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La canción sonó en las radios neoyorquinas un par de semanas a mediados de febrero de 1978, sin subir mucho en las listas pero «destinada al éxito»; alcanzó el puesto ochenta y cuatro de la lista de rhythm and blues con fuerza -siempre se añadía «con fuerza» cuando se mencionaba un puesto descorazonador- y sonaba entre «Serpentine Fire» de Earth, Wind and Fire y «Ffun» de Con Funk Shun: era «(Did You Press Your) Bump Suit» de Doofus Funkstrong, un sencillo de tres minutos y cuarenta segundos extraído de la descontrolada jam session de dieciocho minutos que ocupaba la cara B del debut del grupo en Warner Brothers, Double-Breasted Rump. Contribuyeron las peticiones que recibían los DJ (¿atrevido o tranquilo, exitazo o escoria, funk o basura?). Unas docenas de peticiones todavía podían levantar un tema en las listas regionales y empujarlo hacia el éxito nacional. Cualquiera con buen oído sabía que Doofus Funkstrong era la tapadera de la Mafia del Funk, atados legalmente de pies y manos y que, por tanto, grababan con seudónimo; para los oídos menos finos, una mirada al diseño psicodélico de la funda, obra de Pedro Bell, servía igual. Menos eran los que identificarían el nombre del vocalista cuyos melismas decoraban solo los treinta y seis segundos finales del sencillo y que, según la funda del álbum, y de acuerdo con lo planeado, se llamaba PeeBrain Rooster: con su nombre real, Barrett Rude Junior era una voz radiofónica rescatada de la media distancia, es decir, llevaba años fuera del candelero pero todavía no se consideraba un clásico. Si alguien se planteó la posibilidad de que aquel fuera el cantante de los Distinctions fue solo de pasada; y, en cualquier caso, ¿qué probabilidad cabía de que la voz tenor de los dulces y melodiosos Distinctions apareciera en la cresta de la ola de aquella línea de bajo sintético distorsionada?
Luego la canción murió. No se pidieron explicaciones y, desde luego, no se dio ninguna. Las canciones mueren, y esta murió. Hasta resultaba extraño que hubiese llegado a entrar en las listas con estribillos como «Y saltó la socia, la engancharon con un mafias» o «¡Ponte una chapa en el bolsillo del pompis!». Todo tiene su límite. De modo que murió; podría decirse que los Doofus Funkstrong no eran un grupo de sencillos, lo cual es un eufemismo de «¿A quién le importa?». Los derechos de reproducción atravesaron un laberinto legal a cuentagotas; si hubiese consultado a un abogado, Pee-Brain Rooster habría descubierto que nunca sumaron lo bastante para pelearse por ellos. Durante unas semanas la gente tuvo la oportunidad de escuchar la canción o perdérsela mientras que los entendidos más pardillos tuvieron que esperar a saborearla más adelante, para defenderla o difamarla en conversaciones interminables. Básicamente, no hizo historia. A Marilla y La-La nunca se las oiría cantar esa canción en el patio delantero, ni saltando a la cuerda ni trenzándose el pelo ni burlándose de los chicos con sus recién estrenadas curvas. El tema no pasaría ese examen porque, consideraciones musicales aparte, no tenía gancho.
Cuando el señor Winegar le pidió que se quedara después de clase, Dylan se sentó con la idea de que, sin saber cómo, se había hecho conocido, de que el profesor de ciencias, en tanto que portavoz local de la gravedad, había cargado con la responsabilidad de pronunciarse sobre la cuestión: «Jovencito, ¡el ser humano no puede volar! ¡Renuncia de inmediato!». En cambio, el señor Winegar sacó una carta de su cajón y se la entregó por encima de la mesa, luego se sentó y empezó a retorcerse el bigote mientras observaba cómo Dylan absorbía el contenido de la misiva: examen de ingreso en Stuyvesant aprobado.
Fuera nevaba, trozos de rompecabezas que se amontonaban en el alféizar, que cuajaban en la rejilla que cubría la ventana. Los estudiantes habían salido a la tarde acolchada de blanco. Al quedarse atrás, Dylan había perdido la oportunidad de escabullirse por la calle Smith entre la muchedumbre protectora de cuerpos en movimiento y, sin protección, sería el objetivo preferente de las bolas de nieve de cualquiera que rondara la escuela.
– Eres el único chico del colegio que lo ha conseguido -dijo Winegar-. Aunque, claro, solo se presentaron seis al examen. He pedido comunicártelo en persona y no me importa admitir que me enorgullece cuánto te has aplicado.
La tortura de bigotes de Winegar y su mirada perpleja contradecían su breve discurso: había retenido la carta para echar un vistazo al monstruo, al retardado a la inversa que había emergido inesperadamente del océano de protocriminales gritones que constituían los compañeros de Dylan, que de hecho conformaban las cinco clases de ciencia que daba al día, que, bien pensado, conformaban toda su ruinosa carrera profesional. «Si lo hubiese sabido, me habría dado el gusto de fijarme antes en ti.»
Pero aprovechar el asombro de Winegar no estaba entre las prioridades de Dylan.
– ¿Y mi amigo Arthur Lomb?
Winegar frunció el ceño.
– No debería tratar contigo los resultados de otros alumnos.
Solo podía significar una cosa. Dylan sintió pena por Arthur, una inesperada empatía.
– Pero seguro que ha entrado en la politécnica del Bronx -le sugirió al profesor.
Winegar parecía dolido.
– Algunas personas… -empezó a decir, pero no acabó la frase.
Dylan comprendió: no había entrado en la politécnica del Bronx, ni siquiera en la de Brooklyn. Arthur Lomb, azote del ajedrez, hacha del mimo, estratega magistral de la escapada, no había seguido su propio consejo y no había estudiado para el examen. Quizá creyó que un ataque asmático en el último minuto le salvaría, quizá tuvo un orgulloso ataque de gastroenteritis en la hora del examen, quizá dejó escapar algunos ejemplos de jerga callejera. Todo ello inútil contra el álgebra. Houdini se había ahogado en su vitrina cerrada con candados.
Del tono de Winegar se deducía que Arthur había fanfarroneado delante del profesor antes del examen, que había despertado expectativas con algunas respuestas tajantes y acotaciones de superioridad.
– Bueno, el Sarah Hale está justo al lado de mi casa -dijo Dylan, presa de un impulso sádico. Adoptó un crispante monotono de imbécil en honor a Arthur Lomb, el soldado caído-. O sea, parece que todos mis amigos van a ir al Sarah Hale.
– ¿Perdona?
– Solo me presenté al examen para ver cómo me iba. Quizá no vaya a Stuyvesant.
Winegar parecía traumatizado. El instituto Sarah J. Hale era el siguiente depósito desalentador después de la Escuela de Secundaria 293. Podías saltarte las clases dos años seguidos, como en el caso de Mingus Rude, y acabarían mandándote al Sarah J. solo para dejar libre la silla para otro. Lo mismo habría dado que Dylan hubiera contestado que pensaba pasar directamente a la cárcel de Brooklyn.
– Odiaría ver que desaprovechas una oportunidad…
«¡Eres blanco!», quería gritar Winegar.
«¡El hombre vuela!», quería gritar Dylan.
– Me lo pensaré -dijo Dylan.
– Has demostrado aptitud…
«Deberías ver qué altitud.»
– Tengo que hablar con Abraham. Mi padre.
El bigote acabaría disolviéndose entre los dedos de Winegar si Dylan no mostraba un poco de misericordia.
– Por supuesto. Por favor, dile a tu padre que estaré encantado de responder a cualquier pregunta…
– De acuerdo.
Dylan miró afuera. Brooklyn estaba atrapado en una red de falsa calma, la escuela se ahogaba en ella. Dylan se había hartado de Winegar, estaba preparado para afrontar su destino de bolas heladas.
Los tejados cubiertos de nieve podían ser un buen lugar para practicar el vuelo desde cornisas y dejar huellas inexplicables de saltos a ninguna parte.
«Aeroman, se entiende, trabaja a nivel local, como su predecesor.»
La marihuana era el tótem de humo de Rachel Ebdus. Inhalarla era una forma de comunión, de perdón y de dejarse abrazar por Rachel hecha humo. Dylan aprendió despacio, primero fingiendo cuando Mingus Rude le pasaba un porro, imitando ruiditos de succión alrededor de la boquilla húmeda mientras las volutas de humo le coronaban la cabeza. Luego ya no fingía, pero no sacaba nada aparte de la vaga impresión de que su garganta era como una fosa nasal demasiado hurgada. Fue solo más tarde, la sexta o séptima vez que inhaló de verdad, cuando el espacio de Dylan se amplió más allá del simple agujerito, lo que siempre había deseado sentir.
En ese instante Rachel se unió a él, en el cuarto de Mingus con la toalla ajustada en el bajo de la puerta y las ventanas abiertas al aire helado. Fuese en la droga o en Dylan, por lo visto Rachel había acechado en uno a la espera de ser catalizada por el otro. O tal vez fuera más simple: mientras escuchaba los discos de Rachel -Modern Jazz Quartet con Nina Simone y Three Dog Night- Dylan podía seguir conociéndola a través de sus gustos, sus juegos de palabras, sus drogas.
Dylan almacenaba las postales de Cangrejo Huidizo, unas treinta y cinco o cuarenta ya, por orden de franqueo, entre Forastero en tierra extraña de Heinlein y los dieciséis primeros números de los Nuevos Especiales Belmont -su colección terminó cuando Abraham dejó de diseñar las cubiertas- en un estante rematado por la estatuilla del premio Hugo. Dylan archivaba las postales junto a los trabajos comerciales de Abraham no solo para asegurarse de molestar a su padre, en el caso de que Abraham husmeara en la batcueva de su hijo mientras este estaba en el colegio, sino también porque en su fuero interno le parecía lo correcto: aquellos objetos componían un poema vudú de Abraham y Rachel, del ADN de sus padres, sus despojos semivoluntarios como uñas o pelo mezclados en un estante.
Dylan decidió entonces volver a leer toda la serie de postales drogado, comenzar otra vez por el principio y con la ayuda de la droga descodificar la desaparición de Rachel.
– Escucha esto -dijo Mingus Rude, después de airear el humo hacia el jardín trasero y cerrar las ventanas.
El frío no importaba, Mingus siempre llevaba puesta la chaqueta militar manchada dentro de casa. Siempre estaba solo de paso, listo para la acción incluso cuando se pasaba horas en el cuarto.
Sacó de la funda el siete pulgadas con la versión larga del tema principal de Los hombres de Harrelson a cargo de Rhythm Heritage y lo puso delicadamente en el tocadiscos, después colocó la aguja en el surco.
En cuanto los crujidos dejaron paso a los primeros sonidos, Mingus empezó a mover el disco adelante y atrás sin levantar la aguja, aislando el ritmo. Por lo bajo rapeó proclamas a un público de patio escolar imaginario con una voz correosa de afrenta de dibujos animados, era el Bugs Bunny del gueto.
Dylan asintió en señal de apreciación.
– No está mal, ¿eh? -dijo Mingus.
– Es un flipe -aventuró Dylan.
– Todos los temas que los DJ ni siquiera encuentran, yo subo arriba y los robo de la colección de Junior. ¿Quieres escuchar un poco más?
– Sí.
– Eso es, mi hombre quiere escuchar más, por supuesto que sí.
Esta vez Mingus colocó la aguja en el «Scorpio» de Dennis Coffey y la Detroit Guitar Band. De nuevo, lo rascó hacia delante y hacia atrás, de nuevo acompañó la canción con murmullos rapeados, con la vista gacha, por timidez.
Tal vez Mingus no estuviera preparado para llevar su espectáculo al patio del colegio, pero tenía los temas adecuados. Quizá fueran los dos únicos chicos de Brooklyn con una colección de vinilos procedente directamente de la discográfica Planet Superfly.
El cuarto de Mingus estaba cambiado. Habían desaparecido Dave Schultz de los Philadelphia Flyers y Mercury Morris de los Miami Dolphins, también los Jackson Five. Los tres pósters tenían autógrafos auténticos, eran un regalo de Barrett Rude Junior. Daba igual: los habían arrancado de la pared y solo quedaban las esquinas debajo de las chinchetas. Solo sobrevivió un póster, uno con arrugas permanentes de haber estado doblado en sextos toda su vida como regalo incluido en un disco doble: Bootsy Collins y su Rubber Band en esmóquines cromados y plataformas y humo rosa. También estaba autografiado. De visita a Barrett Rude Junior, Bootsy en persona había sido conducido al apartamento del sótano para firmar el póster en el cuarto de Mingus con un Violeta Garvey; la dedicatoria garabateada que cubría la mitad de su guitarra estrellada y tachonada de lentejuelas decía: «¡Te quiero, Bootsy!». En fechas más recientes Mingus había decorado medio póster con aerosol plateado. Mingus había empezado a firmar las paredes del cuarto. Demasiado perezoso o colocado para salir afuera y hacer públicos los tags, seguía firmando «DOSE, DOSE, DOSE» en su casa. Ondas plateadas se extendían por las paredes por encima de las molduras hasta el techo, como una neblina plateada que afectaba incluso a las ventanas de atrás. El radiador estaba escrito con una especie de puzzle en tres dimensiones. Si te ponías de lado, los tubos del radiador formaban una superficie única donde se leía la firma: «ART». Desde otros ángulos se descomponía en tiras, era un código vacío.
Farrah Fawcett-Majors también había desaparecido, el póster del bañador rojo y el pezón erecto y la sonrisa ladeada que había colgado de la pared a la altura de los ojos desde la cama de Mingus. En su lugar, un puñado de revistas Playboy y Penthouse heredadas de Barrett Rude Junior asomaban a medio esconder por debajo de la cama, con los sobados pósters centrales arrancados de las grapas y desplegados como lenguas de perros cansados. Un ramo blanco de pañuelos de papel arrugados no lograba ocultar un bote de vaselina.
– Nunca me has contado lo de la chica de Vermont, tío.
– ¿Qué chica?
Dylan estaba hojeando el número cuarenta y ocho de Los Defensores, comiéndose con los ojos a Valquiria vestida con su armadura azul y su sujetador de cota de malla. Los tebeos de Mingus estaban hechos trizas, había firmado las suaves portadas con su El Marko negro.
– Rey Arturo dice que ibas fanfarroneando por ahí, tío, así que ni se te ocurra mentirme.
– Yo no le he contado nada a Arthur. Solo dice tonterías.
– Míralo a este, ¡intentando ocultarlo! Arthur me ha dicho que se lo contaste tú. No puedes engañarme, D-Man, sabes muy bien que acabarás contándomelo en menos de un minuto.
Dylan se lo pensó menos de un minuto y dijo:
– Se llama Heather.
– Ahí lo tienes.
– Íbamos juntos a nadar.
– Tengo entendido que a algo más también.
Pese a haberse saltado las clases durante dos años, Mingus había pasado al Sarah J. Hale. Como la sombra de un reloj de sol, había reptado hasta la siguiente zona horaria, la próxima fase. Su cuarto había cambiado, su cuerpo había cambiado, era más grande y brusco, cuando caminaba por la calle Dean tarareaba por lo bajo la típica palabrería del DJ. Tenía un equipo de música estéreo propio. Compraba su propia hierba en bolsitas que le pasaban por la rendija del correo de una casa de vecinos de la calle Bergen y ya no la robaba del alijo que Barrett Rude Junior guardaba en el congelador. Su dormitorio era su santuario. Aunque Barrett Rude Junior se había trasladado a la parte delantera del piso inferior, el cuarto de Mingus parecía muy apartado de cualquier autoridad que no fuera la de su dueño. Las habitaciones del dúplex se habían convertido en fortalezas, las tres generaciones de Rude se habían atrincherado dentro de sus dominios en una guerra no declarada. Mingus llamaba Senior a su abuelo y nunca entraba en su cuarto, que visto por una puerta entornada parecía yermo, como si Senior hubiera olvidado cómo llenar una habitación grande. Senior se sentaba junto al radiador y fijaba la vista en la calle Dean a través de sus barras como si fueran las de una celda. A veces encendía velas. Mingus le llamaba Senior del mismo modo que llamaba Junior a su padre. El cuarto de Mingus olía a vaselina y algo más. La portada del Fire de los Ohio Players que mostrada el torso exageradamente caliente de una chica con una manguera antiincendios serpenteando obscena entre sus piernas estaba pegajosa, tal vez de resina, y tenía semillas y hebras de liar porros enganchadas. Daba un poco de asco, pero también resultaba fascinante, como una hoja enredada en el pelo o una mancha de comida en la barbilla que no querías señalar.
Las habitaciones de Junior en el piso superior olían a otra cosa, a algo maligno, papel de plata recalentado y polvo cristalino quemado. Senior encendía velas y fumaba un Pall Mall tras otro, a menudo encendía uno con la colilla del anterior; Mingus y Dylan, encerrados en el santuario con la toalla pegada al bajo de la puerta, fumaban porros mientras arriba, en el salón en el que nadie entraba, Junior quemaba cocaína adulterada en una pipa de cristal.
Barrett Rude Junior y los Famous Flames de James Brown.
– No creas que se me ha olvidado que me estabas contando lo de Heather, tío.
– Como quieras.
– ¿Cuántos años tiene?
– Trece.
– Mujeres mayores… Son las mejores.
– Le di un masaje en la espalda.
– Ya. Ahí lo tienes. Apuesto a que no te paraste en eso.
– Nos besamos en el desván. -Al decirlo, Dylan olió el lugar, recordó los crujidos de las escaleras de madera, la luz dorada-. Solo llevaba el bañador.
– Pasemos a cuestiones más serias. ¿Era una chica de trece años madurita o jovencita? -Mingus describió las curvas con las manos.
Dylan pensó en naranjas pero dijo:
– Uvas.
– ¡Mierda! -Mingus estaba tan entusiasmado que frunció el ceño-. Un momento. -Se levantó y puso el Fresh de Sly en el tocadiscos a todo volumen. Luego se desplomó de nuevo sobre la cama, con las manos abiertas sobre los muslos. Entre los muslos y los dedos separados, forzando los pantalones de pana, una erección-. Continúa.
«Algo le ronda por la cabeza», cantaba Sly con voz lasciva y adormilada.
– Te lo voy a demostrar -dijo Dylan-. Date la vuelta.
Mingus asintió y obedeció.
Dylan era el narrador, Mingus no tenía forma de contradecirle, solo esperaba a que continuara la historia.
Mingus esperó boca abajo sobre la cama como si solo hubiera sido una cuestión de tiempo que Dylan comprendiera cómo hacerlo callar.
Las palmas de Dylan masajeaban los hombros de Mingus por encima de la chaqueta verde.
– Tú eres la chica, ¿vale?
– Ajá.
– Sobresalen por los lados y yo me estoy poniendo a cien.
– Ajá.
– Pero voy despacio. Luego le meto mano por los lados.
– Mierda.
– Pero ella no dice nada y tampoco intenta detenerme.
– Sí.
– Luego intento meterle mano por abajo.
El mundo no estaba identificado, ibais disfrazados, erais Inhumanos. El cuarto de Mingus era otra Zona Negativa, bajo el agua, bajo la casa, separada de la calle Dean y alejándose hacia otro lugar. Así había sido desde el día en que Mingus se presentó vestido con el uniforme de los escoltas y acarició las medallas al mérito, sellos de reinos lejanos estampados en un pasaporte.
Encendíais fuegos, marcabais puentes y trenes, eyaculabais en calcetines y pañuelos de papel.
La mano moldeando el culo de Mingus por encima del pantalón no necesitaba explicaciones, no tenía nada que ver con maricones, solo estabas contando una historia: el montón de Playboy bajo la cama, el enorme nubarrón de tetas por todas partes, del deseo por el cuerpo femenino acumulado durante toda tu vida, el horizonte que se abría a visiones compartidas.
En fin, si acariciabas a Mingus después de tanto tiempo querrías peinarle ese pelo africano enredado, siempre habías deseado saber qué se sentía al acunar su cabeza y hundir en ella aquel misterioso tenedor que tenía por peine.
Pero tenías que guardar la ternura para otra ocasión, esto era cosa de chicos.
– Solo con tocarle el culo se me puso como una piedra.
– No jodas.
– Pero no me dejó entrar.
– ¡Debías de estar muriéndote de ganas!
– Ajá.
– Yo le habría dicho: «Eh, tú, ¡un momento!».
– Bueno, es lo que yo le dije -aseguró Dylan, inventando desenfrenadamente, sin control-. Le dije que mirara en qué condiciones me encontraba yo, que qué pensaba hacer al respecto.
– No digas lo que creo que vas a decir.
Ahora estaban uno al lado del otro, como Dylan y Heather en el desván castigado por el sol, tumbados encima de la colcha, sorbiendo limonada de vasos perlados de agua que les congelaban los antebrazos. Solo que Dylan y Mingus estaban drogados, despatarrados con la cabeza apoyada en las almohadas babeadas de Mingus, forcejeando con las manos en los bolsillos y fingiendo no darse cuenta. Sus respiraciones se alargaron, Mingus emitía un ligero ronquido.
Mingus subió otro punto el volumen de la cadena y la música los inundó, acentuando su ensoñación.
– Sigue.
– No teníamos goma, así que tuvo que hacerme una mamada.
– ¡La hostia!
Se callaron un rato. Después Mingus habló con voz tranquila y concentrada:
– ¿La corrida fue blanca o transparente?
– Blanca. Aunque normalmente es más transparente.
– Sí.
Luego, tras otro silencio:
– ¿Qué se siente cuando te lo hace una chica con la boca, tío?
– Es lo mejor del mundo -mintió Dylan con total convencimiento.
– Eso he oído.
– Ojalá tuviera a una chupándomela ahora mismo.
Otra pausa, luego Dylan dijo:
– Sácatela, si quieres.
El pene de Mingus era de un tono pardo tirando a rosado, como las palmas de sus manos. Le temblaba en la mano.
– Cierra los ojos -dijo Dylan.
– ¿En serio?
– Las manos, detrás de la cabeza.
Dylan llegó a acercarse al alcance de un susurro antes de acobardarse, lo bastante cerca para oler el aroma de las piernas de Mingus, la maraña púbica escondida tras la bragueta.
– Con la mano -dijo Mingus.
Cuando la puerta se abrió, pillaron a Dylan y Mingus con las manos untadas en vaselina, los pantalones a la altura de los tobillos, ovillados como bufandas encima de las Puma. No tuvieron tiempo para hacer nada más que devolver la mirada del padre de Mingus de pie en el umbral, descalzo, con sus pantalones acampanados de satén azul y una camiseta blanca de diseño con los hombros anchos como una blusa. Barrett Rude Junior vestía cada vez más como alguien que no salía nunca de casa, toda la planta del salón se había convertido en una especie de harén, una región de pijamas. Mingus y Dylan podrían haber sido termitas y hombres-topo que habían horadado un agujero bajo la mansión Playboy y a los que acababan de descubrir, una pala había abierto su madriguera inundándola con la luz del día. Con los pantalones en los tobillos, seguían estando más vestidos que Junior: Mingus llevaba la chaqueta y Dylan el jersey, los dos iban calzados. Les bastaría con subirse los pantalones y cubrir sus muslos desnudos para salir otra vez a la calle, de nuevo en acción como ratas escurridizas, seres callejeros. Se los subieron. Dylan miró al suelo.
– Baja la música, Gus.
Mingus giró el mando hasta un volumen mínimo, débil como la música de Junior que ahora se oía desde el piso de arriba.
El padre de Mingus los contempló con ojos entornados, adormilados, se relamió los labios a cámara lenta, se rascó la perilla con la uña sin cortar de uno de sus toscos dedos. Abrió los orificios de la nariz, quizá detectó el pringue medicinal de las manos y las pollas de los chicos. Se quedó donde estaba, a la espera por lo visto del compás adecuado, pero no de la cadena, sino de su música interior. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono melódico, bajo y fluido.
– Me da igual lo que hagáis aquí abajo, cabroncetes, pero no hagáis tanto ruido, tíos.
Su discurso cansino implicaba que conocía cualquier cosa que los chicos pudieran pensar que habían inventado además de transmitir una pizca de aversión afectuosa al burdo caos de los chicos, a su descuidado nicho de amor. Quizá Dylan y Mingus deberían haber quemado incienso o deberían haberse puesto unas batas de color púrpura… En cualquier caso, no era asunto de Junior. Asió el picaporte.
– No sabes la suerte que tienes, Gus, de que haya sido yo el que ha entrado. Ponle un pestillo a la puerta, hombre.
Luego se marchó.
Las pocas frases que había pronunciado tal vez fueran las palabras más amables que Dylan había escuchado en la vida.
– Mierda -dijo Mingus en voz baja a la puerta cerrada, ligeramente disgustado por la presunción de su padre ahora que podía permitirse enfadarse.
Dylan se limitó a observar a Mingus y esperar. Tal vez se le salieron un poco los ojos de las órbitas.
– No te preocupes, Junior no le dirá nada a tu viejo. Yo le he pillado a él haciendo cosas muchísimo peores que esta y lo sabe.
– ¿De verdad?
– Mejor que no preguntes.
Fin del asunto, fue como si nunca los hubieran pillado. Mingus le dio la vuelta al disco y, desafiante, subió el volumen un poco más.
Al cabo de diez minutos, escupiéndose recíprocamente en las manos mientras la banda al completo de Sly gruñía «Qué será, será, the future’s not ours to see», un nuevo descubrimiento emocionó a Dylan: la amistad entre Mingus y él había quedado restablecida. Volvían a tener secretos, reforzados además por el riesgo de que los acusaran de maricones, secretos que Arthur Lomb y Robert Woolfolk no debían descubrir, secretos absolutos que nadie más debía conocer. Incluso la complicidad de Barrett Rude Junior era reconfortante, sellaba sus secretos como un sello de cera cierra un sobre. No eran maricones, por supuesto: eran grandes amigos, descubridores. Dylan podía confiar en Mingus, eran otra vez únicos y extraordinarios. Dylan había ocultado un secreto que lo había estado envenenando, ahora lo entendía. Pero estaba a salvo, todo iba bien: podía contarle a Mingus lo del anillo. Podía mostrarle el traje.
Una figura solitaria en la acera, un niño blanco, avanza a pasos nerviosos por la manzana de la avenida Atlantic entre la calle Court y Boerum Place. Es una noche fresca de abril, martes, justo pasada la medianoche. Solo y de aspecto más pequeño de lo normal, parece una marioneta en un escenario humano; proyecta sombras que se encogen y vuelven a crecer a la luz de las farolas. La pregunta evidente es: ¿qué está haciendo allí? Esa manzana queda delimitada por el lado de la calle Court por tiendas árabes y por el de Boerum por el Orfanato Masculino Saint Vincent. Del otro lado de Boerum asoma el monolito cristalino del Centro de Detención de Brooklyn. Pero la manzana que recorre es una nulidad: solo hay un aparcamiento, un terraplén de rampas de hormigón de cuatro plantas. En la otra acera, una estación de servicio Mobil cerrada.
El chico pasea hasta una esquina del aparcamiento, luego hasta la otra, como si estuviera encerrado, como un jerbo en una jaula. Cuanto más lo piensas, cosa que nadie hace, más inexplicable resulta qué está haciendo allí. El lugar es una pésima opción para un paseo a medianoche, seguro que pasa algo malo.
Esa es la cuestión.
Hasta la esquina y vuelta atrás: acelera porque ya ha pasado algo malo.
Los atacantes se presentan según lo esperado: dos adolescentes negros, uno alto y otro achaparrado, los dos con un gorro de media enfundado en sus cráneos cuidadosamente afeitados -los gorros se llaman doo-rag-, una pareja elegida por el departamento de contratación de actores especialmente para este papel. Deambulan por Boerum Place después de Dios sabrá qué diversión en el centro comercial Fulton, tal vez vengan de una sesión nocturna en el cine Duffield o el Albee o quizá acaben de agenciarse una bolsa de hierba de los vendedores de la avenida Myrtle, también conocida como «avenida Muerte». En cualquier caso, esta noche tienen operativo su radar detector de chicos blancos. El plato de esta noche se sirve de un modo un poco difícil de creer: bajo la sombra de un inmenso aparcamiento pueden permitirse tomarse su tiempo, divertirse un rato. No hay nadie en kilómetros a la redonda. Un blanco así de estúpido se merece lo que pueda pasarle, solo cabe esperar que no se trate de ningún retrasado que se eche a llorar demasiado pronto.
– Eh, tú, quiero hablar contigo un momento.
El chico blanco solo parpadea. Los dos son desconocidos, no los ha visto en el colegio. Es un primer encuentro. Debería ser digno de recordar.
– ¿Qué? ¿Es que no me oyes, tío?
– Será sordo con los negros o algo.
– Quizá no le guste el color de nuestra piel, tío, igual ese es el problema.
Entonces es cuando aparece en el cielo nocturno el borrón con capa y máscara. El salto empieza tres pisos más arriba, en el tejado del garaje, y al principio no promete pasar de caída en picado de cabeza, de desplome suicida. El adolescente negro que viste el traje casero y lleva el anillo en el dedo ha practicado durante semanas en patios traseros y azoteas, aunque esta es la primera vez que prueba en la calle.
No hay ningún problema, tiene un don natural. Lo que sea que requiera el volar bien -equilibrio, porte, seguridad, un órgano para captar las ondas aéreas-, parece que él lo tiene. Inicia el ataque recién pasada la segunda planta del aparcamiento con los puños por delante al tiempo que cambia de trayectoria para evitar la colisión con el pavimento, que pasa de ser primero oblicua a claramente horizontal. Para cuando choca con los aspirantes a estranguladores del chico blanco ya está saliendo disparado hacia arriba otra vez, de vuelta al cielo. El chico volador aporrea hombros y cabezas cubiertas con el puño y las rodillas y, por último, con la punta de las zapatillas cuando planea por encima de ellos en un ataque perfecto, desconcertante, desde el cielo. Las dos víctimas caen encogidas de miedo al suelo, incrédulas, maldiciendo, acariciándose los magullados cogotes.
– ¿Qué coño ha sido eso?
– Mierda, tío, ¿qué coño me has hecho?
– Yo no te he tocado, ¿de qué cojones hablas?
El chico volador gira en el aire, desciende de nuevo, abriéndose camino con los nudillos. Su capa blanca ondea y aletea con gran dramatismo junto a los codos de su camiseta de manga larga decorada con el Spirograph. También lleva una máscara blanca de tela atada detrás de las orejas y abierta por arriba para airear los rizos como el Goliat Negro de la Marvel.
– ¡Joder, tío, larguémonos de aquí!
– ¡Vamos!
Unos segundos después han desparecido, huyen por Boerum Place en dirección a Bergen, lo más probable es que a su casa en el complejo Gowanus. El chico del traje aterriza junto al chico blanco en la acera y grita a las sombras que se alejan:
– ¡Corred, gilipollas! ¡Así, muy bien! ¡Cuidadito con Arreoman!
– A-e-ro-man -corrige el chico blanco.
– Eso es lo que he dicho: Arreoman.