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Como una cerilla que se enciende en un cuarto a oscuras:
Dos chicas blancas con camisón de franela y patines de plástico rojo con lazos blancos trazaban círculos inseguros en una acera de pizarra azul agrietada a las siete de la tarde de un día de julio.
Las chicas murmuraban rimas, rimas eran murmuradas, con su pelo como de gasa color rosa cielo volando como si jamás se lo hubieran cortado. Los padres de las chicas les habían permitido volver a la calle una vez acabada la cena, solo después de ponerse los pijamas y cepillarse los dientes para irse a la cama, a disfrutar del anochecer rosa y anaranjado del verano, el aire y la luz que cubrían la calle, que cubrían todo Gowanus como la palma de una mano o la superficie interior de una concha marina. Los puertorriqueños sentados en cajas de leche frente al ultramarinos de la esquina gruñeron al verlas, sin saber muy bien qué era lo que veían. Estiraron los labios para mostrarse los dientes, como prueba de paciencia, de tolerancia silenciosa. Chapas de botellas empujadas sin ganas al alquitrán reblandecido ensuciaban la calle: Yoo-Hoo, Rheingold, Manhattan Special.
Las chicas, Thea y Ana Solver, brillaban como una llama recién encendida.
Una anciana blanca había llegado a la manzana antes que los Solver a reclamar uno de los maltratados edificios, uno que había sido pensión, reemplazando a quince hombres con su única presencia y la de sus pertenencias embaladas. En realidad fue la primera. Pero Isabel Vendle solo merodeaba como un rumor, como un apóstrofe dentro de su casa de piedra rojiza, por donde en ese momento se arrastraba con un bastón entre el apartamento del sótano y su dormitorio en el viejo salón del primer piso, la habitación donde leía y dormía bajo el ruinoso techo de escayola sin restaurar. Isabel Vendle era un nudillo, su cuerpo se enroscaba alrededor del cartílago de antiguas heridas. Isabel Vendle recordaba un día en un paquebote del lago George, garabateaba cartas con una pluma mojada en tinta, humedecía sellos en una esponja en un plato. La superficie de su escritorio era de corcho. Isabel Vendle tenía dinero, pero sus habitaciones del sótano olían a periódicos húmedos.
Las chicas patinadoras eran la última novedad, iluminadas por los focos para dar comienzo al espectáculo: los blancos estaban regresando a la calle Dean. Algunos.
A los cincos años, bajo el ailanto del jardín trasero, Dylan Ebdus mató un gatito por accidente. Los inquilinos del sótano de los Ebdus tenían una camada de gatitos, cinco, seis o siete. Los gatitos se retorcían en el suelo de aquella jaula de paredes de ladrillo, entre los escombros y las enredaderas recién plantadas y las hojas almizcladas del ailanto, donde Dylan jugaba y exploraba a solas mientras su madre removía la tierra con un pequeño rastrillo o se sentaba a fumar mientras la pareja del piso de abajo cantaba y uno de ellos rasgaba una guitarra desafinada con una pegatina del símbolo de la paz. Dylan bailaba con los despiertos gatitos de ojos saltones, los cazaba en aquella mole de ladrillo infestada de babosas y, el segundo día, al retroceder de espaldas ante uno de ellos, aplastó otro con la zapatilla deportiva.
Los inquilinos del sótano se llevaron al gatito roto todavía vivo mientras a Dylan sus padres lo sacaban de allí a empujones, entre lágrimas. Pero Dylan comprendió que, de un modo u otro, acabaron con el gatito por misericordia, asfixiándolo o ahogándolo. Preguntó, pero el asunto se silenció. Los adultos dejaron ver sus intenciones solo en el instante del descubrimiento, permitiendo que Dylan atisbara su incómodo enfado, y luego acallaron la cuestión. Dylan era demasiado joven para comprender lo que había hecho, solo que, en realidad, no lo era; tenían la esperanza de que lo olvidaría, solo que no lo olvidó. Dylan fingió olvidarlo, protegiendo así a los adultos de algo a lo que, estaba seguro, no sabrían enfrentarse: al hecho de que lo recordara todo.
Posiblemente el gatito muerto era la pastilla insoluble de culpa que se había tragado.
O posiblemente fuera esto: su madre le dijo que alguien quería jugar con él en la acera de enfrente. Fuera. Sería la primera vez que saldría a la manzana, a jugar fuera en lugar de en el jardín trasero de ladrillos mohosos.
– ¿Quién?
– Una niña -dijo su madre-. Ve a ver, Dylan.
Quizá fueran las chicas blancas, Ana y Thea, con sus camisones y sus patines. Dylan las había visto por la ventana, ahora habían venido a buscarle.
Pero era una niña negra, Marilla, la que esperaba en la acera. Dylan, a los seis años, reconocía un montaje en cuanto lo veía, reconocía el oficio de su madre para moverse por la ciudad, su sabiduría de nativa. Rachel Ebdus estaba trabajándose la manzana, buscándole amistades.
Marilla era mayor. Marilla tenía un aro y tizas. La acera de delante del portal de Marilla, su parte de paseo de pizarra desigual, era su zona, marcada. Fue lo primero que Dylan aprendió del sistema que organizaba el espacio de la manzana. Nunca entraría en casa de Marilla, pero de momento no lo sabía. La acera era el salón de Marilla. Dylan tenía también el suyo, aunque todavía no lo había marcado.
– ¿Te has mudado? -preguntó Marilla cuando estuvo segura de que la madre de Dylan había entrado en la casa.
Dylan asintió.
– ¿Vives solo en esa casa?
– Tenemos inquilinos debajo.
– ¿Tienes un piso?
Dylan volvió a asentir, confuso.
– ¿Tienes hermanos o hermanas?
– No.
– ¿Qué hace tu padre?
– Es artista. Está haciendo una película. -Lo explicó con suma gravedad. No impresionó demasiado a Marilla.
– ¿Tienes una Spaldeen? Es una pelota, por si no lo entiendes.
– No.
– ¿Llevas dinero encima?
– No.
– Quiero comprar caramelos. Podría comprarte una Spaldeen. ¿Podrías pedirle dinero a tu madre?
– No sé.
– ¿Conoces las chapas?
Dylan negó con la cabeza. ¿Eran personas, otro tipo de pelota o un caramelo? No lo sabía. Le pareció que estaría empezando a darle lástima a Marilla.
– Podemos hacer chapas. Se pueden hacer con chicle o cera. ¿Tienes una vela en casa?
– No sé.
– Podríamos comprar una, pero no tienes dinero.
Dylan se encogió de hombros a modo de defensa.
– Tu madre me ha dicho que cruce la calle contigo. No sabes hacerlo solo -dijo Marilla en tono filosófico.
– Tengo seis años.
– Eres un crío. ¿Qué clase de nombre es ese de Dylan?
– Como Bob Dylan.
– ¿Quién?
– Un cantante. A mis padres les gusta.
– ¿Te gustan los Jackson Five? ¿Sabes bailar?
Marilla se metió en el aro, dobló rodillas y codos a un tiempo, cerró los puños, apretó los dientes, sacó el culo. El aro se balanceó. Marilla sonrió y sacó barbilla y cadera a la vez, como si hiciera girar otro aro alrededor del cuello.
Cuando le tocó el turno a Dylan, el aro cayó a la pizarra ruidosamente. Todavía era un Tweedledee gordo como un tanque. Su figura carecía de bordes para sostener el aro. Apenas lograba abarcarlo con los brazos abiertos. No supo doblar las rodillas, y en lugar de eso dio unos pasos a los lados, rascando el suelo. No supo bailar.
Así jugaron, con Dylan dejando caer el aro de plástico al suelo mil veces. Marilla cantaba para darle ánimos: «Oh, baby, dame otra oportunidad, quiero que vuelvas». Lanzaba puñetazos al aire. Y Dylan se preguntaba con sentimiento de culpa por qué no le habrían llamado las chicas blancas de los patines en lugar de Marilla. La conciencia de ese deseo herético abrió su segunda herida. No era como el gatito muerto: esta vez nadie juzgaría si para empezar Dylan había entendido la situación ni si la había olvidado después. Solo él. Sería cosa de Dylan considerar eternamente si ya por entonces había sentido una preferencia vehemente, si antes de los años con todas sus estaciones y todas sus horas que pasaría en la calle, antes de Robert Woolfolk o Mingus Rude, antes de «Play That Funky Music, White Boy», antes de la Escuela de Secundaria 293 ni ninguna otra cosa, había deseado ya, en contra de la opinión de su madre, que las chicas Solver lo arrastraran con ellas a un éxtasis de cabellos rubios y ropas conjuntadas, lazos ajustados y ruedas que apenas rozaban la pizarra o se limitaban a marcarla con flechas que señalaban a otro lugar, huellas de una huida veloz.
Marilla giraba sin moverse del sitio mientras cantaba: «Cuando te tenía para mí sola me agobiaba tu presencia, aquellas bonitas caras siempre destacaban entre la multitud…».
Isabel Vendle descubrió el nombre en un maltrecho libro encuadernado en cuero de la Sociedad Histórica de Brooklyn: Boerum. Como en la guerra de los bóers. Una familia holandesa, granjeros, hacendados. Los Boerum circunscribían sus riquezas a Bedford-Stuyvesant; en realidad no se habían acercado nunca a Gowanus, ninguno de ellos salvo un hijo díscolo, probablemente un borracho, llamado Simon Boerum, que edificó una casa en la calle Schermerhorn y murió en ella. Tal vez había sido su exilio de pródiga oveja negra durmiendo una larga juerga. En cualquier caso, había dado su nombre -¡cómo iba a negarse!- al grupo de calles comprendidas entre Park Slope y Cobble Hill porque Gowanus no resultaba adecuado. Gowanus era un canal y un complejo de viviendas de protección oficial. Isabel Vendle necesitaba distinguir su campamento de las casas Gowanus y de los jardines Wyckoff, el otro grupo de viviendas subvencionadas que constreñía su nuevo paraíso; necesitaba distinguirlo del canal, de Red Hook, Flatbush, del centro de Brooklyn, donde se erguía el Centro de Detención de Brooklyn, el monolito rodeado de alambrada de la avenida Atlantic. Isabel Vendle quería implicar una conexión con Brooklyn Heights y Slope. Así que eligió Boerum Hill, aunque no había ninguna colina. Isabel Vendle lo escribió y así se hizo y de este modo la gente se mudaría a un nuevo lugar que había sido inscrito en la realidad de su mano, su mano apretada que se hundía en el futuro desde el pasado, y Simon Boerum y Gowanus, padres rebeldes, dieron a luz un hijo respetable: Boerum Hill.
Las casas del lugar estaban enfermas. Los adosados estilo holandés habían sido divididos en apartamentos y utilizados como pensiones para hombres con hornillos y ceniceros y boletos para las carreras o como pisos en los que se amontonaban familias crecientes de primos en cada planta, mientras jardines y rellanos se abarrotaban de incontables niños. Las casas habían sido recubiertas de linóleo y chapa prensada, luego se había pintado el linóleo y la chapa, después se había repintado la pintura. Era como una saburra que recubriera la lengua, los dientes y el paladar de la boca. Las líneas de las habitaciones, las delicadas molduras, se habían sustituido por paredes chapuceras para hacer pasillos, se habían embutido duchas baratas Sears Roebuck en los cuartos de baño, los armarios se habían convertido en cocinas. Se habían meado en los pasillos. Aquellas moles de piedra rojiza, aquellas casas holandesas eran cuerpos, cuerpos maltratados, pero Isabel los sanaría de nuevo, los llenaría con parejas, restauradores que volverían a revocar los techos decorados y reformarían los corazones de mármol. Ya había atraído a unos cuantos. Los primeros restauradores eran variopintos, a decir verdad. Le decepcionaron los beatniks y los hippies que montaban comunas apenas mejores que las pensiones. Pero alguien tenía que ser el primero. Eran los primeros reclutas desgreñados de Isabel; no eran buenos, solo aceptables.
Por ejemplo, Abraham y Rachel Ebdus. A Isabel siempre le resultaba tedioso enfrentarse a la realidad de un matrimonio. La mujer, Rachel, tenía ojos de loca, fumaba un cigarro tras otro y era demasiado joven, en realidad era demasiado de Brooklyn. Isabel la había visto hablar en español con los hombres de las cajas en la esquina de la calle. Así no iba a arreglarse nada. Y él, Abraham, era pintor, un pintor maravilloso, pero ¿era necesario llenar las paredes de la casa con desnudos de su mujer? ¿Qué necesidad había de que las pinturas del salón se vieran a veces desde el cruce de Dean con Nevins, de que toda esa carne al óleo reluciera por entre las cortinas a medio correr?
La mujer mantenía al marido con un trabajo de media jornada en el Departamento de Vehículos a Motor de la calle Schermerhorn. Conversaba en español con los descamisados que lavaban coches delante de las pensiones.
Mientras, el marido se quedaba en casa y pintaba.
Tenían un niño.
Isabel arrancó una hebra de pavo ahumado de la periferia de su sándwich reseco y la balanceó delante de la indiferente nariz del gato anaranjado hasta que aquella cosa atontada comprendió lo que le ofrecían y atrapó el pavo con sus dientes de máquina.
Había dos mundos. En uno, su padre paseaba por el piso de arriba y hacía chirriar las sillas pintando en su minúscula cajita de luz ocupado en un incomprensible progreso mientras su madre ponía discos en el piso de abajo, lavaba los platos y reía al teléfono enviando su voz más allá del recodo de la larga escalera, el ailanto del jardín trasero barría las ventanas del dormitorio de Dylan veteando la luz líquida, tropical, del sol que caía sobre el papel de las paredes, que también representaba un bosque lleno de monos, tigres y jirafas, y Dylan leía una y otra vez Huevos verdes con jamón y Oobleck y Si yo dirigiera el zoo o empujaba soñadoramente con un dedo su coche Matchbox n.º 11 por su única pista naranja o desenmascaraba de nuevo las deficiencias del Telesketch y el Spirograph, la dureza de los mandos, lo recalcitrante del ingrediente plateado oculto tras la pantalla opaca del Telesketch, la falta de fiabilidad de las anillas del Spirograph, cuyos pinchos se doblaban siempre en el perihelio cuando la presión del bolígrafo de dibujo resultaba excesiva, de manera que toda órbita científicamente deliciosa se torcía y doblaba en el momento crucial hasta convertirse en una absurdidad irregular, una cabeza con nariz, un pepinillo con una verruga. Si el Telesketch y el Spirograph hubieran funcionado de verdad, probablemente serían máquinas en lugar de juguetes, habrían formado parte del modo en que operaba el universo adulto y se instalarían en los paneles de instrumentos de los coches o se incluirían en los cinturones de los policías. Dylan lo entendía y lo aceptaba. Esas cosas no funcionaban porque eran juguetes y viceversa. Necesitaban de su comprensión y paciencia, como niños retrasados que hubieran dejado a su cargo.
En su mundo de puertas adentro, Dylan podía flotar en una de dos direcciones. Una hacia arriba, asiéndose al vibrante y suelto pasamanos, deslizando su manita sobre una porción de su pulida suavidad y haciendo saltar los dedos por encima de las junturas separadas, para llamar a la puerta del estudio y que le permitieran colocarse junto a su padre e intentar atisbar lo que no podía verse, el incomprensible progreso de una película de dibujos animados pintada a pinceladas directamente sobre el celuloide. Porque Abraham Ebdus había renunciado a pintar sobre lienzo. Los lienzos que llenaban los pasillos, aquellos espléndidos desnudos artísticos, constituían su obra de aprendizaje, los trazos sentimentales de su progreso en pos de lo que había devenido el trabajo de su vida, una pintura abstracta que avanzaba en el tiempo en forma de fotogramas pintados. Lo único que podía mostrar eran los bocetos y apuntes colgados en las paredes que antes habían ocupado los lienzos. Los pinceles grandes estaban secos y tiesos, guardados todos en latas. Habían sido reemplazados por pincelitos como los que usa un joyero para retirar el polvo de diamante; y en aquel estudio del tercer piso donde runruneaban los ventiladores de las ventanas atrayendo hacia dentro el cielo amarillo de agosto para que secara la pintura, Abraham Ebdus se encorvaba como un joyero o un monje copiando pergaminos y lamía sus cuadros de celuloide con los cepillitos minúsculos en una tarea reverente e infinitesimal. Dylan se quedaba de pie a su lado y olía la pintura, el tenue penacho acre de los pigmentos recién mezclados. Se colocaba a la cabecera de la mesa en la que su padre pintaba, con los ojos a ras del tablero y pegados a la madera, y se preguntaba si sus manitas no resultarían más adecuadas para la tarea que las de su padre. Al cabo de un rato se aburría y se sentaba con las piernas cruzadas en el suelo y dibujaba con las ceras olvidadas de su padre, sacándolas cuidadosamente de la lata metálica etiquetada en francés. O hacía correr su coche n.º 11 por el suelo de madera pintada. O abría un enorme libro de reproducciones, con láminas intercaladas, de Brueghel, Goya, Manet o De Chirico, y se perdía en ellas, imaginándose por un instante en una ventana de la Torre de Babel o un corro nocturno de brujas sentadas con una cabra junto a una hoguera o una fila de chicos persiguiendo cerdos con ramas y cruzando un arroyo. En Brueghel y De Chirico encontraba niños jugando con aros como el de Marilla y se preguntaba si la niña le dejaría su hula-hop para hacerlo rodar por la calle Dean con un palo. Pero la niña del aro y el palo de la solitaria calle de De Chirico tenía un pelo que flotaba como el de las niñas Solver, de modo que daba igual si Marilla se lo dejaba o no.
– Parecen iguales -dijo Dylan al ver a su padre terminar un fotograma y pasar al siguiente.
– Los cambios son mínimos.
– No veo ninguno.
– Con el tiempo los verás.
El tiempo, le habían dicho, se aceleraría. Los días pasarían volando. Allí, en el suelo del estudio de su padre, no pasaban volando, pero lo harían. Volarían, la película se aceleraría y correría tan rápido que daría la impresión de movimiento, el verano terminaría, iría al colegio, estaba creciendo muy rápido, según el consenso general al que únicamente él no se sumaba, enfangado como se sentía, hundiéndose extrañamente en el tiempo en el suelo del estudio, espiando a Brueghel, buscando a los otros niños entre los perros de debajo de la mesa del festín de los molineros y sus mujeres. Al alejarse del estudio de su padre contaba los escalones quejumbrosos.
Abajo era un problema completamente distinto. Los espacios de su madre, el salón repleto de sus libros y sus discos, la cocina donde guisaba y reía y discutía por teléfono, su mesa llena de diarios y cigarrillos y copas de vino, a Dylan le resultaban impredecibles, llenos de intranquilidad, como su propia madre. Por la mañana su madre se iba a trabajar a la calle Schermerhorn. Entonces Dylan podía vivir en la planta baja cual fantasma, encorvándose sobre sus propios libros o echándose una siesta al sol en el sofá, comiendo restos de la nevera o cucharadas de cacao en polvo directamente del bote hasta que una especie de yeso de cacao le secaba la boca, examinando el rompecabezas a medio terminar de encima de la mesa, empujando su coche n.º 11 entre los ceniceros o por el borde del tiesto que acogía a la gigantesca crasulácea, que con sus hojas gruesas, carnosas, arbóreas constituía otro mundo en el que el minúsculo yo de Dylan podía aventurarse y perderse. Entonces, siempre antes de que Dylan recobrara la compostura o decidiera qué quería de ella, Rachel Ebdus regresaba a casa y Dylan descubría que no controlaba a su madre. La soledad de Dylan, que su padre respetaba, su madre la reventaba como una uva. Podía agarrarlo y, clavándole los nudillos en el cráneo a través del pelo, decirle «Guapísimo, eres un niño guapísimo», o era igual de probable que se sentara a fumar un cigarrillo lejos de él y le preguntara «¿De dónde has salido? ¿Qué haces aquí? ¿Qué hago yo aquí?» o «Ya sabes, bonito, que tu padre está loco». A menudo le mostraba una revista con una ilustración titulada «¿SABES DIBUJAR?» y le decía «Debería resultarte fácil, podrías ganar el concurso, si quisieras». Cuando Rachel quería freír un huevo le pedía a Dylan que le hiciera compañía, luego le cascaba el huevo en la cabeza y lo vertía rápidamente en la sartén antes de que se derramara. Él se frotaba la cabeza, entre dolorido y enamorado. Ella le ponía discos de los Beatles, Sergeant Pepper, Let It Be, y luego le preguntaba cuál era su Beatle favorito.
– Ringo.
– A los niños os gusta Ringo -le decía Rachel-. A los chicos. A las chicas les gusta Paul. Es atractivo. Ya lo entenderás.
Podía encontrársela llorando o riendo o recogiendo un plato roto o cortándoles las uñas a los gatos que vivían en el patio, los dos que quedaban de la camada del piso de abajo y que ahora habían crecido y regularmente mataban pájaros entre los ladrillos y las enredaderas.
– Mira -le decía ella, estrujando la pezuña del gato para que extendiera las garras-. No se pueden cortar demasiado, aquí hay vasos sanguíneos y el gato moriría desangrado.
Lo acribillaba a información que Dylan no podía utilizar: Nixon era un criminal, los Dodgers se habían trasladado a California, la comida china da dolor de cabeza, Mohamed Ali fue encarcelado por negarse a ir a la guerra, las películas británicas de Hitchcock eran mejores que las americanas, la circuncisión no era necesaria pero las mujeres la preferían. Rachel era demasiado intensa para la casa, tenía que desahogarse constantemente por teléfono, y demasiado intensa para Dylan, que optaba por trabajar en los márgenes de su madre, esquivando la fuerza principal de Rachel para degustar de refilón la parte que lograba entender. A veces bajaba a fisgar en las estanterías de Rachel, a oscuras, bajo los desnudos. Allí podía fingir examinar los libros de Rachel: Trópico de Cáncer, Kon-Tiki, Desprenderse, A qué juega la gente, con la vista nublada mientras escuchaba a escondidas las conversaciones telefónicas: «… está arriba… California nunca importó… pagar las facturas… le dije que la textura de los champiñones me recordaba otra cosa y se puso rojo como un tomate… escuchando el disco ese de Clapton a las cuatro de la madrugada… he olvidado todo el francés que sabía…». O bien se introducía de puntillas bajo el manto del monólogo de Rachel, convencido de que era otra llamada telefónica, y descubría a alguien sentado a la mesa bebiendo té helado, compartiendo el cenicero de Rachel, riendo, escuchando, detectando los pasos de Dylan que Rachel había pasado por alto.
– Aquí está -decía la visita, como si Dylan fuera siempre el tema de conversación recién abandonado.
Entonces le indicaban por señas que se acercara a la mesa para las presentaciones. Dylan solo recordaría a los visitantes más tarde, cuando Rachel se los describía a Abraham durante la cena: el cantante de folk mediocre que una vez teloneó a Bobby Dylan y siempre lo repite, el cachondo hippy radical pendiente de juicio por llenar de babosas los torniquetes del metro, el homosexual rico que coleccionaba arte pero no compraba ninguno de los desnudos de Abraham porque eran de mujeres, el ministro radical negro de la avenida Atlantic que tenía que inspeccionar a todos los nuevos que llegaban al vecindario, el antiguo novio que ahora trabajaba afinando pianos en el Carnegie Hall pero que tal vez se alistara al Cuerpo de Paz para no ir a Vietnam, la pareja inglesa aficionada a citar a Gurdjieff que estaba recorriendo México en bicicleta, la mujer del grupo de concienciación de Brooklyn Heights que no se creía que hubieran comprado un piso en la calle Dean. Montones de ellos, todos revolviéndole el pelo a Dylan y preguntando por qué Rachel permitía que le tapara los ojos, que le llegara a los hombros. Dylan parecía una niña, en eso coincidían casi todos.
Entonces -y ahí radicaba siempre el problema de dejarse flotar hacia la planta baja-, Rachel se levantaba de la silla con el cigarrillo entre los dedos y acompañaba a Dylan hasta la puerta principal, señalaba a los niños que jugaban en la calle e insistía para que fuera con ellos. Rachel tenía un plan, un programa. Se había criado como una niña de la calle en Brooklyn y así crecería Dylan. Y por tanto lo expulsaba del primero de sus dos mundos, la casa, hacia el segundo. El exterior, la manzana. La calle Dean.
El segundo mundo era un conjunto de zonas empizarradas y fachadas descascarilladas de hileras de casas -rosas, blancos, verdes pálidos, diversos tonos de rojo y azul que dejaban paso al ladrillo de debajo- que eran las banderas de reinos por descubrir escondidos detrás y que probablemente determinaban el sistema de zonas empizarradas. Por lo que Dylan sabía, ningún niño entraba nunca en la casa de otro. Tampoco hablaban de sus padres. Dylan no tenía más tema de conversación, y por tanto se unía en silencio al grupo de niños, que parecían comprenderlo y separaban vagamente sus filas para hacerle sitio. Quizá todos se hubieran sumado así al grupo.
Las calles Nevins y Bond, que encorchetaban la manzana por ambos extremos, eran sendas a lo desconocido, rutas hacia las casas de protección oficial de la calle Wyckoff. De todos modos la esquina pertenecía a los puertorriqueños de delante del ultramarinos de Nevins. Otro grupo, compuesto en su mayoría de hombres negros, ocupaba la entrada de una pensión entre la casa de los Ebdus y la de Isabel Vendle, y solía espantar a los niños que jugaban a la pelota gritándoles que tuvieran cuidado con el parabrisas de un coche permanentemente aparcado frente a la pensión, un Stingray, que un puertorriqueño de bigote encerado limpiaba con frecuencia y rara vez conducía. Por último, un negro mezquino que miraba fijamente pero jamás hablaba barría la acera y cortaba las malas hierbas delante de dos casas cerca de la calle Bond. De modo que los niños de la calle Dean se concentraban instintivamente a mitad de la manzana.
Henry era un chico negro que tenía un hermano menor, Earl, y un patio delantero de pavimento liso en lugar de una parcela de tierra ruinosa o un jardín descuidado. La cerca baja que separaba la entrada pavimentada de la casa de Henry de la pizarra de la acera también era de piedra, recubierta de cemento. Henry tenía tres años más que Dylan. Su escalinata y jardín delanteros servían de punto de encuentro, de base de operaciones. Chicos mayores de toda la manzana se acercaban hasta allí y elegían bando. Ante todo Davey y Alberto, de cerca de la esquina en la acera opuesta, de la casa que rebosaba de primos y cuya escalinata de entrada ocupaban adolescentes fumadores. Llegaban balanceando los brazos, botando una Spaldeen nueva. Compraban un batido de fresa Yoo-Hoo para compartir y daban a Henry o a su amigo Lonnie la tapa para que se hicieran una chapa; Dylan se sentaba a mirar con Earl en la escalinata de la casa de Henry. El feudo de las niñas negras de Marilla estaba al otro lado de la calle. Dylan nunca regresó después de su primera vez, pero las palabras cruzaban la calle que separaba el jardín de Marilla del de Henry y, a veces, también las niñas. El patio de Henry era el centro, Henry era el centro. Henry siempre elegía el juego.
Dos puertas más allá de casa de Henry estaba la casa abandonada. Bloques de hormigón ligero vendaban las ventanas y la puerta principal como si fuera una momia de ojos ciegos y boca petrificada, y tenía una parcela destrozada sin verja ni cancela. La escalinata de entrada también estaba desierta, sin pasamanos. Probablemente alguien se había llevado la baranda de hierro para venderla al chatarrero. La casa momia era una superficie desnuda sin ventana, así que formaba una pared alta para jugar a una especie de frontón, un juego en el que se lanzaba una Spaldeen bien alta contra la pared y un receptor recogía el rebote desde el campo situado en la calle, sorteando los coches para atraparla.
Una Spaldeen encajaba a la perfección en una mano y a menudo parecía quedar magnetizada entre los dedos. Henry y Davey en particular daban la impresión de bastarles solo uno o dos pasos y levantar la mano para que les apareciera una pelota en la palma. Un lanzamiento rebotado desde la tercera planta de la casa abandonada salía volando inalcanzable y uno que salvara las verjas del otro lado de la acera se consideraba un home run. Henry parecía poder hacerlo a voluntad y el hecho de que no lo consiguiera siempre resultaba un misterio. Henry también fallaba, lanzaba demasiado alto y colaba la Spaldeen en el tejado, y entonces la queja general obligaba a ir a comprar otra y por tanto se recolectaba el dinero entre todos. «A saber las que debe de haber ahí arriba -musitó un día Alberto-. Si consiguiera llegar al tejado, me pasaría el día tirando pelotas a la calle.»
A Dylan y a Earl solían mandarlos a la tienda a pronunciar la elocuente palabra «Spaldeen», y el viejo Ramírez les entregaba otra con recelo, contrariado por el negocio. Dylan acariciaba la Spaldeen rosa recién nacida, pero enseguida se la cedía a Henry y era probable que no volviera a tocarla hasta que estuviera raspada y desgastada, rebotada desde mil ángulos distintos. Eso si volvía a tocarla. La oportunidad se presentaba entre juegos, en los displicentes intermedios durante los cuales, inexplicablemente, todo el mundo dejaba caer los brazos sin fuerza y alguien pedía un sorbo del Yoo-Hoo de otro o le daba la vuelta a la camiseta estirándola por encima de los codos para que las chicas se rieran. La Spaldeen rodaba inerte hacia la alcantarilla y Dylan podía entonces recuperarla y maravillarse ante su destrucción. Para entonces ya merecía que la colaran en el tejado. Tal vez Henry siguiera un sistema, como un árbitro cuando retira pelotas de béisbol de la circulación.
La escalinata de la casa abandonada era también el proscenio para los secretos, escondido a la vista de todos en mitad de la manzana. La acera resquebrajada de enfrente de la casa formaba diez metros de tierra de nadie. Los árboles de la calle Dean se amontonaban, como los niños, en el centro de la manzana. Parecían tener una predilección especial por cubrir la casa abandonada de una sombra moteada, atravesada por manchas de luz similares a las que el ailanto del jardín trasero proyectaba en el cuarto de Dylan, y amortiguaban las voces de los padres llamando a los niños para la cena convirtiéndolos en fenómenos distantes, como gritos de pájaros. Dylan caminaba por su lado de la calle Dean cabizbajo y memorizaba la acera, sabía cuándo se encontraba delante de casa de Henry o de la casa abandonada sin alzar la vista, solo por las formas a sus pies, las largas losas inclinadas o la que sobresalía en forma de luna o el trozo de cemento o el bache siempre lleno de agua tras las tormentas de verano que llegaban de pronto y rompían la tarde húmeda y oscura en fragmentos electrificados.
Variantes del juego del frontón, del béisbol, del fútbol americano. Henry y Lonnie jugaban casi todas las tardes con Alberto y Davey al fútbol en la calle, puertorriqueños contra negros, al fútbol por parejas, pidiendo a gritos un pase largo en el tiempo robado entre los coches que pasaban y el autobús de la calle Dean. El autobús era el que detenía el juego por más tiempo, los jugadores se apretaban impacientes contra las puertas de los coches aparcados para hacer sitio y animar al autobús a que se marchara rápido de allí. No tengáis miedo de darnos, indicaban a los conductores con gestos. Vamos, largaos, no os preocupéis por nosotros, que ya nos cuidamos solos.
Un día Henry golpeó con las palmas de la mano en el lateral del autobús con mucha fuerza y luego se tiró al suelo como si le hubieran atropellado. El enorme vehículo dio un frenazo y se detuvo con el motor en marcha en mitad de la manzana, los pasajeros se asomaron a mirar boquiabiertos por las ventanillas mientras el conductor bajaba a ver qué había ocurrido. Entonces Henry se levantó, se rió y echó a correr muy rápido pero de un modo extraño, levantando mucho los pies, como un dibujo animado, y desapareció a la vuelta de la esquina. Lonnie y Alberto se rieron del conductor y señalaron con el dedo a lo lejos. «Yo no he sido, tío -dijo Lonnie, sin dejar de reír y mostrándole las manos como para demostrar su inocencia-. ¿Qué coño quieres que le haga? Ni siquiera le conozco, es un zumbao de las casas de protección oficial.» Esta mentira se dijo en la calle frente al jardín de Henry, delante de su casa. Pero las casas de protección oficial servían de excusa para casi todo, de modo que el conductor sacudió la cabeza y volvió al autobús. Dylan lo vio todo.
Las niñas a veces jugaban al corre que te pillo. Había algo vagamente lamentable y poco viril en el juego de pillar pero si las niñas jugaban, Henry y Lonnie también lo hacían, y entonces Dylan y Earl se colaban en el círculo: pito, pito, colorito… pimpam, fuera. Te tocaba pararla. Cuando Dylan paraba daba trompicones de loco y a veces chillaba. Pararla le daba ganas de gritar, no sabía por qué. A nadie le importaba, por lo visto el veredicto era que todos chillaban alguna vez. Los juegos se disolvían de modo misterioso, los grupos enfrentados se fundían, el que la paraba se convertía en dos personas, un chico perseguía a una niña más allá de la esquina y, por tanto, fuera del juego. Los centros de atención cambiaban como el ángulo de la luz. Un día un niño tenía una baraja de cartas de béisbol, sin más explicaciones. Se recogían chapas en potencia, se debatía la necesidad de cera, pero nunca se llegaba a jugar a las chapas. Quizá nadie supiera cómo se jugaba. Isabel Vendle se asomaba a la ventana. Los hombres de la esquina colocaban las fichas de dominó, la pescadería de la calle Nevins estaba llena de serrín, aparecía un chaval de las casas baratas que rompía la privacidad de los niños de la calle Dean y todo el mundo, misteriosamente, se crispaba. Días enteros eran un misterio, y luego caía la noche.
Dylan no recordaba haber dicho su nombre pero todo el mundo lo sabía y a nadie le importaba lo que significara. A veces se molestaban en mencionar que parecía una chica pero, por lo visto, no era culpa de Dylan. No era buen lanzador ni buen receptor, pero también daba igual. La opinión general era que no todo el mundo podía dar la talla. De modo que Dylan entraba en contacto íntimo con la Spaldeen muy de vez en cuando, cuando la pelota rodaba hasta el bordillo o el guardabarros de un coche que pasaba por allí la mandaba calle abajo. Dylan iba encantado a recuperarla para los chicos mayores que, agraviados, negaban con la cabeza. En ocasiones la pelota llegaba hasta cerca de la calle Nevins, hasta la tienda de la esquina, donde a veces la paraba uno de los hombres que jugaban al dominó sobre las cajas de embalaje, que la examinaba brevemente antes de devolverla. La pelota siempre quedaba marcada por el encuentro. «Cuélala en el tejado», susurraba Dylan mientras corría de vuelta, lo decía para sí, pero también a la pelota, a modo de conjuro. A veces lo siguiente que ocurría era que Henry la colaba en el tejado. Entonces, en lugar de pedir una Spaldeen nueva, los chicos mayores se escabullían de pronto a matar el rato en la verja de Alberto, en la otra punta de la manzana, y soltar insinuaciones y pasarse colillas de cigarrillos con los adolescentes del portal. Los adolescentes esperaban a que anocheciera. Dylan, el chico blanco, se limitaba a quedarse en el muro de cemento de la casa de Henry. Desde allí podía oír a Rachel, más allá, no estaba seguro. Se sabía al dedillo la acera desde casa de Henry y la casa abandonada hasta la suya.
El chico se entretenía en el estudio y hojeaba el álbum de fotos de Isabel mientras la madre fumaba sentada en la terraza de atrás. Isabel contemplaba una ardilla sobre el poste telefónico que echó a correr por lo alto de la verja. La ardilla avanzaba en secuencias oscilantes de saltos, encorvando cola y espina dorsal para mantener el equilibrio. Algunas cosas encorvadas son elegantes, musitó Isabel, pensando en su propia figura.
Dentro, un yesero italiano restauraba un adorno floral del techo del salón, sudando en lo alto de una escalera colocada en el rincón junto a la alta ventana delantera. El chico sentado a la mesa de Isabel pasaba las páginas repletas de fotografías, absorto como si estuviera leyendo.
El chico también estaba encorvado, sobre el libro. Más parecido a un erizo que a una ardilla, según decidió Isabel.
– ¿Le notas sabor a algo? -preguntó Isabel, con el ceño fruncido, a la joven madre.
– Claro -contestó Rachel.
No había apagado el cigarrillo para aceptar el vaso perlado de gaseosa con hielo. El humo se sumó al aire de agosto sin mezclarse.
– De todo lo que se está muriendo en mí, el paladar es lo que va más rápido.
– Podrías añadirle algo de limón -sugirió Rachel.
– Ya le echo limón a la sopa. No puedo añadirle limón también a la gaseosa. Llévate la botella cuando te vayas. Debería beber formaldehído.
Rachel Ebdus pasó por alto el comentario. No se escandalizaba por nada, lo cual, para Isabel, era mala señal. La joven madre se recostó peligrosamente en la silla, con el cigarro entre los dedos de la mano que apoyaba por encima del hombro. Llevaba el pelo negro sin cepillar, hecho una maraña. Isabel se lo imaginó en el patio, encendido de luz al caer la tarde.
El hombre de la escalera juntaba el yeso sobrante con la paleta y lo dejaba caer cuan pesado era sobre el papel extendido en el suelo del salón, que aceptaba el peso con un crujido.
La intensidad del niño, su mirada, tal vez estuviera desgastando el brillo de las viejas fotografías de Isabel. El chico llevaba un minuto sin pasar de página. Seguía acurrucado en torno al álbum al igual que Isabel, involuntariamente, se acurrucaba también.
Isabel vio a Rachel Ebdus observando al yesero.
– Lleva dentro el oficio -le dijo a la joven-. Bebe cerveza en los descansos y habla como John Garfield, pero mira ese techo.
– Es bonito.
– Dice que su padre le enseñó el oficio. Solo saca a la luz la belleza que estaba oculta. Es un instrumento del techo. No necesita comprender.
Isabel se sintió irritada consigo misma o con Rachel Ebdus, no estaba segura. No había acabado de rematar la imagen: pese a su silencio, la casa iba transmitiendo un lenguaje propio a medida que el yesero seguía los pasos de su padre.
– Bonito culo -dijo Rachel.
Fuera, la ardilla chilló.
Isabel suspiró. La verdad era que se moría por uno de los cigarrillos de la mujer. ¿Se podía empezar a fumar a los setenta y tres años? Isabel pensó que le gustaría probarlo. O quizá tal vez solo le impacientaba su incapacidad para intuir nada sobre Rachel Ebdus aparte de la inestabilidad de la mujer. Y los cigarrillos descansaban en el enrejado de hierro labrado de la mesa de jardín al alcance de la mano, mientras que el culo del yesero resultaba, en todos los sentidos, menos accesible.
– Si es cuestión de dinero… -empezó a decir Isabel, sorprendida de ir al grano.
– No, no es el dinero -contestó Rachel Ebdus, sonriendo.
– No quiero incomodarte. Tanto Packer como la escuela Friends ofrecen becas. No sé si es el caso de Saint Ann. Pero te ayudaría encantada.
– No es por el dinero. Creo en la escuela pública. Yo fui a una escuela pública.
– Muy idealista. Creo sinceramente que acabarás descubriendo que todos sus amigos van a una escuela privada.
– Dylan tiene amigos de la manzana. Dudo que vayan a la Brooklyn Friends o a Packer.
Los días pasaban así. Había días como páginas en blanco, en que las ardillas no chillaban en los árboles y los niños no hojeaban sus álbumes y ningún yesero sudaba bajo su techo y una vecina que apestaba a radicalismo y a un frágil matrimonio no se sentaba a aplastar cigarrillos en las tazas de porcelana de Isabel ni a saborear el ginger-ale que ella ya era incapaz de disfrutar mientras le hacía un jaque mate conversacional con una clara implicación de racismo, días en que la única nota discordante en la alta casa holandesa era el gato anaranjado arañando fardos de periódicos en el piso del sótano hasta convertirlos en pacas raídas y con olor a orines, días en que Isabel se sentaba a su mesa, rasgando con la punta del bolígrafo la línea destinada a la firma de un cheque para alguna causa moderadamente valiosa, o para su causa preferida y totalmente inútil, su sobrino Croft, que se había escondido en una comuna de Bloomington, Indiana, después de preñar a una cocinera negra de la casa de Silver Bay y quien, según le aseguraba, repartía prácticamente a partes iguales la donación mensual de la tía enviando una mitad a la lejana cocinera y su niño y entregando la otra a las reservas monetarias de la comuna para comida y marihuana. Al diablo con Rachel Ebdus. Isabel subvencionaba hippies salvajes y la descendencia mulata de sus parientes delictivos y Rachel Ebdus podía enviar a Dylan, Dios le proteja, a la Escuela Pública 38 a mostrar su rostro pálido, el único en aquella marea marrón, y a airear su melena de niña en mitad de todos los afros, si así lo imponían sus principios. Ahora Isabel podía desear un día entero sin ardillas, un día que ni siquiera pasaría a la mesa, sino tumbada tranquilamente en la cama, obviando los gritos del gato anaranjado, releyendo a Maugham o a Maupassant.
Se preguntaba si Rachel Ebdus también habría admirado el culo de Croft. Probablemente.
El niño dejó el enorme álbum de fotos sobre la mesa de jardín y señaló:
– Es tu nombre -dijo en tono inquisitivo.
Isabel se volvió, sorprendida.
Hacía muchos años, en su cuarto oscuro, el fotógrafo había grabado una fila de letritas blancas en la esquina inferior de las fotografías en blanco y negro de barcos, el puerto, las fiestas en el jardín: «PASEO VENDLE, SILVER BAY, LAGO GEORGE, NY». El niño apretó la punta gordezuela del dedo sobre el apellido de Isabel y se puso a esperar una respuesta.
El paseo Vendle. Arándanos empapados en coñac. Botellas vacías rodando en tablas de un esquife. El famoso remo que se enredó con las plantas acuáticas, se astilló y le atravesó el costado, perforándole el pulmón hasta casi la columna. La vieja herida en torno a la cual se retorcía con rigidez.
– Sabe leer -dijo Isabel, permitiéndose una leve admiración.
– Ajá -dijo Rachel Ebdus, musitando las sílabas con los labios cerrados mientras encendía otro cigarrillo-. Desde luego. Lee el New York Times de Abraham.
– Irá con niños que nunca aprenderán a leer -contestó Isabel, sintiéndose impulsiva y cruel. Era un hecho innegable. Por mucho que Rachel se retorciera.
– Quizá Dylan les enseñe -dijo la madre despreocupadamente, y se echó a reír-. La escuela será un problema que tendrá que resolver. Yo lo hice, así que él también puede hacerlo.
Con el cigarro entre los dedos apuntando al cielo y perdiendo humo, apoyó la mano en el pelo de Dylan.