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Arthur Lomb me citó en un restaurante llamado Berlin, en la esquina de Smith con Baltic. Era un local más del grupo de restaurantes y establecimientos nuevos abiertos en el viejo barrio hispano, rodeados de tiendas de parafernalia religiosa y clubes sociales y destartalados comercios de saldos llenos de polvorientos muebles de plástico y electrodomésticos pasados de moda. Abraham había tratado de explicármelo docenas de veces, pero no lo entendí hasta que lo vi con mis propios ojos: la empobrecida calle Smith se había convertido en un parque de juegos de clase alta. Supongo que era susceptible de una colonización tan rápida precisamente porque había muchas tiendas cerradas. La calle se había vuelto tan chic que apenas se reconocía, salvo por los puertorriqueños y los dominicanos que seguían allí. Eran refugiados en su antiguo territorio, sentados en cajas de leche bebiendo de bolsas de papel, cargando hasta casa las compras realizadas, saludándose desde ventanas del tercer piso de un lado al otro de la calle, fingiendo que el aburguesamiento no había caído sobre ellos como una bomba.
Arthur no estaba en el Berlin cuando llegué. Eran las once de la mañana y fui el primer cliente del día. El lugar lucía varios signos de una renovación cara y reciente, disparos directos a las virtudes de una tienda con cien años de historia. Habían conservado el techo de latón y expuesto y barnizado los ladrillos de las paredes laterales. El suelo era de una reluciente madera noble de color rubio, bastante nuevo.
El maître estaba fumando al fondo del local cuando entré, pero rápidamente apagó el cigarrillo y sonrió. Era alto y encorvado, y un poco tristón para lo temprano que era. Me ofreció una mesa junto a la ventana y un menú minimalista: una sopa, un sándwich, un crep, ostras del día. Yo todavía notaba los efectos de mi juerga con Katha Purly de hacía dos noches y los excesos culinarios a cargo de Francesca Cassini de la noche previa, recién llegado de La Guardia. Cuando el maître volvió solo pedí un capuchino y le observé más de cerca. La mata de pelo negro había desaparecido, ahora tenía el pelo canoso y muy corto, pero era Euclid Barnes.
Se fue a prepararme él mismo el café en la máquina sibilante. Cuando dejó el capuchino en la mesa me pilló mirándole y se fijó en mí.
– ¿Le conozco?
– Dylan Ebdus.
Parpadeó.
– Estudiamos juntos.
– ¿Dylan de Camden?
– Exacto.
– Creí que no volveríamos a vernos.
No mencioné que estaba trabajando en mi patio, en mi territorio. La verdad era que había estado en Boerum Hill tres o cuatro veces en dos décadas y, obviamente, ya no era mi lugar.
– ¿Mantienes el contacto con alguno de los de antes? -pregunté.
Comprendí que me había desconcertado bastante volver a ver a Euclid… y que Euclid Barnes me sirviera un capuchino en una cafetería moderna a solo una manzana de la ES 293.
– Buf, no sé. Con todos, con ninguno, ya sabes cómo va.
– Claro -dije, aunque, por supuesto, no lo sabía. Yo no había vuelto a tener noticias de ninguno de los de Camden. Moira Hogarth y yo nos habíamos despedido de mala manera a finales de aquel único trimestre.
– ¿Te importa que me siente? -preguntó Euclid.
– Por favor.
– ¿Que fume?
– Adelante.
Llevaba un jersey de cuello cisne negro, algo excesivo para un mes de septiembre que estaba siendo caluroso en ambas costas. Se lo apartó del cuello y comprobé cuánto se le había aflojado la piel de la garganta: Euclid casi no tenía barbilla. Aparte de eso, y del cansancio que rodeaba sus ojos, había conservado su elegancia lastimera, incluso la había potenciado gracias a que la carne de sus mejillas se había hundido un poco. La escasa barba cerca de sus labios tenía algunas canas, como la mía cuando la dejaba crecer.
Al verle me volvieron un mar de recuerdos inútiles que se sumaron a los que había despertado mi paseo desde casa de Abraham hasta la calle Smith. Por supuesto, la calle Dean era la que había regurgitado los recuerdos de calamidades más profundas. Pero había ido a donde estaba a encontrarlas. Euclid era un factor sorpresa.
Se quedó mirándome mientras encendía un cigarrillo.
– ¿Qué te pasó?
Entendí a qué se refería.
– Dejé la universidad.
– Me acuerdo de ti, pero no mucho -admitió.
– A mí me pasa igual -dije, a pesar de que sabía que a mí no me costaba tanto recordarle. Mi vida en Camden había constituido un episodio peculiar, una ventana en el tiempo. Euclid había estado allí cuatro años, entre huestes de compañeros de colegios privados y otros que había conocido después. Yo era un detalle pasajero.
– Me pasé a Berkeley -le dije-. Y luego me quedé a vivir en California. Solo estoy aquí de visita.
– ¿A qué te dedicas?
Estuve tentado de contestar que estaba escribiendo una película para Dreamworks.
– Soy periodista -dije-. Sobre todo escribo de música.
– Chico listo.
– ¿Y tú? ¿Este lugar es tuyo o solo lo diriges?
– ¿Por qué comprar un restaurante cuando puedes ser camarero?
– Ah.
– Antes trabajaba en el Balthazar, pero cierta persona decidió que yo ya no era encantador y me despidieron.
– ¿Así que te has mudado aquí?
– Joder, si hace años que no me puedo permitir vivir en Manhattan. A duras penas aguanto en Boerum Hill.
Por supuesto. Desde mi situación privilegiada había visto la riqueza de Camden como un edificio sin fisuras, sin variaciones. Pero no era así. Era un entorno, un estilo adinerado, que se mantenía incluso en los casos en que el dinero había desaparecido. Los cheques de los padres de Euclid siempre llegaban tarde, ahora lo recordaba.
– Este vecindario se ha vuelto bastante chic -dije, haciéndome todavía el tonto.
– Lo odio, es demasiado moderno. En cuestión de seis meses ha llegado todo el mundo y se lo ha cargado. La calle Smith acaba de aparecer en no sé qué guía turística alemana como «el nuevo Williamsburg». Son como vampiros de la inmobiliaria.
– Formas parte de la vieja guardia del lugar.
– En cualquier caso, soy viejo. Gracias por recordármelo.
– Este sitio tiene toda la pinta de que lo hayan inaugurado ayer.
– Este sitio es un puto timo -susurró. Como no le había pedido nada al chef, el hombre salió de la cocina y ocupó el lugar de Euclid en la barra, pero a Euclid no le preocupaba que él le escuchara-. El dueño del restaurante es el casero. Es dueño de toda la manzana. Vio que Eric Asimov, del Times, concedía dos estrellas a sus inquilinos y pensó que haría un gran negocio invirtiendo poco dinero. Es un cabrón del barrio. Todo el mundo en la comunidad le detesta.
Por «comunidad» entendí que Euclid se refería a los restauradores de verdad, chefs que habían arriesgado sus carreras al abrir locales en aquellas tierras interiores.
– En fin, y tú ¿qué haces aquí? -preguntó.
– He quedado con un viejo amigo. Llega tarde.
Quizá Euclid viera algo en mi cara, porque entonces se acordó.
– Tú eres de Brooklyn, ¿no?
– De aquí al lado.
Lo cierto es que me molestó un poco, pero no era culpa de Euclid. Mis sentimientos posesivos eran una locura. Yo veía significados ocultos por todas partes en aquellas calles, como las firmas de DMD y FMD que todavía se veían en los lugares donde las habían pintado hacía veinte años. Contemplaba los cambios del barrio en términos de la guerra de Rachel contra la noción de aburguesamiento, que se había librado en su mayoría en el campo de batalla de mi cabeza. Yo me paseaba por un mapa invisible de incidentes, timos, lanzamientos de huevos, robos de porciones de pizza, mis propias estaciones del calvario. Pero imaginar que tales cuestiones deberían ser relevantes para los modernos que habían colonizado el lugar era como imaginar que «Play That Funky Music» oída en la radio de un taxi era un mensaje de culpa y vergüenza dirigido a mis oídos. No, Isabel Vendle estaba muerta y olvidada, y Rachel se había marchado. El Boerum Hill de Euclid era el real. El hecho de que yo viera Gowanus destellando por debajo no era importante; como mucho, interesante.
– ¿Qué tal está Karen Rothenberg? -pregunté, pasando a terreno más seguro.
Euclid me miró con ojos desorbitados.
– Dejó de llamar cuando volvió de Minneápolis… de rehabilitación. Ahora tiene una sombrerería en la calle Ludlow. A mí, la verdad, sus sombreros me parecen hemorroides. Pero Dashiell Marks… ¿Te acuerdas de Dashiell?
Mentí y dije que sí.
– Dashiell incluyó los sombreros de Karen en las recomendaciones de la revista New York, así que le va a las mil maravillas.
A Euclid le gustaba recordar los viejos tiempos. Encendió el siguiente cigarrillo con la colilla del anterior y me habló de otros compañeros de estudios, enumerando quejas que parecían tan recientes como si hubiera dejado Vermont el día antes. Entre la lluvia de nombres descubrí que Junie Alteck llevaba la dirección artística de los vídeos de Cypress Hill y Redman, que Bee Prudhomme había muerto apuñalado por una amante en un chalet en las afueras de Helsinki y que Moira Hogarth era una artista de performances famosa porque un senador del Medio Oeste la había censurado.
Entonces Euclid empezó a apagar el cigarrillo, airear el humo y levantarse de la mesa todo al mismo tiempo. Arthur Lomb había entrado en el local y entonces entendí por qué, de entre los muchísimos restaurantes de la calle Smith, Arthur había elegido el Berlin para nuestra cita. Era típico de él restarle importancia a las cosas sin por ello dejar de alardear. Más que gordo, estaba llenito, sobre todo en comparación con la silueta de botella de Coca-Cola que tenía desde el estirón de los diecisiete años. De todos modos comprendí por qué, sin nada que sugiriera ninguna conexión con aquella lejana semana de tráfico de cocaína en Vermont, Euclid no había reconocido a mi viejo amigo en la persona de su detestado jefe.
Después de retirar el cenicero, Euclid se escabulló al fondo del local y vi lo que diez o quince años de servir mesas habían hecho al frágil príncipe homosexual que tanto me había intimidado en el pasado, durante aquel primer curso universitario. En Camden Euclid no buscaba gustar, anhelaba que lo compadecieran. Hasta entonces, conmigo nunca lo había conseguido.
El fornido y barbudo Arthur Lomb siguió con mala cara la huida de Euclid, luego limpió cenizas reales e imaginarias del lugar que Euclid había ocupado en mi mesa y se sentó.
– ¿No te apetece comer nada? Invito yo.
– Me han dicho que eres el dueño.
– Sí, estoy llenando esto de pasta. ¿Qué más da un poco más?
– Me apetece conducir un rato.
El coche de alquiler estaba aparcado en la calle Dean. Me preocupaba el reproductor de cedés del interior.
Había invitado a Arthur a que me acompañara a la prisión de Watertown a visitar a Mingus. Había declinado mi oferta. Ya lo había visitado a principios de verano. Pero quería verme y me propuso que pasáramos a ver a Junior. Tal era nuestra misión para esa mañana y, superada la distracción de Euclid, estaba impaciente por cumplirla.
– De acuerdo, tú primero -dijo Arthur-. El café va a mi cuenta, chicos -gritó hacia la cocina.
Cogí mi paquete y salimos juntos a la calle Smith, la manzana que, según Euclid, pertenecía toda a Arthur: una barbería destrozada con la vieja barra de cristal, una tienda de objetos religiosos con el aparador lleno de velas votivas y arte popular debajo de apartamentos de gueto y cuatro o cinco de los sencillos y atractivos restaurantes a los que el Berlin quería robar la clientela. La estética era de una horrible precisión, bonitas serifs pintadas a mano en minúsculos carteles o directamente en las ventanas con cortinas. En un acto kitsch o de vudú, se habían apropiado de algunos nombres históricos del barrio: Breuklyn, Schermerhorn, Pierrepont. Un local se llamaba Tartas Gowanus, exhumando el nombre que Isabel Vendle tanto se había esforzado por enterrar.
– ¿Para qué coño hablabas con el maricón de mi camarero?
Arthur llevaba una gorra de los Yankees. Yo todavía no le había perdonado que cambiara a los Mets por los Yankees cuando teníamos doce años. Aquella traición representaba para mí la capacidad de Arthur para adaptarse sin problemas al estilo negro, su manera de robarme a Mingus Rude. La misma inhibición que me mantuvo fiel a los Mets aunque perdieran me había impedido desempeñar el papel que me habría permitido seguir a Mingus a dondequiera que fuese.
Era una especie de autismo, un fracaso en términos de mímica social, que me había imposibilitado las adaptaciones que hacían que, al final, Arthur fuera más de Brooklyn que yo. Yo había tenido que refugiarme en los libros, hacerme de Manhattan, marcharme. De modo que la conclusión lógica era que Arthur Lomb siguiera en el barrio, engullendo las tiendas de la calle Smith en el momento preciso para sacarles el dinero a los yuppies emprendedores, un «cabrón local».
No valía la pena fastidiar a Arthur recordándole que aquel camarero maricón le había acariciado su por entonces flacucho y narcotizado trasero en una escalera de la residencia de estudiantes de Vermont. Lomb y Barnes recuperarían aquella vieja historia compartida sin mi ayuda, o no. A mí no me costaba no contarle secretos a Arthur. Lo había hecho toda la vida, como en el caso del anillo.
– Me ha dicho que la manzana es tuya -dije.
– Tengo cinco edificios. Aunque si tienes que creerte lo que dicen, soy el Don Corleone de Smith.
Me preguntaba si a Arthur le importaba que sus propiedades estuvieran a la vuelta de la esquina de nuestra vieja escuela. Probablemente no. Probablemente tenías que marcharte y volver, como yo había hecho, para notar la yuxtaposición, la aglomeración de tiempo mientras volvíamos a recorrer los paseos de sexto curso hacia casa de Arthur a jugar al ajedrez y comer galletas de cereales. Hubo un tiempo en que Arthur Lomb y yo girando la esquina de Smith con Dean éramos la pareja de humanos más ridícula del planeta.
La noche anterior Francesca Cassini me había guiado por un paseo por mi vida. «¡Imaginaos a los dos solos en esta casa tan grande!», había gritado una y otra vez, y yo había querido replicarle: «¡No me hace falta!». Francesca había reunido unas cuantas instantáneas de Abraham y mías y había creado un nuevo álbum familiar, la continuación del que Rachel había compuesto y abandonado, en el que a mí se me veía en brazos de mi madre y a Abraham, más joven de lo que yo jamás le había visto, de pie frente al caballete con pinturas que fueron vendidas o perdidas antes de que ni yo ni la película existiéramos. El álbum de Francesca contenía fotografías del colegio, aquellas sonrisas desesperadas sobre el fondo de cortinas azul pastel, así como algunas del verano Aire Fresco en las que aparecíamos Heather Windle y yo con el pelo ensortijado y húmedo del estanque. En las últimas páginas aparecían Abraham y Francesca de vacaciones en Italia, mi padre protegiéndose los ojos del sol en terrazas, patios de restaurante, viñedos. Un final satisfactorio para el cuento que lo precedía, el de los dos hombres solos en casa.
A mí me interesaron más los cuadros nuevos, una decena más o menos, colgados de las paredes del pasillo y la caja de la escalera. Estaban pintados sobre madera, como los originales de las cubiertas de libro. Aunque el estilo no guardaba ninguna relación con ellas. No eran desnudos, sino retratos: pequeños y penetrantes estudios de Francesca sin gafas. No eran favorecedores, pero tampoco analíticos. Lo que me asombró fue la falta del menor esfuerzo por distinguirlos unos de otros. Varios de ellos eran prácticamente idénticos. En ese sentido se parecían a la película o, en cualquier caso, se inspiraban en la paciencia de cronista de la película. Parecían decir: «Aquí algo podría cambiar o no. A mí tanto me da una cosa como la otra, pero si ocurre, estaré aquí para recoger el cambio».
Esa noche no pude preguntarle a mi padre por ellos, no encontré las palabras adecuadas. Francesca estaba demasiado emocionada con mi visita y solo podíamos esperar a que se cansara de parlotear. Mi padre se fue a la cama. Francesca siguió un rato antes de agotarse. En cuanto lo hizo, llamé dos veces a mi casa, comprobé los mensajes del contestador. Ninguno de Abby.
Francesca dormía hasta tarde. Le pedí a Abraham que me despertara para mi cita con Arthur en el Berlin. Los dos nos sentamos solos a tomar el café, pero ya no logré recordar lo que quería preguntarle sobre los retratos. Le dije que me gustaban.
– Gracias.
– ¿Vas a intentar exponerlos?
– No lo he pensado.
– ¿Sigues trabajando en la película?
Abraham me atravesó con una mirada de pánico a lo Buster Keaton.
– Por supuesto, Dylan. Todos los días.
La casa abandonada no estaba abandonada. Tuve que contar portales desde el patio de Henry para encontrarla. Habían restaurado todo el enladrillado de la manzana, los dinteles y las escaleras, habían reparado y pintado las verjas: la manzana era como un decorado para una película que mostrara una pobreza idealizada y dulcificada en pintorescos tonos sepia. Incluso la acera estaba lisa y limpia, recompuesta como los ladrillos donde no habían sustituido la pizarra por cemento.
Estaba mirando embobado las cornisas, preguntándome cuántas pelotas podridas seguían atascadas en los canalones, cuando Arthur me llamó: le había dejado atrás. Arthur se había parado a hablar con una mujer negra en la escalinata de Henry, o la que había sido su escalinata, y aunque como Euclid ya no era esbelta, reconocí a Marilla. Se había dejado crecer las trenzas y las llevaba recogidas en lo alto de la cabeza. Estaba echando un trago de una bolsa de papel en el primer escalón.
– ¿Te acuerdas de Dylan?
– ¿Qué dices, Artie? Conozco a Dylan desde antes de conocerte a ti.
Se nos escapaban reclamaciones de nuestros orígenes como votos por una gran causa. Si Marilla no lo hubiese dicho, tal vez lo habría hecho yo. No era muy distinto de escribir, como una vez había escrito, que «Nadie que haya escuchado alguna vez el “Fever” de Little Willie John necesita molestarse en escuchar las versiones posteriores del tema». Quizá el lugar donde por primera vez había encontrado mi furor por la autenticidad había sido la calle Dean.
– Estás viejo, Dylan. ¿Dónde andabas?
– Vivo en California -dije.
– La-La se fue a California. ¿La has visto alguna vez?
– No -dije, casi sin voz-. Nunca me he encontrado con La-La. -Sopesé bromear con La-La y La-La-Land, pero imaginé que no les haría gracia.
– ¿No?
– California es muy grande.
– Un día de estos tendré que descubrirlo en persona.
Marilla no estaba en absoluto sorprendida de verme, solo de que hubiera pasado tanto tiempo. Deduje que no había salido de la manzana, que para ella Arthur sería un aventurero que había vagado por tierras lejanas. Quería transmitirle mi asombro de que siguiera allí, de que pudiera reconocerme después de los lugares en los que había estado, pero nada de lo que pudiera farfullar sobre Berkeley o Vermont, sobre el despacho de Jared Orthman o ForbiddenCon 7 le habría transmitido nada más que eso, un simple galimatías. En realidad, lo que me asombraba era hasta qué punto había renegado de aquel lugar. Al estar allí con Arthur y Marilla tenía la impresión de que lo normal era eso.
– ¿Henry todavía vive aquí? -grazné.
– Se pasa por aquí -dijo Marilla-. Tendrías que ver cómo se nos quedan mirando los blancos en la mismísima calle de Henry. Les dan ganas de llamar a la policía, solo que Henry es el puto poli.
– La gente nueva del barrio no entiende lo de sentarse en la escalinata -repuso Arthur a modo de disculpa.
– ¿Henry es poli?
– En realidad, el poli es Alberto y Henry es ayudante del fiscal del distrito. -Arthur reflexionó un momento sobre la situación-. Casi todo el mundo está en la cárcel o es poli. A excepción de ti y de Dylan, Marilla.
– Bueno, pues yo sé de unos cuantos que deberían estar en la cárcel.
Arthur se rió.
– Nos vamos a ver a Junior, Marilla.
– ¿Junior? Mierda. Ese es el primero de mi lista.
El director artístico de Rhodes Blemner había conseguido una fotografía sorprendentemente antigua del archivo Michael Ochs para la cubierta de la caja Bothered Blue de Remnant, que yo no había visto hasta que las primeras prensadas de las copias acabadas del recopilatorio llegaron a mi casa de Berkeley unas semanas antes, enviadas directamente desde la fábrica canadiense. Se veía a Barrett Rude Junior al micrófono del estudio Sigma, rodeado de los Distinctions, tapándose una oreja con la mano y con la boca abierta, rugiendo como un Ali jactancioso. Por la pinta de la foto debía de corresponder a una de las primeras sesiones del grupo, porque a los Distinctions todavía se les veía sobrecogidos por la joya que les había llovido del cielo.
Me pregunto si un extraño podría haber conciliado aquel rostro amplio y fuerte y aquellas uñas pulidas y el peinado geométrico, aquella corbata fuertemente anudada contra la camisa blanca como el papel, toda la autoridad y fuerza depredadora de aquel Barrett Rude Junior treintañero, con la forma consumida como una manzana pasada de garras amarillentas y bigotes a lo Fu Manchú que aceptó la caja recopilatoria que le regalé. No es que no tuviera igual de buen aspecto: nadie jamás había tenido tan buen aspecto como el hombre de la fotografía. Pero no sé cómo habría deducido la huella del paso del tiempo en la cara de Barry de no haber contado con la ventaja de conocer a su padre y a su hijo. Tal era la distancia que separaba al hombre de la fotografía. El cantante de la fotografía era Mingus a los dieciocho años, en un buen día. En cuanto al hombre que cogía el regalo con mano temblorosa arañándome la palma con las uñas… bueno, lo que me vino a la cabeza era menos que una revelación y más que una broma: Junior se había convertido en Senior. Incluso llevaba la estrella de David de Senior colgada entre la maraña canosa que dejaba entrever la bata. Cuando le vi bajar la mirada hacia la caja y descubrirse a sí mismo quise arrancarle el regalo de las manos y tirarlo a la calle, solo que ya era demasiado tarde.
– He escrito las notas de presentación -dijo.
– ¿Eh?
– Dentro hay un librito, un pequeño ensayo sobre tu carrera. Lo he escrito yo. Espero que te guste.
Por alguna razón, hasta ese momento no había sopesado las posibilidades de que Barrett Rude Junior leyera mi homenaje. Ahora había unas cuantas frases que preferiría que pasara por alto. Una vez más, era demasiado tarde.
– Ya me gusta, chaval -dijo Barry.
Dejó la caja en el sofá al lado de donde estaba sentado. Nos había dejado pasar tan poco sorprendido como Marilla. El piso apenas había cambiado, solo lucía el desgaste de veinte años de falta de cuidados. Barry ocupaba una porción considerablemente menor del espacio disponible. Y yo habría jurado que algunos discos seguían donde los había visto la última vez, apilados en el suelo junto al estéreo, la mitad de ellos fuera de las fundas.
– ¿Ves, Arthur? -dijo Barry, apartando un segundo la vista del televisor, sintonizado en Juez Judy. El televisor era nuevo y me dio la impresión de que lo usaba más que el tocadiscos-. Siempre dije que Little Dee nos daría motivos de orgullo.
– Claro -dijo Arthur-. Ten, Barry, yo también te he traído una cosa. -Se palpó los bolsillos hasta encontrarlo: un paquete nuevo de Kool, que tiró al regazo de Barry-. ¿Sabes la advertencia de que fumar perjudica la salud? Muy poca gente sabe que la escribí yo.
– Sois los dos un par de chicos con talento, admitido.
– Por supuesto, lo cambiaron todo, me cortaron las mejores frases.
– Es la prerrogativa que tienen, ¿verdad, Arthur?
– Sí.
– Tienes que reconocerles que la prerrogativa es suya.
– Supongo.
– Eso he oído. -Barry rozó la punta de los dedos con Arthur sin apartar la vista del televisor. Había dejado los cigarrillos a un lado con la caja recopilatoria.
– ¿Quieres escuchar los cedés? -pregunté, como un estúpido-. Suenan muy bien.
Con el tiempo, Barry acabaría cobrando algo de dinero por la reedición. Se sumaría al goteo de derechos de autor que presumiblemente todavía mantenían la casa. Tal vez me equivocaba al pensar que debería enorgullecerse también del homenaje. Tal vez el Barry al que yo quería regalarle el recopilatorio era el Barry de 1975. Ahora aquel hombre, como el de la fotografía, resultaba tan inaccesible para Barry como para mí.
– Ya sé cómo suenan todos esos discos viejos.
– Sí, pero…
– Ya los escucharé en otro momento, tío. -Hablaba despacio y con cautela y supe que debía dejar de insistir-. Además, no tengo reproductor de cedés.
Asentí.
– ¿Sabes esa tal Fran, la chica que vive con tu padre? -Al cambiar de tema, volvió a dulcificar la voz-. Está muy bien. Se preocupa por mí, ¿sabes?
– Eso he oído.
– Tu viejo tiene suerte de haber encontrado una chica como esa.
– Lo sé.
Todo el mundo estaba de acuerdo, de la A a Zelmo. Solo esperaba que Abraham también lo estuviera. Fue entonces cuando recordé lo que quería preguntarle a mi padre sobre los cuadros nuevos. ¿Eran los retratos de Francesca una excusa para mirar fijamente, para intentar ver en profundidad su nueva situación, esa mujer que había ocupado el lugar que Rachel había abandonado hacía tantísimo tiempo? ¿Intentaba comprender a Francesca? ¿O ella le había pedido que la pintara, que la mirara con semejante intensidad? ¿Quién había perseguido la confrontación que revelaban los cuadros?
Siguió un largo silencio lleno solo por el quejido del televisor. Volví a empezar a pensar otra vez en el coche de alquiler y en la carretera que debía recorrer ese día. Mi corazón se estaba empantanando en la calle Dean, pero a quien yo tenía que ver era a Mingus.
Barrett Rude Junior me miró fijamente a los ojos por primera vez en casi veinte años, tal vez adivinándome el pensamiento. Por fin su mirada atravesó la membrana que la cubría desde que había salido a la puerta a recibirnos y durante la breve inspección de la fotografía y las palabras de la caja recopilatoria.
– ¿Qué te trae por aquí a ver a este cantante viejo y acabado, Pequeño Dylan? -preguntó.
Imprimió a las palabras «viejo» y «acabado» algo de su antiguo deje melódico y me noté una leve excitación de las glándulas salivales, como si hubiera mojado la punta de la lengua en cocaína.
– Quería darte los discos. -Ya no podía llamarlos cedés.
– Eso ya lo has hecho -dijo, un poco fríamente.
– Y vamos a ir a visitar a Mingus. Es decir, voy a visitar a Mingus.
– Ah.
Barry volvió a desconectar. Dibujó una mueca de concentración preocupado por algo que ocurría en Juez Judy, quizá un fallo erróneo. Alguien tenía que controlar esas cosas.
– Si tienes algún mensaje para él…
Barry me cortó con su mano semejante a una garra. Un gesto que parecía indicar que Mingus estaba en Watertown, demasiado lejos. La calle Dean era real, Francesca y Arthur eran reales y valía la pena reconocer su existencia. Una traía sopa y el otro cigarrillos. La juez Judy también era bastante real: la tenía delante de las narices. Yo había venido a proponerle a Barry que pensara en California, 1967 y Watertown, cosas demasiado remotas, demasiado cansinas.
– Estoy viendo los programas de la mañana -le dijo a Arthur-. Todavía no me he despertado, tío. Pásate por la noche y nos montamos una juerga.
– Vale, pero Dylan tiene prisa -dijo Arthur-. Solo ha pasado a saludarte.
– Dile al chico que estoy viendo la tele.
Arthur me acompañó hasta el coche y se disculpó.
– Debería haberte advertido que no mencionaras a Mingus -dijo-. En cuanto oye su nombre se cierra en banda.
– ¿Qué le ha hecho Mingus?
– No es tan simple.
Ya había cargado la bolsa en el maletero del coche alquilado y me había despedido de Abraham y Francesca, prometiéndoles pasar otro día con ellos de vuelta de mi visita al norte, antes de regresar a California. Estaba listo para marcharme.
– Ten -dijo Arthur. Volvió a cachearse y sacó un sobre abierto lleno de dinero, contado. Me lo dejó en la palma de la mano-. No puedes dárselo directamente a ellos, no pueden tener dinero allí dentro. Tienes que ingresarlo en su cuenta del economato y así, bueno, lo sacan en cigarrillos o lo que quieran. Hay cien para cada uno.
– ¿Quiénes son ellos?
– ¿Sabes lo que le decía a Marilla, que parece que todos están en la cárcel?
– Sí.
– Robert Woolfolk también está en la cárcel. En Watertown, con Mingus.