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8

La Universidad de California en Berkeley todavía me aceptaba. Estaba lo bastante lejos para mi gusto, a una distancia desde la que Vermont desaparecía en esa masa nudosa de viejos estados que nadie en la costa soleada se molestaría siquiera en distinguir unos de otros. Los créditos de Camden no me sirvieron de nada, de modo que volví a empezar de cero con un historial limpio, por decirlo así. Berkeley era lo contrario a Camden: un mar de estudiantes asiáticos, mexicanos, negros y blancos, una ciudad costera en lugar del invernadero siempre verde de Camden. En las clases de Camden éramos diez o doce personas sentadas alrededor de una larga mesa de roble, bromeando y discutiendo, pavoneándonos todos y siendo escuchados individualmente. En California el profesor hablaba a un micrófono en la lejana tarima mientras un estadio de estudiantes de primero tomaba notas con los brazos sincronizados como robots en una cadena de montaje. Por primera vez en mi vida aprendí a estudiar.

Lo mejor en kilómetros a la redonda era la emisora de radio del campus: KALX. El formato abierto de la emisora daba libertad a la pandilla de pinchadiscos para obsesionarse con lo que quisieran y el resultado era de una variedad espléndida. Muchos locutores mantenían sus programas años después de licenciarse, y era esta excepción a la regla habitual la que daba a KALX su especial hondura, la hondura de una familia anárquica cuyos miembros tenían todos motes para distinguir sus programas: Aviso de Temporal, Comandante Chris y Sexo para Adolescentes eran algunos de mis preferidos. Sus voces carismáticas, cáusticas y cercanas puntuaban los días y las noches sin estaciones de Berkeley. En mi cuarto, en la planta doce de un feo edificio alto, por encima de la silueta de palmeras que salpicaba el sendero de la bahía, sus voces me hacían compañía con regularidad.

La emisora estaba en un minúsculo edificio de la calle Bowditch, un bloque blanco con el nombre de la emisora pintado en una tira azul. KALX parecía un iceberg, la mayor parte de la emisora estaba sumergida: las cabinas y las colecciones de discos estaban en el sótano, arriba solo había un despacho, mesas con teléfonos y una sala de espera llena de sofás de segunda mano que perdían espuma por las quemaduras de cigarrillos. Fui de visita en cuanto tuve oportunidad y me presenté voluntario para atender el teléfono durante una maratón benéfica. Me tocó el turno de primera hora de la mañana y el locutor me miró con cara de considerarme un perdedor por haberlo aceptado. Me explicó las normas: por entregar más de veinticinco dólares, el donante podía visitar la emisora y reclamar una camiseta; por más de cincuenta, podía regalarle uno de los discos asquerosos que colapsaban la emisora. A lo largo de mi turno atendí entre quince y veinte llamadas. Me llegaba la voz del locutor desde abajo encajando de mala gana la colecta en su formato habitual, pero no me dejaron entrar en la capilla del sótano.

Después pregunté qué tenía que hacer para convertirme en locutor, pero no me animaron demasiado. Acepté cien horas de aburrido trabajo de voluntario para que me pusieran en la lista de becarios. Por entonces la lista de espera, incluso para la franja más mínima del amanecer, solía ser de un año. Me enseñarían otros locutores que preferirían que no les hiciera perder el tiempo: o iba en serio o mejor no molestar. KALX era, de acuerdo con los ideales de Berkeley, un colectivo de voluntarios pero dirigido sin una pizca del misticismo y la mojigatería de Berkeley, sino con un estoico agotamiento punk. Era marzo de 1983. A finales de año había conseguido un programa, las madrugadas de los jueves de dos a seis. Lo conservé durante tres años. Lo cual, para los estándares de KALX, era una insignificancia pero representaba el compromiso más largo de mi recién estrenada vida de adulto.

Me hice llamar Cangrejo Huidizo. De haber tenido la más mínima sospecha de que al trasladarme a Berkeley había reproducido la huida de Rachel hacia el oeste, bromearía amargamente con la idea de que tal vez ella estuviera en el radio de emisión de mi programa. Tal vez se preguntara quién era aquel fantasma doble que le había salido. Al principio de cada programa pinchaba «Reasons to Be Cheerful, Part 3» de Ian Dury, un rap blanco a lo Monty Python, y lo convertí en mi himno. Pero mi amargura, como la lista de temas que pinchaba, pronto fue puesta en cuarentena. El programa era malo. Por muchas canciones favoritas que creyera tener, todas parecían trilladas al cabo de unas cuantas repeticiones. Estaba intentando dejar huella, marcar personalidad, tal como Matthew Schrafft y yo habíamos hecho al lucir a Devo en las carpetas.

Era imposible ocultar lo evidente: aquellas horas solitarias antes del amanecer eran un vacío o un espejo. O no hablaba para nadie o hablaba para mí. Así que volví a empezar con ánimo de experimentar y descubrir. Antes de cada programa desenterraba discos olvidados de la mohosa biblioteca de la emisora y ya en el aire despertaba mi propia curiosidad, pinchaba temas que nunca había oído y siempre me habían llamado la atención. Lo que me gustaba, cuando me permitía admitirlo, era el doo-wop, el rhythm and blues y el soul. Stax y Motown, pero también las discográficas Hi y Excello y King y Kent. Otis Redding y Gladys Knight, pero también Maxine Brown y Syl Johnson. Y me encantaban los grupos de armonías vocales. Me encantaban los Subtle Distinctions.

Me convertí en un buitre del vinilo que recorría las tiendas de música en busca de álbumes descatalogados y los analizaba con intensidad talmúdica. En pocos años, la música que me gustaba sería desenterrada de los archivos de los estudios y reeditada en cedé, pero por entonces todavía era chirriante, mohosa y solo mía. Leía a Peter Guralnick, Charlie Gillett y Greg Shaw y olvidaba qué opiniones eran mías y cuáles prestadas, y luego las hacía todas mías pinchando los discos, pinchando los discos, pinchando los discos: aprendí a callarme la boca y pinchar los discos. Ya no intercalaba mis comentarios entre disco y disco, sino que leía las notas que acompañaban las fundas de los álbumes, como la de Richard Robinson para Get It While You Can de Howard Tate:

Sí, Howard es de origen negro, donde los blancos solo se admiten si entienden. Posee la verdadera emoción del soul que solo puedes pasar por alto si no escuchas con el corazón. De eso tratan Howard y su música: la tierra indiferente y el largo camino entre el amanecer y el anochecer.

¿Quién podía superar eso, quién querría intentarlo? Leía una nota y luego ponía una cara del disco. Porque en el sótano de KALX descubrí que tenía todo el tiempo del mundo. Allí aprendí que encontrar el arte de uno consiste en matar el tiempo de un solo disparo. Entendí a Abraham. Yo me abría un camino a través de la noche con canciones de dos o tres minutos del mismo modo que mi padre lo hacía embadurnando de pintura una ristra de fotogramas.

La emisora no era un centro de reunión social. Las reuniones de personal eran de una eficiencia áspera y, en el mejor de los casos, los locutores formaban una comunidad hermética. Podías juntarte con los que tenían programas antes y después del tuyo porque al menos coincidíais. Pero yo me hice amigo de un grupo de locutores y ex locutores que jugaban juntos al softball. Se llamaban la Liga del Pueblo. Nos reuníamos los domingos en un lugar llamado campo de la Escuela de Sordos para jugar un desastroso partido mixto sin strikes ni recuento de puntos pero mucha cerveza y barbacoa. Diez años de atacar Spaldeens con un palo de escoba me habían convertido en un bateador bastante bueno, aunque solo para los lanzamientos rectos. Los otros pinchadiscos se reían de mí por lo predecible que era: todo lo que tiraba pasaba por encima de la cabeza del segunda base.

No era fácil explicarles el diamante estrecho y llano que formaba la calle Dean, con los picaportes de los coches a cada lado haciendo de primera y segunda base y una distante alcantarilla a modo de tercera. Los DJ eran de California y nunca habían jugado en la calle. Resultó que la forma irregular del campo de la Escuela de Sordos se hundía por el lado izquierdo mientras que un puñado de árboles en el centro hacía de mi tic una ventaja: los bateadores más fuertes de la liga lanzaban outs de noventa metros hacia la izquierda mientras que mis tiros desaparecían en el bosque. Mientras el bateador del centro del campo trataba de encontrar la pelota entre los eucaliptos, yo corría de base en base hasta conseguir un home run sin problemas. Una vez que había una chica a la que quería impresionar, marqué tres home runs seguidos ayudado por los árboles en una sola tarde. Podría haber sido el día más feliz de mi vida. Desde luego, lo habría sido de haber estado Mingus Rude para verlo.

Mis hazañas en la Liga del Pueblo las logré sin la ayuda del anillo de Aaron Doily. Lo tenía archivado. Había olvidado mi identidad como el superhéroe más patético del mundo y me había transformado en californiano. Tenías novias californianas, un apartamento californiano y, después de dejar las clases por pura falta de interés, una carrera de periodista californiano como crítico musical en el Alameda Harbinger, un trabajo en cierto modo extensión de lo que había hecho tratando de modernizar la moribunda gaceta de KALX. Transcurrieron tres años sin que tocara el anillo y desempolvara a Aeroman. Lo que pasó es que me hicieron una llave en un autobús.

Había llevado a Lucinda Hoekke a un concierto de Jonathan Richman en Floyd’s, un pequeño escenario del centro de Oakland. Lucinda era una estudiante de segundo transferida desde Saint John’s, en Annapolis, y una seguidora de KALX; aquella ventosa noche de marzo era nuestra tercera cita. Después del concierto nos subimos a un autobús vacío en Broadway de vuelta a Berkeley y nos sentamos demasiado cerca del final. Tal vez estuviera tratando de demostrarle a Lucinda Hoekke o a mí mismo que no me asustaba el único pasajero que nos acompañaba, un negro alto repantigado en un rincón con un abrigo hinchado bajo los brazos como si llevara flotadores. Así que elegimos un asiento doble de espaldas al chico. Entre el sombrero de lana y la bufanda de rayas, yo lucía unas gruesas gafas de pasta negra a lo Buddy Holly o Elvis Costello, un complemento esencial si querías ser un moderno del rock. Al menos eso significaban para mí. Al chaval seguro que le parecí la caricatura de una víctima: Woody Allen se había subido a su autobús. Me hizo la llave por principios, estrangulándome con el codo solo el tiempo justo para demostrar que podía hacerlo.

– Es broma, tú. ¿Es tu novia?

Lucinda parpadeó. Para lo que servían, las ventanillas podían haber estado pintadas de negro. El autobús siguió avenida adelante, con el conductor encerrado en su cabina, impasible. Enrojecí.

– ¿No tendrás un dólar para prestarme?

El guión era idéntico de costa a costa. Quizá lo llevara escrito en la frente. Cogí a Lucinda de la mano y la acerqué a la parte de delante del autobús. Nos sentamos junto al conductor, que apenas nos echó un vistazo.

– ¿Se lo vas a decir? -susurró Lucinda.

La hice callar.

– Oye, tío, no tienes por qué ser así -chilló el chico desde el fondo-. ¿Es que ni siquiera puedes hablar conmigo, tío?

Pidió parada y se bajó por la escalera de atrás, despidiéndose con un fuerte golpe en el lateral del autobús. Arrancamos en silencio, el conductor y yo avergonzados y Lucinda acobardada. Vi en sus ojos que no entendía nada: ¿nos habían atracado?, ¿yo estaba enfadado?, ¿por qué parecía que estuviera enfadado con ella? El acertijo no había cambiado desde la última vez que me lo había topado en alguna acera de los alrededores de la ES 293. Una llave era un koan. Su enseñanza no tenía nombre. Nunca volví a llamar a Lucinda Hoekke. Tampoco volví a ponerme aquellas gafas.

Hacía mucho tiempo que el traje de Aeroman había desaparecido, estaría apolillándose en algún cajón de pruebas de la policía o destruido. Esta vez opté por algo menos extravagante, muy alejado del modelo con capa a lo Superman u Omega el Desconocido, y más similar a esos vengadores urbanos enmascarados y elegantes como Spirit o el Avispón Verde. El cambio incorporó mi reciente afición por el cine negro de los años cuarenta y cincuenta, en concordancia con la vergüenza que me producían los trajes rayados de la Marvel que ahora iban unidos a la hortera moda setentera de grupos como Kiss y T. Rex y los uniformes de los Houston Astros. De todos modos, nuestras capas -la de Mingus, la de Aaron Doily y la mía- nunca nos habían ayudado a volar. De modo que empecé a recorrer las tiendas de segunda mano de Berkeley en busca de un buen traje antiguo de dos piezas y solapas estrechas, algo apuesto, memorable y digno de las elevadas intenciones de Aeroman: tal vez en zapa marrón o verde bosque. Entonces descubrí que no necesitaba buscar: Aeroman ya no tenía un aspecto concreto, ya no era capaz de vestirse, ni de desvestirse. El anillo había cambiado desde que surqué los bosques de Camden.

Lo descubrí en pleno vuelo al anochecer, sin espejos cerca. Había remontado las colinas de Berkeley hasta un risco desde donde veía los tejados de lujosas casas construidas en pendiente sobre pilotes, las verdes estepas por encima del campus, entre ellas el campo de la Escuela de Sordos y las laderas de las planicies que se extendían hasta el puerto deportivo. Había ido al bosque a reunir coraje recordándome a mí mismo el único vuelo digno de ser recordado, no entre las calles de la ciudad donde estaba la acción, sino entre árboles y estanques. Pensé en empezar descendiendo la colina por el campo de la Escuela de Sordos. Esa noche no perseguiría la injusticia. No tenía ni traje ni plan de ataque. Solo estaba practicando.

Me bastó ponerme el anillo para notar la diferencia al instante. El anillo no se sentía atraído por el aire, esa parte de él había muerto. Ya no permitía volar, pero tenía otro poder. Mi mano era invisible. Como el resto del cuerpo que alcanzaba a verme. Me tropecé en el sendero pedregoso al enredarme los pies invisibles mientras giraba y me retorcía tratando de verme. En cuanto me ponía el anillo, no había nada que ver. Podía dejar marcas en el suelo con los zapatos, toser o chillar y que me oyeran, notarme la respiración contra la palma de la mano, lamerme un dedo y notar cómo el viento de la bahía secaba la saliva. Solo que no se me veía.

No sé por qué cambió el anillo. Me preguntaba si sería el efecto de California, si la naturaleza del anillo iría ligada a fuerzas geofísicas y se había alterado con el traslado. O quizá tuviese que ver con el cambio de edad, no el mío, sino el del anillo, puesto que Aaron Doily, aunque de forma poco convincente, había volado con cincuenta y pico años. Al final lo entendí en términos personales. Cuando me dieron el anillo por primera vez, a los doce años, yo creía que volar era el denominador común, la esencia de la condición de superhéroe: todos los superhéroes volaban, incluso aunque alguno tuviese que hacer trampas saltando o flotando en burbujas de fuerza o en un hovercraft. Por tanto, era un anillo volador. Cuando volví a ponérmelo en la colina de Berkeley pensaba de forma diferente. Sabía que la invisibilidad era el rasgo que en realidad compartían todos los superhéroes. Al fin y al cabo, ¿quién había visto a alguno?

Lo cierto es que si todavía hubiera sido un anillo volador tal vez nunca me habría perdido por Oakland, tal vez solo habría volado por las montañas y habría vuelto a guardar el anillo. Mi cobardía se había convertido en costumbre. Tal vez un paseo por el aire, un refresco de mi irrelevante poder secreto expiara un poco la rabia de que me estrangularan en el autobús delante de Lucinda Hoekke. Pero el cambio del anillo parecía enviar el mensaje de que Aeroman había madurado. La invisibilidad era una característica astuta y urbana y tal vez me sirviera lo mismo. Me preparé.

Mientras estaba de pie aturdido por mi transparencia, un pajarito, un gorrión que intenta aterrizar en lo que debió de parecerle un risco vacío, descendió del cielo y se estampó con fuerza contra mi sien. Los dos nos caímos al suelo. Yo me puse a gatas, aterrado, no estaba seguro de que el ataque sorpresa hubiera acabado, hasta que vi al pájaro inconsciente en el suelo, a mi lado. Pensaba que había muerto en el choque, pero luego empezó a agitar las patitas y las alas como si nadara antes de enderezarse de nuevo y levantarse cabizbajo. Me saqué el anillo del dedo y me miré las palmas de las manos: estaban arañadas. Al tocarme la sien descubrí sangre: mía, no del gorrión.

El pájaro me miró fijamente. No parecía demasiado sorprendido de que me hubiera hecho visible. Supongo que le había demostrado que existía por otros medios. Dio unos saltitos y me examinó otra vez. Después -¿satisfecho?, ¿estupefacto?, ¿cabreado?- dio media vuelta y los dos nos alejamos del lugar del encuentro a pie, no volando.