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El héroe envió a la doncella
A países lejanos, a través de mares bravíos.
¡Oh, rey! Nunca se supo de una princesa
Que obtuviera una dote más espléndida.
Los remeros se la llevaron
Con su fortuna, por el mar, hacia el sur.
Ojalá esos monarcas reciban a esa hija tuya
Como si fuerais vos quien atraviesa el mar.
STURLI THORDASSON,
Haakonar saga Hakonarsonar
De los sos ojos tan fuertemientre llorando […]
burgueses e burguesas por las finestras son,
plorando de los ojos, tanto habían el dolor.
De las sus bocas todos dizían una razón:
– ¡Dios, qué buen vasallo! ¡Si hubiese buen señor!
ANÓNIMO, Cantar de Mio Cid
Aquel verano mandó el rey Haakon el Joven emisarios a España, al rey de Castilla, con un sacerdote, de nombre Elías, a su mando. Llevábanle al rey como obsequio aves de cetrería difíciles de encontrar en su reino. Cuando llegaron a Castilla, el rey los recibió muy gentilmente, y se complació con los presentes que le llegaban del rey de Noruega. Durante varios meses permanecieron en esas tierras los embajadores, y fueron acogidos en todas partes con honores y homenajes.
Aquel verano cumplí veintidós años. Agotados por el estío, poco deseosos de celebrar mi lento camino hacia la vejez, no hubo fiestas. El calor llegó pronto y nos abandonó tarde, y se dieron algunos casos de tifus, porque el agua estancada de los pozos verdeaba y se llenaba de corrupción. Sin embargo, no se declaró una epidemia, y los enfermos de la corte se recuperaron, salvo una anciana zurcidora, que murió consumida al cabo de cuatro días.
La campaña contra Halland, una provincia danesa que mi padre codiciaba, había finalizado con éxito, y esperábamos, con la calma que da la fuerza, a que se resolvieran conflictos en Groenlandia e Islandia, que, si nuestros ministros no andaban errados, finalizarían con esos territorios bajo nuestro poder.
Así fue: Islandia, la pieza más complicada, cayó a nuestros pies porque el volcán Hekla, uno de los de la cordillera sur, comenzó a vomitar humo, y los habitantes de esa zona huyeron, lo que permitió a los soldados de mi padre ganar medio país con rapidez. El volcán no expulsó lava, como en ocasiones precedentes, pero los vapores malignos envenenaron el ganado de la región, y la primera muestra de buena voluntad de mi padre se manifestó en los envíos de varias barcazas repletas de reses y ovejas, que fueron recibidas con gran agradecimiento.
El rey disfrutaba de la tranquilidad que suponía el haber sido reconocido por el Papa como heredero y rey legítimo, y nuestra familia de la de comprobar que había abandonado por fin sus pretensiones a la corona del Imperio, que nos habían causado tanto dinero y sinsabores, enfrentamientos con los embajadores alemanes y vagas respuestas del papado.
La corona de Emperador del Sacro Imperio Romano titilaba ante los ojos de los reyes como la falda de Salomé ante Herodes. Habíamos visto grabados de los antiguos reyes francos que la lucían, un octógono de placas de oro con una cruz que se alzaba sobre la frente, una franja dorada cuajada de piedras de colores, tantas y de tantos matices que podría parecer falsa, como las que nos hacían con vidrio y estaño a las niñas, como la que mi madrina me había regalado para que la luciera en la primera boda de Cecilia. El primero de aquellos emperadores sin territorio había sido Carlos el Magno, y desde hacía cuatrocientos años los reyes cristianos se peleaban entre sí como chiquillos para que el Papa los nombrara defensores de la religión.
– ¿No hemos purgado ya nuestros pecados a ojos del Santo Padre, como para continuar endulzando sus oídos con nuestras palabras? -dijo mi hermano Haakon cuando se le concedió voz para ello.
La abuela Inga, como de costumbre, usó menos melindres.
– Bien está que gastes un dinero que no tenemos en untar a señores alemanes, si con ese capricho quedas satisfecho. Los hombres de tu edad prefieren cubrir de joyas a las rameras jóvenes o cambiar de esposa. Nosotras aceptaremos de buen grado que cubras de oro a los cardenales, si con eso enjugas la fiebre que sufrís los hombres viejos y regresas a nuestro lado sano y calmado.
Muy a disgusto, mi padre aceptó que le aconsejaban bien. Acabó por convencerse, por fin, de que Ricardo de Cornualles o alguno de los Staufen sería coronado emperador, y el caudal de plata que se desviaba a sobornar a sus aliados y padrinos se detuvo en las fronteras noruegas.
– Me hago viejo -reconoció un día-. ¿En qué pensaba? Hace unos años me llamaban «el príncipe bastardo». Y, de la noche a la mañana, buscaba ser ungido Príncipe de la Cristiandad.
Se reconocía incapaz de detener su mente en un único objetivo, y cada cierto tiempo buscaba nuevas obsesiones: no le bastaba con que Noruega se encontrara en paz, y le era indiferente el que hubiera obtenido, bajo su poder, más territorios e influencia que nunca antes.
– Habla tú, Haakon -le dijo a mi hermano, al que había designado corregente después de la muerte del abuelo-. Quiero oír una voz nueva. Si Noruega debe conocer un esplendor del que se admiren en los reinos de sur, y en todo Oriente, ¿qué hemos de hacer? ¿Cómo debo obrar?
Mi hermano Haakon, que fue llamado «el Joven», había recibido una educación esmerada para suceder a mi padre, pero no la hubiera necesitado. Poseía un talento natural para la estrategia, heredado de manera directa de la abuela Inga, un espíritu inquieto y una comprensión intuitiva de las situaciones, que sabía ver en su totalidad. Como mi padre, prefería el cambio a la inactividad, y probaba en las campañas en el extranjero nuevas tácticas de guerra, que le asegurarían la superioridad si en algún momento la paz se rompía. No sabía detenerse en el presente: aprendía del pasado, que conocía casi tan bien como si lo hubiera vivido, y su inteligencia se adentraba en el futuro y desenmarañaba intrigas y secretos que otros ni siquiera percibían.
– Deberíamos fundar nuevos monasterios y dotar a los hijos de los nobles para que fortalecieran la Iglesia, como hacen en el sur.
Mi padre lo meditaba, y asentía.
– Ése hubiera sido también el sentir de tu abuelo -musitaba, y se refería a Skule. Con el tiempo, mi padre añoraba el enfrentamiento con su suegro, y se dirigía a él a menudo, como si aún pudiera escucharle-. Él fundó monasterios… y yo me dediqué a incendiarlos, Dios me perdone.
Al cabo de poco tiempo florecieron abadías y nuevas iglesias, codiciadas por los hijos segundones y que aseguraban a mi familia no sólo el apoyo de los nobles, sino el control de una nueva generación de eclesiásticos, más leales al rey que al lejano poder de Roma. Los canteros y los arquitectos lo adoraban y bendecían su nombre, y los leñadores llamaban a sus hachas «El dedo de Haakon».
Con las nuevas disposiciones para la construcción, los incendios, que antes arrasaban barrios enteros, disminuyeron y se espaciaron. Donde antes sólo se construía con madera, comenzó a verse la piedra y el granito, y los tejados de turba se sustituyeron por losetas de pizarra, sobre las que las chispas de los rayos o la yesca resbalaban, inocentes.
En las ciudades en las que mi padre residía por temporadas, que eran casi una docena, las casas se alzaban firmes y sólidas, y los nobles competían entre sí por construirse residencias hermosas. La fiebre por mostrarse a la moda arrasó con las cabañas de los puertos, salpicó de pavimento las calles de los gremios, recién formados, e incluso las casuchas de los pueblos, casi enterradas en las laderas de las montañas, renovaron sus puertas y postigos y pintaron con colores alegres las ventanas que daban al sur.
– Sería conveniente que enviáramos a Knut Haakosson a alguna misión principal. Se mantuvo fiel en el levantamiento del abuelo, y no estaría de más que lo premiáramos con una embajada en la que se le trate casi como a un rey. Que un noble que pudo alzarse contra vos y no lo hizo hable de vuestros logros sólo puede volverse a nuestro favor.
Knut Haakosson había sido aspirante al trono en los terribles años de la guerra familiar; antes de la rebelión de Nidaros, el duque Skule se había entrevistado con él, sin fruto alguno. Y la abuela Inga insistía en que se le honrara y se le premiara, porque además disfrutaba del apoyo de un buen número de barones importantes.
Lento y ceremonioso, parecía haberse quedado varado en el pasado, como una ballena apresada.
– Lo mandaré a Francia.
– Dejadme que me ocupe yo de él -terciaba mi hermano-. Quiero enviar una embajada al rey de Castilla, y deseo que Knut vaya al frente.
– Sí, pero no solo. Mandad a Elías con él. Es menos impulsivo, y como hombre de Iglesia, habla mejor latín.
Unos meses más tarde Knut Haakosson partía hacia Castilla, con el encargo de abrir nuevas rutas comerciales y el navío lleno de jaulas con pájaros y aves de presa, porque mi hermano había averiguado que al rey Alfonso de Castilla y, sobre todo, a sus hermanos, los infantes, les interesaba la cetrería. Le enviaba también varios libros de nuestros monasterios, que habían sido copiados a toda prisa, pieles y objetos de capricho, de acuerdo con los gustos del rey.
– Deberíamos -insistía mi hermano-, deberíamos, deberíamos…
Mi padre encanecía, y arrugas nuevas se le hundían cada vez más profundamente en la piel.
– Me hago viejo -repetía-. He perdido el espíritu de los tiempos.
Haakon poseía la inteligencia de abordarle en esos momentos y de insuflarle confianza. A veces ni siquiera se despojaba del traje de caza, y se dirigía a mi padre sin ceremonias, como si las ideas se le agolparan mientras se dedicaba a su deporte preferido. O como si, de esta manera sutil, le recordara que él, el Joven, aún montaba, aún era capaz de perseguir osos y venados, mientras que el anciano se retorcía en dudas y recuerdos, recluido en la sala de reuniones.
– Deberíamos atraer a los poetas, para que cantaran la gloria de Noruega. Paguemos bien a Sturli Thordasson, y que se instale en nuestra corte, que eduque a Magnus y que versifique nuestras hazañas.
Y así Sturli Thordasson, el sobrino del que fue el mejor poeta del mundo, Snorri Sturlusson, olvidó que mi padre había ordenado ejecutar a su tío por sublevarse junto al abuelo Skule y acalló su pena con nuestro oro. Tras su rastro, centenares de islandeses (poetas, juglares, músicos, nobles que alegraban las tardes con instrumentos y cantos, que temían que tras el susto del Hekla otros volcanes se rebelaran o que ansiaban labrarse un futuro mejor) llegaron a Bergen y juraron lealtad al rey.
La primera caravana de poetas sacudió el polvo de las salas, porque todas las ventanas se abrieron de golpe para escuchar sus canciones, y en cada ventana y cada puerta apareció una mujer ruborizada. ¿Quién podía resistirse a un poeta? Llegaban en una comitiva pintoresca, cinco docenas de ellos, en un pasacalles lleno de color. Acamparon en los alrededores del palacio real, y luego, como si fueran los representantes de un país en concordia con Noruega, solicitaron audiencia.
– Poetas -bufó mi padre-. ¿Para qué nos harán falta?
– ¡Poetas! -exclamó mi hermano, que apenas disimulaba su contento-. ¡Padre, sacude ese malhumor! Con los poetas se logra el favor de las damas, y a través de ellas, la alegría de las naciones. Los poetas extienden nuestras noticias, publican nuestras hazañas o las convierten en traiciones. Mira cómo le cambian el semblante a la abuela -dijo, en un extraordinario malabarismo con la verdad, porque la vieja Inga pensaba, punto por punto, como su hijo-. Que hablen de nosotros. No vale de nada conseguir hitos si el resto del mundo no los conoce.
Y, aún riendo, se dirigió al patio para convidar a los recién llegados a un barril de cerveza y distinguir quién entre ellos era sobresaliente, quién mediocre y quién un embaucador.
Su predilecto, y también el de mi madre, el poeta de moda en la corte, el que cantaría a mi hermano cuando hubiera logrado algo digno de ser narrado, era Jan Gudleik, un noruego del norte, reidor y vivaz, al que las muchachas no tomábamos demasiado en serio pero que lograba ablandar el corazón de las dueñas mayores. Cojeaba un poquito, tras una caída, y exageraba ese defecto cuando le convenía, para mostrarse necesitado de afecto y de atención. Le sobraba el talento, pero, por alguna razón, lograba siempre que se hablara de él por un romance, una borrachera, un problema, y no por sus canciones y poemas.
Era el que mejor versificaba al estilo francés y el que inventaba los romances contrariados más conmovedores; el amor cortés se aceptaba como moneda corriente, y los poetas incitaban a los amantes a adorarse con el corazón y con el cuerpo, aunque las referencias más pecaminosas se evitaban si la generación anterior se encontraba presente. Los nombres de las damas variaban según una nueva belleza hacía su aparición en la corte, o si la abandonaba para casarse. Gudleik, como todos sus amigos, mostraba una gran facilidad para que se le rompiera el corazón. Cuando me prometí, tras jurar que le había roto el corazón, preparó unas endechas en mi honor, como la única huella que, pasados los años, quedaría de mí en mi tierra.
– El estilo ha cambiado -decía mi hermano-. Si en las sagas y las antiguas leyendas se esperaba que la historia fuera verdadera y el estilo hermoso, ahora basta con que la historia y el estilo sean hermosos.
– Estos infelices no hacen sino lo que siempre se hizo -reflexionaba mi padre-. Revolver la verdad con la mentira, y que no puedan distinguirse.
Eran años de cerrar heridas, de que las cicatrices palidecieran y se confundieran con la piel, de acallar conciencias con monedas y de atraer aliados, y mi abuela, mi padre y mi hermano, tan parecidos entre sí, tejían redes tan bien armadas que los peces caían en ellas gustosos.
– Nuestro pueblo tiene que ver a sus antiguos reyes cuando os mire -dijo un día mi hermano-. No basta la coronación. No basta la bendición papal. A Sigurd el Peregrino le recuerdan por su viaje a Tierra Santa y su participación en la Cruzada. De su hermano Oyvind, que fue un buen rey y gobernó con sabiduría en su ausencia, ¿quién habla hoy? Deberíamos mostrarnos dispuestos a participar en una Cruzada, si alguna se organiza. Noruega ha vivido en el caos desde que el Peregrino murió. Volvamos a aquel orden anterior.
– No más guerras, hijo. Al menos, no en nuestro territorio. -Mi padre, que había regresado con el humor agriado desde la campaña en Halland, hablaba como todos los viejos, como todos los vencidos-. Danos pronto un heredero, consigue tierras por matrimonio y no por guerras, por muy santas que sean.
Las nuevas leyes dictadas por mi padre indicaban que sólo los hijos varones legítimos poseían derecho al trono, y que era el rey quien debía designar sucesor. Sin hermanos ni tíos, con la rama de la familia de mi madre mutilada casi en su totalidad, sólo los hijos de Haakon y sus hijos, y los hijos de sus hijos, reinarían en Noruega a partir de entonces.
– Deberíamos casar a Kristina -repetía, cada año, mi padre, o era mi hermano el que se lo decía a él. Y entonces, el otro rey repetía, año tras año:
– Aún no. Aún no. Todavía no somos lo suficientemente fuertes, todavía podemos conseguir una alianza mejor. Sería una lástima que surgiera cuando Kristina se haya entregado ya. Es más preciosa que el oro. Un año más, un año tan sólo.
Aquel verano cumplí, como dije, veintidós años, y los dos reyes aún no habían encontrado a quien me mereciera. La embajada de Knut Haakosson a Castilla tuvo lugar, su hija ingresó como abadesa casi al mismo tiempo, Sturli cantaba al valor de mi abuelo en baladas inacabables, y todo indicaba que la vida continuaría por siempre así, apacible y algo aburrida tras los años de sobresaltos, dirigida con mano certera por los cambios casi insignificantes que mi familia introducía y que, al poco tiempo, lograban que todos creyeran muy antiguos, suplantando el pasado que, con los muertos y los desterrados, desaparecía, hielo en primavera.
El rey Haakon IV marchó sin demora hacia la bahía del Norte. En Agder recibió al sacerdote Elías, al que su hijo Haakon el Joven había puesto al mando de la embajada hacia Castilla. El hombre santo les confió que con ellos llegaba un señor principal, llamado Fernando, y que buscaba despachar importantes asuntos con el rey Haakon. El rey de Castilla buscaba la amistad del monarca noruego y daba pruebas de lo profunda que deseaba que fuera esa alianza. Cuando el rey llegó a Radasund los embajadores le aguardaban allí, y le prestaron homenaje. A continuación, le revelaron la misión que los había llevado hasta allí. El rey decidió que permanecieran en T0nsberg hasta que él regresara al sur tras el invierno. Entonces les daría respuesta a su embajada, que habría consultado con sus mejores ministros. Y, con esa amable acogida, el rey se recogió a Bergen, donde le aguardaban para su estancia invernal.
Yo tendría que haber reparado en que algo estaba a punto de cambiar: cierto es que los últimos seis años me han otorgado más sabiduría de la que hubiera deseado, e infinitamente más de la que poseía siendo una muchacha; pero eso no excusa mi ceguera. Mi padre y mi hermano comenzaron a reunirse con los nobles, extranjeros y patrios, con mayor frecuencia. Viajaban, concedían audiencias y recibían despachos, y ninguno, ni siquiera los alemanes, los lejanos rusos, les interesaban más que las noticias que llegaban desde España y que, al parecer, les llenaban de gozo.
Los pesados barcos que atracaban en el puerto dejaron espacio para drakkars delicados, con las quillas talladas y un aire mucho más grácil: navíos para las comunicaciones rápidas, ágiles sobre el agua y desprotegidos como gaviotas, porque nadie aspiraba a su ataque.
Las tierras fértiles de las colinas se dividieron en pañuelitos de labranza. Al amanecer, los ciudadanos se dirigían a las huertas que se les había regalado y pasaban allí dos, tres horas, seguros de que no pasarían hambre con las coles, los nabos, los dos manzanos y los tres cerdos que cabían en su parcela. Los montes comunales ofrecieron bayas y leña, y, como era costumbre, reservaron la caza mayor para el rey y los suyos, aunque los ciudadanos podrían cazar liebres y conejos, que se reproducían como una plaga.
Haakon emprendía pequeños viajes de apenas dos o tres días que enlazaban las residencias reales, y partía a continuación. Como cuarta dama del reino (me anticipaban en honores mi madre, mi abuela y mi cuñada niña), debía prestar atención a sus vestiduras y a las de sus caballeros, y se me permitía despedirle y recibirle en cada ocasión, algo que comenzó a resultar agobiante cuando sus responsabilidades aumentaron.
– Mi hermanita se queja -me atosigaba-, y no entiendo de qué se queja. ¿En qué mejor puede pasar su tiempo que en atender a su hermano?
– En destripar sapos -contestaba yo-. En clarearme el cabello. En despuntar las espinas de los rosales de mi madre. En limpiar las boñigas de mi potrilla.
El suspiraba.
– ¿Así me pagas el amor que te muestro y la clemencia que me inspiras?
– Tal mercancía, tal paga.
– Tal dama, tales dones.
– Tal caballero, tales mercedes otorgadas.
El juego podía continuar durante horas, hasta que mi hermano fingía ser vencido, me besaba la mano o la frente y se retiraba a medir su inteligencia con enemigos más dignos. Yo no podía concebir que alguna vez pudiera amar a alguien con mayor veneración que a Haakon.
Por entonces mis quehaceres eran los propios de las damas de sangre real: acompañaba a mi madre, administraba mi pequeño capital de doncellas y dueñas (contaba con tres doncellas a mi servicio, una dueña, un mozo de servicio, un tañedor de laúd y un cantante, pero también debía supervisar las tareas de los otros sirvientes reales), bordaba poco y cantaba menos. Me cuesta recordar ahora a qué dedicaba mi tiempo cuando estaba aún soltera, en el palacio de mi padre. Debían ser tareas importantes, porque se me destinaban, pero si lo eran, ¿cómo puede ser que no las eche de menos aquí, que no las haya reproducido en esta casa junto al Guadalquivir?
¿Qué ocupaba mi atención? Mi madre y yo dedicábamos mucho tiempo a fortalecer las relaciones con la Iglesia, visitábamos monasterios y nos hospedábamos en abadías. Las mujeres que allí vivían parecían envejecer bajo otros días, su rostro protegido del aire y el frío. Enviábamos mensajes de los reyes, tan sutilmente envueltos que no parecían órdenes, pero que en boca de una princesa real no toleraban ser desobedecidos. Las hijas de los nobles que allí profesaban no solían destacar por su vocación religiosa: muchas habían finalizado allí como castigo por un escándalo, o porque sus padres no podían mantenerlas con los privilegios que merecía su apellido. Pero, en su mayoría, eran vírgenes maduras que padecían la matanza de hombres de los años de las guerras. Habían quedado sin protectores, sin familia, o les resultaba imposible encontrar esposo, porque en su generación el número de mujeres doblaba el de varones.
Visitábamos con particular afición un monasterio en Rein, a dos jornadas de camino desde Bergen, muy cerca de la casa natal de mi madre. Allí, cuando yo aún no había nacido, mi abuelo Skule había caído enfermo de unas fiebres fulminantes, y había prometido erigir una casa santa si sanaba.
– Como sanó -contaba mi madre- no le bastó con fundarla, sino que reclamó a su hermana, mi tía Sigrid, de quien todos sabían que había malcasado, y la nombró abadesa. Y entonces exigió a su cuñado que devolviera la dote y la aportara al monasterio.
– Mal comienzo -me aventuré a decir yo.
– Pésimo comienzo. Pero para entonces mi padre había recuperado la salud, y nada de eso le importaba gran cosa.
La tía Sigrid, que demostró mayor fortuna para la vida en recogimiento que para el siglo, era, además de mi madrina, aquella a la que más me asemejaba de todas las mujeres de la familia, y ambas encontrábamos un secreto orgullo en ello. Alta y erguida como un junco, muy rubia y muy clara, conservaba el eco de una belleza que se resistía a marcharse. Y desde muy tierna edad yo constaté, para mi mal, que era linda, menos exótica, menos tentadora que Cecilia, pero mucho más hermosa que mi madre y que mi abuela.
La abadesa Sigrid me recordaba que la belleza no siempre conseguía lo que los varones pretendían, y que quizás su mejor uso fuera la oscuridad y el retiro de un convento. Pero, al mismo tiempo, ambiciosa y joven como era, me resistía a no ser admirada, a que los juegos con mi hermano y sus amigos finalizaran, a que una vida de honorable dueña o de honorable monja segara mi rutina y mi alegría.
Nuestras horas se dedicaban a los hombres, a preparar sus vestiduras y reparar las cotas de malla que portaban, que necesitaban en algunos puntos una mano delicada que las cosiera de nuevo. Eso nos suponía desvelos singulares, porque debíamos recurrir a herreros o a mozos de forja, que apenas iniciados en las artes del remiendo deseaban llevarse las cotas y repararlas a precios mucho más altos.
Cuando mi hermano y sus soldados regresaban de una expedición que los había alejado de nosotras una, dos, seis semanas, el palacio reverdecía. Las damas los observaban a distancia, desde sus ventanales, y yo salía al encuentro de Haakon, en solitario mientras se mantuvo soltero, con su mujer cuando se casó, para descalzarle y darle una bebida. Los poetas, desbancados de sus puestos de honor, tragaban la bilis de la envidia y procuraban enterarse antes que nadie de los temas sobre los que debían versar.
– Gracias, madre. Gracias, Riquilda. Gracias, Kristina -formulaba Haakon, mientras tomaba un sorbo de cada refresco que se le ofrecía y se inclinaba ante nosotras.
Los caballeros de mi hermano recibían parecidas atenciones, y durante el tiempo que pasaban en casa las mujeres nos dejábamos perseguir y los evitábamos, huíamos y nos dejábamos cazar, y ellos nos perseguían y, como en otra guerra más cortés y mucho, más placentera, predecían nuestros movimientos y nuestras reacciones.
Y, con cada primavera, se celebraban los matrimonios.
Jovencitas más jóvenes que yo, con menos fortuna, con el rostro deformado por una mandíbula dura o por una piel viciada de viruelas daban la mano a guerreros con patrimonio y se alejaban de la corte.
– No vamos a entregar oro en manos codiciosas -se excusaba mi padre, sin que yo me quejara de nada.
Las que nada poseíamos de nada podíamos quejarnos.
Se esperaba de mí también que me ocupara de mi cuñada Riquilda, la criatura más aburrida, quisquillosa y malcriada que imaginarse pueda. A veces pensaba que Riquilda era la cruz que Nuestro Señor me mandaba, un permanente recordatorio de a qué estragos podía llevar una educación relajada y un carácter caprichoso. Luego descubrí que no, que mi cruz se llamaría doña Violante y que me aguardaba en un reino remoto.
Riquilda y Haakon habían contraído matrimonio cuando ella tenía siete años, pero no nos la habían enviado hasta que cumplió catorce. Aún fue núbil por año y medio más, pero imagino que en su familia, muy numerosa, no soportaban más a aquella chiquilla. Desde entonces, atormentaba mis días.
Haakon la trataba con distante cortesía y apenas pasaba tiempo con ella, y las quejas que su esposa vertía sobre mi inconstante y desapegado hermano sonaban en mis oídos de la mañana a la noche. Magnus la detestaba sin disimulos, y la sola idea de que esa niña de barbilla fina e insidioso deje sueco fuera un día la reina de mi país me enfermaba. No obstante, sabía ser refinada, y su gusto en vestiduras y en música superaba mucho el mío. Criada como princesa real sueca, tuvo mucho más tiempo que yo para perderlo en las elegantes banalidades de la vida en la corte.
– ¿Y mis damas? -exigió, nada más abrir sus arcones, intercambiando los regalos de boda a toda prisa.
– Ya las traéis con vos -dijo mi madre, de mal humor, porque no sentía ni simpatía ni interés por aquel enlace.
– ¿Esas bobas? -contestó ella, sin poder reprimirse-. ¡Ah, no! No he salido del dominio de mi aya para que me controlen esas mujeres.
Mi madre me dirigió una mirada desvaída.
– Kristina, ocúpate de que nuestra princesa encuentre todo a su gusto y de enseñarle nuestras costumbres. Ahora es tu hermana: compórtate como tal.
– Como ordenéis -respondí yo, desalentada. Me imponían la tarea de vaciar el mar con una taza.
En nuestro palacio de Bergen se aburría. La habían mimado en exceso, y a diferencia de mi caso, en el que a los veintidós años ni siquiera estaba prometida, ella había sido una mujer casada desde su infancia. Eso la colocaba en un lugar incierto, a medio camino entre las responsabilidades de su futura labor y las distracciones infantiles. Sabía más de lo que una niña debiera entender, pero carecía por completo de las enseñanzas que una mano firme debe administrar a una chiquilla.
– Ayer me visitó mi esposo, el rey -revelaba, cada vez que se daba el caso, mientras la peinaban, rodeada de sus doncellas, de las mías y de las dueñas que le habíamos asignado.
Las mujeres ahogaban un suspiro de emoción perfectamente fingido.
– Durmió conmigo hasta el alba.
Yo la interrumpía, impaciente.
– Aún no conozco a un mozo que no duerma de un tirón hasta el alba, si se le brinda la oportunidad.
La estúpida de mi cuñada, con un aletear de faldas completamente innecesario, iniciaba una risita tonta.
– Es que no durmió… Qué sabréis vos de esas cosas, Kristina, qué sabréis…
Yo, mantenida a la fuerza en una posición de hija, de hermana, durante más años de los naturales, me había anclado en una inocencia impropia de mi edad, o al menos eso debía aparentar. Protegida por ellos, los lazos que me ataban a mi familia eran tan fuertes que no podía imaginarlos rotos, no era capaz de verme en una cama que no fuera mi lecho de soltera, con otros problemas que no fueran los de mi linaje.
Por lo tanto, no echaba de menos los entretenimientos que habían llenado los días de Riquilda. Una vez decidida la ley de legitimidad, para dar ejemplo, mi hermano había renunciado rigurosamente a mantener concubinas, y había desterrado, sin excepciones, a las de los principales señores. Algunas lograron casarse con sus amantes. Otras, la voz silenciada con una casa en las montañas y unas cuantas joyas, abandonaron la ciudad con sus bastardos. Por irritante que le pareciera Riquilda, por mucho que le sacara de sus casillas, el joven rey sólo la visitaba a ella, y mi padre, el otro rey, había sido el primero de una larga saga en guardar fidelidad a su primera esposa y a mi madre.
Una oleada de castidad se extendió por la corte, y ante la sorpresa de los poetas islandeses y franceses, acostumbrados a gozar del favor de las damas a las que cantaban, las noruegas los escuchaban con agrado y cerraban luego las puertas de sus aposentos con doble llave; una preñez en soltería o un hijo logrado sin ser bendecido se condenaba y las condenaba a ellas. Se conformaban, por lo tanto, con suspirar con aire acongojado, con musitar ardientes declaraciones de amor y con acostarse con las sirvientas.
Yo, que no conocía otra cosa, nada echaba de menos.
Riquilda, enamorada cada mes de un joven diferente, ansiaba tanto ser cortejada, estaba tan hambrienta de atención y de miradas, que componía una figura lamentable. Autoritaria, pero sin dignidad, bien vestida, pero sin elegancia, quejosa, pero indulgente consigo misma, mentirosa, exagerada, maleable…, ésas eran las virtudes que atesoraba la futura reina.
– Inventemos algo, Kristina. -Y yo temía esas palabras, porque de manera inequívoca significaban que se enredaría en algún problema y me atraparía a ella con él-. Me aburro, ideemos algo.
Mi padre, que con la edad había desarrollado manías que antes nunca padeció, se irritaba sobremanera con ella, aunque su rango le impedía manifestarlo de manera clara: por lo tanto, estorbaba cualquier actividad que Riquilda iniciara, y aunque procuraba no cruzarse con ella por los pasillos, cuando se daba el caso yo me prevenía para una nueva batería de críticas, advertencias y recriminaciones.
– ¿Qué es eso? -señaló mi padre, sobresaltado, un día en el que cenábamos todos juntos y habían sentado a Riquilda frente a él. Su dedo apuntaba al escote de mi cuñada, que había descendido tres dedos al despojarlo de un ribete de piel ya muy usado.
Mi cuñada contestó con absoluta candidez, mientras yo, advertida de lo que nos aguardaba a continuación, comenzaba a enrojecer.
– La nueva moda francesa sube el talle e impone escotes más bajos.
La abuela, que, como acostumbraba, se encontraba hundida en sus propias cavilaciones, posó la cuchara en el plato y prestó atención.
– ¿Y puedo saber desde cuándo sois francesa?
– ¡Pero es la moda! Y vos deseáis una corte moderna.
– ¡Moderna, pero no depravada! -contestó mi padre. Se hizo un silencio, mientras el mohín compungido de mi cuñada se congelaba en su rostro-. ¡Pero cubríos, por el amor de Dios! -continuó gritando-. Tened en consideración que podría ser vuestro propio padre.
Haakon, que no había reparado en el escote de su mujer, inició otro tema, pero mi padre, como un perro tras la presa, no se desviaba.
– En mis tiempos, una mujer era venerada por su hermosura y por sus virtudes -refunfuñó-. Ahora a los jóvenes sólo os interesa la apariencia, si viste de aquella o de tal manera, y cuántas coronas ha costado su manto. No entiendo que la moda no pueda casarse con el gusto, como antes. Moda y modestia debieran caminar de la mano y engalanarse la una a la otra; no en vano se pronuncian de similar manera y proceden del mismo vocablo.
Mi madre, con una ojeada rápida, se aseguró de que los vestidos de las otras mujeres presentes no aumentaran el enfado de mi padre, pero todas lucíamos pudorosos sobrevestes. Sin embargo, la situación no acabó con ello. Tres días más tarde, mi padre me mandó llamar y me pidió mi opinión sobre las vestimentas de las cortesanas.
– Son costumbres pasajeras, y casi siempre extranjeras.
El rey parecía preocupado.
– Con vuestra ligereza, las mujeres estáis tentando al Cielo. Si os empeñáis en mostraros medio desnudas, los pechos al aire y las faldas cada vez más cortas, ofreciendo los tobillos y aun parte de la pantorrilla, como lecheras, atraeréis la cólera y el castigo divino.
– No son más que atavíos… -dije yo.
– ¿Ah, sí? ¿Y crees que Nuestro Señor Dios, que no tuvo paciencia con Sodoma y Gomorra y mandó una tormenta de fuego para arrasarlas, pensará lo mismo? ¿Habitan en esta corte diez mujeres honestas, al menos? Sólo es ropa… pero ¿no hundió por sus pecados la Atlántida, porque sus reyes se mostraban soberbios y orgullosos y sus mujeres frívolas, en espacio de tres credos? ¿Qué fue de Aland, que desapareció tragada por las aguas? ¿Y las impías Pompeya y Herculano, que fueron devoradas por un volcán, sin que nada quedara de ellas? -Tragó saliva-. A todos nos ponéis en peligro las mujeres con vuestros atuendos, haciendo que los hombres caigan en el torpísimo pecado de la lujuria. ¡No hay nada más vil! Ya fuimos avisados por aquel volcán de que los pecados de Islandia y sus poetas podían ocasionarle la ruina. ¡Y ahora vivo en una corte infectada de poetas y de mujeres que visten a la francesa!
Yo bajé la cabeza, porque el ataque de cólera ya sólo podía remitir.
– Te encargarás de que todas las damas de la corte se cosan vestidos que cubran el brazo, hasta los puños. No sufriré otro escote como el que me cortó el apetito el otro día, durante la cena. Y cuidado también con descubrir la garganta y el cuello.
– Pero -dije yo- las joyas lucen mejor sobre la piel, padre. No nos privéis de ese placer.
– Las joyas lucen mejor sobre las mujeres decentes, que son quienes las merecen.
Salí de la reunión con las nuevas indicaciones y las comuniqué, para gran decepción de las damas jóvenes. Riquilda suspiró.
– Coseré otra vez la piel sobre el escote -dijo.
La abuela hizo un gesto de impaciencia y, por sorpresa, se posicionó a nuestro favor.
– Cuando se enfurece tanto, su cólera se aplaca pronto. Moveos con discreción durante dos semanas y vestid luego como os parezca, porque su mente se habrá vaciado ya de esa inquietud -terció-. Los hombres se quejaban de la impudicia ya en tiempos de la abuela, y aún no se ha acabado el mundo.
Así lo hicimos, y todos los ribetes de piel desaparecieron poco a poco. Mi padre no volvió a reparar en ello. De vez en cuando, mi madre se acercaba al grupo de jóvenes que charlábamos o cosíamos juntas y se burlaba de nosotras.
– Por el amor de Dios, niñas…, ¿no tenéis frío?
Nosotras nos inclinábamos, la abuela sonreía con un raro rictus de satisfacción mal disimulado y Riquilda continuaba con sus vestidos, cada vez más atrevidos.
En otra ocasión, mi cuñada me llamó con mucho sigilo y cerró la puerta de su alcoba detrás de mí.
– Necesito vuestra ayuda -me dijo. Estaba sonrojada, y le temblaba la voz-. De vos no sospecharán.
A sus espaldas, distinguí la figura de una de sus damas, una muchacha llamada Astrid, a la que yo prodigaba un especial cariño. Abrí mucho los ojos, sorprendida, mientras aventuraba lo peor.
– ¿Qué es lo que ocurre?
– Astrid -dijo mi cuñada- ha de verse con su amante; pero los espían. Todos los muros tienen ojos, de manera que los he citado aquí. Nadie buscará en los aposentos de la reina.
– La reina -corregí yo- es mi madre, y no vos.
– Sí, sí -accedió ella, impaciente-. Vamos, el tiempo apremia.
– ¿Astrid tiene un amante? -pregunté, reparando, muy despacio, en lo que significaba lo que acababa de escuchar.
Era cierto, si ataba todos los cabos, que en los últimos meses había reparado en alguna de sus ausencias, en gestos de desdén hacia algunos de sus pretendientes y en que había evitado las modas más atrevidas, pero lo achaqué a su buen juicio, que no se dejaba arrastrar por la influencia de Riquilda, y no a que hubiera entregado sus favores a un único hombre.
– ¿Cómo se os ocurre correr ese riesgo? ¿Sabéis qué ocurriría si sorprendieran a un hombre en vuestro cuarto? ¿Habéis perdido el juicio las dos?
Riquilda daba golpecitos en el suelo con el pie, que calzaba con un borceguí escarlata con un pico exagerado.
– Nadie tiene por qué saberlo. Sólo necesito que os quedéis conmigo en la antecámara, hablando en voz muy alta, de manera que sea evidente que somos dos las mujeres que aquí estamos. Luego, con disimulo, regresad a vuestra cámara, y si algo pasa, decid que no os habéis movido de allí en toda la tarde.
Astrid había juntado las manos, en señal de súplica. En mis oídos incrédulos resonaban las mismas palabras una y otra vez.
– Por favor, por favor, princesa… ¡Es tan fácil para vos, y me daréis tanta satisfacción!
Sin duda, el amor la había enloquecido. Astrid pertenecía al rango más bajo de la nobleza rural; su misión en la corte del rey era destacarse a nuestros ojos y que así lograra un matrimonio con una familia similar en sangre y apadrinada por el rey. Mi familia tenía su tutela, y a efectos legales, aunque cedida al servicio de Riquilda, dependía enteramente de mi voluntad.
Si su amante era, como sin duda así resultaba, un cortesano sin nobleza de sangre, resultaría imposible su boda, en primer lugar, y su redención, en segundo. Si había atraído la atención de un caballero de alto linaje, un duque o uno de los lendmenn originales, su matrimonio tampoco podría celebrarse, porque la dote que su familia aportaba era pequeña y bien conocida, y porque mi padre escogía con mimo las esposas para esos señores, asegurándose de que la red de lealtades se tensara aún más.
Con el constante flirteo y la presencia de tantos jóvenes en la corte cabía en lo humano que por un instante se perdiera de vista el sentido de la vida y la presencia de todos los que allí vivíamos; pero lo que arriesgaba Astrid valía mucho. En realidad, se trataba de todo cuanto poseía. Y lo que Riquilda ponía en juego al protegerla aún adquiría mayor precio: el honor de mi hermano, y, por lo tanto, el mío.
– O sois necias, o habéis perdido el juicio. Ni Astrid ni vos tomaréis parte en esto. Si es necesario, os encerraré aquí, o daré voces. Astrid vendrá conmigo, y nos sentaremos con todos, en el salón.
Entonces se quedaron en silencio, como niñas sorprendidas en una falta, con la misma incrédula expresión que adoptaba mi hermana cuando reparaba en que había dicho una inconveniencia pero aún no sabía cuál, ni cómo disculparse. Riquilda se justificó en un murmullo.
– Pero ellos deben verse…
Tomé de la manga a Astrid, que se dejó arrastrar. De un empujón la saqué de los aposentos de Riquilda, que ni siquiera nos siguió. Empequeñecida, en el quicio, nos vio alejarnos. Ni siquiera se le había pasado por el pensamiento el que yo no pensara como ella, el que alguien no opinara lo mismo que su atolondrado corazón.
– Por favor -suplicó Astrid-, por favor, no digáis nada. Os lo imploro de rodillas, no nos delatéis. Fue la princesa heredera la que me convenció para acordar la cita. El es un caballero principal, y mi afecto por él es sincero. Nuestra unión convendrá a mi familia, y podré así devolver muchos favores prestados. Os tengo por mi amiga…
Podía imaginarlo con nitidez, la estúpida de Riquilda llena de emoción y con el pulso acelerado, con su afecto ligero como patitas de pájaro, contagiada por la historia de Astrid y su amante y, como el eco en una cueva, haciéndolo todo mayor y más complicado, con brillos de los que carecía. La miré con desprecio. Así pues, no sólo el aleteo del amor iluminaba los ojos de Astrid, sino que su codicia había calculado con rigor el peligro que corría, y anhelaba ese título hasta el punto de salpicar a Riquilda con su proyecto.
– Yo no tengo amigas entre las de tu clase.
Lloraba cuando entró en el gran salón, y no lo disimulaba. Fingí haberme enfadado con ella porque me había roto un tul de un desgarrón, y me sentí malhumorada hasta que llegó la noche. Entre las damas que cosían conmigo mi hostilidad había extendido un miedo inconcreto, como si adivinaran que el tul se comportaba como los hielos flotantes y que el peligro de mi cólera se escondía bajo el agua. Las vi marchar a todas y les di mi bendición a regañadientes. Entonces me dirigí a mi madre.
– No quiero a Astrid más a mi lado, madre. Es torpe y vulgar, y no deseo que mujeres así me rodeen ni me influyan con sus modales.
Mi madre levantó con calma la mirada del fuego, que se extinguía en brasas sin fuerza.
– Pero Astrid es dama de Riquilda, y no te pertenece únicamente a ti decidir sobre su suerte.
– Con mayor razón, entonces. Riquilda no necesita otra cosa salvo buenos ejemplos, y no más niñas tontas como ella; no hay día en que no me avergüence. Me siento extenuada, vivo en el ansia de que su siguiente paso no despierte las iras de mi padre o el desprecio de Haakon. Me comporto como su aya y empleo mi tiempo en educarla, cuando cada día me convenzo más de que no aprenderá nada ni mejorará nunca. Y si sus damas no me dan sino problemas, ¿cómo podré soportarlo?
Odiaba mentir, pero no soportaba la idea de volver a cruzarme con Astrid, de sus futuros cuchicheos con Riquilda, de sus miradas tristes de soslayo, ni deseaba la sensación de que su vida y su honor estaban en mis manos, con mayor peligro y precisión que en las de su amante.
– Quiero -me obstiné- que la alejéis de Bergen, que sea enviada a otra de las casas del rey. Nuestro compromiso con su familia sólo consistía en casarla, y eso puede realizarse en otro palacio.
– Sé que estás enfadada porque te ha rasgado una camisa -dijo mi madre, pensativa. También ella envejecía, y la persuadíamos con mayor facilidad que en el pasado-. Pero es cualidad de los poderosos mostrarse compasivos, y nunca mostraste un corazón mezquino. Nunca te había visto perder la compostura por el yerro de un inferior. Medítalo, pide consejo en la oración, y si mañana continúas con el mismo parecer, enviaré a Astrid a las Feroe.
Astrid partió dos días más tarde, primero al encuentro de una comitiva que procedía del este, y de ahí, en un viaje sin retorno, a las islas del norte. La vi marchar sin lágrimas, con una secreta satisfacción, aunque durante mucho tiempo soñé con ella y con sus manos unidas en una plegaria ante mí, cuando creía que aún sería posible que se entrevistara con su amante.
Riquilda no me dirigió la palabra en varios días, y lejos de aliviarme, esa venganza pueril me entristeció. El resto de las damas y las siervas se mostraron excepcionalmente cuidadosas con mis vestidos y mi peinado, porque se había extendido el rumor de que por una nadería había desterrado a mi amiga más cercana, y todas caminaban silenciosas como ratones, sobre pies de vidrio. Comenzaron a preferir la compañía de Riquilda, que lo vivió como un triunfo sobre mí y que las consentía y adulaba de manera escandalosa.
En mis momentos de mayor desesperación, daba gracias por no ser como ella y por tener un espejo tan fiel de lo que aborrecería ser, si algún día, por fin, me encontraba en la situación de ser una mujer casada.
Recibió entonces el rey Haakon el Joven una carta de su padre, el rey Haakon IV, pidiéndole que fuera a Oslo a encontrarse con el obispo Haakon y que aguardara a que él regresara de Bergen. El padre y el hijo discutirían, reunidos allí, qué respuesta dar a la complicada encomienda del embajador don Fernando. El rey de Castilla, don Alfonso, el grande y sabio, solicitaba la mano de la doncella Kristina, hija del rey, para uno de sus hermanos…
No debió haber sido así. No era así como mi hermano imaginaba su partida de ajedrez.
Si las damas de la corte se dejaban llevar por dulces ensoñaciones sobre los amores que cantaban los poemas, sobre caballeros cruzados que se crecían en las adversidades y se mantenían leales a una mujer, Haakon cayó también víctima de un singular enamoramiento.
Haakon pensaba noche y día en don Alfonso, el décimo de Castilla, el aspirante a Emperador del Sacro Imperio Romano. El rey Sabio. Ese hombre, que había llegado al trono ya barbado, con treinta años, despertaba la admiración de mi hermano, que encontraba grandes semejanzas entre su figura y la suya.
Lo observó durante años, y adaptó como mejor le cupo sus movimientos acertados a nuestro país. Como él, instigó la devoción a los santos y la cercanía a la Iglesia. Estudiaba sus pactos y tratados, y los aplicaba a los que nuestro país necesitaría. Se preocupó, como Alfonso hacía, de que se estudiara la retórica y se fijara por escrito el derecho en los monasterios. De él aprendió que las guerras y los matrimonios no eran la única manera de engrandecer un país. Y, en todas sus embajadas, en toda la comunicación con el sur, preguntaba siempre:
– ¿Ha concebido ya mi señora doña Violante?
El rey de Castilla y su esposa, una infanta aragonesa, no tenían hijos, pese a que se habían unido en matrimonio en el año remoto de 1249. Y cada año sin descendencia mi hermano acariciaba nuevas ideas, tejía caminos nuevos y esperaba, pacientemente, a que le informaran de que Alfonso de Castilla había repudiado a la hermosa Violante, la Yolanda de los poetas, por su vientre estéril.
Y así, cada noticia que vertía en los oídos extranjeros sobre mí estaba destinada al conocimiento del rey Alfonso. Kristina de Noruega era devota, y para probarlo yo recorría santuario tras santuario y entregaba dinero de sus arcas, porque no sería conveniente que otra princesa me arrebatara la reputación de santa. El rey castellano parecía encontrar gozo en el estudio, y por ello se le decía que Kristina hablaba latín y otras cinco lenguas y había aprendido a leer y a escribir como un hombre de leyes, y en su boca y en sus palabras yo parecía una mujer instruida, en lugar de una muchacha que supiera decir cuatro frases de cumplido en ruso y en alemán.
Se contaron muchas invenciones hermosas sobre mí en aquellos años. Kristina aventajaba en belleza a todas las princesas de su generación, y se insistía en que era rubia y de ojos azules, como casi todas las jóvenes que me rodeaban. Pero Haakon sabía que la madre del rey Alfonso, debido a su origen alemán, se me asemejaba, y no se le ocultaba que la mayor parte de los hombres poderosos buscan esposas que les recuerden a sus madres. Y por lo tanto, si algún rasgo había que compartiéramos Beatriz de Suabia y yo (y de ella se decía que era óptima, pulchra, sapiens et púdica), se ponía de manifiesto hasta el aburrimiento.
A mí no me alcanzaba la hipocresía hasta negar que fuera hermosa: lo era, pero ni remotamente la mujer más bella de mi generación, ni siquiera de mi corte. Pero la reputación, como había anunciado mi hermano, se extendía en las lenguas de los romances y las baladas, y ellos dictaminaban que mi fama se conformase así, y por lo tanto, así era.
Si Alfonso repudiaba a Violante de Aragón, de la estirpe de Hungría, se exponía a la cólera de su reino vecino, el regido por el belicoso rey Jaime I: se contaban atrocidades del rey aragonés. Había logrado, en los años de su reinado, unos territorios considerables, la conquista de las islas Baleares y la sumisión de infinitos reyes moros. De su capricho dependía la vida y la muerte de numerosos señores colocados en las marcas, y aún dormido trazaba planes de batalla. Nadie sabía qué podría ocurrir si le contrariaban de esa manera. Aun así, a don Alfonso, sin hijo varón, no le quedaría otro remedio más que deshacer el matrimonio, ni al aragonés otro que tragar ponzoña tan amarga.
Los españoles matrimoniaban entre ellos o con los alemanes, eso era de todos sabido, y por lo tanto, otras infantas peninsulares y la voraz y prolífica rama alemana acechaban el grosor de la cintura de Violante. Mi hermano debía jugar bien sus cartas y sopesar sus influencias, y como una vieja de pueblo, su estrategia era la de no pedir nada, ofrecerlo todo, convencer al rey castellano, a sus hermanos y consejeros, de que la idea de casarse con una princesa nórdica les pertenecía por entero y que, por cierto, era una magnífica ocurrencia.
Estuvo a punto de salirse con la suya, como en otros tantos casos; pero en la última embajada le refirieron que la odiada Violante había dado a luz a una niña y que esperaba, en breve espacio de tiempo, un segundo hijo.
– Pero eso no puede ser -repetía, atónito-. ¡Es del todo imposible! ¿Por qué ahora? ¿Por qué en este momento?
Luego supe que la Bruja le había dado esperanzas en esa causa: sus runas me veían comprometida con la corona de Castilla, y al rey, sin hijos durante varios años aún.
Fuera porque el rey hubiera vencido un virgo resistente, por milagros de la Santa Madre, remedios de brujas o un amante bien elegido, Violante no dejó, desde ese momento, de parir hijos. Ya entonces esa mujer nos amargaba la existencia. En ocasiones, la gloria de una familia supone el ocaso de otra. Los niños rosados que lloraban entre las puntillas castellanas amargaron los días de mi hermano. Incluso antes de que yo tuviera noticia completa de todo esto, Haakon había claudicado; en dos cosas únicamente había fallado en su vida: no había nacido en primer lugar, aunque la suerte ahí le había colocado, y no lograba encontrar el destino adecuado para su hermana. Él ocupaba por orden natural un segundo lugar, y se veía obligado a entregarme para que cubriera uno semejante.
– Pero hemos estado tan cerca…, tan cerca…
Cuando pensaba en alto sus palabras delataban que aún albergaba alguna esperanza.
– Ella puede morir. Sus hijos pueden ser desheredados a favor de otros, nacidos de otra madre, de una princesa real. Pero -y su voz se entristecía de nuevo- Violante de Aragón también es infanta real.
Atormentado, menos comprensivo cada vez con las ocurrencias de su mujer y silencioso conmigo y con mi madre, decidió tomar a dos de sus amigos y marcharse al este, a uno de los cotos de caza que mantenía. En esos territorios extensos y agradecidos había conseguido los halcones que envió al rey Alfonso.
Cuando regresó quiso verme inmediatamente.
– Prepárate para un viaje. Iremos a Agder -me dijo-, donde mi padre y yo deseamos hablarte de temas concernientes a tu futuro.
Haakon el Joven acostumbraba a montar a caballo, y se complacía cazando con aves y peños. Un día decidió encaminarse hacia el este y cruzar el río, en dirección a la isla Dorada. Aquella noche se sintió indispuesto, y se apresuró en regresar a la bahía en un barco. El viento le fue favorable. No obstante, cuando arribó en Olden, enfermó de nuevo. Por lo tanto, fletaron un velero y lo llevaron a remo hasta T0nsberg. Allí tampoco encontró consuelo, por lo que lo trasladaron hasta el monasterio de Munklif donde le prepararon una cama.
Sabedores de eso los españoles le enviaron un médico que había viajado desde España con don Fernando, y, tras muchas dudas, le administró un medicamento para su dolencia. Para infortunio de todos, eso no alivió sil mal. Dos noches más tarde, pasado el día de la Santa Cruz, moría el joven rey. Todos se dolieron de esa muerte, porque Haakon el Joven era, muy querido por la gente humilde, y muy generoso. Delgado y de talla mediana, de gran fortaleza y agilidad, le había dado Dios bonitos ojos, bella cabellera y un semblante atractivo. Nadie, en toda Noruega, montaba a caballo mejor que él. El cuerpo de Haakon el Joven, que hubiera sido rey, fue llevado a Oslo y enterrado en la iglesia de San Hallvard, donde otros reyes descansaban.
No hubo, ni habrá nunca, caballero como mi hermano Haakon.
Sus huesos son ahora polvo. De sus bonitos cabellos, el orgullo de mi madre, no quedarán ahora más que hilachas en su tumba. De su inteligencia, de las horas inclinado sobre los libros, de las conversaciones agudas con los sabios de su tiempo, no queda nada ya. No consiguió fortuna propia, ni tierras, ni un tratado con su nombre. Sin herederos, cuando nosotros hayamos muerto su nombre se perderá sobre la tierra, como un viento que calentara la tarde de octubre y se enfriara luego, agotado. No obtuvo nada para él ni fundó el linaje al que hubiéramos entregado nuestro país.
Era el cuarto de mis hermanos que moría, y el primero que lo hacía en su cama, aunque las circunstancias fueran sorprendentes. Sólo me quedaba ya Magnus, un jovencito discreto y estudioso, al que mirábamos con indulgencia y un rastro de piedad, porque las comparaciones se formaban solas y a él le faltaba el brillo que acompañaba a Haakon, un brillo que lo había distinguido entre todos los nobles desde que era un niño.
Si nosotros perdíamos a nuestro hermano predilecto, Noruega perdía al mejor rey que hubiera podido tener, al cómplice de mi padre, a la mente más prodigiosa que había dado su siglo.
Riquilda prorrumpió en alaridos cuando supo la noticia. Por un angustioso momento, no supimos cuál de los dos reyes Haakon había muerto. Las dos posibilidades parecían aterradoras. Con mi padre, el futuro se imponía, con el tajo potente de un zarpazo, y se dejaba atrás el pasado, siempre pesado sobre nuestros hombros. Con mi hermano, moría la esperanza, los aires de renovación, el camino al sur, la lenta ascensión de nuestra familia.
– ¡Lo han envenenado! ¡Lo han envenenado! -gritaba Riquilda, mientras se clavaba las uñas en el rostro y se golpeaba sin tino contra las paredes.
Nosotras la retuvimos, vagamente avergonzadas de su excesivo dolor. El nuestro, el de las mujeres de la familia, era mucho más intenso, como un hueso roto que se clavara en la garganta, pero manteníamos la compostura ante extraños y ante los embajadores españoles, que, muy molestos, no dejaban de recitar condolencias.
El médico que lo atendió en su enfermedad, un judío versado en las artes moras y europeas, se presentó ante mis padres.
– Debemos descartar el envenenamiento -explicó-. Los miembros del heredero se mantuvieron flexibles y llenos, y su rostro no perdió el color.
– Esos cotos albergan fiebres y miasmas -dijo mi madre-. No era la primera vez que él o alguien de su séquito regresaban enfermos.
– Nunca de tanta gravedad -observé yo.
Mi madre observaba al médico.
– ¿Sois de la raza judía?
– Así es, majestad.
– Entonces nada se podía hacer. La Bruja me alertó de que conservara siempre cerca, y protegidos, a los vuestros, porque en los momentos decisivos seríais la salvación de mi familia. Si no habéis podido salvarle, nada podía hacerse.
El judío inclinó la cabeza.
– Hice lo que pude -musitó.
– Ha sido la voluntad de Dios -decía mi padre, que había recuperado parte de su prestancia perdida.
– Alabado sea -respondimos todos, por costumbre.
Yo creía verlo en cada esquina, se me antojaba que escuchaba su voz o su peculiar carcajada. En cualquier momento tendría que bajar, a la carrera, con su refresco preparado, para darle la bienvenida. Aparecía en la mesa cuando comíamos, en los corredores, en los que me parecía atisbarlo por el rabillo del ojo. Soñaba de continuo, y en todos los sueños vivía, fuerte y apuesto, y un alivio inmenso me acompañaba hasta el despertar.
Mi madre, que pese a su dolor había recuperado cierta serenidad tras hablar con el médico judío, no hablaba de él.
– Ya estamos en paz, Kanja -dijo una vez, de pronto-. Ya nos ha igualado la vida. Tú has perdido dos hijos. Yo he perdido dos hijos.
Luego, cuando ya vencía el luto, dejé marchar a Haakon, y su espíritu se afinó. Pensaba en él con menor frecuencia, y con menos aflicción. Como ocurrió con Olaf, con Cecilia, con Sigurd, sus almas se fusionaron con la mía, y un día, cuando me desperté, ya no sentía nada. El dolor había arrasado mi corazón como en un incendio, y la tierra carbonizada estaba preparada para la siembra.
Mientras tanto, el rey Harald IV preparaba su regreso al sur, y cuando por mar abandonó Bergen y llegó a Agder, tuvo conocimiento de la muerte de su hijo Haakon el Joven. La noticia, como es natural, le sumió en el abatimiento, porque lo amaba mucho. Se dirigió entonces a T0nsberg, donde, en solitario, convocó al obispo, al arzobispo y a todos los consejeros nacionales para que dieran opinión sobre la respuesta que debiera ofrecer al rey de Castilla y a la princesa Kristina. El arzobispo y los sabios dijeron, sin apenas excepciones, que aquella petición de mano resultaba muy conveniente si, como con toda probabilidad ocurría, la situación no cambiaba. Después de consultar con sus cortesanos, el rey dio su consentimiento, y decidió enviar a la princesa Kristina, su única hija, a Castilla, según los deseos del rey Alfonso. Decidió que la princesa fuera vasalla del rey castellano, como lo serían los caballeros que la acompañaran como séquito, siempre que la princesa escogiera entre los hermanos del rey a aquel que le placiera más.
Las semanas siguientes a su muerte transcurrieron suavizadas por una niebla tenue. Mi madre, encerrada en sus pensamientos y sus oraciones, apenas formulaba una frase completa. Hubo que devolverle la dote a Riquilda, y luego llegaron los preparativos de su regreso a Suecia, que fue casi inmediato. Sólo ella lloraba cuando su barco la alejaba de nosotros. En poco tiempo, los poetas la habían olvidado, y ya no hubo hermosas Riquildas que negaran con crueldad sus mercedes a los enamorados. Mi abuela, que había envejecido de repente, veía cómo se sucedían los acontecimientos sin intervenir, por primera vez en su vida.
Los ropajes negros colgaban hasta los pies y se cargaban de la lluvia otoñal, que los volvía pesados y toscos. Durante semanas, los pendones de luto oscilaron en las torres y en las plazas. El país entero lloraba la ausencia de Haakon, y volcaba, como un niño, su pena en nosotros, los que más sufríamos, para que lo consolásemos. Mujerucas que nunca habían posado sus ojos en mi hermano suplicaban al cielo que se las llevara, para así acompañarle. Los niños recién nacidos eran bautizados en su honor, y su tumba, que se encontraba cerca de la de Sigurd el Peregrino, a quien tanto había admirado, mantuvo flores y ofrendas durante años.
La embajada española aguardaba, en un silencio respetuoso, a que retomáramos el contacto con ellos. Todos conocíamos ya la propuesta que traían consigo: deseaban mi mano como enlace entre Noruega y Castilla y que me desposara con uno de los hijos del rey Fernando III el Santo, con uno de los muchos hermanos del rey Alfonso.
– Haakon no albergaba dudas -reflexionaba mi padre-. En cambio, yo…
Obedecíamos todos al impulso de un muerto, a la creencia inamovible de que la intuición de mi hermano era certera y que, si él había planeado nuestra alianza con Castilla, razones más que probadas tendría. En vano intenté recordar alguna frase al respecto que me aclarara su intención. Después de haber aguardado por tanto tiempo, el desposarme con un infante de Castilla me decepcionaba un tanto.
Infanta. Una infanta sin derecho a trono, cuando hasta la estúpida de Riquilda había sido esposa del heredero real.
Por otro lado, entre los reinos vecinos no había reyes que pudieran resultar elegibles. Mi familia había demorado tanto la decisión que, salvo en caso de que alguno de ellos enviudara, no quedaban hombres disponibles.
En Castilla, en cambio, sobraban los varones, al parecer. Sobre mi conciencia recaía la responsabilidad final, la de unirme al hombre que, por linaje, condición o suerte, pudiera perseguir el destino más brillante: quizás no fuera reina, pero mis hijos podrían serlo. Yo, y en eso el pacto no ofrecía dudas, escogía. La mano de mis cartas venía repartida así.
No resultaba habitual que el destino de una princesa se deslizara con tanta placidez como el mío; y así, con el convencimiento de que era la pena por la muerte de mi hermano lo que me frenaba, y mi miedo femenino a lo venidero lo que me atormentaba, accedí a los deseos de mi padre, reuní mi dote y me dispuse a navegar hacia el sur.
– Elige al que más te agrade -decía mi padre-. No te condenes a un matrimonio con un hombre que te resulte repugnante. Todos los infantes son similares en rango y nobleza, de manera que permite que tus ojos y tu corazón decidan.
– No te dejes llevar únicamente por el deseo -indicaba mi madre-. Los cuerpos envejecen, los hombres libran batallas y se cubren de heridas. La apostura no significa nada, y el que tenga buen carácter no ha de enturbiarte la mirada. Escoge al más cercano al rey, al mayor de ellos, al que sientas más ambicioso. Al fin y al cabo, hablamos de matrimonio, y tu marido no tiene por qué gustarte.
– Ten en mente que allí estarás sola, que tu familia sabrá poco de ti y nos encontraremos muy lejos. Esfuérzate porque tu esposo sea tu amigo, como tu madre y yo lo somos, y que sólo persigáis un interés común -me aconsejaba el rey.
– La familia no significa nada, hija -decía mi madre-. Mi padre me traicionó, y me obligó a repudiarlo. Mi hermano luchó para arrebatarnos lo que era nuestro. Nacemos solos, y solos morimos. El amor es una fantasía de los hombres, que justifican así sus pecados y sus ligerezas. Cuanto antes te des cuenta de ello, mejor.
Mi abuela no me dio ningún consejo.
– Eres como tu hermano Haakon -dijo un día, después de observarme largo tiempo, en silencio-. Nunca serás feliz, porque no eres cruel y no sabes defenderte; y si alguna vez lo fueras, no podrías vivir con tu conciencia.
– Sé defenderme, abuela. Pero no tengo necesidad de ello, porque no tengo enemigos.
– Sí, eso es lo que decía Haakon -replicó ella-. Eso es, exactamente, lo que decía tu hermano.
Los enviados castellanos procuraban pasar desapercibidos, pero sus ojos y su tez los delataban. Aguardaban, e incluso cuando mi padre les comunicó que accedían, que el pacto se sellaba y que cumplíamos el deseo por el que mi hermano había trabajado a lo largo de tantos años, continuaron a la espera. Con sus caperuzas de tejidos gruesos, abrigados en sus mantos coloreados, ateridos de frío, pedían más leña para su campamento, se reunían con los nobles noruegos y alemanes más distinguidos, cerraban pactos y, sin duda, espiaban y tomaban buena nota de lo que veían, de lo que se les contaba y de aquello que sólo intuían.
Después de eso, el rey preparó el viaje y escogió con mimo el séquito de la princesa. Al mando se encontraban Peter de Hammar, el padre Simón, que era dominico, y muchos nobles, como Ivar Englisson, Thorleif el Furioso, Lodin el Velloso y Amund Haraldsson. Más de cien hombres y una buena cantidad de damas de la más alta alcurnia la acompañaban. Tanto oro y plata, tantas pieles blancas y grises, tantos dones preciosos le otorgó el rey Haakon que la de Kristina fue, sin ninguna duda, la dote más espléndida de todas las que hasta la fecha se habían visto. El rey Haakon mandó botar una nave de gran tamaño, con dos camarotes privados, uno para la princesa y otro para el embajador don Fernando, porque éste, como hombre de tierra firme, sufría durante la navegación.
Mi padre, como era su costumbre, encontró en la acción un consuelo, y dirigió en persona los preparativos del viaje.
– Bien, bien, bien -rugió un día, frotándose las manos-, tomada la decisión, toda demora nos perjudica. Es mi voluntad que los armadores me presenten un informe en el que enumeren las naves que poseen, para elegir en cuál has de viajar.
– ¿Para cuándo fijáis la fecha del viaje?
– Para este otoño -dijo mi padre.
Yo me sobresalté.
– ¿Tan pronto?
– ¿Qué inconveniente ves? -contestó mi madre, con frialdad.
– ¡Pero es muy poco tiempo!
– Si nos retrasamos, llegará el invierno, y no podrías viajar hasta marzo o abril. La boda no se celebraría sino en verano, y para entonces tú habrías cumplido un año más, y parte de los tratados firmados por tus bodas habrían perdido efecto.
Por lo tanto, al cabo de apenas unos días, mi padre escogió el barco que nos debía llevar hasta la costa inglesa y dio órdenes para que lo habilitaran a su gusto. Le gustaba la navegación, y se inclinó sobre los planos que le mostraban con aire experto.
– He hablado con tu madre, y ambos somos de la opinión de que no hay tiempo para demoras en ajuares -se me comunicó.
Marché entonces con dos de las amas a inspeccionar los baúles de ropa blanca y así hacerme una idea de cuánto faltaba por confeccionar. Las amas se mostraban reacias a acompañarme.
– Pero ¿qué queréis ver, señora? ¿Qué buscáis?
– Presentadme todas las prendas que se destinan a mi casa, los vestidos ya cosidos y los que sólo se han cortado, sin montar.
Después de algunas vacilaciones, una de las dos me mantuvo la mirada.
– No hay tales prendas, señora.
– ¿Cómo?
– No hay nada reservado para esta ocasión. Se hizo, en su momento, para la princesa Cecilia, pero todo se hundió en el naufragio.
Entonces descubrí para mi sorpresa que en los años de mi soltería nadie se había ocupado en preparar mis avíos y que, salvo varias piezas de hilo para el lecho, no contaba con nada. Me eché a llorar.
– Pero… ¿en qué pensaba mi madre durante todo este tiempo?
Las amas guardaron un silencio respetuoso, y me acompañaron de regreso a mis habitaciones. Aún incrédula, me enfrenté a mi madre esa misma noche. Ella se ofendió.
– Y tú, ¿en qué pensabas? ¿Alguna vez se te ocurrió preguntar por tu ajuar, o destinarle un minuto, o dar una puntada?
– ¡He cosido para vos, para los conventos, para mi cuñada! ¡He cosido para todos menos para mí!
– ¡Has supervisado que otros lo hicieran, como yo lo he hecho con el resto de las labores de cada siervo de esta casa, y de todas las casas del rey!
– Me enviáis a tierras extranjeras como una mendiga, sin una camisa que vestir -me quejaba yo, mientras recordaba con desesperación los arcones de Riquilda, sus túnicas bordadas sin entrenar y los exquisitos borceguíes de piel rusa. ¿Qué arcas eran las mías, salvo las dos de mi aposento, con los vestidos de diario, y un pequeño cofrecito con mis joyas?
Mi padre medió entre nosotras.
– No quiero escenas. Estas preocupaciones, Kristina, carecen de importancia. Tu dote será digna de una princesa, te lo aseguro, y ya encontrarás tiempo en Castilla para confeccionar allí ropajes, porque el clima es otro y la moda y el corte también. Pero el tiempo huye, y todo hay que hacerlo en escaso plazo.
Así, mientras mi madre encargaba a regañadientes un liviano ajuar en las dos abadías de costureras más hábiles, mi padre atestaba la bodega del barco con pieles de zorro, de armiño y lobo, de reno y foca, de liebre y de caballo, apenas curtidas, con ámbar y maderas preciosas y cuernos. No había refinamiento, exquisiteces ni nada propio de una dama, sino una acumulación de riqueza tosca, para que fuera transformada a mi agrado en el sur. Me entregó sartas de perlas en bruto, con la idea de que luego las insertara en mis ropas y las del infante, mi esposo, y yo dejaba caer entre mis manos aquellas cadenas de mar, sin saber qué uso darles.
– Sé generosa en presentes -me dijo-, porque contarás con pocas semanas para lograr aliados mientras mis emisarios te acompañen, y nada les suaviza tanto el corazón como el oro. Cuando la delegación noruega regrese, dependerás únicamente de tu ingenio y de tus habilidades.
Forjaron anillos de piedras preciosas y oro, de todos los tamaños, para que pudiera repartirlos entre unos y otros. En plata fundieron jarras y copas, cucharas y suficientes platos para la mesa del infante que fuera mi esposo. Mi padre me regaló dos coronas, una de ellas suntuosa, collares similares a petos, a la antigua usanza nórdica, similares a los que lucía la abuela, y que a mí me parecían insufriblemente anticuados, y brazaletes centelleantes. Como una versión sacra de las joyas, incluyó también armaduras y espadas, y ornamentos eclesiásticos de plata quemada. Destinó, además, dinero para la comitiva que me acompañara, para sus gastos, y para los animales que deberíamos comprar una vez en Francia.
– Déjate aconsejar por los hombres que te acompañan en aquello que no sabes, como las monturas y la protección. Compra armas de buena calidad en Inglaterra y en Francia y añádelas a tu dote. Ellos te guiarán. Todos son respetables, todos dignos de confianza. Pero no olvides que el dinero lo administras tú, hasta que llegues a Castilla y sea custodiado por los cancilleres del rey, de manera que muéstrate cauta y discreta. A menudo, una bonita espada muestra al ojo experto debilidades que tú no apreciarías.
Yo, poco acostumbrada a tales responsabilidades y lujos, me sentía abrumada, y pensaba en mis nuevos privilegios mientras doblaba con mi madre las piezas de lana y de lino que nos llegaban de las abadías, incapaz de imaginarles destino. Debían durarme toda la vida, o, al menos, hasta que no cambiara de estado. Las más toscas servirían para vestir a los sirvientes y esclavos, las sedas, teñidas en colores vivos, deberían aguardar hasta que me familiarizara con las costumbres castellanas.
– Las tierras del sur, en lucha constante con los infieles, han de dar ejemplo de modestia y de comportamiento cristiano, con lo que pese a los calores, dudo mucho de que se estilen los escotes franceses y esas tonterías. Ten en cuenta, además, que como mujer casada el recato formará parte de tus obligaciones.
– Claro, madre.
– No me contestes «Claro, madre», como si te aburrieran mis consejos. Muestra el respeto debido.
– Perdonad, madre.
Me regañaba sin reparar en quién se encontraba presente, siervas, damas o caballeros, o las costureras que preparaban un manto para el rey Alfonso, que debía serle entregado en mis desposorios y que presentaba un intrincado bordado en hilo de oro. Dedicaban más amor y atención a ese manto que a mis propias vestiduras de desposada. Mi madre, que se azoraba tanto con los preparativos que acababa gritando o golpeando a las criadas, veía que el tiempo de mi marcha se acercaba, y atajaba mis ideas con frases cortantes.
– ¿Calzas? -me dijo, atónita, el día en el que le propuse que confeccionáramos algunas en hilo suave-. ¿Qué, en el nombre de Dios, te hace pensar que un infante de Castilla no tenga ya todas las calzas que necesita?
Yo me sentí tan confusa que a punto estuve de romper a llorar.
El poeta preferido de mi hermano Haakon, Jan el Cojo, había convocado a las damas para que conocieran qué estilos encontraría yo en Castilla y también en las otras tierras que recorrería durante mi viaje. Ansiosas siempre de nuevas historias, aquellas sesiones nos permitían olvidarnos por unas horas de las preocupaciones.
– En Inglaterra, la corte escucha baladas y rimas -comenzó, con un pequeño salterio entre las manos-. Muchas de ellas hablan del gran rey Arthur y de sus heroicos caballeros, y muchos otros hablan de un bandido.
– ¿De un bandido? -se extrañó mi madre-. ¿Ante señores nobles?
– Sí, majestad. Un buen ladrón, que roba a los ricos para dárselo a los pobres.
– Nunca oí de ninguno que hiciera tal cosa -murmuraron mis damas, mientras conteníamos la risa.
– Qué… moderno -dijo mi madre-. Se me antoja un tanto peligroso. Bastantes historias licenciosas escuchan los jóvenes como para exponerse a otro mal ejemplo.
– En modo alguno, señora, porque todas ellas son jocosas y de buen final. Como el santo Dimas, que se arrepintió en su muerte junto a Nuestro Señor, este bandido será salvado por su amor a la Madre de Dios, que lo protege de todo mal. Pero sirve de azote de los malos clérigos y de los monjes perezosos.
Mi madre, cada vez más intrigada, sonrió.
– Entonces, esas historias no gozarían de aprecio en Noruega, donde todos los clérigos son intachables, y los monjes, diligentes. Así lo afirman ellos.
– Así lo afirman todos, Majestad.
– Me agradaría escuchar una de esas rimas.
Gudleik comenzó a cantar, pero según la balada avanzaba y el bandido Robin y sus alegres compañeros engañaban y apaleaban a un monje borracho, mi madre fruncía más y más la frente, y recibió el final de la historia con un silencio glacial.
– Me cuesta comprender que un reino tan avanzado y digno como es Inglaterra encuentre algún tipo de placer en estas chanzas.
– El gusto de los jóvenes y el de los mayores no siempre avanzan de la mano -replicó el poeta-. Es ley de vida, y sin duda vuestro padre no aprobaba los entretenimientos que en vuestra edad moza os complacían.
Abrí la boca y la cerré de golpe. Gudleik pisaba hielo muy fino, y la reina había retirado su favor a jarls poderosos por referencias menos explícitas que aquélla; pero en esta ocasión, mi madre no pareció ofenderse, y le miró con severidad.
– Mi hijo, el rey, se encuentra aún en una edad muy tierna. Os prohíbo que escuche esta poesía moderna; que, por el contrario, aprenda los buenos ejemplos de sus antepasados y de las glorias de Noruega en las sagas tradicionales. Bien está que las cosas cambien, pero no todas han de cambiar. Y, desde luego, no tan rápidamente, ni todas a la vez.
– Señora -dijo el poeta, fingiendo sentirse avergonzado, al cabo de un momento-, dadme otra oportunidad de complaceros y volved hacia mí vuestros hermosos ojos; que si el sol se nubla, ¿de qué viviremos los villanos? Si queréis historias de amor, versificaré al modo francés, que empalaga a los más ansiosos de dulce.
– Ah, no -rechazó mi madre, levantando la mano.
Las damas más jovencitas mantuvieron el semblante serio, aún sin saber si se había aplacado o convenía afligirse-, id a otra parte con vuestras Isoldas adúlteras y vuestros caballeros que mueren de amor. ¡Nadie se muere de amor!
– Ahora sí -dijo uno de los poetas islandeses.
Mi madre rechazó de nuevo esa idea con la mano. Yo observaba el juego de miradas que algunas de las dueñas mantenían con los pajes y con los músicos, e intentaba dibujar el complejo patrón de las relaciones que ocultaban. De vez en cuando, una de las mujeres recomponía los pliegues de su falda, en lo que sin duda era un lenguaje secreto de citas y mensajes.
– Ahorradme esas pamplinas. Por suerte, la princesa vivirá en un reino cristiano donde el propio rey canta a la Madre de Dios. Enseñadnos algunas de esas cantigas o levantaos y hagamos algo más provechoso.
Gudleik, que como el resto de los poetas de la corte consideraba el estilo castellano pesado y monótono y que, probablemente, había planeado que toda la tarde se dedicara a los ligeros romances franceses y al deleite de coquetear con las damas, ocultó su contrariedad.
– La princesa ya las escuchará cuando se case, y encontrará tiempo para hastiarse de ellas. Si queréis una historia edificante, os cantaré algunas de las que cuentan en la Provenza sobre el Pobrecillo de Asís.
Mis damas extendieron un murmullo de aprobación: Francisco, el pobre de Asís, se contaba entre nuestros temas preferidos. Mi madre, a regañadientes, aceptó. No encontraba demasiada diferencia moral entre el ensalzamiento de los delitos de un forajido y la admiración por un monje que abrazaba la pobreza y hablaba con los animales y el fuego, pero debía ceder en algo. Aún no había finalizado el primer romance cuando se escabulló con discreción y permitió que los jóvenes escucháramos lo que nos viniera en gana.
Así, entre mis dudas por el ajuar, las reuniones entre los embajadores y los nobles y el nerviosismo general, los convites a los invitados extranjeros y la llegada de mercaderes que, sabiendo la noticia, acudían para tentar a mi padre, amaneció el día en el que se pedía oficialmente mi mano.
Llovía; el cielo de Bergen, cerrado a cal y canto, parecía rozar las siete colinas, y los embajadores españoles tiritaban en las estancias sin fuego bajo sus abundantes pieles, que los hacían parecer extraños animales de dos patas. El salón, apenas engalanado, pero libre de los crespones de luto, albergaba a los nobles y los eclesiásticos testigos de la petición del rey Alfonso.
Me habían cosido un sobrevestido de velludo granate, tachonado de estrellas de oro, muy pesado, con forro de piel de ardilla, que me rozaba en el cuello y en los codos. Era, sin embargo, tan bonito que lo elegí para el compromiso, porque deseaba impresionar a los castellanos. La camisa y la capa se habían tejido en hilo de oro, y una redecilla de diamantes, con nudos en forma también de estrella, me retiraba el cabello del rostro.
Seis damas me seguían, vestidas con briales dorados. De manera similar había llegado Riquilda a nuestra corte, después de sus bodas con mi hermano en tierra sueca, y mi padre había repetido la ceremonia.
– Más trabajo, más gastos -gemía mi madre.
– Hay que respetar las tradiciones -decía mi padre-, y crearlas donde no las encontremos.
Don Fernando, el más distinguido embajador sureño, se acercó al estrado en el que aguardábamos mi madre, mi padre y yo. Observado a distancia parecía un hombre grande, pero pronto descubrí que apenas me llegaba a la oreja: sus andares, el empaque de su figura y una altanería constante engañaban sobre su estatura real. Con las palabras rituales, me puso un anillo de oro y perlas en el dedo. Desde ese momento, se apalabraba mi entrega al rey Alfonso; los embajadores se arrodillaron y me saludaron como infanta de Castilla.
Las celebraciones posteriores me estaban vedadas, porque, aunque comprometida, aún era doncella, de manera que me retiré cuando las bendiciones formales finalizaron. A ellos les aguardaba un banquete que se había preparado durante días, los enormes bueyes asándose en hogueras improvisadas en el patio, y diversiones con acróbatas, músicos y combate de poetas. En mis habitaciones, acompañada de mis seis damas, cené con frugalidad y, desvelada por las agudas melodías de la flauta, no pude dormir hasta la madrugada.
A solas, observaba mi anillo. Había visto la marca del hierro en el ganado, y me comparaba, en mis momentos más amargos, a una res vendida. En las horas luminosas me reía de mí y de mis aprensiones, y me comparaba a un gato nervioso y sin nombre, lamiéndose el pelaje, absorto en sí mismo.
Nunca se supo de un viaje más lujoso ni preparado con más esmero. Cuando todos estuvieron aviados se hicieron a la mar.
No nos alcanzó el tiempo señalado para preparar el manto que aguardaba el rey Alfonso.
– Animales, perezosas, ¡bestias! -se desesperaba mi madre. Inquieta, caminaba de un lado a otro de la sala, hasta que dio con la solución-. Acompañaréis a la princesa, sí, sí, vosotras, las costureras, las bordadoras, las torcedoras. Sí, sí, no supliquéis ahora. Antes deberíais haberos preocupado por ello. Durante el viaje, daréis remate al ajuar.
Las que se encontraban presentes aguardaban cabizbajas la cólera de la reina, que, a diferencia de la de mi madre, no se calmaba con el tiempo, y callaban porque sabían bien que no habían avanzado lo suficiente con el manto. Todas iniciaron desconsolados llantos y quejas. Muchas de ellas ni siquiera habían cruzado más allá de los límites de sus pueblos.
– ¡Ni una lágrima! -exigió mi madre-. Regresaréis con los nobles del séquito, una vez que se hayan cuidado de la llegada de la princesa a Castilla.
Conocía a gran parte de los caballeros que habían recibido el encargo de custodiarme: de ellos, Ivar Englisson y Amund Haraldsson me resultaban simpáticos. El primero, hijo de un noble que se había destacado en los años mozos de mi padre, había sido uno de los mejores amigos de Haakon, y se esperaban grandes logros en su futuro. El segundo, un hombre calmoso y callado, algo mayor que mi padre, había encabezado la expedición a Halland, y era pariente de Knut Haakosson, que no nos acompañaba por haber regresado del sur con los pulmones y el estómago dañado.
Todos ellos habían estado presentes en la ceremonia de mi compromiso y se encontraban al tanto, en ocasiones mejor que yo, de las condiciones de mi contrato nupcial. Se les habían encargado importantes tareas diplomáticas, disfrazadas bajo la misión de niñera de una princesa, y si bien algunos me escoltarían hasta Castilla, la mayor parte de ellos harían escalas en el trayecto y regresarían por otros medios, con sus secretos y sus contactos.
Si Haakon hubiera vivido, me hubiera acompañado él mismo a Castilla, con Riquilda en un carruaje similar al mío y con varios de sus amigos más prometedores. Él en persona hubiera puesto mi mano en la de mi futuro esposo, y hubiera aguardado con calma a que el invierno pasara antes de regresar a Noruega. Quizás hubiera esperado hasta saber que yo estaba encinta, y entonces, con los lazos firmemente atados, hubiera retornado. Hay muchas maneras de enamoramiento, y, con la visita a Alfonso, Haakon hubiera completado una de ellas. Mi viaje hubiera sido más lento y provechoso, cada reino con una embajada particular encabezada por el heredero, y un encuentro provechoso del que luego extraer sustancia durante su reinado.
Pero Haakon había muerto, y las señales de luto por su pérdida se marchitaban. Muy pronto sólo su familia encendería velas para guiar su alma hacia el cielo, para que cada llama le aligerara de sus pecados. Por respeto a él, sus nobles me dieron trato de reina, y como homenaje a sus planes y su memoria se embarcaron en el viaje: creo que ninguno de ellos hubiera tratado mejor a su hermana o a su hija; pero ninguno de ellos podía sospechar cómo Haakon me trataba ni qué aspiraba de mí, cómo esperaba de su Kristina, más valiosa que el oro, honores, prebendas y tratados.
Los días se agotaban. Entre las instrucciones de mi padre se adivinaban retazos de pasado, consejos que un rey anciano daba para una realidad que ya le sobrepasaba. Mi madre me regaló de su propio ajuar un relicario, un anillo hueco y un juego de salero y pimentero incrustado con turquesas. Manos muy cautas los habían tallado primorosamente en un coral delicado.
– El relicario guarda los restos del santo del páramo -me explicó-, y cuando nazca tu primer hijo, córtale un mechón de pelo y guárdalo siempre junto a tu corazón. Así me lo dijo mi madre, y yo no le obedecí, y por esa causa pierdo a todos mis hijos. En el anillo, introduce un antídoto, cuerno de unicornio o leche de magnesia, porque esas a las que te enviamos son cortes taimadas. Lleva siempre contigo tu propia sal y tu propia molienda de pimienta… y recuerda que el coral cambia de color y se vuelve azul cuando hay veneno en la mesa. Que sean estas joyas tu garantía de vida y tus amigos más fieles.
Mi madre, la serena mujer que había visto sin una vacilación cómo su padre se despedía antes de partir hacia su propia muerte, intentó ocultar las lágrimas de los ojos enrojecidos.
– Te mando a tierra extraña, y no tengo cómo protegerte, hija mía. Fíate del coral y entrégate a Nuestro Señor, que te mantendrá libre de todas las acechanzas. Después de ti sólo me queda un hijo… Es el castigo de Dios a mi orgullo. Aunque no siempre nos hemos entendido, que te acompañe mi bendición y mi amor, y que san Olav te guarde.
Yo rompí a llorar también, por esa extraña simpatía de almas que se produce ante las lágrimas, pero sólo podía pensar en una cosa: siempre obedecí a mi madre, siempre cumplí su voluntad y no me aparté de su lado en los más de veinte años de mi vida bajo el sol.
– ¿Cuándo, por piedad? ¿Cuándo no nos hemos entendido? ¿Cuándo os falté o contrarié? ¿Qué mal hice para ofenderos?
Pero mi madre se alejó de mí y no contestó. ¿Qué albergaba el seno de mi madre, y por qué la suya no era la misma pena, el mismo desgarro que a mí me rajaba en dos?
Me colgué el relicario, en mi flaco dedo corazón oscila aún hoy el anillo cargado de carbón, y en una faltriquera, en torno a mi cintura, guardo el pequeño salerito y el mínimo hueco excavado en el coral para la pimienta de Persia.
Siguen siendo tan hermosos como hace cuatro años, tan bellos como cuando mi madre, en las ocasiones señaladas, me los dejaba tocar de niña. Conozco de memoria las curvas del relicario, un medallón grande, partido en dos, de color sangre. Ese tono nunca se ha oscurecido ni ha virado al azul, pero algunas de las perlas han perdido el oriente, ante el mordisco de los perfumes y los afeites: los que blanquean la piel matan el brillo de las perlas y deshacen el oro; sólo la fortaleza de la piel morena los tolera. No, desde luego, la mía.
La reina, mi madre, le ocultó sus joyas de coral a mi hermana Cecilia. Le dio, como a mí, consejos y oraciones para las enfermedades, las tormentas y los malos partos, pero nunca mencionó nada de los venenos y sus antídotos. Quizás me quería más. O puede que, entre las bodas de una y otra, aprendiera a recelar de más peligros, a ver enemigos donde antes sólo encontraba carne y vino.
Mi padre me había habilitado un camarote en la popa del navío, con husos, ruecas, pieles y estrados, un lecho enorme y tapices sobre las cuadernas. Al embajador don Fernando, otro muy similar, de lujo parejo. A mi estancia fueron a parar las últimas adquisiciones de la dote, los cuarzos en bruto y las amatistas, las flores de azafrán secas e incluso una silla de montar de fastuoso marfil, que golpeaba contra las maderas con la oscilación del barco.
La familia que me despidió en el puerto de Bergen era escasa, los más fuertes, los más afortunados. La abuela Inga, imbatible a su avanzada edad, que me dio pronto la espalda, incapaz de soportar una pena sin combatirla. Mis padres, reyes antes que progenitores, supervivientes de mil muertos entre los birkebeiner, de mil entre los bagler, todos los consejos enunciados ya, y la certeza de una separación eterna ante nuestros ojos. Mi hermanito Magnus, el nuevo rey, severo en sus pocos años y en la certeza de su destino.
Nadie lloró, y me enorgullecí vagamente de ello. Ante mis ojos continuaban los excesos emocionales de Riquilda, que gritaba como una loca mientras plegaba su equipo sin un mínimo fallo, sin dejar nada atrás ni olvidar un nimio objeto. Ya habría tiempo de llantos a solas, de pena o de alegría. Las princesas éramos amables estorbos, bellos en el mejor de los casos, pero inútiles, hermosos de contemplar, como la luna llena, pero apenas más necesarios. Al menos la luna llena, que alumbraba en mi primera noche de viaje, indicaba cuándo plantar y cuándo segar, pero yo, en mi barco repleto de riquezas, ¿para qué le servía ya a mi país?
Y así mi barco se alejó del familiar puerto de Bergen, de sus siete colinas, de sus casitas multicolores y la nieve que aleteaba en las cimas, de sus gigantes de hielo y sus florecitas primaverales, de las calles que trepaban por la ladera y el palacio de piedra donde había transcurrido gran parte de mi existencia. Todo aquello había sido una prueba, el periodo de aprendizaje para la auténtica vida, que se iniciaba mientras el ancla ascendía por su cadena y las velas se hinchaban con el viento del norte.
Arribaron a Yarmouth, en Inglaterra. Desde allí atravesaron el mar hasta Normandía. Al llegar allí, Ivar Englisson opinó que se debía continuar en barco desde la costa oeste, pero don Fernando, Thorleif el Furioso y algunos otros, que llevaban consigo embajadas para el rey de Francia, prefirieron el viaje por el interior, para visitarlo. Ganaron los segundos, y desembarcaron. Compraron más de setenta caballos, además de los que ya tenían. Thorleif el Furioso y don Fernando mantuvieron una audiencia con el rey de Francia, que los acogió con todos los honores.
Es más, cuando supo que la princesa los acompañaba, les sugirió que abandonaran la idea de atravesar la Gascuña y que viajaran a través de su reino, porque él les otorgaría su carta y su sello. Además, les proporcionó un guía que los llevara hasta Narbona, en el Mediterráneo Mar de Jerusalén. Y, como señor que era de todas sus tierras, los honró y les dio cobijo.
La navegación entre Bergen y Yarmouth careció de problemas, y nos malacostumbró para lo sucesivo: durante el día, las costureras hilvanaban sus agujas sin problemas en los camarotes comunes y retiraban las planchas de madera del mío, de manera que se convertía en un gran salón. Yo jugaba con Ivar partidas al ajedrez de eternas combinaciones, sin que un sobresalto arrojara el peón sobre el tablero. El mar apenas se movía.
Don Fernando, en cambio, se encerraba en su gran aposento con los paneles bien encajados, bebía vino con jengibre, tomaba manzanas machacadas y se arrojaba al suelo con la menor marejada.
– ¡Que el Cielo tenga piedad de mí! -se lamentaba-. ¡Que la Santísima Madre de Dios me ampare!
Daba lástima presenciar el sufrimiento de un caballero cumplido como era éste; pero al cabo de algunos días, tras haber recitado todo el santoral y habernos sobresaltado de noche y de mañana, se mostraba tan exigente, tan impertinente y lloroso que toda compasión desapareció en seguida.
– ¡Voy a morir, voy a morir en este barco, y en lugar de en tierra bendita me arrojarán al mar, para que me coman los peces!
– Peces o gusanos que alimentan a los peces -decían mis caballeros en noruego, hartos de él-. ¿Qué diferencia hay?
Para la navegación contábamos con mapas recién trazados, y de buenos marinos. Para tierra firme, confiábamos en la memoria y saber hacer de los guías. Gran parte del tiempo dedicado a los preparativos del viaje se nos había ido en obtener los salvoconductos de ordinaria administración. Contábamos con que, al viajar con señores de alcurnia, se nos ahorraran parte de las incomodidades.
Don Fernando importunaba a mis mujeres y les suplicaba que lo cuidaran de tan malos modos que ninguna accedía.
– Princesa, hay que elegir: o cosemos, o cuidamos al noble español. No necesita compañía, necesita una nodriza.
Hijas de las olas y el mar, no comprendíamos que el señor de tierra adentro se mareara. Jóvenes, escapaba a nuestro entendimiento el que aquel viaje fuera algo salvo una aventura, lejos de los padres, tan amados pero tan insidiosos, y del peso de la realidad, que cargaba nuestros hombros con pesos invisibles. Y si algo estropeó nuestra plácida travesía marítima, fueron las quejas de este hombre calvo, solemne y poderoso, al que sus pares rehuían, tan incómodos sobre la mar como él pero algo más dignos, mientras buscaban la compañía de mis caballeros noruegos, algo avergonzados por el comportamiento de don Fernando.
En Inglaterra se serenó un poco. Conocía bien Yarmouth, y desde el día anterior a arribar se encontró en condiciones de comer algo y de retenerlo en su débil estómago. Cuando desembarcamos dirigió con mano segura los trámites que debían llevarse a cabo, y aconsejó con buen tino a mis hombres sobre los gastos y las compras que debían realizarse. En todas partes conocía a alguien, y en todos los lugares encontraba amigos.
La escala en Inglaterra marcaba el momento de aprovisionarnos de viandas: necesitábamos carne de vaca para los halcones enjaulados, que rechazaban la que les dábamos porque olían la podredumbre, y conejos y ratas para los gatos que llevábamos con nosotros. Los embajadores españoles insistían en que nuestra raza de gatos, bondadosos, de gran talla, peludos y juguetones, se desconocía en Castilla, y que serían un buen obsequio. Preferían la carne al pescado, aunque no hacían ascos a un pez aún vivo, recién capturado, con el que jugaban con la inocencia de los que no poseen alma.
De vez en cuando, un alarido rasgaba la tranquilidad del barco.
– Loado sea Dios -decía Ivar, y se levantaba para ir a consolar a la atribulada costurera, a la que uno de los gatos, ronroneante, había obsequiado con una rata depositada a sus pies. Luego, con calma y una sonrisa en el rostro, regresaba a mi lado-. Esta vez ha sido el macho. No sé nunca qué hacer, si tranquilizar a la dama o premiar al gato, que no puede comprender por qué no aprecian su regalo. Y, por lo tanto, una mano acaricia la delicada muñeca de la mujer, y la otra, el lomo del gato, y los dos contentos.
– Los tres contentos, queréis decir.
Los gatos cazaban con tanta rapidez que al poco tiempo se encontraron sin comida. Debía ser el nuestro el único barco del mundo que carecía de ratas, y eso complacía a todos menos a los gatos.
Renovamos los pellejos de vino, los barriles de agua y revisamos la loza y los enseres. Aún sin desembarcar comimos ostras hasta hartarnos y bebimos una cerveza tibia y floja, propia de la zona, que ponía tristes a los marineros y les hacía cantar historias melancólicas sobre bacalaítos de las islas Lofoten que acababan en la olla y sobre las muchachas abandonadas en su hogar, que aguardarían en vano el regreso de un hombre.
– Basta ya, por favor -supliqué.
Continuaron.
– Basta, hemos dicho -dijo uno de los españoles.
Lodin amenazó con reventar la cabeza de quienes cantaban penas, pero eso sólo desembocó en un silencio lúgubre que resultaba más penoso que las palabras. Al final, una de las modistas inició una ristra alegre de canciones picantes a las que todos nos unimos sin demora. Al parecer, la cerveza inglesa potenciaba el humor, fuera el que fuera. Sólo bastaba con invocar el correcto.
Compramos también arcos y ballestas, las mejores del mundo, tensadas en secreto y probadas en las Cruzadas. Las que nos vendieron, contaban, habían sido requisadas al grupo de bandoleros de Robin i' the Hood, un conde de Nottingham que se había declarado en rebeldía. Arcos largos y cortos, de cuerdas sólidas y un manejo tan sencillo que yo misma podría haberlos disparado.
– Pero -dije yo, de pronto, atando cabos- ese conde de Nottingham no puede ser el mismo Robin de las baladas.
– Así es, señora -me aclaró el dignatario inglés que nos recibió, John Henry, un barón enriquecido con el comercio de aduanas y que servía de comisario para supervisar los bienes que necesitábamos-, el mismo que nos hacer reír y llorar en las voces de los juglares no hace llorar y reír con sus fechorías y con sus armas. Pero se le acabó el reírse por una temporada, porque lo han atrapado a él y a todos los de su ralea, y se pudrirá en vida hasta que pueda pudrirse en muerte en las mazmorras reales.
Mi rostro debió delatar mi decepción, porque el digno inglés se apresuró a explicar que eso había escuchado, pero que de los rumores no debía fiarse nadie sensato.
– Cada año juran que han atrapado a Robin i' the Hood, y cada año burla las fuerzas que el sheriff les manda. De manera que no sería extraño que también en esta ocasión pudieran rearmarse -añadió, comprobando de reojo que los hombres cargaran los arcos y los apilaran adecuadamente.
– ¿Cuál es su delito? -preguntaron mis caballeros, que habían mostrado tanta desilusión como yo.
– Oh, infinitos, señores, infinitos. Todos ellos, todos los forajidos, cazan en los bosques reales, y no precisamente presas pequeñas. Se jactan de alimentarse de los corzos más tiernos y de los ciervos mejor cornados, y lo que sobran lo cortan y salan y trafican con ello en los páramos del norte. Se burlan de la Iglesia, porque roban y viven en pecado, pero protegen algunas de las abadías y de las ermitas mayores, que los albergan en sagrado y los protegen siempre. Sirven como escoltas de algunos de los nobles enemistados con la corona, y se dice que roban, por encargo de ellos, en las casonas nobles abandonadas o donde sólo quedan mujeres; y de la misma manera asaltan a los recaudadores de impuestos, con los que se ensañan cruelmente. Son guerreros temibles, curtidos en las Cruzadas, y que conocen técnicas de emboscada orientales en un terreno que conocen palmo a palmo. Nadie podrá detenerlos, a no ser que prendan fuego al bosque de Sherwood y los obliguen a salir de allí.
– Yo creía -dije- que Robin i' the Hood, como el buen rey Alfonso de Castilla, era devoto de la Santa Madre.
Me miró por un momento, sin comprender.
– El conde de Nottingham es un hereje maldecido que no ha pisado una iglesia en los últimos diez años. El anterior Robin sí lo fue, señora. El anterior entregaba el diezmo a la Iglesia, y otro tanto de lo robado a los pobres, y se lo pagaron matándole a traición por mano de una abadesa malvada, que con una sangría suelta lo dejó seco y frío como a un cerdo. Las baladas que habréis escuchado se referirán a él. Pero vivimos en una edad de hierro, dulce dama, una edad de hierro, y los hombres que nacemos en ella no somos en nada diferentes a los animales, que ni creen ni rezan ni honran a Dios.
– Entonces, ¿cuántos Robin i' the Hood ha habido?
El emisario se echó a reír, firmó con su sello la entrega de armas y meneó la cabeza.
– Tantos como reyes, buen amigo. Tantos como reyes, y los seguirá habiendo hasta que no haya reyes en Inglaterra, Dios no lo quiera. Venid, no expongáis a la princesa y a sus delicadas damas a los olores infectos del puerto. He preparado una cena fría para vuestra comitiva, nada de protocolo, dos entremeses y un poco de fiambre, pero será un orgullo para mí que los vuestros me honréis en mi casa.
Aceptamos de buen grado, y pronto, envuelta en telas rígidas como las cuadernas, enceradas y que no permitían pasar una gota de rocío ni una brizna de viento, me trasladaron a la casa de John Henry. Nos había mentido: una chimenea chisporroteaba como una muchacha bonita, su familia y su servidumbre al completo nos esperaba, y varios platos de sopa, de carnero humeante y de bacalao en salsa se disponían en el centro de la mesa, tal y como era su costumbre.
– Mi mujer -señaló con displicencia- debió considerar insuficiente el fiambre. Tanto mejor para mí. No os forjéis la absurda idea de que un barón venido a menos cena así todos los días.
Don Fernando, en posesión de su antiguo y diminuto ser, recibió los honores de la casa y los agradeció en consecuencia. Hablamos de temas banales y cortesanos, y también de mis nupcias y de los nobles infantes entre los que me era dado elegir.
– Aymé -dijo John Henry-, que os veréis privada del mejor.
Me habló del infante de Castilla que él conocía, de don Enrique; durante algunos años se había refugiado del destierro en Londres, porque la reina inglesa era su medio hermana.
– Como a las tormentas, nada le domina -me contó el emisario inglés, que se mostró con un trato más cordial de lo que en un principio parecía, como me habían advertido que ocurría en su país-, y poco pueden competir con él en nobleza y en inteligencia. Haríais bien en elegirle, si para entonces se ha reconciliado con don Alfonso, porque desde hace años no se hablan ni se tratan, pero los rumores indican que tal vez eso cambie pronto.
Don Fernando guardó silencio, pero en su gesto mohíno pudo leerse que no le agradaban las palabras del inglés.
– ¿Por qué le desterró su hermano? -pregunté-. Muy duro ha sido el castigo, y no sé si resulta adecuado a la falta o no.
– Los poderosos no se equivocan. Sólo, cuando las circunstancias cambian, rectifican. El rey de Castilla mantiene una exquisita observancia del honor, que puede resultar incomprensible en otros países.
– Pero ¿qué hizo?
– Enamorarse de su madrastra -dijo el inglés.
– Rebelarse contra su señor -contestó, al mismo tiempo, el español.
Ivar me hizo una seña. La situación podía convertirse en un conflicto diplomático en el que no debíamos tomar parte.
– Desconozco muchos de los usos de mi nuevo país -dije-, y con ellos vendrá un mayor conocimiento de su historia y de sus circunstancias.
– Señora, si una pizca de sabiduría reduce, como es habitual en las mujeres, una pizca de vuestra belleza, la pérdida sería tan sensible que os preferimos ignorante y hermosa -dijo John Henry-. En cuanto a la elección, que es una tarea que vuestro sexo ha llevado a cabo con peligro para el hombre desde Eva, no dudo de que vuestros padres y deudos os habrán aconsejado que elijáis según los intereses que convienen a vuestro país.
– La elección corresponde únicamente a la princesa -dijo don Fernando-, y si lo desea, le daremos informes de don Enrique. Pero lo que se comenta en Londres del perdón real parece más bien un rumor en el que el propio infante es el primer interesado: en Toledo no se piensa en que el infante regrese, ni se cuenta con él en partición ni empresa alguna.
El embajador inglés calló y se mostró tan mustio como el español. Finalizamos los platos y trajeron los confites sin que ninguno de los dos lograra remontar la conversación. Parecían dos muchachos enfrascados en una carrera de caracoles, ambos aburridos y defraudados por algo que, en un inicio, se les había antojado emocionante.
Con las bodegas cargadas y los gatos, ahítos de pájaros, tumbados en sus rincones con el vientre redondeado, llegó el momento de partir a Francia y de la renovada agonía de don Fernando. Entonces, de nuevo encerrado en su cuarto frente al mío, vomitaba, gemía y juraba, mientras los peones de Ivar caían uno a uno y mis damas finalizaban el intrincado manto de mi nuevo señor.
Arribamos a Francia en un día terrible, de viento oeste, con las nubes arremolinadas sobre un horizonte difuso. A gritos, mis hombres discutían: don Fernando reconocía su estómago débil y el poco uso que le darían a su fuerza si, al continuar por mar hasta Vizcaya, los piratas daban con el navío. Ivar Englisson era de otra idea:
– El tiempo se abreviaría, los gastos disminuyen por mar, y yo soy el responsable de presentar las cuentas al rey Haakon. Lamento en mi alma los malestares que afectan al embajador español; pero mi misión y mis órdenes son otras.
Thorleif el Furioso, no obstante, apoyaba a don Fernando.
– La amenaza de los piratas no ha de despreciarse. ¿Quién desea ser responsable del error, si capturan el barco, y a la princesa y sus tesoros con él? Por tierra, al menos, contaremos con escolta y protección. Además, de nada serviría el viaje de la princesa si no nos permite saludar a los reyes y arzobispos de la zona.
Amund era de la misma idea.
– Me disgustan los viajes rápidos. Por tierra, es mi voto.
Yo no sabía qué decir. Me parecía bien lo que ellos decidiesen.
En consecuencia, los caballeros principales se reunieron con los franceses, a los que por orden del rey indicaron nuestro destino, y despacharon tres o cuatro temas pendientes que, de manera no oficial, Ivar y Lodin el Velloso portaban al monarca de Francia.
Fuimos invitados a la corte de París, y nos dirigimos hacia allí con el despliegue de honores y seguridad que consideraron oportunos. Durante los primeros días, al pisar tierra firme, nuestras rodillas vacilaban, aún añorando el vaivén del mar. Cuando pensaba en mi encuentro con el rey Luis de Francia yo también flaqueaba. Nunca en mi vida me había enfrentado en soledad a la audiencia con un rey, y el primero de ellos se acompañaba de tanta pompa, de tanto poder, que encontraba insuficiente mi educación, mis ropajes, mi acompañamiento.
Además, mientras el barco nos cobijaba pudimos soslayar sin peligro los roces de nuestro carácter. Para que esa nave se mantuviera a flote, cada cual debía desempeñar su papel, y quien no lo tuviera debía aprender a no estorbar. Por lo tanto, pese al escaso espacio, las tareas se distribuían con claridad y se llevaban a cabo con disciplina, y más nos valía mantener la sonrisa clara, porque no había dónde refugiarse.
En tierra, en cambio, cada cual regresaba a sus defectos, y las disputas menudeaban. De la nada, las disputas entre costureras estallaban a gritos, y había que separarlas por la fuerza.
– Te mataré -se decían, con los ojos entrecerrados por el odio, cuando hasta entonces habían sido como hermanas, y a fe mía que lo hubieran hecho si no las hubiéramos retenido.
– Yo os mandaré matar -siseaba yo- si este escándalo se repite. Carecéis de honor, todas vosotras.
A mis espaldas se hacían gestos amenazadores. Y cuando éstas se amigaban, otras encontraban motivos para guerrear por un dedal, unas puntadas mal dadas o las miradas de uno de los hombres.
Se hicieron evidentes las carencias en las que, desde Bergen, nadie había reparado. Hubo que comprar una tienda lujosa que me diera acomodo en las jornadas en las que no encontrábamos posada o no resultaba adecuada, y otras para la comitiva. Liberamos a los halcones, que volaban amarrados a sus portes, y encerramos a los gatos, que hubieran escapado, curiosos.
Habíamos calculado el coste de la manutención, pero no en moneda francesa, que cobraba por todo cuatro veces más que la noruega. Las monturas facilitaban mucho el tránsito, pero exigían también atención y marcaban su paso más que mis caprichos.
Francia ofrecía bellos paisajes cubiertos de hierba y de los árboles más frondosos, pero ciudadanos hostiles y mal encarados, poco hospitalarios. Los posaderos se comportaban como ricos hombres, y no parecía sino que nos hicieran un favor al hospedarnos. La comida y el vino corriente se pagaban como si fueran manjares, y en muchas ocasiones fingían no entender lo que les decíamos, por más que la voz fuera clara y las palabras correctas.
– Estas son gente de campo -decía don Fernando-, pero nos resarciremos cuando lleguemos a París.
Sin embargo, yo no vi París. Ni sus hermosas calles con empedrados que avergonzarían a la Roma Imperial, ni los tan aclamados jardines, ni las iglesias de tanta fama. Acampamos en las afueras, en la margen derecha del río Louvre, porque el permiso que nos otorgaron no nos admitía intramuros ni ofrecía garantía para las mujeres.
Su Graciosa Majestad no dispuso de tiempo para verme. Despachó con mis embajadores, que lograron el salvoconducto para acceder a su palacio, en apenas una hora, dispuso un par de cartas de garantías y regresó a su timorata vida. Luis IX, que ahora goza, cada vez más, de reputación de santidad, no quiso recibir ni dar consuelo a una princesa perdida, en su lento caminar hacia la muerte.
Debiera haberlo hecho. Él, como hijo de infanta castellana, conocía las costumbres áridas de la corte a la que me dirigía, y sus consejos me hubieran resultado preciosos. Nada me importa que cada viernes compartiera su mesa con leprosos, ni que como humillación lavara los pies de los mendigos que acudían a su palacio. Nada me importa su fama como cruzado. Esos excesos, impropios de un rey, no son sino demostraciones ostentosas de piedad, o argucias militares para conquistar reinos paganos.
No, la piedad se encuentra en otro lugar: en una mirada alentadora, en una argucia compartida, en una frase que alivie un corazón inquieto, o sufriente. Y ésa le faltó al rey francés. Dios se lo haga pagar.
Quizás sean mis palabras duras: no podía entonces el rey saber de mis sufrimientos de hoy. Pero, entonces, ¿qué santo es? ¿Qué divinidad encarna? Los tocados por Dios son muy sabios, muy excelsos. Luis IX de Francia y su contrato de no agresión con mi padre no se asomaron a mi barco agrio de vómitos y pieles, ni a mi tienda de campaña, más civilizada y honrosa, para darme una bendición de compromiso u ofrecerme una cena en mi honor. Francia es tierra de tránsito, y una mujer destinada a un infante no le resultaba ninguna novedad. Mi orgullo sufrió aquellos días, porque estaba acostumbrada a ser mostrada en sociedad, y no a que se me rehuyera como una mercancía maloliente.
Mis hombres, en cambio, se mostraban satisfechos, con el pecho transido de emoción.
– Es, en verdad, un hombre santo. Con qué dignidad, con qué suave voz ha preguntado por nuestros planes.
– Con razón -decía Lodin-. Debió habernos hospedado al menos una noche, y gastar así con nosotros lo que se ahorraba en espías.
– ¿Y qué pretendíais? -dijo, casi sin aliento por la cólera, don Fernando-. ¿Engañar a uno de los más nobles reyes?
– Podríamos haber mantenido alguna ambigüedad respecto a nuestro propósito.
– El conoce su país. Nosotros, no.
– Él conoce ahora, además, nuestras intenciones. Nosotros, no.
– ¿Preferirías arriesgar a vuestra princesa frente a los piratas, antes que fiaros de los salvoconductos del rey?
– Arriesgaría hoy mismo vuestro estómago frente a las olas del mar, antes que revelar mi trayecto a un rey como éste.
Con la tierra firme llegaba el barro, y con el barro los caminos y las calles, los pueblos diminutos y asombrados y las ciudades llenas de orines, de festejos y de ocultas maravillas. Se cerraban las puertas de las murallas al anochecer y dentro comenzaba la fiesta. A veces, en honor a un santo o una virgen. A veces porque sí, porque la vida era corta y difícil, y los ánimos, muchos. Vadeábamos ríos y nos hospedábamos en monasterios que nos entregaban poco y esperaban mucho. Yo contaba por las noches mi tesoro de plata quemada y me preguntaba si bastaría para que los nobles castellanos parpadearan.
Había que retomar, además, costumbres olvidadas. Los colchones debían renovar su paja o sus plumas en menos tiempo del que tarda en decirse, y era necesario que la ropa se oreara en sus arcones, o corríamos el riesgo de que la polilla o el moho nos dejaran sin ella. Si la navegación prohibía el fuego, y a veces en el barco tiritábamos y hubiéramos entregado nuestra alma por una hoguera, por un brasero, el invierno en el continente exigía que para mantener esas anheladas fogatas buscaran leña para las noches, muy a pesar de aquellos a los que tal tarea se encomendaba. Había que espulgar a los animales y ahumar las vestiduras.
Nos hicimos en nuestro devenir por Francia con las bestias que nos llevarían hasta Castilla y con los sirvientes que cumplirían con ello. Cada carro contaba con su carrero, con un perro guardián que sólo obedecía sus órdenes, con dos corceles de recambio y un mozo de cuadra. Descargamos el tesoro que me pertenecía y añadimos, de paso, algún presente más. Un carro, que hacía las veces de capilla, portaba los sacros objetos con los que me recibiría la Iglesia castellana, con los cálices de altar y los libros sagrados. Otro portaba las viandas, otro más la cerveza suave que habíamos adquirido en Yarmouth y que, habiendo sobrevivido al viaje, guardábamos como presente para el rey.
Mi ropa, muy lejos de las cincuenta mudas que se me suponían, continuaba elaborándose por el camino. En Francia adquirimos sarga, bayeta y piedras preciosas del lugar. Las modistas apenas me dirigían la palabra, llenas de ira, porque nada de lo que hacían recibía mi aprobación, y también porque reprimía con mano dura sus quejas o sus peleas. Recamaban velos e hilaban con poca gana, absortas ellas mismas en el viaje, y menos en sus deberes. Sólo las lavanderas, ociosas hasta entonces, me aborrecían más que las modistas. Pero ¿qué podía hacer? Aunque se quedaran una jornada por detrás, de continuo necesitábamos ropa limpia. Éramos muchos, y los caminos rebosaban barro.
Si mientras navegábamos nos habíamos visto desasistidas en nuestra fe, al llegar a Francia, con el carro-capi11a, recuperamos los buenos hábitos. Cada mañana iniciábamos la marcha al alba. Al amanecer escuchábamos misa. Rompíamos el ayuno con un pedazo de pan y un sorbo de vino o cerveza, e iniciábamos el viaje.
– Hay problemas con los turnos de nuevo, señora.
– Ivar, no me digáis eso.
– Entonces, no os hablaré. Pero de nuevo hay problemas con las muchachas que han de mantener los turnos.
Y yo, fuera la hora que fuera, me levantaba y, en traje completo o en camisa, solventaba el conflicto que hubiera surgido entre mis estúpidas siervas, que se escapaban o chantajeaban a los vigías, o se dormían antes de que el fuego, ese preciado animal, avisara con sus brasas de que era necesario renovarlo.
Antes del mediodía, que era frío y llegaba tarde en esas épocas, nos deteníamos para el almuerzo. Nos lavábamos entonces, y las hogueras calentaban el agua para ello. Se cocinaba lo que se había comprado el día anterior para una comitiva de cien personas: ternera y vaca, congrio, rodaballo, pichones y algunos capones, bacalao, ganso, y si los caballeros habían sido afortunados, caza. Llevábamos a menudo corzos para que maduraran, o faisanes, hasta que sus plumas indicaran que era posible comerlos.
Y mucho antes del oscurecer debíamos haber tomado la resolución de dónde pernoctar. Los caballeros que abrían el paso llegaban para informarnos de qué nos aguardaba. Dormíamos entonces en un burgo o en un descampado, en un cuarto en el que antes soltábamos a nuestros gatitos para que dieran caza a ratones, lagartijas, moscas o sabandijas, o dormíamos en la tienda, estremecidas con el menor ruido, con el viento incansable, con las voces extranjeras.
Mi paso por Francia, la de los hermosos árboles, fue árido y solitario. En los carros, las dueñas marcaban con carbón y aguja mis iniciales sobre las sábanas recién cortadas de las piezas de hilo. Cada pueblo que nos veía partir sabía que era ésa la comitiva de la princesa del norte, porque así lo hacíamos notar. Los mastines rodeaban los carros, y las acémilas, que mostraban parte de sus tesoros a través de un minucioso despliegue de fardos, seguían tercamente sus malos instintos.
Como Ivar, yo hubiera preferido un viaje por mar. Solitario, cruel y sincero, el mismo mar que bañaba los pies de mi padre, el rey, en Bergen.
No he visto de nuevo el mar. Mi esposo me promete que me acercará a su orilla cuando mejore, y mientras tanto me regala algunas conchas que esconden sus susurros. Si hago memoria, puedo sentir de nuevo el olor de algas, el chillido de recién nacido de las gaviotas ladronas, el brote constante del mar contra las rocas. Jamás había visto, hasta llegar a estas tierras, un olivo ni una higuera, árboles domesticados, con los brazos en cruz para mostrar su sumisión. Nuestros abetos, nuestros cedros crecen altos, y no se pueden domeñar. Pero también a ellos los alcanza el rayo, y el hacha, El dedo de Haakon.
Cuando abandonaron Francia llegaron a Cataluña, parte destacada del reino de Aragón, donde no pudieron recibirlos mejor. Si bien tuvieron que atravesar altas montañas y caminos difíciles, desde los cuales se veía el mar, la joven princesa resistió el viaje con la misma fuerza que en otros países había demostrado. Y su alegría aumentaba cuanto más se acercaba al reino que había de recibirla. Llegaron entonces a la ciudad de Gerona. En cuanto el conde que la regía supo de la llegada de Kristina, la recibió con un obispo a dos millas de la ciudad. Trescientos hombres, a pie y a caballo, le seguían. Cuando ella se aproximó a la ciudad, el conde mismo tomó de la brida al caballo y la condujo hasta el centro urbano. El obispo la siguió al otro flanco, y la escoltó.
Esa noche, en lugar de cerveza, me dieron vino, mucho más dulce que el que yo había probado hasta entonces, y me sumí en un amodorramiento delicioso. Don Fernando, muy ufano, se revistió de esa autoridad que le daba prestancia. El hombre perdido, enfermo y bajito en Inglaterra, algo nervioso y distante en Francia, desapareció, al mismo tiempo que yo me convertía en algo aún por definir. Si en Inglaterra aún se me dio tratamiento de princesa de Noruega, y en Francia, en cambio, no era sino una peregrina, ¿cómo debía comportarme en Aragón? El embajador se despojó de sus quejas y se empleó en mostrarme lo que nos traía cada milla.
– Mirad -indicaba-, mirad. Reparad en aquello, señora.
El paisaje era el más hermoso hasta entonces visto, pero yo lo atisbaba desde el carro de las modistas, y no a caballo. En el momento en el que crucé la Gascuña ya no cabalgaba, como los varones, salvo en contadas ocasiones. Se me destinaba un carro dorado, lujoso y cómodo, como una cama de enfermo, pero desesperantemente lento. Y aunque le interrogara, no me hablaba de los infantes ni del rey que pronto sería el mío.
– Os instruirán personas más ilustres que yo. Cuanto menos sepáis ahora, más sabréis entonces. Mirad. Observad.
– Una opinión al menos… ¿Por cuál sentís vos mayor querencia?
– Mirad qué montes…
Por bello que fuera el reino de Aragón, no era el mío. Recorríamos tierras donde siempre era octubre, por la suavidad del aire y la dulzura de la brisa. Las montañas nevadas que lo separaban de Francia, los valles verdes con lagos azules y turquesas parecían una copia para niños de aquellos en los que me crié. Ay, Noruega, mis montes, mis lagos, mi mar eterno e indomable.
Pero si mi timorato corazón abrigaba alguna duda acerca del trato que se me daría, don Jaime, el rey, las espantó, como nuestros gatos a las moscas de las posadas. Con su barba blanca bien trenzada, vestido con lujo deslumbrante y en un garañón de incalculable precio, a la cabeza de su corte, me recibió como a un monarca extranjero.
– Doña Kristina, nunca se supo de una estrella que trajera el sol a una corte. Pero las leyes de la naturaleza están ahí para romperlas, y Dios debe amaros mucho para permitiros milagros semejantes.
Durante los primeros momentos, me comporté como una de mis costureras cortejadas. Luego fui capaz de salir del paso con un par de respuestas cortesanas, que quizás él no esperaba, o quizás sí, pero que le hicieron sonreír y mirarme con aprobación.
– Buen carruaje os lleva, señora, pero la belleza de una dama sólo se aprecia si se observa a lomos de un caballo que se le asemeje. Quizás éste -dijo, señalando al magnífico ejemplar negro que llevaba de la brida- no os parezca demasiado malo.
Tendí mi mano para que me ayudara a bajar de mi carro y aguardé a su lado hasta que ensillaron de la manera apropiada al garañón. Y así, a lomos del caballo del rey, salvamos la distancia de tres millas que nos separaba de Barcelona.
Y lo que había imaginado que me aguardaría en Francia, el lujo, la delicadeza, las divertidas conversaciones de amor cortés que hablaban de una sociedad sofisticada, la que me habían transmitido sus poemas y canciones, lo encontré en Aragón. Un reino del que apenas había escuchado hablar, porque su rey era anciano y sus conquistas no nos favorecían, un reino de retama, tomillo, ríos bravos y gente aún más brava.
Con honores parecidos, según se corría la voz, fue recibida en todos los lugares. Cuando se dirigía a Barcelona, el rey Jaime I de Aragón salió a su encuentro con tres obispos y un enorme ejército, y tres millas antes de que llegara la recibió y la llevó en su caballo hasta la ciudad. Durante dos días no los dejó marchar, ni a ella ni a sus caballeros, y dio orden de que en su reino salieran a su encuentro y la honraran, tal y como él había hecho.
– Don Jaime, señora, es un anciano… -intentaba decirme Ivar.
Qué extraños gestos de mi hermano detectaba en él, la manera brusca de girarse o de llamar la atención sobre algo. Habían compartido más intimidad que yo con él, más horas de las que me fueron permitidas pasar a su lado. Llevaba el cabello cortado a la manera de mi Haakon. El preferido entre mis damas era Lodin. Yo, en mi fuero interno, prefería a Ivar.
– Don Jaime, señora…
Banquetes, montañas, señores y siervos, una faltriquera nueva que llevaba junto al seno y una muía, un caballo, un carro a mi disposición. ¿Qué deseaba? Se me daba todo.
– Don Jaime…
Esa debilidad por el caballero Ivar, en caso de haberla demostrado más allá de las cárceles de mi corazón y mi pensamiento, no hubiera significado nada. Las costureras, entregadas a los soldados, quién sabe cuántas de ellas preñadas en el largo viaje, los dedos protegidos por el dedal, hilo torcido, escarlata cosida, paño inglés hilvanado; los centinelas españoles, incorruptibles, leales a su señor hasta la muerte; los marinos noruegos, prontos a velar por su princesa; don Fernando, calvo, de corta estatura y desmesurado orgullo. Todos, en fin, unos u otros, presenciaron cada encuentro entre el caballero Ivar y yo.
– Quien pueda alzar un dedo contra mi castidad, que lo haga.
– Señora… Señora, las habladurías…
Nadie podría ser más consciente de las habladurías y su alcance que yo. Por eso me las ingeniaba para que no sospecharan de mis auténticos pensamientos, ni siquiera de las miradas que de manera distraída pudiera dirigir a un caballero, o a su rival. Evitaba las murmuraciones y que se hablara de damas que no estuvieran presentes. Nadie hablaba de mí, ni siquiera yo. A veces, como ahora sigo haciendo, imaginaba las conversaciones ajenas, como una manera más de matar el tiempo. Relacionaba mi nombre de manera lasciva con cualquiera de los hombres que me rodeaban, e imaginaba mi encendida defensa frente al rey Alfonso, frente a mi padre o frente a un tribunal. Me veía a mí misma muriendo de amor por razones desconocidas, porque ninguno de los hombres que me acompañaban hubiera podido inspirarme, ni mucho menos, una pasión similar.
Pero a mi alrededor sólo encontraba silencio, aburrido, salvador silencio. Nunca di motivos para que alguien murmurara de mí.
Ivar había engendrado tres hijas a las que no podría legar su fortuna, porque las había logrado en una mujer indigna. No sabía por qué, ella le seducía una y otra vez. Malhumorada y ruin, pero también astuta y tentadora, le ataba por la cintura y lo llevaba al pecado. Según las leyes de Haakon no le seguía heredero, al no haber nacido un varón. No se había casado tampoco, de manera que su camino aún se extendía ante sus ojos, libre y joven.
Fui su hermana. Quien diga lo contrario miente, mentiría ante juicio de Dios. Pero ¿por qué nadie quiso llevarme ante esa autoridad? ¿Por qué nadie sospechó, al menos? Fui su hermana, sequé sus lágrimas como secó él las mías. Me aconsejaba y me advertía, porque por mi poca experiencia tendía, una y otra vez, a malinterpretar los hechos y los caracteres.
Nos convertimos en cómplices ante el embajador español. Sellamos juntos nuestro desprecio por el rey francés, jugamos incontables partidas de ajedrez, un arte en el que ambos despuntábamos. Algunas veces gané. Otras perdí, y aún otras me dejé ganar, porque así me había enseñado a hacerlo mi madre, para complacer la vanidad de los hombres.
Compartíamos idioma, edad y el amor por mi hermano. Entre los límites en los que una doncella y un hombre pueden encontrar el afecto, trazamos nosotros el nuestro. Ivar había nacido para el mando, controlaba voluntades y domaba con su voz y con sus bromas a animales y a niños, de la misma manera en la que yo había nacido para dar a luz herederos y torcía hilos entre mis dedos fríos.
– Don Jaime…
– Hablad, Ivar.
– Don Jaime es un hombre viejo de cuerpo nuevo, señora. Vos sois hermosa.
– Acabáramos, don Ivar.
Vacilaba, su cuerpo altísimo encogido por un instante. Yo le mantenía la mirada. Él arrojaba la cabeza hacia atrás, hablaba en voz más alta de lo normal.
– Vos sois hermosa, y una tentación para los ojos, pero a él le puede el instinto de acabar con el reino de Castilla. Lo ha codiciado siempre. Sed cauta, señora. No en vano se muestra con vos como lo hace. No es vuestra belleza lo que le retiene a su lado. Es el padre de doña Violante, es el abuelo de vuestros sobrinos, y sólo mira por sus intereses.
– ¿Y qué queréis que yo le haga? -Inclinaba el rostro sobre el hombro, coqueta, con un ademán aprendido de otras, porque nunca fui dada a esos juegos-. No puedo desairar al rey de Aragón.
Yo encontraba en aquel monarca canoso, encantador, la quilla de mi destino. Me regaló además dos moros músicos, para que me entretuvieran durante el resto de mi viaje. Sureño, seductor y cortés, me hablaba en un francés embriagador, y pese a los gestos desatinados de Ivar y las señas casi desesperadas de don Fernando, yo charlaba durante horas con el rey de Aragón.
– Señora -decía, mi manita entre sus enormes dedos-, por estas manos que han conquistado nuevos reinos, por esta fea cabezota que inclino ante vos, que es una lástima que ojos tan bellos y talle tan fino vayan a enterrarse en una corte tan lúgubre como la de Castilla. Os quemará el sol esa tez delicada. Quedaos en Aragón, doña Kristina, y os daré Mallorca como dote.
Yo me reía, algo desconcertada por la mezcolanza de latín, francés, español, y por el vino, que me calentaba las sienes dulcemente.
– ¿No tenéis suficientes hijos, don Jaime, que aún queréis una esposa nueva?
Él resopló.
– Al demonio mis hijos, mis hijas y quienes los han llevado a bautizar. Casaos conmigo y os haré señora de Montpellier. ¿No os dais cuenta de que si os casáis en Castilla ya no podré atacar esas tierras, porque me tenéis embrujado y no podría toleraros ningún daño? Por el bien de Aragón os lo pido.
– Observo que un hombre puede haber tenido suficientes hijos, pero nunca obtendrá suficientes tierras. ¿Por ventura ocultáis la intención de invadir Castilla? Qué gran deslealtad sería para con vuestra hija, la reina.
– Vamos, señora, soy viejo ya. Haced una obra de caridad y compadeceos de este anciano. Habéis hecho conmigo lo que el santo Francisco con el lobo de Gubbio.
Eran los reinos del sur tan amigos de contar relatos como nosotros, pero sus enseñanzas eran otras, y su manera de narrar, muy distinta. No conocían a los trolls ni a los hombres de hielo, no sabían nada del árbol Yggdrasil, y llamaban Parcas a las Nornas. Nadie les había acercado las historias de Robin el Encapuchado, pero compartían las del Pobrecito, su lobo y sus alondras.
– Tendréis piedad de una ignorante doncella y me contaréis esa historia, buen rey.
– No es una historia, sino una verdad bien contrastada, y uno de los milagros de Francisco el de Asís, el santo pobre.
– Nunca supe que la pobreza diera bien con la santidad.
– Eso es, deliciosa hipocritilla, porque vuestros pocos años sólo pueden aceptar una única verdad en un hombre, y no la complejidad de un carácter sutil. Pues era esto que un lobo terrible asolaba la ciudad de Gubbio, en los tiempos del santo. Era la bestia grande, y sanguinaria, porque había hincado los dientes en carne humana y, tal y como se cuenta, les parece más dulce y sabrosa que la de cordero, y ya no se cuidan de matar hombres o animales. La ciudad cerraba sus puertas, y ya nadie salía solo, fuera armado o inerme. San Francisco, entonces, salió a su encuentro. Cuando lo halló, le hizo la seña de la Cruz, y le conminó a que se acercara. ¡Hermano lobo! -llamó-. Ven, que no te espera ningún mal aquí de nadie.
El rey Jaime bebió un sorbo más, me besó la mano y la muñeca, y continuó:
– Juro por mi salvación que así ocurrió, que me lo contó un escudero italiano que tuve a mi servicio por muchos años. «¡Hermano lobo!» Y el lobo bajó la testuz, se le acercó y se sentó a sus pies. Y el santo le amonestó como haría con un ser humano, le afeó sus muertes y sus pecados y le dijo que si por el pueblo fuera, le darían caza y lo quemarían. Pero que él quería poner paz entre todos, porque sabía lo mala que era el hambre y los extremos a los que llevaba. Y el lobo le miraba como un ser con entendimiento, y movía la cola como un perro. Determinaron, en fin, que el lobo se alejaría del ganado y del mal, y que, a cambio, el pueblo de Gubbio le daría alimento. Se dieron la mano, como dos letrados, y de ahí en adelante fue el lobo de casa en casa, donde fue festejado y querido como un ciudadano más. Ni los perros le ladraban ni los gatos se erizaban. Comía pan de la mano, como un corderito, hasta que murió de viejo, y le lloraron todos. Y eso, doña Kristina hermosa, habéis hecho de mí, un pobre animal de quien era un lobo.
Yo reí de buena gana.
– Por mi fe, señor rey, que me engañáis. A Noruega han llegado también los prodigios del santo Francisco, pero os olvidáis de la parte que remata esa historia del lobo.
Los caballeros, que no abandonaban mi presencia jamás, cabeceaban, poco interesados en duelos de historias; tras dos días de asueto, el viaje proseguía al amanecer, y yo no mostraba prisa.
– Sacadme entonces de mi error.
– Quien saca de sus errores a los reyes suele encontrar un mal fin.
– Ya os he advertido de ello…, pero ni siquiera para evitar ese mal fin queréis casaros conmigo.
Yo pasé por alto su gesto de exagerada desesperación.
– Es cierto, como decís, que el lobo llegó a ese acuerdo. Pero al cabo de algún tiempo, le llegó noticia a san Francisco de que su naturaleza lo había dominado y que de nuevo mataba y devoraba humanos. Muy enfadado, salió a su encuentro, y lo encontró con sangre en las fauces. ¿Qué es esto, lobo'? -le dijo-. ¿No habíamos cerrado un pacto? Y el lobo, muy tranquilo, le contestó: Francisco, mata el hombre a su mujer, hermanos contra hermanos atentan, se atacan todos entre sí como lobos, mienten, destrozan, roban y hieren, ¿y no había de matar yo? Así me contaron a mí el cuento, señor, y también sé sacar enseñanzas de él, que no se supo nunca que un lobo dejara de serlo, ni que un conquistador se encontrara a gusto en paz.
El rey rompió a reír y me dio la razón. Era noche cerrada, y medio casada, medio soltera, ningún hombre me cortejaba como don Jaime.
– Todas las mujeres que he amado las he perdido a favor del reino de Castilla -se lamentaba-. Primero mi hija, doña Violante. Una hermosura llena de aristas, con un corazón indescifrable. Luego, mi hija, doña Constanza, un ángel arrojado a la tierra porque debían encontrarse con que en el Cielo había ya demasiados. Ahora, vos.
Un pájaro ululó en la distancia, y otro, quizás uno de nuestros presos cantores, le respondió. Hacía frío, y el relente caía sobre la hierba y sobre las piedras del castillo y amortiguaba el fuego de la chimenea.
– He casado a mi hija mayor con un loco, y a la menor, con un débil. A saber a qué destino os aboco a vos. Yo tuve otra hija, a la que idolatraba. Doña María. Era tan deliciosa que Dios mismo la quiso para sí. Ingresó en el monasterio de Sigena, que yo convertí en un paraíso en la tierra. ¿Qué Dios es éste, doña Kristina, que me arrebata a mi hija predilecta y me deja, para que lidie con ellas, a las más rebeldes, a las menos hijas mías?
– A menudo pienso en lo mismo, majestad -dije-. Mi hermana murió, mis dos hermanos, los mejores caballeros del reino, fallecieron antes de tiempo. Y han dejado viva a esta mezquina sierva.
Tres -dijo una voz dentro de mí-. Tus tres hermanos. Y la sombra de Olaf me señaló en la distancia.
– No seáis necia. Vos sois un ángel. Su hermana doña Sancha quiso seguir sus pasos. No os voy a mentir, cuando me habló de su decisión de hacerse mercedaria me irrité. Me enfadé, incluso. El carácter de Sancha no se adapta a esa orden. Ha logrado con esto lo que siempre quiso…: peregrinar a Tierra Santa. Dios la bendiga, quizás consigamos algo de provecho con su empecinamiento.
Bebió y ordenó beber. Mis caballeros fingieron hacerlo.
– Pero mi María… Había querido legar su fortuna a las damas que la siguieron, y mil escudos más a quien la albergó. No supo nunca que carecía de fortuna propia. Y cuando murió, hace un año, me llamaron del monasterio. Había acudido allí desnuda. Como venganza, quise infligirle esa humillación. No conservaba más que las joyas que le regalé; y el monasterio, desprotegido y pobre, me ofrecía que las recuperara. Durante algunos meses guardé silencio. Después, doné los mil escudos a quienes ella deseaba. Se me aparecía por las noches, en sueños, sin decir nada: me miraba, con aire desconsolado, y suspiraba.
– Pero vos dijisteis que habíais convertido esa casa en un paraíso, señor. ¿Cómo es que no tuvo dote?
Me miró, con los ojos fijos y agudos como un pedernal.
– Tened cuidado con Violante, doña Cristina. Tiene la sangre oriental de su madre y la ambición de su pecador padre. Convierte las palabras en lo que ella quiere que sean. Prestad vuestro oído a todos, pero a pocos vuestro afecto. Y no a mi Violante.
¿Dónde, en aquella lenta comitiva por Aragón, siempre hacia el sur y el oeste, con la misma ruta de los peregrinos que pedían clemencia a san lago, en el final de la tierra, quedaba Noruega? ¿Dónde los sabios consejos de mi abuela, dónde la lenta vida de la corte en Bergen? Mis días se trazaban con la elección de mi vestuario (la lana verde de mi traje, la capa castaña), el orden de caballeros, el inventario de mi fortuna. Ivar de Noruega y Fernando de Castilla me vigilaban por igual. Mi muía seguía amistosamente a sus monturas, aunque no me agradara la senda que seguía, siempre más peligrosa y retorcida que la de los caballos.
La tierra cedía ante nuestros pies, siempre en movimiento, y ni mapas, ni charlas de caballeros que se agregaban a mi comitiva, ni las señas marcadas en mi camino me permitían saber si me acercaba, en las áridas tierras aragonesas, a la propiedad del rey Alfonso.
– No os entreguéis a don Jaime.
– Estáis loco.
– Si existen motivos para pensar que podéis hacerlo, dádmelos, para que así pueda defenderos mejor cuando me pidan explicaciones.
– Estáis loco, Ivar. No me conocéis.
– No conozco a nadie. No conozco a nadie, aquí.
– Yo tampoco.
Faltaban dos noches para la Navidad cuando la princesa llegó por fin a Castilla, a una ciudad llamada Soria. Acudieron a su encuentro un hermano del rey, de nombre Luis, y el obispo de Astorga, amabilísimos ambos. Arribaron a Burgos para la Nochebuena, y en el monasterio en el que se hospedaban residía doña Berenguela, la hermana del rey. Oyeron misa el tercer día de Navidad, y la princesa les regaló un primorosísimo cáliz. Muy poco tiempo antes, su padre había enviado uno similar a Tierra Santa, y otro parecido había entregado ella en Rouen.
Ablanda el corazón con oro, me dijo el rey.
Entrega tu plata.
Tus pieles de princesa rústica, de pobre confusa del norte.
A los nobles aliados. A la Iglesia. A los reyes, a los parientes de los reyes hasta el tercer grado.
Oro. Plata. Sonrisas.
Sonrisas. Marfil. Oro.
Por el precio y la calidad de sus ofrendas a la Iglesia se había hecho tan querida y famosa la princesa, que nadie recordaba que una princesa extranjera hubiera sido acogida de tan buen grado y con tantos honores. A Noruega llegaban rumores de que nunca ningún rey había obtenido tanto favor como el de la princesa.
(«Esa hija -pensaría mi madre, que era rolliza y hermosa, sufriendo por mis clavículas descubiertas y mis caderas magras-. Quién la amará, delgada y extraña como es. Sin sábanas ni túnicas, mi hija pobre, mi hija indigna…»)
O quizás:
(«Esa hija, extraña y hosca, esa mujer mayor, virgen e inútil… Qué ocurrirá si no es de su agrado, si, como siempre, muestra un carácter rebelde que no pueda domeñar, una opinión propia que contraríe al rey. Cómo podremos aceptarla si la rechazan, qué será de su dote, cómo engañaremos sobre su edad…»)
Cuatro días después de Navidad abandonaron Burgos. El rey de Castilla les había mandado mensaje de que al cabo de cuatro días deseaba que la princesa se encontrara en el lugar en el que él moraba.
Aquella misma noche doña Berenguela, princesa real hermana de don Alfonso, le envió siete sillas de montar de dama, todas ellas de alto precio, y un dosel como el que ella misma empleaba a diario. Decían que ese mismo día el rey había salido de Palencia a su encuentro y que la había recibido como si de su hija se tratara. Nunca había ocurrido que a la hija de otro rey don Alfonso le llevara por la brida hasta el centro de la ciudad.
Acompañó el rey a la princesa el décimo día, y a Valladolid fueron. Con prelados, obispos, arzobispos, barones, caballeros y señores infieles, embajadores y deudos. El rey no permitía que nadie se fuera sin ser honrado, y nadie recordaba tanta magnificencia.
Había perdido la costumbre ya del frío, y los cuchillos de escarcha se me clavaban en las manos que sujetaban las riendas, porque había elegido unos guantes finos. La comitiva real venía a por mí, y a mi espalda, los noruegos aguardaban el encuentro con las mandíbulas apretadas y sus mejores galas. A mí me cubría el rostro un velo, y mi yegua nueva, a la que prefería por encima de la muía o del macho regalado por el rey Jaime, parecía también inquieta, bailarina sobre sus cascos finos.
Esa noche había soñado con mi madre. Con Cecilia, quizás, también. Me entregaba al sueño agotada, y cuando me despertaban por la mañana me parecía no haber dormido. Deseaba descansar semanas enteras, en un único lugar, que todo aquello hubiera ocurrido ya y recordarlo desde mi vejez, a salvo, recién sacudida de un sueño agradable.
Frente a mí se habían congregado gran número de castellanos, villanos y burgueses, que aguardaban presenciar la recepción del rey. Algunos se habían mantenido en ese lugar durante horas, con sus familias y sus alimentos y sus mantas gruesas, como si fueran de romería. Nosotros, con el sudor o el frío punteando la espina dorsal, esperábamos. Valladolid era una urbe inmensa, en la que habitaban veinticinco mil almas. Una ciudad monstruosa, llena de ruido, de gente, desbordada en su insensato tamaño.
Los sones anunciaron la proximidad de los monarcas. Como en Aragón (como en todas partes menos en la mezquina Francia), llegaba después de los primeros escoltas una procesión de antorchas, músicos con sus instrumentos y, al remate de una fila de doce caballeros y doce damas a caballo, costosamente guarnecidos, mi rey don Alfonso con doña Violante. Los pajes, vestidos con la enseña real, se acercaron a mí; el rey descabalgó y me dio la bienvenida.
En latín.
Yo murmuré unas palabras de agradecimiento. No sé si se escucharon. El pueblo gritaba mi nombre, el del rey, vitoreaban y cantaban al son de la música. Ivar se acercó a mí y me arrancó el velo y la toca, de manera que el pueblo pudiera verme el rostro con claridad y a su placer. Tras un instante de silencio, comenzaron de nuevo los gritos, esta vez entusiasmados.
Redoblaron sus alabanzas e intentaron acercarse a nosotros, aunque fuera su acción no más que un teatro, porque estábamos protegidos por los caballeros y ellos lo sabían, y por lo tanto no había sino un forcejeo falso, contenido sin esfuerzo.
– ¿Lo escucháis? Os alaban por hermosa -dijo el rey.
Entonces, Ivar hizo un gesto y yo me cubrí de nuevo. Habían arrojado algunas flores a los pies de los caballos, y otras se habían quedado prendidas en mis ropas. Entre el tumulto apenas atisbado se distribuían hogazas de pan y jarras de vino. Calculé de memoria el desorbitado gasto. ¡Veinticinco mil almas, más las llegadas de otros lugares para el festejo!
El pueblo participaba de la alegría real. El rey tomó la brida de mi caballo, y así caminamos hasta el palacio donde nos hospedábamos. Habían preparado una gran cena, aunque no eran sino las cuatro de la tarde y todavía el sol se encontraba muy alto en el cielo, algo imposible en Noruega.
Por debajo de mis velos pude ver que era don Alfonso apuesto, con rubia barba y constitución sanguínea, como la reina, su esposa, que a su vera caminaba y mostraba, entre púrpuras imperiales, un vientre repleto. Doña Violante poseía un vigor extraño en los ojos, que indicaba que no abandonaba fácilmente una presa, y era muy bella, aunque tuviera el cuerpo deformado por el embarazo y las manos y el cuello hinchados. Me sentaron junto al rey, que, nuevamente, me dio la bienvenida y me besó, como era la costumbre castellana.
– Nos honra recibiros como hermana y saberos piadosa, bella e instruida.
Permanecí en silencio casi toda la noche, y apenas probé bocado. Aunque el viaje había finalizado, aún restaba mi particular elección. El viaje comenzaba, por lo tanto, allí. Miraba a unos y a otros, aturdida, como si soñara aquel momento, y como si no fuera tampoco la vez primera que soñaba con ello.
A efectos prácticos, era aquella cena la importante, y no la de mis esponsales. En mis gestos, según mis reacciones o miradas, juzgarían lo que sería dicho más tarde de mí. Sobre el suelo cubierto de ramas de pino y de retama los pies pateaban con estruendo cuando se me dedicaba un brindis, pero los ojos de muchos continuaban fríos.
Prefiero no hablar de ello. Me he obstinado tanto en ello que aquellos días transcurren en mi recuerdo apresurados y borrosos, cada acto superpuesto al otro, cada hora asesina de la anterior. Me miraban, y yo sonreía y besaba, recibía besos y escuchaba cómo se hablaba de mí sin reparo, con la aspereza de quien habla frente a un extranjero que no conoce la lengua y, por lo tanto, no merece la discreción de la crítica en voz baja.
Ahora hubiera sabido lo que rumoreaban. Muchos me encontraban hermosa, pero eso era algo que esperaba y que, de no ser así, hubiera supuesto una grave decepción. Otros comentaban acerca de mi séquito, o los modales mostrados en la acogida o la recepción. Los que más, especulaban sobre mi presencia allí. ¿Qué hacía, qué pretendía? ¿Quiénes podrían contar con mi apoyo?
La reina y los diplomáticos me hablaban en francés. Con las preguntas que el rey, en voz baja e íntima, me hizo, había quedado claro que apenas entendía el latín que ellos hablaban y que mi conocimiento de la lengua castellana era muy imperfecto. Sonrojada, me dirigí a él en un francés que me pareció, por comparación con el que hablaba doña Violante, oscuro. El rostro del rey no varió, pero los silencios se hicieron más largos.
– ¿Os gustan las historias, señora?
– Mucho -asentí-; pero casi siempre he de contentarme con las que los cantores me dedican y con los poemas que narran.
– Así lo hacen, en general, las damas.
– En mi caso, sólo me queda la poesía para el disfrute, porque no sé escribir -dije.
El rey clavó en mí una mirada penetrante. La reina, sentada frente a nosotros, no perdía una palabra.
– Os complacerán, entonces, las historias de Calila y Dimna -añadió don Alfonso, después de una larga pausa-, que son deleitosas y propias para las damas.
Se volvió entonces hacia don Fernando, el embajador, y no me prestó más atención en el resto de la noche.
Hubiera deseado decirle que no se estilaba, en mi tierra, que las damas recibiéramos una educación basada en las tres y las cuatro normas, salvo que se nos destinara a la Iglesia. Que hablaba con corrección sueco, danés e islandés, inglés y francés. Que lo que en realidad había querido contarle era que no sabía escribir narraciones, pero que era una poeta bastante hábil, que una de mis ocupaciones con Riquilda y sus damas había sido versificar en islandés, al estilo de Snorri Sturlusson, y que las aventajaba a todas ellas, tras horas y horas de escuchar a nuestros poetas.
Fui tímida y callé. Miraba el fondo de mi plato y fingía entusiasmo ante las bailarinas que hacían acrobacias con bolas y bastones. Para Alfonso, que hablaba las lenguas peninsulares, más el provenzal, el árabe, el griego y el hebreo, que conocía de astrología y de leyes, ¿qué significaba el islandés?
Aquella cena se perpetuó hasta que la noche se volcó sobre los tejados y los hombres estuvieron tan borrachos que no resultaba digno que las damas lo presenciáramos. Entonces, evitando con gracia los restos del banquete que ensuciaban el suelo, la reina doña Violante me aferró de la mano y, sin detenerse por los caballeros que intentaban rozar la orla de su manto, me llevó a unos aposentos privados destinados a las damas. Como había hecho el rey, me besó en la frente, en los ojos y en la boca.
– Me estalla el pecho de alegría al encontrar una hermana, una cómplice. Doña Kristina, vos y yo no somos castellanas. Nuestro país y nuestro carácter brota como los manantiales, brusco pero insaciable.
Yo callaba, avergonzada ante los cuidados de aquella mujer.
– Gracias…
– Las que nos encontramos privadas de la familia y el afecto debemos ayudarnos entre nosotras. Yo seré vuestra amiga: podéis confiar en mí. Sabed que no creo nada de lo que se cuenta de vos, y que os protegeré siempre, siempre. No temáis nada. Me he sentido tan sola durante estos años… Seréis mi hermana.
Más tarde supe que la mujer silenciosa que se encontraba sentada a nuestra derecha, demasiado cohibida para acercarse a mí, era aquella hermana que tanto se lamentaba por no encontrar: Constanza de Aragón, ignorada por todos, despreciada por la mayoría. El ángel en la tierra de su padre don Jaime. Sonrió con timidez y asintió a las palabras de la reina. Nunca la vi hacer otra cosa salvo ceder, ni esbozó jamás un pensamiento propio.
– Y, respecto a la elección, que nada os inquiete. Elegiréis bien, con la ayuda de Dios. No, no me preguntéis, que no me sonsacaréis nada. Bastará con una mirada y escogeréis, estoy convencida de ello. Al mejor, a mi predilecto. No parecéis necia ni lenta de entendimiento, y sabréis pronto lo que os conviene. Pero ¡qué ojos, y qué tez, y qué talle! Tendréis que darme remedios del norte para conservar el cabello tan fuerte y rubio. A mí, con las preñeces, se me está quedando en nada -suspiró, llevándose la mano a su espléndida mata de pelo, visible a través del velo.
Con un gesto, indicó a dos esclavas moras que acercaran un brasero y se reclinó en uno de los asientos. La descalzaron y sumergieron sus pies enrojecidos en una tinaja con una tisana que olía a verbena.
– Imagino que traeréis vuestras propias damas…
– Carezco de damas. Mis padres no las consideraron necesarias.
– ¿No? Qué extraño. En este reino se acostumbra que las infantas mantengan a su lado esclavas, criadas y damas de compañía. Yo os buscaré algunas. Doña Juana, de la casa de Castro, es virtuosa y muy buena, pero tan aburrida… ¡Doña Mayor puede servir para esa tarea! Quizás os conviniera doña Inés, la hija de González Girón. Nobilísima, su padre fue mayordomo mayor de mi suegro, y muy linda. Pero no nos ocupemos de eso ahora. Sé que habéis visto a mi padre y que fuisteis de su agrado. ¿Qué cuenta el viejo lobo? ¿Podéis creer que me tiene abandonada aquí, en Castilla, sin mandarme llamar, ni visitarme, ni apenas enviarme noticias? Si no fuera por mi insistencia, no sabría nada del reino en el que me crié. Llévate eso -dijo, sin pausa, a una esclava que le acercaba una copa-. Pero ¡qué alegría teneros entre nosotros, y qué impresión han creado vuestros regalos en la corte! Doña Berenguela me ha hablado de una capichuela de armiño que traéis, y que es cosa de ver. Claro, que no creo que me la destinéis a mí.
– Es vuestra -dije, mientras aceptaba, a mi vez, un poco más de vino.
– No, no, de ninguna manera -pareció vacilar-. Aunque, bien pensado, no os he de desairar si tenéis el capricho de regalármela. He visto también el manto que bordasteis para el rey mi señor. Muy hermoso, muy hermoso, una obra de arte… Cierto que no es el estilo de la corte el llevar tantas perlas… Hace años que esa moda ya pasó, pero por supuesto, vos no teníais manera de adivinarlo. Aun así, no me cabe duda de que Su Majestad apreciará el detalle. ¿Qué es esto? -preguntó, señalando el relicario de coral que mi madre me había regalado y que siempre llevaba conmigo.
– Un relicario.
– Qué forma más curiosa.
– Es de coral… para alertar del veneno.
Doña Violante se incorporó y chapoteó un poco en el agua.
– No puedo creerme que aún creáis en esos atrasos… Encomendaos a María Santísima y libraos de esas supersticiones. ¡Venenos en la corte de Castilla! ¿Por quién nos tomáis? ¡Ay! -suspiró-. Me temo que habremos de instruiros en casi todo.
Yo, aturdida por los giros de su pensamiento, no sabía qué decir.
– No coméis casi nada, doña Cristina -espetó, de pronto-. ¿Cómo queréis presumir de colores si no os alimentáis? Pero aquí os daremos bien de comer. -Lanzó una mirada de soslayo a doña Constanza, que, al igual que yo, era de miembros menudos-. A mal que lo hagáis, os aprovechará mejor que a doña Constanza. Ya me han contado que apenas traéis vestidos. Me resultó chocante, con todo el tiempo que vuestro padre se demoró en casaros. Pero que no os enoje eso, que ya hablaremos de los ropajes cuando las fiestas hayan pasado, y quizás os encontréis entonces con alguna sorpresa. Y ahora dejadme todas. Tengo tanto sueño que si no os vais me quedaré dormida mientras hablo.
Nos despidió con la mano, sonriente, y cuando abandonamos el cuarto doña Constanza se detuvo un momento a mi lado. También esperaba otro hijo.
Yo la miré con desconsuelo. El manto, aquel manto por el que dos docenas de costureras me habían seguido en el largo viaje, había perdido su valor en una frase de la reina. No podía expresar mi desencanto, pero sentía que las sienes me latían, y si no me hubiera contenido hubiera entrado de nuevo en los aposentos para abofetear a aquella absurda parlanchina.
– Ya os acostumbraréis…, siempre es así. Está llena de vida.
Con paso lento, entorpecida por unos pies que no recibirían ni mimos ni cuidados ni el baño cuidadoso de las siervas, me guió hasta mi cuarto.
– Y el rey siempre parece algo severo, porque así lo requiere su cargo; pero nadie se va de su lado sin que le acompañen generosas mercedes. Hemos llegado, señora.
– Dios os bendiga, doña Constanza.
– Que él os guarde, doña Kristina.
Y, sin criadas ni camareras que me ayudaran a desvestirme, lejos de todos los que me habían sido fieles en mi país y en otros, me dispuse para dormir en mi primera noche en la corte castellana.
Alfonso el Décimo no me esperaba a mí, sino a mi hermano. Pero tampoco yo confiaba, durante todo mi viaje, en hallar a quien me encontré.
En realidad, ambos, el rey y yo, esperábamos encontrarnos con mi hermano.
Y, mientras en esto holgaban, recibieron mensaje del rey de Aragón, suegro del de Castilla, a su yerno, el rey, y a la reina, su hija, pidiéndoles que le concedieran la mano de la princesa noruega. El rey habló de este asunto con los embajadores, y añadió que el rey de Aragón no podía ser mejor monarca; pero los sabios regidores descartaron al venerable rey de Aragón por su mucha edad y los pocos años de la princesa, y no se habló más de este tema.
– Don Jaime.
– No, Ivar.
– Pensadlo. Él os tratará con afecto.
– Es viejo.
– Pero es rico. Os cubrirá de perlas y oro.
– Es rey rival.
– Aun así, es rey, que siempre será mejor que un infante. Y os desea y puja con dineros.
– Pero a mí me espera ya un infante de Castilla.
– Sus poetas hablan de vuestro cuerpo, de vuestro cuello de garza. Sin conoceros, los aragoneses os aman.
– Si a tal me remitís, don Ivar, he de negaros el saludo.
– Princesa.
– No os entiendo. Hace unas semanas os horrorizaba el que me pudiera comprometer con el de Aragón, y ahora me animáis a que inicie otro viaje, traicione a mi padre y la voluntad de mi hermano y me vaya.
– Entonces era entonces, y sólo conocíamos lo que se ofrecía ante nuestros ojos. Ahora nuestras armas son otras.
– Idos. No os escucharé.
– Princesa… ¡Princesa!…
Luego, con mayor tranquilidad y sosiego, el rey presentó a la princesa a todos sus hermanos. Le describió el carácter de cada uno de ellos. Federico, el mayor, era el mayor de todos ellos, un hombre valiente, buen guerrero, buen juez, bueno en todas las artes. Le gustaba la caza, y era por esa razón por la que le deformaba una cicatriz el labio.
Elige al que más te agrade.
No te dejes llevar únicamente por el deseo.
El mismo frío de los días anteriores helaba el agua en las jofainas y enrojecía la nariz de las mujeres que, al cabo de dos días, me habían sido asignadas. Como las Cortes que el rey había convocado se encontraban recién finalizadas, aún mantenían en el llano, en las afueras de la ciudad, las tiendas al estilo moro en las que habían tenido lugar. Allí nos reunimos los reyes, los infantes y los miembros más destacados de las dos delegaciones, y el viento agitaba las telas y silbaba como un cabrero entre el brocado y las cintas tendidas.
Uno a uno me presentaron a los infantes. Con parsimonia, el rey, sentado junto a mí en un trono similar, aunque un escalón por encima del mío, me indicaba sus virtudes y sus carencias.
Yo vestía un brial encarnado, de tafilete, que me hubiera hecho tiritar de no haberme envuelto en pieles y en un manto azul que se ajustaba en mis hombros con un broche de oro. Los infantes, por el contrario, habían elegido atuendos humildes, de un lienzo castaño que cualquier campesino podría haber comprado.
– Se escapa de lo común -dijo el rey, primero en lengua castellana y luego en francés- que una dama escoja entre los pretendientes, sin que éstos se hayan batido en duelo o desafiado. Entre hermanos, pecado sería que se atacaran. Pero la dama es tan hermosa, y reúne tantos méritos, que sólo el mejor entre los nuestros sería digno de ella, y así lo manifestamos a su padre, el rey Haakon. Por lo tanto, princesa, prestad atención a sus virtudes, que su corazón, el de todos ellos, ya os pertenece.
Don Fadrique comía únicamente por una de las comisuras de la boca, y hablaba a través de la misma herida, en un murmullo incomprensible. Le faltaban parte de los labios y media lengua. Conocía a los hombres como él: en Bergen abundaban, como testigos de los tiempos pasados. Se sentían a gusto en la montaña, entre animales y hombres, alejados de la sociedad y de las mujeres, y el tiempo los convertía en seres similares a los lobos, a los osos, a los trolls de las montañas, sin que importara su origen o su educación. Privados de lenguaje y de un rostro amable, el resto de su cuerpo crecía y se transformaba en roca y árbol.
Le hice una reverencia y adiviné en su semblante que yo no era de su agrado. ¿Cómo podía serlo? Con un chasquido y una sola mano me podría haber partido el cuello. Yo era, como había comprobado, de mayor estatura que las francesas y castellanas, pero también flaca y rubia, mimada y suave. Aquel hombre soportaba por Dios la carga de haber sido destinado para gruñir y hacer gemir, para el aire libre, el campo de batalla y la caza, para encontrar en otros hombres su consuelo, y no en mí. Yo sería a sus ojos el recordatorio perpetuo de otra vida, y él sería a los míos la muestra de lo más despreciable de la mía.
El rey observaba, con los brazos cruzados sobre el pecho y un atavío mucho más sencillo del que había lucido en los días anteriores. Más allá, la reina aguardaba, con uno de sus niños a sus pies.
– Hermano -dije yo, dirigiéndome a don Fadrique, con los ojos bajos y mucha dulzura-, aceptad unas pieles y algunos arcos ingleses en nombre de nuestra amistad, y dadles buen uso. Pues, o mucho me engaño, o más os gustan estos placeres que los del matrimonio, y no quiero forzaros yo a obrar contra vuestra voluntad.
– Sois discreta -dijo el rey, mientras los dos sirvientes de don Fadrique seguían a los míos para recoger el regalo-, aunque es un triste consuelo perder una dama y ganar unos arcos.
– Sólo necesita consuelo aquel que padece una pena -dije yo.
Don Fadrique me besó la mano y se apartó a un lado.
– Hermana -dijo, con dificultad, en un tono que desmentía sus palabras-, estoy desolado.
Le habló luego de su hermano don Enrique, el más aguerrido y feroz de todos los hermanos. Pero cuando la princesa pareció mostrarle querencia, se le aclaró que no debía amarle, porque se había sublevado contra el rey y no había perdón para él en todas sus tierras.
Me moriré con la espina de no haber conocido a ese infante, a quien las leyendas han hecho mayor y más conocido que a todos sus hermanos. En África, contaban, se había librado de ser devorado por varios leones hambrientos. Había mantenido amores con su madrastra y con una infinidad de mujeres más; guapo, aguerrido, astuto.
No le dediqué entonces más pensamientos, advertida como estaba desde Yarmouth de que no debía hacerlo, pero ahora, en las noches de insomnio, me pregunto cómo hubiera sido la existencia al lado de ese hombre. Es probable que fuera una vida dura y deshonrosa, incapaz como parece de mantenerse alejado de problemas, intrigas y traiciones, pero quién sabe: quizás una mujer serena le hubiera acercado al camino correcto, a la reconciliación con el rey, a una paz de espíritu de la que carece.
Le seguía el arzobispo Sancho, buen hombre, digno y leal. Pero se mostraba feliz con su estado, y mala obra de una mujer sería si por un capricho se le apartaba de su vocación.
No elegí, por lo tanto, a don Sancho, aunque de haberme sido posible, tampoco hubiera encontrado en aquel hombre ambicioso y descuidado al compañero de mi corazón. Era el de peor aspecto y mirada más turbia de los hermanos. Había depositado sus energías en la obtención de poder, y lograba del rey prebendas que no se le negaban en su calidad de hermano y por el vínculo a la Iglesia, que el rey venera.
Alentaba en él el mismo espíritu que en don Enrique, pero de índole más ruin: nunca se enfrentaba con valentía, sino con sonrisas y reverencias y humillaciones, con el Santo Nombre rumiando en su boca de continuo y la mirada fija en su deseo, en su conveniencia y su provecho.
Hace dos años, cuando se convocaron las Cortes en Sevilla, sólo se hablaba de él y de su enfrentamiento con el arzobispo de Sevilla; don Sancho entró en esta ciudad con una comitiva deslumbrante, más propia de infante que de hombre de la Iglesia, y con su cruz arzobispal, cuajada de perlas y rubíes (perlas, por cierto, que yo le había regalado), alzada y bien visible para todos. El arzobispo don Raimundo se ofendió, y con razón. Si a alguien le correspondía ese honor, al que había renunciado por humildad, era a él. Suponía además una nada sutil indicación de que los derechos de Sevilla le pertenecían, ya que antes habían sido de su hermano.
Medió el rey, mediaron los obispos, y el infante escribió una carta de disculpa, en la que se fingía más ignorante de lo que era: no sabía, no quería, no hubiera debido, indicaba. Está mal hablar de forma alguna de los muertos, y peor aún si se cuentan verdades dolorosas, pero a menudo me olvido de rezar por ese cuñado. Dios castigó su mal proceder haciéndole morir sin lo que más ansiaba, la silla de obispo, y con eso demuestra Su eterna sabiduría.
El hermano que más se le parecía, el menor de todos, don Manuel, había desposado a la dulce doña Constanza. Los daban por bien casados, por más que él no mostrara nunca una sonrisa para ella en el rostro. Pero para lo que a mí me afectaba, era una cara menos que recordar, una elección ya hecha. Y, la verdad, nunca dediqué dos pensamientos a mi cuñado don Manuel.
Y seguía otro arzobispo, el de Sevilla, pero no era su naturaleza la que un clérigo necesitaba. El príncipe don Felipe amaba la caza, la naturaleza, el monte, los perros y las aves, los osos y los jabalíes. Era, de todos los hermanos, el más risueño, el más caballeroso y al que la sociedad más alababa. Dijo también, lleno de orgullo, que, de todos los señores de su edad, él era el más valiente, el más fuerte, el más noble.
«Elige al que más te agrade.»
«No te dejes llevar únicamente por el deseo.»
«Escoge al más cercano al rey. Al mejor de ellos.»
El rey, en cambio, ocultó su prestancia y su belleza, porque eran prendas que los noruegos podrían apreciar en cuanto lo vieran. Pero resultaba obvio que era don Felipe el hermano más amado por el rey, y el que más adecuado resultaba para ellos y la princesa. Así, de entre los señores, escogió ella al mejor.
Primero le mantuve la mirada, incrédula. Luego me ruboricé y quise huir. Como aparece el sol entre las nubes, así se alzó Felipe entre el resto de los hombres. Y, como frente al sol, bajé los ojos y traté de ocultarme. Por fin comprendía las imágenes de los poetas que hablaban constantemente de las estrellas, de cómo las miradas deslumbraban y herían.
Vestía, además de las ropas de lienzo, un manto de velludo oscuro, con una cadena de oro, muy gruesa, que le caía hasta la cintura. Como sus hermanos, era rubio, pero los ojos cansados del rey mantenían la inocencia en este infante, y escondían el mismo color que el mar.
– ¿Y bien, doña Kristina?
Nunca había visto a alguien tan apuesto. Me contaron que cuando oficiaba la misa, las beatas creían ver al mismo Jesucristo sobre la tierra. En un relámpago de espanto, me di cuenta de que con ese hombre pasaría el resto de mi vida, que cada uno de mis días se habían encaminado hacia ese momento, y que ya no cabía más demora, ni dudas. A mis espaldas escuché una risa ahogada de la reina doña Violante. Levanté de nuevo la cabeza, sintiéndome insignificante, por más que aquel día llevara mi cinturón y mi aderezo de madreperla, que relumbraban al menor rayo de luz. Me sacaba una cabeza de altura, y sus hombros doblaban en dos veces los míos.
Aguardaba en pie, con la misma expresión vacía con la que yo había esperado a los emisarios castellanos. Observé entonces que sus ojos se movían, aunque su cabeza no, y que seguían mis movimientos. Vi que tragaba saliva. Luego miró al frente, de nuevo.
Elige.
El rey Alfonso susurró a mi oído:
– ¿Será éste vuestro esposo, señora?
Yo respondí con un hilo de voz:
– Fiat.
El amor sirve únicamente para justificar los pecados de los hombres. Sus ligerezas. Y así, con la mano del infante Felipe posada en mis dedos, aún sin mirarnos, y el aplauso de toda la corte, se hizo la voluntad del rey Alfonso, y a través de él la mía. Sólo los noruegos parecían ajenos a la alegría, torvos y pensativos. Ivar me dirigió una larga mirada pensativa, y desvió luego su atención hacia el horizonte.
El Miércoles de Ceniza don Felipe y doña Cristina se prometieron. Y ella, como primer deseo, le expresó el capricho de que se alzara una capilla a san Olav, su santo familiar, a lo que él accedió de buen grado. Todos los deseos que ella expresó fueron cumplidos sin apenas tener que formularlos, y convinieron todos que la boda tendría lugar después de la Pascua.
Don Felipe era hombre de pocas palabras, como pude averiguar pronto, y de silencios de difícil interpretación. Bastaba sin embargo con mirarle para sentirse a gusto. En las ocasiones en las que nos vimos antes de los esponsales no nos dejaron nunca solos, y por lo tanto apenas podíamos intercambiar unas palabras de cumplido. Hablaba un francés excelente, porque se había educado en Francia, en la Universidad de París, como su hermano don Sancho, y sus modales se asemejaban más a los de ellos que a los castellanos.
Eso lo convertía en una criatura exótica, casi liviana, pese a su estatura. Caminaba y se movía de manera diferente, algo a lo que quizás hubieran ayudado sus años en la Iglesia, que le habían mantenido alejado de los campos de batalla. Sus piernas, por lo tanto, no se habían arqueado, ni mostraba ninguna marca de guerra. Salvo por su amor por la caza, sus gustos eran los de un escolar, y su trato con las damas, delicado y tierno.
– Sufriréis si sois celosa -me dijo la reina.
– No soy celosa -contesté yo.
– Ya lo seréis.
El Miércoles de Ceniza escuchamos misa y, con la frente aún marcada por la cruz que nos recordaba que no éramos sino polvo, se celebró en una ceremonia sin formalidades el compromiso. En los aposentos privados del rey, en presencia de él y de doña Violante y de dos testigos más, mis emisarios noruegos, intercambiamos los votos. Después, ya únicamente en la compañía de la reina, le entregué una cruz de oro y esmalte, como recordatorio de la santidad del matrimonio. Él me dio, a cambio, cuatro peinecillos muy labrados y de largos dientes que yo miré con extrañeza.
– Las mujeres os enseñarán a usarlos -dijo, divertido-. Los peinados de moda no pueden conseguirse sin estos artilugios. Eran de mi madre, la reina Beatriz.
Por un momento pareció a punto de levantarse para marcharse, pero pareció pensarlo mejor.
– Quiero hablar de vuestro séquito -dijo, al fin-, y de qué compromisos habéis contraído con esos caballeros.
– Ninguno -respondí-. Obedecen a mi padre, y se encuentran aquí en misión suya, no por obediencia a mí. Después de nuestra boda, regresarán a mi país.
– ¿Todos ellos?
– Así lo creo.
– ¿Y las mujeres que traéis?
– Fueron enviadas conmigo con la promesa de que serían devueltas y escoltadas por los soldados.
El infante Felipe pareció sopesar esa respuesta.
– Y amigas -preguntó-. ¿Os acompaña alguna?
– No -dije yo, y por un momento pensé en Astrid, y luego el pensamiento se esfumó y ya no hubo nadie.
– ¿Dueñas?
– Las que vos ordenéis. Yo no tengo preferencias.
– Damas, entonces, tampoco.
– La reina ha nombrado a dos de ellas, y estoy gustosa de tomarlas.
– Os gustarán, don Felipe -dijo la reina-. Silenciosas y bien dispuestas.
– ¿Parientes? -dijo él, y yo no fui capaz de comprenderle-. Familia. Deudos.
– Sí -respondí, porque el alma de los muertos no nos abandona nunca, y suficientes muertos me acompañaban hasta ese momento-. No -rectifiqué-, no. No tengo a nadie. Me presento sola ante vos.
– Ya veo -añadió él, tras una pausa-. Ahora pertenecéis a la corte de Castilla. Como yo. Y los de Castilla no estamos nunca solos.
Me puso en las manos las peinetas como si dejara allí su palabra. Entre el verde de sus ojos brillaban algunas hebras doradas, muy sutiles.
– ¡Qué hermosas! -dijo enseguida la reina, que examinó mi regalo con atención-. Un trabajo delicadísimo. Una lástima que el oro destaque tan poco en los cabellos de doña Cristina.
– Mi madre era también rubia -contestó el infante, en una de sus escasas réplicas para ella. Doña Violante se mantuvo en silencio, claramente ofendida, hasta que mi prometido nos dejó.
– Me extraña que sea don Felipe quien posea las peinetas, y que no hayamos sabido de ellas ni doña Constanza ni yo. Lo lógico hubiera sido que las heredara yo, la reina, de manos de la otra reina, o en el peor de los casos, mi cuñada doña Berenguela. Sois una muchacha con suerte.
Con evidente desgana me devolvió, una a una, las cuatro peinetas de oro y piedras.
– Qué extraño. Y qué grosería por parte de don Felipe -remachó.
En otra de sus visitas mi prometido me trajo una jaulita con un animal que yo desconocía. Parecía un gato muy pequeño, con la piel manchada y grandes ojos castaños y cálidos.
– Es una gineta -me explicó-. Os la regalo a cambio de vuestros gatos. En Castilla se emplea para mantener la casa libre de ratones.
– ¡Qué indiscreción! -dijo la reina, que siempre se las ingeniaba para encontrarse presente en nuestros encuentros-. Tened cuidado, Cristina, y alejad esa alimaña. Muerden sin aviso.
– La llamaré Bitte Litten -dije.
– ¿Qué significa?
– Nada -contesté, deseosa de que una mínima parcela de la corte me perteneciera-. No tiene significado.
Doña Violante, que ordenó con un gesto que apartaran la jaulita de su lado, volvió a terciar.
– Eso no es regalo para una prometida. Doña Kristina, debéis pedir algo de precio, que realmente deseéis.
Medité un instante. En realidad, había pensado en ello desde que había abandonado Noruega, desde la despedida de mi madrina, la abadesa, y los consejos de mi madre.
– Una ermita, una iglesia pequeña.
La reina se escandalizó. Esperaba vestiduras, joyas, algo que, con el tiempo, ella pudiera solicitar o heredar.
– ¿Cómo decís?
– Una ermita, mi reina. Una ermita a san Olav.
– Pero ¿qué santo es ese del que habláis?
Me pareció tan sorprendente que en Castilla no se venerara a san Olav que mi deseo arreció.
– Como deseéis -dijo mi prometido-. Apenas nos hayamos casado la construiremos.
Sin embargo, don Felipe parecía olvidarse de los milagros que le contaba, y me pidió en varias ocasiones que le repitiera las razones de mi devoción. Parecía que sólo en el sur podía darse el caso de un rey santo. Pero san Olav era también un rey que pertenecía, aunque remotamente, a mi linaje, y que era conocido por sus prodigios y venerado en todo el país. Los ciegos y los cortos de vista, que en mi país invocaban a san Olav, rezaban aquí a santa Lucía de Siracusa, que devolvía, como mi santo, la vista y las fuerzas.
– Cuando se hayan pasado las bodas hablaremos de eso, como de las otras cuestiones pendientes -me repetía, y cuando sonreía dos hoyos aparecían en sus mejillas, más profundo el de la derecha.
– Haréis bien invocando a san Olav. Tendréis que ser muy hábil para mantener vuestra vista ágil y a vuestro marido alejado de peligros -me dijo en una ocasión la reina-. ¡Es tan aguerrido que las damas pugnarán por arrebatarlo! Muchas condenarían su alma por albergarlo en su lecho. Aunque tengo entendido que a las mujeres de vuestra tierra os instruyen bien en esas artes.
Estupefacta, tardé un momento en reaccionar.
– ¿Qué, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, queréis insinuar con eso?
– Digo que en vuestras tierras las mujeres no viven en la ignorancia, como aquí. De sobra sé que a algunas princesas sólo las casan cuando han dado pruebas ya de fertilidad y han tenido un hijo o dos. Por eso se casan mayores que aquí… Vuestras criadas me han contado que amabais a un bufón llamado Gudleik. Pero que no os avergüence eso, doña Cristina. Las costumbres de un lugar no son las mismas que las de otros.
Así, a bofetones, me iba familiarizando con el verdadero carácter de la reina.
– Jan Gudleik era el poeta preferido de mi hermano, y un hombre notable en la corte de la que provengo.
– Pero os dedicaba versos.
– ¡Ya vos, señora, todos los poetas del reino!
La reina se encogió de hombros.
– ¡Oh, pero eso es completamente distinto!
Era capaz de enturbiar cualquier alegría y de agriar el encuentro más dulce. Comencé a desearle el mal, a reprimir mis deseos de clavarle las uñas en los ojos o en el vientre. Mi consuelo se sostenía en que tras la boda se nos destinarían unas tierras y un título nuevo para don Felipe y me vería libre de la tiranía de aquella aragonesa aborrecible.
Se casaron con los mayores festejos posibles en el país. El miércoles después de las bodas, los dos ministros del rey de Noruega, padrinos de la novia, llegaron a Castilla, para poner al tanto a los nobles de lo que el rey deseaba.
Me casé en abril, en una mañana radiante como no había visto en las taciturnas primaveras de mi país. Había despertado muy pronto, con el canto de los pájaros que las dueñas guardan, como es la moda, en cada cámara, y que con la primera luz se vuelven locos y celebran continuar vivos, aunque presos. Extendí los brazos en el lecho, para abarcarlo por entero, porque aquélla era la última vez que me despertaba sola y como doncella, y cerré los ojos. A través de los párpados podía vislumbrar un resplandor rojizo, y si los entreabría, un haz de arco iris se colaba entre mis pestañas.
Aún faltaba para que vinieran a vestirme; me arrodillé en el reclinatorio de mi carromato-capilla, que parecía inmenso en mi cuarto, y recé a san Olav y a la Santísima Señora para que mi matrimonio fuera largo, feliz y fecundo. Recordé una vez más a mi madre y a mi hermana, y el gusto amargo en la garganta me advirtió de que las lágrimas no se encontraban demasiado lejos. Bitte Litten, la gineta, aún dormía, con el hocico en la barriga, tras haber saltado y jugado durante toda la noche.
– Duerme -le dije-. Tú no te casas hoy.
Mis ropas nupciales se encontraban dispuestas desde dos días antes y ocupaban toda la cámara: la camisa, muy amplia, con doble hilera de encajes, había sido pensada para que asomara, como espuma, bajo el vestido, que habían cortado rígido y amplio en tejido de oro. Enlazados con cordones, dos tules bordados con perlas partían de la cintura. Uno colgaba sobre la falda, hasta arrastrar varias varas por el suelo, y el segundo subía hasta la cabeza, donde, enganchado con las peinetas que don Felipe me había regalado, dejaban ver las dos trenzas que, a la manera de mi país, había elegido mostrar. Salvo el relicario de coral de mi madre, no lucía más joyas.
Las sirvientas me trajeron una colación ligera, que no toqué, porque pensaba comulgar, y casi inmediatamente entraron las dos damas que me habían asignado: doña Inés Rodríguez Girón y doña Juana. Aún no nos comprendíamos bien, y se mostraban agitadas, hasta que les pedí que me dejaran un momento a solas y regresaran cuando se hubieran serenado.
Me senté ante el enorme espejo de cristal de roca que me había enviado como obsequio el nuevo arzobispo de Sevilla y que, a la manera del sur, se apoyaba contra una plancha metálica; veía mi rostro con tanta claridad como reflejado en un estanque. Me pinté los párpados con antimonio y alargué la curva de las cejas, para que mis ojos parecieran más grandes. Doña Inés, que peinaba con mucha gracia, se acercó para ayudarme con el velo.
– Bonita como una mañana de mayo -dijo, y no pude evitar un pensamiento: Pero ahora estamos en abril…-. Que viváis toda la felicidad que yo os deseo.
Clavó la primera peineta y me llevé la mano a la cabeza. Los dientes de la joya, agudos como alfileres, me habían arañado la piel. Doña Inés se deshizo en excusas.
– ¡Ay de mí, doña Cristina, qué torpe y qué indigna soy! Vuestro pelo es distinto al de las castellanas, y también lo habéis dispuesto de diferente manera. ¡Válgame el cielo, si os he hecho sangre!
Era la primera vez que las usaba, y aún ahora no comprendo cómo pueden las mujeres soportar estos instrumentos de tortura; pero la vanidad de mantener el cabello alto y lustroso bajo las tocas es más fuerte que el sufrimiento y, pese al resto de los pinchazos y puyas que seguirían, aún hoy las uso. Doña Juana le quitó importancia a lo sucedido.
– Una gota de sangre sobre vuestro velo de novia… Eso es un buen presagio.
Bajé las escaleras de la misma manera lenta y solemne que había ensayado. Al pie de la escalinata me esperaban los noruegos que me habían escoltado, los encargados de entregarme. En el mismo salón en el que se había celebrado el banquete a mi llegada, pero en esta ocasión cubierto de flores y de ramas verdes, di mi consentimiento al matrimonio. Los emisarios de mi padre depositaron ante el infante Felipe y el rey dos documentos, con los que les hacía saber qué bienes me acompañaban y se los donaba, aunque yo tuviera derecho de uso y disfrute de ellos mientras viviera.
Todos los noruegos (el padre Simón, el timorato dominico, Peter de Hammar, a quien nunca conocí bien, Lodin el Velloso e Ivar Englisson, mi buen amigo, Thorleif el Furioso y Amund Haraldsson) desfilaron ante mí y me dijeron adiós. Cada uno de ellos se arrodillaba y me pedía la mano. Mientras me la besaba, yo le bendecía. Durante un instante posaba mi mano en su hombro y hacía sobre su cabeza la señal de la cruz. Luego regresaron a su lugar en el salón, oscuros y en silencio. No hubiera sido adecuado mostrar alegría por perder a una princesa de su sangre.
Entonces, el rey Alfonso le entregó un anillo al infante, y el infante me lo puso en el dedo índice. Lo pasó luego al dedo medio y, por último, lo colocó en el anular; me protegía así de las acechanzas del mundo, el demonio y la carne. Era la primera vez, desde que le había elegido, que me tomaba de nuevo la mano, y las suyas, que parecían delicadas, rozaron la piel de mis palmas, y las sentí ásperas. Recordé entonces que cazaba, que no se deslizaba su vida únicamente entre libros y rezos. Las mías temblaban un poco, muy a mi pesar, aunque para atenuar mi inquietud evitaba fijar en él la vista: era una figura vestida de grana a mi lado, desdibujada. Ya habría tiempo de mirarnos durante el resto de nuestra vida.
Entonces nos dirigimos a la colegiata de Santa María la Mayor, que mi suegro, el rey Santo, había mandado edificar, para que atendiéramos a la misa nupcial. Habían repartido alimentos de nuevo, y sin duda por eso gritaban a mi paso: la ciudad de Valladolid, como toda Castilla, pasaba hambre, y a mí se debía que en el mismo invierno recibieran hogazas y queso, y vino para brindar por la novia.
En la capilla el sol desaparecía, y en la oscuridad, salpicada de velas, mi marido continuaba siendo la misma sombra esquiva que se movía en el rabillo del ojo. Comulgué, oré de nuevo por mis muertos y por mi vida y repetí las mismas frases santas, consoladoras, que formulaban en estay otra tierra, en todas las iglesias del mundo.
Sólo en el banquete perdí el sabor a incienso que me había llenado la boca, y me pareció despertar. Me había casado, mi esposo era aquel hombre joven y fuerte que comía a mi derecha, que aceleraba mi corazón con una sola frase, y no un rey caduco o un guerrero enloquecido por la sangre. Aún demasiado cohibidos para mirarnos, compartíamos el mismo plato y la misma cuchara, y, de vez en cuando, sentía que su pie pisaba mi velo de encaje. Con suavidad, tiraba del tejido para librarlo de la presión. El rey nos bendijo, y se iniciaron los brindis en nuestro honor.
– Por la princesa -dijeron los noruegos.
– ¡Por la infanta! -gritaron los castellanos.
Yo apenas bebí, aunque mi ánimo me inclinaba a ello. Con el estómago vacío, temía que el vino me sentara mal y retirarme mareada. Inquieta, hacía girar el anillo de bodas en mi dedo. Me quedaba muy grande.
– Nos dijeron que erais una mujer alta -dijo mi marido. Fue la única frase que cruzamos en el día de nuestra boda.
Luego a mí me condujeron a la cámara nupcial, donde me despojaron de las ropas y de las peinetas asesinas. El encaje, como me temía, se había rasgado y ensuciado. Tendría que repararlo. En el lecho, aguardé despierta hasta que doña Inés se deslizó hasta mi cabecera, silenciosa como un ratón, y me dijo que durmiera tranquila, que se habían llevado al infante Felipe, completamente ebrio, como casi todos los otros caballeros, a otra estancia.
– Otra noche será -añadió, con dulzura, y apagó el candil. Yo tardé aún en cerrar los ojos, con un puñado de angustia en el estómago y el insoportable silencio del cuarto, vacío sin las carreras de Bitte Litten, por toda compañía.
Entonces los noruegos se prepararon para el regreso: el obispo Peter, los hijos de Amund Haraldsson (Andreas y Peter) regresaron a Noruega. Ivar Englisson y Thorleifel Furioso partieron hacia Jerusalén. Ivar murió por el camino. Nadie supo de qué.
Me despedí de Ivar y de Thorleif la víspera de su viaje. Seguían ruta en una comitiva distinta: sin que supiera la razón, posiblemente la de indagar en las garantías dadas a mi padre en caso de que participáramos (participaran) en una Cruzada, se les mandaba a Tierra Santa.
– Por Dios Nuestro Hacedor -les supliqué-, no os vayáis tan pronto. No me dejéis sola. El resto de la comitiva partirá dentro de una semana. Aún no conozco las costumbres de este reino, aún no tengo un solo amigo…
– Señora -dijo Thorleif-, nuestro viaje ha terminado. Hemos cumplido con lo que se nos encomendó, y vos recibiréis aquí el respeto debido a una infanta de Castilla. Ya no os une nada a nosotros. Dios os guarde.
– Por favor…
Thorleif se alejó y aguardó a que su compañero le siguiera. Me dirigí a Ivar:
– Por favor, convencedle. Interceded por mí. Dos o tres semanas más no os supondrán una gran demora.
– Hemos de contar con el clima -dijo con suavidad- y con las lluvias de primavera, y ya ha pasado la Pasión del Señor. Nuestro tiempo para marchar es ahora.
– Pero -comenzaron a asomar a mis ojos las lágrimas- ¿qué voy a hacer sin vos? ¿Quién me aconsejará?
Él esbozó una sonrisa.
– Mis consejos no os han calado en demasiada profundidad. Os advertí de que ésta era una corte hostil. Seríais más feliz en la de Aragón, pero ahora es demasiado tarde. Os han casado con un buen galán. Aprovechadlo, ya que al viejo no lo quisisteis.
– Ése es un comentario cruel.
– Acostumbraos. Escucharéis muchos así de ahora en adelante.
Me senté, deshecha en sollozos. Él me contempló, con el semblante impávido.
– Hay algo por lo que debí daros las gracias hace mucho tiempo, pero el pudor me lo impidió.
Intrigada, busqué su mirada.
– Es un favor antiguo, de la época en la que vuestro hermano, el rey, vivía. Yo era más joven, y pensaba menos las cosas, y por eso mismo era más feliz: luchaba si me lo pedían, comía cuando era el momento y bebía siempre que podía. Entonces, mi regimiento llegó a Bergen, nos instalamos en el palacio y desde el patio vi a varias doncellas en las ventanas. Haakon me mostró a su esposa. La aborrecía con todo su ser, pero era hermosa y de cuerpo ligero, y las noches se le hacían más breves que los días. Junto a ella contemplé por primera vez a una mujer que me robó el aliento.
Intenté interrumpirle, pero no me dejó.
– Callad. Durante meses perseguí a esa muchacha, sabedor de que mi corazón no sería más que una piedra si no me amaba. Aunque ella ni siquiera reparaba en mi existencia, la ilusión de verla de nuevo al día siguiente me estremecía. Todo lo que cuentan los poetas se convirtió en verdad. Me hubiera gustado iniciar una guerra sólo por ella, o batirme en duelo para demostrarle que mi vida no valía nada si ella lo decidía así. Yo no era ingenuo, tenía ya dos hijos con la otra, pero aquello no se parecía a nada de lo que había experimentado. Sentía celos de lo que la rodeaba, de las mismas dueñas que se sentaban y se reían con ella. Pero ella no me miraba…
Recordaba con precisión el regreso del que hablaba, y aparecían en mi memoria los encuentros en los corredores con Ivar y Haakon, mi férrea determinación a no dedicarle un pensamiento, ni a él ni a ninguno de los de su clase, porque, al fin y al cabo, mi futuro se encontraba en otra parte. Con un dolor que me impedía respirar, le vi de nuevo en los salones familiares, riendo con mesura las ocurrencias de los bufones y las siempre inesperadas de Gudleik, y di un sentido distinto a mi sorpresa al encontrarlo allí con tanta frecuencia.
– Sí os miraba…, pero yo…
– Entonces, un día, cuando creía, porque así me lo decían sus ojos y porque me lo habían asegurado las siervas, que podría tener una esperanza, supe que se había marchado. La habíais enviado a las islas Feroe porque os había destrozado un vestido, me contaron, y os juro que durante meses os odié por ello con mayor virulencia de la que he odiado jamás a nadie. En vano pedí que me destinaran al norte, o intenté encontrarla. Se la había tragado el hielo y la distancia. Tal y como sospechaba, mi alma se había partido, como un huevo, y todo lo que manaba de ella era ponzoña.
Yo ya no lloraba. Tenía la boca seca, y, de pronto, con un monstruoso latido, mi corazón se desbocó.
– Luego, con el tiempo, me di cuenta de que me habíais hecho un enorme servicio: ella no era sino una dama menor. Al cabo de un año, me hubiera hartado de ella, y para entonces hubiera sido tarde, los votos hubieran sido formulados y no habría tenido remedio. Pedí a Haakon que me prometiera a una dama de mayor alcurnia, y así lo hizo. Cuando regrese de la embajada en Tierra Santa, me casaré. Es condesa, y aún muy joven, aunque ya huérfana. De manera que os debo haber encontrado una fortuna mejor.
– Entonces -dije, con un hilo de voz- me alegro de no haberos supuesto únicamente males y penas.
– He aprendido de vos a no tener en cuenta lo que me dicen mis emociones, y a ahogar las palabras y los gestos. Os he observado a lo largo del viaje: digna, bella y fría como una estatua. Ni por un momento se os ha conmovido el semblante ni habéis hecho una excepción a vuestra disciplina. No habéis mirado ni por un descuido a quienes os servían o escoltaban. Adelante, siempre adelante. Cuando tuvimos que dejar atrás al joven Jan, un niño apenas, ni siquiera reparasteis en su ausencia. Las lavanderas lloraban con los dedos quebrados por el frío, y vos las castigabais sin pan, porque se retrasaban en la colada. Os habéis olvidado de lo que era ser joven, o nunca lo habéis sido. Una auténtica princesa.
Suspiró. Yo, sin poder contenerme, suspiré también, aunque con más amargura, más profundamente.
– La única ocasión en la que os vi con alma de mujer fue en la cena con el rey Jaime: él os hubiera entendido. Hubiera sido vuestro amigo, y vos hubierais sido reina, y no una sombra más en esta corte poblada de ellas. Pero habéis preferido a un barbilindo segundón. En vuestro pecado lleváis la penitencia, infanta -añadió, separándose de mí-. Y vamos, reponeos, doña Cristina. Hoy es la primera ocasión en la que os veo llorar, y no es digno que lo hagáis porque se os marchan los escuderos. Aferrad ese trozo de hielo que tenéis por entrañas, y que os congele las lágrimas. Las mías se secaron hace mucho tiempo por vuestra culpa.
Dio media vuelta y salió de la estancia, sin aguardar mi respuesta y sin que yo reuniera aliento para decir nada. Con un esfuerzo, me acerqué a la ventana. No los vi cruzar el patio interior. Cuando llegaron mis dueñas para desnudarme, la hinchazón de mis ojos había desaparecido, y para cuando mi esposo se acostó, ya había recuperado la serenidad.
Yo no recordaba a ningún Jan.
Yo ya no recordaba a casi nadie.
Ivar llevaba razón. Durante los siguientes meses mi pecho se deshizo en hiel hacia su nombre. Retazos de su conversación regresaban a mi mente cuando menos lo esperaba y se me clavaban como trozos de loza. Murmuraba su nombre con tanta rabia que sentí miedo a perder el juicio, aquella revelación la gota de tantas otras humillaciones y trabajos que colmaban ya la copa.
Luego, con el tiempo y sus trabajos, pensaba en él con menos saña. Algunos de los momentos transcurridos en el viaje (las partidas de ajedrez, las llegadas a las ciudades, los breves momentos de contacto) se alternaban en mis maldiciones. Cuando llegó a Sevilla la noticia de que había muerto, le lloré sinceramente. Yo me encontraba ya enferma y todo lo que sonaba a Noruega me parecía una cura. Su muerte no supuso el perdón definitivo, no obstante. En ocasiones, Dios me perdone, le aborrezco y le deseo una larga estancia en el Purgatorio: un año por cada una de las odiosas palabras de aquella hilera de mentiras y malinterpretaciones con las que me azotó antes de marcharse.
En el otoño de 1258 el séquito de la princesa Kristina, el padre Simón, Lodin el Velloso y Amundi Haralsson, pusieron pie en tierra noruega. Habían regresado en un barco, atravesando la mar. El obispo Peter había viajado por tierra, hasta Flandes, y por lo tanto llegó más tarde. Andreas Nicolasson se quedó un año en Francia. Al llegar el obispo y los ministros ante el rey Haakon le trajeron gran número de noticias del extranjero. Insistieron sobre todo en cómo el rey de Castilla había recibido a la princesa Kristina y a todo su séquito, y en la generosidad con la que los había despedido, cargados de presentes. Traían consigo ochocientos marcos de plata, además del importe necesario para el viaje. Con todo aquello, era clara la buena disposición del rey castellano hacia el noruego. Además, había jurado su apoyo y ayuda al rey Haakon en caso de guerra contra cualquier país, salvo Francia, Inglaterra y Aragón, donde reinaba su suegro. El rey Haakon prometió a su vez ayuda en caso de guerra, salvo que Castilla atacara Inglaterra, Suecia o Dinamarca.
Por aquel entonces estaba el rey Alfonso muy ocupado con sus guerras contra los infieles, y le interesaba mucho que el rey Haakon le prestara ayuda en ellas. El rey Haakon había hecho promesa de que combatiría en una cruzada, y el castellano había logrado del Papa que su guerra en África contara como si hubiera tenido lugar en Jerusalén.
Les regalaron un leopardo. ¿Puede ser eso posible? Un leopardo que, como mi imagen reflejada en el nuevo espejo, había seguido un viaje similar al mío pero en sentido inverso, de sur a norte, desde el corazón de África a la llanura amarilla de Burgos.
Lodin se hizo cargo del obsequio. No era diferente a un gato grande, salvo en que le gustaba más el cordero que el pollo y en su bella piel. Permitía que se le acariciara, y se le podía pasear como a un perrito. A Magnus le encantaría.
No sé quién cuidó de él, porque Lodin no destacaba por su delicadeza (me estremecía cuando clavaba las espuelas en su caballo como si me las hincara a mí), pero el leopardo llegó sano y salvo a Noruega. Soportó el frío de los Pirineos, el tedioso viaje en barco, las penalidades y el frío paralizante del sur de Noruega. Durante los mismos años que yo he pasado en Sevilla, ha comido con apetito y ha sido la joya del parque animal de mi hermano. En sus cartas, mi madre siempre me habla de él.
En esos días debimos reunimos mi marido y yo con el rey y con sus consejeros, porque faltaba por acordar nuestro futuro, y querían que supiera y firmara el inventario de mi dote.
– Nos habéis dado grandes alegrías -anunció el rey Alfonso- y enorme fama. Desde tiempos de la reina Riclitza, que se desposó con el emperador Alfonso, ninguna princesa había viajado tan lejos para casarse en Castilla. Ahora, tras los tiempos de celebraciones y de vacas gordas, llegan las estrecheces y las vacas flacas. Este reino es pobre, señora, y gusta demasiado del lujo. Debéis saber que de hoy en adelante, finalizadas las fiestas de vuestras bodas, hemos de vivir de otra manera.
El discurso se hacía tedioso, porque las palabras del rey, que se dirigía a mí en francés, se traducían con toda calma al castellano, para que todos quedaran enterados y conformes.
– No aportáis tierras al matrimonio, pero no os amaremos menos por eso -continuó el rey-. Para que viváis con dignidad, entrego a mi hermano, el infante, las villas de Piedrahíta, Valdecorneja, La Horcajada y Almirón. Doyle también las rentas del obispado de Ávila y de Segovia, y las del arzobispado de Toledo y de Sevilla, hasta que encontremos sustituto para su silla. Le concedo los impuestos reales que paga la ciudad de Ávila, los cristianos por San Martín y los judíos cuando es la costumbre, y le mantengo la herencia que le legó nuestra abuela doña Berenguela, que le mostró mucho amor.
Por lo demás, de vuestra dote, salvo el tercio real, podréis llevaros todo lo que os pertenece y administrarlo a vuestro antojo. Y si algo os falta, no os apuréis, que proveeremos en todo y os ayudaremos en lo que haya menester.
Fue así como supe que mi marido carecía de toda propiedad antes de nuestro matrimonio y que, salvo amigos y aliados, la mayor parte de su fortuna era la que había conseguido con mi dote. Me cabía a mí, por tanto, pasar a moneda castellana cuánto podríamos destinar a servidumbre y cuánto a vivienda, qué gastos podíamos permitirnos y qué dineros vendrían cada año de las rentas.
Don Felipe tamborileaba con los dedos sobre la mesa, y sus uñas ovaladas, algo largas, repiqueteaban mientras yo le preguntaba por los detalles.
– ¿Es esto necesario? -preguntó.
Yo levanté la cabeza, sorprendida.
– Nos va en ello la vida.
– Mi hermano me humilla deliberadamente. Nunca quiso que abandonara la Iglesia, y nos concede ahora apenas lo necesario para sobrevivir.
– No os preocupéis, mi señor -dije-. Saldremos bien de todo. Me he casado con vos para compartir vuestro destino y, sea el de la pobreza o el de la gloria, estaré a vuestro lado.
Pude ver en su expresión que no le agradaba que le recordara que no poseía bienes; pero tampoco para mí era plato de gusto, y quizás fuera aquélla la única ocasión para reprochárselo.
– Iremos al sur -decidió él-. La vida es más barata, y aún conservo deudos del arzobispado. Preparaos para viajar a Sevilla, donde tomaremos casa. ¿Podéis organizar el viaje para dentro de dos o tres días? Hablad con las damas, y tomad alguna dueña. El resto lo compraremos allí.
– En dos días estaré lista -prometí, y me veía capaz de hacerlo incluso en menos, porque aún estaban empacadas mis posesiones, y ansiaba huir de Valladolid, lejos del aire que viciaba la reina.
Llamé a las dos damas que me acompañarían y acordé con ellas un sueldo y privilegios. Doña Juana, envejecida y solterona, no contaba con otra opción, pero suponía que con el viaje tendría que dejar atrás a doña Inés, una belleza de pestañas rígidas que bordeaban dos enormes ojos negros. Para mi sorpresa, accedió.
– No tengo otro propósito, y vos me lo pagaréis bien.
Le hice saber que se encontraba en la mejor edad para casarse, y que Sevilla no era Toledo o Valladolid. Me mostró un anillo con una cruz.
– He hecho voto de castidad por cinco años, señora, por una merced que me concedió la Santísima Virgen. Y sé que al cabo de esos cinco años vos me daréis el marido que merezco.
Solventado el asunto de las damas, que resolverían, a su vez, gran parte de mis problemas, no quedaba sino pedir la venia a la reina.
– Os vais, entonces -dijo, secamente.
– Si vos me dais vuestra bendición.
Ella rompió a reír.
– ¡Al fin os dais cuenta de la realidad y reparáis en qué lugar os encontráis! Pobre doña Cristina, la venda ha caído de vuestros ojos. Pensabais que el mundo era vuestro, que todos nos arrodillaríamos ante vos. ¿Sabéis cuántos dineros me da el rey, para que comamos? Ciento cincuenta maravedíes para él y ciento cincuenta para mí, y no más. Para el resto, he de apañarme con la mitad, salvo cuando recibimos visitantes extranjeros. ¿Os extrañaba que os demostraran tanto amor, noruega? Comíamos mejor por vos y por los vuestros. Ahora que sois castellana, regresa el hambre a la corte. El rey vive a dieta y, por mantener su salud, el resto del reino ayuna. Hemos de elegir entre días de carne y días de pescado, y nunca más de tres pescados o dos pedazos de carne. Despedíos de las sedas y de vuestros armiños, de los bordados de escarlata o del dorado de vuestro vestido de novia, porque están prohibidos. Sólo pueden traerlos los extranjeros, y vos ya sois de las nuestras. No podréis mostrar más de tres túnicas al año, porque estrenar cuatro es un privilegio que se guarda el rey, como vestir de rojo. Vivimos tiempos de crisis, doña Cristina, y el rey ha de dar ejemplo. Vuestro manto real se deshará, el hilo de oro fundido y las perlas vendidas para sufragar la campaña del Imperio. Dad gracias a mi generosidad, que no os arrebato los ostentosos tules de boda que lucisteis para vergüenza de nuestro pueblo. ¿No os dije que tendríais sorpresas? Pues bien, halladlas aquí. Id, id a Sevilla. En mala hora iréis. Y preocupaos por tener muchos hijos, porque, por cada uno, vuestra renta sube. Iba yo a soportar estas fatigas, de no ser así.
Corrí a los aposentos de doña Constanza y golpeé desesperada, hasta que me abrió. Con las ropas revueltas y el cabello desordenado, comprendí que la había despertado de su siesta¡
– ¿Por qué es así? ¿Por qué se comporta conmigo de esa manera? ¿Qué mal le he hecho yo?
Ella me ofreció asiento; se peinó con los dedos antes de responderme.
– No es culpa suya, ¿entendéis? Siempre ha sido así. Es la sangre de los húngaros, que nunca se harta de crueldad. Debéis disculparla, porque es superior a sus fuerzas. No sopesa lo que dice, y luego se arrepiente. La he escuchado llorar durante sus confesiones. Nosotras, las que somos más fuertes, debemos comprenderla y disculparla.
Me levanté del lecho en el que me había derrumbado y caminé hacia la puerta, muy despacio. Como el efecto de los venenos, que tomados en pequeñas raciones sirven de antídoto a los nobles, aquella mujer buena, pero débil, se había inmunizado contra el desprecio, el asco y el dolor.
Esa noche mandé llamar a mi señor. Nuestro matrimonio aún no se había consumado, y la rabia y la inquietud me hacían caminar de un lado a otro de mi aposento, furiosa por las humillaciones y la incomprensión, con Bitte Litten oculto bajo la cama o una silla.
Don Felipe vino a verme cuando frisaban las diez de la noche. Su cabeza rozaba el dintel de la puerta, pero avanzaba con la gracia que le era propia.
– ¿Resolvisteis los problemas?
– Dentro de dos días partimos hacia Sevilla.
– Sois una mujer cabal.
Se movía con lentitud y cuidado, como si diera caza a un animal salvaje.
– Venid -le dije, señalando la cama. Yo estaba ya en camisa-. Acercaos.
Le aferré por el jubón. Deshice, una a una, las ataduras de su camisa, le despojé de las botas. Sentía a la altura de las sienes, donde aún me dolían las heridas de las peinetas, una presión seca, la de los deseos a punto de verse satisfechos, y una fiebre repentina en la frente. Mis dedos, que tanto habían temblado en la ceremonia de boda, caminaban seguros sobre las telas y la piel desnuda.
– Tengamos un hijo -dije-, y si es hembra, que se llame María Fernanda, en honor de vuestro padre -le susurré al oído-. Y si nos lo mandan varón, que se llame Felipe Magno. Así se iniciará con vos una nueva estirpe de reyes.
El infante don Felipe sonrió, complacido. Aun así, su hermosa mirada parecía fijarse en algo que no era yo.
– Sois una bruja -dijo-. No puedo negaros nada.
Temblando, me desnudé. Mis trenzas se desparramaban sobre la almohada. Mi marido se inclinó sobre mí, me besó en la frente y luego me dio la espalda.
– Que paséis una buena noche, doña Cristina -me dijo.
Eso fue todo entonces.
Qué más da ahora.