38643.fb2 La Flor Del Norte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Sempr' a Virgem groriosa faz aos seus entender quando em algua cosa filha pesar ou prazer.

E desta gram maravilha um chanto mui doorido vos direi que end' aveõ, sol que me seja oído, que conteceu em Sevilha quando foi o apelido dos mouros, como gãarom Xerez com seu gram poder.

Entom el rei Dom Afonso, filho del rei Dom Fernando, reinava, que da reinha dos ceos tía bando contra mouros e crischãos maos, e, demais, trabando andava dos seus miragres grandes que sabe fazer.

Cantiga 345, atribuida a Alfonso X el Sabio

De lo que contesció a un mancebo que casó con una mujer muy fuerte et muy brava

E asentóse et cató a cada parte teniendo la espada sangrienta en el regazo: et desque cató a una parte et a otra et non vio cosa viva, volvió los ojos contra su mujer muy bravamente et dijol con grand saña teniendo la espada en la mano: -Levanta vos et datme agua a las manos. E la mujer que non esperaba otra cosa sinón que la despedazaría toda, levantóse muy apriesa et diol agua a las manos. E acostáronse a dormir: e desque hobieron dormido una pieza dijol él:

– Con esta saña que hobe esta noche non pude bien dormir. Catad que non me despierte eras ninguno e tenedme bien adobado de comer.

E cuando fué gran mañana los padres et las madres et los parientes llegaron a la puerta, e cuando ella los vio llegó muy paso et con grand miedo et comenzóles a decir:

– Locos traidores ¿qué facedes? ¿cómo osades llegar a la puerta nin fablar? ¡Callad! Sinón todos, también vos como yo, todos somos muertos.

Don Juan Manuel, El conde Lucanor, «Ejemplo XXXV

Ahora qué más da ya si mi matrimonio se consumó o no. Ha pasado ya tanto tiempo que las verdades se deslíen, como los tintes en el agua, y se convierten en otros colores que no fueron. Durante cuatro años, mi esposo ha sido un atento y fiel servidor. Tan sólo me ha defraudado en dos campos: uno, en la batalla que se libra en la cama. Dos, en la promesa de que erigiría la capilla a san Olav, el único deseo que le he formulado.

Por decirlo de una manera, en lo único en lo que debía haberme honrado, me ha desatendido. Pero por decirlo de otra, de tantas formas en las que podía ofenderme, sólo lo ha hecho en dos. No resulta tan mal trato cuando se pacta con infantes de Castilla.

En lo demás, lo sé yo y lo sabe toda Sevilla, don Felipe es un caballero perfecto, formal y galante. Me ha atendido con todo cuidado en la salud y en la enfermedad. Respecto a la pobreza y la riqueza, mejor callemos: ambos sabemos qué le debemos a mi plata quemada, y qué a sus rentas de Ávila.

Hace hoy doce días desde que me atreví a bajar por última vez al patio. Me encontraron dormida, casi me dieron por muerta. Con mucho estruendo, posiblemente mucho más del necesario, y, sin duda, tanto como con el que me habían bajado, me subieron a mi cuarto, me fregaron las muñecas y las sienes, y cuando volví en mí, todos ellos juraron que no me habían dejado sola en mi silla ni por un instante.

– Señora, por mi honor -protestaron las dueñas-. Soñáis. ¿Cómo creéis que os abandonaríamos, sabedoras de vuestra debilidad?

– Porque os conozco, malditas.

– Señora, son inventos de vuestra imaginación.

El cirujano no se atrevió a sangrarme. Con aire grave, midió mi pulso y mi aliento.

– Señora, hice cuanto pude. Está todo ahora en manos de Dios. Solicitad confesión y pedid la Santa Unción, no vaya vuestra alma purísima a padecer males por no haberos yo advertido.

Estallé en una carcajada tan ruidosa, tan poco aristocrática, que el pobre hombre pensó, sin duda, que había perdido el juicio.

– Marchad en paz -dije, aún riéndome-, y que mi bendición os acompañe. Habéis sido un buen hombre.

A solas, de vez en cuando sigo riendo sin control. Muy pocos serían capaces de entender la fina ironía de mi destino. Han tardado tanto en nombrar un nuevo obispo para Sevilla que los óleos que me ungirán serán aún los que fueron consagrados por mi marido.

Por fin, accede el buen abad a prepararme para confesión general. Muy azorado, me toma una mano y se dispone a escucharme cuando así lo tenga a bien.

– Me acuso, padre…

¡Confesión general! La nuera de un hombre santo no debe temer las penas del infierno. La cuñada del preferido de María Santísima no ha de flaquear ante las oscuras acechanzas ni ante los caminos malignos. Pero yo soy yo. Sin cuñados ni suegros, todo el podrido pavor que mi alma me inspira fermenta ante mí y me deja indefensa y desnuda.

– Me acuso, padre, de…

Confieso, padre, que he pecado. He pecado mucho de palabra, obra. He pecado, sobre todo, de omisión. Confieso mis pensamientos, mis frases, confieso los malos deseos de mi corazón, las viles inclinaciones de mi temperamento, las aflicciones, la tendencia, heredada de un lejano pariente, a la manía melancólica y la desesperación. Tomo aliento y me dirijo al clérigo.

– Os mandaré llamar, abad, cuando haya hecho examen de conciencia.

– Señora, urge que…

– No anida en mí el menor deseo de morir sin confesión. Pero antes he de atender algunos asuntos más mundanos y, sobre todo, he de asegurarme de que se hace previsión de dineros y de intenciones para erigir mi capilla a san Olav.

– Ese dinero, doña Cristina, que por fuerza ha de ser una suma cuantiosa, estaría mejor repartido entre los pobres, y no destinado al culto de un santo desconocido.

Me incorporo para mirarle, para una última ojeada a ese rostro afeminado y blando. ¿Desconocido, mi santo? Como con el cirujano, sólo me apetece reírme y burlarme de él en su propia cara. El abad Quintín ha refrenado su miedo a enfermar, ha dedicado su precioso tiempo a visitarme y a aleccionarme, me ha destacado entre las nobles damas de su predilección con la esperanza de quedarse con el legado para san Olav. ¡Qué obvio resulta ahora eso! ¿Qué parte de ingenuidad residía aún en mí como para imaginarme otras razones?

Nunca creí que sintiera aprecio por mí. ¿Por qué, entonces, me duele saber que, otra vez más, me he equivocado en mi juicio sobre una persona? Dudo si desengañarle. Dudo si dar rienda suelta a mis impulsos y soltar la carcajada que se aprisiona en mi garganta. Como tantas otras veces, trago saliva y miento.

– No os aflijáis por eso, abad, que lo que destine a la capilla se os dará, en igual moneda y cantidad, para que lo administréis a vuestro antojo.

El hombre cambia su expresión: intenta contener su regocijo.

– Vuestra generosidad, señora…

– Ahora estoy fatigada. Bendecidme y partid, que harta hora es de ello.

He mandado llamar a Baruch. Hemos de cerrar asuntos de importancia, y a él corresponde explicárselos a mi esposo, el infante. Pobre don Felipe: ¿qué será de su vida sin mí? Doña Inés ha entrado para aderezarme. Su rostro se ha acostumbrado a mi tez amarilla y al olor extraño de mi cuerpo, y sin una vacilación cubre mis brazos y mis pies de perfume, ajusta mis pieles a la cintura, anuda mis cabellos en la tortura constante y coqueta de mis peinetas. Disimulo una mueca de dolor.

– Cuando Baruch salga, venid vos -le digo-. He de hablaros de mis últimas disposiciones.

– Como gustéis, doña Cristina.

La veo marchar, su paso grácil y la cintura firme, sin que haya envejecido un día en estos cuatro años, hermosa, delicada y siempre sonriente. Entonces, incorporada en el lecho, mi consejero de confianza accede a la habitación. Se detiene un instante en el dintel. Vacila.

– Ánimo, señora -me dice-. Aún hay esperanza.

– Presentad los números -contesto yo.

La presencia de la muerte me otorga valor y una sonrisa de cierta crueldad se acerca a mis labios de cuando en cuando. Por primera vez en mi vida no me importan las reacciones ajenas, y esa sensación me invade la sangre con tanto ímpetu que me sorprende no habérmela permitido antes.

Baruch, minucioso, me explica que con la primavera hemos duplicado las cabezas de ganado menor en Castilla.

– Se espera que las exportaciones de lana sean buenas…, mejores, en todo caso, que el año anterior. En Portugal hubo peste y murieron muchas ovejas, con lo que poco podrán ofrecer a sus compradores.

Se han recaudado los impuestos de mi marido y se han colocado a buen interés. Los dineros que se emplearon en las expediciones a Génova, ya amortizadas, crecen a buen ritmo, y otra parte se invirtió en herrerías en Vizcaya y en los negocios que se traen los navarros con los peregrinos que avanzan hacia el oeste.

– Nada de lo que preocuparse tampoco ahí. Confío en las garantías que nos ofrecen.

He plantado olivos hasta que mi vista se ha aburrido de las motas verdes sobre la tierra amarilla. El resto de mis inversiones, los préstamos a cristianos y moros interpuestos a su nombre, el de Baruch, me son beneficiosos, y si se mantienen así en los próximos dos años legarán una pequeña fortuna a mi viudo. Tras absurdos esfuerzos, soy miembro del Honrado Consejo de la Mesta, o, siendo precisos, lo es don Felipe, y ellos cuidarán de mis ovejas y mis corderos.

– Y esto es todo, señora. Espero haberos servido bien, y que lo que os cuento sea de vuestro agrado.

He seguido las enseñanzas del Evangelio y estoy en circunstancias de responder por el destino de los talentos que me encomendaron. Desde que llegué al reino he vivido y visto tal pobreza que no he tolerado, bajo protección real, que un solo mendigo se marchara sin auxiliarle.

Encuentro a Baruch mucho mayor de lo que era hace cuatro años, cuando lo conocí. Tras la boda, mientras era claro que nuestro destino se encontraba en el sur, don Felipe quiso mostrarme sus heredades en Burgos y Covarrubias.

Mucho me agradó Covarrubias: de no encontrar Sevilla tan de mi gusto, no me importaría vivir allí, cerca de un río murmurador, rodeada de tantas y tan bellas casas que no me faltaría compañía ni en qué entretenerme. Las más altas de ellas, encaladas, con vigas negras que asoman como dedos que se entrelazan, miran con envidia a las torres y con admiración a la colegiata, con su patio interior recogido y honesto.

– Muy ancha, y muy extensa es Castilla -me habían dicho-, pero ningún espejo muestra mejor su rostro que estas tierras y las que de aquí hasta Toledo os encontraréis.

Allí, mientras descansábamos del viaje en una de las casas principales, porque pese a ser feudo de mi marido no poseíamos una propia salvo la del arzobispado, y no parecía sensato alojarse allí, me llegó noticia de que un hombre pedía la gracia de que le recibiera.

– ¿Yo? -pregunté.

– En eso insiste.

– ¿Yo? ¿No el infante mi señor?

– He de indicaros, señora, que trae la enseña del rey de Aragón, y que su atuendo demuestra que es judío.

De mi madre había heredado una corriente de simpatía por esa raza que tantos maltratos sufre de manos de cristianos, y cuando le mandé pasar sonreí, para infundirle valor, del que parecía muy necesitado.

– Os manda el rey de Aragón, tengo entendido.

– Así es, clarísima señora. Y con sus respetos y su amor, os traigo mensajes que os serán provechosos en esta carta que conmigo porto.

– Leédmela, pues, y ya que es del gran rey don Jaime, la escucharé como si de la mano de mi padre viniera.

Tras los saludos y las bendiciones de rigor, el Batallador me hablaba con la misma claridad y falta de rodeos con la que me había recibido en Barcelona, durante aquellos dos días que ahora parecían tan remotos.

Y, ya que no nos habéis querido por marido, sabed que como hija os tratamos, y como a tal y por el mucho amor que os tenemos plácenos haceros dos mercedes. La primera es que acojáis al judío que porta este mensaje, pues os habrá de ser de utilidad. Llámanle Baruch de Estella, y de más de un problema nos ha sacado, diestro como es en todo lo que se refiere a los dineros y el trato con comerciantes. Y ahora que el rey de Castilla, nuestro hijo, tiene en mente devaluar la plata, como hace algún año hizo, pienso que vuestra fortuna se verá menguada, y por esta razón os lo envío, con sus gastos pagados hasta el día de San Silvestre.

La segunda es que, hallándonos viejos y con las fuerzas menguadas, os dejamos como única herencia las razones que han gobernado nuestra vida, que os serán de utilidad en este reino para encaminar la vuestra. Los mismos les dimos a nuestros hijos y al rey de Castilla, y para que no seáis menos, cinco consejos os legamos.

El primero: cumplid siempre vuestra palabra, que es preferible la vergüenza de decir que no la deshonra de decir que sí y no cumplir luego. El segundo: pensad antes de dar vuestra confianza si quien la pide se la merece. El tercero: no rechacéis a quien se os encomienda. El cuarto: si habéis de elegir, retened a vuestro lado a hombres de la Iglesia y a villanos, pues son más fieles que los caballeros. El quinto: si habéis de hacer justicia, que sea en público, y si habéis de reparar una falta, hacedlo ante los ojos de los demás, pues no es propio de nobles juzgar en privado.

Hacedlo así, y que Dios y su Santísima Madre os guarden.

Me encontré con la mirada del judío, que aguardaba, con ademán humilde, una respuesta.

– Creo que habéis venido para quedaros.

– Así se me indicó, señora.

– No sé en qué daros empleo.

– Yo lo encontraré, si me honráis con vuestra confianza. No entiendo de otra cosa que de comercio y canjes, y aun de esto hay muchos que dominan esas artes con mayor perfección; pero como dama y extranjera no tardarán en aprovecharse de vos, o eso teme el rey, y en lo que pueda valeros hasta el día de San Silvestre, disponed de mí.

Y llegó el invierno. Y pasó el día de San Silvestre, y otro más, y otro, y desde entonces acá lo he tenido siempre a mi lado, dotándole de todo lo necesario, porque así lo merece. Ha sido un amigo fiel y un hábil consejero. De todas las mercedes y conocimientos, de todas las gracias que le debo al rey Batallador, Baruch de Estella ha sido la que más aprecio.

Había llegado a Aragón huyendo de las matanzas de judíos que tenían lugar en su tierra, en el reino navarro. Allí Baruch había sido un miembro destacado de la Aljama, y un hombre de fortuna, y sin aviso ni advertencia había partido sin nada en las manos.

Cada cierto tiempo, en época de hambre, era costumbre saquear a los judíos y maltratarlos; en Toledo y en Miranda habían matado con sufrimientos inmensos a esos infelices, y en Pamplona y Estella se habían visto diezmados y perseguidos.

Aquí, en Sevilla, hace dos años, comenzó de nuevo esa corriente. Como solía ocurrir, un religioso prendía la llama; se iniciaba llamándolos asesinos de Cristo, y pasaban luego a achacarles que mataban a los niños y maldecían a las mujeres, que envenenaban los pozos y las cosechas, y de ahí se arrasaba la judería. Bastaba con que un niño muriera, con que una mujer malpariera, para que los asesinatos se hicieran incontrolables.

Sin embargo, arribaron a la ciudad nuevas de la guerra que preparaba el rey Alfonso en el norte de África, y con eso se distrajo la atención y se apaciguaron los ánimos, y pudieron andar los judíos tranquilos y a su aire.

Sé ahora que no fueron casuales los dos hechos: don Alfonso financió la guerra con las dádivas que los judíos de Sevilla le dieron para obtener su protección si los ataques se iniciaban. Entonces era yo más inocente, y me preocupé tanto por Baruch y por los suyos que le rogué que se quedara en mi casa, y que no le vieran por las calles, por el miedo a que le hirieran o le robaran.

– Ante todo, que no puedan distinguir vuestro rostro entre otros, porque ni mi influencia ni la de mi marido podrían salvaros, en caso de caer en manos malvadas.

– No, señora, no ocurrirá tal, que ya me he librado de otras acechanzas.

Cuando me lo envió, los pronósticos de don Jaime parecían malos augurios, pero, bien informado por espías y mensajeros, estaba en lo cierto. Alfonso redujo el valor de la plata casi a nada, y de no haber sido advertida y haberla vendido a buen precio con antelación, todo el tesoro de mi padre hubiera desaparecido. Sin tierras ni posesiones, yo debía pensar no como los nobles, sino como los burgueses: el dinero, en las arcas, no valía de nada, ni era tanto como para comprar lo que poseyera algún apellido deslucido que tuviera que malvender un feudo. Si yo llegaba a llamar mía a una comarca, sería por merced del rey, que no parecía, ni entonces ni ahora, dispuesto a ese regalo.

Hubo entonces que invertirlo, y de nuevo Baruch me aconsejó bien:

– Por fuerza, algo debéis comprar en lana. Pero no hagáis como los ignorantes, que creen que con los tejidos mantendrán su fortuna. Pensad que el rey está limitando el lujo en su corte y, por lo tanto, los castellanos no comprarán como antes lo hacían. Y si pensáis en vender en el extranjero, seguro estoy de que no pasará mucho tiempo antes de que el rey legisle nuevos impuestos sobre los tejidos, y gane él y no vos.

Le mantuve la mirada, incapaz de pensar a tan largo plazo y con semejante celeridad.

– Confiad en mí, señora. Es cosa cierta que subirán esos impuestos.

En eso, como en todo, tenía razón. Hoy son escandalosos los pagos que la corona percibe por vara de tejido. De los paños de Ypres de menor calidad, cuarenta maravedíes. De los encajes de Brujas, treinta maravedíes. De los paños de Castilla, treinta y ocho, de los paños de Londres, treinta y cinco. Yo, con mi confianza fortalecida por la experiencia, seguí prestando atención a Baruch, que de todo sabía: de matemáticas y del mundo, de la religión de los cristianos y de la suya, de las leyes de Aragón y de las de Castilla, y no se diría sino que adivinaba el futuro, pues no bien daba un paso el rey Alfonso, y Baruch ya había tomado las previsiones para que ningún mal nos sucediera.

– ¿Leéis augurios? -le pregunté un día, intrigada. Él permaneció en silencio, sin mirarme.

– ¿Cómo es que me preguntáis eso, señora?

– Decídmelo con menos embarazo, si es cierto, que no me escandalizo yo con tan poca cosa. Sabido es que el rey Sabio lee las estrellas en el cielo en busca de advertencias, y mi madre, la reina, se hacía aconsejar por una bruja con reputación de infalible que leyó mi futuro y el de mis hermanos en más de una ocasión.

– Ésas son licencias que los cristianos podéis permitiros, pero no los que son como yo. La magia me llevaría a la hoguera, o a morir apedreado, aún antes que mi fe. No, no leo augurios. Basta con conocer las intenciones del rey y mantenerse al tanto de los edictos, que es casi como atisbar el futuro. La corte es pobre, don Alfonso no sabe cómo reducir los gastos y legisla con la mente en la faltriquera. Esa es toda mi ciencia.

Si algo de bueno tuvo la tacañería del rey Alfonso cuando nos prohibió más de dos platos de carne al día y arrebató las pieles de nutria de los vestidos, fue que las muestras externas de lujo desaparecieron de inmediato: aquella riqueza de atuendo que tanto me preocupaba en Bergen se redujo de tal manera que pude ahorrar el dinero que costaría exhibirlas para otras necesidades. Todo estaba regulado por decreto, hasta tal punto que no había semana que no se nos dijera, por orden real, cómo habían de ser los arneses de los caballos, el color de los blasones o los días de celebración de las bodas.

Mi esposo don Felipe no decidía nada, ni en nada opinaba. Mientras me vi buena, se encontraba casi todos los días con las familias nobles, cenaba en sus salones, o debíamos agasajarlas en los nuestros.

– Esposa, convendría que a los convidados que mañana espero se les agasajara con todo el esmero que vuestro ingenio discurra.

– ¿Mandáis algo en particular?

– Nada, lo que dispongáis estará bien.

Raras veces me indicaba el grado de nobleza de quienes esperábamos, de manera que siempre se les agasajaba como a infantes. Si me correspondía presidir la mesa, mantenía una sonrisa fija en el rostro e intentaba memorizar las relaciones que entablábamos y sus motivos. Pero sin ayuda de don Felipe, y nueva en la ciudad, la tarea resultaba ardua.

Sin hablar, él halló su misión y yo la mía: él buscaba enlaces y apoyos para fortalecer nuestra posición, y yo me encargaba de aumentar nuestra fortuna y del gobierno doméstico. Cuando, al poco de instalarnos en Sevilla, comencé a padecer, se interrumpieron paulatinamente las reuniones y los encuentros en mi casa, aunque no las que lo solicitaban en palacios y nobles villas, y nos vimos menos.

Mis malestares continuos no ayudaban a que viviéramos una existencia feliz. Tampoco se daba, entre nuestros caracteres y nuestras opiniones, nada que compartir y menos de lo que hablar, porque él, al mismo tiempo que su radiante presencia, mantenía su natural taciturno, de manera que cuando mi adoración por él menguó a lo que debe sentir de manera normal una esposa por su marido, pronto me acostumbré a la soledad del día y al silencio de las noches.

Doña Juana pidió permiso, al poco de haber llegado a la ciudad, para profesar en un convento. Como me ocurría a mí, se fatigaba con el calor, perdía la respiración y creía morirse.

– Cuando me llegue la hora, quiero que me encuentre en santidad -me dijo.

Ingresó en el convento de San Salvador, al que de vez en cuando acudía para escuchar misa. La vi marchar sin lástima y no la añoré. Seca y aburrida como una estaca, prefería cien veces antes la compañía de doña Inés, a quien al menos me unía la edad.

– Podéis escribir a la reina, y que os aconseje algunas damas de linaje a las que les agradaría vivir con vos.

– No -dije yo-. La reina tiene otros quehaceres, y no juzga a la gente con las mismas medidas que yo empleo.

Lo cierto es que tras haber discurrido toda mi vida empleada en la educación de jovencitas, me encontraba cansada y sin fuerzas como para indicar de nuevo a una desconocida cómo me gustaba que se hicieran las cosas a mi alrededor. No tomé nuevas damas, pese a que pronto se supo que vivía casi sola, y algunas de las muchachas de apellidos ilustres se ofrecieron a acompañarme. A cambio, preferí que fueran dueñas de origen humilde y de buenas costumbres, y encontré a Mariquilla y a la Muda, que desde entonces me sirven.

La casa que compramos mi esposo y yo había sido de un moro principal, y al estilo suyo, contaba con dos pisos, un patio de mármol, hierbas y árboles y una fuente. Las ventanas que se abrían a la calle apenas medían un palmo, y las habitaciones se mantenían en penumbra; pero en el patio, el sol entraba a raudales. Se encontraba algo alejada de la ciudad, al oeste, entre ésta y un barrio marinero que llamaban de Triana. Para llegar a la ciudad había que cruzar el Guadalquivir, pero el aire resultaba más puro y el paisaje más bello que en las otras casas que habíamos visitado.

– Si viviéramos más cerca de los barrios principales -se disculpaba mi marido-, no sería tanta la distancia que habría de recorrer para las visitas, y os acompañaría con mayor frecuencia.

– Id con Dios y sednos de gran ayuda, don Felipe -decía yo, resignada. Lo cierto es que no hubiéramos podido mantener una casa grande en el centro, sin tierras y, por lo tanto, sin posibilidad de sustento para los criados.

Hube de montar sin ayuda ni mucho conocimiento la marcha de nuestro hogar. Salvo los escuderos y mozos de don Felipe, no traíamos apenas sirvientes. Por suerte, en las tierras recién conquistadas del sur, los esclavos eran baratos, porque los padres, según sus hábitos, vendían a los hijos de niños si no podían mantenerlos o si les disgustaban en exceso. Busqué entre ellos a los más hermosos, con la intención de educarlos a mi manera y de rodearme siempre de belleza, porque en Sevilla, bajo el cielo y entre los naranjos, todo rebosaba perfección.

Durante los primeros meses, al menos una vez cada dos semanas me hacía llevar al centro, a la otra orilla, para las pujas de africanos. Los tratantes me conocían y se inclinaban ante mí.

– Los de hoy os gustarán -me decían, cómplices.

Mil veces se habían ofrecido a reservarme los que ya sabían de mi agrado y llevármelos a mi quinta, para que eligiera, y mil veces lo había rechazado. Las ocasiones que encontraba para abandonar mi casa no eran demasiadas. O bien salía para escuchar a algún predicador de fama o acompañaba a mi esposo a sus compromisos. No había logrado hacer amigas; paseaba con desgana por los jardines, llegaba hasta la torre del Oro y regresaba de nuevo por el río. Al menos, las pujas de esclavos me ocupaban una mañana entera.

Así adquirí al negro que tanto envidiaba mi cuñada, y a varios moros de gran mérito. Uno de ellos logró comprar su precio, no quise saber cómo, y se quedó en la casa, como liberto, cumpliendo con las mismas tareas que de esclavo, y creo que esa acción, poco frecuente, da medida de mi comportamiento hacia ellos.

El problema, como ocurre con las caballerizas grandes, no radicaba en comprar esclavos, sino en mantenerlos luego, porque comen, y visten, y hay que procurarles lo que necesitan. Decidí entonces que en los huertos que habíamos comprado y que pertenecían a mi finca se roturara la tierra de la manera adecuada, y, mientras tanto, me aseguré de abastecerlos con pan y con vino, con sardinas, tocino y queso.

Si puedo hoy presumir de que no ha muerto nadie encomendado a mí, como me aconsejó el rey don Jaime, se debe a que durante todo el invierno, mientras la tierra era roma, les daba un pan entero a cada uno, y un jarro de vino, y cada semana dos sardinas y un queso, coles y cebollas y, si los había, un huevo y un puñado de nueces y aceitunas. Nadie podrá decir que he matado de hambre a mis sirvientes. Han comido mejor de lo que como yo ahora, que sólo me dan sopas de vino, y aún éste, aguado.

Me cuidé de que su pan fuera bueno y erradiqué la costumbre de mezclar la harina a medias con polvo de teja, para que el coste resultara menor. No lo hice sin dudas, y sin recelos, porque era preciso comer todos los días y el pan encarecía el presupuesto mensual. Aun así, me mantuve firme y les di buen pan. Y como resultado, me alaban los esclavos, y mi orgullo es que mantienen los dientes y el pelo, que les brilla la piel, mientras que en otras casas tienen todos los ojos cercados de sombras negras y la nariz colorada.

Le di oficio a cada uno, y además de cultivar la tierra, sabían las mujeres hilar y los hombres herrar y trabajar el cuero, porque un esclavo que sólo sirve para una cosa, no sirve para ninguna cuando cambia de amo, y aunque nadie los quiere viejos, si conocen algún trabajo delicado, se paga aún buen precio por ellos, aunque tengan años. Y salvo que muy merecido lo tuvieran, no los maltraté ni pegué. El Cielo me lo tendrá en cuenta.

Nací en una tierra muy distinta, y allí fui noble y considerada, y de esta que me verá morir me marcho con pena, porque aunque suficiente he vivido, aún me quedan negocios por completar e historias cuyo final desearía ver.

Mientras escucho a Baruch, que ultima ya sus explicaciones, pienso en los últimos barcos enviados, en el Mediterráneo y sus naufragios, y en que en medio del torbellino llegamos y nos vamos en mitad del torbellino.

– He de dejarte, Baruch, un dinero para ti.

El judío me mira, sorprendido, como si hubiera olvidado que lo mandé llamar para mis últimas disposiciones.

– ¿Para mí?

– Y es mi voluntad que lo gastes en lo que te plazca, mientras no sea en lo que más deseas.

Baruch baja la cabeza. Sólo un defecto le he encontrado a este hombre, y, al parecer, lo arrastra desde que era un muchacho. Prohibido está que cristiano, judío o moro, en toda tierra castellana, juegue a dados o a naipes. Y si se le hallara en primera vez, que pagara sesenta maravedíes, y si fuera segunda, ciento veinte, más pena de cárcel, y por tercera, seiscientos maravedíes y cincuenta azotes.

Sin embargo, nada ha acabado con esa lacra. ¿Qué vi cuando llegué a Sevilla? Espaldas rasgadas y mentes enteras, ávidas por escaparse de nuevo a contar naipes, los puntos de los dados o el dinero perdido en ello. Bastaba con curiosear entre las celosías de las callejas, tan estrechas que podía hacerse sin esfuerzo, para escuchar las apuestas en los patíos y el golpe de los nudillos al contar los puntos.

Únicamente en una ocasión fui incapaz de librar a mi Baruch de la pena. Cincuenta latigazos por una falta menor que al rey no causa molestia, y que recibió un esclavo en su lugar. Recuerdo su incertidumbre y su humillación cuando pagué los seiscientos maravedíes.

– Señora, es mi falta: he de pagarla yo.

– Tu dinero no te duele. Pero el mío sí. Aprende de esto, y no peques más.

Nunca más le encontraron en falta, pero sé, porque lo noto en su ansia, avivada cuando no juega, casi imperceptible cuando lo ha hecho, que continúa desobedeciendo la ley. Sé qué uso dará a mi dinero, y ahora mismo me importa poco, si he de ser sincera. Si es capaz de apasionarse tanto por algo, justo es que lo disfrute. Mi corazón nunca ha deseado con tanto ardor nada, y por eso no lo entiendo, y lo envidio. Qué satisfactorio, qué deleite tan puro ha de ser el que algo domine por completo el entendimiento y que, por amor a ello, se afronten males, castigos y culpas. Algo así debía ser el amor de la abuela Inga por mi padre, algo así el deseo de los caballeros por las damas en las voces de los poetas.

Me duele morir ahora, cuando Sevilla crece más hermosa y yo conozco algo el gobierno de las cosas del mundo. Ahora los atardeceres son cada vez más tardíos y bellos, e invitan a pasear cuando el calor ha aflojado. En la puerta del Sol se dan cita los jóvenes, para rondar luego las casas de sus amadas, y entreverlas asomadas a una ventana cuando se ha oscurecido lo suficiente como para mostrar ese valor, pero no tanto como para que no se pueda verlas. Las amas y las dueñas intrigantes andan con mensajes entre unos y otras, y el deseo convierte el aire en aceite.

En días como éste yo me sentaba en el centro del patio, protegida por un parasol y ataviada con alguno de mis trajes recién cortados. Preparaba la bebida de rosas y nieve que le placía al infante y le aguardaba, para saber si cuando anocheciera nos esperaban en algún lugar o, por el contrario, cenaríamos en casa. O esperaba la llegada de Baruch, o calculaba, con avaricia, mi siguiente movimiento para asegurarnos el invierno.

Cada primavera Castilla enviaba sus tesoros a Flandes. Lana, hierro. Almendra, cueros, vino, aceite. Cera. Mercurio. Comino, pimienta, azafrán, cochinilla. Todo ello sujeto a impuestos, a largos viajes y a salteadores. Por hábitos aprendidos pero inútiles, debido a las actuales leyes, el reino pide sedas de Florencia, paños de Flandes e hilos de Brujas.

En los barcos que financio salen para lugares extraños la sal, la cera, el cuero, el aceite, las salazones de este país. Mercancías baratas y sin impuestos, que devuelven al poco tiempo las ganancias multiplicadas. Frente a los poderosos, que por inercia venden lo de siempre y compran lo de siempre, marco otro camino: este reino regido por caballeros no entiende que ha llegado el tiempo de los burgueses.

Cuando llegué, Sevilla necesitaba víveres. Me necesitaba. Centrada en ese puerto que, hasta que este año se conquistó Cádiz, ha sido el camino hacia el mar, Sevilla crecía y exigía una flota de barcos más hábil que la mediocre que hasta entonces tenía, y marineros más diestros. Y yo vengo de una tierra de mar. Paso a paso, mientras el mundo me veía rematar los pañales para los hijos de Violante y no sospechaban en mí otra habilidad que la de bordar, he conseguido hacer mi voluntad y completar mi fortuna. Y ahora que he conseguido todo esto, ahora que lo poseo, moriré…

Queda pendiente la cantidad que destino a mi capilla. La cuestión se presenta dificultosa, porque mi marido no ha mostrado interés en gastar parte de lo poco que tiene en cumplirme el capricho, y no creo que esa inclinación cambie cuando herede mi dinero. Tampoco puedo entregarle un legado a Baruch, porque sería imposible que alguien de su raza administrara la dote para una iglesia.

– Ay, Baruch. ¿Qué puede hacerse?

– Hay muchas tretas que pueden sacaros de ese trance.

– Para cuando se nos ocurran, yo ya habré muerto.

– Prometo ingeniar algo -me dice, y pienso en que bien podría fiarme de él, si no fuera por su amor a los dados-. El abad Quintín, señora, aguardaba por mí en vuestro portón. Me informó de que le sería asignada una cantidad, como merced vuestra.

La imagen del confesor de moda en Sevilla, al acecho del judío a las puertas de mi casa, me devuelve mi humor perverso.

– Decidle que, como le prometí, le asignaré la misma cantidad que a mi capilla. Y que se dirija luego a mi marido, y que éste le explique cuánto ha reservado para erigirla.

El abad no me guiará con sus oraciones hacia la luz, pero, en definitiva, fue él quien me convenció de que no las necesitaba, nuera y cuñada de quien soy. Id con Dios, abad. Ya me encargo yo de quedarme con Él.

– Falta que me indiquéis qué le destináis a doña Inés, por sus servicios y su compañía.

– Nada.

– ¿Nada, tampoco? -repite Baruch, que, de las cosas que podía decirle, no esperaba ésta.

– Ni un dinero. Mis razones tengo. Le reservo un buen regalo; pero no se lo reveléis. No le digáis nada.

Hace cinco días, apenas recuperada del desmayo que sufrí en el patio, Baruch me indicó que uno de los de su raza quería verme.

– No me encuentro de humor ni en disposición de ver a nadie.

– Insisto en ello, señora.

– ¿Por qué me importunáis?

– Es médico, y de gran fama.

– Nada va a aliviar mi mal, amigo mío. Me han visto cirujanos y charlatanes, todos han prometido curarme, y el único que me ha aliviado un tanto fue el último.

Me habían visitado curanderos, brujas y una rezadora que una y otra vez repetía una oración a san Miguel Arcángel:

– Sancte Michael Archangele, defende nos in proelio; contra nequitiam et insidias diaboli esto praesidium. Imperet illi

Deus, supplices deprecamur: tuque, Princeps militiae caelestis, Satanam aliosque spiritus malignos, qui ad perditionem animarum peruagantur in mundo, divina virtute in infernum detrude. Sancte Michael Archangele…

Hasta que tuve la certeza de que mi cabeza estallaría si la escuchaba invocar al ángel una vez más, y la despaché.

– Sospecho que no tiene que ver con eso, doña Cristina. Dice que conoció a vuestro hermano y que desea presentaros sus respetos.

Con un dolor casi olvidado, enterrado entre mis padecimientos físicos, apareció ante mí el rostro y el nombre de mi hermano Haakon. Durante los últimos cuatro años, poco había pensado en él. Las magras cartas enviadas a mi madre no lo mencionaban, ni hablaba ella de otros hijos que no fuéramos Magnus y yo. Y, de vez en cuando, del leopardo.

– Que le hagan pasar, entonces.

Nunca había visto a aquel hombre, al que le faltaba un ojo y que al arrodillarse ante mí me pidió la mano, como si fuera yo la reina.

– Señora doña Cristina, mucho os agradezco la merced que me hacéis, y bendigo este día en el que puedo ver de nuevo vuestro dulce rostro -me dijo, en francés-. He pensado en vos de continuo desde hace cinco años, aunque nunca soñé con teneros así, ante mí, y no he sido…

– Habladme en castellano -le interrumpí-, que bien lo entiendo y gusto de ello.

El hombre asintió.

– ¿Por qué decís que os alegráis de verme de nuevo? ¿Nos conocemos?/

– Nos conocemos de otros tiempos y de otra vida. Pero los años me han maltratado mucho, y no resulta extraño que no lo recordéis.

Sonreí con amargura.

– No puede decirse que hayan sido clementes conmigo, precisamente. ¿Cuándo me tratasteis?

– Recordaréis, señora, aquellos días en los que erais aún princesa de Noruega. Yo gozaba del favor del rey Alfonso, entonces, y me mandaron en una expedición a vuestro país, con la intención de cerrar tratados y de pediros en matrimonio.

Aquel verano cumplí veintidós años…

– Viajé con mi señor, don Fernando de Lara, que encabezaba nuestra comitiva porque, aunque era un caballero de valía, en otras ocasiones se había sentido enfermo cuando navegaba en alta mar, y se me solicitó que aliviara yo sus males. Cuidé de él como mejor supo mi conocimiento, y lo cierto es que gracias a mis tisanas, salvo el primer día, pudo hacer vida en la mar como la hacía en tierra.

Ay, su estómago débil…

– El rey, vuestro padre, nos recibió en Radasund, pero la entrevista fue breve, porque se acercaba el invierno, y tenía él por costumbre retirarse al oeste, a Bergen. Nos dejó sin respuesta sobre nuestra misión y sin objetivo, solos en una tierra extraña de la que nada sabíamos, salvo que no había luz durante los días, ni calor durante los meses de oscuridad.

Bergen, con sus casas de colores, sus nuevas construcciones de piedra, su viento suave y siempre cargado de lluvia, los huertos primorosamente roturados, Bergen, con su olor a puerto y a tripas de pescado, que, a primera hora del alba, invadía las calles y subía hasta las siete colinas. Sentí de pronto un deseo irrefrenable de chuparme el pulgar.

– Entonces, pasadas unas semanas, me despertó con toda urgencia don Fernando en mitad de la noche. Debía viajar al monasterio de Munklif, al este, donde el joven don Haakon padecía de un mal extraño. Como me contaron que había estado de cacería, imaginé una pierna rota o unas costillas hendidas; en lugar de eso encontré un hombre joven al que la vida se le iba por cada poro de la piel. Cada uno de sus miembros sangraba, y él, con alaridos, suplicaba un remedio. Los monjes le retiraban las sábanas, empapadas en sudor y en sangre muy roja, y no podían rozarle, porque enloquecía de dolor.

Haakon, mi Haakon, sus cabellos rizados y claros en los que mi madre hundía su mano, incluso cuando él tenía ya edad de avergonzarse por ello. «Son mi orgullo», decía ella.

– Yo había estudiado con un alumno predilecto de Moshé ben Maimón, a quienes los cristianos llamáis Maimónides, y había copiado palabra por palabra el tratado sobre los venenos y sus antídotos que le dedicó al sultán Saladino, y nunca había visto nada similar, aunque había leído sobre ello. Le habían suministrado un veneno que se llamaAcqua Nefanda, que se compone de cantárida, nuez moscada, cimbalaria y mandràgora. Esa ponzoña abre primero las venas, y luego los otros órganos, y luego la piel, hasta que el pobre Enfermo se desangra por el sudor.

(No lo envenenaron -nos dijeron-, su cuerpo se mantenía flexible, y su rostro, sonrosado.)

– Hice todo lo que supe. Le obligué a beber resina y rusco, y si hubiera sido mi hijo (porque era de la misma edad de mi hijo), no hubiera seguido otro tratamiento. Cuando se hizo evidente que nada podría salvarle, le di mirra y acónito, y sus gritos cesaron para dar paso a un sopor dulce. Al cabo de dos días murió; no me había separado de él, pero ni mi ciencia ni mis años de estudio habían servido para nada.

– ¿Por qué no se nos informó de la verdad? -pregunté, sin ni siquiera tener claro el que hubiera sido así. ¿No sabría mi padre esta historia? ¿No nos la habría ocultado a las mujeres, para mejor gobierno de nuestra pena?

– Cuando don Haakon murió, me hicieron regresar donde mi señor aguardaba a toda prisa. Me interrogó, y le conté la verdad. Pareció desolado. Toda la comitiva española lo estaba. Un reino sin rey es un animal sin gobierno, y nos encontrábamos allí, en aquel momento, y sin un tratado de protección. Don Fernando me llevó aparte y me preguntó de nuevo por los efectos y el veneno.

– La cantárida se usa para otros propósitos -dijo, meditabundo-. ¿Estoy en lo cierto?

– Los hombres con poco vigor la emplean para satisfacer a sus mujeres. Fue el remedio con el que Cleopatra despertó el ardor de Marco Antonio.

– ¿Viajaban mujeres con don Haakon y sus cazadores?

– No, que yo las viera.

– Hombres solos, entonces.

Me vi impulsado a protestar.

– Mi señor, los daños que vi en su cuerpo no se debían a una pócima para mantener la verga tiesa. Sus lágrimas eran de sangre, su orina era sangre, su sudor manaba como la sangre.

– Pero, como vos apuntáis, con todo eso, tenía la verga tiesa.

Abrí la boca, estupefacto.

– Oíd, judío. Ha muerto un rey. Ha muerto el rey al que nos dirigíamos, y lo ha hecho en vuestras manos. Sería una indiscreción el que llegaran rumores a oídos de su padre de que ha sido envenenado en momentos delicados como éstos, y más cuando se sabe que los judíos sois maestros en tósigos. Y no resultaría digno si, como sospecho, al joven Haakon se le fue la mano queriendo complacer a alguna dama. Todos hemos tenido su edad y hemos sentido que la noche no nos llega para cumplir el deseo. En vuestra mano queda ofrecer una respuesta satisfactoria, que os libre a vos y a mí de culpa y que nos permita continuar con nuestro negocio.

Escribí a vuestro padre y a los médicos de vuestro padre con una descripción fiel de una apoplejía, mentirosa a la verdad. Comparecí ante vos, ante vuestra madre y vuestros hermanos, para contar, de nuevo, las mismas mentiras.

Le observé con más atención, pero no fui capaz de recordarle en aquella escena. Palabra por palabra, las frases dichas regresaban a mí, pero no su cara ni su ojo tuerto.

– Vos vestíais una saya azul y una camisa verde, y aparecíais pálida y silenciosa. Repetí que, a mi entender, no se trataba de envenenamiento.

Esos cotos albergan fiebres y vapores, dijo mi madre. En ocasiones, él o alguien de su séquito regresaban enfermos.

– Pero nunca con tanta intensidad, dijisteis vos. La reina me preguntó si era judío.

Entonces nada se podía hacer. La Bruja me pidió que mantuviera a los judíos cerca, siempre protegidos, porque en los momentos decisivos serían la salvación de mi familia. Pero no habéis podido salvarle. Nada podía hacerse. Nada podía hacerse.

El judío continuó hablando.

– Con gran entereza, vuestro padre se resignó a la voluntad de Dios. Dos días más tarde, junto con dos caballeros de la comitiva, recibí órdenes de dirigirme a Pisa, y de ahí a Roma, para custodiar un documento que el rey deseaba enviar al papado. Abandoné Noruega con premura, y se me hizo saber cuando llegamos a Italia que no se deseaba ni mi presencia ni mis servicios para la corona de Castilla hasta que pasaran cinco años.

– ¿Quién envenenó a mi hermano? -pregunté, tras un silencio. Baruch miraba hacia la puerta, incómodo, como quien deseara otra vida y otra realidad. El otro judío, en cambio, fijó en mí su único ojo.

– Eso debéis saberlo vos, pues vuestra mente piensa como la de los poderosos, y la mía como la de los servidores. No fueron los dignatarios castellanos, porque aquél era un veneno potente y delator, que despierta inmediatamente sospechas, y los usos castellanos se inclinan por venenos lentos, discretos, que desvían la atención de quien los suministra. Además, nosotros necesitábamos a don Haakon vivo. En nada nos beneficiaba su muerte. Es todo cuanto puedo deciros.

– ¿Por qué debo creer esa historia, y no la que me contaron en su día?

El médico bajó la voz.

– Desde que esto ocurrió, hace cinco años, mi vida se ha arruinado. Perdí el favor del rey, y se me prohibió pisar esta tierra hasta el mes pasado. Perdí este ojo en una pelea contra un ladrón. Mi mujer fue muerta en una de las matanzas de nuestra raza en Toledo, y no sé aún nada de mi hijo. El rostro de vuestro hermano me ha perseguido en sueños, y cuando parecía desvanecerse por las nuevas vivencias, aparecía de nuevo ante mis ojos. Por los barcos que llegaban a Génova supe que vos estabais viva y en Sevilla, y que erais generosa con los judíos. Cargo como Caín con una marca, y creo que sólo así puedo lavarla de mi frente. Don Haakon era de estatura alta, y sus brazos y espalda estaban muy desarrollados. Tenía la marca de una flecha en el muslo derecho y una herida larga y estrecha en la espalda. No podía entender sus palabras, pero repetía una y otra vez «mor, mor» y «kald».

Mi hermano murió llamando a mi madre y sintiendo frío. Mis ojos continuaban secos. Sentí ganas de cantar, para que se acallara la lluvia de pensamientos que comenzaban a aparecer en mi cabeza y que destellaron como un relámpago. Fuera continuaba el rumor de la fuente en el patio, el sol de primavera, la suavidad del aire y el clima del sur.

– Entonces -dije, muy despacio, casi para mí-, a mí también me están envenenando.

El médico bajó la cabeza.

De pronto, todo pareció muy sencillo. La existencia, con todas sus revueltas y complicaciones, con sus senderos y atajos, mostraba un único camino ante mis ojos. Allí estaban, la verdad y la muerte, de la mano, avanzando muy despacio hacia mí, para abrazarme y darme la bienvenida tras el largo viaje, tan alegres de verme como mi gineta cuando llegaba la noche.

– No lo he sabido, no he sabido nada de vuestras dolencias -dijo el médico judío- hasta que, cuando llegué a Sevilla, pregunté por vos y me dirigieron a Baruch de Estelia. Y cuando Baruch me habló de vuestros dolores, y de cómo llegasteis sana a Castilla y os habéis marchitado poco a poco, reconocí en esas penas la huella de un veneno que me resulta bien familiar, porque yo mismo ayudé a mejorarlo.

Continué escuchando, con un educado interés, como había hecho toda mi vida, como me había enseñado mi hermana Cecilia.

– Por orden del rey Alfonso y sus hermanos, con la labor de unos meses perfeccioné la pócima que habían empleado durante el reinado del rey Fernando, para matar a quienes se les oponían, a los infantes, al rey o a la corona de Castilla.

Comenzó con un temblor muy suave al poco de mis bodas. En ocasiones, cuando estaba ociosa, sentada o preparándome para dormir, mis manos vacilaban y eran incapaces de atinar con la precisión que esperaba de ellas.

– Qué torpe -me disculpaba, y entre las familias nobles que visitábamos se extendió esa frase. La infanta doña Cristina era muy hermosa, pero tan torpe que era incapaz de beber una copa de vino sin derramarse la mitad por encima.

Luego me desapareció el apetito.

– No os preocupéis -me decían-. Ha de ser cosa del cambio de clima. Cuando os acostumbréis al calor de Castilla, comeréis como antes.

Nunca me acostumbré del todo, y nunca volví a sentir la punzada del hambre. Llegaban las horas de comer y se iban, y tomaba dos bocados por fuerza.

¿No os gustaría, hija mía, ver a vuestra tía gorda y sana?

– Lo que os mata -prosiguió- es una amalgama de mercurio y plomo. La creó un alquimista moro, que llegó a ella por casualidad hace cincuenta años, y a mí me pidieron que le diera una forma sencilla para que matara de manera discreta, sin que hubiera necesidad de verterla en líquidos.

En los siguientes meses llegaron la pesadez de manos y pies, la aceleración de los latidos y la hinchazón de vientre.

– Hemos de llamar a un médico para que os trate -dijo don Felipe, cuando se convirtió en normal el que me despertara con náuseas y dolores agudos en el estómago-. Hay algo de lo que toméis o de lo que bebéis que os está haciendo mal.

Tres desfilaron el primer año. Tres doctores, cada uno de fama mayor que el anterior. Me cambiaron la dieta, me obligaron a comer sólo carne de buey casi cruda y su jugo, y el siguiente achacó a ese régimen el que se me hubieran hinchado las articulaciones y casi me hubiera desaparecido la orina, y me prescribió verduras y legumbres y pan sin fermento que me debilitaron y me convirtieron en el esqueleto amarillo que soy ahora.

A partir de ese momento, ya no experimenté más cambios, sólo la tristeza, la debilidad y una melancolía creciente. Recordaba la mirada apagada de mi hermano Sigurd cuando rogaba que le dejáramos solo y movía la cabeza, con amargura y resignación. El cabello se me volvió lanoso y se me caía con frecuencia, y un cerco negro apareció en mis encías, afeando mis dientes, que antes eran lindos, blancos y parejos, y ahora sentía flojos.

– Yo le di forma de ungüento, para que pudiera abrirse paso hacia la sangre a través de la piel, y moderé sus efectos para que fueran lentos y pudieran confundirse con otras dolencias.

– No hay cura, ¿verdad? -pregunté, como si hablara de otra persona.

El médico movió la cabeza de un lado a otro.

– En un principio, puede atajarse si se toman levaduras y pasta de nueces, y algunos otros remedios, pero causa siempre daños, y no hay antídoto para ello. Destroza los riñones y el cerebro, y muchos mueren locos, con la memoria perdidas

Yo ya hablaba sola. «Trébol», recordé, de pronto. «Kl0ver» significaba «trébol»… «Kl0ver» significaba «trébol»… «Trébol.»

– Pero mi relicario…, mi salero y mi pimienta nunca variaron su color.

Eran tan hermosos, tan rojos y vivos como el primer día. Oscilaban cuando me movía, el salero en la bolsa, el medallón nervioso y saltarín sobre mi pecho. Por suerte, mi madre los reservó para mí y no acabaron en el fondo del mar, con los huesos y las joyas de Cecilia, y el ajuar que ella tuvo y que no encontré dispuesto yo.

– Son supersticiones, señora. Ni la vajilla de barro ni el polvo de unicornio ni las reliquias protegen del veneno cuando la familia real ha fijado en alguien su odio. Si queréis saber quién os traiciona, buscad alguna herida en vuestra piel y el modo de que el veneno se haya podido aplicar en ella.

Baruch dejó escapar un gemido.

– Perdón, doña Cristina. Creía que parte de mi trabajo consistía en obedecer sin que la moral entrara en mis cálculos, y me aguarda un duro castigo por ello. Como vuestro hermano, me perseguiréis hasta que muera, y más allí, quizás.

Continuaba de rodillas ante mí, y era evidente que sufría.

– Creía que entre los vuestros no se estilaban la confesión ni la contrición.

– Mi Dios distingue claramente el bien del mal, premia y castiga con justicia.

– Id en paz -dije-. Vos no tenéis culpa en esto. Sería acusar al filo de la espada por cortar, y que escapara sin culpa quien la empuña. Os perdono de todo corazón. No ahora, porque soy incapaz de ello, pero os prometo que cuando estos primeros momentos hayan pasado, elevaré una oración por vos.

Hace de esto cinco días: algo de verdad debe de haber en que el mercurio vacía el cerebro, porque soy una nuez hueca, que piensa con pausas entre las frases, que regresa una y otra vez a la misma idea. Nunca fui muy lista, pero no creo haber sido siempre tan tonta como soy ahora.

Castilla me envenenaba, pero ¿quién? ¿Quién de ellos podría odiarme tanto, quién podría ambicionar lo poco que tenía, una gota de agua frente a sus mares, yo, que ni siquiera tenía hijos y no era, por lo tanto, un peligro, que nunca había intrigado, ni hecho ningún mal?

¿Qué error había cometido para que alguien, lentamente, me viera apagarme y dolerme, y dispusiera que aún había de sufrir más antes de mi muerte?

¿Y quién había envenenado a mi hermano? ¿Quién se había beneficiado de ello, si todos salimos perdiendo?

Cuando se convocaron las Cortes en Sevilla y aquí vinieron los infantes, sus acompañantes y, finalmente, los reyes, doña Violante se alegró tanto de encontrarme enferma como el resto de la comitiva se horrorizó. Acostumbrada a verme cada día un poco más débil, y a un espejo sincero, no fue agradable que me compadecieran y desviaran la mirada.

– Os dije que comierais bien -me dijo mi cuñada, mientras repasaba la labor de aguja que yo le entregaba, para que sus cada vez más numerosos niños tuvieran prendas cosidas por manos reales-, y, como en todo, no me habéis hecho caso. Estáis tan flaca y amarilla como mi hermana doña Constanza. Es una lástima, erais hermosa… ¿Tan malos os parecen nuestros alimentos, que no queréis probarlos? Os traía a vuestra ahijada, doña Leonor, para que os conociera, pero es una niña impresionable, y no deseo que os recuerde así. Prefiero que mantenga la idea de que erais una mujer alta y bien formada. Aunque no lo sé…, quizás sea desalmado por mi parte el privaros de la compañía de la niña, ya que vos os habéis probado incapaz de concebir una. Seré generosa. Ya os la mandaré otro día.

Estaba tan acostumbrada a su lengua que ya nada me importaba. Durante las pocas ocasiones en las que me vio en Sevilla, mientras se hospedaban con frugalidad en el alcázar, se esmeró en buscar ofensas nuevas, pero yo ya me encontraba fuera de su alcance. Me concentraba en otra cosa, en el aroma de azahar, en las mariposas que se perseguían por los patios. Ella intrigaba, pobre mujer, mientras yo decidía sobre mi pequeño imperio. Pobre, cruel, estúpida Violante, que hubiera sido un buen general para mandar sobre los ejércitos, y se ha visto obligada a tragar su propia bilis y a macerarse en su propio odio.

Don Alfonso me felicitó por mi buen manejo del castellano, que no esperaba de mí, y se mostró distraído con mi esposo y cortés conmigo.

– ¿Sois feliz aquí?

– Todo cuanto una mujer puede serlo.

– ¿Mi hermano, el infante, os trata con consideración?

– Con absoluta consideración y gracia… cuando sus obligaciones no le imponen abandonar la casa.

– Ya veo.

De sobra conocía que las relaciones entre los dos hermanos no habían mejorado desde nuestra boda y que las amistades de don Felipe no placían al rey. El monarca, además, estaba disgustado por el proceder ostentoso de su hermano don Sancho, que había ofendido con su orgullo al obispo de Sevilla, y se le oía quejarse de que sus hermanos sólo le causaban penas.

– Una familia extensa era, en tiempos antiguos, una bendición de Dios. A mí se me ha dado como prueba, para que aprecie la soledad y el estudio, y como enseñanza para que no desespere cuando la muerte se lleve a alguno de ellos.

Le cedimos nuestro cuarto cuando nos hizo el honor de mudarse por unos días a nuestra casa de las afueras, y, apoyada en el hombro de la Muda, le mostré las despensas y el patio, las caballerizas y toda mi labor.

– Sabréis disculpar nuestra humildad…

– Sin melindres, doña Cristina, sin melindres.

Tuve el orgullo de acompañarle a nuestra biblioteca, que, como correspondía a un infante que había sido hombre de la Iglesia, era numerosa. Contaba con cuarenta y un ejemplares, y no creo que hubiera en toda Sevilla otra que se le comparara.

– Tenéis el Dialogas contra iudaeos de Pedro Alonso -se admiró-. Antes de convertirse a la fe se había llamado Moshé Sefardí, y lo leo con frecuencia y con mucho agrado, por haber sido muy buen astrólogo y aritmético.

Por sugerencia de Baruch, nos habíamos hecho con una copia de los Fundamentos de la inteligencia y la torre de la fe, de Abraham Bar Hiyya, que yo nunca supe descifrar, pero que le arrancó otra sonrisa a don Alfonso.

– Sabéis, sin duda, que vuestro hermano don Magnus ha desposado a una princesa danesa -me dijo, mientras nos sentábamos en el patio interior y el negro, un morito y una esclava rubia nos atendían.

– Así es.

Magnus se había casado en septiembre con Ingeborg Eriksdatter, hija de reyes, de la que se contaba que era muy dulce y muy instruida, y que amaba la poesía. Claro que también de mí se dijo que dominaba el latín.

– Vuestro hermano será un gran rey -dijo el de Castilla-. Ha llegado al trono en el momento adecuado, y cuenta con los apoyos precisos. Sed mi anfitriona, doña Cristina, sentaos a mi lado y deleitadme, que nos vemos poco y por nuestras obligaciones sospecho que aún menos nos veremos.

Hice que los esclavos moros tocaran los instrumentos que eran propios de su tierra, y así, con buena comida y algo de refinamiento, atendí lo mejor que supe a mi señor y a su séquito. Les serví frutas, en primer lugar, higos de mis árboles, manzanas verdes y naranjas dulces y amargas. Carnero y torcaz, un besugo que había despertado la admiración en la cocina y, después de las viandas acostumbradas, nueces con miel.

– Recordáis bien mis gustos, pese al breve tiempo que vivisteis con nosotros.

– ¿Cómo olvidar nada referente a quien tan grande honor me hizo?

– ¿No teníais vos una gineta, señora?

– Sí, Majestad.

– ¿Ya no la tenéis?

– No, Majestad.

– Lástima. Se les coge cariño a esos animalillos.

En la conversación, le escuché con atención, como hacían todos, o fingían hacer, cuando el rey hablaba, y sólo una cosa le dije. Indagué si permanecía en su mente el Fecho del Imperio y si continuaba con la ambición de ceñir la corona de emperador.

– Así es, doña Cristina -contestó-, y si es vuestra intención afeármelo, ahorraos el esfuerzo, porque ya sabemos que han sido muchos empeños vanos los que llevamos; pero este año se verá completado mi deseo. Este año tengo una corazonada. Los astros son claros en ese aspecto, y he aprendido una manera nueva de leerlos. Y decidme quién os envía con esa pregunta, porque no creo que sea don Felipe, mi hermano, que bastante tiene con intrigar con esos Castro y esos Lara.

Lo dijo en voz suficientemente alta como para que mi marido, sentado a cierta distancia, lo escuchara; pero don Felipe hablaba con don Manuel y aparentó no haber sido aludido.

– También yo me sentaré en el trono del Imperio en buen momento -continuó-. Conquistamos Cádiz, que significa obtener dominio sobre Jerez, San Lucas de Barrameda, El Puerto, Palos, Moguer y Lepe. Los moros quedan acorralados en los altos y en el reino de Granada.

– Pero -dije yo- en tanto que eso ocurre, la gente huye, y nadie cultiva los campos.

Mientras movía a los moros, los mataba y los expulsaba, la tierra se quedaba muerta. Y don Alfonso no organizaba, a la par que la guerra, llamadas a la gente de otros lugares para que fueran allí a instalarse y así dar vida a lo que antes habían sido vegas y valles populosos.

– Acudirán poco a poco. No quiero despoblar Castilla para que se llene de gente el sur. Mientras cuente con el apoyo de Portugal y de Aragón, continuaré conquistando tierras. Antes de morir, mi padre el rey Santo me dijo que si mantenía el reino como lo había heredado, sería tan buen rey como él. Bien, pues yo lo convertiré en un imperio.

– El apoyo del rey de Portugal nos cuesta mucho -me atreví a decir-. A Sevilla llegaron muchos súbditos de Niebla, hambrientos y desesperados.

– Niebla, Niebla…, harto estoy de oír hablar de Niebla. Nos costó nueve meses de asedio, nuestros buenos dineros y las quejas de todos. Es cierto que Niebla nunca nos atacó y que pagaba sus impuestos, pero se reunían allí moros y mudéjares de toda la morería. Cambiaban mensajes con los africanos y eran cabeza de rebelión. ¿Qué se me achaca? Como rey, mi obligación es la conquista, y, como cristiano, la conversión de los infieles. Aguantamos el cerco mes tras mes, soportamos una plaga de moscas como no se ha visto nada igual. Los condenados moros nos arrojaban desde las murallas ingenios que ardían y estallaban como truenos, que dicen que es invento oriental, la pólvora. Los rendimos por hambre, pero sufrimos mucho. Vencí el reino de Niebla en buena lid, le di buena casa y buen retiro a Ibn Mahfuz, su rey. Aquí lo tenéis, viviendo en Sevilla con sus sirvientes.

Sus sirvientas. Mi cuñado olvidaba que había pasado a cuchillo a todos los varones del pacífico y diminuto reino, y que tan sólo había respetado la vida del rey. Y luego, en un gesto de generosidad, había entregado Niebla al rey portugués.

Comían los infantes y sus deudos a mi mesa, y yo pensaba en que la guerra ya no era rentable. Si de otras anteriores extraíamos bienes y metales de los sarracenos, las últimas nos habían empobrecido lamentablemente. ¿Cuántos señores no se enriquecieron con las expediciones a tierras de moros? Varios nobles con un vínculo común lograban el beneficio de las muertes y las expediciones.

Con los nuevos tiempos, todo cambiaba. La nobleza menor no se aplacaba con sangre ni oro. Ansiaba el poder. Harían falta enormes sacrificios para mantenerla callada, que no satisfecha. En un tiempo anterior, saqueábamos a los otros. A los moros. A los judíos. En breve nos veríamos abocados a robarnos entre nosotros.

Mientras entraban el besugo, que se había asado en el segundo patio, para que apreciaran su impresionante tamaño, y aplaudían su sabor por adelantado los mejores de Castilla, la gente moría de hambre. Los niños no nacían. El hambre enfriaba las matrices de las mujeres, que no alcanzaban el suficiente calor para cocinar nuevos siervos. En esta tierra yerma y estragada de Castilla se nos morían los viejos y los jóvenes, los que vivirían para nosotros y los que por nosotros morirían.

Se hacía necesario el reparto de comidas mientras se recuperaban del rocío y la granizada las cosechas. Y, más urgente aún, convenía informar a los campesinos de las ventajas de plantar, con el tiempo por delante, viñedos y olivos, y con los días amarrados a la garganta, garbanzos y lentejas. Era preciso, con urgencia, que se acometieran los cambios que en mis humildes posesiones se habían llevado a cabo. Abrí la boca, y la cerré luego.

Si ni siquiera mi esposo, cuya fortuna había multiplicado, había gastado un momento en preguntarme de qué manera lo hacía; si el rey ni siquiera escuchaba a sus consejeros, muchos de los cuales eran de mi idea, y poseían sobre él más influencia y ascendiente; si a cualquier plan que yo sugiriera la reina iba a encontrarle mil peros, mil defectos y una necedad risible, ¿a qué iba a hablar?

Y así, el rey Sabio, la mente más brillante de su siglo, perdía la tierra bajo sus pies, mientras intentaba tocar el cielo sobre su cabeza.

Cuando finalizó su estancia en mi casa, porque eran muchas las que debía honrar y en las que le debían vasallaje, me besó, como había hecho cuando me conoció, en la frente, en los ojos y en la boca.

– Quedo en deuda con vos, doña Cristina, y que la Madre Santísima os bendiga con sus favores. Mi suegro os alaba por discreta, y veo ahora que esa fama es cierta.

– Dios quiera que regreséis pronto y honréis de nuevo esta finca.

Don Alfonso pareció vacilar.

– No sé cuándo volveremos a vernos. Sé que no estáis buena: tampoco yo tengo la salud de antaño. Un dolor persistente me nace de esta muela, y se extiende por mi mandíbula, y por mucho que ahonde el cirujano, no le encuentra la raíz. Venimos a sufrir a este valle de lágrimas, pero tened ánimo, que sois joven y gozáis del amor de vuestro esposo y de todos los que os conocen. Con la primavera y la sangre nueva volveréis a ser la flor del Norte.

Sonreí, a mi pesar. Él también sonrió.

– Y que no os ocupen la cabeza los asuntos de Estado ni de política, que son cosas de varones, y sin duda parte de vuestras dolencias provienen de ahí. Que la inteligencia no tenga tratos con vuestra hermosura, y así se mantendrán cada una en su lugar.

Marcharon todos y la casa quedó en un silencio lúgubre. Acostumbrada como estaba a la soledad, no había reparado en cuánto se había parecido por aquellos días mi casa sevillana al palacio de Bergen, los niños, los escuderos, el trajín en las cocinas, los ruidos a deshora que perturbaban los nervios, sí, pero cómo consolaban el corazón.

Dos días más tarde me anunciaron la visita de mi cuñado don Fadrique. Esperaba a caballo, tal y como era su privilegio por sangre, y a sus espaldas le seguía un carro con una silla mora. Le recibí en mis habitaciones, mientras los esclavos daban vueltas en torno al regalo que me traía y comentaban entre ellos en algarabía. Don Fadrique había engordado desde mi mañana de elección en Valladolid, y parecía también más joven.

– ¿Cómo os encontráis? -me preguntó.

– Tal mal como aparento.

– Yo nunca he estado enfermo -dijo, mientras sorbía con una paja de centeno el jugo de naranja que le había ofrecido-, pero sé que es una cosa triste. Un pajarillo del norte como vos se ahoga en Sevilla. Id a vuestras posesiones de Covarrubias. El frío de allí os devolverá la salud.

– Mi lugar es ahora esta casa, y don Felipe no quiere regresar a Burgos. Sus intereses están aquí, y los míos nacen parejos a los suyos.

– Los intereses de don Felipe son sólo suyos, os lo aseguro…

Doña Inés se aseguró de que no necesitáramos nada más y abandonó el cuarto, silenciosa. Era la hora en la que se acercaba a escuchar misa a una iglesia cercana, que antes había sido mezquita y se coronaba con una torrecilla retorcida y puntiaguda.

– No debimos traeros aquí -dijo, con su voz entre dientes y labios cerrados, mi cuñado.

– Era mi destino.

– Si me hubierais elegido a mí, yo os hubiera dado mejor trato que Felipe.

– Si hubierais sido amigo de mujeres, yo os hubiera elegido.

El se rió.

– Pero… ¿cómo osáis?

– ¿Se castigan ahora las verdades en Castilla?

– Las verdades siempre han sido castigadas, en Castilla y en cualquier otro lugar. -Dio otro sorbo-. Hicimos mal en traeros. Valíais más que el oro y el trigo.

– Sé lo que valía en plata quemada.

– Al menos, los noruegos comen pan gracias a vos.

En un primer momento, no le entendí. Luego intenté mantener la réplica ágil, como hasta entonces.

– Los noruegos siempre comieron buen pan, don Fadrique.

– Puede. Pero convendréis conmigo, doña Cristina, en que nuestro vino es infinitamente mejor.

La abuela Inga me había despreciado cuando yo, con la insensatez de la juventud, había asegurado no tener enemigos. Ella nunca dejó de mirar bajo la cama, entre los tapices, ni prescindió nunca de la esclava sueca catadora, que probaba antes que ella cada bocado y cada sorbo.

Para nosotros, sus nietos, el peligro procedía de nombres concretos y de acciones fijas. No creíamos, como ella, que la vida fuera una lucha contra todo y contra todos, un pulso desesperado contra la muerte en el que se perdía siempre, aunque convenía mantenerse en la batalla durante el mayor tiempo posible.

Si ella debía lo que tenía al juicio de Dios, a su mano imbatible y su fuerza de voluntad, yo vivía en un reino en el que la única ordalía de los últimos años había tenido lugar para elegir qué rito debiera imperar en la Iglesia, si el romano o el toledano. Se libró en Burgos, un Domingo de Ramos.

Mientras los caballeros defensores batallaban entre ellos, se prendió una hoguera de leña en la plaza principal, y a ella se arrojaron dos misales, el que contenía el oficio romano, y otro, bien guarnecido, que llevaba escrito, palabra por palabra, el toledano. Si uno de los misales no se quemaba, era ése el que triunfaría en las iglesias. Por caprichos del fuego, el toledano saltó fuera del suelo. Y el rey (algunos dicen que no fue él, sino un emisario real), de una patada, sin respeto por el santo texto, lo devolvió al fuego, donde se consumió. De lo que se deduce lo que siempre hemos sabido de los juicios de Dios, que donde impera voluntad real, obedecen las leyes del Cielo.

¿Quién se beneficiaba de la muerte de Haakon? Sólo una persona: el pequeño Magnus. Quiero decir, Su Majestad, el rey Magnus de Noruega.

Lo vimos crecer con la atención fijada en otras gracias, en otros avances. Nunca guardó demasiada relación con Sigurd ni con Cecilia, con quienes la diferencia de edad era dilatada. Tampoco se acercó demasiado a Haakon, cuyos deberes como heredero eran tantos y tan pesados que se le marcaban aparte. Olaf no le sirvió de apoyo, perdido en las tinieblas de su ceguera, encerrado, como yo ahora, en su triste cámara.

En cuanto a mí, Magnus fue mi juguete durante algunos años. Lo llevaba conmigo a todas partes, me enorgullecía su semblante serio y su precocidad de entendimiento. Luego, cuando me hice mujer, lo abandoné. No sé cómo. No recuerdo cómo. Otros juegos más fascinantes me ocuparon. Magnus, sencillamente, desapareció.

No lo veía cuando salíamos a recibir a Haakon las tres damas principales de la corte, cada una con su refresco. No obtenía demasiada atención en los pocos torneos en los que se le permitía participar, ni tampoco destacaba en los juegos de versos. Durante años pasó desapercibido, sentado en los lugares menores de la mesa, mientras estudiaba y se formaba, con toda probabilidad, para la Iglesia.

Llevaba sangre birkebeiner y bagler. Sangre de asesino, como todos nosotros. Sangre cainita; vio cómo mi madre le negaba a su hermano un tercio del reino, y cómo celebró su muerte. Nosotros le mostramos el ejemplo. Cuando despedazamos el cuerpo de Sigurd, cuando nos negamos a la piedad para los jóvenes poseedores de salinas que solicitaban merced, él observaba, y alimentaba con esa ponzoña su corazón.

Sólo teníamos ojos para Haakon, y nos arrancó los ojos.

Necesitaría cómplices. El se mantuvo a nuestro lado mientras Haakon cabalgaba hacia los cotos. No fueron muchos los caballeros que le acompañaron. Ivar se contaba entre ellos. ¿Podría Ivar haberle traicionado? La dama de alta alcurnia a la que estaba destinado, ¿se la había conseguido Haakon, poco dado a esas labores, o Magnus, que por el contrario destacaba, como mi padre, en la visión para los enlaces familiares?

Magnus hubiera tenido fácil acceso al Acqua Nefanda. A diferencia de los míos, de los de mi madre, de los de Haakon, sus movimientos no llamaban la atención. Y la Bruja, a la que mi madre había llevado a todos sus hijos, era una conocida envenenadora. Envenenadora, partera, remendadora de virgos, lectora de runas y de augurios.

¿Qué le profetizaría a Magnus? ¿Cuántas veces se reunirían ambos, para beber aquella tisana que aligeraba la cabeza y dilataba las pupilas? ¿Con qué planes, con qué futuro? Nada adivinó de mis dorados pronósticos.

Un puro engaño, como mi padre dijo. Pero ¿y del de Magnus?

Con cuánta rapidez se rehízo, admiramos. Mientras mi madre zanjaba sus cuentas pendientes con el fantasma de Kanja, y mi padre inclinaba su noble cabeza, abrumado de nuevo por el poder en solitario, él tomó la carga que no le estaba destinada y la asumió. Escuchó los llantos del pueblo, que invocaba el nombre de Haakon y prendía velas para guiar su alma. Y luego, con serenidad, con toda calma, se sentó en su silla, en el lugar principal de la mesa.

La abuela tuvo que haberlo sabido. Puede que incluso la idea partiera de ella. Todos la habíamos decepcionado. Cecilia, por obligarle, a ella y a mi padre, a buscarle otro marido cuando ya le habían destinado el bagler; Sigurd, de voluntad débil y espíritu torturado; Olaf, a quien ni siquiera dedicaba un instante; yo, que no parecía servir para ningún trato real, o provechoso, o adecuado; Haakon, irreflexivo e impulsivo, mucho más inteligente que mi padre y libre de sus inseguridades, y, por lo tanto, menos deseoso que él de dejarse guiar por los juicios de la abuela Inga.

Magnus, callado, silencioso, taimado, era como ella: un superviviente que no alardeaba, un escorpión agazapado en una esquina, tan inflexible como ella, e igual de ambicioso.

Mi abuela sí miraba a Magnus. Mi abuela, a la que no se le escapaba nada de lo que ocurriera a su alrededor, no se dejaba deslumbrar y se dirigía hacia lo que deseaba como una flecha que busca el blanco. Siempre había logrado lo que buscaba.

La imaginé envuelta en sus sedas de siempre, con el peto de ámbar que le gustaba, caminando sin prisa por los pasillos del palacio de Bergen. La vi alimentando al leopardo con Magnus, los dos cabeza con cabeza, mientras mi padre lamentaba la ausencia de Haakon, con quien tan bien se entendía, y mi madre, sin nada ya que hacer, con demasiado tiempo ante sí y nada con lo que llenarlo, no aconsejaba, no decidía, no veía. El poder siempre había estado en las manos de la abuela Inga; y ahora se encontraba, también, en quien ella había designado. Y, mientras tanto, nosotros escuchábamos las hazañas de los reyes antiguos y olvidábamos que éramos nosotras, Astrid la Rubia, Kanja la Joven, Inga la Santa, las que habíamos dicho éste es mi hijo, éste será vuestro próximo rey.

Si mi bisabuelo, el rey Sverre hubiera tenido quien le cantara, como ocurre ahora con los reyes modernos, nos hubiera legado también valiosas lecciones.

De él, criado en un monasterio y excomulgado en el día de su muerte, hubiera aprendido a ejercitar la paciencia y a no esperar demasiado de quienes en un inicio parecían nuestros amigos y aliados. Hubiera aprendido a pactar con los enemigos de uno en uno, aun cuando pareciera que con eso se adelantaba poco y se deseara acabar de una vez.

Durante estos años he pensado qué decirle al rey Alfonso y cómo ganar su favor con consejos y estrategias que nunca tuve la oportunidad de desplegar, cuando tendría que haberme aconsejado a mí misma. Señor -fantaseé con que le diría mil veces-, tomad ejemplo del rey de Navarra, que no sólo saca provecho de su situación, tan dulce, en pleno camino de San lago, sino que además da prebendas a quienes desean dirigirse al norte. Tenemos al sur en guerra y al norte como amigo. Mirad hacia el norte, entonces. -Y no reparaba en que tenía al sur en guerra y el norte lejano, muy lejano.

Yo pensaba en cómo salvar el reino de Castilla y, mientras tanto, me dejaba envenenar. Era yo quien, ignorante de que me encontraba al borde de un precipicio, me empeñaba en asomarme a él para coger una flor en su extremo. Como don Alfonso, miraba las estrellas, sin fijarme en las trampas a mis pies.

Un reino que deja morir de hambre a sus súbditos mientras el rey legisla los correajes de los caballos, que quema los libros mientras pide prestado dinero a los infieles que ignoran la palabra de Dios, ofrece unos peligros que yo debí observar y de los que debí aprender. Pero era una extranjera en tierra nueva, una mujer ignorante y sola, y confiada en mis fuerzas y en mi belleza.

Desde que hace cinco días despedí con mi bendición al médico judío me he negado a tomar las medicinas que me ofrecían, incluso el delicioso vino con especias que me movía a una euforia amable y me amodorraba al sol, y era uno de mis pocos deleites. Se acerca mi fin, y necesito pensar con claridad, para que se abra entre las tinieblas un poco de luz y mi vida no haya sido en vano. He recordado conversaciones enterradas en desatención y, como un labrador, en la tierra lisa he abierto surcos para entender mejor las frases que fueron dichas y escuchadas en su momento con ligereza.

Por momentos he pensado si no sería mejor que me aumentaran la ración de vino y deslizarme así hacia la muerte con dulzura; no me gusta lo que he recordado, ni me agrada lo que veo. A mi manera, preparo mi particular confesión general, y se me asemeja al paso de los rasgos algo deformados que me mostraban los espejos viejos de metal a la claridad despiadada del espejo de cristal de roca. Los afeites que parecían favorecedores reflejados en el bronce bruñido son máscaras de teatro en los nuevos espejos. Y, sin embargo, bajo esa luz y esa claridad nos ven los hombres, no suavizadas por las aguas del bronce.

No tenéis mi sangre -había dicho la abuela-, ninguno de vosotros. No es cierto. Aunque demasiado tarde, descubro que algo de ella corre por mis venas, y con la sangre, su mirada aguda, fija siempre en lo que los demás no podíamos ver.

¿Cómo me veían a mí, hace cuatro años, los aragoneses y los castellanos, sino como un pacto ya caduco propuesto a un rey que acababa de morir? ¿Cómo, sino como una intrusa que tendría mal encaje en una corte ya establecida, en la que no cabían más rangos y en la que cada cual había encontrado su lugar, mal que les pesara? ¿Por qué, fijados ya los pactos por el Fecho del Imperio, habían de modificarse por una noruega cuya presencia nadie requería? ¿Qué venía a buscar al sur Kristina Haakonardóttir, soltera de cierta edad, a la que tampoco habían encontrado acomodo en su propio reino?

Me he despedido de Baruch y le he dado mi sello, para que pueda firmar los documentos que quedan abiertos con mi autorización y los que en un futuro surjan.

– Señora, pensaré siempre en vos con amor -ha musitado, con la voz ahogada.

– No os gastéis todo el dinero -le he dicho-. Tenéis el don de ganarlo, y la maldición de no saber conservarlo.

Lo he visto marchar hasta que se ha convertido en una sombra (mis ojos han perdido mucha agudeza en las últimas dos semanas), y he llamado a doña Inés Rodríguez Girón, que, sonriente, como siempre, presurosa, como siempre, se ha acercado a mi silla.

– ¿Qué se os ofrece, doña Cristina?

Durante los últimos cinco días he urdido en mi mente qué decirle, y cómo hacerlo. Si me pudiera tener en pie, si mi brazo conservara el impulso que mueve el de un recién nacido, le arañaría el rostro y la escupiría. La arrastraría por esos cabellos endrinos que conserva, mientras los míos se mueren, le arrancaría los ojos con mis propias manos. Nada de eso es posible ahora, y observo el rostro que tanto he querido y al que tanto he agradecido con un odio nuevo, burbujeante.

– Amiga, sabido es que muero. -Por costumbre, protesta. Impaciente, la atajo-: No tengo fortuna propia porque, como sabéis, se ha invertido toda en negocios, pero comoquiera que hace cuatro años os prometí que os dotaría bien, y esos años se cumplen por estas fechas, quiero que al menos tengáis un recuerdo mío. Acercaos.

– Fuerza, señora -musita doña Inés, y se sienta a mis pies.

– Os lego mi bien más preciado. -Y mi mano busca entre mi pelo amarrado y arranca una de las peinetas de oro que, cada mañana, sus dedos diligentes clavan en mi cabeza. Con los ojos desorbitados ve cómo la dirijo hacia su cabello, quizás hacia su rostro, si mi pulso falla, y de un salto se aleja de mí y de mi asiento.

Nos observamos como lo que somos: cazador y alimaña. Ella yergue la cabeza y me mantiene la mirada. Se arregla, incluso, sin volver hacia él su atención, un pliegue de la manga.

– ¿Desde cuándo lo sabéis?

– Desde hace cinco días.

– Bien -dice ella, y guarda silencio. Intento encontrar las palabras preparadas, o que, además de mirarme, hable.

– ¿Cuándo comenzó esto? -pregunto.

– El día de vuestra boda, y cada día que me he despertado junto a vos desde entonces.

– ¿Mancháis las peinetas?

Ella asiente con la cabeza.

– He de impregnarlas con un unto cada día. El oro, que es material noble, ni lo absorbe ni delata el proceso.

Tomo aliento. Ella se acerca de nuevo, con precaución.

– ¿Qué mal os hice en este mundo -pregunto- para infligirme esta tortura? ¿Alguna vez os causé daño? ¿He mirado por otra cosa que no sea vuestro bien o vuestra comodidad? -Doña Inés calla-. ¿Qué resentimiento podríais albergar contra mí, para verme día tras día, cada noche, más y más enferma? ¿Qué corazón tenéis? ¿No teméis las penas del infierno, la condenación eterna, el fuego de los pecadores? ¿Qué os hice yo, y qué le hice a doña Violante, para que conspirarais así contra mí? ¿En qué os beneficia mi muerte, y cómo os premiará la reina esta traición? ¿Con dineros? ¿Con un marido?

Doña Inés me mira con desprecio. Habla con desprecio.

– Pensar que os tienen por discreta… ¿Qué se me trae a mí con la reina, doña Cristina? ¿Y qué tenéis en su contra? ¿Creéis que se mancharía con estos asuntos que sólo a nosotras nos incumben?

Fue la reina quien me la recomendó, quien la colocó en mi séquito desde los primeros días. Violante, la Yolanda de los poetas, contra la que su propio padre me había prevenido.

– ¿No es ella la que os recompensa? -balbuceo, confusa.

– Con vuestra muerte recibo yo mi recompensa -dice ella, su boquita fruncida-. Ya os dije hace tiempo que a su debido momento me proporcionaríais el marido que merecía.

Da vueltas a su anillo, que lleva una cruz pintada en laca. Mil veces antes había visto esa cruz en los pechos de cien hombres. Eran las tropas castellanas esclavas de las voluntades de sus señores. Y entre ellos se encontraban las Órdenes Militares del Temple y de Santiago, de Calatrava y el Hospital, y los caballeros de las milicias de Toledo, Medina, Segovia, Ávila, Cuenca, de Burgos y del resto de las ciudades de las que mi esposo don Felipe recibía impuestos, dádivas y compromisos. Le conocí yo ya sin cruz. Le vi con un jubón de paño zafio, un manto de terciopelo negro y una cadena gruesa que finalizaba en su cintura.

Como los eslabones de esa cadena, se anclan los rumores y cobra sentido lo que hasta entonces estaba disperso. Ha querido el Cielo que me entere así de las verdades, mientras a otros les son reveladas con suavidad y avisos.

– ¿Creéis, loca, que se casará con vos? ¿Un infante de Castilla, con fortuna propia y apostura? ¿Con una dama de compañía, la hija de un secretario?

– Se casará conmigo porque así me lo prometió, y porque no piensa en otra cosa desde que me conoció.

Rompo a reír.

– Las promesas de los hombres se las lleva el primer viento que pase. Aunque enviude, elegirá a una mujer de apellido. Una Lara o una Rodríguez de Castro.

Ella se acerca más a mí de nuevo, con cuidado, como si yo, como las ginetas sin amaestrar, pudiera aún morderla o arañarla con los peinecillos.

– Nos conocimos en Burgos, hace seis años. Acudió a la casa de mi padre, para tratar del asunto de una bula que habíamos solicitado, y al mirarnos, se nos perdió el corazón por los ojos. Enloquecí. Cuando me supe correspondida, me sentí dispuesta a saltar por encima del fuego, a cualquier sacrificio que me cupiera. Don Felipe pidió entonces al rey que le liberara de sus votos, porque deseaba regresar al mundo. El rey se lo negó. Seis veces elevó sus peticiones, y seis veces le fueron rechazadas, cada vez más iracundo el rey, porque deseaba a alguien de su confianza en la Iglesia, y más en Sevilla, y don Sancho, que Dios guarde, no era hombre de palabra.

El carácter del arzobispo de Sevilla no es apropiado para su santo ministerio, me dijeron, mientras me lo colocaban ante los ojos, el último, el más hermoso. La única opción posible.

– Entonces, el rey cambió de idea y le mandó llamar, conciliador. Con el temor en el cuerpo, pero esperanzados, vimos una esperanza para nuestra unión. Acudió don Felipe a Toledo y regresó con el permiso de ahorcar los hábitos, pero sólo bajo la condición de que matrimoniara con vos, porque al rey le hacían falta los votos de los noruegos en el Fecho del Imperio y mataba, creía así, dos pájaros de un golpe, las quejas del hermano y el halago al rey noruego.

Hizo una pausa.

– Creí morir. Los sufrimientos de los que os preciáis vos ahora -me señaló- no son nada comparados con las fiebres que me arrasaron. Dejé de comer, y me era imposible dormir. Pedí entonces a la Santísima Virgen que me iluminara, y ella así lo hizo. Ella no abandona nunca a los desesperados.

Robin the Hood, desangrado por una abadesa impía. El rey don Alfonso, con una infección en la mandíbula, solo y engañado por todos. Oh, sí. No desampara a sus fieles.

– Fingí voto de castidad por el favor de haberme recuperado y pedí a mis padres que me presentaran ante la reina. A la reina yo le estorbaba, y como no me quería a su alrededor, tal y como era de esperar, fue rápida en entregarme a vos.

Nunca he sido afortunada en mis amistades con las mujeres. Astrid, primero, y esta víbora, ahora. Sólo Cecilia me quiso, y quizás únicamente por ser mi hermana.

– Don Felipe no os ama. Quizás lo hizo, tiempo atrás, cuando era clérigo, pero ni siquiera os mira ahora. Ha cuidado de mí desde entonces. Ni una sola noche ha dejado de yacer conmigo.

Doña Inés comienza a reír.

– ¿Yacer? ¿A quién le contáis eso? ¿Olvidáis mi puesto? ¿Y quién os dice que para el amor hace falta la noche? ¿Y quién os dice lo que ocurre en las horas entre las que cerráis los ojos y los abrís de nuevo? Sois doncella, y lo sé bien, porque en las noches en las que nos podía el deseo, os suministraba una droga con el vino de la cena, y holgábamos, y nos reíamos de vos, y aguardábamos con paciencia lo inevitable. Tres veces os he pedido permiso para irme en estos cuatro años a la casa de mi padre, y en las tres nunca llegué allá. Me escapaba a la casa de una mujer en Erija, que sabe de estas cosas y que me daba las hierbas necesarias para desembarazarme, y cuando me había recuperado, regresaba a Sevilla, sin que nadie notara nada. ¿Cuántas veces os habéis preñado vos?

Dice la verdad, porque así lo siento y porque de nuevo la cadena se alarga con nuevos eslabones que encajan. Y, sin embargo, cuántas noches, entregado al sueño, me ha despertado don Felipe porque me abrazaba con fuerza y no me dejaba moverme, ni siquiera respirar. Y cuántas otras noches no ha podido dormir si no me cogía de la mano, como un niño pequeño que buscara la protección, el perdón, el descanso.

– Vuestra noche de bodas -continúa contando la arpía- fue mi noche de bodas. Fue el regalo que me hizo, despreciar el lecho de una hija de reyes para venirme a gozar al mío. Y desde entonces, así ha sido en todas las ocasiones posibles.

Intento recuperar la entereza. Mi mente no puede ordenar las frases a tanta velocidad. La miro, atravesada por el asco.

– Aun así, sois una envenenadora. Una asesina. Mi marido no os perdonará eso, por muy hechizado que le tengáis.

Ríe aún más. Más fuerte.

– ¿De quién creéis que fue la idea? ¿Quién pensáis que me dio fuerzas, en los momentos en los que flaqueaba, en los que vi que pasaban los meses y no os moríais, maldita, no os moríais? ¿Quién creéis que me dio el unto para las peinetas, que sólo está al alcance de los infantes de Castilla? ¿A quién se lo vais a contar que no esté de mi parte, o que os crea? Si quisiera, podría mataros ahora mismo. Mirad el regalo de oro que nos traían del norte, ved en qué se ha quedado. Confesaos de vuestros pecados, que os ha llegado la hora, y yo los míos los aguanto muy bien sobre mi conciencia.

Escoge al mejor de ellos.

Entrega tu plata.

Ahora qué más da todo eso.

Mi abuelo, Haakon III, murió así, como yo muero.

Pero ahora que lo pienso con detenimiento, yo ya sabía parte de esto que me han contado. Por mucho que me mintiera a mí misma, por muchas explicaciones que pergeñara en mi cabeza, sabía que el infante don Felipe no era impotente, ni débil, ni estaba mal formado.

Durante los primeros meses, en los que aún intentaba seducirle y me acercaba a él y le acariciaba, su olor se mezclaba con otros extraños, ecos de piel humana y no de perfume, y yo adivinaba otra rival cerca. En dos ocasiones le entreví con una de las esclavas, pero comoquiera que ninguna se me presentó con un hijo suyo, no tenía ninguna protesta que hacerle. Además, sin heredades que legar ni títulos que quedaran detrás, mi obligación de darle un hijo continuaba, pero atenuada, como un deber eternamente pospuesto.

La mayor parte del tiempo me resignaba a esta vida. Había visto a demasiadas mujeres morir o quedar inútiles tras un parto como para echar de menos la experiencia, mujeres que perdían los dientes con el primer embarazo o no sobrevivían a las fiebres puerperales. Yo había vivido veinticuatro, veinticinco años sobre esta tierra, y me sentía afortunada. Además, todos los santos elogiaban la castidad y la pureza, aun dentro del matrimonio.

– Buenas noches, doña Cristina.

– Buenas noches, esposo.

Pero otras veces, cuando por las mañanas me despertaba y tras un instante de inquietud recordaba quién era, dónde estaba, qué me había llevado allí, me asaltaba una furia ciega, el deseo de hacer daño sin mirar a quién, por el propio placer de que alguien sufriera como yo sufría.

Uno de esos días me desperté antes de lo habitual. Mi marido dormía fuera: había ido a correr los toros a algún lugar que no recuerdo y se ausentaba durante unas jornadas. Escuché unas risas ahogadas y unos jadeos. Intrigada, me levanté (aún podía caminar sin la ayuda de nadie) y seguí el sonido. Josefa, una de mis dueñas, había dejado la puerta de su cuarto abierta, porque mediaba julio y el calor agobiaba, y sólo con el ventanuco y la entrada franca se entablaba un poco de corriente que lo aliviara.

Se había subido al cuarto a mi esclavo más joven, al que adiestraba para ser mi preferido, y le estaba enseñando el juego del hombre y la mujer. Sin pudor, sin reparos. Los atrapé como dos perros, y tan absortos estaban en su pecado que hasta que agarré una vara y comencé a golpearlos ni siquiera repararon en mi presencia.

– ¡Cerdos! ¡Animales!

Di voces, convoqué a la casa. Mariquilla y doña Inés, y doña Juana, que aún habitaba conmigo, intentaron calmarme, pero fue en vano. Juré en noruego, repetí las palabras sucias que se les dedicaba a las caballerías y a las furcias, y luego, con una idea en la mente, me calmé.

– Castrad al muchacho -ordené-, cortadle la lengua a la dueña.

Comenzaron a gritar todos ellos.

– No lo repetiré. Si no lo hacéis de inmediato, los mataré, y os mandaré azotar a todos.

Algo en mi voz los convenció de que no exageraba el castigo. Callaron. Doña Inés, muy pálida, empujó al esclavo que tenía a su lado.

– ¿No habéis oído a la infanta? ¡Vamos! ¡Proceded!

Pese a los alaridos de los pecadores, no se atrevieron a desobedecerme.

Esa tarde, cuando aún no se había disipado en el patio el olor a carne quemada de los cuchillos cauterizadores, me sobrevinieron los remordimientos. Recordaba mi acceso de cólera como si lo hubiera experimentado otra persona, como si mi madre hubiera tomado mi cuerpo prestado y lo hubiera empleado para gritar en la manera en la que ella lo hacía. Entre lágrimas le confesé a Baruch que temía que mi marido se contrariara y me riñera.

– Qué vergüenza, Baruch…, así sigo los buenos consejos que me dio nuestro señor don Jaime…

– Vamos, vamos, no os disgustéis por una tontería. Don Felipe no se cuida de las dueñas, y al muchacho había que castrarlo antes o después. Vos no digáis nada, que me encargaré yo de amedrentar a los otros.

Le miré esperanzada. Él asintió.

– No castiguéis vuestros preciosos ojos con ese llanto por algo tan baladí. Recobrad la compostura, yo me ocupo.

Así fue. Alguna vez le he mencionado a mi marido que se acercaba el momento de castrar al chiquillo de Berbería, pero su respuesta es siempre compasiva:

– Pobrecillo, es tierno aún. Aguardemos un poco más.

Yo finjo entonces sentir pena, también, y así pasan los días. Con cierta frecuencia, los dos, el chico capado y Josefa la Muda, comparten lecho, aunque ya nada pueden hacer, y yo hago la vista gorda. Nos aferramos a los hábitos, por más que no tengan sentido ya en el presente. También yo, con más frecuencia de la que desearía, me chupo el pulgar cuando me siento sola.

La vida de los hombres transcurre, por lo habitual, de la manera más monótona. Los hijos suceden a sus padres en sus oficios y puestos, y los días, los meses y los años giran y se repiten, siempre en hilera, la noche y la luz. Nada cambia, y al final, llega la muerte. A mí me destinó Dios a una existencia llena de saltos y a un largo viaje. Pero también así me llega la muerte, siguiendo los mismos oficios y cayendo en las mismas trampas que mis antepasados. Porque late en nosotros su sangre, somos sus hijos, y nada puede apartarnos de nuestro destino, ni las oraciones, ni los amuletos, ni las promesas a los santos, ni la más decidida de las voluntades humanas.

¿Cómo llegará a oídos de mi madre, la reina, la noticia de que únicamente le queda un hijo? Mi madre nunca me tuvo gran afecto. Se desilusionó cuando supo que era una niña, porque además los meses de mi espera habían sido molestos para ella, y el parto difícil. Me entregó al aya lo antes posible, y buscó un nuevo hijo, que fue el malogrado Olaf, en cuanto le fue posible.

En mis primeros años aprendí rápidamente a comportarme como ella deseaba, porque se le acababa pronto la paciencia y me apartaba de sí si lloraba o la importunaba.

– Quita. Aparta. No haces sino avergonzarme. No puedo llevarte a ningún sitio.

No toleraba que considerara nada mío, y hasta me arrebató a la gata nodriza que me protegía en la cuna cuando era muy pequeña.

Cuando crecí, supe que de poco me valían las lágrimas, y si Cecilia fingía no escuchar las exigencias de mi madre, y acuñaba con ello la reputación de mantener la cabeza en las nubes, yo comencé a enfrentarme a ella y a su tiranía de gritos y de obligaciones.

– Aunque sea a palos -me decía, con los ojos entrecerrados por la ciega cólera que le provocaba- aprenderás a ser una buena hija. Así tenga que costarme a mí la salud y a ti la vida, me obedecerás.

Si me pedía que cosiera, yo me negaba. Me encerraba entonces y me encontraba dos horas más tarde, con los brazos cruzados y ni una sola puntada en el tejido. Si me llevaba a la cocina para que aprendiera, de la manera convencional, a aprovechar los arándanos del verano, yo miraba hacia otro lado y fingía no escuchar ni una sola palabra, hasta que me golpeaba.

– Nadie te querrá -gritaba, exasperada-. No sabes hacer nada, no tienes nada que no te dé yo o no te regale tu padre. ¿Quién te va a querer, presuntuosa, flaca, fea como eres?

Vomitaba si me forzaba a curtir las pieles, y soportaba bien el que me castigara sin alimentos. A veces mi abuela Inga intercedía, y me hacía llegar una manzana verde, mis preferidas, sin que nadie se enterara. Así era la vida de las doncellas en la corte, esclavas de las mujeres mayores que intentaban domar nuestro carácter para que nos sometiéramos, para que ocurriera lo que nos ocurriera en las casas o los reinos a los que estábamos destinadas nuestra voluntad estuviera preparada y no nos rindiéramos o nos plegáramos a las normas; según la fuerza de nuestros enemigos.

– He visto cómo ejecutaban a mi padre ante mis propios ojos, y no creas que lloraré si tengo que matarte a ti a golpes para que me obedezcas -decía mi madre, y a mí me aterraba, porque la sabía capaz de ello, y recordaba muy vagamente los detalles de la muerte del abuelo, el traidor contra mi padre y los nuestros.

Creo que, con los años, mi madre me tomó algún afecto. No lo suficiente como para mimarme, pero sí como para relajar su vigilancia sobre mí. Se hacía mayor y prefería dedicar su atención a temas más importantes que yo.

– Ha de ver que eres como ella -me aconsejó Cecilia-. Te pareces en exceso a la familia de nuestro padre, y no sabe cómo tratarte. Muéstrate dura, pero no frente a sus deseos: imítala.

– No lo lograré -le decía.

– Sí que lo harás. Si yo he podido, tú también.

Durante algún tiempo me pregunté qué lograría que mi madre me mirara con amor. Entonces, en una de las ejecuciones del invierno a las que, por compromiso, debíamos asistir, se presentó mi oportunidad. El condenado me vio pasar a su lado y se arrojó sobre el barro helado. Intentó tocar el borde de mi túnica.

– ¡Princesa, tened piedad! ¡Piedad, señora! ¡Nunca me alcé contra el rey ni albergué ninguna traición! ¡Han sido malos enemigos los que me han delatado, y por ellos encuentro mi ruina! ¡Salvadme, señora, que mis padres no tienen más hijo que yo!

Apreté las manos, una contra la otra, dentro del manguito de piel. Le habían torturado, y el miedo le deformaba la boca. Sentí cierta compasión, mezclada con la repugnancia y el desprecio, y entonces, en mi nuca, percibí la mirada fija y ardiente de mi madre.

Le escupí y me aparté de él, para ocupar mi lugar en mi tribuna. Por primera vez, vi que los labios de la reina se relajaban en una sonrisa diminuta, apenas perceptible. Por fin, después de tantos esfuerzos, de los gritos y las privaciones, me asemejaba a ella. El hombre, que era noble y acaudalado, fue decapitado de un solo golpe bien asestado. Sobre sus padres se levantaron las sospechas y el arresto, y mi padre consiguió una salina y nuevas tierras.

Sí, todos salimos ganando.

¿Quién le dirá a mi madre que he muerto? ¿Quién le contará la verdad y le hablará del fracaso de su hija, a la que intentó educar para que fuera una esposa como ella, siempre dispuesta y seductora, la que se dejaba olvidadas las joyas que mi padre le regalaba sólo por enfurecerlo y demostrarle que no se compraba con oro? ¿Quién podrá contarle que las únicas joyas que el infante de Castilla me legó son el instrumento de mi muerte?

¿Cómo se lo hará saber a mi padre, y a mi abuela, si es que aún vive? Quizás Magnus reciba una carta del rey Alfonso y tengan que pactar entre ambos la devolución de mi dote, y así sepan que la hija más querida que el oro ya no existe, y con ello, que se cierren los pactos con los puertos del este.

Yo era más preciada que el oro.

Pero no que el trigo.

Llevaba razón don Fadrique, pero nunca lo hubiera reconocido de no escucharlo con otra mente y en otras bocas: Noruega necesitaba pan, y en nuestras tierras de luz y sombra no crecía suficiente trigo. Ni siquiera las variedades más duras granaban. Desde que había memoria, entre las guerras y los pactos, era Inglaterra quien nos surtía de trigo, de centeno y de la cebada que nos faltaba, a cambio de bacalao y arenque, y de las rosadas tiras de salmón de mi país.

Pero cuando yo era niña el precio del trigo importado había subido,, primero una vez, luego dos, hasta costar el triple de lo establecido. Nuestros emisarios rugían, indignados, y los ingleses se encogían de hombros y culpaban al coste de los barcos, al largo camino hasta nuestros puertos y a lo endemoniado del clima en invierno.

– Deberíamos -insistía mi hermano Haakon-, deberíamos., deberíamos…

La atención de los reyes se volvió a las ciudades alemanas de la Liga Hanseática, y en especial al puerto de Lübeck, la ciudad de las siete torres. A través de Lübeck podía importarse el cereal del Báltico en menos tiempo y a menor precio, y, a su vez, nuestro pescado, más barato y en mejor estado que el danés que les llegaba, podría servir de moneda de cambio.

– Deberíamos casar a Kristina.

– Aún no. Es demasiado pronto. Reservémosla.

Pactó, guiada por la necesidad, mi familia con Federico II, al que debían obediencia los de Lübeck, una serie de contratos que nos garantizaban el grano. Pero murió Federico II, y murió su sucesor, y el rey de Castilla, que era hijo de alemana, reclamó entonces el condado de Suabia, la corona de emperador y con ello el control de Lübeck.

– Que Elías y Knut partan hacia Castilla y que hablen con el rey Alfonso de la ayuda y el apoyo que podemos prestarle, siempre que nos garantice, cuando sea coronado, el control del puerto alemán.

Y así fue como Knut Haakoson partió hacia Castilla con un barco lleno de pájaros, el apoyo incondicional al Fecho del Imperio y la oferta de sellarlo con mi mano. Noruega recibiría el trigo, y don Alfonso, ayuda. Nada de ello quedaba cerrado. Muchas cosas debían transcurrir para que ese hecho se diera, para que los barcos del Báltico inundaran de grano dorado las ciudades noruegas y para que el rey, frente a la oposición de Inglaterra y la opinión variable del papado, fuera ungido. Por lo tanto, no merecía la pena sellarlo con una prenda de excesivo valor.

Una princesa para un infante. Que fuera Haakon y no el rey padre el que me entregara, para que salvara las apariencias frente a los otros aspirantes al Imperio. Quizás fueron entonces los alemanes, o los ingleses, y no Magnus, quién sabe, los que asesinaron a mi hermano, al que sabían cercano a la causa castellana. Tal vez me he dejado llevar en exceso por la imaginación, atenazada por enemigos como me hallo, y culpe a mi hermanito de un pecado mortal del que ni siquiera tiene idea.

Fuera como fuera, resultó muerto días después mi hermano, mi amado, mi brillante estratega, demasiado confiado, como yo, para rodearse de catadores y escuderos.

Debió pactarse entonces, todo encaja, que este enlace y esta princesa pasaran desapercibidos, pero que sirviera como un peón que pudiera convertirse en reina, llegado el momento. Don Alfonso no será emperador, y yo muero sin haber serado de nada. Qué mala apuesta. Y yo que creía dominar el ajedrez. Qué mal jugado. Qué hiedra inútil se desarraiga de la pared.

Pide permiso mi marido para verme, y se lo concedo. Con el paso ligero al que me he acostumbrado, se inclina sobre mí y me besa en los ojos.

– ¿Cómo os sentís?

– Tan mal como aparento -digo, por costumbre.

– He hablado con doña Inés.

Pese a lo que sé, me resulta imposible odiarle. Las historias, como los árboles, cuentan con capas, y mi rencor no ha atravesado aún las que restan para llegar a mi marido. Es tan apuesto que el corazón se regocija al mirarlo. Cuentan que el demonio fue el más bello ángel. Así se vale Dios de nuestra vanidad, para enamorarnos de la hermosura y que nos engañemos y arrepintamos.

– La tenéis engañada -digo, con una débil sonrisa, y me doy cuenta de que mi voz es ronca y débil.

– Sí -reconoce él.

– ¿Qué haréis con ella, luego, una vez muerta yo?

– No lo sé. -Frunce el ceño, y ladea la cabeza-. A veces siento que no puedo vivir sin ella. Otras veces la estrangularía con mis propias manos. Desde que la conocí, creo en las brujas. Sé que la he amado porque no ha sido nunca del todo mía, pero cuando pueda tenerla, sospecho que mi capricho se desvanecerá pronto.

Suspiro. El suspira conmigo.

– Eso es lo que siempre os ocurre a los hombres.

– Al menos, es lo que me ocurre a mí.

– Os convendría una noble -digo.

– Sí. Lo sé. Una de las Castro. El tiempo dirá. Vos no os preocupéis ahora por esto.

Me coge en volandas y, como a una niña, me sienta en su regazo. Yo desaparezco entre sus brazos. ¿Fue siempre tan alto don Felipe?

– Lamento haberos hecho sufrir -confiesa-. Nunca sospeché que el tósigo causara tanto daño ni que opusierais tanta resistencia. Se os veía tan delgada y frágil…

– Soy de una raza fuerte.

– Ya lo sé. ¿Me perdonáis, doña Cristina?

Intento sonreír.

– No. El único gusto que os he pedido, mi capilla a san Olav, me lo habéis negado.

– No encontré tiempo para ello. Los días pasan volando y siempre he tenido algo más importante a lo que atender. Ya lo haré, descuidad. ¿No me guardáis más reproches, hermosa?

Mantenemos, por primera vez en cuatro años, una conversación de enamorados.

– Si me detengo a pensarlo, sin duda encontraré alguno.

– No afeéis vuestra frente pensando de esa manera.

– Mucho he de pensar para que mi frente se afee aún más.

El infante entierra la nariz en mi cuello.

– Nunca os he tocado. Por mi culpa, vais a morir sin la dicha de haber conocido varón.

– No creo que me pierda demasiado.

– Eso depende del varón.

Ah, la vanidad masculina.

– ¿Me estáis cortejando, don Felipe?

El infante se levanta de mi asiento, conmigo aún en brazos. Desde lo alto, antes de que me deposite en el lecho, acierto a ver dos tapices, mis pieles arrojadas a los pies de la cama, la pequeña arqueta en la que siempre he guardado mis joyas. Coloca mi cabeza sobre un almohadón y se coloca a horcajadas sobre mí. Sus ojos, con las vetas doradas que reptan en el fondo, me miran muy de cerca.

– Aún hay tiempo para recuperar lo perdido.

Como tantas otras veces, iniciamos el juego de los cordones, con la diferencia de que en esta ocasión es él quien me afloja el corpiño, quien se suelta la camisa. Entonces, a mi mente acuden voces, imágenes, cenas en las que no me dirigían la palabra, y mi enorme tristeza, mi búsqueda constante de en qué me había equivocado, qué hacía mal, cómo podía ser que no me amara. Surge su espalda a caballo en cada ocasión en la que se alejaba, camino de Sevilla, y mis atardeceres solitarios, cada vez más enferma.

– No -digo yo. Y repito otra vez-: No. -Se detiene, sorprendido-. No os molestéis, don Felipe. Ya me habéis hecho suficientes favores.

Si lo deseara, podría continuar. Sólo visto una camisa, carezco de fuerzas, puede dominarme con una mano y taparme la boca con la otra. Sin embargo, se detiene. Mi rechazo le ha herido en el orgullo, el exquisito orgullo de los hombres castellanos. Con ademán airado, se ata el cuello y se ajusta de nuevo las calzas. Se vuelve para mirarme.

– Nunca, mientras yo viva, se alzará esa iglesia.

– Entonces, me ocuparé desde donde me encuentre de que no encontréis ni calma ni consuelo.

– Nunca me han hecho falta. -Y noto en su voz un temblor ridículo, algo agudo, el olor de la ofensa. Termina de vestirse y se inclina sobre mí-. Me habéis amargado la vida -me susurra, al oído, antes de irse.

Oscurece lentamente, y en mi cuarto sólo el ventanuco ofrece un rectángulo de luz. Exhausta, con casi todos los eslabones de la cadena en su lugar, saboreo el pobre triunfo de haber humillado dos veces en mi vida a don Felipe. La última, por ese no que le ha bajado al mismo tiempo el engreimiento y la virilidad. La otra, por llevarme conmigo el secreto de los juegos de amores, por haber jugado tan bien, al menos en ese aspecto, con mi aspecto de inocencia y de desconocimiento.

Los juegos comenzaron hace mucho tiempo, y me habló de ellos mi hermana Cecilia, que, como en tantas otras cosas, abría mis ojos a realidades ante las cuales mi madre me colocaba una venda.

– He de contarte algo.

– Ay, Cecilia. Ya basta de secretos. Sé clara.

Acababa de casarse con su segundo marido, pero aún aguardábamos a que los vientos que la llevarían a las Hébridas fueran favorables. Aprovechábamos juntas los pocos momentos que nos quedaban, sin saber que serían los últimos, y conspirábamos como si tuviéramos la misma edad y los mismos intereses.

– No eres ya una niña, pero tendrás que correr mucho para aventajarme -me dijo-. Yo he conseguido dos maridos, y tú aún no has cazado ninguno.

– Mi padre proveerá. Aún soy joven.

– No tanto. Los años vuelan. Mírame a mí, en el último se me han cubierto de arrugas las comisuras de los ojos. -Sonrió, forzando el gesto, y una red de marcas delicadísimas le recorrieron las sienes-. ¿Has tomado ya algún amante?

– ¿Estás loca? -contesté, riéndome-. ¿Crees que quiero que mi madre me mate?

– Deberías hacerlo.

– No quiero acabar mi vida tan pronto. Gracias.

– Si algo he aprendido a mis años -dijo ella- es que cada instante robado al placer es un momento inútil. Sin aviso, como un ladrón, llega la muerte y te arrebata todo, lo que obtuviste y lo que dejaste por hacer. De todos los errores que puedes cometer, no caigas en ése.

Las dos pensábamos en muertos queridos.

– No puedo elegir un amante -expliqué, repentinamente seria-. Quizás contigo hayan sido más permisivos, pero a mí me destinan a un puesto más alto. Es probable que hagan verificar mi virginidad.

– Hay otros modos.

– Ya los conozco; y no quiero que la Bruja me remiende, como a un tambor.

– Hay otros modos -insistió ella-, y te dejarán tan intacta y doncella como a María Santísima.

– Te escucho.

Jugó un poco conmigo.

– Pensándolo bien, no sé si te encuentras preparada… Y si mi madre nos descubre, nos mataría a ambas.

– Cecilia, no seas cruel.

Me explicó entonces las distintas maneras en las que podían ajuntarse un hombre y una mujer, unidos o no por lazos sagrados, y de qué forma burlar las preñeces y gozar de las obligaciones del matrimonio. Me mostré tan asustada y fascinada como cuando me había contado de qué manera montaban mis padres uno sobre el otro, y cómo eso era lo que traía hijos al mundo.

– Pero eso es… eso es impío. ¡No puede resultar placentero! ¡Dios nos dio un agujero a la mujer para ese fin!

– Si Dios quisiera que únicamente usáramos ese agujero -dijo entre carcajadas-, ¿para qué nos daría otros?

– ¡Eres terrible!

Luego, volviendo a la serenidad, me recomendó:

– No obstante, has de ser sensata y elegir con cabeza, no vayas a ser luego chantajeada o tratada con poca delicadeza. Tu primer amante debería ser Haakon. Al fin y al cabo, es tu hermano mayor y tu rey, y, tanto por las antiguas leyes como por las nuevas, tiene derechos adquiridos sobre ti.

– Prefiero morirme antes que insinuarle algo así. ¿Con qué palabras? ¿De qué manera?

Agitó las manos, desesperada ante mi ineptitud.

– ¿Qué amor o qué confianza te unen a tu hermano, que no eres capaz de hablarle con claridad?

– Todo el amor, y toda la confianza. Pero…

Cecilia me vio azorada y se compadeció de mí.

– Yo hablaré con Haakon, si tantas dificultades encuentras. Pero con esto, recuerda que te obligas a un favor.

Esa noche, Haakon llamó a mi cuarto.

– ¿Duermes?

– No…

– ¿Deseas dormir?

– No -repetí, y le cogí las manos-. No te vayas.

Llevó mis dedos a sus labios y los cubrió de besos. Ésa fue la primera ocasión en la que compartió mi lecho. Con la calma de un maestro, me enseñó a respirar con calma, a mantener el cuerpo flexible, y luego, cuando fuera preciso, tensarlo, el uso de los aceites de frío y los aceites de calor.

En su espalda, una cicatriz larga, que Cecilia le había cosido a puntadas menudas, parecía la trayectoria de una puñalada.

– Me alegro de haber atendido los consejos de Cecilia -le dije.

– Yo también.

– ¿Cuánto tiempo más continuaré en Noruega, Haakon?

– Aún algo más. Debemos aprovecharlo bien.

Me hablaba del rey Alfonso de Castilla, a quien me destinaba. Comparábamos nuestras manos y nuestros pies, copias idénticas en tamaños distintos, me cubría la cara y el pecho de besos y luego se marchaba, porque su mujer le aguardaba y no quería irritarla; Riquilda se mostraba muy celosa por nuestra intimidad.

– En Suecia, los hermanos y las hermanas no se dedican tanta atención.

– Porque sois un pueblo bárbaro, que nada sabe de los lazos de sangre, ni los respeta.

– ¿Por qué baja la princesa a recibir al heredero? -se quejaba a mi madre-. Bien está que lo haga la reina, y la futura reina, pero ¿por qué ella?

– Porque Haakon así lo quiere, y así se ha hecho siempre. Es nuestra obligación conservar las tradiciones, y cuando no las hay, crearlas.

Riquilda observaba el rostro de Haakon al verme, el tiempo en el que me mantenía abrazada a él, y lo contaba con la avaricia de una vieja.

– Ay, quiera el Cielo que la casen de una vez y con ello se aleje de mi vida.

– Eso debieron de pensar en Suecia cuando os empaquetaron para mi reino.

Si mi madre sospechó algo, nunca lo dijo. Pronto las noticias y el duelo por el naufragio de Cecilia ocuparon su atención, y yo, por mi parte, mientras que Riquilda mostraba el pecho y el cuello con sus vestidos franceses, me mostraba más estricta y más casta que nunca ante los ojos ajenos.

Haakon y yo nos consolamos de la pérdida de nuestra hermana a escondidas, con besos que parecían dentelladas, como si en su recuerdo intentáramos que el placer compitiera con el dolor y lo venciera.

– Prométeme que me dejarás permanecer a tu lado un año más -suplicaba yo, colgándome de su cuello.

No hubo, ni habrá nunca, caballero como mi hermano Haakon.

– No podría casarte antes, aunque lo deseara. Si la aragonesa sigue yerma un año más, habrá esperanzas para que el rey Alfonso la repudie; pero aún no puedo enviarte allí. Mientras tanto, harás bien en formarte en las disciplinas que sean de su agrado. Te enviaré a Gudleik. Es un hombre delicado, y te enseñará a complacer a tu marido al estilo del sur, como hacen con los poetas en las cortes de Francia y España.

– Pero… no me abandonarás, ¿verdad?

– Por supuesto que no. De lo que él te enseñe, también me beneficiaré yo.

Jan Gudleik, tan tímido que se ruborizaba como una muchacha cuando debía hablar sin ayuda del verso, me adentró en el mundo de las prendas y los chantajes de amor y me enseñó a componer poemas que lo dijeran todo sin decir nada.

– Tenéis» talento para versificar, princesa -me alababa-. Ninguna de las otras doncellas puede alcanzaros.

– Me aduláis.

– Nunca adulo cuando hablo de poesía. Me sobran los modos para hacerlo en otros campos.

Supe por él, en suma, todo el placer que podía procurar la boca, tanto con sus palabras como con su uso en otras formas, y tan gustoso e inocente que ningún mal podía procurarme.

La primera vez que su lengua rozó la carne tierna que se ocultaba bajo mi vello púbico creí morir: desprevenida, di un grito, que no tuve tiempo de ahogar bajo mi mano. Contuvimos la respiración, seguros de que alguien debía haberme escuchado, pero la noche se mantuvo silenciosa y oscura.

– ¿Deseáis que continúe? -preguntó, en voz baja.

– No deseo otra cosa -respondí, aún agitada.

Cuando, un par de noches más tarde, le enseñé lo aprendido a mi hermano, él también contuvo un alarido mientras se vaciaba en mi boca.

– Por Dios -resopló-, qué bien hice atrayendo a los poetas a esta corte.

Contuvimos la risa, y me atrajo hacia su pecho.

– Mi Kristina, mi Kristina… ¿Cómo voy a soportar tu ausencia?

Yo volvía la cabeza.

– Calla. No me lo recuerdes.

– Pero es preciso recordarlo. Todo esto no es sino la preparación para tu futura vida.

Y así, agridulces, pasaban las noches, y los días se deslizaban con calma, cada cual con su ocupación.

– Deberíamos casar a Kristina -decía, de vez en cuando, mi padre.

– Aún no -contestaba mi hermano-. Déjamela un año más, un año tan sólo.

Sus huesos son ahora nada, hilachas en el ataúd. Cuando murió, perdí a mis compañeros de juegos, porque el poeta no se atrevió a regresar a mi lecho, ni yo me sentía con ánimos como para proponérselo.

De hecho, no volví a apremiar a mi cama a ningún otro hombre. Ivar Englisson se invitó solo, después de que durante semanas nos miráramos por encima del tablero de nuestras batallas de marfil, la noche en Yarmouth en la que, un poco borrachos, habíamos cantado todos, los jóvenes y los viejos, las canciones que nos traía la cerveza. El mareo de don Fernando, aquella noche, no se debía al oleaje. Cayó redondo sobre su lecho, en su camarote, mientras nosotros nos desnudábamos y entrelazábamos las piernas, encendidos por la prisa y la espera.

Ivar conocía las mismas técnicas que Haakon y, si cerraba los ojos, podía pensar que aún me hallaba en Bergen, en mi cuarto, y que las manos que recorrían mi espalda eran las suyas. Cuando regresaba a la realidad, me sobresaltaba por un segundo, y él, que me observaba con el rostro muy cercano al mío, contenía una expresión de desencanto. A diferencia de mi hermano, el caballero Ivar mostraba propensión a los celos, que a veces le delataban.

– Durante el día no me dirigís una mirada.

– No deben descubrirnos.

– Jugáis conmigo.

– Tenéis mi honor en vuestras manos. ¿Quién juega con quién?

Cuando, en tierra firme, las ocasiones para que nos encontráramos a solas fueron menos y desaparecieron finalmente, sus quejas aumentaron.

– No os entreguéis a don Jaime. Es un viejo baboso, que os ensucia con sólo miraros.

– Estáis loco, Ivar. Cualquiera diría que no me conocéis.

– No os conozco, ni conozco a nadie. No conozco a nadie, aquí.

El deseo, como el hambre, crece cuanto más se alimenta. Cuando me desposé con don Felipe, me sentía yo henchida de esperanzas y de cierto miedo, porque por mucho que hubiera aprendido en los juegos de amor anteriores, me faltaba la entrega más importante, aquella que debía sellarse en mi noche de bodas.

No llegó. Las primeras semanas me mordía las uñas, impaciente, con la sangre hirviendo ante la simple presencia de don Felipe. Me revolvía hacia él cuando compartíamos el lecho, hasta que me enfriaban rápidamente su fría cortesía y la espalda vuelta a mis ojos y mis trucos, que de pronto parecían muy humildes.

– Buenas noches, señora.

– Buenas noches.

Para lo que me valió haberla conservado, hubiera podido entregar mi virginidad a Haakon, a Gudleik. Se la hubiera podido regalar a Ivar. Nadie me pidió pruebas de ella, y a nadie le importó que no la perdiera.

Cuando me despedí de Ivar, mi alma no sólo lloraba el desgajarse por completo de mi país, sino también mis noches estériles, tan distintas de las que durante mi viaje me habían mantenido despierta y risueña.

– No os vayáis tan pronto -le supliqué-. No me dejéis sola. ¿Qué voy a hacer sin vos?

El esbozó una sonrisa.

– Os han casado con un buen galán. Aprovechadlo, ya que al viejo no lo quisisteis.

– Continuáis siendo celoso, aunque muchas veces os lo he reprochado, que es defecto que no perdono en un caballero. Ése es un comentario cruel.

– Acostumbraos. A mí no habéis de verme más. Cuando regrese de la embajada en Tierra Santa, me casaré. Es condesa, y aún muy joven, y dicen que muy bella. Le enseñaré lo que he aprendido de vos: a no tener en cuenta las emociones; a no hacer excepción a vuestra disciplina; a marchar adelante, siempre adelante. Aunque dejéis por el camino un reguero de sangre, vos os comportáis como una auténtica princesa. Vamos, reponeos, doña Cristina. Habéis preferido a un barbilindo segundón. Hoy es la primera ocasión en la que os veo llorar, y no es digno que lo hagáis porque se os marcha vuestro escudero. Aferrad ese trozo de hielo que tenéis por entrañas, y que os congele las lágrimas. Las mías se secaron hace mucho tiempo por vuestra culpa.

Cuando llegaron mis dueñas para desnudarme, la hinchazón de mis ojos había desaparecido, y para cuando mi esposo se acostó, ya había recuperado la serenidad. Pero durante los siguientes meses mi pecho se deshizo. Murmuraba su nombre con tanta frecuencia que sentí miedo a ser descubierta. Luego, con el tiempo y sus trabajos, pensaba en él con menos frecuencia. Cuando llegó a Sevilla la noticia de que había muerto le lloré sinceramente.

– ¿Quién era? -me preguntó doña Inés, cuando me vio tan apenada.

– Uno de los caballeros de mi escolta. Un hombre recto. Un hombre bueno.

Nunca le amé como a Haakon, pero si incluso a mi hermano le he relegado al olvido, si han pasado días y días en los que no le he recordado en una oración o en un pensamiento, ¿qué le quedará al pobre Ivar? En ocasiones, Dios me perdone, le aborrezco y le deseo una larga estancia en el Purgatorio: un año por cada una de las odiosas palabras con las que me castigó antes de marcharse.

Mi hermano Sigurd será el único de mis parientes a quien no encuentre en el Cielo, porque Dios castiga con más dureza a quien se arrebata la vida que a quien la roba, a quien le priva de su alma, justamente ganada, que a quien envenena, miente o asesina, y todos sabemos que de ellos hay abundancia en mi familia, y quién sabe entre aquellos que, sin ser familia, se nos atribuyen.

O quizás no.

Quizás fueron los alemanes…, los ingleses…

Creo que, por un instante, me quedé dormida. He de ser muy cuidadosa y no morir de la manera engañosa en la que Olaf lo hizo, porque aún he de despedirme de mis recuerdos, y no quiero morir antes de hacerlo y de deleitarme en lo poco que me queda. Ha oscurecido por completo, y el silencio, fuera de mi cuarto, resulta extraño. Nadie ha venido a verme. Tal vez entre las dueñas y los esclavos se ha corrido el rumor de que agonizo. O de que he descubierto a doña Inés.

Quizás ya lo sabían; puede que lo supieran todos en la casa y lo atribuyeran a un justo castigo por las veces en las que los mandé azotar, por la mutilación del chico de Berbería y la Muda, por otras ofensas que las mentes de los servidores conservan con peculiar encono. Ni siquiera escucho el rumor de la fuente. De cuando en cuando oigo un silbido irregular, bronco. Entonces me doy cuenta de que es mi respiración.

San Olav, a quien tanta devoción tuve, o quizás san Fernando, mi suegro, o cualquiera de nuestros abundantes santos familiares me conceden la merced de morir en paz y serena, y lúcida. No necesito a ese odioso abad para la confesión general. Ya no siento dolores. Ni siquiera noto el peso de las piernas, de los brazos. Sólo mi pensamiento es libre, y vuela ligero.

Le he indicado a Baruch de Estella que es mi deseo que me entierren en Sevilla, pero lo hice antes de aprender que mi verdugo era mi marido. Ahora no quisiera que el infante viera mi tumba, ni siquiera que me recordara, viva o muerta. Hace demasiado calor en Sevilla, y no puedo soñar con que devuelvan mi cuerpo a Bergen, para descansar bajo un árbol, cerca de un fiordo. Ah, entregar mi cadáver a un fiordo, como un secreto nunca revelado.

Me llamaban «la flor del Norte». «El regalo dorado.» Luego fui, simplemente, «la extranjera», y, en los últimos meses, «la pobre doña Cristina». Da igual mi nombre. Los gatos, los vencidos y los dioses nuevos nunca tienen nombre, de la misma manera que las buenas reinas sólo tienen eso, su nombre. Sólo queda eso tras ellas. No lo he olvidado. No lo he olvidado.

Como una vaca vieja aguardo, en esta casa del patio, el momento para mi sacrificio. Por entre mis dedos agarrotados se desliza lo que queda del día. Mi tierra. Mi país. Mi ciudad. Mi familia, mi madre, mi lengua casi olvidada, mis costumbres perdidas. Todo aquello que fui, mis años de niña y mis miedos de mujer, mi padre, mis secretos escondidos, los juegos del amor, el rincón del jardín en el que enterramos a mi hermano Olaf. Bitte Litten. La mirada de Haakon, las manos de Ivar, los rizos pelirrojos de Cecilia, los ojos moteados de mi marido. No poseo nada de eso; se escapa entre las manos, lo dejo marchar sin una queja, como es mi deber. Atrás queda la parte más mezquina de mí (mi cuerpo mortal, mis pieles apolilladas, el coral que no supo protegerme) y sólo los jirones de alma se agitan, y se estiran y flotan hacia lo alto, sin peso, sin consistencia, sin sentido.