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El juego de las chapas existía. Era una ciencia más relacionada con el Spirograph y el Telesketch que con la Spaldeen, y Dylan se lanzó a ella agradecido. De hecho, cuando jugaba de verdad solía perder más a menudo de lo que ganaba pero las chapas eran un arte que implicaba la transmisión de un cuerpo de conocimientos, como los métodos de un gremio, y para cuando llegó el segundo verano en la manzana, Dylan dominaba ya todas las nociones periféricas y se le reconocía ampliamente su maestría. Por ejemplo, dibujar el tablero. El primer paso exigía encontrar la baldosa ideal de pizarra y por tanto la larga comunión de Dylan con la acera de la calle Dean se veía recompensada. La pizarra no podía tener grietas ni vetas, ni estar inclinada ni abombada. Dylan prefería la baldosa de delante de la casa pintada de azul a mitad de camino entre la casa de Henry y la casa de la mujer a la que su madre, a veces, llamaba entre risas «Vendlemachine» y Henry llamaba «la vieja». Solo Dylan sabía que había otras baldosas de pizarra en la manzana tan buenas o mejores, pero él prefería esa porque estaba más cerca de su casa y no lejos de la de Henry, donde los niños se reunían, y por el modo en que le daba sombra un árbol en particular (por la dinámica del espacio y el sonido, la cualidad de privacidad y accesibilidad, por toda una serie de sutiles diferencias estéticas y el hecho de que oía a su madre si le llamaba desde las escaleras de casa); habría resultado imposible explicar todos los factores que convergían en su elección y en consecuencia Dylan optó por declararla la mejor baldosa en conjunto para jugar a las chapas. Y le creyeron. De vez en cuando los chicos dibujaban otro tablero para las chapas en otra baldosa, para poner a prueba la elección, pero tras la declaración de Dylan la elección estaba hecha.
Luego había que dibujar el tablero en la acera. Dylan sabía dibujar, aunque llegó a dicha conclusión solo ante la incapacidad de los otros para igualarle. Cuando los chicos veían los tableros de Dylan, dejaban caer sus tizas, y Marilla le reclutó para dibujar los diagramas de la rayuela para unas niñas que, por lo demás, se burlaban de sus zapatos y pantalones (Dylan llevaba lo que solían llamar «pisacucarachas» y «cruzarríos»). Sus tableros para chapas eran rectos y nítidos, con las cuatro esquinas numeradas con elegancia -una, dos, tres, cuatro- y el círculo del ganador bien centrado y embellecido con un doble círculo de su propia cosecha. Este detalle, como la elección de la baldosa, se institucionalizó hasta tal punto que un día Lonnie y Marilla insistieron socarronamente en que siempre se había hecho así y la autoría de Dylan en relación al doble círculo ganador fue olvidada para siempre.
Otras innovaciones toparon con una resistencia categórica. Un día Dylan diseñó un tablero en forma de estrella, donde los jugadores tenían que lanzar sus chapas desde las esquinas triangulares hacia el centro, como en las damas chinas, un juego que a Dylan le habían enseñado en la guardería. Nadie lo entendió, nadie quiso jugar: eso no eran las chapas. Dylan borró el tablero, pero las seis puntas cargadas de tiza permanecieron ligeramente marcadas para atormentarle hasta el siguiente chaparrón.
Después había que fabricar las chapas. Las tapas metálicas de las botellas de refrescos o cerveza eran el material habitual, y los tapones de corcho algo más pesados, el mejor; aunque de vez en cuando algún niño experimentaba con una tapa de plástico o una metálica más grande procedente de otro tipo de tarro o botella, de un frasco de ketchup o incluso de un bote de pepinillos o compota de manzana. La idea de una chapa monstruosa, una que enviara a los oponentes fuera del tablero de un golpe demoledor, rondaba la institución del juego de las chapas. Pero, en la práctica, las chapas grandes eran pesadas y difíciles de manejar, tendían a sobresalir de las líneas del tablero y costaba mucho lanzarlas con fuerza con los dedos. Podías hacer el tonto con una chapa grande antes de rellenarla de cera, pero después derrapaba y resbalaba fuera del tablero con excesiva facilidad y, de todos modos, una chapa que no estuviera rellena de cera no era una chapa. Necesitabas cera. Se podía comprar o agenciarse -robar- las velas en la tienda del señor Ramírez o Dylan podía conseguirlas del suministro de velas que su madre guardaba junto a la cama. Y Dylan se convirtió en un experto en el arte de fundir las velas, una operación que siempre se efectuaba en la escalinata de entrada a la casa abandonada para no alarmar a los padres ni a los «niños pequeños» con las cerillas (aunque Dylan y Earl seguían siendo los más pequeños del barrio, a excepción de dos niñas mudas de severos trenzados africanos). Luego se vertía la cera en las tapas, de modo que al endurecerse quedara lisa, sin marcas ni bultos, y no se desprendiera al recibir el golpe de la chapa de un contrario. Como en una pequeña fábrica, Dylan confeccionaba filas de chapas perfectas y las alineaba a lo largo de la escalinata: Yoo-Hoo de vainilla con cera rosa, CocaCola con verde, Coco Rico, cuyo corcho todavía apestaba a azúcar, con blanca.
Curiosamente, tras el rápido ascenso de Dylan a alquimista y filósofo en jefe de las chapas, nadie quiso seguir jugando. Dylan presidía una baldosa ideal que era persistentemente ninguneada, abandonada en favor de prácticamente cualquier otra cosa, incluido haraganear cerca del jardín delantero de Henry con las manos en los bolsillos pateándose las espinillas unos a otros y diciendo cosas del tipo «Que te jodan, gilipollas». Tal vez los niños de la calle Dean nunca habían sido capaces de prestar verdadera atención al juego de las chapas, sino a las artes complementarias, ocupados en desentrañar la tradición. Era mucho más fácil decirle a un niño pequeño que no sabía jugar a las chapas que tener que jugar con él para quitarle las chapas y, de todas maneras, ¿para qué servían las chapas? Todo el mundo perdía las suyas o incluso las tiraba perversamente contra algún autobús en marcha para verlas chocar inofensivamente y rodar hasta la alcantarilla. Quizá las chapas fueran un asco. Quizá perfeccionar algo fuera destruirlo.
Las chicas Solver se mudaron. Fue la primera sorpresa. Un día ya no estaban. Isabel Vendle se asomó a la ventana y vio la furgoneta, a los trabajadores de la mudanza bajando las escaleras con cajas de botellas cargadas de libros y cristalería, a las niñas en la acera con aquellos patines que parecían crecerles de los tobillos girando intocables como siempre en una provocadora pirueta final. Los padres de las niñas no habían tenido la cortesía de despedirse de Isabel, por lo visto no sabían que eran líneas de un plano proyectado por Isabel, participantes fundadores de su Boerum Hill. De buen principio, el círculo menguó.
Aunque a Dylan no le importó demasiado. Desde el primer año las chicas Solver habían ido a estudiar al colegio Saint Ann, se habían desvanecido en Brooklyn Heights. No vivían en la calle Dean, flotaban por encima de ella. Dylan había cursado primero en la Escuela Pública 38 de la manzana siguiente, según Rachel, una escuela de verdad, una escuela pública. «Es uno de los tres únicos chicos blancos de toda la escuela -le había oído presumir Dylan por teléfono-. No hablo de su clase, ni de su curso: en toda la escuela.»
Rachel lo decía como si fuera importante. Dylan no quería desilusionarla, pero de hecho el tiempo que pasaba cada día en su aula de la Escuela Pública 38 era solo el preludio de los asuntos de la manzana. En el colegio los niños no se miraban, miraban al profesor. Ninguno de los niños que Dylan conocía de la calle iba a su clase, a excepción de Earl y una de las niñas silenciosas del jardín de Marilla. Henry y Alberto y los demás eran mayores y, aunque presumiblemente acudían a la misma escuela, igual podrían haber estado en cualquier otra galaxia durante las horas que Dylan pasaba escuchando a la señorita Lupnick enseñar el alfabeto o a decir la hora o cuáles eran los principales días festivos; horas que Dylan ocupaba en leer la pequeña colección de ajados libros sobre pintura que había en el aula una y otra vez hasta que los memorizó, horas pasadas ausente, garabateando con el lápiz, dibujando utópicos tableros para las chapas de diez, veinte, cincuenta esquinas, dibujando rectángulos como fotogramas de la película pintada de su padre y rellenándolos hasta que quedaban completamente negros. El alfabeto que enseñaba la señorita Lupnick estaba representado en la pared de detrás de la profesora mediante una serie de letras de dibujos animados personificadas: la señora A Abre el Ascensor, el señor B Bebe de una Botella, etcétera, y un no sé qué de insípido en aquel desfile de letras sonrientes derrotaba por completo la voluntad de Dylan. Tenía la impresión de que no se podía construir ninguna narrativa que llevara a la señora A y al señor B a hacer otra cosa que no fuera Abrir el Ascensor o Beber de una Botella y no osaba arrastrar la vista por la fila de letras que coronaba la pizarra para descubrir qué estaban condenados a hacer el señor L o la señora T. La señorita Lupnick leía cuentos, tan despacio que era una tortura. La señorita Lupnick ponía discos, canciones acerca de cruzar la calle y de que cada hombre tiene un trabajo distinto. ¿Estaban intentando entretenerle? Dylan nunca había aprendido menos en su vida. Miraba a un lado y a otro pero los demás niños estaban sentados con la mirada perdida en jaulas invisibles a derecha e izquierda, con las piernas enredadas bajo los pupitres-silla y los dedos metidos en la nariz. Tal vez algunos estuvieran aprendiendo el alfabeto, imposible deducirlo de sus caras. Algunos vivían en las casas de protección oficial. Una niña era china, cosa que, bien pensada, era rara. En cualquier caso, eran incapaces de comunicarse o ayudarse entre ellos. Los chicos mayores recogían a los de primero después de clase y los guiaban como si fueran retrasados, meneando la cabeza. ¿Qué habían hecho todo el día en clase los de primero? Nadie lo sabía. La profesora les hablaba todo el día como si fueran perros y a las tres era como llevarse el perro de vuelta a casa.
Los chicos que hacían primero contigo quizá estuviesen también en tu clase de segundo o quizá no los volvieses a ver nunca más. Tal vez no importase. Incluso los que conocías de la manzana en el colegio eran desconocidos. Dylan intentó tocarse la nariz con la punta de la lengua hasta que alguien le dijo que parara. Un par de niños no pidió permiso para ir al servicio hasta que ya fue demasiado tarde y se habían meado en la silla. Un niño se rascó la oreja derecha hasta que empezó a sangrar. A veces Dylan apenas recordaba algún segundo de su clase de primero después de salir de vuelta a la calle Dean.
Ella admitía en privado que tal vez el extraño y desafortunado Abraham Ebdus hubiera dado con algo. Desde luego el tiempo era una serie de días y la película del barrio cambiando era tan estática como una serie de fotogramas pintados a mano, considerados por separado. El New York Times había impreso el nombre que ella había inventado para el barrio: Boerum Hill, algo era algo. Pero Isabel Vendle deseaba ver la película en movimiento ya, ver correr los fotogramas, ver desprecintada y rescatada la casa abandonada. Crecimiento, proceso, renovación. Lo único que se movía en la manzana eran los chicos entre el tráfico, como insectos patinando sobre la superficie de un estanque en reposo, los blancos rozando el agua rodeados de negros. La incineradora de las casas protegidas de Wycockoff funcionaba cada dos por tres, al menos lo parecía, emitiendo un penacho rosa que el aire se negaba a disolver. Un soltero había comprado la casa del horrible revestimiento azul y amenazaba con renovarla tan despacio que lo mismo cabría esperar que no lo hiciera nunca. El hombre vivía en una habitación del fondo y renovaba la casa de dentro afuera, de modo que nadie diría que el edificio no estaba en ruinas. Era un desastre, aquella manzana no tenía arreglo, y la calle Pacific progresaba más rápido que la calle Dean. Isabel deseaba poder arrancar el revestimiento azul con sus propias manos, una idea tonta, pero persistente: ojalá pudiese empapelar con dinero aquel revestimiento azul que le dolía a la vista como un ungüento, ojalá pudiese esparcir dinero por toda la calle Dean, pudiese sobornar al hombre del coche decorado con llamas para que le sacara brillo en Pacific o Nevins o para que lo hundiera en el canal Gowanus. En realidad no tenía tanto dinero. Tenía hojas en blanco y sobres y sellos y días que se negaban a terminar: una tormenta rompía el calor y al cabo de una hora la humedad se aferraba de nuevo a la manzana como si no hubiera caído un solo rayo. Le escribía a Croft, que había dejado embarazada a otra mujer de la comuna: «Se me acaba el tiempo, Croft, o quizá no. No sabría decir si soy más vieja que hace treinta y cinco años cuando, siendo una niña, el remo me atravesó el costado» y «Eres tonto, Croft». Para ella, Croft se estaba convirtiendo en un personaje de El fondo de la cuestión o Los comediantes de Graham Greene, deberían obligar a Croft a sofocarse de calor en alguna isla imperial o acusarlo de atentar contra las autoridades locales.
Costaba recordar el momento en que Robert Woolfolk empezó a dejarse ver. Era de algún punto de la calle Nevins, tal vez de las casas de protección oficial, quizá no. Un día apareció en las escaleras de entrada a la casa abandonada, otro día se sentó en el muro bajo de Henry a mirar a las chicas. Luego participó en algún juego, aunque en realidad lo de jugar no le iba mucho. Robert Woolfolk era más alto que Henry y capaz de lanzar la pelota igual de lejos, pero su presencia ejercía cierto influjo desorganizador que acababa con todos los juegos, había algo en su modo de mover los brazos y la cabeza que solo le permitía lanzar pelotas interceptadas o colarlas en el tejado. Una vez, estando de pie a unos pocos metros de la implacable superficie de la casa abandonada mientras el receptor esperaba en mitad de la calle, no se sabía cómo, tiró una Spaldeen de tal modo que voló de lado directa a la ventana del salón de la casa adyacente. Woolfolk corría que se las pelaba, convinieron todos después del suceso. Había desaparecido por la esquina con Nevins, como Henry el día que fingió que el autobús le había atropellado, prácticamente antes de que el cristal cayera del marco al jardín, mientras la bola penetraba la ventana para perderse en el interior de la vivienda, algo inaudito. Los otros niños se quedaron mirando con una actitud mezcla de estupefacción y desafío. Al fin y al cabo, ellos no habían lanzado la pelota. Robert Woolfolk no volvió a aparecer durante las dos semanas posteriores al milagroso lanzamiento aberrante, interludio durante el cual el casero de la vivienda vecina a la casa abandonada reemplazó el cristal de la ventana por un cartón y luego se pasó una semana de pie en la escalera vigilando a los niños que jugaban por las tardes, quienes, con aire culpable, optaban por el fútbol, el corre que te pillo o se limitaban a darse empujones delante del muro bajo de la casa de Henry, echando miradas disimuladas al casero o murmurando muy bajo para que el hombre no les oyera: «Mierda, tío, ¿qué está mirando?». Hasta que el casero se hartó de su protesta simbólica y contrató a un cristalero para que pusiera un cristal nuevo en lugar del cartón. En cuanto los niños de la calle Dean decidieron que podían volver a blandir una Spaldeen sin peligro, dedicaron una o dos tardes a intentar reproducir el perverso y famoso lanzamiento sin conseguirlo, el ángulo era totalmente imposible. Cuando Robert Woolfolk se asomó de nuevo a la esquina de la calle trataron de que se sumara al experimento, pero se negó durante días, paseándose enfurruñado por los límites del juego. Cuando al final tanto azuzarle le despertó la curiosidad y Robert Woolfolk consintió en volver a tocar una Spaldeen, aquello tuvo un inesperado efecto desmoralizador. Los niños se dispersaron sin darle tiempo a acercarse a la pared, traumatizados ante la posibilidad de que el brazo de Woolfolk volviera a lanzar con su estilo loco y le dejaron que se fuera con la Spaldeen a su casa, dondequiera que estuviera.
Nadie parecía saber dónde vivía Robert Woolfolk.
Tal vez Robert Woolfolk viviera en las casas de protección oficial y no lo dijera.
Era probable que viviera allí.
– Tiene un nombre de mierda -dijo un día Henry, a nadie en particular.
– ¿Quién?
– Bobo Bulldog.
– Chucho -añadió Alberto, siguiendo la inspiración en términos generales. Nadie más habló.
En eso consistió toda la conversación. Las palabras se las llevó el viento, o eso cabría haber pensado. Pero dos días después Robert Woolfolk merodeaba por la escalinata de Henry y todos notaban el peso desagradable de su vigilancia. Se adivinaba en el lenguaje evasivo de los niños colocados a diferentes distancias, sin jugar ninguno de ellos a nada específico, en mitad de aquella tarde como de arcilla, inamovible. Henry se mostraba especialmente orgulloso y despreocupado, lanzando pelotazos desde el interior de su jardín al punto donde el muro tocaba con el suelo, sin mirar a Robert Woolfolk.
– ¿Por qué no vienes un momento? -dijo Robert.
Estaba recostado con una rodilla doblada y la otra pierna estirada y el dedo gordo del pie apuntando hacia dentro, los codos apuntalados en los escalones, los hombros altos a los lados de las orejas y las manos colgando peligrosamente. Parecía una marioneta de ojos vivos con los cables relajados momentáneamente.
– Aquí estoy bien -contestó Henry.
– ¿Por qué no repites cómo me llamas?
La pregunta era: ¿qué alianza invisible giraba la esquina hacia la calle Nevins, qué voces habían hablado al oído de Robert Woolfolk y dónde y cuándo? Cada uno de los niños se lo preguntaba y tenía que considerar la posibilidad de que fuera el único que no lo sabía, que las líneas de fuerza fueran visibles para todos los demás. En ese instante los niños de la calle Dean aumentaron, justo entonces en el pulmón del verano entró un soplo de aire y volvió a salir. El sabor del aire nuevo mareaba.
– Yo no te he llamado de ningún modo.
– Pues hazlo ahora.
– Vete a casa.
Cuando Robert Woolfolk se desplegó en los escalones y atacó a Henry fue como su famoso lanzamiento de la Spaldeen. Jamás habrías dicho que su brazo huesudo se enroscaría alrededor de la cintura de Henry derrumbándolos a los dos, con Robert encima, en el suelo del patio de Henry, con las rodillas dobladas como amantes besuqueándose. Robert no golpeó hasta que tocaron el suelo, entonces se arrodilló y golpeó como un maníaco, con los ojos, la boca y toda la cara apretados como si estuviera bajo el agua peleándose con un tiburón. Henry se hizo un ovillo. Por un momento los combatientes fueron contemplados desde la distancia, a través de una bruma de interferencia acuosa. Luego el silencio se rompió súbitamente, la pelea emergió de las profundidades oceánicas y los niños se acercaron a verla. ¿Cómo si no habrían escuchado los extraños gemidos, los lamentos casi animales que emitían los dos cuerpos tirados en el patio de Henry? Estaban aprendiendo. La pelea de los niños se entendió, pero pocos tuvieron ocasión de verla. Aquel sonido podría salir de tu propio cuerpo un día de esos. Valía la pena echar un vistazo, valía la pena esperar un momento antes de separarlos con independencia de con quién simpatizaras, cosa que de todos modos no estaba clara. Luego interrumpías gritando «¡Separaos! ¡Separaos!», palabras que emergían con fluidez por puro instinto pese a no haberlas pronunciado antes. En este caso, Alberto entró como una flecha en el patio de Henry y tiró de los hombros de Robert.
– ¿Lo ves? ¿Ves? -dijo Robert Woolfolk, respirando como un fuelle y señalando con el dedo. Capturado con los brazos doblados por Alberto, no dejaba de rugirle a Henry, y sus piernas y las de Alberto temblaban como las de un animal sacudiéndose y encogiéndose en el establo. El dorso de una mano le sangraba por algún arañazo contra el suelo o quizá por un mordisco de Henry-. ¿Ves? Esto es lo que se consigue, es lo que vas a conseguir. -Robert Woolfolk se libró de Alberto a codazos y regresó a la esquina con Nevins. Se volvió una sola vez y gritó-: ¿Ves?
Lo dijo casi como si gritara el nombre de alguien. Luego desapareció.
La calle Nevins era un río de infelicidad que atravesaba la tierra de Dean.
¿Quién lavaba la ropa de Robert Woolfolk, por ejemplo?
Era probable que no regresara por algún tiempo. Era probable que regresara al cabo de un tiempo.
Quizá tenía un hermano o una hermana.
Nadie lo sabía.
No había modo de abordar el tema. Nadie tenía la culpa. Los coches y los autobuses rodaban bajo la sombra de los árboles de la calle Dean, runruneando a través de manchas de luz y sombra. El parpadeo cegaba a los conductores. Los hombres del umbral de la pensión pregonaban su indiferencia con el modo en que incluso con ese tiempo vestían sus pequeños gorros de fieltro. Bebían discretamente de una bolsa. Todo lo que se les ocurría decir lo decían en español o se lo guardaban para ellos. Probablemente la madre de todos (en el caso de que la tuvieran) estaba en la cocina preparando la cena. Nadie miraba a los niños del patio de Henry. Ni siquiera la vieja señora blanca se asomaba demasiado a la ventana últimamente.
A veces ni siquiera los niños se miraban. Podían discutir durante horas por quién dijo qué o quién estaba presente cuando ocurrió algo importante. Bastante a menudo resultaba que alguien no había estado allí. Las niñas nunca confirmaban nada por nadie, pese a que cabía suponer que habrían estado allí mismo, observando. Marilla podía conocer a la hermana de un niño dado y jamás habrías oído una sola palabra al respecto. Los días estaban llenos de lagunas, probablemente porque eran demasiado iguales. Y cuando ocurría algo importante resultaba imposible dejar las cosas claras. Las lagunas inundaban incluso esos días.
Henry, por su parte, se reanimó al instante y quitó importancia a las heridas, pese a que le brillaba un hilo de sangre bajo la nariz. Se sorbió la sangre y se la secó, tragó. Se pasó la lengua por los dientes y enderezó los miembros, que en su conjunto se veían mucho más derechos que los de Robert Woolfolk. Los labios hinchados eran más una actitud que otra cosa, un desdén ganado a pulso.
– Cabrón de mierda. Gilipollas estúpido.
– Hummm…
– Apuesto a que no vuelve.
– Hummm…
De pronto era imaginable pensar que Henry le había dado una paliza a Robert Woolfolk y no al revés: por el modo en que Henry se olvidó de la pelea con un encogimiento de hombros y lanzó varios home runs seguidos justo después tenías que considerar la posibilidad de haber malinterpretado las apariencias. No siempre podías deducir que el ganador era el que estaba encima. Todos habían visto a Robert Woolfolk echar a correr después de que Alberto hubiera separado a los contrincantes, al menos se había ido caminando rápido con sus andares entrecortados y solo.
La cuestión en el caso de la pelea entre Henry y Robert Woolfolk era la siguiente: Dylan Ebdus nunca llegó a saber si había estado allí y la había presenciado con sus propios ojos o si solo había oído todos los detalles, convertidos en leyenda por los otros chicos. Sencillamente no lograba recordarlo y, pasado un tiempo, dejó de intentarlo.
La película estaba cambiando. En los fotogramas antiguos, los primeros cuatro mil o así, figuras abstractas de dibujos animados habían retozado sobre la orilla de un lago de fondo, una playa y un cielo que en otras ocasiones eran un paisaje desértico salpicado de hierbajos. Las figuras que había pintado con sus pinceles finos como agujas podían ser cactus u hongos o surtidores de gasolina o pistoleros o aurigas o arrecifes floridos; a veces, mentalmente los bautizaba con nombres mitológicos, pese a que sabía que las alusiones mitológicas eran un vestigio, un impulso literario que ya debería haber depurado de su obra. Sin embargo, sin confesarlo del todo, había suspendido un pequeño vellón dorado sobre el hombro de una de las figuras que corría y se contoneaba por doscientos o trescientos fotogramas. Por supuesto, contemplaba las figuras correr y contonearse en su mente, como si la película avanzara sobre los carretes del proyector. Pero de hecho la infinita película pintada no se movía, nunca la había mostrado. Le habían ofrecido un aparato de manivela para editar y visionar así pequeñas secuencias de celuloide y lo había rechazado. La quietud de la película formaba parte del proyecto. Cada fotograma soportaba el peso de esta discreción acumulativa. Juntos, los fotogramas conformaban un diario de días de pintor, uno que confesaría toda su vida solo al final.
Ahora las figuras, las etéreas bailarinas, habían sido suprimidas de los fotogramas. Se habían fundido en manchas de luz. Abraham había aparcado los pinceles minúsculos, las herramientas de joyero, los había dejado endurecer. Las formas brillantes que ahora pintaba, las manchas y rectángulos de color más simples y luminosos, se cernían sobre un horizonte que había evolucionado a partir de la orilla llena de juncos y maleza del lago de los primeros fotogramas hacia un horizonte distante, borroso, una puesta de sol o una tormenta por encima de una planicie vasta y suavemente reflectante. Las formas coloridas en primer plano que pintaba una y otra vez hasta sabérselas como un idioma, hasta que se movían como palabras a través del significado hasta el sinsentido y de nuevo de vuelta a un significado más puro, esas formas estaban empezando a fundirse con el horizonte, a fluir dentro y fuera de las profundidades de los minúsculos marcos de celuloide. Abraham dejaba que ocurriera así. Con el tiempo, pasados muchos días, las formas se convertirían en lo que quisieran. Pintándolas una y otra vez con variaciones mínimas las purificaría y la historia de dicha purificación constituiría el argumento de la película que estaba pintando.
Había empezado a mirar por la ventana. Un día mojó un pincel grande en pintura y perfiló la torre del Williamsburg Savings Bank en el cristal, luego rellenó el perfil de modo que la torre pintada tapara la que se veía a lo lejos.
Al igual que en los fotogramas más nuevos de su película, el cristal pintado volvía la distancia proximidad.
Cada vez que el niño entraba en el estudio tenía un aspecto distinto.
Su mujer bromeaba con que le pediría a la compañía telefónica que instalara una línea nueva en el estudio para telefonearle desde la cocina de la planta baja. Ahora, cuando discutían, a media discusión Abraham olvidaba el motivo. Sabía que ella reconocía sin problemas el momento de la rendición, cuando la abstracción inundaba los ojos de Abraham y borraba el lenguaje. Mentalmente estaba pintando un fotograma. Retorcía los dedos en busca del pincel.
Su antiguo profesor telefoneó desde la escuela de arte para preguntarle por qué ya no pintaba. «Pinto cada día», contestó.
Segundo era primer curso más matemáticas. Tercero era segundo curso con un rato de patio para jugar al kickball, una versión del béisbol con una gigantesca pelota fofa, de color rojo apagado y con bultitos como una alfombrilla de plástico para la bañera, que se lanzaba en dirección al bateador y que salía volando de una buena patada. Un globo resultaba casi inalcanzable, cuando volaba por los aires era casi más grande que un niño. Colocarse debajo de un globo era una estupidez, y si discurrías lo que ocurriría después de que el jugador exterior, invariablemente, se hiciera a un lado, prácticamente cualquier pelota en el aire se convertía en un home run. Tenías que limitarte a correr, no te parabas a pensar lo que intentaba el contrario. Aunque lo más frecuente era que no la atraparas al vuelo. Una patada a destiempo devolviendo la pelota al lanzador y te expulsaban de la primera base.
Con todo, un home run. Si lanzabas al aire aquella cosa abotargada, la mitad de las veces todos los que estaban en el campo se tiraban al suelo. Pasabas junto a un niño sentado en cada base que ibas dejando atrás.
Cualquier cosa que pintaras, por muy chapucera que fuera, acababa colgada en la pared. Aunque con los pinceles del colegio era como pintar con los codos, si es que cabía la comparación. La pintura del colegio se secaba como las costras.
Ya nadie se meaba en la silla.
Una reseña de un libro contaba la historia de un libro.
En segundo curso había dos niños chinos y en tercero, tres, una presencia tranquilizadora porque siempre levantaban la mano. Era un misterio adónde iban al acabar las clases. No eran blancos ni todo lo contrario, lo cual constituía una ventaja. Evitaba que las cosas se pusieran demasiado negras y blancas y puertorriqueñas. Al ritmo actual, en el instituto todos serían chinos, cosa que, puestos a pensar, solucionaría algún que otro problema.
No era culpa suya que fueran chinos y si se lo preguntabas se encogían de hombros: sabían que no era culpa de ellos. Todos lo sabían. En tercer curso todavía estabas acomodándote a tu piel y no se te podía exigir que respondieras por tu color. Después, nadie lo sabía.