38645.fb2 La Fortaleza De La Soledad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 28

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7

Arthur me contó su historia a toda prisa. La extraña asociación empresarial forjada entre Lomb, Woolfolk y Rude en el mes previo al tiroteo había sobrevivido a la condena de Mingus por homicidio voluntario sin premeditación y su sentencia, dictada en octubre, a diez años en Elmira, la prisión del norte del estado. El resultado fue una asociación todavía más extraña: Arthur y Robert. Habían cogido el dinero que yo había pagado por los cómics y el anillo y lo que habían conseguido juntar entre los dos y habían comprado el cuarto de kilo. Luego lo habían vendido con éxito. Barry era su principal cliente. Y Arthur y Robert se habían abstenido de consumir los beneficios, habían ahorrado suficiente para pillar otro cuarto y volver a empezar. Solo que la sociedad se había roto. Robert se había presentado en casa de Arthur con un par de compinches de las casas Gowanus exigiendo dinero y la madre de Arthur se había asustado y había llamado a la policía. Robert le había prometido a Arthur que lo mataría si no le entregaba cierta cantidad de dinero en una fecha determinada, pero Arthur no podía ir solo a Gowanus a vender la mercancía porque los amigos de Robert conocían su cara paliducha y el alijo que llevaría encima; mientras, Barry había aprovechado Acción de Gracias para ir a visitar a un médico en Filadelfia y todavía no había vuelto…

Le interrumpí, no necesitaba escuchar más. De hecho, me importaba parecer desinteresado por los detalles de aquella ciénaga lejana.

– No tienes a Mingus para protegerte -dije con satisfacción.

La única respuesta que me llegó fue la respiración de Arthur y detecté un pequeño fantasma de falso ataque asmático en su pánico sincero.

– Compra un billete de autobús -dije-. Nos desharemos de la mercancía en un par de días, sin problema. Volverás con el dinero.

No me costó mucho persuadir a Arthur. Al día siguiente, martes, cayó la primera nevada de la temporada mientras esperaba en la estación de autobuses de Camden Town. El autobús giró en el amplio aparcamiento, marcando con las ruedas la acumulación de nieve nueva. Se detuvo con un suspiro y el conductor bajó a abrir el maletero, pero Arthur no había dejado equipaje. Arthur se acercó de puntillas por la nieve con una bolsa Adidas colgada al hombro de su poco adecuada cazadora, soplándose las manos y con aspecto consternado.

– ¿Estudias aquí?

– Esto es el pueblo. La universidad está a unos cinco kilómetros.

Me miró sin entender.

– Se puede ir en autostop -alardeé.

Era otro extra de la universidad: alguien del campus, un estudiante veterano o licenciado con coche, a veces incluso algún profesor, reconocía el estilo de ropa que te distinguía de los del pueblo y te recogía en el arcén de la Ruta 9A para alejarte del fúnebre centro industrial de Camden por los centros comerciales que habían vampirizado la vida de la ciudad hacia los bosques, por la carretera que entraba en el campus por detrás. Quería intimidar a Arthur con todas mis armas. Le cogí la bolsa Adidas y cruzamos el aparcamiento de Dunkin’ Donuts en dirección a la carretera cubierta de aguanieve gris.

Resultó que el coche que nos recogió fue el del rector Richard Brodeur. Tal vez hubiera bajado al pueblo a por una porción de pizza. Cuando nos subimos al coche, le presenté a Arthur como a un amigo de Nueva York que había venido de visita. Brodeur lo saludó incómodo y me recordó la política de registrar en la oficina a los invitados que pernoctaban en el campus. Y del límite de tres días de tales visitas. Le aseguré que cumpliríamos los requisitos. Brodeur parecía haber envejecido desde el día del discurso sobre las pizzas, me pregunté si sus tres primeros meses en Camden habrían sido tan intensos como los míos. La verdad es que me dio pena. Recogernos en mitad de la carretera me pareció una prueba evidente de un triste deseo de agradar, de encontrar su lugar en aquella atmósfera casual, un lugar que aún no tenía.

La nieve se amontonaba en los bordes del parabrisas, aplastada en pilares desmigajados por los limpiaparabrisas, y los copos salpicaban el cristal.

– ¿Vas a la universidad, Arthur?

– No. Eh… voy a ir a Brooklyn. Quiero decir a la Brooklyn City. Pero… eh… necesito todavía un par de créditos. Así que me he tomado un año de descanso.

La explicación contradictoria de Arthur no dejaba pie para una réplica. Brodeur sonrió y dijo:

– No vas muy preparado para el clima de Vermont, ¿verdad?

– Qué va, estoy bien. Señor.

Brodeur nos acercó hasta la puerta de los apartamentos Oswald cuando cualquier otro nos habría dejado justo después de la caseta del guarda. Sentí el impulso ridículo de invitarle. Me preguntaba si alguna vez habría entrado en una habitación de alguna residencia de estudiantes desde que estaba en Camden: probablemente no. E impresionaría a Matthew. Habría sido un acto muy devo. No era probable que hubiera propiedades robadas del campus ni material relacionado con drogas a la vista, pero supuse que no podía arriesgarme y dejarle pasar.

– Que disfrutes de tu estancia aquí, Arthur. Tal vez quieras cambiar de universidad.

– Eh… sí, mola. Gracias.

Arthur Lomb se hizo famoso en el espacio de dos días. Si yo era el Gato de Theodore Geisel, acababa de revelar el otro gato aún más increíble que escondía bajo el sombrero. Con sus vaqueros holgados, sus cordones anchos y su jerga incomprensible, sus constantes referencias al rap y los graffiti y su sobrecogimiento indisimulado por el lugar al que había ido a parar, Arthur sorprendió a mis amigos de Camden como la confirmación de que aquello a lo que yo aludía con mi pose del gueto no era broma. Irónicamente, Arthur les pareció auténtico. Cuando insistía en contar el dinero antes de entregarles la droga -Arthur, Matthew y yo nos habíamos pasado las últimas horas de esa primera tarde dividiendo el suministro de Arthur en papelas de proporciones Camden-, se emocionaban ante semejante muestra de sinceridad callejera. Por fin tenían un camello de verdad en el campus. Y aunque Arthur era la comidilla de todas las bromas, también se reía lo suyo y forzaba las cosas. Nadie habría podido decir quién se reía más de quién.

El tercer día que Arthur pasó en el campus, Runyon y Bee nos llevaron en coche hasta la ferretería del pueblo, donde conseguimos un puñado de Krylon y Red Devil. Los cuatro nos pasamos la madrugada pintarrajeando las paredes de Oswald y luego el bar del campus y el complejo de bellas artes. Arthur y yo decoramos los edificios con auténticos graffiti de Brooklyn, reproduciendo los tags de los miembros de FMD y DMD, las bandas que habían acabado con nuestras pintadas de toyacos. Aquellas runas no significaban nada en Camden, a pesar de que si nos las hubiéramos apropiado en las paredes de Brooklyn al poco tiempo habríamos acabado en la sala de urgencias del hospital universitario de Long Island. Runyon y Bee escribieron «KING FELIX» en erráticas mayúsculas varias veces -el nombre era una broma privada entre los dos-, pero después de ver nuestra destreza con las latas de aerosol lo dejaron estar.

Arthur debió de sentirse como en un número satírico del Saturday Night Live: «Camello samurái» o tal vez «Cocainómanos en Vermont». Yo me concentré en actuar como si siempre hubiese encajado en esa atmósfera, como si no me pareciera destacable, necesitaba asegurarme de que Arthur captaba el mensaje: Dylan Ebdus había sido una especie de príncipe vestido de mendigo en la calle Dean a la espera de asumir el lugar que le correspondía por derecho. Desde luego no quería discutir lo que había ocurrido entre Mingus, Barry y Senior. Me negaba a rememorar o ni siquiera a reconocer cuánto tiempo hacía que conocía a Arthur. Dudo que mencionara a Abraham, a menos que fuera para mofarme de lo poco que mi padre sabía de la vida en esa universidad. Abraham, por supuesto, pagaba las facturas, pero eso era solo un detalle incómodo.

El viernes por la mañana descubrimos que habíamos escrito las firmas de nuestros enemigos por todos los edificios de la universidad. La verdad es que impresionaba ver tanta pintura roja sobre el fondo de madera blanca a la luz de la mañana, como si Arthur y yo hubiéramos importado nuestras pesadillas urbanas en una compulsión sonámbula. Por el comedor corrían todo tipo de teorías acerca de la autoría, pero Runyon y Bee, entre susurros, me convencieron de que no había sido para tanto. Habíamos cambiado la decoración del parque, nada más. Camden era nuestro y podíamos pintarrajearlo.

De acuerdo con la normativa, ese día deberíamos haber metido a Arthur en un autobús de vuelta a Nueva York, pero no estábamos para normas. Quería que Arthur viera la fiesta del viernes noche -esa noche se celebraba en Crumbly House-, y aunque había corrido la voz entre los drogatas del campus de que en los apartamentos Oswald estábamos de liquidación total y Arthur ya tenía el dinero para pagar a Robert Woolfolk, necesitábamos otra gran noche, una noche de fiesta, para vender el resto del alijo.

Teníamos el apartamento casi para nosotros solos. Matthew últimamente dormía con una estudiante de segundo en una casa de fuera del campus, en North Camden, y Arthur había ocupado el lugar de Matthew en el dormitorio del fondo del apartamento. Mi cama estaba en el salón comunitario, junto a la chimenea y el sofá. Esa tarde Arthur y yo holgazaneamos aletargados en el salón tratando de recuperarnos de la noche anterior y esperando a la siguiente noche. A Arthur no le gustaban los discos de Devo, Wire ni Residents que Matthew y yo poníamos en rotación constante por esa época y había rebuscado a fondo en la colección de Matthew hasta encontrar algo que le gustara: The Lamb Lies Down on Broadway de Genesis. Nos tumbamos a oscuras, yo en mi cama y Arthur en el sofá, y el histérico glamour sinfónico de la música parecía hablarnos tan bien de lo absurdo de nuestras circunstancias que daba la impresión de que no necesitaríamos hablar nunca más.

La primera llamada a la puerta no fue la de un cliente de Arthur, sino la de un miembro del servicio de limpieza, una mujer a la que había visto docenas de veces pero de quien no sabía el nombre. Pálida, gruesa y encorvada, me parecía una especie de bruja vieja a pesar de que no debía de tener más de cuarenta años. Se ocupaba de fregar los baños de Oswald, la mayoría de ellos servicios comunitarios que daban a pasillos comunes. Pero una vez a la semana limpiaba el baño privado de nuestro apartamento, y por tanto la dejábamos entrar. Tras un leve gesto de saludo a Arthur, se metió en el cuarto de Matthew, al fondo del apartamento. Le di la vuelta al disco y volví a desplomarme en la cama.

La mujer era una representante típica del ejército de anodinos habitantes locales que se encargaban del mantenimiento de los edificios y terrenos de Camden. Carecían del colorido y el descaro del resto de los locales, pero eran verdaderos sirvientes que perfeccionaban el arte de la deferencia hasta resultar invisibles. Conocíamos los nombres de algunos de los ancianos, los que llevaban veinticinco o treinta años de servicio y al haber sido testigos del paso de generaciones de estudiantes y profesores habían adquirido cierto estatus de talismán. Siempre sonreían, respondían a nombres como Scrumpy o Red y todo el mundo los saludaba cuando pasaban por el lado con el cortacésped o la máquina quitanieves. Pero las morlockianas mujeres que fregaban los baños nunca hablaban. A Runyon le gustaba llamarlas «gente pequeña» y una vez le vi alzar una cerveza y decir: «Querría agradecer a toda la gente pequeña su trabajo, especialmente a la que fregó el vómito del rellano el sábado por la mañana mientras por fortuna yo seguía inconsciente».

Antes de que acabara la cara del disco tuve que levantarme a contestar a otra llamada a la puerta. Esa vez eran Karen Rothenberg y Euclid Barnes. Karen y Euclid eran amigos de Moira de Worthell House y supongo que también míos. Ahora eran, además, clientes: lo habían sido de hecho durante los tres días de juerga que habían seguido a la llegada de Arthur. Euclid era alto, un estudiante de tercero con bolsas negras bajo los ojos. Era un gay resignado y alicaído que nunca encontraba a nadie con quien practicar el sexo y que se quejaba amargamente de lo solo que estaba en Vermont. Karen era su protectora e intermediaria, una morena gruesa maquillada al estilo gótico y con una afectada actitud de hastío. A mí me daba la impresión de que buscándole sin descanso chicos a Euclid lo que en realidad hacía Karen era protegerse del terror que le despertaban sus propios deseos. Una aburrida madrugada de la semana anterior -lo cual, en Camden, equivalía a eones de tiempo- yo mismo había rechazado una aproximación doble por parte de Karen y Euclid. Ahora los dos estaban obsesionados con Arthur, el chico salvaje de Brooklyn.

Euclid se sacó el chaquetón de marinero y lo lanzó sobre una silla, e inmediatamente se puso a juguetear con los cigarrillos.

– ¿Qué estáis escuchando? -preguntó.

– Genesis -contesté.

– Tonterías, esto no suena a Genesis. Quítalo.

– ¿Dónde está Moira? -dijo Karen.

– No lo sé -respondí.

– Habíamos quedado aquí con ella.

– Vale, pero yo no tengo ni idea.

Karen se sentó en el sofá, a los pies de Arthur, despertándolo de su letargo. Por lo visto, tanta juerga le cansaba más de lo que yo pensaba.

– Estoy pelado -murmuró Euclid con el cigarrillo en los labios. Dejó cuatro billetes de veinte sobre la cómoda-. Es culpa de mis padres, que se han retrasado con un cheque. Esto tendrá que ser lo último.

– De todos modos, casi no nos queda mercancía -dije. Arthur estaba incorporándose, restregándose los ojos.

Euclid frunció el ceño, condenando mi falta de palabra.

– O sea que ¿no siempre hay más?

Miró a Arthur, reconocido como escolta personal de la cocaína durante su inevitable viaje desde Nueva York hasta Camden. Por primera vez se me ocurrió que no tenía por qué ser una venta excepcional. Pensé en el tráfico como en una especie de paráfrasis, una apropiación de Runyon y Bee. Pero tal vez Runyon y Bee también hubieran empezado en broma.

– Esta música es una tortura. Suena a música de troll.

– ¿Qué es música de troll? -preguntó Arthur.

– Pues la música que escuchan los trolls -dijo Euclid. Negó con la cabeza para demostrar que esas cosas no se podían explicar-. Siempre dije que Dylan y Matthew sucumbirían a la presión de vivir en Oswald, pero lamento que haya ocurrido tan rápido.

– Esta casa es un hervidero de trolls -convine.

– Oh, pon esto, esto me gusta -dijo Karen, tarareando como una niña de contenta. Había estado buscando en el montón de discos y me tendía uno de Psychedelic Furs.

– Joder, odio esa mierda -dijo Arthur con sinceridad grogui, y todos nos reímos.

– Tú misma -le dije a Karen.

La chica cambió un disco por otro y subió el volumen. Richard Butler gruñó «Te enamoooraaas» y, como si fuera el pie de Moira, esta entró sin llamar y se sentó con nosotros en la cama mientras Arthur preparaba rayas de coca en un trocito de acero que Matthew y yo nos habíamos agenciado en los talleres de soldadura. En cuatro días Arthur se había adaptado muy bien al estilo de traficar con cocaína de Camden, a la prueba informal de la mercancía que rodeaba cualquier entrega de billetes como la que Euclid acababa de hacer. Para Arthur, el camello estaba por encima de cosas como drogarse con sus clientes, pero esa distinción carecía de sentido en Camden.

Me alegré de ver a Moira. La juerga con Arthur, Runyon y Bee había sido cosa de chicos y la echaba de menos. Me alegró que se invitara sola con Euclid y Karen, que entrara sin llamar. Es más, mientras se colocaba a mi lado bajo el rugido de las guitarras que convertía en innecesaria cualquier conversación, decidí que probablemente la quería, que necesitaba ser algo más que su confidente. De hecho, dos semanas después, ya sin Arthur, Moira y yo volvimos a dormir juntos: un craso error en un diciembre lleno de crasos errores. Ahora me limité a sonreír, dando por sentado que ella sentía lo mismo que yo.

Todos nos metimos coca. Cuando Arthur se quejó de que había regalado demasiada le acallé comprándole un octavo con mi parte de los beneficios. En realidad, todo lo que hacía estaba destinado a disgustar a Arthur. La naturalidad con que lo trataba como a un simple segundón enmascaraba la obsesión que me producía que fuera testigo de todo. Mientras nos metíamos las rayas, Euclid y Karen lo asediaban a preguntas: ¿por qué nunca se ataba los cordones de los zapatos?, ¿cómo podía andar con los vaqueros tan caídos?, ¿alguien había intentado alguna vez quitárselos tirando de los tobillos? Cuando Arthur me miraba desconcertado en busca de ayuda, yo apartaba la mirada, abrazaba a Moira, me reía. Mira cómo me quedo con las chicas, Arthur, y con los amigos y las bromas, mira cómo molo: si hubieras adivinado que siempre tuve un futuro brillante nunca me habrías cambiado por Mingus. Tú y Mingus nunca me habríais cambiado por el otro. Arthur y yo seguíamos jugando al ajedrez como dos desdichados pardillos sentados en su portal de la calle Pacific, y ahora le había comido la reina pero le dejaba seguir jugando, herido, condenado a la derrota. ¿Lo ves, ves? Un par de días más y exiliaría a Arthur de vuelta a Brooklyn con Robert Woolfolk. Pero primero Arthur tenía que ver bien lo que se había perdido y yo había ganado.

Eran las cinco. La primera oleada de estudiantes estaría en el comedor haciendo cola con sus bandejas. Faltaban horas para que empezara la fiesta en Crumbly, pero ya había oscurecido, estábamos colocados y la música sonaba alta. Nuestra fiesta estaba en marcha. Probablemente nos saltaríamos la cena. Si teníamos hambre, Karen Rothenberg nos llevaría gustosa en coche al pueblo, nos embutiríamos todos en su Toyota. Pronto otros se sumarían a nuestro grupo, se acercarían al apartamento en busca de drogas. Seguro que vendrían Matthew y su nueva novia, aunque, por consenso general, era una sosa que estaba convirtiendo a Matthew en otro soso. Subiríamos a visitar a Runyon y Bee, a fumar de su pipa de agua de metro ochenta. Nuestras filas crecerían, luego se dividirían como un paramecio, beberíamos bebidas insípidas, veríamos a todos nuestros amigos y enemigos, visitaríamos la pista de baile, nos transmutaríamos sin dejar de ser nosotros. En un momento u otro Euclid trataría de ligarse a Arthur y los pondría a los dos en ridículo. Consolar a Euclid proporcionaría entretenimiento para rato y nos mantendría ocupados hasta el amanecer. Cualquiera lo veía venir, pero nadie podía detener el curso de los acontecimientos, y eso era lo bonito. La noche del viernes podía pasar cualquier cosa y al mismo tiempo ya estaba escrita.

La mujer de la limpieza salió a toda velocidad protegiendo con el cuerpo su cubo amarillo lleno de productos de limpieza como un menudo jugador de fútbol americano. Debía de haberse quedado agazapada en el baño después de terminar el trabajo, escuchando los avances de la fiesta y rezando para que nos dispersáramos a la hora de cenar. Pero al ver que pasaba el rato, debió de comprender horrorizada que no íbamos a ir a ninguna parte, que no tenía más alternativa que huir corriendo como una loca. Para salir del apartamento desde el cuarto de Matthew tenía que pasar entre la cama y el sofá donde estábamos nosotros y saltar la montaña de discos que Karen había esparcido por el suelo. Cosa que la mujer hizo con la gracia ágil y veloz de una presa. Tal vez musitara una disculpa, pero no la oímos. El miedo de la mujer y el modo en que había evitado mirar con sus ojillos de conejo evidenciaban que había entendido las referencias de nuestra conversación y el rasgar de la cuchilla contra el acero.

Se fue, nos dejó en un silencio sorprendido roto solo por la sierra musical.

Karen dejó caer el dólar enrollado y se tapó la boca en un gesto teatral de asombro.

Euclid habló el primero:

– Qué… ha sido… eso.

– Tío -dijo Arthur-. Estamos jodidos.

– Se me había olvidado que estaba -susurré a nadie en particular, pensando en el estúpido error que había cometido.

– ¿Ha visto lo que hacíamos? -preguntó Karen, abriendo sus ojillos pintados de negro como un pájaro.

– Pues claro que lo ha visto -dijo Moira-. ¿Qué te crees?

Sabíamos lo que pensábamos, pero ninguno sabía lo que significaba. Una famosa leyenda de Camden -sabía que al menos Moira la conocía- hablaba de un camello de Fish House de hacía unos años al que la universidad había avisado discretamente de que la policía de Vermont pensaba venir a por él. Un miembro compasivo de la facultad le había sugerido que cerrara la puerta y se tomara un largo fin de semana fuera del campus. La cuestión era que Camden se tomaba muchas molestias para protegernos de posibles problemas con la ley. Los chicos excéntricos y de talento no debían ser juzgados de acuerdo a los duros estándares que la sociedad aplicaba a los adultos. Era mejor ayudarles a superar los años difíciles de la vida, tal era la actitud implícita de la institución y del aislamiento universitario en los bosques.

Por tanto, ¿qué significaba que una representante de la gente pequeña supiera que en los apartamentos Oswald trapicheábamos con droga? Tal vez nada. Quizá no se lo contara a nadie. Quizá no hubiera captado todas las implicaciones, quizá no hubiera visto el dinero pasar de mano en mano. Resultaba fácil imaginar que no había ocurrido nada crucial, sino solo algo raro y curioso. Oía a Runyon en mi imaginación tratando de convencerme de ello. Intenté no recordar todas las cosas que habíamos dicho en voz alta, las palabras que la mujer podía haber escuchado.

– Bueno, estoy consternado -dijo Euclid, rompiendo el largo silencio-. La idea de tener a una mujer de la limpieza encerrada en el baño como a un juguete sexual me parece atroz. No sé cómo has conseguido salirte con la tuya.

– Euclid, te aseguro que no es mi juguete sexual -dije.

– Por supuesto que lo es -insistió Euclid-. Tú y Arthur sois un par de animales. Suerte que os hemos distraído y así ha podido escapar. ¿Teníais intención de darle alguna vez de comer? ¿Pensabais drogarla?

– Oye, tío -dijo Arthur, entendiendo por fin la broma-. Que aquí todo el mundo paga.

– No podría ser de otro modo -convino Euclid.

– Bueno, pues yo me alegro de que se haya marchado -terció Karen-. Porque tengo que hacer pis.

– Eso sí que habría sido una sorpresa -dijo Moira.

– Ve a ver si ha encendido una hoguera -le ordenó Euclid-. Es probable que intentara comunicarse mediante señales de humo con el resto de su especie.

– Quizá se haya comido el jabón -sugirió Arthur.

Olvidamos el escándalo y seguimos adelante con el guión para esa noche. Cuando apareció Matthew le contamos lo sucedido, compitiendo por exagerar en los detalles: el correteo demente de la mujer, cómo Karen había estado a punto de mearse encima, que Arthur estaba seguro de que eran los de antinarcóticos y había estado al borde de tragarse toda la mercancía. Los cinco todavía seguíamos riéndonos del incidente cuando a las diez fuimos a cenar en Le Cheval por cortesía de la Mastercard de la madre de Karen Rothenberg. Al día siguiente le describí lo ocurrido a Runyon que, tal como había imaginado, le quitó importancia. Así que lo olvidamos.

Al cabo de dos semanas la visita de Arthur no era más que un recuerdo lejano, escondido detrás de otro montón de dramas. Moira y yo habíamos tenido nuestra tercera aventura que había reventado a fuerza de malentendidos; dolidos los dos por razones que no llegamos a pronunciar, buscamos el consuelo de nuevos amigos. Y mientras el campus, envuelto en frío y oscuridad, se preparaba para el largo cierre de las vacaciones invernales, el trimestre había ido pasando hasta quedar reducido a una minúscula irrelevancia. La pregunta del momento era dónde ibas a pasar el mes de enero. ¿En Mustique? ¿En Steamboat? Bueno, yo iba a ir a la calle Dean, pero daba igual. El futuro se nos acercaba a toda velocidad: ¿quiénes serían nuestros nuevos amantes en febrero, cuando regresáramos? Habíamos puesto los ojos en algunas perspectivas atractivas que, por alguna razón, habíamos pasado por alto hasta entonces. El pasado trimestre había enmudecido, como nuestras glorias y errores.

Esa era la impresión reinante la tarde de mi entrevista con mi asesor universitario, Tom Sweden, el último día de clase. Sweden era también mi profesor de escultura y el típico escultor de Camden, un brusco fumador compulsivo con dificultades de expresión que se vestía permanentemente como un proletario, con botas de trabajo y vaqueros manchados de yeso, un poco a lo hombre Marlboro. No nos gustábamos: a mí me interesaba tanto su poética de la falsa pobreza y del analfabetismo fingido como a él mis falsos privilegios y mi sofisticación fingida. Sin embargo, de algún modo me había imaginado que mi vigor e ingenio habían puesto a Sweden de mi lado en esa la línea que dividía a los estudiantes y los profesores enrollados de la estricta administración. No sé por qué lo pensaba, tal vez solo por el efecto de la universidad.

Sweden estaba sentado en su ruinoso despacho del sótano del edificio de bellas artes, rodeado de un caos de chatarra, ceniceros llenos y papeles desordenados. Cuando llegué, diez minutos tarde, el hombre ya estaba inspeccionando con cara de pocos amigos un fajo de formularios rosas, evaluaciones finales de las cuatro asignaturas que había cursado ese trimestre. De modo que Sweden, como yo, sabía que había suspendido Sociología y no había terminado el curso de Lengua.

– No está demasiado bien -dijo, arrugando los papeles.

– Me ocuparé del parcial de inglés -dije, enfocando la reunión como una negociación-. Tengo el trabajo a medias. -No lo había empezado.

Sweden se frotó el mentón con los dedos manchados. Como Brando, estaba por encima del papel que le tocaba interpretar y eso le atormentaba. No lograba que sus profundos pensamientos encajaran en el banal lenguaje disponible, así que se limitó a fruncir el ceño.

– Este trimestre me he centrado más en la escultura -dije, intentando halagarle.

– Sí, pero… -No terminó la frase, dejándonos a los dos preguntándonos por su final.

– Y he aprobado música heterodoxa -señalé.

Sweden alzó una ceja.

– ¿Con el doctor Shakti?

– Sí.

– Ya, pero eso no es una clase seria, ¿no?

Si Sweden no lo sabía seguro, era el único del campus. Me mantuve callado.

– ¿Hay algo…? -Sweden no apartaba la vista de la puerta-. ¿Has tenido alguna preocupación este trimestre, Dylan?

– No, creo que sencillamente ha sido un período de adaptación y que probablemente estaré más centrado a la vuelta. En las clases y todo lo demás. Pero no pasa nada malo.

Volvió a rascarse la barbilla. Quizá mi pequeño discurso bastara para librarnos a los dos de aquella conversación: Sweden parecía estar sopesando dicha posibilidad. Entonces llamaron a la puerta.

– Sí, adelante. -Sweden me pareció contrariado pero no sorprendido.

Era Richard Brodeur, el rector.

– He pensado en traerte esto yo mismo -dijo mostrándole a Sweden un puñado de carpetas. Sweden gruñó, señaló a su mesa. Brodeur sumó las carpetas al desorden de la mesa.

– Richard, eh… Dylan Ebdus -farfulló Sweden, a regañadientes-. Estábamos… hum… teniendo una charla.

Brodeur me tendió la mano y al tiempo que me la chocaba me miró intensamente a los ojos.

– Sí -dijo con amabilidad-. Nos conocemos.

– Claro, hola -contesté.

– Te recogí un día en la 9A, ¿verdad? Nevaba.

– Sí.

– ¿Qué tal está tu amigo?

– Bien, creo. Bien.

– Bueno, verás, no debería interrumpir -le dijo de pronto a Sweden-. Esos papeles no corren prisa. Ya los mirarás cuando tengas tiempo.

– Bien -dijo Sweden con una sonrisa forzada.

No había nada que interrumpir. Cuando Brodeur se marchó no quedaba gran cosa por decir. Sweden me deseó felices vacaciones y suerte con el trabajo pendiente. Tuvo que encender un cigarrillo para poder despedirse con un «Cuídate, hombre». Por lo visto era todo lo que tenía que comunicarme.

La carta llegó cuando aún no había pasado una semana, a Brooklyn. Iba dirigida a mi padre. Estábamos en la mesa del desayuno cuando Abraham me la entregó, vuelta a meter en el sobre abierto, con un escueto: «Creo que es para ti». Pero la carta había llegado el día anterior: Abraham la había subido al estudio y se había pasado una tarde y una noche mirándola antes de decidirse a decirme nada.

La carta estaba escrita en el papel crema grabado de Camden e iba firmada por Richard Brodeur. Explicaba a su pesar que debido a mi incumplimiento de la política universitaria sobre el alojamiento de las visitas y la posesión de narcóticos, se me expulsaba un trimestre y posteriormente se plantearía mi caso al consejo estudiantil. En realidad lo más importante era que me habían retirado la beca de estudios al no ser capaz de superar el nivel de exigencia académica exigida. Pasado cierto período, podía volver a solicitar una beca.

La leyenda del camello de Fish House al que habían advertido de que cerrara el tenderete no iba desencaminada. Sí, Camden College podía y solía protegerse de la patrulla de narcóticos de Vermont. También podía protegerse de mí y de Arthur Lomb. Me guardé la carta en los vaqueros con la mirada baja para eludir la de Abraham. Mi padre siguió entrechocando platos y raspando tostadas, y luego, presa de una ráfaga de emoción, me leyó el obituario de Louis Aragon, poeta francés de ochenta y cinco años. Yo podría haber salido en dirección a Nevins a coger la línea 4 con la mochila cargada de deberes sin hacer y fotocopias de publicidad de grupos musicales de Stuyvesant. La calle Dean estaba exactamente igual que la había dejado, la carta que llevaba en el bolsillo era la única prueba de que alguna vez me había marchado.