me suplicó-. Me he juntado con malas compañías, que han hecho que me desvíe de lo justo, pero nunca he conspirado contra el rey.
Era feo, tenía la piel plagada de pus y suciedad. Dudé. Le creí, el acento de sus palabras escondía la verdad.
Hubiera podido salvarle. Lo envié a la muerte porque no me agradó, porque no deseaba que nadie uniera mi nombre al suyo. Porque hacía frío y mis zapatos tenían las suelas demasiado finas, porque me había convertido en el centro de atención una mañana en la que no estaba preparada para ello.
Ganamos todos: mi padre heredó sus tierras, parcelas ricas del este, y una salina que comerciaba con Rusia. Sus padres, privados de heredero, vivieron seguros bajo la mano suave de mi rey, que nunca se ensañaba con los vencidos, y sospeché cierto alivio bajo el duelo de su madre, que se recuperó sorprendentemente pronto de la pérdida de un hijo aturdido, ambicioso y errado.
De estas cosas no hablo nunca. Nadie me pregunta, pero con un poco de astucia me resultaría sencillo hacérselo ver a mi marido, y que supiera así que su mujer gozó de poder y autoridad sobre la vida y la muerte, que no es únicamente piececitos curvos, cabellos dorados y cintura estrecha. Lo haría y lo anunciaría al mundo y me serviría para acercarme un poco más a la posición de Violante; pero en lo que yo soy, para lo que yo valgo, ¿de qué sirve haber dispuesto sobre la vida y la muerte?
Pero, antes de perderme en mis pensamientos, yo refería la historia de la abuela Inga, del abuelo Haakon. Aunque debieran serlo, no son la misma historia en absoluto. El era rico, ella, una mendiga. El nacimiento del abuelo había sido aguardado con expectación, el de ella, posiblemente fuera recibido con vergüenza. El abuelo
Haakon nació con rango real, aunque era hijo de la amante de su padre, el rey Sverre.
Nunca supimos quiénes fueron los padres de la abuela, que se quedó huérfana cuando niña. En realidad, aunque recitamos cada detalle de la vida de los hombres de mi familia, y los han seguido poetas que cantan sus hazañas, y leyendas que las contradicen, y conocemos sus méritos por detractores y fieles, no dedicamos apenas atención a las mujeres que les dieron el poder.
Mi bisabuelo, el rey Sverre, por ejemplo, nació de manera misteriosa, se crió alejado de la corte, en las islas Feroe, y no supo que era hijo de reyes hasta que un día le atormentaron las pesadillas.
En las islas Feroe el liquen amarillo crece pegado a la roca y no hay nada verde, salvo la lengua de los musgos, eternamente húmedos. Las ballenas son tan mansas que se entregan a la muerte sin resistencia, y los habitantes las descuartizan mientras hablan entre ellos en norn. En ocasiones, los bancos de bacalaos llegan hasta allí, desorientados. Cuentan que hace muchos siglos, azotados por la hambruna, sus habitantes se dirigieron a san Olav, y éste comenzó a rezar, a rezar, asomado a uno de los riscos.
Entonces, miles de peces plateados saltaron sobre la costa por sí mismos, invocados por nuestro santo. Y desde entonces no ha habido más hambre, porque cada cierto tiempo los bacalaos son tantos y tan grandes que viajan al sur envueltos en sal, para salvación de las Feroe y mayor gloria de san Olav.
No hay nada en las Feroe, salvo cabañas de pescadores que buscan abrigo entre las rocas. Sin embargo, en lo alto de las colinas desnudas aún se desmoronan tras cada tormenta los dos monasterios de monjes irlandeses que, antes que san Olav, acudieron a esas tierras remotas para predicar la palabra de Cristo. En uno de ellos habitaba el bisabuelo, con su tío, el obispo, que debía convertirlo en un hombre de letras.
El bisabuelo Sverre no conocía más casa que aquel monasterio, salvo algunos recuerdos, muy tenues, del dormitorio que compartía con su madre en una aldea del oeste, cuando apenas levantaba dos palmos. Era un muchacho listo, mucho más despierto que lo habitual a su edad; su tío, contra toda lógica, se negaba a que ahondara en los misterios de la Iglesia.
– Yo creía -se quejaba él con sus amigos- que de algo me serviría ser el sobrino del obispo. Y veo, en cambio, que cada día se me presenta una dificultad nueva, y que no importa lo que estudie ni lo que pene. Vosotros avanzáis, y yo me quedo atascado, sin reconocimientos ni méritos.
Con la espalda apoyada contra las rocas de uno de los claustros, escondidos en la oscuridad y muertos de sueño, los amigos lo consolaban; su situación despertaba simpatías en todos.
– Tu tío debe de albergar algún propósito secreto -comentaban-, porque resulta demasiado obvio que te humilla de manera deliberada, y es un hombre de buen juicio como para incurrir en una conducta tan deshonrosa. Ten paciencia.
– Paciencia… -rumiaba él-, junto con la prudencia, la virtud de los cobardes.
De cuando en cuando el obispo lo encontraba con expresión mustia y lo acusaba de ambicioso.
– ¿No te basta -le amonestaba- con leer y conocer a los grandes sabios que han vivido en Grecia, en Roma, en Mesopotamia, en las tierras soleadas, donde el pensamiento se revela más claro y sin circunvoluciones? ¿No te basta el estudio, el silencio, este aire claro, que además anhelas la tonsura antes de tiempo?
– Tío, yo sólo aspiro a ser útil.
– Un novicio no aspira a nada. Ve a las cocinas y cumple con las tareas que te corresponden.
El obispo le castigaba manteniéndolo alejado de los libros y le encomendaba recados en la aldea. Sverre, con el corazón en carne viva, obedecía y servía como mandadero del convento, e intentaba aprender la humildad y la calma, que sin duda era algo que su tío deseaba que dominara.
Pero, por el camino, conoció otros talentos que se encuentran ausentes de los manuscritos y de los tratados, y que les estaban vedados a sus compañeros. Descubrió en sí mismo una capacidad desconocida para regatear y discutir, y una voz dulce que facilitaba que se saliera con la suya. Aprendió que lo importante para cerrar un buen negocio no consistía en el dinero que se tuviera ni en el interés de la mercancía, sino en conocer, en apenas unos momentos, a quién se tenía como contrincante, si era suave o violento, propenso a la adulación o recto. Cuando regresaba al monasterio casi a tientas, envuelto en la oscuridad eterna del invierno, con lo que le habían encargado y alguna moneda sisada en la faltriquera, reflexionaba que quizás no fuera un buen monje, pero que se abriría camino como despensero.
Comprobó, por ejemplo, que las muchachas le mostraban apego, y que él perdía la cabeza en su compañía. El salitre y el frío curtían la piel en pocos años, y hombres y mujeres envejecían y se ajaban muy pronto. Sentían prisa por aprovechar los meses de frescor, las horas de luz, y Sverre, protegido en el monasterio, conservaba el rostro y el tacto aterciopelado de una chica.
Pronto comenzó a ofrecerse para los mismos trabajos que antes rechazaba, y el tío obispo se mordía los labios para no sonreír, porque conocía él más de la vida que su sobrino y que los indignados estudiantes que tan estricto lo creían.
– Estudias poco, hijo.
– Todo el tiempo que me permiten mis obligaciones, y todas las que me ordenéis.
– Espero, entonces, que te dediques con entusiasmo a esas obligaciones.
Y el pobre aprendiz se creía, como todos a su edad, más hábil y rápido que el maestro.
Sverre fue el primero de nuestro linaje en amar a las mujeres de las islas: en sus labios debió de haberse quedado atrapado un cristal de sal, la viscosa textura de las algas que, en tiempos de hambruna, los campesinos devoraban.
De día en día dedicó mayor interés a dos jovencitas de la aldea. Al cabo de pocos meses, la preferida había tomado poder sobre él, sobre sus pensamientos y su entrepierna. Sus padres, pescadores, la mantenían en tierra remendando redes y pregonando el pescado. La llamaban Astrid la Rubia y, como casi todas las mujeres de mi linaje, no destacaba por su delicadeza ni su ternura.
¿Por qué Astrid la Rubia? ¿Era, acaso, más rubia que las rubísimas criaturas de las Feroe? ¿No hubo, alguna vez, alguien más joven que Kanja la Joven? ¿No habitaban hembras fértiles más tiernas y apetecibles que esa Kanja?
Mis hombres, los de mi sangre, las deseaban algo hoscas, altivas, encendidas de súbito como fuegos fatuos.
Hubiera debido preocuparme más por lo que obsesiona a los de Castilla y Suabia. Por lo que en una mujer los vuelve locos. Lo hice, pero sin conclusiones claras. El rey Alfonso inclinó su noble testuz ante una mujer hermosa, falsa e inteligente. Don Manuel no parece demasiado feliz con una santa en vida. Don Fadrique y el etéreo don Enrique, solteros, poco amigos de las hembras, nada tenían que decir. Mi esposo, Dios lo bendiga, se alza como un misterio ante mí. Los otros se desposaron con la Iglesia. O con causas perdidas.
Pero, sea como sea, Astrid, la más rubia, en su lecho, en las playas con sol de mediodía, en los rincones del establo, atrajo la atención de mi bisabuelo. Levantó su saya, le bajó el calzón. Mucho más jóvenes que yo ahora, hojas al viento de su vida, gozaron de los momentos de rabia y calma que nos están vedados a los nobles, porque nuestra misión, más elevada, se desliga del corazón.
Entonces comenzaron las pesadillas. Sverre se despertaba con el último sonido de su grito, que alertaba a sus compañeros de celda. A menudo lo encontraban con los ojos en blanco, aún prendido entre los dientes del sueño.
– ¿Qué ves? ¿Qué ves?
– Cosas imposibles -contestaba, gimoteando, cuando reunía saliva y fuerzas.
Los sueños se soltaron de las auroras, se extendieron a las noches: el novicio, privado del descanso, recorría las salas y acudía a misa envuelto en una costra de lejanía. Esparcía esa infelicidad a su alrededor, como polvo de ceniza.
La visión, borrosa a veces, en otras muy clara, era la de un caballero en armadura completa, coronado, con la antigua enseña de la casa de Noruega. Su yelmo se alzaba muy lentamente. Un rostro cadavérico, casi un esqueleto, le miraba desde el hueco del acero. Ninguna señal o gesto demostraba que lo conociera. Entonces, aquella figura resplandeciente, aquellos huesos, le señalaba, con un índice acusador a la altura de su pecho, de su barbilla, y susurraba unas palabras con ecos terribles:
– Véngame, hijo mío. Venga a tu padre.
Otras veces el esqueleto armado se sentaba a su lado, le pasaba una mano helada sobre su hombro y le susurraba que debía dejar su carrera religiosa para convertirse en el rey de Noruega.
– ¿Qué haces tú aquí, en el fin del mundo? ¿En qué empleas el tiempo, en qué tus dones? Sal de aquí, como si abandonaras una vez más el claustro materno, y reclama tu apellido y tu herencia.
Sverre, que jamás había inquirido acerca de su origen ni su constitución, satisfecho como estaba con el presente, comenzó a indagar acerca de su padre, que había dejado una viuda muy joven. Le intrigó levantar el misterio sobre sus rasgos y su apellido, que se le antojaban, de pronto, extraños, y sobre las costumbres que le habían llevado a alejarse del corazón de un país en guerra.
Noruega se desangraba en guerras civiles, lejos de las islas peladas en las que él vivía. En las Feroe apenas algún lisiado en busca de pan recordaba que se abrían brechas cada día, que en los territorios en lucha morían hombres cada día, que se ajusticiaban mujeres. Los monasterios mantenían una lucha paralela. Las frases más útiles y sabias de todos los tiempos se preservaban en manuscritos, la fe divina prevalecía. Nunca se supo de peleas entre religiosos, salvo que Roma se viera favorecida por la pugna.
Al cabo, el obispo le mandó llamar. El mozo había languidecido. Marcas moradas le rodeaban los ojos, y unas líneas desconocidas, profundas, le hendían la boca. El obispo levantó la mirada del escritorio, siempre cubierto de papeles. Sverre había observado que durante meses las leves hojas pintarrajeadas parecían las mismas.
– Me han contado que no encuentras reposo en las noches, y que tus gritos alertan al resto de los novicios.
– Me acuso, padre -dijo él-, de debilidad de espíritu. Varios demonios me visitan por las noches. Uno de ellos ha hurgado con sus dedos en mi punto más flaco y halaga mi vanidad. Y en la lucha que entablamos grito y perturbo la tranquilidad del monasterio.
El tío obispo, imagino, porque de esto poco me han hablado, y mi absurda imaginación ha de llenar los huecos, como el mar los arrecifes, se sintió conmovido. Debió levantarse, o quizás aferrar algo próximo.
– ¿Qué te cuentan esos demonios, hijo?
– Que algún día seré rey. Que soy hijo de reyes. Uno de ellos se dice mi padre e inflama mi fantasía con promesas falsas. Me presenta llanuras floridas, montes nevados, ríos que no se encuentran en Noruega. Con sus dedos puntiagudos me señala qué camino seguir, o reniega de mí como hijo si desobedezco sus indicaciones. Y me tortura de día, pero, como sabéis, me atenaza por las noches, para que su voluntad y la mía sean la misma. Y en ocasiones creo flaquear y perder la razón.
– Encomendaos a Dios -respondió el buen obispo-, y aguardad, que no habéis ejercitado la paciencia conmigo en vano.
Y entonces, las mechas humeando a su paso, le dejó, como acostumbraba, con la palabra en la boca, a punto de brotar, y con las preguntas en el aire.
Diez días más tarde se llamó al convento a reunión capitular. No se siguieron las normas ortodoxas porque se desconocían. Las modernas habían sido descuartizadas por las guerras, y las anteriores, por los ratones y la humedad.
¿Era Sverre Sigurdsson un digno emisario de la Iglesia?
No, no lo era, indicaba su obispo y maestro.
¿Qué aguardaba entonces a Sverre Sigurdsson?
El monasterio se había cubierto de musgo y muérdago. Ni uno solo de los novicios, antes tan amigos, ahora tan remotos en su simpatía, falsos o probados vírgenes, se mantenían aparte de la decisión que se tomaba, porque, por muy alejados que se encontraran del sur, ellos y sus familias también dominaban y perdían o ganaban en la guerra.
– Un espectro -dijo el obispo- en las noches le señala, le indica, con el índice señalando al norte, el camino de la conquista. Un fantasma que le suplica ventaja. ¿Habremos de permitir que un rey vague sin venganza?
Se acordó que el obispo pediría audiencia en la corte itinerante, y que pulsaría allí las emociones de los lendmenn que se oponían al rey Magnus, y que se encontraban descabezados. De sobra se sabía que no había herederos directos del anterior rey Sigurd ni de sus parientes. Los enemigos se observaban a distancia y tomaban aire, se lamían las heridas, como lobos dispuestos al salto en la menor ocasión.
Aburridos de falsas esperanzas, apenas prestaron atención al religioso. Bostezaban, entraban y salían de la sala, sin educación ni cortesía. Languidecía la tarde, y el obispo se recuperaba de su disgusto y de la irregular afluencia de dignatarios en la corte. De pronto, como un potrillo pataleando, miró en su completa severidad a los señores.
– Nosotros no deseamos un cambio en Noruega -comenzó-, no deseamos más poder para los campesinos, ni tampoco un reparto de tierras entre los señores que luchen por nosotros. Deseamos que todo permanezca igual. Cuando la guerra finalice, todo permanecerá igual que ahora.
Un muchacho afirmaba que en sueños su padre le atosigaba.
Una mujer, más rubia que el trigo, con los ciclos en el mismo tiempo que las crónicas indicaban, una mujer libre de toda tacha o rumor, afirmaba que era su hijo. E hijo del aspirante, además.
– Sverre.
– Sverre Sigurdsson.
– Del mismo Sigurd.
Su madre, Gunhild, así lo había confesado.
– Me tomó -dijo, con la serenidad propia de una viuda, cubierto el rostro por la vergüenza y el estupor.
– ¿Cómo era? -preguntó primero Sverre, y luego, una y otra vez, todos aquellos a los que se les contó la historia.
– Su cintura se combaba hacia la izquierda, y una cicatriz le cruzaba, de muslo a rodilla, una pierna poco hábil.
Quienes habían conocido al rey testificaron. La mujer hablaba con señales ciertas. El rey no cojeaba, nadie que no le hubiera visto desnudo hubiera podido desvelar el dolor de aquella herida que le avergonzaba. El parecido del muchacho con el rey difunto era tan destacado que, a toda prisa, Sverre fue jurado hijo real.
Nunca adivinaron por qué esa mujer había guardado el secreto con tanto afán, ya que podía sacarla de la miseria y colocarla en un palacio. Ya por entonces todos los hijos de rey, legítimos o bastardos, compartían el mismo derecho al trono. Pero un obispo velaba por ella y su muchacho, y se dio por bueno. Si algo oculto resultaba ser voluntad de Dios, ahí estaban los sacerdotes para descifrarlo.
– ¿Luchará contra el rey Magnus?
– Si no se reconoce su derecho, luchará contra él, como es cosa de honor.
Cuando, recuperadas las fuerzas con pan de centeno y tocino, se le dijo que debía marchar al sur, hacia Bergen, sintió que un peso se alzaba de sus hombros y que un velo muerto y agotado caía. Sus ojos cobraron nuevo brillo, y la inmovilidad que un monasterio aseguraba a otras almas contemplativas se convirtió en una sangre nueva.
Astrid le había dado un hijo que aún no gateaba, al que llamaban Haakon. Se despidieron sin duelo, con la resignación de quien se limita a cumplir con una parte de su destino.
– Cuando haya crecido, envíamelo con este brazalete, como señal tuya.
– Bien.
– Te he amado más que nadie. Más que a nada.
Astrid, con la mente más en las dos vacas que poseían, que aguardaban el ordeño en aquella madrugada, que en Sverre, le despachó con un gesto de urgencia.
– Sí, sí. Cuando pueda valerse por sí mismo, te lo remito. Pierde cuidado, velaré por él. Es mi hijo también.
Sverre aguardó junto a la puerta de las cuadras, contaminado por la esperanza y los libros que había leído.
– Mandaré a alguien a por ti.
– Si vives.
– Viviré.
– Entonces -dijo ella, exasperada-, consígueme a alguien que ordeñe estas vacas y las cabras, y juro por mi vida que respiraré para ti y tus caprichos. Mientras tanto, déjame en paz, por Dios, Sverre.
Años más tarde, cuando Sverre fue coronado, se llevó a su amante y a su hijito Haakon a la corte. Vivieron con discreción, alejados de peligros y de penas, bajo la mirada vigilante del obispo, que había sido nombrado tutor real.
El bisabuelo se las arregló para enfrentarse prácticamente a todos los bandos: a la Iglesia, a los nobles, a las facciones conservadoras, a los bagler, más tarde, y a buena parte de los ejércitos mercenarios. Y, sin embargo, durante periodos dorados de su reinado, logró la paz. Nunca firmó una tregua duradera ni alcanzó la temporada de prosperidad que se ha vivido con mi padre y mi hermano, pero fue el primero, en largos años de guerra, que lo consiguió.
No olvidó, ni su tío se lo permitió, que las palabras que habían permitido que fuera rey eran las que les habían recordado a los birkebeiner que ellos no se meterían en luchas de clases ni de tierras. Esa posición le resultó enormemente útil para atraerse a las guerrillas de hombres libres más humildes, que luchaban para que ningún señor, bagler o birkebeiner, los sometiera como siervos. Pero también lo hizo simpático a los ojos de los nobles rebeldes al rey Magnus, que eran minoría, y que veían garantizados sus estados si Sverre ganaba.
Sverre ganó: se enfrentó a Magnus en la batalla del Fiordo de Sogne. Al final de la contienda, que acabó con una victoria aplastante del bisabuelo, apareció el cuerpo muerto del rey Magnus. El luto por el monarca duró siete días, y fue seguido con escrupulosidad por el propio Sverre, que había llegado a apreciarlo y que admiraba su capacidad para atraerse a la gente llana.
– No hubiera tenido que acabar así -se lamentaba-. Si hubiera aceptado la propuesta de reinar conmigo…
– Pero la Iglesia se opuso -decía su tío.
– Si hubiera accedido a repartir el reino, como le indiqué…
– La Iglesia lo impidió.
– ¡La Iglesia, la Iglesia, tío! ¡Por Dios que nada bueno sale de la Iglesia!
– Por eso te eduqué en ella, muchacho. Para que conocieras bien tu sombra y a tu enemigo.
– Pero, si no dais vuestro brazo a torcer, antes o después… -le recomendaban sus ministros, atenazados precisamente por la Iglesia. El bisabuelo miraba a su tío. El tío negaba imperceptiblemente.
– ¿Queréis un país en manos de esos asnos?
La Iglesia lo aborrecía en Roma y en Noruega. Algunos de los antiguos compañeros de convento, con los años, se habían destacado y, apoyados por sus familias en sólidos puestos, parecían no perdonarle su buena suerte: lo quisieron mientras podían compadecerse de él. Además, se sentían desnudos ante sus ojos inquisitivos: conocía demasiados secretos de las confidencias, entonces tan inocentes, en los claustros y el refectorio.
El papa lo excomulgó; cuando el bisabuelo quiso ser coronado, lo hizo de la mano del obispo Nicolás de Oslo. Nicolás, que había sido fiel al rey Magnus y había permanecido encarcelado hasta pocos días antes, lo hizo de mala gana, suspirante, y con una túnica sucia y vieja. Cuando se le acabaron los llantos, corrió a quejarse a Roma.
– Te han excomulgado -dijo el tío, cuando recibieron los documentos sellados, sin necesidad de leerlos. Sverre se echó a reír y levantó la mirada de ellos.
– No sólo a mí. El Papa ha puesto bajo interdicto a la entera Noruega, y ordena a todos los obispos noruegos que se exilien en Dinamarca, donde él los recibirá y proveerá para ellos.
El tío palideció.
– No os preocupéis, tío. Si los obispos se marchan, siempre nos quedarán los arzobispos.
Los ministros, que aconsejaban según lo que se esperaba de ellos, pero, en general, en su provecho, desligados de sus posesiones en provincias y sus pequeñas luchas intestinas, le fueron siempre fieles.
– Con vos siempre, señor.
Y así fue. Nunca cambiaron de bando ni le traicionaron.
Los mercenarios resultaron más aviesos, como dragones de siete cabezas: se les segaba una, para que siete más aparecieran. Pero a la fuerza había que pactar con ellos para pacificar el país: controlaban los caminos y las aldeas, y ejercían una ilimitada influencia sobre los señores locales. Desesperado, pidió ayuda a unos y a otros. Formuló promesas de las que no podría cumplir, pero que en su momento insuflaron confianza en quienes la habían perdido. Casi sin darse cuenta, mientras luchaba contra un enemigo invisible, logró domeñarlo.
Se hizo así con el apoyo de los birkebeiner, que no eran por entonces más que unos bandidos sin organización, y con el del rey de Suecia, con cuya hija Margrat se casó. Aquélla resultó ser la última maniobra de su tío, el obispo, la más costosa, y después de ella el anciano falleció en paz, seguro de haber servido a su país y a su rey como convenía.
Nunca fue poca cosa, ni entonces ni ahora, enlazar con los reyes de Suecia. El matrimonio se vio como una embajada, ya que los caminos resultaban tan peligrosos que, apenas llegó la novia, se celebró la ceremonia, se la metió en la cama, con las flores de su tocado de desposada aún frescas, y se dio pruebas de que el matrimonio había sido consumado.
No hubo espacio para celebraciones, ni días de indulgencia, ni festejos públicos. Quizás ella lo vivió como una ofensa. O quizás se le colocó a ese aspirante desconocido como una manera de librarse de una mujer problemática, enferma de atención.
Y así, la princesa sueca Margrat entró en nuestra familia y se dedicó a arruinarla, por razones que nunca conocimos, porque procedía de noble estirpe y siempre se la trató bien, en consideración a su alta cuna.
Nacen así algunas personas: con la sangre envenenada y mirada de dragón; no importa que las hayan mimado o que hayan sufrido los rigores más extremos. Esas víboras surgen en los recovecos de la luz más deslumbrante. Todos los dignatarios han de sufrirlas, hermosas, sutiles, letales. Como las manzanas sanas o las que llegan ruines a las manos, Margrat, la sueca, llegó con un alarido seco en los ojos, y no paró hasta que ese grito detenido se extendió por Noruega, como si no le bastara su propio dolor y tuviera que contagiarlo.
El fuego destruye de la misma manera. Mil formas había de lograr el poder: podría haber convertido la mente del niño Haakon en un terreno a su merced. Podría haber propiciado el acercamiento a la Iglesia, que nunca aprobó el casamiento con la princesa. Nada de eso hizo, y su amargura se agudizó cuando dio a luz a una niña. La sueca seguía los movimientos del hijo de Astrid y lo castigaba de las peores maneras:
– Ven -le incitaba, con una golosina en las manos, alguna de las mil tonterías que entusiasman a los niños-. Ven, ¿a qué le tienes miedo?
Y entonces, cuando el pequeño se acercaba, comía ella la fruta con fruición, o arrojaba al suelo el confite y lo pisaba, para comprobar si el principito lloraba o si le podía tanto la pena y el deseo que se arrodillaba en el suelo para lamerlo. De ambas cosas, cuando se las revelaba al rey, se reía y se burlaba ella. De ambas cosas extraía beneficio. Lo abofeteaba sin razón, por habérselo encontrado en los pasillos, o azuzaba a los dos perrillos de regazo que la acompañaban, para que le mordieran las piernas.
Mi confesor dice que a todos, ricos y pobres, nobles y siervos, se nos reparte igual número de tristezas y alegrías en la vida. Quizás sea cierto. Se me antoja que no es del todo verdad. O quizás pesen más las alegrías, y por ello sean más escasas, frente a las livianas y abundantes penas.
Murió el bisabuelo como mueren todos los hombres: en mitad de la vida, con tantas deudas por pagar, con tanto por arrepentirse. Murió solo, como todos. Rodeado de otros, como acostumbra a ocurrir. Antes de tiempo, como todos creemos. Con sobrado espacio para la infelicidad, y pocas sonrisas para llevarse al otro lado, del que nadie regresa.
El pobre rey Sverre, el primer rey birkebeiner, el estratega y el guerrero más brillante que conoció Noruega, que había sido educado con todo primor y esmero por un obispo con intención de que fuera un hombre santo, murió excomulgado, porque siempre pensaba que estaba a tiempo de reconciliarse con la Iglesia y lo dejaba por lo tanto para más adelante. Murió con el único consuelo de un hijo bastardo, logrado en su amor de juventud en las Feroe. Un hijo que crecía con la misma calma con la que se logran los cedros, los álamos, todas las plantas que derrotan al tiempo, y que nos hacen maravillarnos ante la fugacidad de la vida humana. Un hijo que, como los árboles, podría ser abatido con un golpe diestro de hacha.
De la hija del rey de Suecia sólo tuvo esa hembra, llamada Kristin, como yo, al parecer tan retorcida y cruel como su madre.
Mi abuelo Haakon III se encontró de la noche a la mañana en una corte hastiada de guerras, pero siempre dispuesta para una más, con la obligación de unificar el país, pero con unos lendmenn y unos jarls sin la menor intención de avenirse, con una madrastra odiosa y con el consejo de su padre, muerto en pecado, de que lograra el apoyo de la Iglesia.
– Durará dos días y regresará llorando con su mamá -era el pensamiento general-. Es demasiado joven, carece de experiencia, sólo ha visto del mundo lo que se ha encontrado en este palacio.
Era cierto; pero, precisamente, el mejor lugar para aprender de política era aquel palacio, y había contado con los mejores maestros.
El niño al que Margrat maltrataba había aprendido que para sobrevivir más le valía abrir mucho los ojos y mantener la boca cerrada. A diferencia de su padre, tan dotado para el lenguaje, él era más bien callado, incluso algo tosco. Poseía un sólido sentido común y gran habilidad para el pacto, porque carecía de orgullo y no le importaba ceder.
Metódico y riguroso como era, se aplicó en sanar todas las heridas abiertas en los años anteriores. Alejó a su madre, Astrid, de las intrigas palaciegas, y la mandó de nuevo a las islas Feroe, con una sustanciosa cantidad de regalos para el convento en el que se había criado su padre, y que se encontraba casi derruido y abandonado.
El resultado fue tan satisfactorio que Haakon descubrió que si a la guerra se iba por honor, o por codicia, a la paz se iba a través del dinero. Con su actitud calmosa y varios presentes entregados en los momentos oportunos, se atrajo la simpatía de los obispos, que ya nunca flaquearían en su apoyo.
Se sentía muy solo. Su padre había contado con un buen consejero, el tío obispo. Su abuelo, el rey Sigurd, se había acompañado de toda una horda de juristas, barones y militares. Él pasaba de puntillas por aquel palacio, al que había llegado cuando ya sabía que no pertenecía a ese mundo, y se maravillaba de que tanto trabajo, y tan pesado, recayera sobre sus jóvenes espaldas.
– Quizás no sea tan mal rey, si se le da tiempo -comenzaban a decir los lendmenn, que encontraban, por fin, un poco de equilibrio en un tiempo destartalado, en el que se habían olvidado los ritos, las fiestas, los modales.
– Hemos de reconciliarnos con los bagler -anunció un día, y el silencio mortal que siguió a esta frase reveló la profundidad del rencor entre las dos facciones.
Los nobles y los plebeyos enriquecidos que formaban parte de la corte itinerante y empobrecida de Haakon III se consideraban birkebeiner hasta la médula, incluso los que de manera muy reciente habían abrazado esa facción. Más organizados, con mejor formación estratégica y militar, debían al rey Sverre una estructura similar a la de un ejército, pero con la capacidad de maniobra que necesitaba un país como Noruega y un grupo armado que había integrado a docenas de mercenarios en sus filas.
Los bagler, «los que caminan con bastones», se encontraban tan agotados como los birkebeiner, y mucho más diezmados. Si había algún momento propicio para finalizar la guerra, era ése. Felipe Simonsson, el caudillo, era no sólo sobrino del anterior rey bagler, sino también del obispo de Oslo, el mismo que había coronado al rey Sverre.
– Matemos, pues -dijo el abuelo-, dos pájaros de un tiro.
Unos meses más tarde, gracias a la intensa labor de diplomacia que el abuelo había desplegado, los obispos regresaban del exilio. Haakon III gozaba, oficialmente, del favor de la Iglesia, y el obispo de Oslo le miraba con ojos de adoración, como una enamorada. Devolvió los bienes que su padre se había anexionado, les dio libertad respecto al rito que deseaban seguir, y puede decirse sin ánimo de mentir que no hubo un rey más querido, más mimado y aclamado por los sacerdotes que el hijo de aquel impío Sverre.
Con el regreso de los obispos, la reconciliación con los bagler era cosa hecha.
– Salvo que… salvo que… -dijo el obispo de Oslo, con los ojos entrecerrados- deberíais entregar una muestra de alianza, de buena voluntad, para que los de una y otra facción se sientan hermanos.
Se encontraban en la cena mensual que habían convertido en costumbre; era viernes y observaban la vigilia con un potaje de col, aunque algunos de los caballeros removían su plato con la cuchara, y aguardaban con paciencia el final del encuentro, confiando en que las cocinas albergarían algo más sabroso.
– Que vos debéis aspirar a un enlace más alto se da por descontado -continuó el obispo, y el rey Haakon recordó por un instante la manera en la que su madrastra le mostraba un confite y luego se lo arrebataba-, y ellos, además, no pueden ofrecer una doncella bagler en edad adecuada. Muchas son niñas aún. Pero vuestra hermana Kristin aún está soltera.
– No veo con malos ojos casarla con vuestro sobrino Felipe -dijo mi abuelo-. Son de edad afín y de rango semejante.
Ambos continuaron sentados a la mesa, cada cual perdido en sus ambiciones y esperanzas, mientras los lendmenn se escabullían, hambrientos o aburridos, porque eran hombres de acción y las urdimbres propias de las bodas y los pactos no les interesaban.
Para eso hemos servido siempre las mujeres, para acercar las mesas y los lechos y que haya acuerdos entre quienes ni han comido ni han dormido juntos. Por eso me han educado en no sentir más repugnancia por los enemigos que por aquellos que han errado y han salido de su equivocación. Nunca se sabe en qué manera un enemigo puede volverse un aliado, y por lo tanto un marido, un cuñado, un yerno. Ni tampoco cuándo el pacto de alianza será roto y no habrá ya más familia que la del marido, porque la guerra habrá estallado de nuevo. La historia de mi familia abunda en casos de princesas que han sido entregadas a facciones rebeldes y, aun así, han sabido ser respetadas.
Aquella Kristin, en cambio, no deseaba ese destino.
– ¿Qué? -vociferó su madre, indignada, y sus gritos se escucharon por todo el palacio-. ¿Vas a entregar a mi hija a un bagler piojoso, para que en cuanto se alcen de nuevo en rebeldía la maltrate y la humille, y yo no pueda verla jamás? ¡Antes pasarás por encima de mi cadáver!
– Así se hará si es necesario -repuso el abuelo, con indiferencia.
– ¡Kristin es nieta del rey de Suecia!
– Ahora mismo, le resulta más conveniente ser la hermana del de Noruega. Su abuelo no puso tantos inconvenientes a que su hija se casara con un birkebeiner.
– Yo sabía ya entonces que me convertiría en reina. Si mi hija se casa con Felipe Simonsson, ¿qué será de ella? ¿Cómo continuará su linaje?
– Con honor, como lo ha hecho el de los bagler -resopló Haakon, que ya comenzaba a hartarse-. Madre Margrat, Kristin no podría hacer mejor boda sin abandonar el país ni aunque lo deseáramos. Nombraré a Felipe corregente. Será, por debajo de ti y hasta que me case, la mujer de más rango de Noruega, y si muero sin herederos varones, sus hijos subirán al trono. ¿Qué más puedo ofrecerle?
Kristin lloraba desconsolada, entre hipidos estremecedores. Su horror a la idea de casarse con Felipe Simonsson no se comprendía, salvo que su madre le hubiera calentado la cabeza con ideas grandiosas para su futuro.
– No permitiré esa boda -anunció, finalmente, la reina Margrat.
El abuelo Haakon suspiró.
– Intentad ser razonables. Kristin sería venerada como una santa por haber puesto fin a esta rivalidad de años. A ella le cabría el orgullo de iniciar un apellido y una familia nueva. Necesitamos sellar de alguna manera el acuerdo, y ellos insisten en esta boda. Nos conviene a todos.
Las dos mujeres, una iracunda, la otra deshecha en llanto, guardaron un silencio obstinado.
– Está bien -dijo el rey-. Seré paciente. Al fin y al cabo, incluso con los bagler apaciguados, las guerras continúan. Si no caso a mi hermanastra este año, será el siguiente. Mientras tanto, hay centenares de enemigos a los que aplacar.
Qué curioso, una Kristin por casar de la mano de su hermano Haakon, una madre llamada Margrat y un pretendiente con el nombre de Felipe. Qué curioso, qué lección de futuro y qué malos presagios para mi boda, si me hubiera detenido a pensarlo a tiempo, me brindaba esta historia.
Cuando madre e hija intentaron fugarse por mar, auxiliadas por unos enviados suecos, la paciencia del rey Haakon se acabó. Con toda la discreción posible, las hizo traer de regreso a Bergen y allí puso a su hermanastra bajo vigilancia; hubiera encerrado también a la madre, pero había logrado escapar durante el traslado desde el sur a Bergen, y desde Suecia llegaron cartas, cada vez más acuciantes, para que le devolvieran a su hija, retenida contra su voluntad. El rey sueco nunca demostró el menor interés por involucrarse en esos asuntos, de manera que Haakon conservó a su hermana a su lado.
La siguiente vez que la reina Margrat puso pie en Noruega fue para envenenar a Haakon III. Todos los noruegos, de la facción que fueran, lloraron esa muerte innecesaria y cruel. Sólo había reinado por dos años, y había hecho mucho bien.
(Mientras tanto, en una aldea de Ostland, la abuela Inga obligaba a sus amigas a que le dieran puñetazos en el vientre, se privaba de alimento, lloraba por las noches sin saber qué hacer con aquel niño que amenazaba con acabar con ella cuando naciera.)
Los venenos de hace cincuenta años carecían de la sutilidad de los que ahora usamos; en eso, el comercio que los genoveses entablaron con Oriente ha aportado grandes mejoras, tanto en antídotos como en pociones. Perdidos los antiguos secretos de los romanos, que fueron, sin duda, incomparables (¿no envenenaban los árboles para que la fruta naciera ya mortífera, y no lograban que el vino escondiera todo rastro de ponzoña?), los venenos antiguos oscurecían el rostro y las entrañas, y mataban además con grandes sufrimientos.
Resultó tan evidente que el abuelo había sido asesinado, que los nobles, con el obispo Nicolás Arnesson y los bagler a la cabeza, prendieron a la reina Margrat, la llevaron al castillo y votaron para someterla, como es costumbre, al Juicio de Dios. Ella recurrió a todos sus ardides: a la sangre noble, a su inocencia como mujer de otro reino, a las alianzas de su padre, pero no sirvió de nada.
– Yo no maté al rey. ¿Cómo podría? Fui su madre. Le crié junto a mi niña, como a otro hijo. ¿Qué enemigos me difaman?
– Su madre -dijeron algunos, con amargura-, y qué dulce madre ha sido para él.
– Señora, elegid -dijo el lendmann de Torenberg-. Si no habéis manchado vuestras manos con sangre real, no tenéis nada que temer. Podréis escoger entre la prueba de fuego y la de agua.
– Ya que no me dais otra opción más que limpiar así mi nombre -se resignó ella-, que sea la del fuego. Y que quien ha desconfiado así de mí arda entre las llamas eternas del infierno, que ésas sí que han de inspirar temor a los pecadores.
Cuando llegué a Castilla me enteré, con estupor, de que se había prohibido el Juicio de Dios hace casi dos siglos. ¿Cómo podía, entonces, probarse la inocencia de un acusado o determinar con certeza su culpabilidad? Bajo el dominio de un rey que legisla y mueve las leyes a su antojo, alentados por su poder, los jueces de este reino se consideran superiores al Creador y, con su arrogancia humana, deciden sobre temas sólo destinados a la voluntad del rey o a la clemencia divina.
Sea como fuere, llegó el día del Juicio, y la reina Margrat, vestida de luto y cubierta de pies a cabeza, apareció en la plaza pública frente al palacio de Bergen. No le faltaba elegancia, pero en aquella ocasión nadie se la reconoció. En un pequeño cadalso, lo suficientemente alto como para que quienes se habían congregado allí pudieran observarlo, el verdugo calentaba al rojo la barra que debía sostenerse durante el tiempo que se tardaba en decir la invocación divina. Los nobles, los antiguos compañeros de armas del rey, los regidores y el resto del pueblo aguardaban sin expectación, como quien presencia un trámite obligatorio.
Ni siquiera se habían ataviado como correspondía para mostrarse en presencia de una reina. No lucían sus enseñas ni las distinciones de guerra. De no haber sido por los gritos de los asistentes, por el viento que agitaba banderolas con los colores del rey Sverre, se hubiera podido pensar que se reunían para un trámite breve, entre caballeros, algo que pudiera ser despachado sin apenas protocolo.
La sueca había logrado que la antipatía que siempre despertó se hubiera convertido en abierta repulsa. Ni siquiera la insultaban, no, al menos, en voz alta. Algunos maldecían entre murmullos, pero el sentimiento general era de curiosidad por ver cómo aquella mujer malvada se las ingeniaba para salir del Juicio de Dios.
El asesinato de Haakon Sverrisson colocaba el país en el mismo punto de partida en el que había estado durante más de un siglo. Todos se habían hartado de sangre, del miedo, de los malentendidos que convertían cada conversación en un malabarismo, y aquella mujer pálida y egoísta había terminado con el pacificador por un enfrentamiento insignificante.
La reina avanzó hacia el cadalso, se levantó brevemente el velo negro hasta mostrar los ojos, hizo una reverencia ante el crucifijo que le tendieron y designó con un gesto cuál de sus criados debía someterse a la ordalía. Quienes lo vieron cuentan que era un joven robusto, bien educado, que tendió sin dudar su mano derecha para apretar el hierro al rojo mientras rezaba la fórmula impuesta.
– Gloria Patri, et Filio et Spiritui Sancto.
Demostró valor y soportó el hierro candente hasta el final. Lo soltó entonces, retrocedió y, bañado en sudor, hizo ademán de retirarse, mientras los hombres de Margrat, que, con su librea verde, habían vigilado todo el Juicio, se lo llevaban con toda celeridad, para ocultar que estaba medio desmayado. Los jueces los detuvieron.
– ¡Un momento!
– ¡Ya ha resistido la prueba! -gritaron los suecos, y se pudo ver que algunos de ellos se habían infiltrado entre el populacho- ¿Qué más hay que demostrar?
– ¿Queréis finalizar el Juicio de Dios cuando ni siquiera ha comenzado? -gritó el obispo de Bergen, imponiendo orden.
Le obligaron a mostrar lo que el olor a carne quemada había indicado ya: la mano del siervo de Margrat se había cubierto de ampollas, y cuando las presionaron, el hombre se desvaneció. Cubrieron con vendas el brazo entero, imprimieron el sello real sobre el lacre para que no aplicaran sobre la mano emplastos ni remedios y lo emplazaron al cabo de tres días. La multitud se dispersó con el aire de encontrarse ya preocupada por otros motivos urgentes, y las dueñas de la reina se la llevaron con muchas prisas, porque nada bueno podían esperar si aguardaban allí.
Cuando transcurrieron los tres días, esperaron en vano a que la reina se presentara de nuevo ante los nobles. Ya había corrido la voz de que aquella pécora había escapado a su país, disfrazada, y el aspecto de las vendas del siervo, de aquella mano devorada por el fuego, demostraba que su alma femenina se encontraba manchada por el pecado. Lo dejaron marchar, y le comunicaron a la princesa Kristin que su condición era la de rehén del nuevo rey que se designara y que se esperaba de ella que, sin tardanza, se desposara con Felipe Simonsson.
Todos los allí convocados fueron infelices en los años venideros. Kristin contrajo matrimonio con Felipe Simonsson, tal y como se le había ordenado, pero murió pocos meses más tarde, en un mal parto en el que también murió su hijo, con lo que la paz no se selló hasta que mi hermana Cecilia se casó con Gregorius, el sobrino de Felipe y su heredero. Hasta entonces la guerra entre bagler y birkebeiner continuó, y sobre la nieve y sobre el musgo se trazaron senderos de sangre noruega.
Margrat vivió en un exilio perpetuo, sin medios ni amistades, repudiada por todos, porque no se vierte impunemente la sangre de un rey. Y el siervo de la mano quemada apareció ahorcado de un árbol, poco tiempo después, deshonrado e inútil para el trabajo tras aquella absurda exhibición pública. Caiga su muerte sobre el alma negra de Margrat Eriksdotter.
El buen rey Haakon III había muerto con el rostro negro el primer día del año 1204, y el nuevo siglo se presentaba bajo los peores auspicios. En amplias regiones, los campos habían dejado de cultivarse, y las nevadas se iniciaban cada vez antes. Los lobos se habían acostumbrado a alimentarse de carne humana, y se les veía merodear por los campos de batalla en los que el hielo no permitía ni siquiera una fosa cavada por compasión.
Mientras tanto, mi abuela Inga llevaba un niño a la espalda, contaba los meses que la separaban del encuentro que había tenido con los soldados en su aldea y trazaba planes ambiciosos, cada vez más alados, la cabeza en las nubes y las manos en las ubres de las cabras que ordeñaba. Y así un día se escabulló sin ser notada, con un hato de pan y queso y el niño bien fajado, y caminó hasta que llegó a la frontera donde se había establecido el cuartel general de los birkebeiner.
– Tengo conmigo al hijo del rey Haakon -anunció-. Nació hace ahora dos años, y aunque nunca me dio palabra de casamiento, juro por mi honor que es un niño de sangre real, engendrado por Su Majestad en esta humilde sierva.
Estaba convencida de que la arrojarían de allí a patadas, pero los soldados la llevaron inmediatamente ante el comandante y le ofrecieron bebida y queso y pan para comer.
– ¿Tienes alguna prueba de ello? ¿Una prenda? ¿Testigos?
– No. Pero si el parecido físico no es suficiente, me someto, si es menester, al Juicio de Dios.
El comandante de la plaza, un noble provinciano llamado Torstein Skevla, la miró durante un instante, sin decir palabra, mientras ella comía con la cabeza gacha.
– Claro -dijo al cabo de un momento, meditando bien cada palabra-. Ya te recuerdo. Mujer, te hemos buscado por todo el país. A ti y a tu hijo, el heredero. Alabado sea Dios, que te ha librado de todos los peligros y te ha traído con vida y con salud hasta nosotros.
¿Qué hubiera sido de nosotros sin una Gunhild, una Astrid, una Inga que en un momento determinado hubieran dicho: «Este es el hijo del rey»? De las mujeres de mi familia, mi madre es la única que ha dado a luz herederos legítimos. ¿Cuánta de la sangre del rey Sigurd alimenta mi corazón? ¿Cuánta del rey Sverre? ¿Hay, por fortuna, en mi cuerpo una sola gota de Haakon Sverrisson? Tuvimos más suerte que otros, que desaparecieron sin descendencia; en los años en los que mi padre crecía sin contratiempos, entre los bagler murieron herederos con cinco, doce años. Imagino a un puñado de guerreros junto a la cama del niño, con las manos entrelazadas y los cuerpos agotados por las luchas, no os muráis, no ahora, esperad al menos a engendrar un hijo, aguantad siete años más, dos años, que nos quede al menos alguna esperanza.
Eran como yo, esos chiquillos: un manojo de promesas, una casualidad malograda, un día de invierno.
La abuela Inga sobrevivió porque, sin familia, sin honor y sin medios, encontró un motivo por el que hacerlo. Su hijo, al que llamaron Haakon IV, se convirtió en su única razón de ser, en el salvoconducto para escaparse de una tierra en la que se condenaba a muerte a quienes daban cobijo a los birkebeiner.
La versión que cantan los poetas es la misma que la historia breve, pero adornada con palabras sutiles. Ella, hermosa y sonrosada, atrajo la mirada del rey Haakon, que se encontraba recorriendo Ostfold bajo identidad secreta. Se encontraron junto a una fuente, y ella le dio de beber de su cántaro, como hizo la samaritana con Nuestro Señor. Durante días, con peligro de su vida, la cortejó. Inga destacaba en todas las habilidades femeninas rurales, tan distintas a las que debía dominar una cortesana, y tenía la piel del color de la leche, y una sabiduría innata, la del pueblo noruego al que tanto amaba el rey. Sus caballeros vieron el desarrollo del romance y dejaron que prosperara.
Llegó el día en el que Haakon hubo de marcharse, porque si permanecía por más tiempo en tierras bagler su vida corría peligro. Además, debía convencer a su hermana Kristin para que se casara con el rey enemigo y se firmara la paz, pero antes de irse, le entregó un anillo a la dulce Inga y le dijo:
– Si el hijo que esperas es varón, mándamelo con esta prenda cuando haya cumplido los ocho años, y yo lo educaré como príncipe de Noruega. Si es hembra, envíame el anillo cuando haya cumplido los quince, y yo la dotaré como a una princesa.
Los caballeros que acompañaban al rey juraron por su honor que así había sido, y que ellos sabían que aquella mujer esperaba un hijo real. Aseguraron que, en ese tiempo, el rey recordaba a menudo a Inga, y fantaseaba con desposarla, aunque no fuera de origen noble; que Margrat la Envenenadora sabía de esa preñez, y que ésa había sido la causa del asesinato, y que habían perdido la pista de Inga y del niño, aunque se habían adentrado en Ostfold en numerosas ocasiones: parecían haberse esfumado.
Los nobles más considerados de Noruega, hijos de soldado, nietos de los que luchaban descalzos con suelas de corcho y corteza de abedul, pusieron a Dios por testigo de que Inga les había entregado el anillo con el sello real, y que desde muy niño les parecía ver en el pequeño Haakon Haakonarson los gestos y las hechuras de su padre. Decidieron que el rey suplente, Inge II, debía conocer que existía un heredero legítimo. Pero para entonces, la noticia de que un principito se criaba en tierra bagler se había extendido. Era sólo cuestión de tiempo el que lograran asesinarlo, a él y a su madre.
De casa en casa, con antorchas en la noche, los bagler comenzaron la búsqueda del niño ese mismo invierno. Exponían a los niños varones de dos años desnudos sobre la nieve, ante las mujeres llorosas, hasta que les dieran alguna prueba de que no eran el que buscaban. Fue una segunda matanza de los inocentes, que contará como otro pecado para los bagler. Algunas de las criaturas murieron, y el pequeño Haakon hubiera estado entre ellos, de no ser porque el mismo grupo de guerreros que había acompañado a su padre en la incursión secreta por Ostlfold se comprometió a rescatarlo y a llevarlo hasta la corte del rey Inge, en Trondheim.
– No queda más remedio que presentar al niño -le contaron a la madre-. ¿Lo entiendes? Si dan con él antes de que sea reconocido por el rey Inge, estaremos todos muertos.
Inga lo comprendió. Sabía más de escaparse y de salir con vida que ninguno de ellos.
La partida se dividió en dos. Una facción escoltaba a Inga, a la que habían ataviado como a una dama para que sirviera de señuelo, o, al menos, de distracción para los perseguidores. Intentarían llegar a Trondheim por los caminos reales, a lo largo de los cuales las posadas mantenían cierta condición neutral.
El segundo grupo partió a caballo con el niño, en la oscuridad sin estrellas de la noche de enero. Eran ocho, y se movían con sigilo, con el aliento entrecortado que arrojaba nubes de vapor a sus espaldas.
Unas horas más tarde, supieron que los seguían. Escucharon a los perros y los inconfundibles gritos de guerra bagler. Picaron espuelas y, en medio de una terrible tormenta de nieve, avanzaron hacia el este. Los bagler azuzaban a los perros, y ellos escuchaban los ladridos deformados por el viento, sin saber decir si les pisaban los talones o se encontraban, por el contrario, a leguas de distancia. Agotados, con las cejas cuajadas de escarcha, rezaban en silencio y se preguntaban si tendrían valor para matar de manera misericordiosa al niño antes de que cayera en manos enemigas.
Entonces, el capitán Torstein Skevla hizo un alto.
– No podemos maniobrar de esta manera. Somos demasiados.
Los hombres, que habían pensado lo mismo durante las dos últimas horas, fijaron la mirada en el suelo.
– Skjervald Skrukka vendrá conmigo.
Skjervald era su segundo, y el soldado con el que más diferencias había mantenido. Si le elegía era porque confiaba en que sería capaz de ver aquello que él no miraba y de pensar de una manera diferente. Sacudieron la nieve que se había acumulado en los esquís de las sillas de los caballos y los ataron a sus pies. Torstein envolvió al pequeño Haakon en dos capas y dio las últimas órdenes a sus hombres:
– Continuaremos solos. No les permitáis pasar.
– Hasta las últimas consecuencias, capitán.
Se abrazaron todos, abandonando la timidez que durante mucho tiempo los había privado de ese contacto, y, con el niño en brazos, los dos guerreros se adentraron en la noche blanca, sin comida, sin agua, con el tesoro de Noruega a su cuidado y la habilidad de sus piernas como única arma para preservarlo. Los otros soldados mantuvieron la calma, protegieron los caballos entre los árboles y aguardaron a que los ladridos los cercaran. Ninguno de ellos regresó con vida, pero su hazaña fue tan celebrada como la de Torstein Skevla y Skjervald Skrukka, que llegaron exhaustos y con los pies congelados a Trondheim, con el niño en perfecto estado de salud.
A mi padre le entusiasmaba aquella historia, y con el tiempo debía hacer un esfuerzo para recordar que no recordaba la noche de aquella tormenta. Cuando fue coronado, decidió que una vez al año aquel hito debía ser repetido, y que los nobles y los villanos que lo desearan podrían participar, sobre sus esquís, en la Birkebeinerrennet, la escapada de los birkebeiner.
– Me alegra celebrar, al menos una vez al año, que pude estar muerto y que sigo vivo.
Mi padre siempre ha gozado de un extraño sentido del humor.
La abuela Inga pudo criar a su hijo en la corte del rey Inge, y se convirtió en su sombra, hosca, siempre desconfiada. Nunca tuvo un príncipe mejor esbirro. Avanzaba por los pasillos unos pasos por delante de él, en el campo de juego unos por detrás, probaba la comida de su cuchara y el vino de su copa.
Los otros muchachos le tenían pánico. Inga surgía de la nada, para agarrarlos de un brazo.
– ¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu casa?
En los entrenamientos o las expediciones, vedadas a las mujeres, continuaba a través de ellos su vigilancia. Dos meses al año los jóvenes navegaban hasta las Oreadas, donde se escondían varios de los campamentos de los birkebeiner, y eran instruidos con una severidad espartana. Tras esa prueba, muchos, sobre todo los menores, regresaban cojos, eliminados del ejército por cobardes o enloquecidos por las penalidades.
– Cuida de mi hijo -le recordaba a alguno de los jóvenes de más edad que le acompañaban-. Algún día estará en disposición de devolverte el favor y no lo olvidará. ¿Me oyes?
Pese al miedo, sentían respeto por ella, porque entre tanto condesito y tanto heredero malcriado, al que sus madres guardaban como tesoros, Inga no los sobornaba ni se mostraba como no era. Exigía su nombre o que custodiaran a su hijo con una autoridad casi real, como si le fuera debido y estuviera de más solicitarlo.
Tenía buenas razones para mantenerse alerta. Si el muchacho moría, si quedaba lisiado, nadie se preocuparía por ellos. El niño resultaba útil porque había sido reconocido heredero por el rey Inge, pero faltaban la aprobación de la Iglesia y las lealtades de los nobles. Incluso aunque llegara a adulto, las posibilidades de que muriera en alguna batalla en la que necesariamente debía destacar para lograr méritos eran altísimas, y si no había procreado antes, todo habría sido en vano.
En la corte, Inga recibía el trato de una dama de segunda sangre. Ningún noble había querido desposarla, por respeto a la memoria del rey envenenado, y las dos únicas insinuaciones que le fueron hechas en ese sentido fueron despachadas con una inusitada violencia, muy para la satisfacción de Haakon. La unión entre ellos era extrema, más propia de compañeros de armas que de madre e hijo.
El rey Inge murió justo a tiempo: mi padre acababa de cumplir los trece años, había sido designado heredero, y el otro aspirante, Skule Bárdsson, poseía pocos apoyos pese a su mayor edad y experiencia. El joven Haakon se había ganado las voluntades de quienes lo conocían. De allanar las dificultades políticas se encargaban Torstein Skevla y Skjervald Skrukka, sus padrinos, que habían escalado en influencia y poder desde la primera vez que Inga había recurrido a ellos, y que trabajaban en acuerdo estrecho con ella.
En la familia se cuenta que la idea fue de la abuela, y no hay razones para que no fuera así. Siempre poseyó un sólido sentido práctico y una capacidad para ver sin telarañas entre los engaños palatinos. El joven Haakon contaba con la formación adecuada y con más influencia ganada sobre el resto de los pretendientes al trono. Además, Felipe Simonsson, el rey bagler, acababa de fallecer, mientras que el joven Haakon, no siendo más que un muchacho, había engendrado ya un hijo en las Oreadas. Era el momento adecuado para finalizar las disputas intestinas; únicamente faltaba el respaldo de la Iglesia, que veía con ojos aviesos que un niño con una historia tan oscura y tan poca legitimidad gobernara sobre un país cristiano.
– Sin los obispos, no conseguiremos nada -dijo la abuela a los padrinos-. Y si a mí no me han creído, deberán creer a Dios.
Y así, unos años más tarde de la vergonzosa ordalía de Margrat la Envenenadora, la abuela Inga se presentaba ante el pueblo, los nobles y los obispos para someterse a un nuevo Juicio de Dios.
Aquella escena se encontraba fresca en la memoria de todos los que allí se hallaban. Como las heridas del siervo ahorcado, la muerte de Haakon III, con su paso tan breve, tan benéfico, no había curado nunca, y si algo deseaban los presentes era creer que el jovencito alto y risueño que se encontraba junto a los jueces era carne de su carne.
Con un mimo especial, la abuela se había encargado de que las circunstancias de su Juicio de Dios y del de la Envenenadora fueran idénticas, y lo había logrado: con un escalofrío, quienes recordaban aquella fecha como el regreso del caos encontraron las banderolas con los colores del rey Sverre, y en un estrado alto, pero no ostentoso, a los nobles, los obispos y los lendmenn sentados por edad y privilegios.
Sólo se habían desviado en un detalle, que los padrinos aprobaron satisfechos: la barra de metal que el verdugo calentaba al rojo en la plaza de Bergen no era tal, sino una cruz que podía aferrarse cómodamente con una mano.
Inga de Varteig avanzó con dignidad, rígida bajo su manto de viuda, con un velo espeso sobre el rostro, que sólo levantó en el momento de santiguarse, antes de tomar la cruz. Recorrió con la mirada a los allí reunidos, a la multitud capaz de ensalzarla o de despedazarla, y gritó a pleno pulmón para hacerse oír.
– Juro ante Dios y ante los hombres que el hijo de mi seno es el legítimo heredero de Haakon Sverrisson, que yació conmigo como esposo antes de su muerte! ¡Y si miento, que el Cielo me lo reclame!
Con un gesto brusco, cerró la mano sobre la cruz que con unas tenazas le ofrecía el verdugo.
– ¡Gloria Patri, et Filio, et Espiritui Sancto!
Yo he visto esa cruz incontables ocasiones. Es de metal, muy sencilla, la obra primeriza de un herrero de pueblo. La he sostenido de manera similar a como mi abuela lo hizo, con la palma contra la unión de los dos brazos, allí de donde colgaría Nuestro Salvador. He imaginado el dolor, la extensión de la quemadura del metal en su mano enorme.
Inga de Varteig no tenía derecho a elegir a quien valiera por ella, porque, trato de dama aparte, era una sierva de nacimiento. Incluso aunque hubiera existido algún resquicio legal, ella misma había insistido en poner de manifiesto en su carne que decía la verdad. Sabía que nadie, en generaciones, olvidaría aquel día ni negaría lo que vieron.
La abuela dejó caer la cruz sobre los carbones y se volvió a los que la observaban alrededor del cadalso. No se dirigió a los jueces, sino que mostró el brazo extendido al pueblo, a los que seguían la ordalía con una oración en los labios. El alarido de la gente fue ensordecedor. En la mano de aquella mujer enlutada no había ninguna huella ni señal, nada, salvo piel reseca y unos dedos cuadrados, masculinos, que habían segado y cosechado y lavado en agua helada, y ahora rozaban una corona.
Los clérigos dieron fe: la mano de la madre del rey (ya no cabía duda de ello) se encontraba tan fresca y limpia como si hubiera sostenido una azucena, y no un metal al rojo. No hubo necesidad de vendas, ni de los tres días de espera, aunque hubiera sido lo adecuado. En medio del griterío y las bendiciones generales, la madre y el hijo fueron llevados en volandas al interior del palacio real. Los fieles a mi padre se abrazaban, besaban la mano de la abuela, se felicitaban como si el resto de las guerras estuvieran ya ganadas.
En parte, así fue. Aún restaba la certificación papal, y sólo faltaba una guerra más, la más cruel, la que devastó a mi familia y amenazó con romper de nuevo el país. Pero nadie dudaba ya del derecho divino de Haakon Haakonsson al trono noruego: las otras luchas tuvieron lugar por otras razones.
– Enséñanos cómo lo hiciste, abuela -le preguntamos en alguna ocasión, dispuestos a maravillarnos como ante algún mago-. Dinos cómo se puede caminar sobre brasas sin quemarse, cómo puedes atrapar el hierro candente.
La abuela nos prestaba la misma atención breve y a disgusto de siempre.
– Vosotros no entendéis nada -contestaba-. Después de lo que había vivido, aquella prueba era insignificante. Dios me lo debía.
Nunca dijo más, pero a mi padre no le guardaba secretos. Mi padre no tenía secretos con mi madre, y mi madre odiaba los secretos. Así funcionaba mi familia, y de esa manera nos enterábamos de todo lo que los mayores deseaban que supiéramos pero consideraban poco digno contarnos.
La habían acorralado cuando regresaba a la aldea con el ganado, después de tres días sola con sus cabras en la montaña. Ella era pobre incluso entre los pobres; vagaba sin rumbo con los animales por un jornal, y ni siquiera se había enterado de que las hostilidades recorrían de nuevo aquel territorio.
Junto con otras dos mujeres, los soldados birkebeiner la llevaron a un cobertizo, donde las encerraron durante un día entero, sin comer ni beber. Una de las compañeras se ahorcó con su enagua, que había desgarrado a tiras. Inga y la otra le ayudaron: estaba recién casada, no podría regresar al pueblo con honor. Sus propios padres, su marido, la habrían condenado al destierro o la habrían dejado morir de hambre.
– Piénsalo de nuevo -le dijo Inga-. Sólo se vive una vez.
La chica movió la cabeza, resignada, y se dejó caer desde el techo.
Durante el segundo día, los soldados aparecieron en dos ocasiones. Habían realizado una incursión hasta el valle y regresaban de buen humor, porque traían con ellos a todos sus hombres. Les dieron pan, carne y aguardiente. La otra mujer se negó a probar bocado y suplicó con la voz enronquecida por las lágrimas que la dejaran regresar con su familia.
– Tengo dos hijos pequeños…
Inga observaba los rostros de los birkebeiner y cómo cuando uno de ellos parecía a punto de conmoverse los otros se mofaban, y por lo tanto, le forzaban a ser el más cruel de todos, para ganarse su respeto. Apretó los dientes para que dejaran de temblarle los labios, y cuando le tocó el turno, no pidió clemencia. Era virgen, de manera que aceptó el aguardiente para darse fuerzas y bebió casi tanto como los hombres.
A la mañana siguiente, ayudó a que la segunda mujer se ahorcara.
– Así condenas a tus hijos -dijo Inga, a la que le dolía la cabeza tanto que cualquier otra sensación quedaba embotada y lejana.
– No tengo ningún hijo -contestó la otra, ya casi sin voz.
Sólo eran dos, y no pudieron colocar la cuerda trenzada con tanta precisión como con la otra muchacha, de manera que la mujer forcejeó en una agonía eterna, con los pies en escorzos imposibles, hasta que se balanceó suavemente, de un lado a otro. Inga la auxilió porque lo creía su obligación, aunque estaba convencida de que los hombres, enardecidos por el desafío de las mujeres, la tomarían con ella. No fue así. Sorprendidos por su valor, y ya un tanto hastiados de violencia, le permitieron que se sentara con ellos y la alimentaron con generosidad.
– ¿Cómo te llamas?
– Inga.
– ¿Cuántos años tienes?
– No lo sé.
– ¿Viven tus padres?
– No lo sé.
– ¿Quieres venir con nosotros?
– No lo sé.
Tres días más tarde la liberaron. Los vio marchar en la puerta del cobertizo, y no entró de nuevo hasta que los caballos no eran sino una mancha minúscula entre los árboles. Tenía moratones por todo el cuerpo y un olor nauseabundo pegado a la piel, pero salvo eso, se encontraba bien. No la golpearon porque no opuso resistencia, pero sus manos y sus piernas le habían estragado la piel. No habían matado sus cabras, y le dieron una moneda de plata, casi a escondidas, como si quisieran lavar su conciencia. La habían violado todos, los ocho, cada día, por riguroso turno jerárquico, sin ni siquiera permitir que se lavara entre uno y otro.
Cuando se alejó del cobertizo pensó en arrojar al río la moneda, que le quemaba en la mano. Tras un instante alejó ese pensamiento, desechó el orgullo y la escondió en la saya. Tendría que comer, tarde o temprano, y no esperaba clemencia en su aldea.
Mientras le abría las piernas y las mantenía separadas por las rodillas, el único birkebeiner con barba le había dicho:
– Di que viva el rey Haakon Sverrisson.
– Viva el rey Haakon Sverrisson -había repetido ella, ya borracha e insensible a cualquier dolor.
– ¡Dilo más alto!
– ¡Viva! ¡Viva el rey Haakon Sverrisson!
No sabía quién era. Hasta entonces, no había escuchado aquel nombre jamás.
Mi madre, la reina, que era quien, arañada por las guerras civiles, más debía llorar, ocultaba sus penas con una fortaleza que yo no he heredado. Cuando mi padre, o su ejército, mataban a alguno de sus parientes, era la primera en celebrarlo y en defenderse así de las murmuraciones.
– No son mis hermanos, ni mi padre, desde que me casaron. A esta familia le debo fidelidad, y mal pagaría al Cielo lo que me ha dado si mostrara pesar por sus enemigos.
Cualquier otra hubiera dicho algo parecido y luego, a escondidas, con sus criadas, con sus amigas o sus hijas, hubiera llorado y rendido respetos a sus muertos. Mi madre no. Aceptaba que la vida, que su propio padre, la hubiera situado en ese bando y abrazaba esa causa con las espinas y con la gloria.
Según las leyes naturales, mi madre y la abuela Inga hubieran debido odiarse. No cabe bajo el cielo una disparidad mayor de caracteres, de intereses y de orígenes. Además, las dos amaban con pasión a mi padre, y quizás esa coincidencia era la que podría haber desencadenado mayores males que los desacuerdos.
– Mando sobre un país para que dos mujeres acaben gobernando sobre mí -refunfuñaba mi padre, y también mi hermano, en los días en los que ellas los agobiaban con sus peticiones, o en las ocasiones, frecuentes, en las que ellas habían tenido razón en un consejo o en una advertencia.
Sin embargo, mediaba entre ellas una armonía que se extendía al resto de la casa, y el afecto que se mostraban, mi madre con su natural serio y desprendido, mi abuela con sus reservadas maneras, no me preparó para las intrigas de una corte como la castellana. Ni una mala palabra se cruzó nunca entre ellas. Antes bien, conspiraban para lograr el bien de mi padre, y era extraño que dieran un paso sin consultar, o al menos anunciar a la otra qué senda seguirían. Mi abuela no interfería en nada relacionado con nosotros o la intimidad del matrimonio, y mi madre nunca sintió interés por la vida pública y las artes políticas, en las que la abuela Inga tanto se jugaba.
Era frecuente verlas, cabeza con cabeza, juntas, en una meditación que iniciaba una y continuaba la otra. O flanqueando a mi padre en la mesa, a la espera de una excusa para quedarse a solas con él y presentarle un problema.
– El viejo Oyvind…
– Ese niño que nos encomendaron…
– La cerveza que te empeñaste en comprar…
– La abuela opina…
Mi madre había nacido en una casa noble llamada Rein, en la región de Fosen, como hija del duque Skule Bárdsson, un firme aspirante al trono, y su destino se decidió muy pronto: fue una maniobra clásica, que se había repetido desde hacía siglos y que en ocasiones funcionaba con mayor efectividad que un tratado, o como refuerzo del mismo.
El rey Inge miraba al duque con afecto, porque había desbaratado varias rebeliones, la más grave de ellas, la de los campesinos que se habían amotinado en Tr0ndelag. Además, eran parientes. Aunque mi padre había sido nombrado heredero, Skule fue designado su tutor, debido a su poca edad, y gobernaba sobre un tercio de Noruega. Otro tercio se encontraba bajo el cetro de Felipe Simonsson, el rey bagler. Todos aguardaban a que el honesto Inge muriera para saltar sobre el trono, y el buen rey murió sabedor de que así sería, repartiendo consejos a unos y a otros. Pero Haakon, al que creían dominado por la mano de Skule, decidió que sus derechos al trono debían ser respetados.
Las reuniones que se convocaron para llegar a un acuerdo entre los pretendientes terminaban con espantadas de los nobles, con más intrigas y con pactos que duraban lo que las hojas en los árboles. Skule, obedeciendo un antiguo deseo del rey Inge, decidió casar a su hija con el heredero, Haakon, aquel niño misterioso aparecido entre la nieve y la noche, convertido en un mozo de acero y voluntad, y asegurar así la satisfacción de todos los aspirantes. Con esa boda, Skule no sería rey, pero sí suegro de rey y abuelo de reyes, y vería a su hija en el trono.
– No es de mi entera satisfacción -dijo el abuelo a quien quisiera escucharle, y eran muchos los que deseaban prestarle oídos, rumiando la revancha-, porque el origen del muchacho aún no se ha refrendado, y porque así me entrego a él sin luchar. Pero sea, si eso nos ahorra verter más sangre.
Poco después de que tuviera lugar el Juicio de Dios en Bergen, aún a la espera de que Roma se pronunciara acerca de la legitimidad de mi padre, pero con toda Noruega entregada ante el milagro que habían presenciado, a mi madre, que no había cumplido los once años, se le pidió opinión. ¿Deseaba ella casarse con aquel joven?
Ella pidió contemplarle en persona, sin ser vista y sin que él supiera el rango que ella tenía. Mi madre, a la que habían educado para obedecer, pero sólo si la orden no contradecía su moral y su dignidad, conocía vagamente a su futuro esposo, y el acuerdo le parecía bien, pero era niña, al fin, y había oído hablar mucho ya de Haakon Haakonsson como para no sentir deseos de al menos curiosear.
Su tía se la llevó al palacio en el que había vivido el rey Inge, convertido en campamento de maniobras, con la excusa de visitar a sus primos, y, con un brial de sarga, como si fuera una criadita, lo observó en los ejercicios de destreza primero, y luego, durante un descanso, en el que empleó a otro de sus compañeros como montura y se dejó caer luego sobre la hierba, riendo.
– ¿Te gusta? -preguntó la tía, que recordaba con cuánta intensidad se clavan las emociones en las almas jóvenes.
– Sí… -dijo ella.
Se comprometieron en una ceremonia rápida, demasiado formal para que pudieran entenderla, y ella regresó a casa con sus padres hasta que, seis años más tarde, tuviera lugar la boda.
Durante esos seis años, muchos sucesos habían tenido lugar: la guerra, siempre la guerra. La muerte de parientes y el miedo constante de las mujeres. Cuando mi madre se reencontró con mi padre había perdido gran parte de su inocencia. La cercanía del matrimonio y el goteo continuo de las obligaciones que, como futura esposa, se esperaban de ella habían restado ilusión a la jovencita. Le asustaba casarse, pero le aterraba aún más no llegar a estarlo, o que su prometido falleciera de manera imprevista y quedarse viuda antes de la boda.
Conocía de los hombres algunas pasiones y comportamientos; sabía que el primer amor de su futuro marido había muerto de parto, y no se le ocultaba la existencia de los dos niños que habían nacido en las Oreadas. Le habían aconsejado que los criara como propios, y no sabía si podría albergar afecto por ellos. No se le escapaba tampoco que, de no gustarse Haakon y ella o no considerarlo conveniente, cualquiera de los dos podía poner fin al matrimonio; pero resultaba claro que para ella hubiera sido casi imposible encontrar un marido a su edad y en esas circunstancias.
– ¿Qué os dijisteis la primera vez que os visteis, mamá?
– Nada. La primera vez él no me vio.
– Pero ¿y la primera vez que sí os visteis? -insistía Cecilia, tan ansiosa de comprender el pasado de nuestros padres como yo.
– No nos permitieron hablar. En nuestra ceremonia de compromiso nos unieron las manos, repetimos las fórmulas en latín y cada uno regresó con su familia.
Nosotras, exasperadas, suspirábamos.
– Entonces, más tarde, cuando de nuevo os encontrasteis, antes de la boda.
– Las jóvenes bien educadas no hablábamos con los novios antes de la boda.
– Pero… en algún momento tuvisteis que deciros algo.
– Con los maridos no se habla, Cecilia. Se combate.
Al cabo de algún tiempo, al vernos enfurruñadas y decepcionadas, se reconciliaba con nosotras.
– No recuerdo las primeras palabras que nos intercambiamos vuestro padre y yo…, pero sí recuerdo que en las vísperas de la boda una de las dueñas arrastraba de la mano a dos niños muy tímidos. Uno era un muchachito, y la otra, una niñita de rizos rojos.
Nosotras, sobre todo yo, mucho menor, conteníamos la respiración, porque por primera vez Sigurd y Cecilia aparecían en nuestra historia familiar.
– Yo no sabía aún que esos niños eran mis primeros hijos, pero mi corazón voló con esa niña pelirroja, y aún no se ha apartado de ella.
Algún tiempo más tarde supe que lo que mi madre contaba no podía ser cierto: Sigurd y Cecilia habían llegado con un convoy, con parte de los bienes que las Oreadas regalaban a mi padre como tributo de las bodas, y no fue sino dos meses después de la boda cuando mi madre los encontró y los prohijó.
Por mucho temor que hubiera sentido a que no se celebrara la boda, ella no se mostró demasiado ansiosa por casarse: hubiera sido una muestra de desprecio a su familia de origen y una señal de que era una mujer dócil, dispuesta a cualquier cosa por complacer a su marido. Eran tiempos curiosos aquéllos, en los que los hombres morían como moscas y condenaban a las mujeres a agostarse sin hijos ni esposos, pero en los que, al mismo tiempo, ellas debían mostrarse reacias a casarse, y ocultaban lo que más deseaban.
Mi madre obligó a mi padre a un breve cortejo, le rehuyó, le hizo sentirse un cazador en busca de una cierva, y sembró para siempre la desconfianza en su corazón. Él, el adorado de todos, la esperanza de Noruega, no podía conseguir sin esfuerzo que una muchacha de dieciséis años le diera un beso, y nada le aseguraba que en la siguiente cita se lo concediera de nuevo.
– No te comprendo, mujer -le decía, mientras ella se defendía con uñas y dientes de él, ocultando la risa, en los pocos momentos, cuidadosamente dispuestos, en los que los mayores los dejaban a solas.
– Ya me comprenderás. Tienes toda la vida para la comprensión.
– Dios me libre de ello -se quejaba él, también riendo.
Y en la siguiente ocasión repetían de nuevo el juego: ella se escapaba, él la acorralaba por unos instantes hasta que una patada o un arañazo le permitía correr libre.
Ya casados, no olvidó nunca que la primera lección de una mujer casada era mantener siempre la sonrisa pronta y el misterio sobre sus emociones. Si nadie adivinaba qué era lo que deseaba o lo que le repugnaba, nadie podría acusarla de intrigar a favor de sus intereses.
Nunca compartía del todo sus pensamientos con su marido, y él se acostumbró a malvivir en la incertidumbre de si su mujer le amaba o no. De vez en cuando, sin venir a cuento, le regalaba joyas, que mi madre aceptaba con una sonrisa pero dejaba luego olvidadas en cualquier rincón, como si no les diera la menor importancia o encontrara normal que apreciaran su valor con oro. Hizo siempre de él lo que quiso, pero se aseguró de que lo que ella quería fuera lo adecuado para él.
– No te regalaré nunca nada más -prometía él, al que le gustaba que sus presentes fueran acogidos con grandes celebraciones y agradecimiento eterno-. He reservado a mi orfebre preferido durante dos meses para montarte esa sortija de esmeraldas, y esta noche la olvidaste sobre la mesa de la cena. ¿Cómo puedes hacerme esto, mujer?
– Mi cabeza se ocupa de demasiadas tareas. De todas maneras, no necesitaba más sortijas.
Mi padre se enfurruñaba aún más.
– Nunca te regalaré nada más.
– Me parece lo justo -decía ella.
Unas semanas más tarde mi padre aparecía con un rollo de seda o unas cintas bordadas, o con una nueva joya. Y mi madre, sin que nadie pudiera apercibirse de ello si no prestaba mucha atención, sonreía, victoriosa.
Intentó enseñarnos ese comportamiento a Cecilia y a mí, pero fue una de las pocas empresas en las que fracasó: Cecilia había nacido con el don de esparcir la felicidad y, sin esfuerzo, era adorada y obedecida. Dicen que los que son así permanecen pocos años en este mundo, pero creíamos que la suerte de mi hermana lograría evitar ese destino.
La última guerra civil tuvo lugar porque así lo quería Dios, porque, de otra manera, no existe ningún motivo para que ocurriera. Ni mi padre ni sus enemigos la deseaban, y la evitaron por todos los medios. Aun así, sucedió, y en ella murieron los dos hombres más notables de su tiempo: mi abuelo materno, Skule Bárdsson, y el lendmann poeta Snorri Sturlusson.
A mi cuñado, el noble rey Alfonso, que se siente a gusto entre poetas, le hubiera gustado conocer a Snorri: quizás extrajera una enseñanza de su vida, de lo inútil de que los señores se dediquen a las letras y a la poesía. Como todos los islandeses, Snorri componía versos, que dedicaba a los dioses paganos y a los reyes vivos. Como todos ellos, también, mantenía una delicada relación con Noruega, extremada, en su caso, por el hecho de que mi país le había convertido en el hombre más adinerado y poderoso del suyo. Sentimos poco su muerte, aunque mi padre y mi hermano Haakon le admiraban, porque en aquellos días había muertes más cercanas por las que lamentarse y enemigos más amables por los que sufrir.
Mi abuelo Skule había muerto. Creímos que era lo que deseaba. Aquel señor noble, estirado con los extraños, cercano con nosotros, los niños, se había inmolado en una pelea contra su yerno que sabía perdida de antemano, pero a la que su bando le había obligado. Unos días antes se había despedido de nosotros. Se había inclinado en una reverencia ante la abuela Inga, a la que admiraba, y nos había dejado a los nietos, aún ignorantes de lo que ocurría en realidad, berreando entre lágrimas.
Desde que mis padres se habían casado, la relación entre mi padre y mi abuelo había crecido como las malas hierbas, sin flores y con raíces que envenenaban el suelo. Las escaramuzas entre los partidarios de uno y de otro menudeaban, y un aire espeso y enturbiado permanecía en las salas en las que se reunían y discutían. Dos días después de que el padre de mi madre presentara sus respetos ante la madre de mi padre, el abuelo Skule se reunió con dos huestes que aguardaban por él en Nidaros, en el corazón de sus posesiones.
Nuestros mensajeros, que aguardaban los informes de los espías en la frontera entre tierras, reventaron dos caballos para que la noticia volara.
– Tu padre se ha proclamado rey -nos anunció el mío, con la frente surcada de arrugas. Mi madre retrocedió hasta su asiento y se dejó caer en él.
– No puede ser posible.
– Ha asaltado la catedral de Nidaros, ha robado las reliquias de san Olav, frente a las que ha jurado lealtad a Noruega, y ha enviado emisarios al Papa, a los suecos y a los lendmenn rebeldes. Desde hace meses sus hombres recorrían el norte del país para reclutar otro ejército, eso ya lo sabíamos, pero creí que no era más que otro intento de intimidación.
– Deberíamos haber accedido a sus peticiones -dijo la abuela-. Si ninguna guerra trae nada bueno, no podremos contar los males que nos costará ésta.
Mi madre se revolvió contra ella.
– ¿Y entregar un tercio del reino a mi hermano Peter? Antes prefiero la muerte que robarle así la herencia a mi hijo.
– Skule tenía derecho a su tercio y a designar heredero -dijo mi padre-. Y nosotros ejercimos el nuestro a no dar nuestra aprobación a su heredero. Se acercan tiempos complicados; sobre todo para ti, Margret. Reserva tus fuerzas para esas luchas.
– Esto prueba -dijo mi abuela, cuyo silencio demostraba que había continuado absorta en sus pensamientos, como si se encontrara en otra sala y lo que ocurriera ante sus ojos no le atañera- que hemos de adoptar el sistema de sucesión que siguen los franceses. Un hijo legítimo que herede del padre y que legue al nieto legítimo el trono. Las elecciones de los senados, los tribunales y los duques sólo nos han cubierto de heridas y de muertes.
– Sí, madre, sí -contestó mi padre, harto de la canción mil veces repetida-. Tenéis razón. Tenéis razón las dos, como siempre, tenéis razón. Haakon, y no Sigurd, un heredero de sangre designado y jurado.
– Y que ni se te pase por la cabeza el casar a Kristina con tu cuñado Peter -remachó mi abuela.
Mi padre se levantó, furioso, con lo que demostró que la idea había madurado ya en él, y partió al día siguiente hacia el sur, donde trazaría la defensa contra los rebeldes, enfadado con las mujeres de su casa.
En Bergen comenzamos con el racionamiento de las porciones de comida, de leña y grasa, y organizaron el envío de monturas, hombres y suministros al frente, que no podría alimentarse únicamente con lo que encontrara en su camino hacia el sur: la primavera aún se encontraba muy tierna, y los campos no habían granado. La abuela se convirtió en la sombra de mi madre: no la abandonaba ni un momento, y si mi madre se comportaba como una reina y fingía ocuparse únicamente de los asuntos domésticos y mantenía el rostro sereno de siempre, la vieja Inga clavaba su mirada perturbadora en todos y cortaba, antes de que hubieran brotado, los comentarios maliciosos sobre mi madre.
– ¿Hay noticias? -les preguntábamos cada mañana a los emisarios, a los correveidiles, a los muleros que cubrían los tramos entre el frente y Bergen. Muy lentamente, la luz mortecina de marzo se abría camino entre el frío.
– Se combate en Nannestad, en las proximidades de Oslo.
– ¿Qué más se sabe? -inquiría mi madre, con el mismo tono despreocupado con el que pediría otro hilo para su costura.
– El rey se ha retirado, pero las bajas son pocas, y él no ha recibido heridas.
– Entonces, con la ayuda de Dios, se recuperarán y dominarán a los rebeldes.
Las cartas del sur nos indicaron que el duque Skule, con un ejército muy reducido pero compuesto por guerreros experimentados y ásperos, se había hecho con Oslo. Mi madre, en privado, se retorcía las manos de angustia.
– ¿Qué hace tu padre que no se lanza desde las colinas? Les aventajan en número.
– Está preparando un ataque por la costa -explicaba mi hermano Haakon, en voz baja, mientras nos servían vino aguado y gachas, la comida real desde que habían comenzado las hostilidades. Señaló hacia los siervos, siempre atento a qué noticias propagaban-. Así los envolverá y los estrangulará en la ciudad.
– ¡Qué sabrás tú de cómo piensa mi padre! -se quejaba la reina-. Defenderá la ciudad calle a calle, piedra a piedra. Se maneja mejor en ese terreno, en el que cuenta más la pericia que la fuerza, que en campo abierto. ¿Dónde está el escribano? Debo alertar al rey.
– Las cartas no llegarán a tiempo. Deben de estar luchando hoy mismo, quizás mañana.
Yo rezaba con el rosario que colgaba de mi cinturón y ayunaba durante las horas de oscuridad, pero con poco convencimiento, segura como estaba de la victoria de mi padre. Apenas recordaba algunos gestos dispersos del abuelo Skule, renacidos de pronto en un movimiento de mi madre, que se le parecía mucho. De mi padre, en cambio, mantenía un retrato claro en mi cabeza, y sólo lograba explicar esa disparidad de imágenes con el presagio de nuestro triunfo.
A finales de abril, mi padre regresó por sorpresa a Bergen, acompañado de una facción de ochenta caballeros. Enjutos, pero en perfecto estado, enrabietados por las derrotas, rechazaron las gachas y los nabos que les ofrecimos, pilladas de improviso.
– ¿No hay carne para los héroes? -gritó mi padre-. ¿Es esto por lo que luchamos, por potaje frío y vino bautizado? ¡Bonita recompensa por arriesgar la vida! -Y mientras las amas de mi madre corrían a la cocina, aturdidas por las órdenes y por la alegría, retuvo a mi madre por el brazo-. Tu hermano ha muerto. Fue en combate en buena lid, y no le maté yo, ni ninguno de los duques. Envié su cadáver y mis condolencias a tu padre.
Mi madre le mantuvo la mirada, sin parpadear. Se liberó de la tenaza que la inmovilizaba.
– ¿Qué se sabe del rebelde? -preguntó.
– Logramos acorralarle en la zona este de la ciudad, pero alcanzó la catedral de Oslo y, junto con un buen número de sus hombres, se acogió al asilo en sagrado.
Tras un momento de indecisión, mi hermano tomó la palabra:
– ¿Y se le respetó?
– ¿Qué quieres? -fue la réplica de mi padre, mientras se encogía de hombros-. ¿Que después de lo que nos ha costado la bendición de la Iglesia rompiéramos tratos con ella por una argucia de Skule? No sólo se le respetó: le dimos, como respetuosos caballeros de la paz de Dios, tregua desde el miércoles al lunes por la mañana, y miramos hacia otro lado mientras se escabullían hacia las colinas.
Trajeron carne ahumada y la repartieron en el gran salón de banquetes, desprovisto de colgaduras o adornos, como si nos encontráramos en lo más árido de la Cuaresma, mientras los cocineros prometían a voces, desde la puerta, que estaban matando pollos y que los freirían en manteca en cuanto les fuera posible.
– No le queda más escapatoria que regresar al norte. Su heredero ha muerto, los soldados quieren regresar a sus tierras para recolectar la cosecha. Casi todos son campesinos con derecho a portar armas. Carece de dinero, y sus apoyos flaquean. No se rearmará hasta la primavera próxima, y para entonces le daremos caza en sus propios dominios.
Mi madre suspiró y tomó un plato de latón de las manos de una de las siervas, para presentárselo a mi padre. Él lo rechazó con un gesto.
– Que los hombres coman, que se lo tienen merecido. Se han alimentado de huevos cocidos y de verdura medio podrida durante días. Reúne a los niños y prepárate para acudir a la catedral. Que no quede un solo dignatario eclesiástico que desconozca que le he perdonado la vida a mi suegro, y que mi primer deseo fue postrarme ante el altar.
– Olaf está dispensado -dije yo.
Mi padre me miró con tanto desprecio que casi me hizo llorar.
– Quiero veros a los cinco príncipes de rodillas ante san Olav, dispensados, no dispensados o muertos. A los cinco.
Haakon me pellizcó en la mano.
– ¿Desde cuándo contradices al rey? -susurró, y el castigo, que no me dedicaba a menudo, me sorprendió más que me dolió-. Avisa a las dueñas de Olaf y cámbiate de camisa. Y llora, que se te vea y se te oiga llorar con desconsuelo.
Durante los primeros días después del regreso de mi padre a nadie se le permitió descansar. Aunque yo no lo recordaba, me contaron que siempre era así después de una batalla, que los humores de los varones se descompensaban y hasta que no se equilibraran de nuevo no encontraban nada a su gusto, alborotaban por cualquier cosa y luego, de pronto, rompían a llorar o abollaban escudos porque cargaban contra ellos una y otra vez. Por primera vez presencié la tensa espera de mi madre mientras mi padre le gritaba con una rabia desconocida en él.
– ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? -habían sido las preguntas que iniciaron la pelea. Mi padre apretaba en la mano unas piedras talladas, unos amuletos que mi madre acostumbraba a deslizar bajo nuestra almohada desde que la guerra había comenzado-. ¿A qué te conducen esas supersticiones? ¿Qué piensas que puede ocurrir si una de tus criadas, a las que tanto mimas, acude a la casa del obispo con un puñado de runas? ¿Por qué os empeñáis, tú y los tuyos, en arriesgar mi vida?
– Dijo que la batalla se inclinaba a tu favor, y en eso, como en todo, acertó.
– ¿Has consultado de nuevo a esa vieja? ¿Has desobedecido mi voluntad?
– Ella…
– ¡Ella -cortó mi padre- no te relata más cuentos que los que deseas escuchar, ni más presagios que los que anhelas! ¡Las guerras no se vencen con hechizos ni con pócimas de mujeres! ¡Hay que regar los campos con sangre! ¡Hay que sembrar con oro! -Se volvió a la abuela Inga, que contemplaba la pelea en silencio-. ¿Qué dices tú, madre? ¿Qué comportamiento de reina es éste, engatusada con las artes oscuras?
– No te encuentras en una posición tan fuerte como para despreciar ninguna ayuda -dijo ella-. Antes nos decían que había que sacrificar a los antiguos dioses. Ahora sacrificamos a los nuevos, a los santos de los que nos hablan los curas y al Dios invisible de los obispos. No creo que los dioses mueran tan pronto ni pierdan su poder tan rápidamente como los reyes. Coge esas runas y llévalas contigo. Es un acto de arrogancia despreciar la ayuda de los dioses, de cualquier dios.
Mi padre fijó su atención en las piedrecitas, las arrojó al suelo y se alejó hacia el patio gruñendo. Nosotras recogimos las runas y volvimos a colocarlas, con extrema delicadeza, bajo su almohada.
Esa primavera nuestro ejército preparó una incursión por mar hacia las posesiones de mi abuelo. El rey, mi padre, poco experto en el mando marino, siguió el desarrollo de la nueva campaña desde un campamento en la frontera con Trondelag, y nosotros, algo más serenos al saberlo lejos del frente, continuamos con lo que nos quedaba por administrar.
Nuestros hombres, descansados y gordos tras un invierno en el que los habíamos atiborrado de comida, mimos y confianza, se abrieron camino sin dificultades y acorralaron al abuelo y los restos de sus tropas en la localidad de Elgeseter, contra el río Nigelven. El duque Skule intentó repetir la maniobra y pidió asilo en el monasterio agustino que coronaba uno de los montes.
Pero Elgeseter, en su lejanía, sin testigos delatores que narraran su versión de la historia, no era Oslo, ni la paciencia de mi padre la misma. Mientras el obispo de Nidaros, amigo de la infancia de Skule, suplicaba a mi padre que llegara a un acuerdo y perdonara la vida a los rebeldes, mi padre había dado ya la orden de incendiar el monasterio con todos sus ocupantes. Ninguno sobrevivió. Algunos contaban que el abuelo se había negado a huir y que pereció abrasado. Otros soldados, en las noches de celebración, contaban, borrachos, que los habían hostigado hasta que intentaron escapar de las llamas y que habían pasado a cuchillo al maldito Skule, al escurridizo rebelde.
Aquélla fue la última guerra. Dimos gracias a Dios por ello.
Yo contaba con diez o doce años cuando mi madre me llevó a la Bruja. Me había amenazado con castigos extremos si me iba de la lengua, si una sola palabra se me escapaba en presencia de la abuela o de mi padre, o, aún peor, de las siervas.
Aunque prohibidas con sumo rigor por la Iglesia (no transcurrían más de dos semanas sin que el sermón del obispo de Bergen aludiera a la labor maligna de aquellas mujeres y a su perversidad), las brujas vivían protegidas por el pueblo, que encontraba en ellas soluciones simples a sus problemas y aires de esperanza, ahora que la guerra había finalizado y se podía aspirar a algo más que a una vida de supervivencia.
Mi madre había elegido llevarme a la que más fama había logrado; velada y con ropas prestadas, me guió de la mano hasta el puerto, justo cuando comenzaba a anochecer, a principios de otoño, y allí callejeamos colina arriba, hasta una casa con la puerta encarnada. La Bruja vivía en una habitación orientada al sur, pero que mantenía en total oscuridad. El cuarto olía a sebo, a hierbas secas y, mezclado entre aromas que casi podían mascarse, prevalecía el mismo olor envolvente y oriental que en las iglesias.
– Ésta es la niña, entonces -dijo, y me indicó que me acercara. Su rostro, de color marrón, como una manzana fuera de tiempo, era suave y sin arrugas, como el de los esquimales del norte, pese a que se veía, se sentía, que era muy anciana.
Me volvió la cara a un lado y a otro, y me observó a la luz de la lamparilla con suma atención.
– Muy bien, muy bien -musitó.
Me palpó los huecos de los pómulos, las rodillas y las caderas. Acercó su oído a mi corazón y escuchó durante mucho tiempo. Yo, mientras tanto, observaba el camastro del rincón, separado por una cortina, en el que dormía un gato, enroscado sobre sí mismo.
– Va a crecer aún mucho -le dijo a mi madre-, y será hermosa. No tanto como la otra, pero atraerá todas las miradas. Será propicia a las ojeras, porque sus humores son fríos y con ellos la sangre no circula, pero vivirá una existencia larga y dichosa, sin problemas de salud.
Me senté de nuevo junto a mi madre. El gato dio una vuelta sobre sí mismo y estiró una pata, con absoluta satisfacción. La Bruja removía un montón de piedras sobre la mesa que nos separaba, y cuando les presté atención vi que eran runas talladas en huesos muy menudos, idénticas a las que mi padre había desechado.
– Escoge tres, y luego dos -me pidió.
Señalé cinco sin rozarlas, temerosa de que los huesos fueran humanos. La Bruja se levantó y nos sirvió tres cuencos con un té muy oloroso y caliente. La infusión se abría camino a través de los pensamientos y clavaba las ideas en el aire, las hacía visibles, para desvanecerse luego.
– Tendrá más suerte que su hermana -dijo-. Tendrá más suerte que su hermano. La primera runa es la sagrada Erhwaz, la de los inicios dichosos, y la segunda, Kano, el fuego. Vivirá una larga vida dominada por la suerte y la pasión. La tercera es Gebo: creció rodeada de dones y regalos, y ella misma será un regalo. Le adornarán toda serie de virtudes, y el oro y la plata no significarán para ella más que la lluvia para las plantas. Ella misma es una flor.
Hizo una pausa y rozó con la punta de la uña la talla en la cuarta runa.
– Aquí -añadió- es donde la predicción se vuelve interesante para ti, madre. Estos dos triángulos opuestos de la sagrada Jera dicen que serás una abuela joven y dichosa. La niña parirá hijos sanos, para gloria de tu familia y de la familia de su marido. Los alumbrará con el verano, el tiempo más adecuado para ello, y una de ellas, una de tus nietas, cuidará de ti. No te aflijas si tu hija debe abandonarte, que ése es el destino de las hembras, porque regresará a ti.
Si mi madre se sintió aliviada, no lo dejó ver. Yo, por mi parte, no encontraba nada de sorprendente en lo que la Bruja decía: así había imaginado yo mi futuro.
– La última runa es la de la confianza en el sagrado Odín. No temas nada, todo será para bien. Así como tu otra hija te habrá causado lágrimas, y las seguirás vertiendo por ella, las que ésta te haya hecho derramar habrán sido agua para la tierra seca. Esta niña te llenará de orgullo y sólo atraerá el bien.
Mi madre le dio las gracias y le aseguró que una de las siervas le pagaría esa misma semana, porque a ella no le era posible disponer de dinero. La Bruja se encogió de hombros.
– Con tu protección me basta, señora. Pero soy pobre, y si quieres compartir tu riqueza y tu alegría con los pobres, sería injusto despreciarlo.
Apuramos el té que nos dilataba las pupilas de los ojos y nos agudizaba el tacto y la mirada, e intercambiamos las bendiciones de despedida.
– ¿Cómo se llama? -pregunté.
Contestó sin mirarme, comprendiendo perfectamente a qué me refería.
– No tiene nombre. Los gatos, los vencidos y los dioses nuevos nunca tienen nombre, de la misma manera que las mujeres honestas sólo tienen eso, su nombre. No lo olvides, si algún día quieres ser una buena reina.
Mi hermana Cecilia hubiera sido, bajo las enseñanzas de mi madre, una reina mucho más digna que yo, aunque su oráculo no lo pronosticaba y aunque no fue una princesa ejemplar. Cuando vivía con nosotros me despertaba muchas veces su risa como presagio de un buen día, porque se mostraba alegre desde la mañana a la noche, y lo demostraba sin escándalos, como si hubiera heredado, suavizados por la femineidad, el sentido del humor y el buen carácter de mi padre. Pero si el rey se alimentaba de sí mismo, del manantial de risa que brotaba en su interior y se desparramaba, la alegría de mi hermana sólo cobraba sentido si hacía felices a quienes la rodeaban.
– Tengo un petirrojo y tengo un gorrioncillo -nos engatusaba nuestro padre-. Tengo dos pajaritos para mí, y sólo me piden migajas para cantar y calentarme el corazón. ¿No soy afortunado?
Mi hermana era generosa y despistada, y en ocasiones ocultaba su generosidad fingiendo despistes. Pretendía ser más golosa de lo que en realidad era, por el puro placer de repartir luego pasteles entre sus hermanos o sus amigas. Los siervos hubieran dado la vida por ella, porque recordaba sus nombres y escuchaba sus penas, y en ocasiones intercedía por ellos ante mi madre. Otras veces ni siquiera daba ese paso, pero escuchaba con tanta atención, como un confesor clemente, que les bastaba eso para sentirse desagraviados.
Era uno de los muchos hábitos de Cecilia que mi madre desaprobaba pero que, con el tiempo, le permitió porque le convenía. Cecilia suavizaba la vida de la corte como la grasa los ejes de los carros, y cuando actuaba de manera contraria a sus costumbres no sólo ella parecía una flor marchita: la propia vida en el castillo se ralentizaba, los niños llorábamos por cualquier razón y los cocineros, malhumorados, prestaban menos atención a la comida.
– ¡Cómo se nota que naciste en una tierra salvaje, de una madre salvaje! -le gritaba mi madre cuando se enojaba con ella-. ¿Qué haremos contigo? ¿Quién te quitará esas espinas, para que un marido pueda quererte?
Olvidaba constantemente que, aunque no le hubieran concedido ese título, a todos los efectos era una princesa real, y actuaba como celestina de los amoríos de sus amigas y dueñas, asaltaba la despensa, de la que había conseguido las llaves, arrasaba el jardín para llenar de flores la capilla y se quedaba dormida durante las misas. No le gustaba peinarse, y hasta que mi madre le daba caza y la obligaba a ello, era capaz de pasarse días sin desenmarañar su cabello, que, como el de todos los pelirrojos, tendía a ensortijarse. Entonces, sentada ante dos desganadísimas dueñas, que cumplían con su labor de tirones y aceitado con profundo pesar, se volvía a mi madre y le decía, sin el menor rastro de ironía:
– No te disgustes, mamá. No soy mala, pero no me veo capaz de distinguir sin ayuda lo adecuado de lo incorrecto.
Y mi madre notaba que se le entibiaba el corazón y pactaba con ella promesas que sabía que acabarían incumplidas, porque lo que decía era cierto; Cecilia, que jamás hizo mal a nadie, no sabía diferenciar lo que ella creía bueno de lo que se aceptaba en una corte.
Mi memoria salta del día de su primera boda a los meses que, tras enviudar, pasó de nuevo con nosotros. Había vivido con Gregorius Andresson como con nosotros, a su antojo, y el matrimonio y la viudez no le habían dejado grandes heridas. Se deslizaba en el tiempo como los niños, con la vista fija en cada momento presente, sin ayer ni mañana, y aunque había amado tiernamente a Gregorius, no le dolía su muerte.
– Dios ha querido que él muera y que yo siga viva… Alabada sea Su Voluntad.
Yo, que me había enamoriscado un poco de mi cuñado, me indignaba ante su falta de duelo, que sólo se mostraba en sus ropas enlutadas.
– ¿Cómo puedes alabar a Dios y cantar cuando tu marido aún no se ha enfriado en su tumba? ¿Qué clase de mujer eres? No puedo comprenderte.
Cecilia se compungía apenas.
– Eres demasiado joven para comprenderme, pero ya te llegarán penas en la vida que te harán sentirte más cercana a como pienso. ¿Qué gano yo con llorar? ¿Qué bien le hago al pobre Gregorius, que sólo buscaba mi felicidad? La vida es demasiado corta para gastarla en lágrimas, Kristina. Empléala en el amor y en la risa, que el otoño llega pronto y a todos nos aguarda la noche.
– No es decente -insistía yo.
– ¡En esta corte nada es decente, a menos que sea aburrido!
Pero enfadarse con mi hermana era inútil. Sólo había vivido momentos felices con Gregorius, y ahora, convencida de su derecho a que esa dicha continuara, esperaba con paciencia a que mi padre le buscara un nuevo marido.
El rey se había tomado como una ofensa personal el que Gregorius falleciera y había convocado a la corte a varios pretendientes viudos y solteros, para encontrar un sustituto con el que mi hermana se sintiera satisfecha, y él, complacido.
– Los bagler no muestran formalidad ni para morirse. ¡A Gregorius le quedaban aún diez, veinte años de vida! -refunfuñaba, y luego retrasaba la cuestión del matrimonio de mi hermana, porque era reacio a separarse de esa potrilla distraída y risueña-. No te pareces en nada a tu madre, pero ¡por Dios, cómo me recuerdas a tu madre…!
Por aquellos días la salud de mi hermano Olaf empeoraba rápidamente: nunca había compartido nuestra fortaleza. Nació a los ocho meses, casi ciego, y todos los alimentos le provocaban dolores y ardor. Se alimentaba de sopas y caldos, y de pan remojado en ellos. Aunque lo manteníamos a nuestro lado y asistía a las celebraciones más importantes, mis padres se habían despegado de él, y su ama seca era quien lo cuidaba en sus habitaciones.
En ocasiones nos olvidábamos de que Olaf existía; o incluso de que los otros chicos (el pequeño Magnus, Haakon, Sigurd) compartían nuestra vida, tan alejadas eran sus rutinas de infancia de las nuestras, las de las muchachas. A ellos, salvo a Sigurd, les ocurría lo mismo, y de vez en cuando nos miraban sobresaltados al encontrarnos en el salón, y antes de que su boca esbozara una mueca amable los ojos ya habían revelado lo que sentían.
– Ah, pero ¿eres tú?
Olaf tuvo una muerte dulce, un sueño temprano (se encontraba cansado, había dicho, y lo habían llevado al lecho al mediodía, aún con luz, lo habían arropado, había rezado sus oraciones con su ama) del que no despertó. Se sabía que en ocasiones los vástagos más endebles son los que perduran más en el tiempo, y creo que, muy escondido entre otros miedos, mi familia albergaba ése: lo notamos en la cabeza erguida de mi padre, en la postura de mi madre durante el entierro. Parecían más jóvenes, más altos. Se habían deshecho de una pesada carga.
Aunque la muerte de Olaf iniciaba una temporada de luto de dos años, la cuestión del matrimonio de Cecilia no permitía demasiada demora. Mi hermana no había tenido hijos, y cada mes que pasaba se acercaba más a la edad en la que no podría concebirlos, de manera que se decidió por uno de los pretendientes a los que ella volvía casi locos con su amable manera de olvidarse de sus nombres y de sus encuentros. En eso, como a mí, nunca la acompañó la memoria.
– Vos sabréis disculparme -le confesaba, de pronto, a un noble danés que la había acompañado en actitud sumisa durante toda una tarde-, pero he olvidado vuestro nombre. ¿Me lo repetís?
Y el pobre hombre, que hablaba con el espeso acento de su tierra y se sentía ya bastante avergonzado por ello, repetía su nombre, su rango y su capital, porque se estremecía con la certeza de que Cecilia no los conocía y que elegiría por capricho cuando se la presionara.
Al final, se decidió por el rey de un reino diminuto compuesto por un puñado de islas, Harald el de las Hébridas, que debía impuestos y obediencia a mi padre y era un hombre apuesto de cabello negro y una mirada de perro leal casi idéntica a la de Gregorius.
La segunda boda de mi Cecilia resultó tan alegre como la primera, aunque los fastos fueron menores debido al luto por Olaf, y porque las nupcias de una viuda 110 permitían tanta celebración como las de una virgen. Por lo tanto, se organizó un almuerzo después de la ceremonia de esponsales, que se prolongó hasta que los novios se retiraron para consumar el matrimonio.
Lo único que nos apenaba, entre los brindis, la cerveza y las visitas de cumplido de parientes y deudos, era que cuando terminaran los festejos, mi hermana se marcharía a las Hébridas y la veríamos en raras ocasiones.
– Volveremos a vernos pronto -decía, como si el trayecto hasta sus nuevas islas fuera algo que pudiera abarcarse con facilidad-. ¡Si no, enviudaré otra vez, y no os quedará otro remedio que aceptarme de nuevo!
Mi madre hizo un gesto para alejar la mala suerte, mientras todos nos reíamos.
– Si entierras a otro marido -la conminó mi padre- me enterrarás a mí con él. ¡No puedo pagar una tercera boda!
La recuerdo con su vestido verde ribeteado de pieles, los rizos atados con cuerdas de oro, en nuestra despedida en el puerto. La noche anterior me había hablado de las obligaciones del matrimonio y de que, nuevamente, el lecho compartido con Harald era un lugar de gozo para ella.
No volvimos a verla. Una semana más tarde nos llegó la noticia de que el barco que los llevaba a su nuevo hogar había naufragado. Sólo algunas cuadernas, unos cabos destrozados, se habían recuperado del mar. Las Hébridas, sin monarca y sin heredero, pasaban a ser posesión noruega, y a cambio mi padre entregaba a su hija al mar como sacrificio.
Sigurd, que la quería más que ninguno de nosotros, prorrumpió en alaridos cuando supo la noticia. Durante días gimió y rechazó todo alimento, hasta que se convirtió en un espectro de ojos enormes, casi sin fuerzas.
– Me lo han arrebatado todo, todo.
Así como mi hermana había sido afortunada en cada ocurrencia que emprendió, así Sigurd estaba tocado por la desgracia. Si las antiguas leyes hubieran continuado en vigor, él, y no mi hermano Haakon, hubiera heredado el trono, porque fue a instancias de mi madre y de mi abuela por lo que se logró que sólo los hijos legítimos obtuvieran ese honor. De haberse mantenido las normas de las Oreadas, hubiera podido pedir la mano de Cecilia, porque en esas islas salvajes no importaban los lazos de sangre, y los hombres, como los viejos dioses, se casaban entre hermanos.
Mi padre lo hubiera consentido, feliz de retener a sus dos hijos pelirrojos bajo el mismo techo, como decían que hizo el emperador Carlos el Magno con sus hijas; pero no osaba enfurecer a los obispos, que habían hablado claramente acerca de esa costumbre pagana. Mi hermano Sigurd, por lo tanto, fue rechazado con firmeza en las tres ocasiones en las que lo propuso, y se le indicó que tampoco yo, hija de otra madre, me libraba de la prohibición papal.
– Te buscaremos una esposa a tu gusto, una muchacha bien educada. Elígela tú mismo. A diferencia de Haakon, no te atan obligaciones de que pertenezca a una casa real. Anímate, y la dotaremos bien.
– No quiero una mocosa cualquiera. Quiero a alguien de mi sangre. De mi linaje.
– Si vuelves a hablar así -dijo mi madre, sin levantar la voz, pero con la amenaza marcando cada sílaba, como asoma la navaja bajo la manga del asesino-, como te atrevas a acercarte a mi hija o a verter una sola palabra para convencerla de tu idea, yo misma me encargaré de hacerte descuartizar.
Sigurd nos miraba sin saber cómo amarnos: le había sido negado el entregarnos su corazón y su cuerpo a Cecilia y a mí, y la envidia y el sentimiento de que el reino le había sido arrebatado envenenaba su cariño por Olaf, por Haakon y el pequeño Magnus. Respetado, con dinero y posesiones pero sin un rango real, era el reverso de Cecilia: nunca cometió nada incorrecto, porque distinguía perfectamente lo adecuado de lo indigno, pero, ah, cómo lo deseaba, cómo ansiaba destruirlo todo…
– Que paséis una buena noche, doña Cristina -dijo mi marido la primera noche, y tras ésa, todas las demás.
AI principio, bajo la ligera capa de sorpresa, latía el alivio. Después, cuando las semanas pasaron, el alivio se convirtió en preocupación, y luego en una angustia ciega y ardiente. Mi padre había engendrado seis hijos, y mi madre hablaba con franqueza de las dificultades que le suponía refrenar su ardor. Cecilia me había revelado la felicidad que encontraba con sus maridos por las noches, y del alivio que le proporcionaba confesarlo por las mañanas en la capilla. La mirada de Sigurd nos seguía con un deseo palpable, espeso como la pez. No sabía cómo despertar el interés de un hombre correcto pero frío, que me trataba como a una hermana, cuando mi propio hermano ansiaba asaltarme como a una esposa.
Mi hermano Sigurd murió durante la celebración de la Birkebeinerrennet, en una tarde ventosa durante la cual se separó del grupo y se desorientó. Sus amigos lo buscaron hasta desfallecer, llamándolo a gritos que la niebla amordazaba. Lo encontraron unos días más tarde, congelado y devorado por las fieras.
El pueblo lamentó la ironía de que un príncipe perdiera la vida en la misma fiesta que recordaba que su padre había ganado la suya. Le lloraron por respeto al dolor del rey, a quien veían postrado, y porque cada pérdida en la casa real recordaba los terribles tiempos en los que bastaba una muerte para que el delicado equilibrio constituido saltara por los aires. En sus treinta años de vida mi hermano había hecho pocos amigos y, sin despertar odio, tampoco movía a muchas simpatías.
Eso fue lo que se hizo creer, y lo que todos creyeron. La verdad, celosamente preservada, era que mi hermano se había ahorcado en su cuarto, poco después de que Cecilia desapareciera, tragada por las aguas. Mi madre lo encontró cuando su cuerpo aún guardaba calor, después de haber entrado en su habitación en una intuición que intentaba acallar.
Durante el último año Sigurd cedía cada vez más a menudo a la melancolía, y se encerraba durante días enteros. Su bilis ennegrecía y le privaba de fuerzas para levantarse, o comer, o caminar.
– Señor, organicemos un baile, echemos a danzar a las mozas bonitas y que los hombres las agasajen -le aconsejaban algunos cortesanos, preocupados-. Tenéis un hijo fuerte y sano que se ahoga en vida sin dar una sola oportunidad al amor.
– No quiero bailes -era la contestación de Sigurd cuando se le proponía-. No quiero nada.
– Antes le gustaba la caza. Que él y el heredero retomen esa afición: hay ciervos y gamos que aguardan en los bosques, y en el contacto con la tierra, los ánimos se elevan.
Mi hermano se volvía con el rostro a la pared y no decía nada.
– Otorgadle un puesto de responsabilidad. Durante años ha vivido a la sombra del heredero, pero quizás un cargo como administrador despierte en él la ambición y los deseos por serviros.
– Lo agradezco -fue la contestación de Sigurd-, pero no entiendo de esas artes y seré derrotado en eso, como lo he sido en todo lo demás.
Mi madre, preocupada, le compró una concubina sueca, muy dulce, que Sigurd rechazó. El resto de los remedios prescritos contra la tristeza fracasaron, y mi padre, incapaz de comprender en qué tentáculos se enredaba su hijo, comenzó a rehuir su presencia y a encomendarnos su cuidado a las mujeres de la familia.
– Vosotras albergáis más paciencia y un espíritu más amable. Convencedle, prometedle lo que sea, pero sacudid ese mal aire y devolvedme a mi hijo de nuevo.
Mi padre se entendía bien con el heredero, mi hermano Haakon, que poseía un carácter similar al suyo y que había sido ya nombrado cogobernante. Le obedecimos como mejor supimos, y las tres (mi abuela, mi madre, yo misma), cada una con nuestra porción de amor, cada una en nuestro entendimiento, mantuvimos la lucha contra su dolencia.
Jamás se había dado el caso de un melancólico en la familia, y ahora que yo misma lo soy reparo en con qué torpeza tratamos a mi hermano. Le forzábamos a la luz, a la comida, a la compañía, le atropellábamos con nuestra charla, cuando era él quien necesitaba vaciar su alma y regular sus humores.
Durante horas yo parloteaba sin orden, con la creencia de que alguno de los temas que trataba atraería su interés. Con los ojos cerrados, cada vez con menos paciencia, mi hermano sólo musitaba una frase.
– Por favor, déjame solo.
Mientras Cecilia vivía, las largas charlas con ella le mantuvieron cuerdo: Cecilia escuchaba sin prisa, se tragaba sus preguntas y sus interrupciones, tan sólo miraba y escuchaba. Con ella muerta, el dolor de Sigurd fermentó en su interior, sin una sangría de palabras que le liberara del peso, y ni mi abuela, demasiado fría, ni mi madre, demasiado ocupada, ni yo, demasiado joven, pudimos atajar la enfermedad.
Cuando le encontramos, no dudamos en cómo debíamos obrar: un hijo del rey no podía morir como los antiguos paganos, ahorcado en honor a Odín. Apartamos la mirada de su entrepierna, que delataba que había muerto en pecado mortal, y lo envolvimos en una sábana de lino. Como cazadores furtivos, sin que nuestros movimientos alertaran a los siervos, siempre dispuestos a hablar de lo que no debían, nos deslizamos de cuarto en cuarto.
– Pero… -preguntaron los hombres- ¿cómo ha podido? ¿Quién lo vigilaba?
Bajamos la mirada, atrapadas en falta. Nadie le vigilaba: no le considerábamos peligroso, ni tan enfermo. A mí se me deslizaban las lágrimas por la nariz, y sentía la garganta en carne viva.
– Ahora ya es tarde -dijo mi hermano Haakon-. Hay que sacarlo del palacio, y es preciso hacerlo pronto. Un accidente de caza resulta adecuado para un príncipe.
– Que parezca, entonces, un accidente infortunado.
Faltaban seis jornadas para la Birkebeinerrennet, y mi hermano Haakon se preparaba para asistir a ella con sus amigos. El viento azotaba las piedras cargado de nieve, y prometía tormenta.
– Lo llevaré en mi carro -dijo Haakon-, y lo esconderemos en el bosque. Lo lloraremos cuando lo encontremos. Hasta entonces, refrenad las lágrimas, porque nadie debe saber nada.
Asentimos sin apenas palabras. La certeza de nuestra fragilidad como familia, como clan dominante, se imponía con un latigazo renovado: ya sólo sobrevivíamos tres de los hijos del rey, y, aunque acallados, los enemigos de mi padre se sentirían felices de encontrar una causa para acabar con nosotros. El miedo, que no sentía desde que era una niña, posó su mano fría en mi estómago.
– No puedes llevártelo así -dijo mi abuela-. El frío lo conservará tal y como lo hemos encontrado. Debemos fingir que fue herido.
Mi padre pareció no escucharla, y luego se alejó de ella.
– Haced como os parezca -dijo, antes de abandonar el cuarto.
La abuela Inga se encargó de mutilar el cuerpo, para que desaparecieran las marcas de su cinturón en el cuello y se abrieran heridas parecidas a las de una fiera. Recogió con esmero cada tasajo de carne, cada grumo de sangre coagulada, y los enterró luego en el jardín, en un rincón que bendijo con agua y una reliquia.
Cuando finalizó, de mi hermano no quedaba nada, ni siquiera el alma, que se condenaría por toda la eternidad. Casi decapitado, apenas restaba un rasgo reconocible en su cabello, en las manos que se parecían tanto a las mías. Yo estaba demasiado aterrorizada para llorar, con el sabor amargo de la náusea en la boca, mientras mi madre buscaba alguna joya para completar el traje de caza, y mi abuela la miraba hacer, hosca.
– Estúpido, cobarde, niño consentido -susurró de pronto-. La guerra no se acaba hasta que uno muere. ¿Qué sabes tú de lo que te traería el futuro? ¿Cómo podías saber si los sobrevivirías a todos, o si lograrías un feudo por herencia o conquista? No tienes una gota de mi sangre…
– Calla, madre -le pidió la mía, con los ojos dilatados por el espanto.
– Cállate tú -contestó la abuela-. La vida no nos pertenece. La de este muchacho, como la tuya, era patrimonio del rey. ¿Qué problemas vivía Sigurd? No le faltó nunca comida ni abrigo, tuvo todo lo que se le podía antojar. Pero él miraba más allá, quería más, ansiaba lo que no podía obtener. No le habéis hecho caso a la abuela.
Os habéis encariñado con ellos. Éste es el destino de los hijos malcriados, y la culpa recae sobre vosotros, los padres, que no los habéis educado como debierais, rodeados siempre de lujos y de mimos y de caprichos otorgados.
La voz de la abuela nos llevaba de nuevo a tiempos que nadie quería recordar, a los años atroces en que la guerra la había obligado a comer raíces y a vagar como mendiga. Ella nunca los había olvidado, ni cuando se inclinaban a su paso como la reina madre ni cuando la paz parecía asegurada. Comía con frugalidad, pero siempre ocultaba alimentos en su cámara, siempre controlaba las salidas secretas de cada casa en la que dormía.
Aquélla fue la vez en la que más próxima al llanto la vi, con los ojos secos y enrojecidos y la voz cargada de ira hacia aquel nieto al que apenas miraba. La abuela Inga había renunciado a querernos en su afán por desligarse de todo aquello que pudiera perder y causarle una herida, para enseñarnos, con su ejemplo, que no se nos puede arrebatar aquello a lo que no nos hemos aferrado. Y nosotros, estúpidos nietos de tiempos mejores, nos enredábamos en cariños y afectos, sufríamos como idiotas al perderlos y disponíamos de nuestra existencia de manera irresponsable, como si creyéramos que podíamos repartir el corazón y quedar impunes.
– Amigas -preguntó don Felipe, mi esposo, cuando yo aún no me atrevía a mirarle a la cara, recién hecha mi elección-. ¿Os acompaña alguna? -No -dije yo.
– ¿Y dueñas? ¿Cuáles escogeréis, y de qué clase?
– Las que ordenéis.
– ¿Parientes? -dijo, y yo no fui capaz de comprenderle-. Familia. Deudos.
– No, no -respondí-. Ninguno de ellos me acompaña. Los que me trajeron hasta aquí han regresado. No tengo a nadie. Estoy sola.
Bajo las raquíticas pieles de mi ajuar, magras por falta de frío, mis miembros se han adormecido, y noto que mi barbilla cae sobre el pecho, con los ojos cargados de sueño. La Muda, Mariquilla, los esclavos encargados de la silla me han abandonado en el patio, que comienza a sumergirse en la sombra. Éste es el final de mi viaje, y me invade la pereza y el abatimiento. Mi cabello, recogido con las peinetas que se estilan en el sur, pesa demasiado para mi cuello, y despierto con sobresaltos antes de que me haya entregado del todo al sueño.
Cada vida obtiene su ración de gloria y deshonor, de goce y de privaciones, y no sé qué me asusta más, si pensar que la mía llegará pronto a su fin, o confiar en una recuperación, en el don de Dios de recobrar mis piernas, mis fuerzas, una vida como la que aquí he llevado y que se extienda hasta la vejez sin pausa, sin sentido, como el agua que fluye bajo los puentes.