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Nixon abandonó, y «NIXON ABANDONA» anunciaba a toda plana la portada del Daily News colgado con placer culpable de la pared del despacho. Ese verano, el de sus setenta y ocho años -cincuenta y dos desde el remo- le sentaban bien las mayúsculas y se imaginó su propio titular: «VENDLE ABANDONA». Notaba su próximo abandono como el hueso de una ciruela amarga en la boca, lo sentía rozarle los dientes allí escondido pero no sabía si el hueso quería que lo escupiera o lo tragara: abandona, abandona, abandona. Le dolía al tragar. Le dolía la mano al tocar el bastón, que se le resbalaba, se le doblaba la muñeca. Le dolían los ojos al enfocar la página de un libro. Le dolía el mundo. Un día se estremeció, casi como si estuviera borracha, al garabatear con un bolígrafo en las páginas de Restaurante chino Casanova de Anthony Powell, rompiendo así un tabú de setenta y ocho años: oyó entonces la voz de su padre, un vago recuerdo, ordenándole que respetara aquel volumen encuadernado en cuero de la biblioteca paterna. Tal vez no existiera nada peor que pintarrajear un libro, pero ahora Isabel se sentía compelida a dejarlos caer a medio leer de su mesa al descuidado jardín. Le bastaría con girar la muñeca, dejar que, una vez más, las cosas se le resbalaran de las manos. Sabía que, de un modo u otro, abandonaría, dejaría caer el libro o sencillamente moriría, antes de terminar los doce volúmenes de la novela de Powell, Una danza para la música del tiempo. Powell había escrito demasiado, le había robado demasiado tiempo a Isabel y ella lo castigó garabateando en su libro una hilera de líneas vacilantes, como una marea de jeroglíficos. ¿Era al lago George adonde deseaba regresar? ¿Eran las olas lo que, al final, echaría de menos? ¿El balanceo de las olas rompiendo en los tablones hinchados, un beso en un esquife en los minutos previos a ser arponeada por el remo?
Las manos fallaban. Las suyas resbalaban sobre todo tipo de superficies. Después de todo, Isabel no había moldeado nada, solo había sido aplastada y remodelada. No era de extrañar que le gustaran las casas de piedra rojiza inutilizadas que ahora se llenaban caóticamente sin atender al plan de Isabel. Tomemos, por ejemplo, al cantante negro que había alquilado la casa entre la suya y la de los Ebdus. ¿Constituía un avance? El hombre tenía dinero, pero parecía colocado. El hijo mulato del cantante se pasaba las tardes de agosto de pie en medio del jardín trasero de al lado, plagado de maleza, mirando descaradamente a Isabel, sentada en su terraza, saludándola como si fuera la jefe de escuadrón. La calle Dean había generado su propia espora extraña e Isabel no podía seguirle la pista ni responder por lo que ahora florecía. Los homosexuales colonizaban la calle Pacific; un colectivo de comunistas ingenuos salía de un adosado de la calle Hoyt y pegaba panfletos en las farolas anunciando un pase de diapositivas sobre la China roja o una recolecta de fondos para los okupas de Loisada. Isabel había fundado un movimiento bohemio. «Ya no tendrán a Isabel Vendle dando vueltas por ahí.» Pero, claro, ni siquiera sabrían que era ella la que los reunía a todos.
Caminaron juntos hasta Pintchik, en la avenida Flatbush con Bergen, un complejo de tiendas que vendían pintura, muebles, productos de ferretería y fontanería, un negocio que probablemente en otro tiempo había sido solo una tiendita y que ahora se infiltraba por toda una manzana cobijado bajo adosados pintados de amarillo autobús sobre el que habían estampado «PINTCHIK» en rojo, casas de ladrillo rojo convertidas en una valla publicitaria de una calle de largo, casas de ladrillo rojo maquilladas como un payaso. Había algo en la inconfundible edad y especificidad de Pintchik, su indiferencia, que enfermaba a Dylan. Por lo visto, Brooklyn no siempre necesitaba esforzarse en ser algo más, algo consciente y ansioso, algo que apuntara hacia Manhattan, como en las calles Dean, Bergen o Pacific. A veces Brooklyn, como en Flatbush, podía sentirse encantado de su propio ser mugriento y duradero. Pintchik solo apuntaba hacia Pintchik, su única procedencia. Era una guarida, una madriguera, y los hombres peludos que vendían anillas polvorientas para cortinas de ducha y pomos de cristal para las puertas -el material tangible de la renovación en lugar de la idea de renovación- desde detrás de cajas registradoras cubiertas de recortes de prensa, eran conejos como Bugs Bunny o la Liebre de Marzo, petulantes en su agujero y entretenidos o impacientados solo por la posibilidad de que cayeras en uno de ellos. Pintchik era un Brooklyn blanco que Isabel Vendle no imaginaba.
De camino a Pintchik, Rachel le había enseñado la palabra «aburguesamiento». Era una palabra de Nixon, no molaba. «Si te preguntan, di que vives en Gowanus -le dijo Rachel-. No te avergüences. Boerum Hill es un invento pretencioso.» Ese día Rachel hablaba y Dylan escuchaba. Rachel esparcía lenguaje como esparcía agua la boca de riego abierta por los niños puertorriqueños en la esquina de Nevins los días más calurosos: sin parar, con demasiada efusión. Podías rascar una lata hasta abrirla por los dos extremos y emplearla luego para dirigir momentáneamente el agua a través de la ventanilla de cualquier coche que pasara, pero la fuerza del chorro acabaría ganando. Cuando Dylan lo había intentado, el pilar de agua le había arrancado la lata de las manos y la había mandado girando al otro lado de la calle, hasta chocar con los bajos de un coche aparcado. Dylan no se atrevía a intentar dirigir el chorro verbal de su madre. «Que no te oiga nunca decir “negrata” -dijo Rachel, susurrando de forma enfática y cautivadora-. Es la única palabra que no puedes decir nunca, ni siquiera para tus adentros. En Brooklyn Heights los llaman animales, llaman zoo a las casas de protección oficial. Esos reaccionarios estirados se merecen que les entren a robar. Deberían quedarse sin sus equipos de música cuadrafónicos. Nosotros estamos aquí para quedarnos. El canal Gowanus, las casas Gowanus, la gente de Gowanus. ¡El monstruo del lago Gowanus!» Rachel hinchó los carrillos y, con los dedos como garras, atacó a Dylan en la entrada de Pintchik.
¿Qué se encontraría Dylan si cruzaba Flatbush, más allá de las tiendas que vendían camisas y camisetas con el lema «ME ENORGULLEZCO DE MI HERENCIA AFRICANA», más allá de Deportes Triangle, más allá del puesto de patatas fritas de Arthur Treacher, más allá del mismo Pintchik? Cualquiera sabía. El mundo de Dylan tenía allí sus límites, bajo las estrechas espaldas de la torre del Williamsburg Savings Bank. Dylan conocía Manhattan, conocía el Londres de David Copperfield, incluso conocía mejor Narnia que las calles de Brooklyn al norte de la avenida Flatbush.
«No vivimos en una caja, no vivimos en una cajita cuadrada, me da igual lo que diga nadie, ¡no vivimos en un marco de dieciséis milímetros!» Rachel volaba por Pintchik como la Reina Roja en A través del espejo, susurrándole enloquecidamente. «Él no puede meternos dentro, nos escaparemos, saldremos corriendo. No puede pintarnos en una cajita de celuloide. ¡Saldremos corriendo a la calle! ¡Lo empapelaremos dentro del estudio!»
Dentro, Rachel le condujo a una sala llena de rollos de papel pintado. Dylan tenía que elegir el sustituto de los animales selváticos escondidos entre hojas de palmera, aquel diseño de libro infantil que se le había quedado demasiado pueril. Las muestras de la sala estaban forradas de terciopelo, decoradas con símbolos de la paz color naranja fluorescente, puestas de sol de Peter Max, tiras plateadas y estampados de cachemir en tonos lima: puede que Pintchik fuera implacable y eterno, pero ofrecía papeles pintados que recordaban a los envoltorios de caramelos más modernos, como Wacky Wafers y Big Buddy. Dylan sintió vergüenza por el papel. Tenía el mal gusto de pasar de moda sin percatarse. Dylan prefería el propio Pintchik, su diseño de ladrillos rojos y amarillos, sus paredes glaseadas por el tabaco.
«Lo arrancaré de su estudio igual que te saco a ti a la calle para que juegues, que se busque un trabajo en lugar de vivir en la cima de su montaña como Meher Baba…»
Dylan descubrió sorprendido un rollo de su papel de jungla entre las muestras de Pintchik. Allí estaba, en nada superior al de color lima o el fluorescente. La jungla que contemplaba mientras se dormía no tenía edad, era plana y estaba vacía, corrupta como la publicidad. Abraham jamás habría empapelado su estudio.
Dylan quería un papel de empapelar tan viejo como la acera, profundo y turbio como los fotogramas pintados de su padre. Quería dibujar un tablero de chapas en la pared, quería vivir en la casa abandonada. O en Pintchik.
Comparado con su madre, Brooklyn era simple.
«Una banda de las casas Gowanus pilló a un niño de quinto después de clase y lo llevó al parque y tenían una navaja y estuvieron desafiándose unos a otros y le cortaron los huevos. No se resistió ni chilló ni nada. No eres demasiado joven para aprender, mi niño profundo, que el mundo está como una cabra. Un consejo: si no puedes pelear, corre, corre y grita “¡Fuego!” o “¡Me violan!”, sé más salvaje que los demás, que tu melena sea una llamarada.»
Regresaron de Pintchik a casa por la calle Bergen, con Rachel calentándole la cabeza. Su madre nunca mencionó a Robert Woolfolk, ni siquiera una vez, pero al pasar por la esquina de Nevins con Bergen, el lugar donde le había pegado en plena calle, Dylan volvió a estremecerse de vergüenza, notó su vergüenza y la de Rachel. Rachel no era responsable de lo que decía, Dylan lo sabía. También ella tenía miedo. La función de Dylan consistía en desentrañar lo que Rachel decía y prescindir del noventa por ciento para entenderla.
«El negro guapetón que se ha mudado al lado de Isabel Vendle es Barrett Rude Junior, es cantante, estaba en los Distinctions, tiene una voz increíble, canta igualito que Sam Cooke. Los vi tocar una vez, de teloneros de los Stones. Su hijo tiene tu edad. Va a ser tu mejor amigo, ya verás.»
Era el último montaje de Rachel.
«Si no quieres papel, lo arrancaremos y pintaremos lo que quieras. Es tu cuarto. Te quiero, Dylan, ya lo sabes. Vamos, echemos una carrera hasta casa.»
Dylan vertió toda su confusión en la carrera, tratando de dejar atrás a su madre.
«Vale, me falta el aire. Corres demasiado rápido.»
Las pisadas de las deportivas de Dylan se fueron apagando al llegar a la esquina de Nevins con Dean, donde Dylan esperó a que Rachel le atrapara mientras echaba atrás la cabeza para recuperar el aliento. En ese instante Dylan estuvo seguro de verlo de nuevo: la silueta recortada trazó un arco desde el tejado de la Escuela Pública 38 hasta lo alto de las destartaladas tiendas de Nevins y desapareció después bajo el cielo. El saltador imposible. Parecía un vagabundo.
No le preguntó a su madre si lo había visto. Rachel estaba encendiendo un cigarrillo.
«No solo eres guapísimo y un genio, sino que además tienes un buen par de piernas. No te lo diría si no fuera cierto. Estás creciendo, mi niño.»
Las insignias por méritos eran criptogramas, señales de información improbable procedentes de otro planeta de la infancia y Mingus Rude, aunque en principio fardaba, parecía contemplarlas con una indiferencia antropológica no muy distinta de la de Dylan. «Natación, fogatas, nudos, brújula», musitó Mingus acariciando con el pulgar las insignias, pruebas talismán de los suburbios de Filadelfia, restos flotantes de un mundo muerto.
Mingus Rude hizo esperar a Dylan en el jardín vacío y plagado de hierbajos mientras se vestía con el uniforme de escolta, luego se colocó delante de Dylan y los dos sopesaron la incongruencia de la indumentaria: mangas y perneras demasiado cortas, pañuelo amarillo manchado por un rastro baboso de mocos. Mingus volvió adentro y regresó con un uniforme de hockey verde y amarillo con su nombre impreso a la espalda en letras planchadas, brillantes pero ligeramente agrietadas. Sostenía un palo astillado con cinta aislante negra en la empuñadura. Dylan interiorizó la escena en silencio. Entonces Mingus desapareció otra vez y regresó con un uniforme de fútbol americano carmesí en cuyo casco se leía «MANAYUNK MOHAWKS». Juntos dieron la vuelta al jersey de nailon ventilado para examinar las hombreras de espuma y plástico que otorgaban a Mingus silueta de superhéroe. Las hombreras olían a sudor y podredumbre, a tardes vertiginosas, inaccesibles. «Pero ¿sabes atrapar una Spaldeen? ¿Colarla en un tejado?», se preguntó Dylan con amargura. Mingus Rude pronto descubriría que Dylan Ebdus no.
Dylan se debatía entre las ganas de alardear de insignias al mérito en las chapas, Telesketch, ocultamiento bajo escaleras chirriantes y dibujo, y el deseo de proteger a Mingus Rude de la burla, el robo, la incomprensión. Ya los oía: «Tú, déjame ver, que les echo un vistazo. ¿Qué…? ¿Es que no te fías de mí?». Quería proteger a los dos ordenándole al chico nuevo que nunca llevara ninguna de esas posesiones irrelevantes e imprudentes a la calle para que las viera algún otro niño.
Dylan se hizo un lío en silencio. Quería amontonar los diversos uniformes en una fogata en aquel santuario vallado del patio trasero, una fogata como la que Henry y Alberto habían encendido una vez en la escalinata de la casa abandonada, prendiendo fuego a periódicos y mierda seca de perro y apestosas ramas de ailanto que ensuciaban el suelo a finales de verano. Dylan quería que Mingus Rude y él encendieran un fuego y asfixiaran los uniformes con humo hasta que el plástico ennegreciera y se fundiera, hasta que los números y los nombres, las pruebas, se destruyeran. Una hoguera de la calle Dean, sin nada que ver con insignias al mérito. En cambio, contempló a Mingus Rude guardar los uniformes en el fondo de su armario con gravedad.
– ¿Te gustan los cómics? -preguntó Mingus Rude.
– Claro -contestó Dylan, inseguro. «A mi madre le gustan», estuvo a punto de añadir.
Mingus Rude extrajo cuatro libros de cómics del suelo del armario: Daredevil n.º 77, Pantera Negra n.º 4, Doctor Extraño n.º 12, El Increíble Hulk n.º 115. Habían sido manoseados con ternura hasta la saciedad, tenían las puntas redondeadas, el papel amarillento del cálido aliento atento, las páginas machacadas de tanto mirarlas. Todas las primeras páginas interiores tenían escrito con bolígrafo, en mayúsculas inclinadas, «MINGUS RUDE». Mingus leyó algunos fragmentos en voz alta, hechizándolos a los dos, atrayendo la atención de Dylan y la suya propia. Dylan notó que le penetraba un rayo de atención, su efecto despertó una rara calidez en su pecho que dirigió hacia Mingus. Quería tocar el pelo de aspecto crujiente de Mingus Rude.
– ¿Sabes lo que dicen ahora? Que el Doctor Extraño logró atrapar al Increíble Hulk construyendo una especie de jaula mística, pero que no pudo coger a Thor porque Thor es una figura divina siempre que no pierda el martillo. Si pierde el martillo, el tipo es un tullido.
– ¿Quién es Thor?
– Ya lo verás. ¿Sabes dónde comprar cómics?
– Eh… sí.
Dylan pensó en Croft, aquella tarde en la terraza de Isabel Vendle, en el quiosco de la isla peatonal de la avenida Flatbush con Atlantic. Los Cuatro Fantásticos.
¿Podía el Doctor Extraño capturar a los Cuatro Fantásticos?
– ¿Alguna vez robas cómics?
– No.
– No es gran cosa. ¿Vas de campamento este año?
– No.
«Ningún año», estuvo a punto de añadir Dylan. Había encontrado un artefacto en el ropero de Mingus, una especie de diapasón.
– Es una paleta.
– Oh.
– Como un peine para pelo africano. Eso no es nada. ¿Quieres ver un disco de oro?
Dylan asintió en silencio, dejó caer el peine. Mingus Rude era un mundo, una bomba de posibilidades en proceso de estallar.
Subieron las escaleras. El padre de Mingus Rude había dejado en manos de su hijo el espectacular regalo del sótano al completo: dos habitaciones para él solo y la posesión del patio mágicamente vacío de atrás. El padre de Mingus Rude vivía en la planta del salón. Como Isabel Vendle, Barrett Rude Junior dormía en una cama frente a la barroca repisa de mármol de la chimenea, a la luz atenuada de unas ventanas altas con cortinas, ventanas escaparate pensadas para salones llenos de pianos y tapicerías, biblias dieciochescas en atriles y a saber cuántas cosas más. Pero, a diferencia de la cama de Isabel Vendle, la de Barrett Rude Junior, que descansaba directamente en el suelo bajo el techo holandés de volutas, era una gran bolsa llena de agua, tal como demostró Mingus Rude de dos contundentes palmetazos al pasar por el lado, un mar ondulante atrapado entre sábanas resbaladizas. Los dos discos de oro eran, curiosamente, lo que su nombre prometía: discos de oro, singles, encolados sobre moqueta blanca y enmarcados en aluminio, y no colgados de las paredes desnudas, sino colocados sobre la atiborrada repisa de la chimenea junto a billetes de dólar arrugados, vasos medio vacíos y cajetillas vacías de Kool. La leyenda de uno indicaba «“(NO WAY TO HELP YOU) EASE YOUR MIND” (B. RUDE, A. DEEHORN, M. BROWN), THE SUBTLE DISTINCTIONS, ATCO, DISCO DE ORO 28 DE MAYO DE 1970, y en la del otro “BOTHERED BLUE” (B. RUDE), THE SUBTLE DISTINCTIONS, ATCO, DISCO DE ORO 19 DE FEBRERO DE 1972».
– Bajemos -dijo Mingus Rude.
Dejaron atrás los discos de oro. Dylan bajó el primero la escalera, con una sensación de extraña formalidad mientras se asía a la barandilla e imaginaba a Mingus Rude mirándole la espalda.
En el patio, lanzaron piedras al aire, las tiraron al jardín de los puertorriqueños. Sobre todo Mingus, Dylan miraba. Era el 29 de agosto de 1974. El aire olía como un brazo alzado de cerca. Se oía el traqueteo constante de la camioneta de los helados por la calle Bergen, probablemente con una sarta de los niños de siempre colgados del vehículo.
– Mi abuelo es predicador -dijo Mingus Rude.
– ¿En serio?
– Barrett Rude Senior. Mi padre empezó a cantar en la iglesia del abuelo. Pero ya no tiene iglesia.
– ¿Por qué no?
– Está en la cárcel.
– Oh.
– Supongo que sabrás que mi madre es blanca.
– Pues claro.
– A las blancas les gustan los hombres negros, ya lo sabías, ¿no?
– Eh… claro.
– Mi padre ya no se habla con la muy zorra. -A continuación soltó una risa aguda, sorprendido de sí mismo.
Dylan no dijo nada.
– Mi padre pagó un millón de dólares por mí. Lo tuvo que pagar para recuperarme, un kilo. Pregúntaselo, si no me crees.
– Te creo.
– Me da igual, es la verdad.
Dylan miró los labios y los ojos de Mingus Rude, su color exacto, lo asimiló. Dylan quería leer en Mingus Rude como en un libro, quería saber si el niño nuevo había cambiado la calle Dean con su llegada o solo a Dylan. Mingus Rude respiró por la boca y sacó la lengua curvada por un lado al lanzar un escupitajo. Mingus era negro pero más claro, una mezcla. Tenía las palmas de las manos igual de blancas que Dylan. Llevaba pantalones de pana. La verdad, podía pasar cualquier cosa.
Dylan quería decirle que un niño de un millón de dólares no debería estar en la calle Dean. Ni siquiera la palabra «millón».
Tal vez Mingus Rude estuviera loco, a Dylan le daba igual.
Al cabo de un par de días ya estaba jugando en la calle, atrapando pelotas en el stoopball, inclinándose sobre un coche aparcado para dejar pasar el autobús. Como si siempre hubiera estado allí. Atrapaba la pelota lacónicamente, a la perfección. Podría ser el Henry de su manzana trasladado ahora a la calle Dean, podría ser el Henry ideal, reconocible en cualquier parte. Dylan trepó a la valla de Henry y se sentó a observarlo con Earl y un par de niñas más jóvenes. Por lo visto, Mingus Rude encajaba. Había sido incorporado en pleno juego mientras Dylan no miraba.
Robert Woolfolk no estaba. De lo contrario, el último día soleado habría arrastrado hasta al último niño a la calle. Dos niñas giraban una comba mientras otras tres saltaban, sus rodillas brillaban como un racimo de uvas. El colegio vacío alicatado de azul, la Escuela Pública 38, se erguía al fondo de la manzana. Nadie lo miraba, a nadie le importaba.
– D-Man.
»John Dillinger.
»D-Solo.
Dylan no entendía qué estaba chillando Mingus Rude, no se reconoció en los motes.
– Eh, Dylan, ¿estás sordo?
La capacidad de mando se reconocía en Henry por encima de todos. Pero un capitán necesitaba a otro, aunque fuera inferior, un títere. Alguien tenía que dar el paso. Dylan había visto a Alberto asumir el papel, a Lonnie, incluso a Robert Woolfolk en una ocasión, que consiguió desequilibrar un sencillo juego de pelota y disolverlo rápidamente con mala cara y cojera fingida. Ahora, en el luminoso y tedioso final del verano, Henry y Mingus Rude eran capitanes de stickball, sin mediar explicación.
Mingus eligió primero a Dylan, por encima de Alberto, Lonnie, Earl, de todos.
– No sabe batear -dijo Henry.
Un diagnóstico razonablemente cordial. Dylan era un problema para cualquier capitán, un lastre comunal.
– Me quedo con Dillinger -insistió Mingus Rude, imperturbable. Envolvió una y otra vez el cierre de la muñeca de un guante de bateador de los Philadelphia Phillies, recuerdo burlón de la veta madre de prendas enterrada en el ropero-. Elige a tu hombre.
La última tarde de agosto antes de que empezaran las clases recordaba a una de esas imágenes sobrecogedoras, deslumbrantes de los créditos iniciales de Star Trek o Misión imposible que entreveías antes de que te ordenaran apagar el televisor e irte a la cama: iba a perseguirte, a jugar debajo de tus párpados, una vez cerrada la puerta, apagada la luz y calmada la respiración acelerada. Un verano quedaba inacabado, partido por el final, como un mal empalme. Ahora, la llegada de Mingus Rude prometía la posibilidad de otro verano, unido al actual mediante bisagras como una puerta tras la cual no podías mirar.
El palo de escoba sudado estaba vendando con cinta aislante negra, como el asidero de un palo de hockey.
– Empieza tú, Dill.
Dylan empezaba a comprender que los nombres comunicaban el hecho de que Mingus y él iban a ser una cosa dentro de casa, lejos de la calle, y otra completamente distinta fuera. En la manzana.
Dentro, fuera, Dylan comprendía la distinción. Sabía manejarse.
Henry lanzó. Dylan blandió el palo en dirección a algo apenas visto, como una abeja revoloteando sobre su cabeza.
– Bola -dijo Mingus Rude, capitán, árbitro, comentarista.
– ¿Bola? -se mofó Henry-. Si el chaval ha ido a por ella.
– No importa -repuso Mingus-. Demasiado alta. -Y a Dylan le dijo-: No trates de darle a semejante porquería. -A Henry-: Apunta a la zona de strike. -Y de nuevo a Dylan, le susurró-: No cierres los ojos.
Evolucionaste a la vez a la vista y en secreto, te volviste huesudo y peludo, te arrancaste un diente de leche y escupiste sangre y seguiste jugando, afirmando conocer ciertas palabras la primera vez que las oías. Llegó un día en que le diste a la pelota, la bateaste a zona buena, doblaste la primera base antes de que el bate se quedara quieto en la calle. No fue para tanto, no esperabas felicitaciones. Dylan se preparó sobre la tapa de la alcantarilla, la segunda base, esperando el lanzamiento, el siguiente punto del programa. Recompensa por haber mandado la pelota entre los pies de Alberto. En cabeza, bateando miles.
Cualquier emoción interior era como mearse en los pantalones. Dylan sabía que debía avergonzarse de semejante alivio.
Puntuó en el home run conseguido por Mingus Rude. Lo eliminaron, entre resuellos, la segunda vez que le tocó batear. Le dio igual. Cinco niños haciendo cola para batear y ninguna defensa digna de mención: en noches así, te levantabas a batear cien veces. Te eliminaban noventa. Mandabas la pelota contra una farola y decías que era un triple, daba igual: eras capaz de darle a una pelota de triple a oscuras. Te resistías al final del día como al sueño, como a una enfermedad. La mamá de un niño llamó durante media hora e incluso entonces nadie le prestó atención, nadie entró en casa.
Rachel Ebdus no llamó desde la escalinata. Dylan Ebdus se preguntó si Rachel y Abraham estarían aprovechando la oportunidad para apalearse de alguna forma.
Dado que en ese momento en particular Dylan estaba fuera, también le dio igual.
No le importaba una mierda.
«De todos modos, ¿qué coño sabes tú del tema?»
Mingus Rude era unos escasos cuatro meses mayor que Dylan Ebdus, pero esos cuatro meses coincidían de tal modo que Mingus iba un curso por delante, había terminado quinto en Manayunk, Pensilvania. Como Henry y Alberto, Mingus Rude empezaría sexto curso ese año, en la Escuela de Secundaria 293 de la calle Butler, entre Smith y Hoyt, en el territorio de las casas Gowanus. En tierra de nadie.
Una vez Mingus le llamó «Dil-icioso» mientras Dylan estaba en el pentágono.
La ES 293 era un sol escondido que arrancaba a los niños de la órbita de la calle Dean entre gritos, uno a uno. Si Mingus Rude fuese cuatro meses más joven, si a Mingus Rude y Dylan Ebdus les esperara asistir a quinto curso juntos, si… entonces Dylan, tal vez, podría haberle cuidado. Vigilado.
Un curso escolar era un puente rodeado de niebla. No había forma de ver dónde tocaba tierra de nuevo, ni quién serías tú cuando lo hiciera.
Tu carrera, tu vida entera hasta la fecha, se resumía en un partido de stickball.
Aquello no eran entradas, eran entradas de ensueño. No recordabas quién había sido eliminado el último, apenas recordabas el orden de bateadores hasta que solo quedaron dos chicos: Mingus y Dylan. Gus y D-Man. Otro niño se marchó y Henry tuvo que lanzar desde fuera del perímetro de campo. Hiciste lo que pudiste, detener un roletazo con el cuerpo como si fuera una granada, pescarlo de detrás de un neumático y lanzarlo hacia la base del bateador y, quizá, darle en el culo al tipo que había conseguido puntuar. La pelota rosa regresó negra, como un trozo de noche. Un puertorriqueño cambió de aparcamiento la tercera base, harto de las marcas de dedos. Los espacios entre expulsiones eran como veranos.
La Escuela Pública 38 ardía. No, no ardía.
Si… si Mingus Rude pudiese quedarse allí, meterse de algún modo en el bolsillo de Dylan, en sus manos doloridas y sucias, entonces el verano no dejaría paso a lo que fuese que viniera después. Si… si… Menuda posibilidad. En la calle Dean el verano había durado un día y ese día había terminado, había oscurecido hacía horas. El reloj de la torre del Williamsburg Savings Bank marcaba las nueve y media en números de neón rojo y azul. Marcador final: un millón a nada. El niño del millón de dólares.
La escuela no estaba ardiendo, tú sí.
«…Y ahora el mayor Amberson estaba inmerso en la meditación más profunda de su vida», citó Isabel en su cama del hospital universitario de Long Island de la calle Henry, donde la televisión atornillada al techo que emitía la serie Ryan’s Hope y El show del gong tenía que hacer las veces de chimenea y como única compañía, de vela, tenía enfermeras jamaicanas brutalmente malhumoradas y gordas. Moriría en Brooklyn Heights en lugar de en Boerum Hill porque Boerum Hill tenía una prisión en lugar de un hospital -«…y el mayor Amberson comprendió que todo lo que le había divertido o preocupado en la vida, todo aquel comprar y edificar»- y no en su cama bajo el techo del salón porque el remo la había mellado, la había roto, la había plegado como a una carta dentro del sobre de su propio ser, sin leer durante cincuenta y dos años. Ilegible ahora, al final, desde el punto de vista médico: había observado el asombro de los internos ante sus radiografías; ¿cómo puede esconderse esto detrás de eso? ¿Cómo podía mantenerse entera la vieja Vendle, cómo lo había conseguido todos esos años? El cuerpo de Isabel resumía todas las contradicciones de Boerum Hill: era la lata de Schlitz en una bolsa de papel marrón colocada en un rincón de yeso y mármol abierto para que giraran los ataúdes en el recodo de la escalera de una casa urbana del siglo XIX. Era una cárcel a cuya sombra retozaban los niños. «Todo lo que le había divertido, todo aquel comprar y edificar, todo era ahora insignificante, inútil, porque el mayor sabía…»
Había recibido dos visitas. Croft, por supuesto, que se había instalado durante una semana en la habitación del sótano y la visitaba a diario, asediándola con paquetitos de comida sana infumable, llevándole los últimos volúmenes de Powell, Reyes temporales y Armonías secretas, y atrayendo miradas de las furiosas jamaicanas por aclarar la cuña en el cuarto de baño y por sus preguntas concienzudas y sin sentido acerca de la atención que recibía Isabel. Luego, a petición de Isabel, se había llevado a Indiana al gato anaranjado. Le deseaba suerte al gato. Tal vez sirviera de conciencia a la comuna rural, carente de centro moral. Croft se había afeitado o se había dejado barba: Isabel no conseguía decidirse, solo identificaba el origen de su irritación en algún punto alrededor de la boca de Croft. Croft se quedaría con la casa. La vendería, Isabel no quería conjeturar a quién. Descubrió que ya no podía leer el Powell, no lograba hacerlo funcionar, no lograba manejar las frases. En su lugar, veía El show del gong. Había un número de un cómico con una bolsa de papel en la cabeza que le gustaba bastante: ¡Chúpate esa, Anthony Powell!
La segunda visita de Isabel, Rachel Ebdus, también le había traído un libro, que Isabel contempló asombrada: Mujeres avanzadas a su tiempo. ¡En serio, imagina lo que debe de ser llamarse Marge Piercy! Isabel había sonreído y doblado la muñeca del modo en que estaba aprendiendo a hacerlo -con aquel pequeño aflojar, aquella renuncia ensayo de la operación más profunda-, dobló la muñeca y dejó caer el libro al suelo, luego musitó más débilmente de lo necesario que Rachel lo devolviera a la mesilla. Disfrutaba jugando a la moribunda mientras se estaba muriendo. «Tonta -quería decirle a Rachel-, yo no leo a mujeres.»
Rachel Ebdus había llorado. Seguro que ella y su cineasta recluso habían vuelto a pelearse. La mujer tenía algo que decir pero Isabel Vendle decidió invocar la autoridad mezquina de los moribundos y evitar que lo dijera. «Ya es bastante que vayas a heredar mi calle Dean, niña beatnik. No vengas encima a enterrar tus penas en mi corazón agonizante.»
Rachel Ebdus estaba hablando, pero Isabel la oía tan distante como pasos en la Luna.
– Tendría que irme -oyó decir a la joven.
– Sí -dijo Isabel-. Será lo mejor. Vete.
Si Rachel Ebdus estuviera en la televisión cantando sus penas, haría ya mucho rato que Isabel la hubiese eliminado con un golpe de gong. «El mayor sabía que ahora debía planear cómo entrar en un país desconocido, donde ni siquiera estaba seguro de que se le reconociera como Amberson.»
Luego la dejaron sola, había desanimado a Rachel Ebdus y Croft había salido pitando para Indiana. Boerum Hill era como era -inacabado, recalcitrante, corrupto- y comoquiera que fuera a ser en el futuro podría apañárselas sin la ayuda de Isabel Vendle. Que lo repartieran, que lo olvidaran, que lo perdonaran. «Debemos de provenir del sol -pensó irritada consigo misma por seguir citando a esas alturas de la partida-, al principio no había nada más que sol, la tierra salió del sol, nosotros salimos de la tierra.» (En su último sueño, Simon Boerum, el viejo borracho, se le apareció y la llevó remando hasta el muelle Vendle, cogiendo con firmeza ambos remos.) «De modo que, seamos lo que seamos, debemos de provenir del sol.»
¡Gong!
Quinto curso era cuarto con algo mal. De entrada no cambió nada. En lugar de cambiar, se tambaleó. Para entonces llevabas tanto tiempo soportando inutilidades en la Escuela Pública 38 que esperabas que hasta el mismo edificio se avergonzara y se largara. Los que no sabían leer seguían sin aprender, los profesores enseñaban las mismas cosas por quinta vez y se negaban a mirarte a los ojos, algunos niños habían repetido dos veces y eran tan altos como los conserjes. El lugar era una jaula para crecer, nada más. El almuerzo escolar resultó ser el plan quinquenal, la preocupación del momento. No podías repetir curso solo por los palitos de pescado y las hamburguesas rellenas. Como mínimo habrías ingerido dos mil dosis pequeñas de leche chocolateada enriquecida con vitamina D.
Dos gemelos negros de las casas de protección oficial se llamaban Ronald y Donald MacDonald, de verdad. Los gemelos se limitaban a encogerse de hombros, no conseguías que admitieran que aquello era increíble.
Los chinos no iban al servicio en todo el día, hasta tal punto vivían en su mundo.
En casa, el teléfono de Rachel Ebdus sonaba sin que nadie contestara.
Descubrías distritos por todos lados. El patio del colegio se dividía en vecindarios: negros, negras, puertorriqueños, baloncesto, balonmano, repetidores. Alguien había escrito en la pared «FLAMBOYAN» con pintura blanca a través de la valla, así como un cuadrado que indicaba la zona de strike.
Bruce Lee era famoso ahora que había muerto.
Se jugaba a parar sin tocar el suelo, a instantes. Entre un salto y otro no estabas jugando. Permanecías inerte, posabas.
Las niñas negras tenían un idioma de palabras parciales, consignas más difíciles de aprender que cualquier cosa que enseñaran en clase. Habías empezado a detectar una especie de ruido general, similar a las marcas indescifrables de bolígrafo en los pupitres. Una voz garabateada.
Las primeras veces que alguien dijo «Eh, chico blanco» te pareció un error. Las chicas tuvieron que adentrarte en esa nueva relación, la verdad es que a los chicos les daba un poco de vergüenza.
Zapatillas deportivas equivocadas, zapatos equivocados, largo equivocado de pantalones. «Cruzarríos.»
«¿Dónde está la inundación?»
«¿De qué te ríes, tonto?»
«Jo. El chaval se está riendo de sí mismo.»
Chicos mayores de la ES 293 o de ninguna parte, de las casas de protección oficial, se amontonaban a las puertas del colegio y en los rincones del patio. En el pasado, los anteriores estudiantes de quinto habían servido de capa intermedia. Ahora no estaban. Robert Woolfolk formaba parte de uno de esos grupitos regulares de bebedores precoces con sus bolsas de papel. Incluso sin cambiarse de sitio Robert Woolfolk se movía como si tuviera un esguince de rodilla, como si estuviera eternamente inclinando una bicicleta demasiado pequeña para girar por la esquina de Nevins. Su sonrisa era como una fotografía gastada, su voz giraba por las esquinas. Dylan Ebdus veía en los ojos de Robert Woolfolk la misma cualidad de garabato.
Red Hook, Fort Greene, Atlantic Terminals.
Construías asociaciones que pasaban por comprensión. Nadie explicaba nada. Quinto curso era un arte abstracto, pintado cuadro a cuadro.
Dylan seguía oyendo el teléfono de la cocina cuando se sentaba en la escalinata de entrada, esperando, observando, mientras las tardes dejaban paso al crepúsculo, el aire se enfriaba y los hombres sentados frente al ultramarinos abandonaban sus cajas de leche, sacudían la cabeza, se apretaban las narices frías y dejaban solo al viejo Ramírez. Dylan y Ramírez estaban emparejados en sus respectivos umbrales, vigilando, obviándose mutuamente. Dylan contemplaba el tráfico ruidoso de la calle Nevins, observaba a las madres llevar a casa a las pequeñas desde la asociación de jóvenes cristianas, contaba los autobuses que se amontonaban como panes humeantes en el semáforo, esperaban y seguían adelante. El jardín de Henry estaba vacío, el jardín de Marilla estaba vacío, alguien vio una rata en el jardín de la casa abandonada. Bruce Lee e Isabel Vendle habían muerto y Nixon paseaba por la playa. Nadie se movía, nadie jugaba, niños desconocidos recorrían la manzana en grupos. Era una época de desapariciones, de un silencio estúpido, como el insoportable silencio de un profesor que espera una respuesta de un niño del que todo el mundo sabe que no sería capaz ni de decir bien su propio nombre.
Que Abraham contestara al teléfono, si es que lo oía. Que Abraham dijera que Rachel no estaba.
La mayor parte de los días Dylan esperaba a solas hasta que Abraham le llamaba para que entrara a cenar. Mingus Rude tenía otros lugares adonde ir, lugares de los de sexto curso, lugares de la ES 293: otros amigos, supuso Dylan, y se guardó la suposición para él solo. Una o dos tardes a la semana Mingus pasaba corriendo por la manzana y saludaba con la mano. Tenía un abrigo de pana marrón y cuello de borreguillo, no el anorak brillante relleno de plástico que llevaban los otros chicos. Mingus Rude cargaba los libros y las libretas debajo del brazo, sin bolsa, y los soltaba en las escaleras de cualquier modo, expresando algo menos que puro desprecio y algo más que absoluta maestría.
Mingus trataba los cómics como si fueran una presencia delicada y viva, un trozo de carne todavía latiente que él y Dylan tal vez podrían sanar fijando por completo su atención, reverenciándola. Los argumentos que se solapaban eran terreno para expertos, como las chapas, todo ritual y buenos trazos. A Dylan le horrorizó sobremanera descubrir que había dejado pasar tantísimo tiempo, tanta historia cultural esencial. Olvida lo que creías saber. Estela Plateada, por ejemplo, se encontraba en una situación que no podías entender de verdad si llegabas demasiado tarde. Mingus solo negaba con la cabeza. Uno ni siquiera se planteaba intentar explicar algo tan trágico y místico.
Los cómics nuevos llegaban a los quioscos el martes. Mingus Rude solía cargar una brazada de cómics, comprados o robados; Dylan no preguntaba. Algunos eran bimensuales, otros mensuales -lo descubrías leyendo las cartas de los lectores-, te impacientabas a la espera de números especiales, gruesos Anuales y especiales únicos como Las guerras entre los Vengadores y los Defensores u Orígenes. En Orígenes aprendías cómo habían empezado los superhéroes, que solía ser por radiación. En los Anuales y las Guerras resolvías, al menos provisionalmente, preguntas relativas a quién podía con quién. Hulk e Iron Man se enfrentaban durante un par de páginas y siempre acababan jurando que resolverían la cuestión en otra ocasión.
El Duende había matado a Gwen, la novia de Spiderman, la cosa no tenía gracia. Por eso Spiderman estaba siempre tan deprimido.
El Capitán Marvel no era Shazam, era un lío. Lo habían resucitado para reivindicar derechos de autor sobre el nombre y nadie sabía en realidad si encajaba en el universo Marvel. DC Comics, la antítesis de Marvel Comics, ofrecía una realidad risible, simplificada: Superman y Batman eran pura broma, estropeados por la televisión.
Había que reconocer que Superman en su Fortaleza de la Soledad te recordaba demasiado a Abraham en su estudio del piso alto, dándole vueltas a nada.
La desazón se cernía sobre ciertos títulos. Artistas distintos dibujaban los mismos personajes de maneras diferentes: te dejabas la vista tratando de dar cuenta de los cambios para asegurar la continuidad de esas historias cojas. Se apoyaba a los superhéroes menos importantes con apariciones estelares de Spiderman o Hulk, confundiendo terriblemente la cronología. Einstein podría perder la cabeza tratando de explicar cómo los Cuatro Fantásticos habían ayudado a los Inhumanos a enfrentarse al Hombre Topo cuando, según testimonio claro de su propia revista, en ese momento estaban atrapados en la Zona Negativa.
Si habías seguido con atención durante un tiempo al Increíble Hulk, te dabas cuenta de que había dejado de usar los pronombres de golpe.
Dos tardes a la semana, se sentaban a la luz decreciente de la escalinata de Dylan sin departir jamás sobre quinto o sexto curso, cuestiones demasiado básicas y misteriosas para ser mencionadas. En cambio hojeaban los cómics, protegiendo las finas páginas del viento con los hombros, desentrañando hasta el último recuadro, el último centímetro cuadrado de información, los créditos, las cartas, el copyright, los anuncios de Sea-Monkeys, del «insulto que hizo un hombre de Mac». Entonces, justo cuando pensabas que estabas solo, la calle Dean volvía a la vida y Mingus Rude conocía a todo el mundo, saludaba a un millón de niños que salían del colmado de Ramírez con un Yoo-Hoo o una barrita Pixy Stix, saludaba a Alberto que había ido a por cerveza Schlitz y Marlboro para su hermano mayor y la novia de este. La manzana era una isla de tiempo, la escuela quedaba a un millón de kilómetros de distancia, las madres llamaban a sus hijos para que entraran en casa, el autobús llevaba encendidas las luces interiores, transportaba señoras gordas que volvían a casa de las oficinas de la Junta de Educación de la calle Livingston cuyas siluetas borrosas parecían dientes cariados en la luminosa boca del autobús, Marilla pasaba por delante un millón de veces cantando «Es verdad, a veces me maltratas, me metes entre un montón de gente de clase alta, y luego me tratas fatal», la luz se iba apagando ansiosa, las farolas de postes arqueados decorados con deportivas colgantes se encendían de un zumbido y Mingus Rude, un final de tarde cualquiera, sin despegar los ojos de un Grandes Cómics de Marvel en el que Mr. Fantástico se había hecho un ovillo del tamaño de una pelota de béisbol -pero con la minúscula cara dejando ver con detalle increíble las sienes plateadas que le identificaban- para que un bazuka lo disparara dentro de la boca vulnerable de un robot de dieciséis metros de alto llamado Toomazooma, el Tótem Viviente, y por lo demás inmune, Mingus Rude decía:
– ¿Tu mamá todavía no ha vuelto?
– No.
– Jo, tío. Está jodido.