38645.fb2 La Fortaleza De La Soledad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Una postal de Cangrejo Huidizo sellada en Bloomington, Indiana, el 16 de agosto de 1976. La parte de delante es una fotografía en blanco y negro de Henry Miller en la playa de Big Sur, desnudo salvo por un taparrabos tan grande que recuerda a unos pañales y con el pecho arrugado colgando bajo una sonrisa cáustica y la frente quemada por el sol. Una morena escultural asoma por detrás de él, vestida con un biquini y un vaporoso pareo, con los pies hundidos en el agua, ajena a la cámara.

no te lleves a engaño

un niño de brooklyn nunca deja

de soñar con triples al stickball

batidos y tiras cómicas

se imagina que es dick tracy

ella es brenda starr

no una venus en una concha

con amor del cangrejo vagabundo

Se quedó mirando las entradas tanto rato que las vibraciones de sus globos oculares podrían haber borrado la tinta del nombre de ese negro cegata y haberlo sustituido por el suyo. Algún idiota de Artists and Repertory le había enviado dos entradas para ver al puto Ray Charles en el Radio City Music Hall, como si tuviese alguna intención de sentarse a dedicarle un minuto a esos chochitos blancos vestidos de lentejuelas que se llamaban las Rockettes -¡desde la puta platea!- solo para ver a ese carca engreído aporreando un piano y chillando el «God Bless America». Nunca había querido tocar en el Radio City, ¿por qué iba a ir a la platea?

Había apuntalado las ventanas de guillotina del salón bien altas. Fuera, la calle Dean gemía enferma de humedad. El calor era granular, estaba sin disolver. La luz del sol se desparramaba en el espejo horizontal, acuosa, emborronada. Nada mecía las cortinas, el aire no se movía. Solo se oía un ritmo puertorriqueño lejano y constante desde la plaza de delante del colmado de Ramírez, tal vez el mismo en las últimas dos horas, en toda la tarde. Los coches avanzaban como medusas, apenas distinguibles del entorno, una mera arruga donde el asfalto entraba en contacto con el aire.

Cuatro niños negros bailaban como arañas asustadas bajo el chorro de una boca de incendios abierta en la esquina de Nevins con Berger.

Tiró las entradas sobre el espejo y se hizo una raya, con cuidado de apuntar con los pies hacia afuera, señalando a las diez y las dos de un reloj imaginario. Recientemente había desarrollado una técnica para separar las caderas y las rodillas y mantener la espalda arqueada cuando se inclinaba adelante, de modo que esnifar una raya resultara más natural y el material inundara sus pulmones, refrescándolo con aire frío. Demasiados mendas esnifaban hechos un ovillo, ingiriendo la droga con furia, con los cuerpos cerrados como puños.

Era como cantar, una cuestión del número de cuadrantes que lograras abrir entre la barriga y el pecho.

Había que comprometerse a un nivel más profundo.

Desde el ángulo bajo de su postura escudriñó las entradas, explorando la disposición simétrica sobre el espejo, con las letras negras ilegibles al quedar emparedadas entre los dos pares, el real y el reflejado. Quizá la afrenta la había urdido Crowell Desmond, su supuesto manager. Era un hecho histórico desconocido por muchos que Ray Charles había rechazado personalmente unas maquetas de los Subtle Distinctions cuando dirigía el sello Tangerine, diciendo, según los rumores: «No me vengáis con más mierda de esta a lo Motown». Pero ¿conocería Desmond, que llevaba solo un año en el mundillo, la anécdota? No era probable. De todos modos, Crowell Desmond carecía de la iniciativa que requería un desaire tan críptico.

Barrett Rude Junior cogió un billete de dólar enrollado y se metió una raya directa a las tripas, a los huevos, a la polla. Notó que el frío de su interior exudaba con un estremecimiento a través de su carcasa pegajosa, cocida de sudor.

«Negrata», pensó. «Ne-gra-ta», pasando de clave mayor a menor, un intervalo de séptimas.

Melodías fugitivas merodeaban en el espacio entre las sílabas, negratas ellas también que se agazapaban en la oscuridad.

No, el regalo de las entradas de Ray Charles era cosa de A &R, tics de un ente corporativo que apenas había echado a andar, que todavía no había hecho más que gatear. Cualquier parecido con una vida sensitiva era puro accidente. Alguien de oficinas tenía la idea totalmente necia e inverosímil de que lo camelarían para que viajara a Montreal a grabar basura disco con el productor alemán de los Silver Convention, con la intención de convertirlo en un Johnnie Taylor quizá o en los Miracles de después de que Smokey abandonara, músicos de soul embutidos en monos de licra tachonados de espejitos y cantando para el Valle de las Amas de Casa Calentorras y Zumbadas.

«Arriba, abajo, adentro, afuera, ¡Disco Lady!» Que me saquen de casa por detrás y me peguen un tiro.

«Neee-graa-taa», como la respiración.

Tal vez podrías adoptar el falsetto de Curtis Mayfield.

Un mes antes, y con idéntica finalidad, los aduladores publicitarios habían arrastrado hasta el umbral de su puerta un cuatro pistas nuevo y reluciente con una nota escrita en papel color crema estampado en dorado que decía: «Barry, no olvides nunca que tú escribiste “Bothered to Get Me Off Your Back”. Sigo en ello, Ahmet». Como si semejante modernillo de perilla canosa se hubiese fijado alguna vez en una melodía antes de que las composiciones para cuerdas de Mantovani sonaran en el interior de su ascensor privado forrado en piel.

Atlantic le había explotado en su encarnación como cantante solista de los Serviles Distinctions, chupándole royalties de la cuenta corriente como quien vacía una piscina. Luego, a modo de insulto final, había contratado a Andre Deehorn y unos cantantes esquiroles desconocidos y había completado las pistas que faltaban en temas sin acabar para lanzar un falso último disco -The Subtle Distinctions Love You More!- cuando él ya había dejado el grupo. Ahora trapicheaban y le camelaban buscando la ocasión de reanudar la explotación, esta vez como solista. La única emoción sincera que habían conocido, como primos hambrientos al teléfono: «¡Vuelve y cúbrenos otra vez de oro, hermano!». Había escondido el cuatro pistas abajo, en el piso de Mingus, con su virginidad magnética intacta. Ahora llamó a la misma puerta con las entradas, se asomó a la escalera y gritó:

– ¡Gus, sube! Tengo una cosa para ti, tío.

Mingus subió vestido con una camiseta y sus calzoncillos Jockey, con mirada soñolienta a la una de la tarde. Estiró la cabeza en dirección al montón de cocaína del espejo iluminado por motas de sol, los fantasmas borrosos de las rayas inhaladas.

El niño se quedó mirando la coca como si fuera la primera vez que la veía.

– ¿Qué? -dijo Barrett Rude Junior-. ¿Te apetece un colocón? -Gesticuló en dirección al espejo desde la butaca en la que estaba sentado, notando el peso de su brazo, un estandarte de carne agitándose en el aire húmedo.

«Nee-graa-taa, nee-graa-taa, consigue buen material.» Sería como el tema central de una película sobre un proxeneta. Quizá debería recuperar el cuatro pistas del piso de abajo, sorprenderlos con una canción nueva, un single que llegara al número uno de las listas de rhythm and blues y consiguiera que la palabra «negrata» sonara por primera vez en la radio. «¡Que te follen, Omlet!»

Dio la impresión de que Mingus tardaba mil años en apartar la vista y negar con la cabeza.

Barrett Rude Junior se rió.

– No me vengas con que no la pruebas cuando no estoy. No tienes de qué avergonzarte.

– Pasa de mí.

– Ya sé lo que te pasa. Estás pensando: será mejor que Barry se deshaga de esta mierda antes de que aparezca el abuelo. Te lo leo en la cara, tío.

– Yo no he dicho nada.

– Como quieras. Tengo unas entradas para ti si las quieres. El hermano Ray Charles en el Ra-di-ooo City. «Bebiendo vino, bebiendo vino.»

– ¿Tú no quieres ir?

– No, esta noche paso. ¿Por qué no llamas a un amigo y os acercáis con el tren?

Mingus cogió las entradas. Barrett Rude Junior se frotó la nariz y el labio superior con un nudillo, a la espera. Tanto él como Mingus estaban cubiertos de gotas de sudor por el bochorno del día.

– Ray Charles es lo más, Gus. Una parte importante de tu herencia cultural, tío. Le contarás a tus hijos que fuiste a verlo. «Nunca olvidaré el día que vi al hermano Ray.» -No sabría decir por qué tenía tanto interés en que el chico fuera al concierto-. Además en platea tienen un buen aire acondicionado, tío. Ve a refrescarte con un colega, huye de este calor. Llévate a Dylan. O a ese chaval con pinta de haberse criado en el gueto que traes por aquí últimamente. ¿Cómo se llama? Robert. Fijo que alucina con el Radio City.

Soltó el discurso de una vez, resultó agotador. Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos Mingus seguía en el mismo sitio mirando las entradas como si Barrett no hubiera abierto la boca.

– ¿Quieres ir o qué?

– ¿Tienes otros planes? -preguntó Mingus.

– ¿Y eso qué tiene que ver? -La verdad era que Barry le había echado el ojo a un programa doble del cine Duffield de la calle Fulton: Bingo y Un mundo aparte. Apalancaría el culo lejos del calor del día, en algún auditorio oscuro y sin ventanas y un aire acondicionado que más valía que funcionara. Solo para no tener que contemplar a Ray Charles de esmoquin-. ¿Quieres las entradas?

Mingus se encogió de hombros. Rascándose por encima de los calzoncillos, mirando de arriba abajo a su padre, tratando de imaginar un enfoque.

– Quédatelas y te lo piensas. Llama a Dylan.

– ¿Te importa si las vendo?

Esta vez fue Barrett Rude Junior el que miró a su hijo de arriba abajo.

– Qué va, tío, me da igual. -Sintió una gran decepción, irracional-. Pero ya que vas hasta allí, ¿por qué no echas un vistazo? Si lo que quieres es pasta, ya te la doy yo, Gus.

Su insistencia solo avivaba la resistencia de Mingus, ahora lo entendía. Si mi viejo no quiere ir a ver a Ray Charles, ¿por qué debería querer yo? Demasiado esfuerzo, todo junto, sobre todo en un día así. Brooklyn era un lugar tropical, ligeras notas de marimba flotaban en el aire amarillento, ahora la tonadilla circular del camión de los helados sonaba incesante, subiendo y bajando como la sirena de una ambulancia mientras iba parando en Bergen, Bond, Dean, Pacific, arrastrando tras de sí niños aletargados como una mancha de refresco atrae a las hormigas. Manhattan parecía a mil kilómetros de distancia, en otra ciudad.

Ahora que lo pensaba, a Barrett Rude Junior no le importaría comerse un helado de cucurucho.

Ir a por él ya era otra cosa.

No se imaginaba a sí mismo de pie junto a un camión de los helados.

Por debajo de la marimba y de la tonadilla del heladero, tarareó «nee-graa-taa», «nee-graa-taa», la melodía, admitámoslo, no va a ninguna parte, no hace más que dar vueltas. «Negrata» sería una canción que no sería cantada, más polvo que el viento se llevaría. Además, el cuatro pistas quedaba a una distancia imposible, era un rumor tan rocambolesco e increíble como el helado de cucurucho, como Manhattan.

No se van a buscar las cosas que están demasiado lejos.

Vaya, ¿cómo era que la coca siempre le daba ganas de cerrar los ojos? No tenía sentido.

¿Y por qué Mingus era incapaz de responder a una sola pregunta?

Cuando Barrett Rude Junior abrió los ojos de nuevo habían transcurrido varias horas. Había estado revolcándose toda la tarde y el anochecer, Mingus se había marchado con las entradas hacía rato. Se despertó sepultado por la oscuridad, soldado a la butaca de cuero por el calor, con los pliegues de la piel del cuello y la barbilla irritados por el sudor. La cortina se mecía levemente bajo una brisa inútil que había borrado en silencio el montón de cocaína persiguiendo los polvillos hasta el borde del espejo. Probablemente los había tirado también en la alfombra.

Barrett Rude Junior había derramado la coca en la cama de agua la noche anterior, extendiendo una nueva capa de lustre entre su cuerpo y las sábanas. Dejaría que cubriera toda la casa: así la tendría a mano cuando la necesitara, pasaría los dedos por la pared, esnifaría la alfombra. Traería una mujer a casa y la usaría de esponja para recoger el material y colocarse después limpiándole el cuerpo.

La verdad es que tenía que adecentar esa parte de su vida antes de que Barrett Rude Senior saliera de la cárcel y se presentara en el norte.

Y ahora, levanta ese culo, mójate un poco la nuca y sal de esta maldita casa, que ya es de noche.

El Duffield era un magnífico cine art déco en ruinas, un experimento de lo que pasaba si no limpiabas un lugar en cincuenta años y te limitabas a vender entradas, golosinas rancias que se pegaran al suelo y refrescos de cola desbravada con los que erosionar las bisagras de las butacas tapizadas al verterlos. Una de cada cuatro butacas todavía se aguantaba lo suficiente para sentarse en ella. Las otras tenían aspecto de haber sido atacadas, apuñaladas por furiosas bandas callejeras. Las paredes estaban cubiertas de paneles de fieltro carmesí arrancado intercalados entre querubines y rosetones dorados convertidos, con el tiempo, en sucias gárgolas ennegrecidas sin nariz. Reinaba una oscuridad extraordinaria. Los indicadores rojos de salida pendían de las tinieblas; una bruma de humo de cigarrillos ascendía a través del haz del proyector hasta el aparatoso candelabro roto que colgaba del techo abovedado y desconchado; la película, mal proyectada, pisaba los bordes del pesado telón medio podrido que flanqueaba la pantalla. Incluso la pantalla tenía varios agujeros de bala y profusas firmas de Strike y Bel II.

Barrett Rude Junior pagó la entrada y se metió en el cine, eligió una butaca bajo la platea. Bingo había empezado, quizá fuera por la mitad. La atmósfera era fría y fétida. La sala estaba llena en dos tercios de su capacidad, las cabezas se agrupaban en toda la extensión del gigantesco cine, todas fumaban y reían y hablaban con la película. De los rincones más oscuros llegaban gemidos y chillidos. Una mujer podría estar pariendo mellizos en la platea y nadie se enteraría. Barrett Rude se recostó en la butaca, comprobó los muelles, se acomodó. Había tenido la previsión de entrar consigo una botella de litro de Colt metida en una bolsa de papel, sin molestarse en esconderla del indiferente acomodador. La destapó. Emitió un rápido shuuff al liberarse el carbonato, al que respondió el murmullo de envidia de los espectadores del Duffield sentados lo bastante cerca para escuchar un «Mierda, ojalá se me hubiera ocurrido».

Bingo no valía nada. De hecho, apestaba, atiborrada como estaba de empalagoso jazz Dixieland y con Billy Dee Williams vestido con un traje de tres piezas como si se creyera Redford en una versión negra de El golpe. Además Richard Pryor salía muy poco y James Earl Jones demasiado, imitando al cansino carcamal de Paul Robeson. Daba igual. Iba por la mitad y pronto empezaría Un mundo aparte y el público estaba bien y el aire frío y el licor helado. Solo tenía que hacerlo durar y no bebérselo antes de que empezara la segunda película. Todos los presentes habían ido a ver Un mundo aparte. Aunque tampoco se callarían cuando empezara.

En el intermedio, cuando encendieron las luces, los vio: la cabeza de pelo negro y corto y la de pelo liso y casi rubio de al lado, apoltronadas las dos veinte filas más adelante, donde seguro que la pantalla se elevaba como el cielo y no podían ver los bordes, con sus Pro Keds azules idénticas encima de los asientos de delante. Seguro que Mingus había pasado a buscar a Dylan, probablemente también lo había arrastrado hasta el Radio City para revender las entradas. Se las habrían endosado a algún par de blancos en traje de etiqueta, sin duda. Luego habían vuelto a Brooklyn, como si el chaval hubiera leído la mente de Barrett Rude Junior, a la sesión doble. Mierda, no hacía falta ser adivino. Cualquiera con dos dedos de frente en kilómetro y medio a la redonda estaba en el Duffield esa noche y, aunque por la mañana hubieras repartido con el correo entradas gratis para ver a Ray Charles, no habría cambiado nada. ¿Quién no querría estar allí, abucheando Bingo, impacientándose gratamente a la espera de Un mundo aparte, con aquel dinamismo en la banda sonora típico de Norman Whitfield-Rose Royce? Prueba de que el chaval tenía sentido común.

Era perfectamente posible que una canción te destrozara la vida. Sí, la maldición musical podía caer sobre una solitaria figura humana y aplastarla como a un gusano. La canción, aquella canción, la mandaban a por ti desde algún otro lugar, a arruinarte la existencia. La canción era tu destino asqueroso personal, se manifestaba en forma de zumbido pop emergiendo de la radio por todas partes.

En el mejor de los casos era la banda sonora de tu destrucción, el tema principal. Los días quedaban reducidos a un montaje de su ritmo de cencerro, con su inexorable doble línea de bajo y voces picantes, una especie de sorna salmodiada rodeada de gemidos de placer. El tartamudeo atronador de… ¿qué? ¿Una tuba? ¿Una trompa de pistones? Guitarra rítmica y trompeta, convertidas en una burla. Lo mismo habría dado que el cantante te apuntara con una pistola en la sien. ¿Cómo habían permitido que ocurriera, cómo era posible que permitieran que sonara en la radio? Deberían ilegalizar semejante canción. No era racismo -nunca solucionarías ese tema, así que mejor dejarlo-, sino un ataque personal.

«Sí, estaban bailando y cantando y siguiendo el ritmo, y justo cuando caí en la cuenta, alguien dio media vuelta y gritó…»

Ese verano, cada vez que tus deportivas pisaban la calle alguien te calentaba la cabeza con esa canción.

Mejor no pensar en lo que pasará cuando empieces a vagar por los pasillos de baldosas verdes de la Escuela de Secundaria 293.

Siete de septiembre de 1976, la semana en que Dylan Ebdus empezó séptimo curso en el edificio principal de la esquina de Court con Butler, «Play That Funky Music» de Wild Cherry era el número uno de las listas de rhythm and blues. Quince días más tarde coronaba las listas pop del Billboard. El himno de tus miserias, número uno del país.

Cantado entre dientes: «¡BLANCO!».

Abandona el boogie y pincha funky hasta morir.

Cuando Dylan Ebdus vio por primera vez a Arthur Lomb, el otro chico estaba simulando un gran dolor en el rincón más alejado del patio. Dylan oyó los gritos de lejos y se desvió de la entrada del colegio para echar un vistazo. Ver a Arthur Lomb fue como captar desde lejos el vuelo y la caída de un pájaro en un cielo emborronado por las hojas, un parpadeo entrevisto por el rabillo del ojo, un desplome repentino. Fue también como ver al hombre volador, algo en lo que Dylan deseaba haberse fijado pero también haber pasado por alto. Ocurrió en ese momento de bajón después de que sonara la campana y los profesores de gimnasia que patrullaban el patio hubieran entrado en el edificio, lejos de la riada de estudiantes, cuando el patio se convertía en un territorio sin ley con esa terrible reformulación del espacio que puede darse en cualquier parte, incluso en los pasillos de la escuela. No obstante, fue un burdo error por parte del chico que se encogía en el suelo que lo atraparan tan lejos de la entrada del patio, un error que Dylan consideró imperdonable. No se lo habría perdonado a sí mismo.

Arthur Lomb cayó de rodillas agarrándose el pecho y lamentándose. Por un breve instante sus palabras se oyeron desde la otra punta del patio, cada vez más vacío.

– ¡No puedo respirar!

Luego, a cada palabra intentó coger un poco de aire:

– ¡No! -Pausa-. ¡Puedo! -Pausa-. ¡Respirar!

Arthur Lomb fingía un ataque de asma o alguna otra enfermedad. Era un método identificable: sufrimiento preventivo. Nadie tenía nada que hacerle a un chico que ya estaba llorando. Se había vuelto inútil, tierra yerma. No tenía ningún temple que aplastar y resultaba vagamente desagradable, de mal gusto. De todos modos, cabía la posibilidad de que aquel chavalín jadeante desconociera las reglas y hablara, le chivara a algún zopenco con autoridad lo que le habían hecho. Hasta cabía la posibilidad de que estuviera enfermo de verdad, jodido, fatal, lo que fuera. La única opción era decir: «Jo, ¿qué te pasa, blanco? Si ni siquiera te he tocado». Y pasar de largo.

Dylan admiró la estrategia, sintiendo a la vez un escalofrío y una descarga de vergüenza al reconocer la situación. Tuvo la impresión de estar contemplando a su doble, su suplente. Cuando menos era cierto que cualquier daño que Arthur Lomb soportara iría de lo contrario destinado a Dylan o, en cualquier caso, que una pandilla de negros no podría tirar a Dylan al suelo y ahogarlo con una llave en el momento exacto en que estaban ocupados haciéndoselo a Arthur Lomb.

Desde ese momento le resultó fácil distinguir el pelo rojizo y los hombros encorvados de Arthur Lomb, pese a que Dylan y él iban a aulas distintas y los horarios les impedían coincidir en ninguna otra ocasión más que el recreo y el almuerzo. Arthur Lomb vestía llamativos polos a rayas y calzaba zapatos marrones y blandos. A menudo llevaba los pantalones demasiado cortos. Una vez Dylan oyó a un par de chicas negras darle la serenata a Arthur Lomb con una tonadilla que él mismo no había provocado desde cuarto, chasqueando los dedos y armonizando voces graves y agudas como un grupo de doo-wop: «La subida pasó. Entonces, ¿por qué llevas los pantalones tan cortos?».

Arthur Lomb cargaba con una mochila enorme de color azul chillón, otro cáncer adicional. Debía de llevar dentro todos los libros de texto, o quizá un par de tablillas de piedra. Solo la bolsa habría bastado para tumbar a Arthur Lomb si hubiera enderezado la espalda. Así las cosas, la mochila relucía como una diana, suplicando que estiraran de ella para aplastar a Arthur Lomb contra el suelo del pasillo y que interpretara su número de las dificultades respiratorias. Dylan lo había presenciado ya cinco veces sin haber hablado nunca con Arthur Lomb. Hasta había escuchado a los chicos cantarle a Arthur Lomb «la canción» mientras le daban collejas en el cuello enrojecido o en la cabeza y él se retorcía en el suelo. ¡Pincha esa jodida música, chico blanco! Alargaban las dos últimas palabras en un gruñido burlón a lo Bugs Bunny, «¡chicooblancooo!».

En el colegio solo había tres blancos más, tres chicas, con sus problemas típicos de chica por resolver. Una iba a clase con Dylan, una italiana morena, huraña y diminuta, eclipsada por todas las demás chicas exultantes de autoridad hormonal. Las negras y las puertorriqueñas habían alcanzado otra posición desde la que todo lo que veían les enfurecía con razón, se peleaban entre ellas y con los profesores con cólera sexual. Sin embargo, su mero tamaño ofrecía un enfoque posible: resultaba factible pasar por su lado sin ser visto. El aula era un lugar donde los cuchillos se afilaban en silencio en el gran teatro de ruidos y por tanto la chica italiana y Dylan no hablaban nunca. En cuanto a Arthur Lomb, Dylan suponía que una inteligencia invisible los había mantenido apartados por lástima, para evitar que al ir juntos destacara todavía más su parecido. Dylan aprobaba de buena gana dicha política, con independencia de si era una invención de su cabeza o existía fuera de ella. Incluso a distancia, Arthur Lomb apestaba a una mezcla de opresión propia y la opresión de Dylan, de modo que no era fácil separar dónde empezaba una y terminaba la otra. Dylan no tenía ninguna prisa en conocerlo. En realidad, no quería saber nada de Arthur Lomb.

Fue en la biblioteca donde por fin se hablaron. Habían mandado a las clases de Dylan y Arthur Lomb a la biblioteca para que el bibliotecario cubriera una ausencia no justificada de los profesores de esa tarde, un accidente en la rutina diaria que de todos modos no importó a nadie. La mayor parte de los niños que enviaron a la biblioteca no llegaron allí, acabaron fuera del colegio, entendiendo que la palabra «biblioteca» era un eufemismo para indicar que se habían suspendido las clases. De manera que en la biblioteca de la ES 293 se estaba aburrido pero tranquilo, era un torbellino de calma. Dylan se colocó pegado a la pared, debajo de un anuncio de Un héroe no es más que un sándwich, un libro que en realidad no estaba disponible en la biblioteca, y abrió el número dos de la adaptación de Marvel Comics de La fuga de Logan. Mientras la hora transcurría en un ambiente glacial, Arthur Lomb trató de llamar su atención dos veces -bizqueando en un intento por leer el título del cómic y frunciendo después los labios en un falso gesto de concentración mientras fingía inspeccionar los estantes medio vacíos de al lado de Dylan- antes de acercarse lo suficiente para que Dylan le oyera mascullar enfadado en un murmullo:

– El tal George Pérez no sabría dibujar a Farrah Fawcett ni aunque le fuera la vida en ello.

Lo cual constituía una asombrosa alusión a diversos cuerpos del saber simultáneamente. Dylan se quedó mirándole, con curiosidad teñida de la convicción de que Arthur Lomb y él resultaban mucho más inaceptables, mucho más imperdonables, juntos que separados. De cerca, los rasgos de Arthur Lomb transmitían tal agitación que hasta al mismo Dylan le daban ganas de noquearlo. Parecía que su cara se alargara en busca de algo, su rostro parecía una mano codiciosa. Dylan se preguntó si llevaría unas gafas escondidas en algún sitio, tal vez en el bolsillo lateral de la monumental mochila azul.

Dylan guardó a toda prisa el cómic en la carpeta. Lo había comprado en la calle Court a la hora del almuerzo y dudaba si dejarlo ver en el colegio, lo cual iría en contra del sentido común. Aunque el cómic era pésimo, acartonado por el exceso de fidelidad a la película, y Dylan había decidido que le sorprendería bastante que le doliera si alguien se lo quitaba. Aquello, la conversación con su doble feo, no era el precio que había esperado pagar por sacarlo en el colegio. Pero Arthur Lomb pareció intuir el hueco que había abierto en la atención de Dylan e insistió.

– ¿La has visto?

– ¿El qué?

– La fuga de Logan.

Dylan quería chillarle a Arthur Lomb: «¿Qué coño estás mirando?». Antes de que fuera demasiado tarde, antes de que Dylan sucumbiera a su soledad y se permitiera conocer a Arthur, el otro chico blanco.

– Todavía no -respondió, en cambio, Dylan.

– Farrah Fawcett es una zorra.

Dylan no contestó. No podía saberlo, y solo le disgustó saber de qué le estaba hablando el otro.

– No te agobies. Yo me compré diez ejemplares del primer número de La fuga de Logan. -Arthur Lomb hablaba en susurros acelerados, mostrando cierta conciencia del lugar donde se encontraba pero obligado a soltar lo que tenía que decir para obligar a Dylan a conocerle-. Hay que comprar primeros números, es una inversión. Tengo una decena de Los Eternos, una decena de 2001, una decena de Omega, una decena de Ragman y una decena de Kobra. Y son todos una basura. ¿Conoces la tienda de cómics de la Séptima Avenida? Los edificios de la esquina son todos nuevos porque allí se estrelló un avión, ¿lo sabías? Un 747 intentó un aterrizaje de emergencia en el Prospect Park y le salió mal, no es broma. Un desastre. En fin, el tipo que lleva la tienda es tonto. Una vez le robé un ejemplar del primer número de Blue Beetle. Patético de puro fácil. Blue Beetle es de la Charlton, ¿has oído hablar de Charlton Comics? Dejaron el negocio. Un primer número es un primer número, da igual. ¿Sabías que el primer número de Los Cuatro Fantásticos se paga a cuatrocientos dólares? Blue Beetle podría ganar el récord mundial al personaje más estúpido de la historia. El dibujo era de Ditko, el tipo que creó Spiderman. Lo raro es que el tal Ditko ya no sabe dibujar. Consigue que todo parezca una caricatura. Da igual, es un primer número. Mételo en una bolsa de plástico y déjalo en la estantería, es lo que siempre digo. Usas bolsas de plástico, ¿no?

– Por supuesto -repuso Dylan, resentido.

Entendía hasta la última palabra de Arthur Lomb. Peor aún, notaba cómo la sensibilidad de Arthur colonizaba la suya, cómo le invitaba a sus futuros intereses.

Estaban condenados a ser amigos.