38646.fb2 La Fortuna de Matilda Turpin - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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SEGUNDA PARTE

Juan y Matilda

XXIII

Allá por el año 88 comenzó a sentirse solitario, abandonado, filosófico, Juan Campos. Él mismo usó esta expresión, filosófico, para designar su actitud una tarde de conversación con Antonio Vega, que llevaba en la casa ya unos catorce años. El despegue de Matilda fue por esas fechas, a finales de los ochenta. Antonio no entendió el porqué de filosófico, y comentó que llevaba siendo filosófico y profesor de Filosofía casi media vida ya. Sentirse filosófico -declaró entonces Juan- es sentirse como yo me siento ahora: caviloso: lo que allá en USA llaman blue, I’m feeling blue. Entonces contó que se sentía muy solo sin Matilda, se sentía desamado, era terrible sentirse desamado al sentirse amado. Antonio le escuchaba absorto y sorprendido, puesto que Juan no era de ordinario amigo de confidencias. Era horrible -contó Juan- sentir en carne viva aquel amor de Matilda que, sin proponérselo, al amarle, le succionaba, le vaciaba, le anulaba, le traía a mal traer, le jodía vivo.

– Matilda me está jodiendo vivo, Antonio.

Antonio no salía de su asombro cuando oyó aquello.

– Pero cómo jodiéndote? -acertó a preguntar Antonio.

– Te escandaliza oír esto?

– No, no sé. Me extraña. A mí me parece que os queréis mucho…

– Ahí está el asunto: que nos queremos mucho. Más ella a mí que yo a ella, quizá.

– ¿Entonces…?

– Tú sabes que yo mismo la he animado a meterse en negocios. No se hubiera decidido sin mi aprobación.

– Lo sé… Lo siento, no veo el problema. Comprendo que te sientas solo: yo mismo echo de menos a Emilia. Pero así es como han salido las cosas. Es lo que hemos convenido, los cuatro.

– Ya, ¿pero no te parece que a veces no es suficiente tener algo decidido? A veces decidimos hacer cosas que nos contrarían, que nos lían.

Juan recuerda ahora, esta noche, el sencillo rostro de Antonio en blanco. Nunca le había hecho Juan una confidencia de esta naturaleza, y ahora que se la hacía, no sabía Antonio cómo procesarla. Por fin acertó a decir Antonio:

– No sé. Yo no entro ni salgo en esos complicados mecanismos mentales. Yo estoy seguro de que os queréis. Claro que sí. Eso es lo esencial.

– Eso es lo esencial, desde luego, claro que sí -repitió Juan y añadió-: Me siento solo. ¡Yo la ayudé tanto!…

– Y ahora lo lamentas?

– No. No lo lamento, pero no me alegro. Al no poder alegrarme no lamentarlo no es bastante. Tendría que alegrarme y no me alegro…

Esta noche interior. Nada hay dentro, nada hay fuera. Lo que hay dentro, eso hay fuera. He visto sólo una ciudad por dentro / fuera no hay nadie. / He visto sólo una ciudad por fuera / dentro no hay nadie… Calcomanía blanca de la nada durmiente. ¿Qué versos son estos que irrumpen ahora en Juan Campos sin convocarlos, por sí solos, como vencejos velocísimos, multipropiedad del estío en la ciega noche del norte, del Asubio? Matilda es un nombre propio que denota toda Matilda, su significado (Sinn), pero con la referencialidad (Bedeutung) quebrada. Matilda es el referente de su nombre propio que ahora, como en vida, es y no es, está y no está, rehúsa ahora ser el referente inequívoco de su nombre propio. Nada hay dentro, nada hay al fondo, la memoria infiel es más infiel aún de lo que Juan Campos llegó a ser con Matilda cuando, a la vez que se dejaba amar, resentía el rumbo que la vida de Matilda iba tomando. Un rencor minúsculo fue la forma que la infidelidad adoptó en su caso. Además, ya tenía la decisión tomada. Lo negó. Esa negación fue un trámite. Un trámite innecesario porque Juan, desde el primer momento, admitió la validez de la decisión de Matilda de ejercer su carrera.

Hubiera sido preferible quizá que su relación hubiese sido más vulgar, más convencional: si hubiesen sido un joven matrimonio medio en aquella España de los ochenta, la decisión de Matilda de meterse en negocios hubiera sido igualmente firme quizá, pero menos profunda, más de moda. Al fin y al cabo eran tiempos de liberaciones, también de la liberación de la mujer. Si la relación del matrimonio hubiera sido más común de lo que era, hubiera habido una discusión, un rifirrafe, un tira y afloja, un «no esperarás que me quede con los niños solo», o un opuesto «no esperarás que me quede en casa con la pata quebrada». Hubiera habido mutuos reproches y unas cuantas reconciliaciones seguidas de reproches antes de que, finalmente, Matilda hiciera su santa voluntad. Y en la idea misma de reconciliación hubiera habido su poco de reproche, como el regusto agridulce de las comidas chinas, una como redolencia del excesivo ajo en los filetes rusos. Pero no hubo nada de eso, porque la relación entre los dos no fue vulgar, nunca lo fue, ni al principio ni después. Porque desde un principio, desde los primeros momentos del mutuo apego físico, decidieron adoptar la idea rilkeana de que el matrimonio consiste en dos soledades que mutuamente se respetan y reverencian. Cuando se conocieron con veinticinco, y se encontraron mutuamente hermosos y brillantes y se acariciaron y se acostaron, les exaltó la idea, paradójica, de que eran dos soledades en aquel mismo instante -no obstante el intenso apego que entonces vivían- y que seguirían siéndolo siempre. Su noviazgo y sus primeros años de matrimonio estuvieron presididos por esta racionalidad paradójica de las dos soledades. Implícita, pues, en esta noción de soledad en compañía, estuvo siempre la idea del posible desarrollo independiente de cada uno de los dos. Juan se consagraría a la meditación filosófica, a sus publicaciones y a sus clases, y Matilda… Se consagraría a su propia vocación, fuese cual fuese. Porque aquí sí hubo una cierta ambigüedad al principio. De acuerdo con la tradición multisecular, Juan Campos desarrollaría su vocación con su carrera, sus publicaciones y demás. El entusiasmo, en cambio, que Matilda obviamente sentía y decía sentir por su brillante carrera de económicas no acababa nunca de parecer del todo a Juan -y quizá al principio ni siquiera a la propia Matilda- una vocación tomada en serio. Debido en parte a la misma intensidad del entusiasmo de Matilda, su vocación y habilidad para los estudios económicos daban la impresión de ser un hobby. Tanta devoción ponía en entender y explicar a su novio la balanza de pagos o las estructuras macroeconómicas de la sociedad capitalista, que no daba la impresión de que eso fuera nunca a constituirse en un serio proyecto vital. Y hubo, claro está, el parón de los hijos. Matilda daba la impresión de que jugaba a ser una economista brillante y que dedicaba a la economía tanta devoción como suele dedicarse a jugar al golf o a montar a caballo o a tocar el piano… cuando uno no se propone ser más tarde ni golfista, ni jinete ni pianista profesional. Por otra parte, Matilda no dudó nunca a la hora de aceptar sus embarazos: lució su maternidad en su elegante cuerpo las tres veces consecutivas que se quedó embarazada e hizo toda la gimnasia prenatal que le dictó su sensatez y los textos sobre el asunto que leía. No hubo, pues, durante los aproximadamente quince primeros años necesidad alguna de poner a prueba la descripción rilkeana de matrimonio. Sí -aceptaban los dos-: eran dos soledades muy bien avenidas que se gustaban y adoraban mutuamente. No había en la práctica divergencia específica en los proyectos de cada cual. Los dos se habían embarcado en el proyecto común de un matrimonio feliz y deleitable cuyo fruto eran tres hijos estupendos, con la adición -ésta sí peculiar y directamente inspirada por las costumbres anglófilas de Matilda- de Emilia y Antonio. Por otra parte (y ésta era, a la hora de hacer el recuento del asunto, una obvia tercera dimensión) había el bienestar económico del que gozó desde un principio la familia Campos. La gracia estaba en vivir austeramente en la abundancia y el confort heredados. Sorprendía, eso sí, un poco al principio a Juan, la completa ausencia de conciencia crítica de Matilda en lo relativo a su heredada solvencia económica. Matilda, de joven, encarnaba, sin el menor remordimiento de conciencia, la imagen de una rica heredera que vive austeramente, bienhumoradamente su fortuna, porque lo elegante es vivir el gran dinero así. Todo conspiró al principio a favor de la vida fácil: el concepto de las dos soledades era sólo una elegante teoría adoptada por un matrimonio de dos jóvenes ricos que se aman muchísimo y que en la práctica no querrán ser, cada uno por su lado, una soledad distinta e independiente de la otra. Y sin embargo el hecho fue que al cabo de quince años, algo menos quizá, se habían convertido en esa por definición paradójica figura de la pareja growing closer and closer apart. Y sucedió que, siendo como habían sido siempre, inteligentes y autoconscientes, cuando la bifurcación de los dos proyectos de cada una de las dos soledades se hizo real, no había ya nada que decir, nada que añadir, ya estaba todo dicho. Así que, por absurdo que parezca no lo hablaron. No habían parado de hablar desde el día en que se conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid hasta el momento que Matilda decidió organizar Gesturpin. Cuando llegó ese momento, sin embargo, siguieron adelante: pero eso no lo hablaron, lo hicieron.

Por otra parte hubo en la decisión de Matilda una circunstancia exterior, única en su género: la presencia tutelar de los banqueros-scholars amigos de sir Kenneth, que se carteaban en latín. Estas demoníacas personas no tuvieron jamás la menor duda: la joven, la maravillosamente guasona y ágil Matilda, que jugaba al póker con su padre y con todos ellos, iba -casada y todo- a irrumpir en bolsa como un asteroide inesperado. No hablaban de otra cosa. Eran los altos directores de la Banca inglesa, que habían hecho Clásicas (Greats) o Historia en Cambridge y en Oxford, y que consideraban que nada preparaba tanto para una eficaz gestión financiera como haber descifrado a Esquilo en la juventud o recitar a Virgilio de memoria. Eran personajes brillantes y velados, como mandarines de las complejas dinastías imperiales chinas, que no aparecían en los periódicos o sólo raras veces y que formaban parte de las asesorías financieras de la Corona británica. Matilda los trató a todos desde muy joven y cuando, de pronto anunció que se casaba con el hijo de un médico español se sintieron todos humorísticamente descorazonados. Así que cuando, tras la muerte de sir Kenneth, anunció Matilda que iba a montar una gestoría financiera para inversores en bolsa y que iba a utilizar su propio primer apellido Turpin reminiscente del célebre Dick Turpin para designar su compañía les pareció a todos que por fin Matilda había llegado a ser la que era desde siempre. Matilda tuvo que reconocer, hablándolo con Juan, que la calurosa acogida que su proyecto tuvo entre los banqueros fue determinante, si no de la decisión misma, sí de ciertos aspectos estilísticos de la decisión: sería una financiera de nueva planta. A finales de los ochenta, muy pocas mujeres españolas o anglosajonas estaban en condiciones de emprender un proyecto tan ambicioso como el de Matilda y casi ninguna de obtener el asesoramiento y el apoyo efectivo que un proyecto así necesitaba. Matilda sería la primera, o una de las primeras, innovadoras: una mujer casada, con tres hijos, con energía y gracia suficiente para, sin descuidar su vida matrimonial y su familia, sacar adelante un complejo proyecto financiero. La perspectiva de discutir con sus viejos amigos los nuevos y vigorosos asuntos de la Bolsa Internacional comunicó un suplemento de energía al corazón de Matilda. Por absurdo que parezca, fue por este lado -el más externo a la decisión misma- donde aparecieron las primeras quiebras de la confianza de Juan Campos. Sintió que su mujer se enamoraba -metafóricamente, sin duda- de un nuevo estilo de intelectual: el intelectual-hombre de acción. Porque lo interesante para Matilda era que los banqueros escoceses e ingleses que la apoyaban eran de verdad intelectuales humanistas en una línea muy del XVIII, con un cierto aire de déspotas ilustrados, de benevolencia distante y aristocrática, que resultaba cautivadora, pero también, al menos para Juan Campos, en parte difícil de asimilar, en parte hiriente. Y aunque Matilda aseguraba que él mismo, Juan Campos, era su único scholar verdadero, otra se le quedaba dentro a Juan, un endurecimiento mínimo y, al parecer, inextirpable. De la misma manera que Matilda no tuvo nunca remordimiento de conciencia por ser rica y disfrutar austeramente de la fortuna de su padre, no tuvo remordimiento tampoco a la hora de dejar a los hijos en casa con Juan y con Antonio y llevarse a Emilia de asistente personal. En la calcificación del endurecimiento minúsculo, pero inextirpable, de Juan, este factor de la falta de sentimiento de culpa por parte de Matilda tuvo una importancia considerable. Si Matilda hubiera, de algún modo, sido vergonzante, exigido con violencia su derecho a realizar su propio proyecto profesional, a costa incluso de abandonar la educación de sus hijos, si Matilda hubiera sido una mujer más vulgar, la calcificación tal vez no se hubiera producido. Una mujer más vulgar hubiera tratado de persuadir a su marido de que tenía razón, de que tenía derecho, de que era legítimo tratar de compaginar sus intereses profesionales con su vida familiar. Y en la posible virulencia de este debate, hubiera sido posible detectar -Juan lo hubiera detectado de inmediato- un sentimiento de culpabilidad. Y ese sentimiento hubiera servido para lubricar el severo desapego de Matilda a los cuarenta y tantos -porque desapego fue, sin duda, y repentino sin dejar de ser por ello a la vez paradójicamente una reafirmación de su amor por Juan y su familia-. En lugar de justificarse Matilda organizó las cosas, la vida de los hijos y la vida de la familia, con gran exactitud. Al irse Matilda, llevándose consigo a Emilia, no fue con Juan con quien deliberó durante largas horas acerca del programa de actividades escolares y extraescolares de los niños, sino con Antonio Vega. Juan asistió a este compacto curso de pedagogía doméstica con un sentimiento de perplejidad y una punta de guasa, sólo para descubrir que ni perplejidad ni sentido del ridículo embargaban en modo alguno a su mujer o a su amigo. Desde un principio Antonio Vega tomó completamente en serio su encomienda -que en lo esencial sólo era una prolongación de las tareas de tutoría y supervisión que llevaba ya realizando muchos años-. Le parecía a Juan, con todo, sorprendente que Antonio no reprochase a Matilda o a Juan o a la propia Emilia el que, con motivo del proyecto profesional de Matilda, fuese a quedar él mismo separado de Emilia durante largos períodos de tiempo. Juan llegó a plantear este asunto a Antonio en una ocasión, aunque evitó referirse directamente a la situación de Emilia y Antonio. Lo planteó como cosa más bien suya:

– Yo me siento un poquito abandonado, Antonio. Echo de menos a Matilda como tú, supongo, echarás de menos a Emilia. ¿No te sientes tú como dejado atrás un poco, al otro lado de la puerta, desactivado?

– No me siento así, no -contestó Antonio Vega-, porque no estamos desactivados ni tú ni yo, ni tampoco estamos solos. Están los niños, estás tú, están Emilia y Matilda que nos llamarán por teléfono y que pasarán con nosotros varias veces al mes unos días. Mi padre trabajó en la mina en Asturias muchos años y no venía por Letona más que una vez al mes, o menos, y nunca nos sentimos abandonados. Era natural que nos dejara en casa y se fuera a ganarlo donde había de qué…

– Pero Matilda no tenía obligación de salir de casa para ganarlo, ya lo tenía aquí. Matilda, a diferencia de tu padre, que era pobre, es rica. Y el papel de Matilda en esta casa es el papel que desempeñó muy bien tu madre. Y no el que desempeñaré yo ahora haciendo las veces de Matilda, o tú, haciendo a la vez de padre y madre sin tener por qué.

Algo así vino a ser la conversación. Juan Campos recuerda esta conversación aún, aunque no recuerda en qué acabó aquello. Tiene esta noche la impresión Juan de que no consiguió comunicar su inquietud a Antonio, y que Antonio, con la misma naturalidad de Matilda o de Emilia, daba por sentado que todos estaban haciendo todo bien. Juan tiene idea de que Antonio añadió algo así:

– Ahora no es como antes ya, más vale así. Ahora todo está cambiando, pero todo seguirá igual, mejorará, si no nos empeñamos en ver tres pies al gato.

Una respuesta insatisfactoria ésta en opinión de Juan. Quizá no fue exactamente eso lo que dijo Antonio, sino sólo lo que Juan recuerda.

Hubo bien mirado, más años de vida conyugal -unos dieciocho- que de vida profesional para Matilda -unos trece-. En ambos casos, Matilda estuvo siempre claramente expuesta. No hubo nunca equívocos: Matilda nunca declaró que su ideal fuese la vida de mujer casada entregada a la maternidad y a las tareas caseras. A medida que los niños iban haciéndose mayores, Matilda fue pensando que lo suyo estaba en los negocios. Y nunca lo ocultó. De tal manera que Juan no pudo llamarse a engaño cuando, tras la repentina muerte de sir Kenneth, tras la testamentaría y los obligados viajes entre Londres y Madrid, fue obvio que Matilda se ocuparía de la fortuna familiar y que aprovecharía la oportunidad de activar una posibilidad de sí misma mil veces imaginada pero nunca puesta en práctica. Y fue fascinante que (aun habiendo declarado Matilda con frecuencia que ésa era su intención) Juan nunca la tomara en serio. Así que cuando Matilda alquiló un local en Madrid -unas oficinas- y rehabilitó la oficina de su padre en la City londinense, Juan se quedó asombrado. Pronunció una frase absurda:

– Esto viene a ser como la muerte. In media vita in morte summus. Y la muerte no esclarece la vida, simplemente la interrumpe, la vuelve absurda.

Matilda protestó. Negó que su dedicación explícita a los negocios fuera equivalente a esa interrupción de la vida que es la muerte. Y Juan fingió reconocer su exageración y retiró la expresión. Los primeros viajes de Matilda e, incluso, sus primeras jornadas laborales en Madrid para montar la oficina hicieron sentirse a Juan muy solo.

– No sé qué hacer sin ti en casa -declaró Juan.

– Es sólo al principio es un cambio de rutinas, nada esencial cambia entre nosotros.

Y era verdad. Hubo escenas cómicas: Juan reprochó en broma a Matilda que le abandonara en plena abundancia:

– Me dejas en la abundancia, en una vida de lujo y bienestar.

– Bueno, mejor, eso es bueno, ¿no?

– No, no es bueno. Es lo peor de todo. No tengo derecho a quejarme. Me dejas perfectamente instalado. Hasta un buen servicio doméstico en la casa, cosa que nadie tiene ya hoy en día. Pero nosotros sí. Vivo como un rey.

– Pues eso es bueno -repitió Matilda.

– Pues no, no es bueno. Es lo peor de todo.

– Preferirías que te dejara arruinado? -llegó a preguntar Matilda, riéndose.

– Francamente, casi sí. Me has convertido en un rentista. Si me jubilara esta misma tarde con cuarenta y tantos, no pasaría nada en absoluto.

– Pero hombre, Juan, una persona como tú no se jubila ahora, ni con cuarenta ni con cien: mientras tengas energía intelectual, mientras estés activo, intelectualmente despierto, no hay ninguna diferencia entre tú y yo. ¿Querrías que me quedara aquí? Di la verdad. Si tú me dices ahora mismo que pare todo, que lo deje todo y que sigamos como estamos, yo…

– Nadie está hablando de que pares nada. Lo único que digo es que no me dejas decir nada. No tengo nada que añadir. Has dejado todo tan bien organizado que mi obligación es estar contento con la presente situación. No tengo ni derecho al pataleo.

– Bueno, pues no. No lo tienes.

Esta versión cómica de la situación alternaba con una no formulada inquietud por parte de Juan y también, quizá, por parte de Matilda. No obstante su entusiasmo por su nuevo proyecto, Matilda sintió, a su manera franca de tratar las cosas, un remordimiento no expresado, una sensación de que faltaba una cierta perfección, la perfección del proyecto común de los dos. ¿Hubiera sido preferible que se dedicaran los dos a los negocios? ¿Hubiera sido preferible que se dedicaran los dos a la práctica y a la teoría filosófica? ¿Hubiera sido preferible que Matilda hiciera un cursillo acelerado acerca de lo bello y lo sublime en Kant, en Schiller y en Schelling? Era una situación cómica y, a ratos, los dos conseguían realmente reírse con ella. Pero la risa no acababa de iluminarlo todo por completo. Fue desesperantemente simple. La opción de Matilda era razonable. Implicaba sin embargo, algunos elementos no convencionales que podían ser declarados objetivamente discutibles: era verdad que los tres chicos estaban ya criados -Fernandito, el más pequeño, tenía trece por aquel entonces-. Era verdad que Juan se quedaba solo: incluso dando por supuesta la buena voluntad de Juan, era imposible combinar las dos actividades profesionales. Y este problema no lo tenía sólo una rica heredera como Matilda, lo tenían ya muchas chicas de la edad de Matilda que a finales de los ochenta dejaban su casa para ir a trabajar. Juan era muy consciente de la situación: que Matilda fuese una rica heredera no añadía nada esencial al problema: lo esencial era que Matilda tenía una ocupación a la que dedicarse con seriedad y que implicaba abandonar su casa. Todas las humildes secretarias tenían el mismo problema. Los aún exiguos sueldos de una auxiliar administrativa de la época (unas setenta mil pesetas de entonces) tenían que dar para pagar a una asistenta que se quedara con los niños desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y salía del sueldo de la chica. Pero salir de casa, irse de casa no era diferente: el problema era el mismo, la única diferencia es que en la clase social de Matilda, y sobre todo en el mundo británico, la educación de la prole la llevaron siempre a cabo los preceptores y los criados. Y así seguía siendo en casa de los Campos, incluso antes del despegue de Matilda. El peso de la educación recaía ya entero o casi entero en Antonio Vega. Así que no tenía Juan Campos argumento ninguno práctico, sino sólo un remusgo que oponer a Matilda. Y dada la relación franca y abierta entre ellos, los remusgos estaban de sobra.

Siempre habían dicho los dos: lo que tengas que decir, dilo. Incluso lo que creas que sientes, aunque no estés seguro, dilo… Bien es cierto que era Matilda la que insistía siempre en la transparencia completa. Y Juan, a fuer de filósofo (la claridad es la cortesía del filósofo también en la vida privada) asentía. Pero en aquella ocasión, la claridad estricta le resultaba a Juan imposible de practicar: una voluntad de transparencia ahora le desnudaba de un modo extraño, le ponía en evidencia. No podía decir: siento unos celos que no son celos, pero que sí son celos, de tus banqueros ingleses, los amigachos de tu padre. Ya sé que son vejestorios la mayoría, mucho mayores que tú. Pero presiento que entre tú y ellos dibujáis un círculo en el suelo y os metéis dentro y yo quedo fuera. ¿Cómo no me voy a quedar fuera si apenas sé lo que es una sociedad anónima?… Esto no podía decirlo, porque Matilda hubiera contestado: pues si no lo sabes lo aprendes. ¿No he aprendido yo lo de Schiller y la educación estética del hombre? Pues tú lo mismo. Y era verdad que Matilda se había apasionado especialmente al leer los artículos de Juan y al discutir temas filosóficos. Juan tenía que reconocerlo: se había esforzado no sólo en las sobremesas y tertulias: su inteligencia rápida era muy hipercrítica y amiga del debate intelectual. No le interesaba mucho la literatura (apenas leía novelas o poesías) pero en cambio la apasionaba discutir ideas. Hubiese sido una competente tutora de filosofía de habérselo propuesto. En cambio, lo contrario no era verdad: la inteligencia de Juan Campos era verbosa, pero no rápida: era más bien minuciosa, con una considerable habilidad para poner en conexión entre sí datos aportados por la erudición histórica (tenía buena memoria), pero rara vez alcanzaba una conclusión o una intuición filosófica de un salto: era moroso y premioso. Era un académico anticuado, aficionado a la especulación metafísica, que abandonaba con gusto por el cotilleo con los colegas. Era aficionado a discutir vidas ajenas: los doctorandos, los miembros del claustro, los problemas de la facultad y el decanato… Todo eso lo aborrecía Matilda. Ese claustro vuestro es paleto -decía Matilda-. Y la verdad es que cuando se reunían a cenar los matrimonios del claustro, las bromas de Matilda al salir, imitando a las doctas esposas, rebotaban en las fachadas del Madrid nocturno. Decía: he ahí los catedráticos pot-au-feu, en compañía de sus señoras ex seminaristas (una malignidad muy de Matilda ésta). ¡Era tan divertida, tan mala! Tan capaz de tomar parte en aquellas cenas de matrimonios académicos, que detestaba, y dar el pego. Juan tenía la impresión, a veces, de que Matilda era casi inconsciente de sí. Como si en su caso único la santidad fuera verdaderamente inconsciencia. Podía ser maliciosa y a la vez santa. Y el efecto que causaba en las cenas de matrimonios era cómico y conmovedor a la vez. Desde el primer día la pareja causó un impacto notable. En aquel tiempo Juan era sólo un profesor auxiliar, que acompañaba al titular y poco menos que le llevaba la cartera. Las primeras cenas fueron increíbles. Iban a cenar gamo al Pardo. Era a finales de los setenta. Aún las esposas de los académicos del departamento de Filosofía tenían un aire retro, años cincuenta, un résped ingenuo, una mirada de reojillo que calibró instantáneamente la absoluta elegancia de Matilda (que no podía haber elegido para las primeras ocasiones trajes más lisos, más sin pretensiones).

Juan Campos recuerda, esta noche interior del Asubio, el estremecimiento de entonces, como si el viento exterior, un turbión cantábrico, hubiese abierto de par en par una contraventana de la sala: ¡el orgullo que sintió de estar casado con aquella criatura exótica, elegante, ingeniosa, mordaz y compasiva al mismo tiempo! La amaba. Cuesta creerlo ahora -piensa Juan Campos-, pero tal vez con ocasión de aquellas cenas de matrimonios académicos, que se celebraban con una periodicidad mensual, sintió que amaba a Matilda sin reservas, que amaba él más, mucho más, de lo que él mismo era amado. No me elegiste tú a mí, sino que te elegí yo a ti, Matilda -pensó entonces-. Y vuelve a rumiar melancólicamente ahora, sabiendo que eso después no fue verdad. Nada fue verdad. Que nada fuera verdad es el fundamento de su presente melancolía, cronificada melancolía de superviviente, de impostor. Soy un impostor, fui un impostor. ¡Qué pobres los conceptos! Si no estuviera agotado -piensa Juan Campos-, si no fuera ahora lo que he llegado a ser: el incapaz de proferir o proferirse, esta simple frase soy un impostor, requeriría una explicitación de mil folios. Esta coquetería de los mil folios le entretiene por un instante: porque le cuesta fijar la atención en lo que ocurrió en la Matilda de entonces, sofocada por la Matilda inconvocable de ahora, la fantasmal Matilda omnipresente que rehúsa toda presentación emocional, toda presencia salvo la instantánea presencia cruel de sus lacerantes apariciones y desapariciones. Echa de menos a Antonio Vega. Ahí se detiene y ahí, en Antonio Vega, se tranquiliza durante un buen rato. Mañana le contará todo esto a Antonio Vega. Antonio sabrá terminar esta historia inacabada, este relato de cristales rotos que se clavan en la carne de la conciencia como espejos. Matilda era hermosa. Las esposas de los catedráticos obtusas y perspicaces, garduñas, lo supieron desde el primer momento y la adoraron desde el primer momento con su sencillez de corazón pueblerina y Juan se contempló en aquel espejo maravilloso de la adoración que su mujer inspiraba en las esposas de los catedráticos Porque sabía inglés y francés, porque sabía qué traje de tarde era el traje de tarde apropiado, porque sus largos dedos de uñas pulimentadas recordaban los guijarros de los veloces regatos de montaña, porque era inaccesible cuanto más accesible. Y que Matilda, al salir, se riera de ellas, era parte de la inocencia afectuosa y maliciosa de Matilda: una combinación perturbadora que hizo que Juan Campos, de joven, creyera que el amante era él y no el amado. Y el caso es que Matilda -incluso con su brillante título de Económicas- sabía mucho menos que las esposas de los catedráticos, que eran todas licenciadas en esto y en aquello. Sólo catan con inmaturo espíritu mil cosas altas -Juan recuerda esta noche que cuando hizo esta referencia a Píndaro, Matilda discutió con él furiosamente-: recuerda la furia de Matilda, su ingenuidad furiosa, pero no recuerda el contenido de la discusión. Y, sin embargo, eran incompatibles. El problema fue siempre lo contrario de lo que parecía: no que Matilda no se adaptara a las esposas del claustro, sino que las esposas del claustro no se adaptaban a Matilda: sentían demasiada curiosidad por ella: la encontraban demasiado guapa y demasiado elegante y demasiado inteligente: la admiraban y su admiración era una barrera infranqueable. Y Matilda se dedicó seriamente a sus hijos aquellos años, y también se dedicó a Juan Campos porque le amaba: que sea esto la piedra de escándalo, la contradicción de este relato: Matilda Turpin nunca dejó de amar a Juan Campos. Ni cuando estuvo con él ni cuando se alejó de él: siempre le amó apasionadamente e hizo todas las cosas que los amantes apasionados y hasta suicidas, hacen por el amor de quienes aman. La vida de Matilda durante los primeros dieciocho años de matrimonio fue lisa y llana, clara como un mapa escolar, con todas las provincias en colores y los ríos color agua y los montes color brezo.

XXIV

¿Cuánto tiempo son 18 años? Todo el mundo sabe que el tiempo cronológico y el psicológico no coinciden. Visto desde el final, aquel período matrimonial de Juan y Matilda pareció visto y no visto. De pronto el hijo menor, Fernandito, tenía trece años y galleaba en el patio del colegio y en casa. Visto desde dentro, pareció una eternidad. Pareció la felicidad. Y lo fue. Fueron años felices. Esa felicidad, por supuesto, era o fue una totalidad que, al recontarse, sólo puede verse por lados. Y hubo dos grandes lados: el lado de los niños que crecían y el lado del desarrollo dual de dos proyectos vitales, el de Matilda y el de Juan, que funcionaban al unísono. Es una obviedad decir que una pareja son dos y que, por mucho que se quieran, son estrictamente distintos entre sí. De aquí que, de acuerdo con las costumbres, el proyecto central de la pareja fue el proyecto de Juan: estudiar, escribir y enseñar filosofía. Los intereses profesionales de Matilda, su fascinación por la actividad económica que había heredado, junto con la fortuna de su padre y los amigos de su padre, quedaron en suspensión, aunque no desactivados. Por un tiempo, mientras los niños crecían morosamente (convirtiendo cada festividad y cada tarde de domingo y casi cada tarde de la semana en un laberinto, un verde prado también, de síes y de noes, intensos como amapolas y tan fugaces como las amapolas mismas), Juan Campos, con Matilda en casa, ayudada por Emilia y Antonio y la cocinera y la doncella, pudo cerrarse en el despacho y preparar sus clases, leer sus libros de filosofía alemana, aparecer al final de la tarde, benévolo y tranquilizador y remoto y a salvo del ruido que, a medida que los niños crecían, iba haciéndose más intenso, porque sábados y domingos cada niño aportaba un mínimo de dos o tres compañeros del cole. Juan Campos no fue nunca un Luis Felipe Vivanco: jamás sintió lo equivalente a con mi niñita nueva entre los brazos salgo a la primavera, jamás exclamó: ¡Oh tiempo de las niñas jugando a sus casitas / tiempo de los maíces y el camino encharcado! La paternidad no fue un sentimiento claro y distinto para Juan, de la misma manera que la maternidad no lo fue para Matilda. La diferencia consistió en que Matilda tuvo que ocuparse de los niños y Juan pudo eludirlos sin aparente merma del gratuito prestigio paternal que los niños conceden al padre, haga lo que haga. Y los niños, cuya nurtura aburría ligeramente a Matilda, tenían, en lo especulativo, algunas compensaciones para Juan y también para Matilda: cabía discutirlos, en el dormitorio conyugal o a las horas de las siestas, desde la perspectiva de una ideal paideia. Así, las preguntas de los niños resultaban dulcemente inquietantes y agudamente inquisitivas también: ¿la muerte de la tía Manolita y la muerte del vencejo que encontraron el verano pasado al pie de un muro en el Asubio eran muerte lo mismo? Que un difunto vencejo, una vez fallecido y reseco e invadido de hormigas, se hubiera, eso no obstante, ido últimamente al cielo resultaba verosímil, porque parecían los vencejos provenir del cielo y desaparecer por temporadas en el cielo, e irse y venirse constantemente de su agujero del muro al cielo, chillando exaltados, abrazados al aire con el maravilloso semicírculo de sus fuertes alas negras. Pero ¿y la tía Manolita, que no era a todas luces celestial? ¿Cómo iba a irse al cielo después de muerta si, incluso en vida, no se movía del sillón, aquella gotosa hermana mayor del padre de Juan Campos? No parecía el cielo, en modo alguno, un lugar confortable o habitable para las tías-abuelas. ¿Venían los niños de París? ¿Venían de París ya vestidos con sus zapatitos y todo? La inspección y discusión de bebés fue asunto de gran importancia en casa de los Campos hasta los seis años o siete de Fernandito, cuando ya Andrea y Jacobo estaban al cabo de la calle, pero aún Fernandito quería saber si los niños venían al mundo con Dodotis, o cómo. ¿Y los Reyes Magos? ¿Había que mentirles -si es que eran mentiras- a los niños? Había que decirles la verdad. Había que contársela. Y Matilda y Juan descubrieron, fascinados, que el gran contador de verdades, entresacándolas de las mentiras, no era ninguno de ellos dos, sino Antonio Vega, que llegó a inventar un cielo común supracelestial para los vencejos y tía Manolita, un cielo afirmativo, tan fuerte y vehemente, más vehemente que la luz del sol, donde ya en vida habitaban a la par vencejos y personas, el cielo de la alegría de vivir. Esto, por supuesto, incluía un punto fatal, empíricamente verificable por los niños, a saber: que el descarnado vencejo, pasto de las hormigas, hallado al pie del muro en el Asubio, no se alegraba de vivir y no parecía vivir, y estaba muerto. Pero Antonio tenía un arte raquero, de antiguo pícaro, para soslayar las dificultades distrayendo la atención. Antonio Vega, que no tenía principios, tenía en cambio, pedagógicamente hablando, clarísimos fines: había que vivir con entusiasmo y devoción el día a día, y en esto Matilda se parecía más a Antonio que Juan.

Tanto en las reuniones del claustro, como en las cenas o cócteles del lado de Matilda, había las otras parejas coetáneas de Juan y de Matilda, que vacilaban o que fracasaban. Y éste era un punto de vanidad para el joven matrimonio Campos, que hacía que se miraran de reojo o comentaran después: eso a nosotros no nos va a pasar. No iba a pasarles porque ambos estaban decididos -o quizá sólo Matilda, ¿quién es capaz de saberlo a estas alturas?- a aplicar el ingenio al matrimonio. ¡Claro que había divergencias de opinión, y más que eso! ¡Había divergencias de actitud vital entre los dos! Pero todo podía ser hablado, debatido, examinado en el retiro común de los descansos, las siestas, las pausas de los críos: hablarían sin cesar, se expondrían el uno ante el otro con una desnudez más limpia aún que la desnudez preternatural de Adán y Eva: más limpia porque no era ideal, sino real: causada deliberadamente por cada uno de los dos y no incausada o causada por Dios a imagen y semejanza Suya. Y en esa discusión autoconsciente y continua en que a juicio de ambos se cimentaba la estabilidad del matrimonio, hubo un curioso asunto que fue la actitud ante el error. Matilda había aprendido de los anecdotarios de la formación de los hombres de empresa que había toda una psicología del criterio equivocado: Matilda decía -evocando las conversaciones con sus banqueros humanistas- que en el mundo de las inversiones el comportamiento de las gentes era con frecuencia errático o contradictorio o estúpido. Y que las malas decisiones inversoras tenían con frecuencia lugar a espaldas del propio inversor, inconscientemente. De aquí que era imprescindible para entender a fondo las inversiones y los mercados, entender muy seriamente nuestras irracionalidades: tan valioso para el inversor como la capacidad de analizar balances y cuentas de pérdidas y ganancias era examinar la emoción que recarga, positiva y negativamente, nuestra relación con el dinero: un análisis del miedo y la avaricia a la hora de adquirir o de vender acciones era esencial. Ahora bien, proseguía Matilda: ¿qué pasa con los errores intelectuales? ¿No tendríamos que hacer, nosotros los filósofos (Matilda se incluía aquellos años en esta categoría), un pormenorizado análisis práctico de nuestros criterios equivocados? A esto respondía Juan diciendo que el examen del error era, por supuesto, parte integrante de la investigación filosófica desde Platón a nuestros días: la posibilidad del error es parte esencial de la búsqueda de la verdad. Ésta era una respuesta contundente que, sin embargo, no satisfacía a Matilda porque era obvio que los errores filosóficos llenaban páginas y páginas que, una vez cometidos, eran repasados y repensados y vueltos a cometer por sus sucesores. Y es que -pensaba Matilda- los errores filosóficos, a diferencia de los errores de los inversionistas, no parecían tener consecuencias prácticas. Desde ese punto de vista admirablemente absoluto, logomáquico, en que la gran filosofía se ha situado siempre, verdad y error resultan ser perennes datos de una investigación antinómica. En última instancia nada grave sucede si un filósofo yerra. Si un inversionista yerra, se arruina. Había aquí una cierta injusticia que la inteligencia práctica de Matilda hacía a la inteligencia contemplativa y verbal de Juan. Pero había también un punto de buen sentido, de sentido común anglosajón, que impulsaba a Matilda a no contentarse con las verdades y errores de una cadena argumental, sino a desechar lo no productivo. Una tesis doctoral, o todo un libro, sin embargo, podían escribirse y premiarse, tanto si incluían las evidencias confirmadas como las evidencias no confirmadas o incluso absurdas.

Durante unos años, muy al principio, Matilda abrigó la idea de convertirse ella misma en estudiosa de la filosofía. Tenía la impresión, leyendo los escritos de Juan o traduciendo textos filosóficos del inglés -que Juan no dominaba-, que los asuntos de los filósofos, con toda su gravedad y relevancia, quedaban como atenazados por una problematicidad que a Matilda le parecía sorprendente: la gracia parecía consistir en filosofar, investigar, a sabiendas de la imposibilidad de reducir nunca el problema a una solución definitiva. Dada la gravedad de los asuntos tratados, la muerte, la existencia de Dios, la naturaleza limitada del conocimiento humano, el bien y el mal, cómo hacer lo uno y evitar lo otro, incluso el análisis del juicio de gusto, que nos permite decidir por qué una cosa es bella o es fea, todo esto permanecía irresoluto, produciendo sin embargo, una gran cantidad de movimiento intelectual: le interesó la definición de idea trascendental en Kant, según la cual una idea es un concepto que da mucho que pensar sin podérsele asignar nunca una intuición correspondiente. No daban, sin embargo, los filósofos la impresión de ser personas atareadas, empeñadas en buscar una solución a los problemas, más bien daban la impresión de estar confortablemente instalados en la problematicidad de sus asuntos, buceando apaciblemente en el sumidero de miles y miles de páginas y ofreciendo con frecuencia brillantes soluciones, históricamente aceptadas para ser más tarde históricamente rechazadas también. En conjunto, la actividad de Juan producía una impresión quiescente: confortable e incluso -y aquí es donde entraba el proyecto de Matilda- un poco exclusiva: con frecuencia Matilda se había sentido excluida en una conversación filosófica por no estar del todo al tanto de la terminología. Era un mundo petulante en una línea muy autárquica y autorreferente que alcanzaba en ocasiones gran belleza retórica. Las palabras de los filósofos eran muy poderosas, sonaban como grandes timbales de una gigantomaquia que, de buenas a primeras se acababa al acabarse la clase, al acabarse la tarde, para irse a cenar, para quedarse a chismorrear un poco. Y era un mundo presidido, al menos el mundo académico donde se movía Juan, por unas considerables dosis de rutina: la búsqueda de la verdad era tan ardua y duraba tanto, y la búsqueda y la recopilación de la información necesaria para cualquier trabajo era tan copiosa, que el ánimo individual se destensaba fácilmente al cabo de unas cuantas horas de lectura e investigación. De hecho, decidió Matilda, casi era preferible filosofar con desgana: de ese modo las secuelas del no dar con la verdad ni de un día para otro, ni de un mes para otro, ni de un año para otro, se difuminaban graciosamente. El ocio era el principio de la filosofía. Una cierta actitud espiritual que liberaba a las almas filosóficas del negocio, la negación del ocio, y las ponía en trance de ser iluminadas, beatíficamente, en un futuro bien distante. Una investigación filosófica podía durar veinte años. El estudio de un filósofo como Hegel podía durar catorce años. Una tesis doctoral acerca de, por ejemplo, la teoría de las categorías de Nicolai Hartmann podía durar toda una vida. A medida que los niños crecían y cada vez era menos indispensable que Matilda les organizara las meriendas, una cierta inquietud no localizada se apoderó de Matilda. Juan no parecía del todo satisfecho con la idea de que su mujer se pusiera a estudiar filosofía.

– Sería redundante un poco, ¿no te parece? Los dos al alimón pensando el mismo pensamiento. Profiriendo lo pensado a la vez, como a coro, un pensamiento conyugal y dual, como las canciones de las Hermanas Fleta.

Los niños crecían y el dinero llegaba con regularidad. Y con discreción. Tenían una cuenta conjunta en el Banco Santander y dos cuentas separadas, una para cada uno. Matilda organizó las cosas de manera que Juan se sintiese cómodamente instalado sin estridencias. Matilda llevaba las cuentas. De las finanzas se ocupa mi mujer -decía siempre Juan- y todo el mundo entendía que, siendo Matilda una brillante licenciada en económicas, lo suyo era llevar las cuentas y lo otro, la vida contemplativa, era cosa de Juan.

– ¿No vivimos por encima de nuestras posibilidades, Matilda? -preguntaba Juan en ocasiones con ese aire lánguido de quien no parece estar muy interesado en la respuesta.

– No, querido. Tenemos inmensas posibilidades. De hecho, ahorramos dinero, cada mes un poco.

Y ahí quedaba la cosa. Hubiera debido quedar la cosa ahí, quizá, y no fluctuar mentalmente y no sobrevolar inesperadamente como una polilla sobre las conversaciones en el momento más inesperado. Matilda estaba acostumbrada a una vida cómoda pero austera. Gastaba poco en sí misma y se apañaba con la ropa que tenía y una costurera particular que iba adaptando, alargando o acortando, su ropa a compás de la moda. La verdad es que todo pareció, en muy pocos años, haberse vuelto rutina, haberse consolidado. Matilda era un ama de casa eficiente Y Juan era un marido casero, aficionado a invitar a almorzar a algún colega de la facultad los domingos, pero poco aficionado a acompañar a su mujer a sus contadas visitas sociales. La casa tenía un aspecto severo, muy académico, atestado de libros, no sólo el despacho de Juan, sino la sala de estar y una parte del pasillo. Era una bonita casa en lo que era por entonces una zona aún sin edificar del todo al final de la calle Orense. Juan se embarcó por esas fechas en sus estudios del idealismo alemán: era el cuento de nunca acabar. El idealismo, tal y como lo veía Matilda desde fuera, era una voluminosa serie de libros bellamente impresos y encuadernados que, cuando Juan le leía fragmentos seleccionados, daban la impresión de estar llenos de energía: la vida del concepto, el acto del entendimiento como vida, la experiencia filosófica como experiencia total. Esto hacía vibrar a Matilda. Pero era más bien la imagen, la idea de que todo esto pudiera funcionar algún día en su vida como una inspiración, que el que funcionara día a día en la vida de la familia Campos. Lo cotidiano era la rutina de un matrimonio bienavenido e instalado con todas las comodidades de la alta burguesía y también con todo su buen gusto: no se trataba de figurar, de lucirse, sino de, sencillamente, ser. Y Juan Campos se convirtió en un filósofo cuya única urgencia inmediata era preparar las clases de la facultad. Era un buen expositor, pero la preparación de las clases le exigía, dado el escaso nivel, según Juan, del alumnado, una tarea de simplificación y divulgación que, en conjunto, le irritaba. Es imposible simplificar a Hegel sin desnaturalizarle, exclamaba con frecuencia. ¡Hegel es inseparable de la lengua alemana y de toda la elocuencia académica y alemana en que su filosofía aparece expresada! No hay un Hegel para niños o para adolescentes o, incluso, para universitarios políticamente inquietos. Hegel está au desús de la melè. Y los Campos también estaban a salvo del batiburrillo de los años finales del franquismo y de la instalación de la democracia en Madrid. Llegó un punto en que los viajes a Londres empezaron a parecerle a Matilda escapatorias. Se divertía más en Londres que en Madrid, veía más gente, veía, sobre todo, la actividad de enjambre de la City londinense donde sir Kenneth se movía como pez en el agua: le gustaba a Matilda ir a almorzar a la City con su padre. Había un aire de vitalidad. Había una presencia vibrante, confusa, energizante, del mundo entero en aquellas oficinas. Leer el Financial Times o las secciones económicas de los periódicos era revivir otra vez las inquietudes universitarias que precedieron a su matrimonio. Releyó por entonces algunas de las biografías de John Mayriard Keynes con su insistencia en que el estudio de la economía no fuese una simple gimnasia intelectual, sino que sirviese, directa o indirectamente, para mejorar la vida humana.

Al regresar a Madrid tenía invariablemente Matilda una sensación de aparcamiento. El magnífico piso de la calle Orense le hacía sentirse a ella misma aparcada, dotada de un aire entre sublime y gracioso, como un instrumento musical, un violonchelo o un piano de media cola en desuso que adorna, sin embargo, cualquier elegante sala de estar.

Y esta sensación de hallarse aparcada se recrudecía al no poderla comunicar con claridad a Juan, que se mostraba feliz de verla de vuelta pero que no daba la impresión de haber sufrido soledad ninguna en su ausencia. Las buenas ausencias que Juan guardaba a su esposa transpiraban un subrepticio aire de desafíos, como si dijera: he, en tu ausencia, Matilda, continuado empeñado en la contemplación y el conocimiento de todas las cosas. No las he realizado, eso queda al cuidado de los gestores amigos de tu padre, simplemente las he valorado en lo que valen por sí mismas. Y era verdad que Juan valoraba la sabiduría por encima de todas las cosas, con una especie de voluntad freudiana de construir la cultura e incluso la felicidad matrimonial a base de posponer el gozo. Sólo al final podía lograrse la exaltada inteligencia que se contempla a sí misma inteligiendo, como Dios.

Y Matilda, entretanto, a la vuelta de sus viajes a Londres, al sentirse aparcada, se liberaba de la cautivadora rutina de la vida de Juan y de ella misma como esposa, inventando nombres para unas imaginarias agencias de inversión. Por supuesto, había la gran agencia de bolsa paterna. Se le ocurrieron dos nombres que le hacían particular gracia: GesTurpin, S. A. y Narcisa Investments. En ambas denominaciones había sentido del humor, ironía -la gran reflexividad, imitada de George Soros, a quien había conocido en compañía de su padre en las oficinas de Central Park-. Sí, el sentido del humor, la autocrítica: esto era la vida del concepto: Hegel mismo, el acto del entendimiento que era vida. Y Juan no lo entendía. Y que no lo entendiera era la melancolía insoluble, el fracaso. Esta palabra, fracaso, menudeaba ahora -al cabo de los años-, como un moscardón. Y Juan, que -según creía Matilda- se sabía Hegel palabra por palabra y toda la tradición del clasicismo romántico alemán, no lograba hacerse cargo de esta gran hazaña vigorosa y alegre de los leverage buyouts de Matilda, por poner un ejemplo. Por entonces aún no se daba cuenta Matilda de que Juan en realidad sí lo entendía: y lo odiaba: y la odiaba: odiaba aquella eterna juventud emprendedora, lo mujer de Matilda. Una parte de la complicación procedía de que, a la vez que sus obligaciones maternales iban disminuyendo a medida que los niños crecían, no decrecía su devoción por Juan. Juan seguía resultándole atractivo, guapo, y, por qué no reconocerlo, tan misterioso ahora tras tantos años de matrimonio como cuando le conoció en el bar de la facultad. Juan se dejaba querer. Juan no se hacía querer: se dejaba querer. Era fascinante por eso, por su natural propensión a dejarse cuidar, atender, rodear de afecto. Así, no sólo Matilda, sino el propio Antonio, formaban parte de esa absurda corte -en sus momentos de mal humor denominaba Matilda así a los amigos, alumnos, etc., que rodeaban a Juan:

– Eres, Juan -bromeaba Matilda a veces-, un becario natural de la vida: has nacido para enganchar una beca tras otra, una canonjía tras otra: eres un prebendado nato.

Y Juan se reía:

– Mi canonjía óptima máxima eres tú, mi vida -decía Juan riendo-: tú eres la beca de todas las becas que me ha caído a mí por guapo.

Y Matilda le abrazaba y era verdad que le parecía guapo. Quizá Matilda nunca unificó del todo sus dos devociones, sus dos deberes: era devota de Juan, le amaba todo lo que debía y mucho más. Y era también devota de sus hijos, pero sus deberes con ellos cobraron en seguida un perfil kantiano: ocuparse de ellos fue un imperativo categórico cuando eran pequeños y no del todo una devoción. No le parecía a Matilda del todo comprensible la posición de quienes mantienen que tiene que haber en cada casa una madre que espere a los niños cuando, crecidos éstos, regresan a las tantas de los guateques o de las juergas con los amigos o de acostarse con la novia o el novio. No veía Matilda que su función materna pudiera prolongarse en una especie de benevolencia acrítica y no tenía la seguridad de que los niños, por el mero hecho de quedarse ella en casa acompañando a Juan, fueran a apreciar más su hogar familiar. No tenía además, habiendo quedado huérfana de madre muy joven, una cultura casera adecuada: sir Kenneth fue un estupendo padre que siempre llevó a Matilda consigo: a medias confidente, a medias cómplice, a medias hija adorada. Y sir Kenneth tenía, además, un carácter anticuado, de vividor, de explorador o de viajero: en el XIX hubiera acompañado a los viajeros que buscaban las fuentes del Nilo o que se quedaban presos entre los hielos en busca del Polo Norte. Sus negocios tenían este componente también, de arte más que de técnica: tenía vista para los negocios, le encantaba reunirse con financieros amigos de la City o de Wall Street e internarse con ellos en las nuevas selvas de la comprensión del mundo contemporáneo. Estaba pendiente de la situación de Rusia bajo la férula soviética o de la situación en Ibero América. Necesitaba muy poco estímulo para irse de viaje o cerrar un trato o buscarse nuevos asociados para un negocio. Todo esto lo traspasó, con la educación, a Matilda. Y Matilda aprendió a vivir ligera de equipaje. El hecho de quedar embarazada de Juan y darle tres hijos no modificó un fondo de mujer activa, interesada apasionadamente por el mundo exterior. Capaz de organizar muy bien su casa, acabó sintiéndose un poco atrapada dentro de su perfecta organización casera. Con relación al dinero, sir Kenneth anticipó actitudes que luego se verían de modo evidente en George Soros, por ejemplo: hacer dinero se me da bien, tener dinero me da igual. Esto no era del todo así en el caso del padre de Matilda, pero la frase reflejaba una actitud activa y no conservadora respecto al dinero: el dinero era un sistema de posibilidades. Sir Kenneth nunca llegó a plantearse las exigencias éticas del filántropo. Le gustaba demasiado vivir bien, un poco a salto de mata, vida de clubs londinenses y de grandes hoteles. Nunca quiso tener residencias fijas: tuvo muchas casas espléndidas que compraba, disfrutaba una temporada y luego vendía en condiciones inmejorables. Era sir Kenneth desprendido, pero también despegado. Recordaba personajes de Henry Fielding. Fue por consiguiente natural que cuando Matilda decidió casarse con Juan (a ojos de sir Kenneth, un muermo de buena planta) instalara a su hija en gran plan. Gran plan era una nutrida cuenta corriente, un excelente piso, la casa de Lobreña: el Asubio… Sitios espléndidos que recordaban casas y fincas que sir Kenneth había tenido y vendido. Hermosos lugares destartalados que a sir Kenneth le divertía adquirir y le aburría cuidar: todos los parques y jardines de sir Kenneth, todas sus casas, presentaban un aspecto lamentable al cabo de dos años. Matilda acabó siendo más seria que su padre: el matrimonio y los hijos fueron el gran experimento de su vida a los veinticinco. ¿Qué pasó al final con el experimento?

Se le ocurrió GesTurpin cuando conoció a Soros, el bandido generoso, en la diminuta oficina de Columbus Circie en Manhattan. Empezaba ya Soros a intervenir en empresas filantrópicas, a regañadientes casi. Era despegado, y empleaba a sus trabajadores por cortos períodos de tiempo. Era frío y distante y sus amistades estaban montadas más sobre los negocios que sobre la intimidad. Matilda no recordaba si algunas de las ideas que asociaba con Soros procedían de conversaciones con su padre o de lecturas sobre Soros, o cosas que el propio Soros había dicho. La impresionó un texto en el cual Soros describía una tendencia de la inteligencia humana a eliminar el cambio en el mundo. Y ponía esto Matilda en relación con su marido, sentado allá en Madrid o en el Asubio, y con los filósofos que, en la práctica, excluían el tiempo en aras de teorías que consideraban eternas. Al reflexionar Soros sobre aquel sentido dinámico de las fluctuaciones, que tanto le habían servido en su arbitraje profesional, declaró que no se debía ignorar el cambio, sino afrontarlo y convertirlo en un punto central de los análisis. Frente a las sociedades tradicionales, donde lo inmutable es un valor importante, Matilda pensaba en las condiciones de variabilidad extrema y de cambio que ella misma auscultaba, en el mundo financiero, y en su propio corazón. Había que pensar críticamente para que los seres humanos escogieran entre múltiples alternativas. Había que pensar económicamente para que los seres humanos saborearan y eligieran su libertad real.

Acerca de la otra denominación, Narcisa Investments: Narcisa era un término afectuoso que su padre empleaba para designar a Matilda. En compañía de su padre, rodeada de sus amigos mayores, la acusaba sir Kenneth de exhibirse demasiado. Volvían a reaparecer sus lecturas de Keynes y Hayeck. Y sentía Matilda, en ese ser apreciada, que su memoria se esponjaba y crecía y ponía en conexión más cosas entre sí. De ahí que formara su sociedad Narcisa Investments para su primera gran operación apalancada.

Pero antes tuvo lugar la muerte de sir Kenneth. Tuvo una muerte tal vez propia, en el sentido de que sufrió un fulminante ataque al corazón tras una cena copiosa. Matilda Y Juan viajaron a la casa de los amigos de Sussex donde su padre pasaba el fin de semana. Su padre había dejado todo perfectamente organizado. Matilda tuvo que decidir si dejaba que sus negocios los gestionara un administrador, o si se ponía ella misma al frente de todo. Sir Kenneth había dispuesto una cremación y así se hizo. Ése fue el segundo viaje a Londres en dieciocho años de Juan Campos: desde el viaje de novios hasta la muerte de sir Kenneth, Juan Campos no había vuelto, ni siquiera por placer, a Inglaterra. No hablaba inglés, y se sintió ahora, una vez más, ninguneado por los amigos de sir Kenneth en el crematorio y en los días siguientes. Se hospedaron en el Connaught Hotel, en Mayfair, una zona, por cierto, que había encantado a Juan Campos en el viaje de novios por sus tiendas de antigüedades. Ya por aquel entonces se le había despertado a Juan el gusto por el mobiliario de época. Le encantaba el aire británico, eduardiano, del hotel, el fin de siglo victoriano. De recién casados hizo Juan esfuerzos al regresar a Madrid por aprender a hablar inglés. Logró leer con soltura libros de filosofía en inglés, pero le costaba descifrar los periódicos y nunca consiguió hablarlo fluidamente. El inglés, como antes el alemán, se había convertido para él en una lengua muerta. Allí mismo, en el Connaught, de nuevo, la semana de los funerales, ya expresó Matilda su decisión de llevar personalmente los negocios paternos.

– Allá tú, pero yo no me metería en líos -dijo Juan Campos.

En aquel momento Matilda deseó fulminarlo. Pero se calló. Y pensó: ¿y por qué no meterse en líos, por qué confiar en un administrador, por qué no tomar el mando en un mundo que, además, ella misma conocía muy bien? Había, a mayores, en aquellos años una inverosimilitud agresiva en el hecho de que una mujer casada, guapa y rica, se metiera en negocios. Meterse en negocios era cosa de hombres. Pero, por supuesto, Juan no se opuso frontalmente al proyecto de Matilda: adoptó una actitud complaciente, la apoyó. Y Matilda sintió una punzada de compunción cuando Juan la apoyó en un proyecto que a todas luces no le satisfacía, Juan, de hecho, sin referirse al fondo del asunto, sí lo hizo mediante referencias a los niños y a él mismo: te voy a echar de menos si estás siempre de viaje. Matilda no podía negar eso. A los seis meses de iniciarse en la sociedad de su padre, Matilda empezó a preparar una operación apalancada en una zona de almacenes del sur de Londres: el negocio consistía en comprar todo y pagarlo con una parte de lo que compraba, para luego venderlo con un beneficio. En esa zona se prefiguraba ya el intenso desarrollo inmobiliario que tendría lugar en la década final del siglo XX.

Sí. Juan Campos apoyó definitivamente a su mujer, y a la vez se retrajo. Y ocurrió -y Matilda vivió esta ocurrencia conyugal como un secreto fracaso de su sincero amor por Juan- que mientras que el apoyo le parecía redundante (puesto que su decisión era firme y una oposición violenta por parte de Juan no hubiera quebrantado su voluntad de ocuparse de los negocios paternos), la retracción le dolió mucho. Comparada con el apoyo, la retracción era casi insignificante. Pero no era del todo invisible: venía a ser como un repentino alfilerazo, una piedrita en el zapato. El apoyo era continuo, la retracción discontinua, pero el apoyo era redundante y la retracción era, en cambio, cruel. Aceptar lo inevitable, al fin y al cabo -pensaba Matilda-, formaba parte del esquematismo espiritual de Juan, la resignación. Amar lo inevitable era otro asunto. Matilda descubrió que a la hora de dar el salto proyectante que iba a cambiar su vida conyugal, los negocios (por muy difíciles y arriesgados que le parecieran y que, en efecto, eran) le asustaban menos que esta su propia dolida reacción a la retracción de su marido. Es puro narcisismo, pensaba Matilda acusándose. Mi padre me reía las gracias, incluso las que no tenían gracia, y ahora quiero que Juan haga lo mismo. Siempre he necesitado un público que me admire, ser querida. ¿Y no es esto natural? -se defendía, argumentando todo ello consigo misma-. No podía, por otra parte, fijar del todo los términos de esa sutil retracción de Juan. Lo único que realmente podía hacer era compartimentar su conciencia y no pensar en Juan cuando pensaba en los negocios, cosa que hacía con éxito. Pero una vez en casa, los fines de semana, con las llamadas urgentes que filtraba Emilia, los negocios no se le iban de la cabeza y se entrecruzaban con la retracción de Juan. Y lo curioso es que la parte más hiriente de esa actitud no se manifestaba en las observaciones negativas que Juan hacía del mundo financiero. Juan había empezado muy pronto a recordarle a Matilda que la especulación financiera es una actividad amoral, cuyas acciones se valoran y cuyo acierto se demuestra sólo a través del balance final. Este argumento irritaba a Matilda, que no se sentía del todo aludida por esa crítica, sobre todo teniendo en cuenta que Juan disfrutaba a diario de las ventajas obtenidas por la especulación financiera. Ésos eran, al fin y a cabo, ataques frontales en los que Matilda podía contraatacar, ¿en qué consistía entonces la retracción? Era una merma de calidez, como si nada en la nueva actitud de Matilda pudiera satisfacerle por completo. Era una merma de la simpatía. Tenía a veces Matilda la impresión de que fatigaba a Juan sobremanera la vivacidad de la nueva actividad de su esposa. Como si se le obligara a leer algo en un momento en que ya leía otra cosa, como si se le obligara a cambiar de conversación o a interrumpir una cadena de razonamientos. Y ciertamente, las cosas que Matilda contaba, apenas guardaban relación con las elaboradas investigaciones de Juan en torno al idealismo alemán y, últimamente, también en torno a Bradley, el neohegeliano inglés. Y a la vez -dado que Matilda tenía la cabeza ocupada en sus negocios- iba leyendo con menor atención las separatas que Juan publicaba en la Revista de Filosofía del Consejo.

Juan Campos cerró la intención. Dio una extraña orden de parada a la vida conyugal que implicaba la aceptación del hecho consumado del despegue de Matilda, más su implícita retracción (quizá ilusoria y debida sólo a un remusgo de culpabilidad en Matilda) y una vuelta de tuerca más en su dedicación exclusiva al idealismo alemán y a Bradley. Esto de Bradley había empezado siendo casi sólo un hobby: en parte iniciado para practicar el inglés -que leía ya con relativa facilidad, pero cuya pronunciación le levantaba dolor de cabeza y que, por lo tanto, se negaba obstinadamente a hablar- y en parte como una, en apariencia inocente manera de separarse de sus rudimentarios colegas de la facultad que, uncidos aún en los ochenta a la tradición aristotélico-tomista del franquismo, habían saltado (porque habían aprendido a leer en alemán) al caudaloso Hegel para no volver jamás a ver la luz del sol (en opinión de Juan Campos). A la pálida luz oxoniense del sol neohegeliano, se sentía seguro Juan Campos. Y también distinto, en su torre de marfil, cada vez más marfileña. Hasta ahí había llegado Juan con, a su vez, el beneplácito -también redundante de Matilda y una correspondiente retracción analógica de Matilda, relativa a la importancia de la Historia de la Filosofía y su investigación erudita. ¿Estaba cerrado el caso? ¿Qué más había en este asunto que no habían los dos agentes conyugales considerado en detalle? Cualquiera lo sabe: había los niños. Y quien primero descubrió que en la estructura familiar tradicional, además de los cónyuges, hay los críos fue Juan. De pronto Juan descubrió el gran error de Matilda, su talón de Aquiles, the tragicflaw, el error trágico: los niños. Desde un punto de vista especulativo los hijos, la prole, son -qué duda cabe- la esencia del matrimonio. ¿Qué es el matrimonio heterosexual sin hijos? Un estéril campo subjetivo sembrado de sal. Cualquier moralista católico hubiera podido decírselo a Matilda. Lástima que Matilda fuera agnóstica. Su agnóstico marido Juan Campos (quién que es no es agnóstico en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid?) descubrió a los niños, los vio por vez primera cuando Matilda dejó de verlos a diario y se limitó a verlos una vez por semana o una vez cada quince días, arrebatada por el ángel de la prisa, el ángel de los negocios, las permutas, los apalancamientos, los dividendos, la actualidad bursátil más rabiosa. ¿Y los niños qué?

De los niños -designados así colectivamente, los niños- hizo Juan un argumento que se caracterizaba porque del mismo no se seguía conclusión ninguna. Era un argumento equivalente a una cadena sin fin, equivalente a un diagnóstico supuestamente preciso que no condujera a una curación. Un diagnóstico puesto entre paréntesis, dado que no implicaba que se tomaran medidas para curar la enfermedad diagnosticada que no podía, bien mirado, considerar se ni siquiera una enfermedad, sino más bien el enunciado de un estado de la cuestión, cuya descripción minuciosa parecía ya, por sí mismo, la curación de un inexistente enfermo: una argumentación circular cuya brillantez y agudeza hacían daño a la vista y subsistía en el mundo intencional común del matrimonio sin aplicación posible: los niños, al fin y al cabo, no se encontraban, gracias a Dios, enfermos sino sanos, vivos y coleando. Y diagnóstico era una mera metáfora del argumento, que era, a su vez, una mera metáfora de la discusión, que era a su vez una metáfora narrativa de la vida conyugal. ¿Necesitaban los niños una madre en casa? ¿A partir de qué edad es dispensable una madre? ¿Y un padre? Era evidente que Matilda había cumplido con su obligación maternal durante dieciocho años consecutivos, secundada desde una posición paternal, es decir, distante, por Juan: los niños hablaban bien inglés, chapurreaban bien francés, habían hecho cursos de vela y de equitación aquí y allá. Eran guapos los tres y, por añadidura, Fernandito era brillante. ¿Qué más podía pedirse? Era, asimismo, evidente que Andrea y Jacobo, con dieciséis y diecisiete años respectivamente, habían heredado de los Turpin una sensatez mundana que les blindaba contra toda crisis posible. En su momento, terminarían las carreras o, en su defecto, Andrea se pondría de largo, se echaría novio, Jacobo se echaría novia: ambos, desde cualquier punto de vista, serían buenos partidos. Se habían acostumbrado además a los internados europeos, a los veraneos ingleses. Eran niños bien nutridos y sensatos, ¿qué más podía pedirse? ¡Ah, argumentaba Juan, pero esta misma sensatez, esta matter-of-factness, ¿no daba, en criaturas tan jóvenes, algo de miedo, incluso mucho miedo? ¿No se estaban volviendo sólidas criaturas burguesas sin el menor encanto? ¿Cómo no iba a necesitar Andrea que una madre le contara tiernamente the facts of life? Por algún extraño motivo, Juan Campos tendía a sembrar este argumento suyo de términos extranjeros, generalmente anglosajones, como si el hecho de ser incapaz de hablar la lengua le arrastrara fatídicamente a trocearla en palabritas y giros como los personajes de buen tono de las novelas de alta sociedad del padre Coloma. En cuanto a Jacobo, Jacobo no presentaba el menor problema. Jacobo era liso y llano y carente de imaginación hasta tal punto que ¿no era de temer que transcurrida la dulce adolescencia se acartonara y engordara por incapacidad de imaginar un proyecto ilusionante? ¿Dónde mejor podía ejercerse la fértil imaginación vital, social, de Matilda Turpin que en esta tarea de desacartonar y adelgazar -psíquicamente hablando- a su primogénito? Y por otro lado estaba Fernandito -un caso aparte-. No tenía Juan el menor miedo de que se acartonara Fernandito, o no supiera a qué atenerse en todo lo relativo a los preliminares y las consecuencias de la vida sexual. En todo esto, Fernandito estuvo al cabo de la calle ya a los catorce. Hasta tal punto era despierto Fernandito, en opinión de Juan Campos, que pensar en él quitaba el sueño. A diferencia de sus hermanos, no corría Fernandito el menor peligro de incurrir en ninguna sensatez, ni circunstancial ni de por vida. La insensatez, la imaginación, la fantasía desbordante estaban garantizadas en su caso. ¿No hacía falta una madre, es más, una mujer, mujer y madre, que atemperara la fogosidad vital de Fernandito? Y sucedía además (puntualizaba Juan, no siempre en voz alta ni siempre ante su esposa, con frecuencia repasando el argumento a solas) que Fernandito adoraba a su madre y estaba, por lo tanto, en condiciones de llegar a odiarla (el amor y el odio brotan juntos, todo el mundo lo sabe) de no hallar a su madre una vez y otra vez y otra al ir en busca suya. Y los catorce años, los quince, los dieciséis, la adolescencia, Fernandito ¿no requeriría -en estos casos de sensibilidad extrema- el más refinado arte de birlibirloque para acabar con bien, para salir indemne, para convertirse en un hombre de provecho? ¿Cómo podría Fernandito acabar convirtiéndose en un hombre de provecho si su madre se pasaba el día entero en el parqué? ¿Y qué quedaba en todo esto para Juan? Se contemplaba a sí mismo Juan Campos en la elegante soledad de su despacho (e interrumpiendo la lectura de Bradley ‘s Metaphysics and the Self un libro publicado por la Yale University Press en 1970, escrito con admirable sentido de la actualidad filosófica por Garret L. Vander Veer) y decidía que su función era accidental comparada con la esencial o sustancial función pedagógica de Matilda en cuanto madre.

Por aquel entonces volvió Fernandito del colegio contando un chiste de Jaimito: es el Día de la Madre, el profesor encarga a todos los alumnos una redacción sobre el tema madre no hay más que una. Al día siguiente los niños regresan con sus redacciones que leen en voz alta. Todas las redacciones, casi por igual, consisten en un florido sirope acerca de las bondades y maravillas de la madre de cada niño que termina invariablemente con la frase porque madre no hay más que una. La redacción de Jaimito -contó Fernando- era como sigue: teníamos un invitado a cenar y mi madre me dijo: Jaimito, baja a la bodega y tráeme dos botellas de vino tinto. Jaimito baja a la bodega y vuelve diciendo:

¡Madre, no hay más que una! Esto resultó desternillante tanto para el propio Fernandito como para Matilda, que no se sintió en absoluto aludida por la maldad zumbona del chiste de Jaimito.

Todos se rieron con la jaimitada. También Juan se rió pero, inexplicablemente, añadió que, según santo Tomás de Aquino, ironizar es a veces mentir. Y lo explicó, ejerciendo, al hacerlo, un efecto secante en la familia: ironizar -explicó Juan Campos- es el gran recurso socrático para alcanzar la verdad: Sócrates finge irónicamente que lo único que sabe es que no sabe nada, para así hacer perder pie a los sofistas que decían saberlo todo. Una vez que ha logrado hacerles ver que no saben que no saben, empieza la minuciosa indagación de Sócrates acerca de la verdad. Este recurso irónico, sin embargo -añadió Juan-, se aproxima a la mentira o al engaño como en el caso del chiste de Jaimito que acaba de contar Fernando: al sustituir el sincero, aunque ingenuo, texto evaluativo y emotivo del dichoso madre no hay más que una por un contexto descriptivo átono, Jaimito nos hace reír, pero, de paso, devalúa la verdad que contiene la sencilla propuesta de la redacción del profesor de literatura, encaminada a celebrar la maravillosa figura de las madres en nuestras familias. La jaimitada engaña ingeniosamente al oyente, enfriándole mediante la comicidad e impidiéndole percibir la verdad excelsa de la maternidad. Hubo un silencio perplejo en la mesa: estaban todos, Juan, Matilda, Emilia, Antonio Vega, Jacobo, Andrea y Fernandito. Pasó el ángel de la perplejidad sobre ellos dejando una como baba de caracol que saca los cuernos al sol. Pareció que se suspendía la existencia: tal fue el efecto astringente de la pedantería de Juan Campos. Matilda de pronto rompió a aplaudir secundada por Fernandito, que exclamó ¡bravo! un par de veces. Visto desde fuera, desde la perspectiva de Antonio Vega, fue una escena tensa, absurda y tensa a la vez. Pocos días después coincidieron Antonio Y Juan a la hora del té: estaban solos en casa. Matilda y Emilia volaban a Londres esa misma tarde. Y Antonio, con el tono de voz habitual en estas conversaciones del atardecer que llevaban tantos años ya teniendo, comentó:

– Curioso lo que dijiste de santo Tomás el otro día, que ironizar sea mentir…

– Curioso, pero cierto. Revela la gran perspicacia de santo Tomás en asuntos ético-psicológicos…

– Desde luego, pero casi más curioso todavía fue que tú sacaras eso a relucir con ocasión del chiste de Jaimito. No sé si daba para tanto…

– Te pareció pedante por mi parte, ¿es eso?

– Hombre, no. Sólo un poco traído por los pelos…

– No estoy yo tan seguro, Antonio. Si te fijas, el chiste, tal y como lo contó Fernando, tenía una retranca excesiva para un chaval de catorce.

– La gracia de los chistes de Jaimito es la retranca -comentó Antonio.

– Se supone que Jaimito es un mal bicho, sus chistes nos hacen gracia por eso, porque son malignos, y en este caso el contexto familiar, nuestra situación familiar, volvía la malignidad impertinente e incluso peligrosa, si me apuras mucho.

Antonio advirtió en aquel momento que la vehemencia de Juan Campos excedía, con mucho, el limitado comentario que él mismo había hecho. Era como si de pronto se hubiera agotado la paciencia de Juan, como si de pronto no hubiera podido reprimir una ocurrencia que llevaba tiempo guardada en la recámara y cuya intención trascendía la jaimitada para ir derecha a una calificación de conjunto de la vida de la familia Campos. Antonio se sintió Confuso en aquel momento: le había sorprendido la reacción de Juan, que le pareció excesiva, y esa sorpresa había desactivado la significación complementaria que el chiste de Jaimito pudiera haber adquirido al aplicarlo al caso de los Campos. Sólo ahora, al referirse Juan explícitamente a este caso, caía Antonio en ello. Así que preguntó -una pregunta ésta quizá más directa de lo que correspondía a las preguntas que cabía hacerle a Juan:

– ¿Tú crees entonces que Fernandito estaba tirando una puntada a su madre? Yo, al menos, no tuve esa impresión…

– Si te fijas bien -respondió Juan, tras dar un sorbo a su taza de té-, la puntada era contra todo el estilo familiar, no contra Matilda sólo. Fernandito es muy despierto así que su intención no fue inocente: ¡quería hacemos ver que, en un mundo cómico, la función de la madre en la familia es un chiste escolar! Quería reírse de las redacciones sentimentaloides de sus condiscípulos y del sentimentalismo ternurista del profesor y dar una versión seca y zumbona de la maternidad.

Esta vez fue Antonio quien se echó a reír de buena gana. Le pareció que Juan exageraba y le sorprendió el rebote tan inesperado que suponía toda aquella interpretación. No logró en aquel momento avanzar más, Antonio Vega. Pero no olvidó esta conversación que, puestos a ser sinceros, sí subrayaba un cierto comentario irónico del chaval acerca del papel de la madre en la familia. Aquellos primeros años del despegue de Matilda tardaron mucho tiempo en clarificarse para Antonio. Se había adaptado a las ausencias de Emilia. Y su papel como tutor de los chicos era aproximadamente el mismo de siempre. La idea de juzgar negativamente las ausencias de Matilda por razón de los negocios le parecía un despropósito aunque reconocía que daba o podía dar lugar con facilidad a situaciones complicadas de entender para los propios chavales. Los Campos, madre y padre, no aparecían nunca por los colegios de los niños. Y la función paterna y la función materna, hasta tal punto quedaban embebidas en las obligaciones tutoriales de Antonio, que no era de extrañar que a un chaval despierto como Fernandito le pareciera que Antonio y su madre cumplían indistintamente la misma función. Se le pasó por la cabeza a Antonio que si a Juan Campos realmente le preocupaba lo de la desentimentalización del papel materno en el caso de Matilda, bien hubiera podido el propio Juan acercarse con más frecuencia a sus hijos, maternalizarse un poco. La verdad, al contrario, era que a medida que las ausencias de Matilda se ampliaron, Juan fue retirándose más y más a su despacho, como si la falta de una maternidad convencional ninguneara, de paso, las convenciones de la paternidad habituales.

Todo lo anterior tuvo una secuela mucho después. Casi un trimestre entero transcurrió entre el chiste de Jaimito, la conversación de Antonio Y Juan, y una conversación conyugal explícitamente referida a este asunto. Fue Matilda quien sacó la conversación. Era por la noche, estaban a punto de acostarse. Matilda iba a pasar en casa un largo fin de semana. Matilda estaba sentada a su tocador arreglándose la cara antes de acostarse. Tenían la costumbre de conversar, mientras Matilda se arreglaba, instalado Juan en una butaca baja situada al lado derecho del tocador, de tal manera que los dos estaban frente a frente pero, mientras que la imagen de Matilda aplicando cold-cream a su rostro se reflejaba en el espejo del tocador, Juan no se reflejaba en nada, sólo su voz baja y cadenciosa le reflejaba como un espejo acústico al hablar. Matilda dijo:

– ¡Qué borde te pusiste el otro día, hace meses, con el chiste de Jaimito, parecías un rancio profesor de la Complutense!

– Es que soy un rancio profesor de la Complutense, da esa casualidad!

– ¡Ese día desde luego SÍ!

Fernando tendría unos catorce años cuando contó su chiste. Matilda llevaría cosa de un año dedicada a los negocios. Durante ese tiempo Matilda y Juan apenas habían debatido el fondo del asunto: la peculiar dirección que la decisión de Matilda imprimía a la educación de los hijos. Y no lo habían discutido porque Matilda rehusaba hacerse responsable única de las consecuencias de su decisión de dedicarse a los negocios. Sospechaba, de hecho, que Juan tenía la impresión de que la responsabilidad le correspondía ante todo a ella, la madre. Y esta sospecha irritaba a Matilda incluso como mera sospecha. Y temía que si llegara a convertirse en una censura explícita por parte de Juan, reaccionaría con furia. Pero Matilda amaba a Juan: no le amaba menos ahora que le veía menos, sino que incluso le amaba más. Y también ahora, que pasaba menos tiempo con los niños, muchísimo menos, disfrutaba mucho más que nunca cuando pasaban tiempo juntos. La cuestión para Matilda era siempre la misma: la vida no es una suma lineal de instantes iguales -eso da lugar a la monotonía y por último al tedio- sino una multiplicación de instantes excepcionales que la discontinuidad puntual nunca interrumpe. Lo que cuenta -pensaba Matilda- es el total, la energía creadora total, y no la mecánica adicción de unas partes a otras. Sólo quizá en la más tierna infancia -pero ese período estaba felizmente superado en el caso de la familia Campos- la presencia física de la madre y del padre, instante tras instante, pudiera considerarse indispensable. ¿A qué venía entonces el rollo pseudopedagógíco de Juan con ocasión del chiste de Jaimito? Matilda suspendió momentáneamente el arreglo de su rostro y, sosteniendo en la mano derecha el algodón empapado en la solución astringente que se aplicaba a la cara, hizo un gesto con la mano izquierda que reflejó el espejo del tocador, y que resultaba equivalente en parte, al gesto leve y preciso con que un director de orquesta da entrada al primer violín o a un interesante oboe que anuncia una melodía que, a partir de ahora, permanecerá al fondo de toda la composición sinfónica:

– ¿Cómo es posible que te preocupe la desnaturalización del amor maternal en esta casa y creas necesario montar todo aquel cirio tomista acerca de la ironía y de la verdad? -preguntó Matilda tras una considerable pausa.

Esta pregunta, al formularse, dejó en el aire un résped de complejidad sintáctica: una sensación de cuestión elaborada, artificial. A esto contribuyó un punto de vehemencia que Matilda añadió a su frase y la hizo sonar irritada, casi agresiva. Juan detectó la agresividad y se puso en guardia. Registró, de paso, el tono recortado de sus conversaciones conyugales los últimos tiempos, o quizá sólo los últimos meses. Cabía atribuirlo a que, al verse menos, lo que se decían tenía que condensarse como si tuvieran que darse prisa para incluir, cada vez que hablaban, toda la significación de cada significado. Así que Juan sumó esta sensación de entrevista-resumen a su general sensación de que con la separación -y por justificada que ésta fuese- las conversaciones entre los dos se habían atirantado. Decidió quitar hierro al asunto. Pero esta decisión imprimía hierro al asunto, retranca, por el simple hecho de tratar de quitarlo.

– No tuvo tanta importancia. Recuerdo más o menos lo que dije en aquella ocasión y recuerdo que no le di mucha importancia.

– Estuviste brillante, Juan. Fue como una miniconferencia acerca de la deletérea función de la ironía en la descripción de los sentimientos humanos…

– Por favor, mi vida, no hice semejante cosa!

Matilda se volvió y miró fijamente a Juan. Fue un gesto vivo, intenso: dejó sobre la mesa del tocador su algodón empapado. Encendió un pitillo. Aspiró profundamente el humo, que expulsó con vehemencia. Juan sonrió. Matilda, por fin, dijo:

– No puedo creerlo, recuerdo que aplaudimos. Te aplaudimos Fernandito y yo estrepitosamente, ¿no te acuerdas de eso? Te pusiste tan serio de pronto, ¿tampoco te acuerdas que te pusiste serio y profesoral? ¡A la fuerza tienes que acordarte!

– Bueno, sí, recuerdo la escena más o menos. Fernandito quiso decir, y dijo, que el carácter único de la madre es un tópico sentimentaloide que más vale sustituir, cómicamente, por una descripción no-emotiva acerca de que sólo hay una botella o sólo una madre en las bodegas del alma…

– ¡Justo! -exclamó Matilda-. ¡Y de semejante devaluación tengo yo la culpa! Eso fue lo que quisiste decir y lo repites ahora.

– Eres tú quien habla de culpa. Yo no lo hice.

– No, claro. Te limitaste a contagiarnos el sentimiento de culpabilidad como una plaga, me recordaste a un clérigo.

– ¡Oh, bueno, lo lamento!

Comenzó por entonces el tiempo de las puntadas. A diferencia de las discusiones de los años felices que precedieron al despegue de Matilda, ahora no discutían: ahora se apuntillaban. Aquella noche quedó la cosa ahí. Y cada cual reabsorbió la escena a su manera: Matilda la olvidó: tenía demasiadas cosas en la cabeza. A los dos días salió de viaje de nuevo. Los negocios eran absorbentes. Y su acompañante habitual, Emilia, no propiciaba la reflexión: Emilia vivía enérgicamente al día con Matilda. Preparar la agenda de reuniones de negocios, despachar la correspondencia, hacer resúmenes de informes o archivar noticias económicas de los periódicos: Emilia se había vuelto una experta archivera. Detenerse en las cosas habladas tiempo atrás no servía de nada. La memoria que los negocios requerían era una memoria de trabajo: sus límites eran los sucesivos cierres de negocios. Juan, en cambio, no olvidó lo ocurrido aquella noche y lo añadió a la conversación que, sobre el mismo asunto, había tenido con Antonio Vega a raíz del chiste de Jaimito. Ante sí mismo reconoció que su intención al comentar el texto de santo Tomás sobre la ironía había sido moralizante. Y esto implicaba reconocer también que había querido advertir a Matilda acerca de la decoloración de la figura materna en casa de los Campos, consecuencia directa de su actividad profesional Y admitió ante sí mismo también que las consecuencias para la educación de sus hijos le importaban menos que haber propinado un certero correctivo al optimismo pragmático de su mujer. Lo otro que ocurrió con este incidente fue que, desde el punto de vista de su retención en la memoria de Juan, cobró ese lustre intemporal que las nociones tienen en filosofía: lo formulado -la crítica indirecta de Matilda mediante una referencia a la peligrosidad de la ironía- ingresó en el reino de las proposiciones enunciadas que verificadas o inverificadas, verdaderas o falsas, permanecen por los siglos de los siglos reapareciendo en los textos de historia de la filosofía (o, como en este caso, más modestamente en la historia de la experiencia de la conciencia de Juan).