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10

Inicio del verano de 1977: habían soltado a varias personas, se habían cumplido varias condiciones y sentencias.

Por ejemplo, Barrett Rude Senior, con seis años cumplidos de una sentencia de diez a quince años y recién estrenada la libertad condicional por buen comportamiento, vestido con su traje de piel verde de imitación y bordes gastados, va sentado junto a la ventanilla de un autobús que está tomando una rampa circular de entrada a las entrañas del puerto; las torres de la periferia de la ciudad se reflejan dobladas en el cristal tintado y bailan con las vibraciones del motor. Su único equipaje consiste en un maletín de cuero que ha colocado en vertical entre los tobillos y que contiene documentación oficial, un certificado del ministro de la Iglesia del Salón de Dios y un par de fotografías -una de Barrett Junior de adolescente y su madre, por entonces treintañera y ahora fallecida, y otra de un retrato escolar de Mingus sonriente con borla y birrete a final de quinto curso- en un marco ingeniosamente fabricado tejiendo paquetes de cigarrillos, alternando el emblema de los Parliament con el de los Marlboro. Lleva, además, gemelos de nácar, corbata y una Biblia encuadernada en cuero y dorados. Han enviado a Mingus Rude a esperar ese autobús para que meta a su abuelo en un taxi y lo lleve a la calle Dean. Se ofrecerá a cargar con el maletín, pero su abuelo rechazará la oferta. No te ofendas, jovencito, pero el reverendo Barrett Rude Senior puede con sus cosas.

Corte a Aaron X. Doily cruzando la misma estación de autobuses una semana después. Lleva un billete para Syracuse guardado en el bolsillo del pecho de una de las viejas americanas de espiguilla de Abraham Ebdus, la que Abraham vestía en la última exposición en solitario de Franz Kline y que está tensa como un lienzo, a punto de rajarse en la zona de la espalda. En Syracuse le recibirá la delegación local del Ejército de Salvación y le darán un techo, tres comidas diarias y un catre a cambio de que se comprometa a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, donde será la única cara negra entre un montón de tipos estilo tornero curtido por la vida. Eso si sube al autobús que va a Syracuse; ahora mismo está observando la ventanilla de ventas a sabiendas de que probablemente le devolverían el importe del billete. Solo le separan cinco minutos de una botella de Colt, sería fácil. Pero no creemos un falso suspense: Aaron Doily encuentra el valor para desestimar dicha posibilidad y se sube al autobús. Se sienta justo encima de los motores en marcha en el garaje a oscuras mientras gira entre el pulgar y el índice y sin darse cuenta un anillo fantasma del meñique izquierdo. No está seguro de cuándo y cómo perdió el anillo, pero supone que habrá sido para bien. Dejémosle, ya no es un misterioso hombre volador, sino solo un alcohólico solitario con un nombre extraño que alguien ha levantado del suelo para devolverlo al mundo cotidiano, bañado y marcado con una pulsera de plástico, y que está a punto de salir de la ciudad.

Echemos un vistazo al futuro, dos semanas después: Dylan Ebdus está subiendo a un autobús con destino a «SAINT JOHNSBURY, VERMONT». Abraham Ebdus se despide del otro lado del cristal tintado. Últimamente Abraham siente rencor por la ciudad y una nueva afición a exiliar a quienes desea proteger: primero al rehabilitado Doily y ahora a su hijo, a quien envía al norte, al campo de Nueva Inglaterra. Dylan se ha inscrito en un campamento de verano de la Fundación Aire Fresco. Lo que fue bueno para Rachel, que iba a los campamentos en la década de los cincuenta, debería serlo para Dylan. Rachel habría aprobado el plan; padre e hijo lo intuyen, es imposible no pensar en ella. La corazonada de Abraham parecerá brillante tras el apagón de julio y el pillaje y el caos consiguientes que llegan incluso al ultramarinos de Ramírez -cuyos aparadores rotos en mil pedazos pisarán todos en la acera de la calle Dean durante días- y la juerga y captura de Berkowitz. Los acontecimientos tiñen el verano de cierto ambiente de desastre y Dylan, a salvo en su idilio campestre, se lo perderá.

Pero esperemos porque Dylan todavía no va camino de Vermont. Ni siquiera se lo está pensando. Hoy es la mañana siguiente a la última tarde de séptimo curso. La primavera corre en libertad, igual que él. De momento, la ES 293 ha quedado atrás para Dylan Ebdus; si quiere, puede pasarse tres meses sin cruzar la calle Smith. Octavo es un rumor lejano, un asunto postergado, y Dylan sabe por experiencia que el verano puede cambiarlo todo, cualquier cosa. Él y Mingus Rude, incluso Arthur Lomb, han sido liberados de las obligaciones de sus días escolares, de los papeles de víctima o villano, los han soltado al verano inmaculado, ese medio que invita a garabatear mientras uno se va transformando. ¿Quién sabe lo que resultará, a qué se parecerán cuando acabe el verano? Dylan solo sabe que siente vértigo, que vuela en libertad.

Falta ver hasta dónde llega volando.

Hoy, primer día de libertad, tiene una cita consigo mismo. Abraham ha salido, de modo que Dylan es libre de trepar por la escalera de mano que sale del estudio, descolgar la trampilla de la azotea y salir gateando por el recubrimiento de alquitrán a la mañana veraniega.

Dylan no habría dicho que teme a las alturas, pero el tejado de la casa de ladrillos siempre le ha mareado, no tanto por la vista del suelo sino por lo que se ve por encima de los otros tejados, en dirección Coney Island y más allá. Le resulta más fácil contemplar las torres de Manhattan. Así te ubicas, ese lugar determina tu lugar en una firme relación de sobrecogimiento e inferioridad. Más fácil todavía te resulta arrodillarte en el borde del tejado, agarrarte al muro que te llega a los tobillos y mirar abajo, hacia el contenido de tu jardín: ailantos, pila de ladrillos, brotes de hierbajos, una Spaldeen sucia que podrías confundir con una pizca de carne. La realidad con grano tranquiliza.

Lo que intranquiliza es colocarse de espaldas a Manhattan y de cara a Brooklyn. Abandonado el lecho del cañón, superado el hondo pozo de las calles, mirar el gran Brooklyn es como contemplar la lejanía de pie en la pradera de Kansas. Todos los tejados en kilómetros a la redonda están al mismo nivel que el tuyo. Los tejados forman una flotilla de plataformas, un potencial tablero de ajedrez para tus caballos interrumpido solo por el promontorio de las casas protegidas de Wyckoff, la esquemática valla publicitaria de Eagle Clothing y la plataforma elevada de la línea F al cruzar el canal Gowanus. Manhattan está coronada, pero Brooklyn es un sándwich abierto expuesto a la luz cuyos componentes desnudos picotean palomas y gaviotas.

Un cielo plagado de palomas y gaviotas y tú de pie, con el anillo de un hombre volador en el dedo.

Dylan está en el borde delantero, más cerca del vacío que nunca; luego se acerca aún más. Mueve un dedo sobre la cornisa, dobla la rodilla como George Washington en la proa de un barco. Ve el abismo de la calle Dean a sus pies, las copas de los árboles recién plantados, la rejilla del techo del autobús, pero siente vértigo. Retrocede. No sirve de nada contemplar el horizonte y retarte: el deseo de volar se desvanece, se escapa. Quizá fuera ese el error de Aaron Doily. Hay que empezar corriendo, con un salto espléndido y despreocupado hasta el tejado de enfrente, no con el agonizante miedo a la caída que seguramente resultaría de una contemplación larga y alelada.

Cierra los ojos, alarga una mano y siente las ondas aéreas, si es que las hay. Usa el poder de la fuerza, Luke.

Vale, vale. Dylan traza con pasos hacia atrás la pista invisible que recorrerá. Debería bastar con cinco pasos. Ha retrocedido hasta el centro de la azotea. Cualquiera que le viese pensaría que se ha acobardado, pero es todo lo contrario: ha cargado impulso, dispuesto a arrancar el vuelo. Entonces, como si una enorme mano celeste lo abofeteara, cae de rodillas aterrorizado ante la idea de lo que se ha propuesto hacer. Con los dedos ovillados en un doble puño alrededor del anillo, Dylan Ebdus se acurruca, tiembla y, despacio y sin oponer resistencia, se mea en los pantalones. La orina corre por el interior de la pernera de los vaqueros hasta el tobillo, gotea en el calcetín, la zapatilla y el alquitrán pegajoso y recalentado por el sol.

Tal vez sea ese el único poder del anillo: hacer que te mees encima.

Eso hay que admitírselo al hombre volador: no es fácil tirarse de un tejado.

El autobús de la calle Dean, incapaz de pasar junto a la limusina blanca aparcada en doble fila delante de casa de Barrett Rude, se apoyó en el parachoques, zumbando como una nevera, mientras el tráfico se amontonaba detrás hasta la calle Bond. El autobús solo llevaba dos pasajeros, uno de ellos dormido, pero de todos modos tenía que seguir su ruta, cumplir con la ronda. El chófer apretó el claxon y sus quejidos rasgaron la tarde húmeda y somnolienta. El chófer de la limusina había abandonado el vehículo, estaba en la tienda de Ramírez comprando un botella de Miller y un poco de jamón y queso.

Así que cualquier vecino que no estuviera ya curioseando la limusina desde la ventana del salón o del piso de arriba se sorprendió de aquella anomalía, aquel llamativo e improbable acontecimiento de la última tarde de junio. Nadie la había visto llegar, pero tampoco nadie estaba dispuesto a perderse semejante acontecimiento, nadie estaba dispuesto a no descubrir quién se subía dentro. Los hombres de las escalinatas de entrada arrugaban bolsas nuevas abiertas lo justo para beber de la botella, no más. Las mujeres apoyaban sus brazos como garrotes en los alféizares a la espera de los acontecimientos. Tras la rejilla de una ventana del sótano, La-La le trenzaba el pelo a Marilla estirándole de la cabeza cada vez más fuerte hasta que Marilla se quejó: «¡Jo! Pero ¿a ti qué te pasa?».

Un blanco con un rastrillo retiraba de su forsitia la cosecha diaria de papeles y chapas refunfuñando bajo su gorra de los Red Sox.

Abraham Ebdus embadurnaba de gris un fotograma, completamente ajeno a todo.

Dylan también se perdió la limusina. Estaba recluido en el jardín trasero, sentado a la sombra del ailanto, hojeando a toda velocidad La vaina creciente, un Nuevo Especial Belmont escrito por Semi Chellas con diseño de portada de A. Ebdus.

El chófer se asomó a la puerta del colmado del viejo Ramírez con el bocadillo a medio desenvolver y al ver el atasco provocado por el autobús casi suelta la cerveza, aunque consciente del público, reaccionó a tiempo. La cola de conductores parados le ofrecieron una serenata de cláxones mientras metía la llave en el contacto farfullando: «Arranca, nene, arranca». La limusina giró por Nevins, aliviando el atasco.

La calle se tranquilizó. Por un momento fue como si los espectadores lo hubieran soñado todo, podían reanudar sus vidas solo algo perplejos. Entonces el coche blanco apareció por la esquina de Bond como un tiburón y volvió a detenerse frente a la casa de Rude. Esta vez el chófer se quedó al volante, se comió el sándwich en el coche, tiró la bola de papel a la calle con un gesto perezoso y luego ajustó el espejo retrovisor para verse mientras se hurgaba los dientes con un palillo.

Las motas de sol amarillo verdosas refractadas por los árboles se volvían elipsis en el capó blanco y luego seguían su camino.

El chófer dormía, menuda vidorra.

Cuando la puerta situada en lo alto de la escalinata de Barrett Rude se abrió fue como un periódico dominical que se abriera de casualidad por las tiras cómicas. Las figuras salieron una tras otra, chulos de dibujos animados, villanos de tebeo de Batman, memos volátiles y gigantescos imposibles de fijar en la retina. La Mafia del Funk, cantantes, músicos y lo que hacía las veces de séquito: un par de chatas de lo más raritas. Se habían pasado a visitar a Barrett Rude Junior de camino a una aparición promocional en el centro comercial Fulton con sus mejores galas: boas malva, gafas en forma de estrella, hombreras plateadas acolchadas, sombreros relampagueantes, botas de astronauta con tacones de quince centímetros, barbas a lo Tutankamón, en fin, el equipo al completo.

Salieron de la casa contentos y ruidosos, moviéndose con gracia estrambótica, como en una película de Ralph Bakshi al aire libre, animados por la hospitalidad y la cocaína de Barrett Rude, tanto en polvo como cocida. A la calle Dean le parecían poco más que un fragmento de graffiti humano, una pieza en movimiento como un vagón que arranca antes de que puedas echarle un vistazo. También esta visión se evaporó rápidamente, después de que cada uno de los miembros de la banda chocara los cinco con Barrett Rude, de pie en el umbral vestido con la bata de boxeo y los pantalones de satén, y se subieran en la parte de atrás de aquella payasada de coche. El pulido contenedor blanco engulló el caos de brillos y texturas y andares musicales detrás de las ventanillas tintadas. El chófer se frotó los ojos, giró la llave, aceleró el motor. La limusina avanzó, desapareció.

Barrett Rude Junior seguía de pie en lo alto de la escalinata, riéndose, cabeceando, masajeándose con el dorso de la mano la nariz y los labios que la cocaína había dormido. Quizá se deleitara por un par de segundos con la atención de la calle Dean: ¿no deberían saber todos que era una estrella? Maldita sea, iba siendo hora de que se enteraran. El problema de estar en un grupo es que nadie sabía tu nombre, solo el de la banda, los Distinctions, como White Castle u Oldsmobile.

Probablemente los capullos de los puertorriqueños y los blancos del barrio nunca habían escuchado sus temas, aunque hubiese vendido un millón de discos; probablemente le tomaban por un proxeneta o un gángster que se había comprado una casa en una calle rehabilitada, justo delante de sus narices.

Permaneció de pie con los brazos en jarras durante un largo minuto de demostración de fuerza, con las mandíbulas apretadas y la vista fija en el vacío, tomando el pulso de la manzana antes de dar media vuelta y entrar en la casa.

Fue después de que se cerrara la puerta y los ojos de la calle Dean no tuvieran ya limusina, trajes ni cantantes en bata de satén que mirar, cuando podrían haber visto la figura escondida en el pozo de la entrada al sótano de debajo de la escalinata con un pie y una rodilla asomando a la luz del sol y el resto oculto en la sombra, vigilando. Un viejo con barba canosa y mejillas de aspecto grave y arrugado, con los brazos correosos asomando de una camiseta sin mangas y una estrella de David colgando de una cadena sobre el esternón: Barrett Rude Senior. Se había rumoreado que había llegado una tercera generación de Rude a la casa. Fue la primera vez que la vieron. Solo que Senior había estado vigilando todo el tiempo, durante días, espiando por las ventanas medio hundidas del sótano, sentado en un taburete bajo junto al radiador desconchado, con los ojos al nivel de las rodillas de los que pasaban por la acera de la calle Dean. Había estado observando a Marilla y La-La en la acera de enfrente, a la nueva oleada de jugadores de pelota que habían heredado la escalinata de Henry, a los que paseaban al perro y empujaban a escondidas los excrementos por la alcantarilla. Había observado las idas y venidas de la Mafia del Funk, había oído sus carcajadas a través del techo. Ahora observó a la calle Dean mirándolo a él, a gusto, como si deseara ser visto, a su estilo fragmentario, como su hijo.

El anillo no le estaba ayudando en sus partidas de ajedrez con Arthur Lomb, eso seguro. Tumbó su rey derrotado tres veces en una hora, mientras los dos jugaban al sol encorvados en la escalinata como lagartos sobre una roca. Dylan le pidió a Arthur que bajara el zumo rojo, los bocadillos de pavo y las galletas de pasas que su madre envolvía en papel parafinado y guardaba en la nevera todos los días antes de irse a trabajar. La pausa del almuerzo, el único descanso en el constante aplastar de Arthur con sus falanges de peones tras los cuales esperaban sus torres asesinas dispuestas a aniquilar los caballos cojos de Dylan, sus alfiles adormilados, su rey desnudo, su ánimo. La madre de Arthur imaginaba la presencia de Dylan y ahora preparaba doble ración de bocadillos. Resultaba lamentablemente fácil caer en la rutina con un niño cuando eras su único amigo y su madre lo sabía. Dylan sospechaba que los bocadillos y las galletas eran un soborno. Quizá Arthur también lo sospechara, quizá por eso se los comía con una intensidad malsana y un rechinar de dientes que recordaba a su estilo de jugar al ajedrez. Como si Arthur tratara de pulverizar las mañanas y las tardes del nuevo verano y convertirlas en migajas, en peones derrotados que alguien barrería.

El problema estaba en que nunca retiraba los peones, solo los volvía a colocar tan rápido como los había aplastado, empujando a Dylan a la siguiente partida. Arthur, servil y sádico como nunca, siempre recolocaba tanto blancas como negras. Si los Yankees o los Mets tenían partido, la tarde era más llevadera; Arthur sintonizaba a Lindsey Nelson o a Phil Rizzuto en el transistor: los Mets no iban a ninguna parte, los Yankees tenían armas de sobra e iban camino de la gloria. Si no, escuchaban una nueva serie de «Afternoon Delight» y «Right Back Where We Started From» en las emisoras musicales de la AM por las que Arthur tenía fijación.

– Esta canción es muy interesante -decía Arthur cada vez que sonaba «Convoy». Nunca se explicaba. Se suponía que ese comentario rutinario se explicaba solo.

Dylan no preguntaba, no picaba, se limitaba a juguetear con el anillo. Era inmune; mientras, en algún otro lugar de su mente, volaba en picado.

Arthur empezó a decir «pecho» en lugar de «jaque». «Pecho. Pecho. Pechomate.»

Para distraerse compraban los últimos números de Los Cuatro Fantásticos y Los Defensores y El motorista fantasma en el quiosco de la isla peatonal de la avenida Flatbush. Los leían en cinco minutos, luego Arthur los envolvía en plástico y volvía a colocar las piezas en el tablero.

El día que Dylan empezó a alucinar con que el ceño fruncido y perlado de sudor de Arthur hacía tictac como una bomba, tumbó el rey y dijo:

– Vayamos a ver si Mingus está en casa.

Arthur levantó la vista del tablero.

– ¿He oído bien?

– Claro.

– ¿Vas a presentarme a Mingus Rude?

La expresión de Arthur combinaba sorpresa y deleite. Fue como si los diez días de aburridas demoliciones ajedrecísticas se hubieran pensado para obtener exactamente ese resultado.

– ¿Por qué no? -preguntó Dylan.

– No seré yo el que se queje -contestó Arthur.

Dylan se encogió de hombros, no quería implicar con su respuesta que había cedido algo valioso. De hecho se había jurado no llevar nunca a Arthur Lomb cerca de la calle Dean, al menos no cuando alguno de los chicos que haraganeaban por la manzana pudiera verlos. A la mierda, solo era otra promesa secreta rota, nadie se enteraría. Si a esas alturas los chavales de la calle Dean confundían a Dylan con Arthur Lomb la cosa ya no tenía remedio. Arthur no podía contagiarle su blancura, no podía hacerlo más blanco de lo que ya era. El tabú carecía de sentido.

Cualquier cosa, lo que fuese, con tal de no ver sus diezmados peones derrocados sobre los cuadrados.

Mingus estaba en casa. De hecho estaba sentado en la escalinata, en los escalones de en medio para aprovechar la sombra del edificio, contemplando con aire absorto algo que sostenía entre las manos como un tesoro o quizá como una cosita viva necesitada de su protección: una pelota nueva, con su carne rosa intacta, como si nunca hubiera entrado en contacto con la calle, como si sellado en su interior guardara hasta el último bote posible, como si fuera puro potencial.

Cuando Dylan y Arthur se acercaron, Mingus levantó la vista y Dylan comprendió al instante que su amigo había visitado el alijo de marihuana que Barrett Rude Junior guardaba en el congelador, que se había colocado hasta las cejas en una excursión unipersonal en plena tarde. Tenía los ojos húmedos.

– La he encontrado -dijo, alzando la Spaldeen.

– Este es Arthur -dijo Dylan en tono despreocupado, haciendo la presentación que nunca había querido hacer-. De la calle Pacific.

Mingus reaccionó con una atención exagerada, le tendió la mano a Arthur Lomb.

– ¿Pasa, Arthur? ¿Cómo va eso?

– Bien -dijo Arthur tímidamente.

– Pa-ci-fic -dijo Mingus con la lengua atontada por la droga, saboreando las sílabas-. ¿No tienes amigos en Pacific, Arthur?

– Eh… en mi manzana no hay más chicos de mi edad.

– ¿Ah, no? -Mingus parecía impresionado-. Ya, me parece que lo pillo, sí. Bueno, pues ¿qué te parece? ¿Algún niño habrá perdido esta pelota, tío?

– Es lo más probable, sí -contestó Arthur.

Parecía frustrado por que Mingus Rude lo entrevistara, como si lo hubieran expulsado de su radio de operaciones habitual. Quizá le asustara estar al borde de dar una respuesta estúpida a una pregunta tajante, al menos eso parecían indicar sus ojos.

– ¿Deberíamos jugar al stoopball?

Arthur puso cara de impotencia, miró a Dylan.

– ¿Tú qué crees, D-Man?

– Si es que aún te acuerdas de cómo se jugaba… -repuso Dylan.

Saboreó cierto regusto endurecido en su réplica, encantado de afirmar ante Arthur Lomb la profunda y larga historia compartida con Mingus Rude, una historia extensa en sentidos que Arthur no podía ni imaginar.

– Te lanzaré un home run en el culo, tío.

– Ya veremos -dijo Dylan.

Quizá el verano estuviera esperando a que volvieran a sus lugares respectivos, quizá la luz y el calor esperaran a gelificarse a su alrededor. La calle era como un museo al aire libre de los días pasados, la pizarra se rajaba y se torcía en los lugares de siempre, la casa abandonada seguiría siendo de ellos cuandoquiera que se les ocurriera reclamarla. Aunque había hecho falta la presencia de Arthur Lomb para que se tomaran la molestia. Había decidido en silencio mostrarle lo que significaba la calle Dean, sus rasgos esenciales. De haber estado solo Dylan y Mingus, habrían salido a escribir «DOSE» en las farolas, lejos del cuartel general en una misión secreta.

Arthur Lomb, y la baliza de la Spaldeen nueva. También tenía que ver con la pelota rosa que apareció en las manos de Mingus como un problema sin resolver, un viejo gusanillo.

Al principio solo estaban los tres. Mingus en la escalinata abandonada, girando a los lados cuando cogía impulso para lanzar un pelotazo desde los escalones. Dylan en la acera de enfrente, detrás de los coches aparcados, jugando en las bandas. Arthur Lomb estaba en medio, en la calzada, bajo la copa de los árboles, ocupando el campo de juego y dispuesto a echarse a un lado para dejar paso a los pocos coches que pasaban.

– ¡Cabrón! -chilló Minguns cuando Dylan consiguió una recepción perfecta. Se consoló sacando un doble en la mitad alta de la escalera y con tardíos gritos de ánimo-: ¡Bloquéala con el cuerpo, Artie, Arthur Fonzarelli, Fonzie, A-Boy!

El magnetismo, una extraña llamada, sacó de sus casas a los chicos de la calle Dean o los atrajo de regreso a la manzana desde algún otro lugar. Ninguno de ellos supo que sentía nostalgia hasta que vieron a Dylan Ebdus y Mingus Rude en la luz dorada que cubría el centro de la manzana, como un sueño del verano anterior, madurado a lo largo del tiempo mientras nadie miraba. Además hay un nuevo blanco de expresión adusta y desgarbada al que se le enredan las piernas cuando trata de detener los roletazos y ataques que Mingus dispara sin parar desde la escalinata.

Imposible resistirse a mirar. Y luego a sumarse a ellos.

– Rey Arturo, tío, ¡que te tires al suelo!

– Perdón.

– ¡No te disculpes! No seas gusano. ¡Coge la puta pelota!

Mingus mandó una bola alta por encima de los coches aparcados dirigida al patio de cemento hundido del número 233 de la calle Dean, el hueco donde habían demolido una escalinata. Dylan saltó para interceptar la pelota, notó el tacto frío de la Spaldeen en la palma de la mano, transmitido de la mano de Mingus a la suya por el aire desde la escalinata. La devolvió como con desgana, por encima de Arthur. Mingus cabeceó, medio impresionado, sin querer exagerar.

Alberto se acercó con las manos en los bolsillos. Enseguida comprendió la situación, luego se colocó detrás de Arthur para atrapar las pelotas que lo regatearan solo porque tenía ganas de tocar la Spaldeen. A continuación llegó Lonnie, después un par de niños hispanos cuyos nombres olvidaba todo el mundo una y otra vez. Mingus les indicó su posición por señas, el campo de juego se llenó de una muchedumbre. Siguió lanzando.

Llegaron Marilla y La-La y se acodaron en la escalinata de Henry intentando aparentar indiferencia.

El propio Henry había ido a estudiar al Instituto de Aviación de Queens y no se le veía nunca por el barrio. Era solo un fantasma del juego, el nombre que se le daba a una escalinata concreta.

En teoría, tras cinco recepciones te tocaba batear; en la práctica, ¿quién lo sabía? Mingus dictaba las reglas. Arthur y los niños pequeños no tenían ni idea. Alberto se mostraba deferente, fácil. Dylan, compinche de Mingus, estaba acampado en el perímetro del campo, sin decir nada. Sabía lo categórico que se volvía Mingus con las drogas, le había visto entrar en una zona escribiendo en las paredes o simplemente argumentando algo en voz alta, hablando en círculos. Se quedaría en la escalinata hasta que lanzara un home run.

Arthur Lomb lanzaba rayos paranoicos con la mirada inmerso en la muchedumbre de chicos que trataban de hacerse un lugar en el medio campo a empujones.

Dylan, si se hubiera molestado en fijarse, habría descubierto que ahora era de los mayores de la calle Dean.

Estaba más preocupado por cómo sus pies se despegaban del suelo para atrapar otro lanzamiento, para evitar que cayera otra bomba en el patio del 213. Recepción perfecta número tres.

Marilla cantaba en agudo falsetto: «Solía ir a fiestas, me quedaba de pie por ahí…».

Dylan flotaba en el aire el tiempo necesario, compenetrándose a la perfección con el vuelo de la pelota. Luego bajaba con elegancia, imperturbable.

El chico blanco se había convertido en una especie de máquina atrapa-pelotas.

Volabas.

«Porque estaba demasiado nerviosa para sentarme…»

Arthur Lomb lanzó un roletazo a un lado y todos lo miraron acorralarla con las cabezas ladeadas.

– Tú, Mingus -dijo Lonnie con falsa despreocupación-. El otro día vi a la Mafia del Funk que vinieron a visitar a tu padre.

– No sé de qué me hablas -repuso Mingus en tono inexpresivo.

– Tuviste que verlos, tío. Tenían una limusina blanca muy grande aparcada en la calle. Parecían superhéroes, tío.

– ¿Qué te has metido, Lon?

– No finjas que no sabes de qué habla -dijo Marilla.

Dylan había oído a Earl y un par de chicos mencionar el tema el día anterior: la limusina y los músicos de indumentaria extravagante que habían bajado de ella.

– Yo no he visto nada -insistió Mingus, cada vez más ufano, encantado con la absurdidad de negarlo.

– Mientes -sentenció La-La cabeceando.

Mingus se irguió, lanzó la pelota por los aires. La torsión de la pelota rosa dibujó una mancha oscura y bamboleante contra el fondo de las hojas moteadas por el sol.

– ¡Coge eso! -provocó Mingus.

Dylan volvió a volar y a atrapar la pelota.

El anillo y la pelota pertenecían a una especie de asociación de objetos mágicos.

Y tú estabas en medio: eras beneficiario, aerotransportado.

– ¡Jo! ¡Eso sí que es saltar!

Dylan devolvió la pelota ante las miradas de asombro del resto de la calle.

– Mira bien a D-Lone, Rey Arturo. A ver si aprendes algo.

– Tomo nota -contestó Arthur con amargura.

Marilla ladeó la cabeza y puso los ojos en blanco antes de seguir con la canción, alargando las sílabas con aire petulante: «Pero mi cuerpooo anhelabaa la libertaad…».

Cuando llegó Robert Woolfolk, Dylan había interceptado nueve home runs prácticamente seguros de Mingus, quizá estuviera fraguándose una leyenda, una especie de resistencia milagrosa que patrullara la acera contraria, el aire. El juego se había convertido en simbólico, en una compleja contienda entre Mingus, el colocado, y Dylan, el volador. Los demás estaban varados en medio, prescindibles, alimentándose de las sobras.

Marilla y La-La optaron por no notar que Robert Woolfolk paseaba por delante de la escalinata donde estaban apoyadas ni que buscaba la mirada de las chicas. Robert ya no lograba centrar la atención de la calle Dean por el mero hecho de aparecer a la vuelta de la esquina, así lo afirmaban las voces provocadoras de Marilla y La-La: «Voy a la pista, alguien puede elegirme…».

Inspirado, con displicencia callejera, Dylan decidió que ese día no temería a Robert Woolfolk, no en su propia manzana, no mientras llevara el anillo de Aaron Doily. Además, estaba Arthur Lomb, oficialmente el eslabón más débil. Prácticamente notabas cómo Robert medía el cuello de Arthur para hacerle una llave, como el Coyote reemplazando mentalmente al Correcaminos por un pollo asado.

Ahora a Dylan le parecía que el problema de Robert Woolfolk era con Rachel. Que había desaparecido de sus vidas, incluso aunque Robert Woolfolk no se hubiera enterado. No era problema de Dylan. Había días en que casi no se acordaba de ella.

Hoy, por ejemplo.

– Tú, Gus, tío, déjame ver esa pelota un minuto -dijo Robert. Ladeó la cabeza, miró de reojo hacia atrás-. Te la devolveré, tío, ya lo sabes.

Otro chico pediría permiso para sumarse al juego: Robert Woolfolk tenía que entrar por la fuerza. Su premisa básica era criminal. No era algo de lo que pudiera prescindir cuando resultaba innecesario.

Mingus ladeó la cabeza, miró fijamente a Robert Woolfolk como si le hablara en chino. Los niños más pequeños se marcharon entre intimidados y aburridos de no tocar bola. Arthur Lomb miró a Dylan con el ceño fruncido, su mirada de desesperación marca de la casa. En cualquier momento fingiría un ataque de asma.

– Vale -dijo de pronto Mingus, y botó la pelota hacia Robert Woolfolk, olvidándose del home run y las apuestas. Mingus hacía esas cosas, cambiaba como un interruptor-. Me pondré en el extracampo -anunció-. Con mi colega Dee.

Dylan se hizo a la izquierda y Mingus se colocó a su lado, ahora serían dos centrocampistas enfrentados por cualquier cosa que llegara por el aire. El primer tiro de Robert, lanzado sin levantar el brazo por encima del hombro, con los nudillos a ras de suelo, fue directo a la línea de fondo a la altura de los ojos y rebotó en el coche que marcaba el límite del perímetro de juego, a punto de arrancarle la cabeza a Arthur Lomb. Robert Woolfolk seguía siendo una fuente de rebotes extraños, como una máquina del millón estropeada abandonada durante años en un salón recreativo pero que seguía tragándose las monedas.

– Mi madre me ha dicho que tengo que volver a casa, Dylan -dijo Arthur Lomb con tristeza. Lo incongruente del comentario delataba que no se sentía cómodo. ¿Quién había hablado de madres?

– Vale -dijo Dylan sin ningún interés.

– Bueno, pues tengo que irme. -Por lo visto, Arthur esperaba que Dylan lo acompañara a casa o al menos que interrumpiera el juego como deferencia por su marcha.

– Hasta la vista.

– Oye, Rey Arturo -dijo Mingus, retomando el hilo del juego-. Menudo pelotazo te has comido.

– Encantado de haberte conocido.

– Recuerdos de mi parte a la calle Pacific, tío… y a tu madre.

Alberto y Robert Woolfolk se desternillaron de la risa. Mingus y Dylan pusieron cara de póquer, fingieron que no pasaba nada raro. Resultaba hilarante pero difícil de concretar por qué, era el modo en que Mingus le había dicho «tu mamita» sin decírselo.

Quedaba asegurado que ambos podrían negarlo.

Arthur Lomb se limitó a alejarse por la calle cabizbajo, era un peón derrotado.

Y Marilla cantaba: «Se acabó quedarse junto a la pared…».

Robert se encogió y se estiró otra vez y la pelota salió rebotada de la escalera todavía más lejos.

«Ya me he decidido, baby…»

Al elevarse, Dylan vio la manzana al completo. Se sentía a gusto en el aire, bajo las ramas, por encima de los coches. Era consciente de que Mingus, a su lado, no saltaba tan alto. La pelota rosa aterrizó por voluntad propia en la mano izquierda de Dylan, la mano de las recepciones, la del anillo. Dylan solo esperaba a que se produjera el encuentro. Tuvo tiempo de echar un vistazo alrededor: Marilla cantaba «Voy a por un chico»; desde arriba vio que Robert Woolfolk tenía no una calva, claro, pero sí una marca, una rozadura o sarna en la parte alta de la cabeza. La pelota se comprimió en la mano de Dylan como si suspirara. Por el rabillo del ojo Dylan vio a Arthur Lomb arrastrarse por la acera hacia casa. «El chico no sabe, no hay nada que hacer.» Dylan se fijó en que La-La tenía unas tetas bonitas, sorprendido de tener la expresión «tetas bonitas» lista para la primera vez que se había fijado en unas. Para ser sincero, lo más probable es que la hubiera copiado de Arthur Lomb: solo lo de tener el concepto disponible, porque nunca le hacía caso a Arthur Lomb. Así que ¿quién necesitaba a las chicas Solver? Tal vez la vida no estuviera tan vacía, tal vez no te hubiera robado la fortuna sin darte tiempo a disfrutarla. Quizá la vida, el sexo, todas las cosas importantes, seguían allí, en la calle Dean, y no se habían ido a ningún lado. Junto a él, notaba a Mingus Rude un poco más abajo, sus cuerpos chocaban suavemente cuando Mingus intentaba igualar el salto de Dylan sin conseguirlo a falta de la ventaja que confería poseer el anillo del hombre volador. Mingus no se elevaba tanto como Dylan.

En el perihelio, Dylan se sintió una nota musical flotando en el aire. Quizá todos los chicos de la calle Dean fueran notas de una canción. Mingus era Dose. Aunque Dylan también lo había escrito, el nombre pertenecía por completo a Mingus. Mingus tenía el tema de las drogas, tenía acceso al alijo de Barrett y así estaba bien, molaba. El papel de Robert Woolfolk consistía en ser aterrador y escurridizo. Robert tenía mentalidad criminal, algo que Dylan no le envidiaba. En un chico de las casas de protección oficial se admitía, así se ganaba su lugar en la vida. Arthur Lomb era el chico blanco, encajado a la fuerza. Incluso Arthur estaba bien, solo que todavía no lo sabía.

En cuanto a Dylan, Dylan tenía el anillo. Los ofuscados testigos se equivocaban solo en parte porque la calle Dean tenía sus propios héroes: no eran músicos en limusina, sino Dylan, el niño volador. Se cosería un traje y subiría a los tejados, empezaría a «doblegar el crimen» y entonces los demás descubrirían lo que de momento no podían saber. Por el momento tenía que disimular que acababa de hacer el Descubrimiento del Vuelo ante sus mismísimas narices. Sin embargo, ya en su salto inaugural sintió amor y solidaridad por todos mientras flotaba en el aire con una nueva perspectiva.

Entonces Marilla completó el verso, ondeando las manos al ritmo sincopado que solo ella oía: «Ya me he decidido, baby… ¡Ahora voy a divertirme de lo lindo!». Dylan aterrizó con un ligero chirrido de las Keds un milisegundo después de Mingus, a pesar de que habían saltado a la vez. La pelota estaba en la palma fría de Dylan. El sudor se había adueñado del resto de su emocionado cuerpo durante el vuelo.

– ¡Chico Canguro! -bramó Mingus-. ¡Has estado hinchándote a vitaminas!

La-La contestó al falsetto de Marilla con una mofa:

– «¡Tienes que dejarlo, baby! Oh, sí. ¡Tienes que dejarlo!».

Sería el punto culminante del verano de 1977 a pesar de que todavía estaban a principios de julio: Grandmaster DJ Flowers y los suyos vienen desde Flatbush a pinchar en el patio de la EP 38 después de la fiesta vecinal de la calle Bergen. Ha corrido la voz. Es el día más caluroso en lo que va de verano pero nadie se queja, nadie está cansado; el sol cae en picado sobre Manhattan y el puerto, emitiendo una luz anaranjada, pero el día todavía no ha empezado, no si estabas al corriente de lo que se preparaba. No había cerveza en el mundo para tranquilizarte ni adormecerte. La fiesta de la manzana no es más que el preludio: los renovadores blancos que asan chuletas en los jardines delanteros en un intento de conocer a los vecinos y un par de hispanos que tocan los tambores, nada especial. Los niños pequeños enloquecen; los niños se mezclan con las niñas, los hispanos con los negros y los blancos como hacían también ellos a su edad. Se agotan al sol, ganando y perdiendo premios tontos, balones, gremlins de pelo verde, beben zumo mezclado con hielo picado en conos de papel, dejan que un payaso que en realidad es la madre de uno de ellos con una peluca fosforescente de pelo rizado les pinte la cara. Los pequeños gritan y corren y a las cuatro ya están sucios y llorando. Los chicos mayores esperan a la noche. Matan la tarde sentados en las escalinatas, observando el inmenso bote de helio que usan para hinchar globos y comiendo platos de paella que cuestan un dólar y medio.

A las seis los primeros chicos han empezado a reunirse en el patio de la escuela, aunque Flowers no llegará hasta el anochecer. Mientras, las bandas locales esperan, montan alguna escaramuza para abrir apetito. La EP 38 es el dominio de los Flamboyan, dado que su reconocido DJ Stone opera frente al sótano del centro juvenil Colony South Brooklyn, en la puerta de al lado de la escuela. De hecho, los planes de esta noche son resultado de una invitación de los Flamboyan. Aunque eso no significa que nadie dispute la primacía de los Flamboyan. La geografía dicta que el patio de la 38 ejerza de nexo entre diferentes fuerzas, ya que los chicos de Atlantic Terminals cruzan por allí al bajar de Fort Greene y los de las casas Wyckoff suben desde Nevins. Además los tipos duros del instituto Sarah J. Hale inundan la vecina manzana de Pacific desde todas partes.

Por tanto, de Red Hook han llegado los Disco Enforcers: se han enterado de la visita de Flowers y han pedido participar en la reunión. Los Flamboyan se han visto empujados a una batalla de pinchadiscos cuando lo único que pretendían era recibir a Flowers y caldearle el ambiente. De todos modos no hay ningún problema, Stone se encarga del tema. Es tan bueno con la mesa que, de no ser por Flowers, sería el rey de Brooklyn. Las bandas rivales trabajan juntas para montarlo todo, roban electricidad de las farolas y echan un cable hasta el fondo del patio para conectar los platos y los amplificadores. Al mismo tiempo intentan ocultarse unos a otros las cajas con los doce pulgadas con la idea de mantener el efecto sorpresa. Tanto secretismo roza la broma: todos, incluido Flowers, están seguros de que pincharán los mismos quince o veinte temas.

Empiezan los Disco Enforcers. Son todos negros y compensan sin problemas cualquier asociación homosexual que pueda sugerir la primera parte de su nombre. De igual modo, sus partidarios bailan en patines -ellos lo llaman «uprocking»- y nadie se ríe. Equilibran flexiones de rodilla y giros sobre un talón con una serie de poses en las que se agarran la entrepierna y aprietan con estilo agresivo y provocador. Uno finge por mimo que te mete una verga larga como una manguera de bomberos. El DJ de Red Hook se apoya en «Fatbackin» de la Fatback Band y «The Mexican» de Babe Ruth, pero también sorprende a los congregados con «Stone Thing (Part 1)» de Alvin Cash and the Registers, un tema poco conocido. Con los golpes de la batería los bailarines patinadores se exhiben para el público con un caos de extremidades y chispas que las ruedas arrancan del cemento.

Aunque si consiguieras mirar a los bailarines a los ojos, descubrirías que apartan la mirada con timidez. Salir a la pista a uprockear no es fácil. Es mucho más fácil quedarse de brazos cruzados con los labios fruncidos y cabeceando levemente mientras no le quitas ojo al vecino que has escogido y valoras el espectáculo.

El ritmo es un traqueteo que retumba por toda la calle Pacific, hasta Nevins y la Tercera Avenida, un toque de rebato para quienquiera que aún no se haya enterado: «En la Treinta y ocho hay movida, tíos».

A continuación les toca a los Flamboyan. Quienes recuerden algo más de esa noche aparte de la aparición de Flowers, admitirán que DJ Stone se comió con patatas a los Disco Enforcers. Stone no solo domina los cortes, los agota. Además, mientras que los pinchas de los Enforcers exhortan ellos mismos al público -con espaciados «¡Todo el mundo!»-, Stone tiene a un chico con micrófono que chilla a la gente, uno que debe de imaginarse que es el hermano pequeño de Flowers. El canijo chavalín, que se hace llamar MC Ruff, no para de rimar y tararear.

Los Flamboyan no llevan bailarines: las transiciones de Stone y los gritos de Ruff bastan para convertir el patio entero en un tren de soul. No hay grandes sorpresas, solo «Paradise Is Very Nice» y «Love Is The Message» mezcladas de mil modos diferentes. Son las melodías que consiguen despegar a la gente de la pared. Sobre todo «Love Is The Message». Es de MFSB, banda representativa del sonido Filadelfia. Las siglas del nombre significan «Mother, Father, Sister, Brother», aunque los que están en el ajo saben que en realidad alude a las siglas inglesas para «Capullos Hijos de Perra». No hay DJ que no tenga tres o cuatro ejemplares del preciado sencillo, es el ingrediente básico de cualquier sesión y nadie se queja.

Dos horas después escuchan otra vez «Love Is The Message» de mano de Flowers. Suena igual de bien, mejor. Flowers en persona hechiza, es un grandullón jamaicano o antillano, por encima de afiliaciones y rencillas, como Kung Fu. Flowers es uno de los descubridores -los separadores- del break, uno de los que demostró con qué pasión puede bailar la gente un fragmento de una canción liberado de la carga de las letras o la melodía. Y esta noche lo demuestra de nuevo.

A estas alturas ya hace mucho que han desaparecido las mesas de juego y el papel crepé de la calle Bergen. Este es el único lugar donde desearías ser visto. Habrá unos trescientos chavales alrededor de los amplificadores y los platos, con los bailarines en primera fila y los tipos duros distribuidos por facciones: Atlantic Terminals, jardines Wyckoff, hispanos de la Quinta Avenida. Nadie quiere ser el loco que empiece una pelea, pero el orgullo exige mantenerse vigilante ante cualquiera que te mire a ti o a tu chica durante demasiado rato. Los rivales forman filas indias y bailan su agresión disparándose movimientos. Por supuesto, estallan un par de escaramuzas. Pero es una reunión pacífica y apenas hay llamadas a la policía, que al final aparece gritando al filo de la medianoche y confisca las navajas que un grupo de chicos lleva escondidas en los calcetines, un policía recibe un golpe de nunchaco en las rodillas y todo el mundo huye del patio del colegio con el pitido de la música todavía en los oídos, cuando la fiesta no había hecho más que empezar.

No obstante, la sesión de Flowers dura lo bastante para convertir la noche en legendaria. La jam de 1977, justo antes del apagón. El patio oscuro iluminado por el destello de las linternas del DJ siguiendo los temas y las series de transiciones se funde en la memoria con la noche de bengalas y velas de una semana después. Es decir, en la memoria de todos menos del chico blanco, la única cara blanca de todo el patio del colegio acompañado y vigilado de cerca por su colega Dose. No hubo apagón para el chico blanco. Ha perdido su última partida de ajedrez, se ha comido su último bocadillo de pavo de la señora Lomb, mañana se subirá a un autobús Greyhound con destino a Vermont. El chico Aire Fresco.

Nadie se ha metido con Dylan esta noche. A saber por qué, a menos que sea por el carácter pacífico de la reunión. Ha pasado la noche empapándose de todo, incluso ha gritado «¡Ho-o!» y «¡Ow!» cuando Flowers lo decía, pese a que así atraía las miradas poco amistosas de algunos matones de alrededor. Con todo, sale adelante. Quizá haya sido cuestión de suerte, quizá ha atravesado un fuego. Quizá sea el anillo. Quizá el anillo le ha vuelto invisible. Quizá el anillo le ha vuelto negro. ¿Quién sabe?

Una fotografía en blanco y negro de Fidel Castro vestido de jugador de béisbol, de pie en el montículo del lanzador:

si los mets tenían que canjear a seaver

por un rojo

deberían haberlo embarcado rumbo

a cuba a cambio de este

más adecuado para el estadio che

palabras del comisionado cangrejo

La postal se coló entre los folletos de galerías y los menús chinos a domicilio que atestaban la ranura del correo y aterrizó en la moqueta del vestíbulo, con el texto boca arriba. Abraham Ebdus no alzó ni una ceja, se limitó a tirar la postal en el montoncito que se estaba acumulando en la mesilla del salón. Confiaba en que las postales de Cangrejo Huidizo no corrieran prisa, que no contuviesen nada que hubiese de ser leído en el momento oportuno. El chico podía esperar a la vuelta para leerlas. En cuanto a Abraham, ya nunca les echaba ni siquiera una miradita.