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Los primeros cedés venían en cajas grandes para que encajaran en las cubetas dejadas por los vinilos que el nuevo soporte había desplazado. La primera gran oleada de recopilatorios también salió como si fueran vinilos: cedés o casetes, todo venía en paquetes que imitaban una colección de discos de vinilo. Hasta podía tratarse de vinilos: tenías que leer la letra pequeña para descubrirlo. Rick Rubin introdujo las guitarras en el rap y la MTV el rap en la televisión. Su grupo, Run DMC, obtuvo su mayor éxito con una versión de «Walk This Way» de Aerosmith, solo que invitaron a los Aerosmith a grabar los coros porque los raperos no sabían cantar. La cocaína se bifurcó y a los negros les tocó el crack, que se benefició de la mayor campaña de marketing desde… ¿el LSD? ¿El ayatolá Jomeini? En Berkeley, en plena década Reagan, los estudiantes de la Escuela de Primaria Malcolm X pasaban la hora del almuerzo en el parque Ho Chi Minh.
Mi proyecto épico de ese año, que nunca completaría, consistía en una cosa titulada Notas de presentación: el recopilatorio. El contenedor sería una de esas cajas cuadradas para vinilos que tanto apreciaban los coleccionistas como yo. Dentro incluiría hojas sueltas con las mejores notas de presentación de todos los tiempos en bellas reproducciones de los diseños originales. Incluirían viejas historias de Samuel Charters, Nat Hentoff, Ralph Gleason y Andrew Loog Oldham, así como notas escritas por los propios músicos: John Fahey, Donald Fagen, Bill Evans. Hitos como los textos de Paul Nelson en el Live 69/70 de los Velvets, Greil Marcus en The Basement Tapes, Lester Bangs sobre los Godz. Joe Strummer hablando sobre Lee Dorsey, Kris Kristofferson sobre Steve Goodman, Dylan sobre Eric von Schmidt. James Baldwin sobre James Brown, LeRoi Jones sobre Coltrane, Hubert Humphrey sobre Tommy James y los Shondells. El padre de los Shaggs sobre los Shaggs, el psiquiatra de Charles Mingus sobre The Black Saint and the Sinner Lady. Y, sobre todo, la asombrosa poesía de los textos que había leído en antena por la KALX, como la nota de Deanie Parker para Albert King:
Si alguna vez te ha herido tu pareja, te ha decepcionado tu mejor amigo o te has quedado sin un duro y has decidido tirar la toalla, Albert King tiene la solución si le prestas un minuto de atención. Quizá solo sientas curiosidad… te emocionará… pon a Albert en el tocadiscos… pon la aguja en el surco… y sumérgete en… el blues.
Nunca se me ocurrió que pudiera resultar decepcionante no encontrar una sola nota musical en Notas de presentación: el recopilatorio. No sabría decir por qué exactamente, salvo que la declaración de intenciones no escrita del proyecto se basaba en el deseo de colocar la escritura a la par que la música. A la gente le gusta que la engañen y le gusta engañarse a sí misma. Yo tenía veintitrés años y creía de todo corazón que el mundillo de los aficionados a la música necesitaba Notas de presentación: el recopilatorio. De igual modo, me convencí de que la epidemia de crack, que en ese momento alcanzaba su punto álgido en Oakland y Emeryville, era trabajo para Aeroman.
Fui a donde más temía. Que era un bar de la avenida Shattuck cerca de la calle Sesenta llamado Bosun’s Locker, un local donde todo el mundo sabía que era fácil pillar y que debías evitar si eras blanco. Grupos de jóvenes negros muy irritables paseaban por las aceras de alrededor de un modo que, cuando los veía desde el autobús al pasar, me recordaban a las esquinas de la zona de los jardines Wyckoff o las casas Gowanus de Brooklyn. Los tiroteos desde coches en marcha se habían convertido en un problema habitual en los barrios más pobres del extrarradio de Bay Area, como El Cerrito y Richmond, pero yo era el típico expatriado neoyorquino que seguía sin carnet de conducir y los alrededores de Berkeley me parecían inalcanzablemente remotos. Además, me costaba imaginar cómo podría detener un tiroteo un hombre invisible. Necesitaría un coche invisible. Fui al lugar al que pudiese llegar a pie que más me asustaba, que era el lúgubre gran billar de Shattuck.
Entré visible a las siete de la noche de un martes, jugueteando con el anillo en el bolsillo. Estaba seguro de que me atracarían: en ese momento no había nada más seguro. Y seguro también de que con el anillo me zafaría del atracador. Pero apañárselas para rescatar al chico blanco de siempre no estaba bien. La vanidad de Aeroman necesitaba alguien a quien proteger. Tal vez en algún rincón de mi mente ese alguien era un Rude, Mingus o Barrett Junior, alguien a quien había abandonado. Pero quizá también fuera Rachel. Porque Mingus me había abandonado a mí en la misma medida que yo a él y creo que yo confundía ambos abandonos. Esa era la confusión que me acechaba cuando entré en Bosun’s Locker y la razón de que mi aventura invisible estuviera destinada a ser tan neblinosa. Pero todavía no era invisible.
Todas las cabezas se giraron hacia mí, aunque solo eran cuatro. El camarero con patillas de boca de hacha, lo bastante grande para no necesitar gorila; dos cincuentones que jugaban al billar en la mesa más alejada de las tres que había; y un chico -o un hombre: era de mi edad, y yo me consideraba un hombre, así que…- sentado a la barra del bar. Vestía una chaqueta marrón de punto con pechera de ante bajo un abrigo de lana y una gorra Kangol, el uniforme del jugador. Yo era el único blanco. Nadie dijo nada, o al menos nada que alcanzara a escuchar por encima de la canción de los Blue Notes que sonaba en el jukebox; Teddy Pendergrass entonaba: «Mala suerte, eso es lo que tú tienes…».
– ¿Qué le pongo?
– Anchor Steam, por favor.
– Bud, Miller, Heineken.
– Vale, pues una Heineken.
Mi compañero de barra no me había quitado el ojo de encima, así que le saludé levantando el botellín antes de beber. Nos separaban cinco taburetes. Giró la cabeza hacia la ventana como molesto y cabeceó siguiendo el ritmo de la música, no para saludarme.
Me acerqué.
– Hola…
– Eh, tú, no te me acerques.
– Solo quería preguntar…
– Pues yo solo te digo que no te me acerques, menudo susto me has dado.
– ¿Puedo preguntar…?
– No, tío, déjame en paz.
Volví a mi asiento. Al cabo de un minuto se me acercó él.
– ¿Qué querías preguntarme, tío?
– Quiero pillar.
Arrugó la nariz.
– ¿Qué coño te va, tío?
La palabra «crack» me pareció demasiado obvia. Newsweek y 60 Minutes se dedicaban por entonces a comparar el crack con las plagas medievales.
– Base -dije-. Estoy intentando pillar algo de roca.
– Cállate la puta boca. ¿Qué cojones te hace pensar que yo podría ayudarte a pillar roca?
– Perdona.
– ¿Andas buscando problemas?
Bueno, sí, ¿no? Esa era la cuestión. El tipo me había captado la intención.
– No -dije.
– No vendrías aquí si no anduvieras buscando problemas. -Pero sonrió-. Mira, tío, la base y la roca son dos cosas completamente distintas.
– Perdona -repetí.
Eché un vistazo para comprobar quién podría estar observando, y me ofreció chocar los cinco. Acepté.
– ¿Cómo te llamas?
– Dee -dije.
Volvió a mirar por la sala. Nadie podía oírnos, el camarero rehuía escucharnos y los jugadores iban a lo suyo.
– Puedes llamarme OJJJ.
Oh-Jay-Jay-Jay. Supuse que en la zona por donde se movía OJJJ, «OJ» y «OJJ» ya estaban cogidos.
– ¿Eres legal? -preguntó-. ¿Te enrollas?
– Claro. -Me preguntaba si me habría tomado por un poli y por qué no me lo preguntaba.
– ¿Te quieres colocar?
– Tengo dinero.
Dio un respingo, se acercó un poco más.
– Joder, tío, calla la boca. Si quieres que OJJJ te coloque no necesitas dinero. Basta con pedirlo.
– Vale.
– Vale.
Volvimos a chocar los cinco. OJJJ luchaba contra las ganas de mirar por encima del hombro a la ventana cada pocos segundos, unas veces perdía, otras ganaba, otras volvía a perder. Mientras, pillé al camarero vigilándonos, lanzándonos miraditas de desconfianza. En la imaginación escribí una voz en off: «¿Qué está haciendo OJJJ con ese blanco?». Estaba claro que era un bar con clientela fija. Y que todos me habían tomado por poli. En realidad, según el artículo que pronto leería en el Oakland Tribune, el dueño del bar no había visto a OJJJ en su vida y no se había preguntado ni por un segundo si yo era policía. Por lo visto, no di esa impresión a todos.
OJJJ me guió hasta los servicios, pasada la mesa de billar con los jugadores que seguían sin considerarnos dignos de atención. El lugar era práctico, con un urinario de acero en el suelo, que estaba inclinado en torno a un drenaje central para facilitar el desagüe. Los graffiti no cubrían del todo las paredes verde lima. Habían arrancado las puertas de los compartimientos, pero nos escondimos en uno de espaldas a un tabique divisorio cada uno. Apestaba a amoníaco, a nada peor. Entonces OJJJ se abrió el abrigo y sacó una pipa de cristal y sí olí algo peor: el olor acre de suéter moderno empapado en sudor. Me pregunté cuántos días llevaría OJJJ sin ducharse o sin ni siquiera pasar por casa, dondequiera que la tuviera. Después descubriría que era la química del miedo.
Entonces el olor acre de OJJJ se mezcló con el penetrante aroma del crack, chamuscado en una pipa de cristal alineada con una pequeña pantalla de cobre. Observé a OJJJ e intenté hacer lo mismo que él. Yo nunca había fumado cocaína, solo se la había visto fumar a Barrett Rude Junior. Creo que OJJJ sabía que me estaba enseñando y le gustaba. Creo que la situación le envalentonaba. Me mostró lo que era una roca, un cristal y una ramita. Él y yo nos fumamos un par y noté cómo la ráfaga de frío me recorría el cuerpo. Pero era un colocón de carácter elusivo, imposible de saborear, solo podías perseguirlo. Le observé fumar y luego me pidió el dinero. Le había ofrecido cuarenta dólares y me había dicho que me los guardara, que los necesitaríamos en el lugar al que me llevaría si quería acompañarlo. Él quería que lo acompañara. Me preguntaba cuándo me haría invisible.
Había varias mujeres en el bar cuando salimos, arregladas para la noche, y al pasar por su lado una de ellas le dijo a OJJJ:
– ¿Adónde vas, guapetón?
– Cállate la boca, zorra.
El camarero meneó su cabeza de morsa pero nosotros nos fuimos, daba igual lo que pensara. OJJJ me condujo a la vuelta de la esquina por una oscura manzana residencial. Las zonas más pobres de Oakland me parecían iguales que las ricas, típicas del extrarradio, con jardines, caminos de entrada para los coches y aceras vacías. Solo los coches te chivaban lo que había dentro de las casas. Los coches de la calle Sesenta tenían veinte años de antigüedad, eran Cadillacs con capós oxidados, Olds y Chryslers herrumbrados y con guardabarros de otros modelos.
OJJJ se había adelantado, azuzándome para que le siguiera. Parecía empeñado en mantener cierto impulso especial despertado por la roca que se había fumado. OJJJ señaló con la cabeza un garaje no empotrado, con revestimientos de color rosa, a juego con la casa de la izquierda. Por debajo de la ancha puerta de entrada se escapaban ritmos de bajo y una luz amarilla.
– ¿Preparado?
– Claro.
Fuimos por el sendero hasta una puerta lateral. OJJJ llamó a la puerta y alguien la abrió sin quitar la cadena. Una cara nos inspeccionó.
– Soy yo, tío.
– ¿Quién? ¿OJJJ? -La voz llegó desde detrás de la cara silenciosa, que solo nos miraba.
– Déjame entrar.
– ¿Quién es el otro? -dijo el rostro vigilante de la cadena.
OJJJ me señaló con la cabeza.
– Es legal.
– No hagas esperar a mi colega OJJJ -dijo la voz oculta.
La puerta se cerró el tiempo necesario para descorrer la cadena y luego entramos. Una bombilla amarilla iluminaba a un círculo de hombres sentados en sillas plegables alrededor de un calentador. Los cuatro sobrepasaban lo esperado por OJJJ, en particular uno de ellos. OJJJ se volvió hacia la puerta en cuanto descubrió al tipo que no quería ver, pero demasiado tarde, ya estábamos dentro y habían vuelto a asegurar la puerta.
El hombre se levantó sonriendo y tendió la mano a OJJJ. OJJJ no le hizo caso, no le miró directamente, sino que se dirigió a otro de los reunidos y le rogó en tono adulador:
– Mierda, ¿has dejado entrar a Horton para tenderme una trampa? No está bien.
– Horton nos ha contado que le timaste -dijo la misma voz que nos había invitado a entrar-. Eso tampoco está bien.
– Cállate, tío. ¿Es que le haces caso a un cabrón como Horton?
Horton retiró la mano.
– No soy un cabrón como tú, tío.
– ¿Has venido a entregarnos, OJJJ? ¿Quién es ese de la cara de fantasma?
Con lo cual OJJJ llegó a los límites del lenguaje, al menos es lo que su mueca parecía indicar cuando sacó la pistola del bolsillo interior del abrigo del que también había extraído la pipa de cristal y donde la había vuelto a guardar. Era un revólver viejo, tanto como los coches de la calle. OJJJ debía de haberlo comprado en la misma tienda de beneficencia donde había conseguido la chaqueta con pechera de ante, si es que en esas tiendas vendían armas. Disparó o, en cualquier caso, el arma se disparó mientras la sacaba del abrigo y destrozó los paneles de yeso del techo. Llovió polvo, las sillas se movieron y la detonación estuvo a punto de reventarme los tímpanos, pero sobrevivieron para vibrar dolorosamente al ritmo de la música. Entre el primer disparo y el siguiente todos tuvieron tiempo de gritar «¡Joder!», pero después del segundo los bramidos de Horton ahogaban cualquier otro grito. Horton se aguantaba la rodilla con la mano, entre cuyos dedos manaban hilos de sangre y como en un juego de niños chillaba:
– ¡Me ha dado! ¡Me ha dado!
Me puse el anillo y me volví invisible. Nadie se dio cuenta. OJJJ estaba de pie pero inerte, contemplando embelesado lo que le había hecho a la rodilla de Horton, pero seguía moviendo el arma, adelante y atrás, sacudiéndola con los dedos en tensión aunque sin disparar. Alguien repetía: «Mierda, mierda, mierda». Me acerqué a OJJJ y, en el mayor acto de valor físico de mi vida hasta ese momento, le di un rodillazo en los huevos y le quité el revólver de la mano: se dobló y vomitó tan rápido que pareció que le había liberado de la tarea de aguantarse la bilis, como si desde el principio hubiera tenido intención de vomitar.
El arma desapareció momentáneamente en mi invisibilidad, pero estaba recalentada por la combustión del disparo y me quemó la mano (era un objeto primitivo, poco más que un bulto de acero y dinamita pensado para disparar en una dirección concreta que, al sobresaltarnos, había cumplido con su misión y ya no servía para nada). Me quemó y la solté. Solo que no estaba acabada. Volvió a dispararse al chocar con el suelo, luego giró hasta detenerse en la mancha verde del vómito de OJJJ. La tercera bala fue a parar al cuello de OJJJ. OJJJ tragó, se echó hacia atrás y se cogió la garganta como Horton se había cogido la rodilla y mientras tragaba le recorrían el cuerpo sacudidas y espasmos y su boca formaba palabras que probablemente no existían. O, si existían, OJJJ no podía decirlas. La bala le calló la boca.
En cuanto a mí, corrí, me salté el límite de velocidad. Me había adentrado unas diez o doce manzanas en Shattuck, lejos de las sirenas de la policía, cuando me estampé de cara con el hombro de una negra alta que se había interpuesto en mi camino y caí entonces en la cuenta de que toda la serie de fuertes colisiones que a duras penas había esquivado eran el inconveniente de la invisibilidad. El impacto hizo girar a la mujer y yo estuve a punto de caerme. Mientras me recobraba me guardé el anillo en la palma de la mano. Cuando la mujer me vio me dio un puñetazo por pura rabia instintiva y me golpeó en el ojo con el pedrusco enorme que llevaba por anillo, que hizo las veces de unas perfectas nudilleras. «¡Mira por dónde vas, chico!» No podía echarle la culpa ni explicarme, solo experimentar el desconcierto. Me llevé la mano al ojo y eché a correr otra vez, esta vez con el anillo de Doily en el bolsillo. El gorrión de la colina me había traído un mensaje que no había escuchado: la naturaleza, o al menos los pájaros y las mujeres, detestaban al hombre invisible.
Orthan Jamaal Jonas Jackson sobrevivió. A la mañana siguiente, la página de información local del Oakland Tribune informó de que él y Horton Cantrell estaban ingresados en la unidad de cuidados intensivos del hospital Herrick en estado estable. El artículo titulado «DOS HERIDOS EN NORTH OAKLAND» incluía el aterrador detalle de que la policía buscaba a un tirador blanco. Ambas víctimas eran conocidas de la policía, tenían un expediente de detenciones y en el caso de Cantrell una condena pendiente por posesión de drogas. No se habían presentado cargos contra ninguno de los dos por el incidente. El artículo era mecánico, no interpretaba el desarrollo del incidente, el hecho de que Cantrell y Jackson, que habían empezado como enemigos, hubieran acabado heridos por la misma arma. Probablemente no era la más conmovedora de las historias. El ambiente resultaba conocido, drogas y pistolas, y de haber quedado en eso el mundo no le habría prestado la menor atención.
Pero para el jueves la historia había crecido y había sido ascendida a primera plana: «TIRADOR MISTERIOSO DESCRITO COMO VENGADOR URBANO». Las dos víctimas habían declarado y, con los hermanos Kenneth y Dorey Hammond, propietarios del garaje, habían descrito la escena: el misterioso joven blanco había entrado blandiendo una pistola después de seguir al buen amigo Orthan Jackson desde el Bosun’s Locker. El dueño del bar había participado describiendo mi nerviosismo y confirmando que me había comportado de un modo extraño y que había sido yo el que me había dirigido a OJJJ en primer lugar. OJJJ, fotografiado con la bata del hospital y con una venda blanca que le cubría de la oreja a la clavícula, explicó que había adivinado que yo andaba buscando problemas en cuanto me había visto. Aunque no había conseguido engañarle, el caso era que yo me había hecho pasar por policía de narcóticos y había preguntado por los traficantes locales. Debería haber caído en la cuenta, decía, de que era «otro loco blanco cabrón con ganas de cargarse a algún negro». Aunque fue el periodista, Vance Christmas, el que en el siguiente párrafo acuñó la expresión «el Bernhard Goetz de Oakland», OJJJ le había guiado hasta ella. Vance Christmas no habría sido periodista si no hubiera recogido la idea. Por entonces Goetz todavía era noticia.
Esa noche me pasé horas deprimido en la KALX antes del programa, un tributo mecánico a Bobby «Blue» Bland que había preparado hacía semanas. A quien me preguntaba por el ojo a la virulé le contaba el choque de Shattuck, sin citar el detalle de la invisibilidad. El rato que había pasado en el garaje de los Hammond no me había dejado señales. Después del programa, compré la prensa del viernes. Repasé el Tribune y, por fortuna, no encontré ninguna referencia al tiroteo del martes por la noche. Luego me hice un ovillo y dormí hasta que oscureció.
Esta falsa calma duró hasta el domingo, cuando Vance Christmas supo cómo tratarme en el editorial que abría el suplemento de fin de semana. «EL VENGADOR DE EAST BAY, COMO EL TIRADOR DEL METRO NEOYORQUINO BERNHARD GOETZ, EVIDENCIA LA TENDENCIA AL LINCHAMIENTO QUE SIEMPRE SE ESCONDE CERCA DE LA SUPERFICIE» se inspiraba en un conjunto de cartas de apoyo al misterioso pistolero blanco enviadas al Tribune desde que el miércoles publicaran la noticia. El largo artículo empezaba como una exposición psicológica de Goetz, el neoyorquino y bienhablado presunto asesino de cuatro personas. Era una historia vieja, pero Christmas la renovó dándole un enfoque local al componer con las citas de OJJJ y el camarero un retrato especulativo del «Vengador de East Bay» a partir del personaje de Goetz. No se mencionaba lo que Horton Cantrell y los Hammond (el cuarto hombre había desaparecido por completo de la historia) podrían haber estado haciendo en el garaje, fuera de esperar a OJJJ y del «aciago momento de terror» que sufrieron a manos del «astuto vigilante». Ponía un énfasis especial en el encuentro inicial en el Bosun’s Locker. Christmas se preguntaba: ¿Sabía el Vengador que el Bosun’s Locker era el mismo local en que Bobby Seale y Huey Newton se habían sentado una vez a redactar el manifiesto de los Panteras Negras? (No lo sabía.) La pregunta le daba pie a una digresión sobre el lamentable estado del radicalismo negro, el auge de los señores de la droga y los gángsters que les habían llevado a ocupar el lugar de prestigio entre la comunidad que antes correspondía a los Panteras. El alarmismo blanco -y episodios como el de Goetz y el Vengador-, ¿habían sido en parte los causantes de dicha sustitución? Christmas concluía con un elocuente «quizá».
El Oakland Tribune era un periódico de propiedad negra en una ciudad con alcalde negro, y cuando el lunes telefoneé a la redacción desde una cabina de la Asociación de Estudiantes de California y pedí a la telefonista que me pasara con Vance Christmas, el periodista obsesionado por los Panteras, esperaba que me respondiera al teléfono la voz de un hombre negro. Su nombre me parecía negro. Pero Christmas era blanco, lo deduje de su voz al instante. Le dije que había entendido mal lo sucedido.
– Hum… ¿sí? ¿Y cómo es eso? -Estaba masticando algo.
– Orthan Jackson disparó la pistola.
Christmas no estaba muy interesado.
– ¿Se disparó a sí mismo?
– Se le cayó el arma.
– Ya. Eh… ¿cómo se llama usted?
– No puedo darle mi nombre.
Se calló un momento.
– Entonces, ¿cómo sabe lo que me ha contado?
– Por circunstancias.
– ¿Por qué habría de creerle? -No había la menor hostilidad en su pregunta, sencillamente quería saberlo.
– La pistola cayó sobre un vómito -dije. No había visto mencionado ese detalle en ningún artículo-. Compruébelo en el informe de la policía.
– ¿Le importaría esperar un minuto?
– No. Deme su teléfono directo y volveré a llamarle.
Me pidió que llamara diez minutos más tarde. Colgué, me compré un helado de arándanos en un carrito ambulante de Bancroft, encontré otra cabina y volví a telefonear.
Esta vez Christmas dijo:
– Le escucho.
– Son camellos.
Imaginaba que tenía el tiempo contado: como en un millón de películas, los expertos de la policía estarían rastreando la llamada y pronto los equipos de asaltos especiales tomarían el edificio. Solo quería contar lo mínimo para poner fin a aquel sinsentido, al menos eso me dije.
– Claro -dijo con amabilidad-. Son camellos conocidos, tiene razón. La cuestión es: ¿quién es usted?
– Solo quería ayudar. OJJJ estaba aturdido por el crack y creo que había estado robándoles a los otros. Tal vez ya tuviera pensado ponerse a disparar antes de entrar.
– ¿A quién intentaba ayudar usted?
– Quería que los cogieran -dije, impaciente.
– ¿Matándolos?
– Yo no he disparado a nadie. Nunca he disparado un arma.
– O sea, ¿como Batman?
– ¿Qué?
– Batman siempre alardea de eso: de que nunca ha disparado un arma.
Eso me detuvo. Intenté imaginarme a Vance Christmas sin éxito. Supongo que los dos tratábamos de imaginarnos el uno al otro. Le oía respirar con tranquilidad mientras esperaba a que yo siguiera hablando -quizá supiera que me había atrapado-, pero también un murmullo febril de fondo: un lápiz sobre un papel.
«No -quería decirle-, Batman es de la DC y a mí me gusta la Marvel. La DC es una mierda.»
– De modo que no tenía intención de que las cosas acabaran como acabaron. -Christmas no se esforzaba por ser simpático. Parecía estar considerando la posibilidad de haber interpretado mal la historia-. Y por eso ha telefoneado. Para aclarar las cosas.
– Exacto.
– Entonces, ¿no odia usted a los negros?
Por un instante casi se me escapa: el anhelo de compensar «Play That Funky Music», la desolación de la que había nacido Aeroman y que lo había devuelto a la vida una vez más. Pero el camino desde la calle Dean hasta Bosun’s Locker era demasiado largo. Así que solo contesté:
– No.
– Debe de encontrarse usted en una situación extraña, ¿eh?
Ahora tenía la impresión de que me trataba con paternalismo.
– Lo que estoy intentando hacer no es fácil -dije-. La cagué, eso es todo.
– Ha tenido días mejores.
– Muchos.
– ¿Una historia de éxitos?
Vance Christmas había empezado a recordarme a un programa informático diseñado para imitar a un psiquiatra o a un rasguño en la córnea: me seguiría a donde yo fuera. Así que le guié.
– Cuando sale bien, alguien como usted ni siquiera se entera -dije-. La satisfacción está en ayudar.
– Evita dar publicidad.
– Normalmente sí.
– Bueno, entonces estoy de suerte. Me ha proporcionado una gran exclusiva.
– No me llame el Vengador de East Bay.
– ¿Cómo quiere que le llame?
– Aeroman.
– A-R-R-E…
– No, no. -Se lo deletreé.
– ¿Cuándo tiene proyectado el… la próxima intervención?
– Voy a donde me necesitan.
– Vaya, claro. Por supuesto. Escuche, esto… ¿tiene usted… hum… un aspecto que le distinga? Es decir, ¿sabría alguien que es usted si le tuviera delante?
– No.
– ¿Y no será alguien que ya es conocido en la comunidad? Ya sabe, como Clark Kent o Bruce Wayne.
– No.
– ¿Seguro que no le conozco? Porque, es curioso, pero su voz me suena.
Se me aceleró el corazón. ¿Vance Christmas un oyente noctámbulo de la KALX? Intenté imaginármelo una vez más: periodista sensacionalista de temas raciales, aficionado a Batman… ¿cuántos años tenía? En cuanto lo pensé no pude pronunciar ni una palabra más. De modo que colgué. Había hablado demasiado, había estado demasiado rato al teléfono. Pero ningún grupo de operaciones especiales rodeó la Asociación de Estudiantes y supuse que me había librado.
La exclusiva de Christmas apareció en la mitad superior del diario del martes. Ninguna de las citas que me atribuía eran mentiras descaradas, pero el contexto siempre estaba mal: «“VOY A DONDE ME NECESITAN.” VENGADOR A TRIBUNE: “VOLVERÉ A ATACAR”». Según Christmas, Oakland tenía que prepararse porque un loco fantasioso campaba a sus anchas por las calles. Yo había alardeado de toda una serie de ataques encubiertos creyéndome en el derecho de ostentar cierta autoridad de vigilante aunque admitía que en este caso «la había cagado». Negaba que odiara a los negros… claro. No obstante, mi actividad me proporcionaba «satisfacción». Y aunque me había erigido en juez y jurado al acusar a Jackson y Cantrell de «camellos», admitía que me había drogado con crack en el servicio del Bosun’s Locker antes del tiroteo. No mencionó el nombre de Aeroman, tal vez fuera la única palabra que le había dicho y no había citado. Quizá fuera el cebo de Christmas. El periodista había notado que me importaba y esperaba que volviera a llamarle para corregirle. Casi acierta.
El miércoles cruzó la bahía. Un editorial del Examiner criticaba al Vengador y a Christmas por igual por haber creado una historia ridícula que quedaba empequeñecida al lado de la crisis real en la que estaba sumido Oakland. Entretanto, Herb Caen se preguntaba en su columna: «¿Alguien tiene una fotografía del Vengador de East Bay de Oakland con Travis Bickle de Taxi Driver…? Era solo una pregunta…». Esas fueron las menciones que encontré antes de descorazonarme y dejar de buscar. Quizá hubiera otras.
Christmas no se había olvidado del nombre «Aeroman». Al contrario, lo había apuntado y había estado investigando en las microfichas. Al cabo de una semana, cuando yo ya empezaba a creerme que los rescoldos de la historia se habían enfriado, la portada del Tribune publicó una foto del departamento de policía de Nueva York: Mingus Rude, de frente y de perfil. Las habían sacado aquella lejana tarde de domingo, el día del tiroteo; era Mingus exactamente donde le había dejado. El titular se preguntaba: «¿CONEXIÓN ENTRE EL VENGADOR Y ASESINO NEOYORQUINO?».
Según descubrí por el diario, Mingus seguía en la prisión de Elmira. Le faltaban tres meses para conseguir su primera libertad condicional y no había estado cerca de Bosun’s Locker. Sin embargo, fuentes exclusivas apuntaban a una relación entre ambos casos. El periodista seguía ocultando el nombre de Aeroman. Vance Christmas proponía una especie de rompecabezas por cuya solución el periódico ofrecía una recompensa: mil dólares para cualquiera que lograra unir los puntos que relacionaban un incidente de hacía seis años en las casas de protección oficial Walt Whitman de Fort Greene, Brooklyn, con la reciente atrocidad cometida en la calle Sesenta, aquel patético rostro negro encarcelado con nuestro esquivo maníaco blanco que seguía en libertad. ¿Había sido arrestado Rude por el Vengador hacía tanto tiempo?
Christmas me había invitado a salir, pero yo seguía encerrado. No pensaba recoger la recompensa, no podía responder a la pregunta. Guardé el anillo. La excursión al Bosun’s Locker fue la última vez que lo toqué hasta aquella mañana en que Abigale Ponders lo sacó de entre un montón de recuerdos y volví a acordarme de él.