38647.fb2 La gangrena - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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LOLITA

– Lo estaba esperando -le he dicho en cuanto lo he visto entrar.

Su forma de andar es cansina, completamente distinta a la que lo caracterizaba hace un par de años. Ahora arrastra los pies como si le costara despegarlos de la tierra.

Le he ofrecido asiento junto a mi catre. Los huesos le han crujido al agacharse:

– Quisiera hablarle de mi balance particular.

El padre Celestino ha comprendido. Se le escapaba un centelleo alegre que confirmaba aquella comprensión.

– Imagina que lo que voy a hacer supone una claudicación…

– Claudicar no significa necesariamente haberse ido derrotado.

– En todo caso, la derrota ya no me importa -le he dicho-. Es curioso: nunca pensé que pudiera ser tan fácil.

– Todo se reduce a renunciar y aceptar.

Me he acordado de lo que me dijo Lolita tres días antes: «El amor es siempre renuncia.»

– ¿Sabe usted. Padre? He pensado mucho en estos tres días. No deja de ser un plazo breve para analizar toda una vida. La conclusión es muy sencilla: si todo acaba en este mundo, nada merece la pena. Pero si no acaba, resulta estúpido olvidarlo y actuar como si acabase.

Hasta nosotros llegaba un sonido hueco de puertas metálicas, de pasos lentos, de susurros inconcretos.

Quería decirle que de pronto había comprendido. Era un comprender nuevo, lleno de matices. Un comprender que no se reducía solamente a mí, sino a toda la humanidad, con sus esfuerzos, su ceguera, sus afanes limitados.

– ¿Cuándo has descubierto eso?

He tardado en contestar. Evocaba el sueño que tuve en Niza.

– Cuando he descorchado mi caja negra.

Allí estaban las causas de mi siniestro: mis ambiciones, mis rebeldías, mis estúpidas vanidades.

– En el fondo, es muy sencillo -he seguido diciendo-. Tarde o temprano Él vence siempre.

Ha dejado escapar un suspiro hondo, como de alguien que se libera de un peso grande.

– Sería todo fácil si en vez de pensar tanto escucháramos más. Pero nos empeñamos en enderezar las cosas a nuestro gusto y acabamos siempre por estropearlas.

Hablaba exactamente igual que hacía cuarenta años, cuando me recibía en su despacho para sondear mi vida: «¿Algún problema, Hondero?» Pensándolo detenidamente, nada había cambiado desde entonces. Todo se repetía con la precisión de un reloj. Era una cuestión de ciclos, de ráfagas, de volver siempre al punto de partida para escapar de él, y de escapar de él para volver al punto de partida. Un permanente destruir y construir, un continuo dejar y recuperar… Y protestar para rectificar, y rectificar para protestar y amar para odiar y odiar para volver a amar. La vida debía de ser eso: llevar la contraria, sentirnos gallos de pelea únicamente para convertirnos en animalitos de laboratorio. Una especie de autoaniquilamiento para evitar que nos aniquilen.

– Lo esencial es aceptarse -ha dicho él-, reconocerse y comprender que no somos dioses.

– Supongo que será así… Lo malo es el sufrimiento. Uno se cansa de tanto sufrir.

– No -ha respondido él-, no es el sufrimiento lo que cansa: es la lucha para no sufrir. Es el esfuerzo que se realiza para evitar el sufrimiento. ¿Recuerdas lo que te dije sobre las dos cruces?

– Perfectamente: el problema está en saber si yo puedo aspirar a la cruz de Cristo.

– Todos los hombres del mundo pueden aspirar a ella.

– ¿Y al perdón? ¿Puedo aspirar al perdón?

– Dios no sólo perdonó a David: también lo hizo santo.

– ¿Cuál fue su culpa?

– Matar a un hombre para usurpar a su mujer.

La alusión no ha podido ser más directa.

– El caso es que yo no he matado a Serena.

– Lo sé: no me refería a ella.

– Entonces… Usted sabe lo de Alicia.

– Lo vengo presumiendo hace muchos años.

– ¿Por qué no lo ha dicho antes?

– Ni Dios ni yo teníamos prisa. Ya conoces su sistema: se limita a sentarse junto al pozo de Jacob en espera de que llegue la Samaritana. Luego le pide agua, o, en último caso, declara que tiene sed… como hizo cuando pendía de la cruz. ¿No te parece curioso que el propio Dios se muestre sediento?

– Tal vez sea una forma de explicarnos que aquí, en la tierra, la sed nunca puede saciarse.

El padre Celestino ha torcido la cabeza:

– O acaso quiera darnos a entender que, a pesar de ser Dios, tiene una infinita sed de almas… Simplemente eso.

De nuevo se ha producido un silencio. Después me ha preguntado:

– ¿Qué piensas hacer?

– Nada.

– ¿No vas a defenderte?

– No puedo.

Ha movido la cabeza como si comprendiera.

– ¿Qué te lo impide?

– ¡Tantas cosas! Una de ellas tal vez el derecho a sentirme víctima. ¡Llevo tanto tiempo sintiéndome verdugo! Serena o Alicia… ¿Qué más da? Lo esencial está en que yo he matado: de algún modo tengo que purgar esa culpa. No puedo arrastrarla siempre como un lastre angustioso. Mi vida tiene una cuenta pendiente y he de pagarla. Pero además está Lolita, está Carlota…

Ha cerrado los ojos.

– ¿Sabe Lolita lo que ocurrió con Alicia?

– Nunca se lo he dicho.

– ¿Por qué?

– Temí que me despreciara.

– ¿Y ahora: vas a decírselo?

– No pienso volver a verla. Le agradeceré que se lo diga usted.

– ¿Para qué?

– Le debo esa prueba de confianza. Será el mejor modo de que me olvide.

El padre Celestino ha carraspeado.

– La quieres, ¿verdad?

He asentido sin palabras: la garganta agarrotada por aquel amor que lo invadía todo.

– Suponte que te declarasen inocente… ¿Volverías a ella?

– No.

De nuevo el silencio y el rumor metálico y los pasos lentos:

– Ése es el amor que Dios nos pide, Carlos. Efectivamente, estás comprendiendo…

– Antes yo creía que el amor era poseer y arañar la vida…, dominar el mundo, sabernos dueños de las personas, de las cosas, de la mujer deseada: en el fondo, desdeñar fundamentos para edificar sobre arena… Antes yo creía en todo eso y practicaba todo eso. Antes era un perfecto imbécil, Padre.

– Dios puede borrar ese «antes».

– Pero me deja el recuerdo. Ése es mi castigo. Yo sé que el pasado se negará siempre a perdonar. Lo vengo sabiendo hace tres días, desde que mataron a Serena. Lo tengo siempre delante, reprochando, persiguiendo, atosigándome, despojándome de cualquier derecho… Es lo mismo que si me hubieran condenado a una muerte lenta.

– De algún modo hay que depurarse, Carlos.

Y mientras hablaba iba pensando en lo maravilloso que sería un mundo sin amenazas, sin miedos, sin odios ni pasiones: un mundo en que el hecho de respirar no significara despedazarse, ni vengarse, ni odiar ni destruir. Un mundo donde no cupieran los silencios obligados, ni las verdades falsas, ni las tiranías disfrazadas de libertad… Un mundo sin mentiras necesarias, ni comedias sociales ni imposiciones políticas, ni afán de poder.

Se lo he dicho.

– Fabrícate un mundo con esas medidas, Carlos. Trata de adaptarlas a las de los demás… Quizá llegues a convencerlos.

– Será difícil nadar contra corriente… La verdad es que no sé por dónde empezar.

– Será mejor que empiece yo por ti -ha dicho él sonriendo.

– Tendrá que enseñarme a nadar otra vez.

– Y a caminar, y a respirar, y a latir…

¡Buen maestro el padre Celestino!

Ha sido una confesión larga, sin mistificaciones, sin escrúpulos… «Menos robar y matar…» No: también había robado, también había matado. Y lo que era peor: aparentando rectitud…

Después el siniestro. «Serena ha muerto.» Y Paco con el rostro tan amarillo como la bata que llevaba encima.

Y enseguida la vorágine: el laberinto de las ideas, el terror de la pesadilla que no se acababa de concretar.

Paco me empujaba hacia el cuarto. No atendía a mis preguntas. De pronto vi a Victoria; estaba sentada en el sillón contiguo a la ventana; inmóvil, los ojos abiertos llenos de estupor, la expresión alelada, perdida en una especie de sopor hipnótico.

Y el cuerpo de Serena, desnudo, echado en el suelo, cubierto por una sábana y empapado de sangre.

– Dios mío… ¿Qué es eso?

Paco me ofreció un whisky: «Tómalo: vas a necesitarlo.»

Recuerdo que su mano temblaba al tenderme el vaso. Y la estancia se oscurecía. Había un «por qué» terrible flotando en el ambiente. Un «por qué» sin respuesta posible. Y una urgencia desesperada de saber. No sé lo que dije. Quería borrar todo aquello con palabras. Quería comprender sin admitir.

La voz de Paco se había vuelto ronca. Decía cosas extrañas: «Te he llamado por teléfono a Can Pou mil veces… No estabas. Tu número particular no respondía…»

– Al parecer te vieron salir de la finca con Lolita.

Reaccioné:

– Quiero saber lo que ha ocurrido: todo. Sin omitir detalles.

Paco empezó su relato: crudamente, fríamente. Jamás había sabido expresarse, pero se expresaba.

Jamás había sabido ser preciso, pero su precisión era rotunda.

Todo iba quedando desgarradoramente en su sitio, con método, con lógica, con orden.

Repentinamente supe que nada tenía remedio. Era un saber implacable: como se saben los aludes, o los terremotos o los desbordamientos fluviales; comprendiendo claramente que el ser humano no es capaz de detener el desastre.

Paco me lo estaba diciendo en cada palabra y en cada gesto.

Era difícil comprender que aquel hombre maduro y resuelto era solamente Paco. Nada en él recordaba al niño bonito que presumía de influencias ni al botarate que recibía suspensos. Ni siquiera era ya el amigo desesperado que pedía ayuda.

De repente se había convertido en un ser concreto con un relato siniestro y una sentencia irreversible.

Lo tenía todo previsto, todo masticado, todo aprendido.

– No pude evitarlo -dijo-; me pilló dormido.

Había ocurrido en cuestión de segundos: «Victoria entró de improviso, con el candelabro en la mano.» Y contempló a su mujer como si contemplase a un aerolito recién incrustado en la tierra.

– Estaba borracha; no sabía lo que hacía.

Y señaló el candelabro, que otra vez había colocado en la consola.

– No me dejó tiempo a reaccionar. Le asestó el golpe cuando Serena intentó saltar de la cama.

Era como escuchar un serial grotesco: un folletín demasiado burdo para que resultase real. Sin embargo, Paco se ceñía al detalle, a la minucia, y yo veía la escena una y mil veces, igual que si todo lo que había ocurrido volviera a ocurrir, como si Serena estuviera todavía muriendo…

Paco se detuvo: tragó saliva, respiró hondo. Miró de nuevo a su mujer. Era como una estatua blanda, como una figura sin vida que pudiera moverse. Me describió su odio, su furia, su despecho… «Estaba enloquecida, Carlos, completamente enloquecida…» Después él había intentado calmarla:

– Se quedó así, tal como la ves ahora, idiotizada.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Debían de ser las cuatro de la madrugada.

– ¿Lo sabe alguien más?

– No: te esperaba a ti.

Hubo un silencio interminable.

– Ahora empezarán a hacer preguntas -dijo Paco.

– Naturalmente.

– Tienes que ayudarme, Carlos.

– ¿Cómo? Esta vez no podré.

– Siempre me has ayudado cuando te lo he pedido.

– ¿Qué quieres que haga? Al fin y al cabo, tú no la has matado… Ha sido Victoria.

Fue entonces cuando comenzó a descubrirse:

– Para el caso es lo mismo; Victoria es mi mujer. Victoria no puede ser culpable…

Empezaba a comprender. Recordé lo que me había dicho: «Maneja su dinero.» Probablemente se veía ya en la calle…

– Pero lo es: nadie puede evitarlo.

– Tú podrías. Un marido celoso es más razonable… Nadie te pediría cuentas.

– ¿Qué insinúas, Paco?

Todavía vaciló. Todavía intentó convencerme: «El juez comprendería. Desplegaríamos influencias… Victoria y yo te ayudaríamos…»

– ¡Basta!

Se produjo un silencio largo, viscoso: uno de esos silencios que pueden modificar una vida entera.

– ¿Cómo te has atrevido?

Paco todavía adoptaba una actitud sumisa:

– Al fin y al cabo, si tú hubieras sabido…

– Serena no me importaba. Nadie mejor que tú estaba al corriente de nuestras relaciones. Me hubiera limitado a separarme de ella. Eso es todo.

– Sin embargo -dijo Paco-, todo el mundo sabe que la habías amenazado… Nadie ignora eso. Incluso están al corriente de tus palizas…

Me acerqué a él. Dejé el vaso en la mesa. Lo agarré por la solapa de la bata.

– De modo que era eso… De modo que me has llamado para involucrarme… Debí intuirlo, debí imaginar que tu llamada encerraba algo…

Comencé a zarandearlo hasta dejarlo aturdido. Luego lo lancé contra el lecho.

– Asqueroso reptil…

Contemplé mis manos: las tenía rojas. Me dolían. Volví a mirar a Victoria. Continuaba inmóvil, la mirada fija, las manos sobre el regazo.

– Te pesará lo que has hecho, Carlos.

Paco se puso en pie, respiraba anheloso. Agarré el teléfono.

– Voy a llamar a la policía -dije.

– No lo hagas, Carlos. Piénsalo bien. No lo hagas.

Marqué el número. No había nada que pensar. Yo era inocente. Nadie podría dudar de lo que yo dijera. «Piénsalo bien, Carlos…»

Me contestó una voz sonora de hombre adormilado. Di mi nombre. Di las señas de la casa. «Vengan cuanto antes: acaba de cometerse un crimen.» Me hicieron preguntas, me dieron órdenes: «Que nadie toque nada…» Luego colgué.

Paco estaba ante mí, desencajado, más amarillo ya que la bata.

– Has cometido un error -dijo-. Te costará probar tu inocencia.

Y de nuevo insistió:

– Todavía estás a tiempo: piénsalo bien.

– ¡Cállate!

Paco continuó hablando. Pronunció el nombre de Alicia, de Carlota, de Lolita… Sacó a relucir todo lo que yo había ocultado durante años y años. Reconstruyó mil escenas que yo había olvidado. Las vi de nuevo como si acabaran de suceder, como si nada de aquello se hubiera perdido. «Carlota comprenderá la muerte de Serena; pero jamás, óyelo bien, jamás te perdonará la muerte de su madre.» Desenterraba momentos que yo creía perdidos: «Yo mismo se lo contaré todo: te lo juro… Le hablaré de tus relaciones con Serena cuando Alicia vivía, de todo lo que hiciste para matarla… de la tortura a que la sometiste, de tu desaprensión frente a su dinero… No callaré nada, Carlos. Puedes estar seguro…»

Volví a cogerlo por las solapas: «No lo hagas, Carlos; es peligroso; no te atrevas… La policía está al caer… Vas a quedarte solo; ni siquiera tendrás a tu hija. Bastará que yo le hable para que se aparte de ti definitivamente. Te odiará. Se verá obligada a arrastrar su odio tal como arrastra su cuerpo. Será una pobre inválida desesperada.»

– No te creerá.

– Nuestros amigos harán que lo crea. Querían mucho a Serena… Ninguno aceptará tus protestas de inocencia. Todos declararán contra ti. Todos.

De pronto me acordé de Lolita: «¿Veamos, señor Hondero: dónde estaba usted a las cuatro de la madrugada?» Y Paco seguía diciendo: «Nadie te creerá, Carlos: absolutamente nadie…»

– ¿Quién trajo a Victoria hasta aquí?

– Vino conduciendo ella.

Pero el doctor Cordal había dicho: «No está en condiciones de conducir…»

– Ahora quiero saber yo dónde estabas tú, Carlos… Te vieron salir con Lolita…

Las ideas se taladraban por culpa de aquel nombre. Yo no había contado con él.

– Será preciso que justifiques tus horas blancas… No podrás zafarte tan fácilmente.

Abrí la ventana; necesitaba aire, luz, vida… Allá en lo alto el sol empezaba a caldear el día. Se escuchaban voces lejanas, trinos, motores cruzando el mar. Pero la voz de Paco podía con todos los sonidos. Decía cosas implacables, evocaba bajezas olvidadas, secretos perdidos.

Enfrente había un árbol enclenque lleno de hojas. Y había pájaros revoloteando en torno a ellas. Y hacía calor: un calor tempranero que prenunciaba la placidez del día.

Más allá, tras los tejados, se veía el hotel de Lolita. Probablemente, en aquellos momentos estaría dormida. Acaso soñara… Pero ya no había estrellas: «Hemos envejecido separados…» Y yo todavía pretendía envejecer con ella… «Queda tan poco tiempo, Carlos.»

Escuché, todavía lejanas, las sirenas de los coches. No tardarían en llegar.

– De nada valdrá que te defiendas.

Las sirenas se acercaban. Entraban en la urbanización. Los vecinos, extrañados, se asomaban a las ventanas: miraban la carretera, preguntaban, querían saber…

– Pagarás con creces mi hundimiento…

Golpearon la puerta. Los vi allí, firmes, decididos.

– ¿Dónde está el cadáver?

Entraron en el dormitorio. Destaparon el cuerpo de Serena.

– ¿Quién de ustedes ha llamado por teléfono?

– He sido yo -repuse.

– ¿Conocía a la víctima?

– Era mi mujer.

El policía miraba en torno. Desconfiaba.

– ¿Quién es el dueño de esta casa?

Paco carraspeó mientras contestaba.

– ¿Su nombre…?

Lo dio.

– Y esa señora… ¿Qué hace ahí esa señora?

Señalaba a Victoria.

– Es mi mujer. En cuanto vio a la víctima, se quedó tal como está ahora… Inconsciente.

– ¿Cómo se llama usted? -me preguntaron.

– Carlos Hondero Ruiz de la Argamasa.

– ¿Conoce usted los hechos, señor Hondero?

– Los conozco.

– ¿Y usted, señor Moraldo.

– No puedo decir con exactitud lo que ocurrió. Estaba completamente dormido. Cuando desperté la víctima estaba ya en el suelo. Luego vi a su marido junto al portal.

– ¿Puede usted añadir algo a la explicación del señor Moraldo? -me preguntaron.

Contemplé a Victoria; continuaba allí, en la esquina: imperturbable, la vista fija en el vacío, las pupilas dilatadas. De vez en cuando se estremecía como si tuviese frío. Luego volvía a su inmovilidad.

Miré a Paco. Había una dureza grande en la crispación de sus manos y en la tensión de sus mandíbulas. «Estaba dormido…» No me acusaba, pero me advertía.

Respiré hondo:

– Lo siento -dije-. No voy a explicarles nada. Estoy a su disposición.

– De acuerdo -dijo el policía-. Pueden levantar acta.

Al salir de la casa, la gente me abucheó.

Servando Fuentevella ha venido a verme en cuanto el padre Celestino se ha marchado.

– Se acabó todo, señor Hondero: es usted libre.

Traía la orden del juez y parecía Cristóbal Colón izando la bandera en tierra conquistada.

– Causa sobreseída por falta de pruebas. La coartada de que le hablé, ha surtido efecto. El juez ha considerado oportuno abrir otro sumario.

Se le veía el comento hasta en el brillo de las gafas. Traía el rostro congestionado y el ademán inquieto.

– ¿Se da usted cuenta, amigo? Hemos triunfado.

– ¿Quién es el inculpado?

Fuentevella ha sonreído subrepticiamente. En aquellos momentos era casi un hombre alto.

– Eso no es cosa mía, señor Hondero. Presumo que la culpable es una mujer. Ya sabe usted a quién me refiero: esa pobre loca a la que internaron aquel mismo día. En cuanto a la ignorancia del marido… Habría que discutirlo mucho… Es muy cómodo eso de asegurar que no sabía nada por estar dormido.

Era como empezar otra vez, como si el mundo entero se dispusiera a derrumbarme nuevamente, como si, en adelante, todos los días de mi vida alzaran su guadaña para segarme lentamente hora tras hora.

– Lo siento, Fuentevella; pero no puedo darle las gracias.

El abogado no se ha ofendido. Lo que yo pudiera opinar, no le importaba. Lo esencial era haber ganado el caso.

Por eso ha seguido hablando como si yo no estuviera delante.

– Un asunto feo, bastante sucio…

De pronto se ha dirigido a mí:

– Lo que no me explico era esa especie de terquedad suya en parecer culpable… Comprendo que deseara usted ocultar sus horas blancas para no desenmascarar a esa señora… La coartada era un tanto arriesgada para ella… Pero no hacía falta publicarlo. Podía usted haber demostrado su coartada sin necesidad de pregonarlo a los cuatro vientos.

– ¿Cómo lo han sabido?

– Ella misma se ha presentado al juez.

– No debió hacerlo. No tenía derecho…

Servando Fuentevella ha vuelto a carraspear. Hablaba, decía cosas que yo no captaba: «Un acto muy loable, muy digno…»

– No tenía derecho -repetí.

– Era un caso de conciencia, señor Hondero.

– También lo es que se sepa dónde estaba yo durante aquellas malditas horas, ¿no lo comprende? Esa mujer tenía razones fundamentales para callar.

– Sin embargo no ha callado. Si le sirve de consuelo le diré que el juez ha considerado su silencio como un acto digno de elogio: «Ese señor Hondero es uno de los pocos caballeros que van quedando en el país», ha dicho.

Era fácil imaginar a Lolita departiendo con el juez: «Pasó la noche conmigo, señoría; puede usted preguntarle al conserje. Él mismo nos entregó la llave hacia las tres de la madrugada.» Lolita era así: «heroica hasta en la cobardía»; incapaz de mentir, decidida a perderlo todo con tal de dejar «las cosas en su punto».

«Voy a pedir la separación, Carlos; nadie puede reprocharme nada.» Ya nunca podría decir aquello. Ella misma se había cerrado las puertas.

– Supongo que estará usted muy contento, señor Fuentevella.

No hacía falta que me contestara. Mi caso había sido su gran oportunidad, y lo había ganado. Un formidable tanto a su favor. Un éxito que probablemente iba a modificar la trayectoria de su carrera.

No: el mundo no cambiaba. El mundo seguía inmerso en el indestructible engranaje de egotismos, de avaricias, de vanidades prensadas: «Aunque usted se resista, yo apuraré todos los recursos.» Y los había apurado.

Servando Fuentevella podía respirar tranquilo: «A la fuerza tenía que haber una mujer oculta tras el silencio de mi cliente…»

Y regodearse de satisfacción cuando leyera los titulares de los periódicos: «Abogado de oficio demuestra la inocencia de un personaje relevante.»

«Un proceso difícil e importante», diría él. Y ni siquiera sabría hasta qué punto era importante perderlo.

– Efectivamente, señor Hondero: estoy muy contento.

Hubiera querido hablarle de mi hija, de Alicia, de todo lo que me había mantenido en silencio… Hubiera querido preguntarle: «Dígame, señor Fuentevella, ¿cómo se gana el pleito de las amenazas y el de los reproches internos y el de las culpas ocultas, y el de los remordimientos y el de la imposibilidad de purgar…?» No me hubiera entendido. Además, había preguntas que sólo el futuro podía contestar.

Servando Fuentevella me ha acompañado a mi casa. Al entrar en el jardín he visto a Carlota corriendo hacia mí en su sillita de ruedas. He detenido el coche para correr hacia ella: «Papá, papá, papá querido…» Me abrazaba, me besaba… lloraba de alegría…

Y Servando Fuentevella nos contemplaba lleno de complacencia emocionada.

Esta mañana he vuelto al Banco. Todo continuaba igual. Los ejecutivos me han recibido sonrientes, como si no hubiera ocurrido nada. Algunos pretendían ser amables: «Un atropello indigno… Un verdadero atropello.» Se callaban enseguida en cuanto recordaban que Serena había sido mi mujer.

Había asuntos retrasados que requerían urgencia. El trabajo es un buen recurso para enterrar problemas. La secretaria me entregó la lista de las llamadas telefónicas. He atendido las más precisas. He dictado cartas, organizado entrevistas, buscado soluciones. Iba ya a marcharme cuando me han anunciado la visita de Rodolfo Tramacho.

Ha entrado en mi despacho tal como lo hubiera hecho el tío Rodolfo: eufórico, alegre. En cuanto me ha visto me ha abrazado sin reservas:

– Menuda faena. Encima de todo lo que has pasado, detenerte por sospechoso…

Tenía la voz de su padre, la risa de su padre, los ademanes de su padre.

Junto a él iba un muchacho joven: «Se llama Pablo Gómez Bidasoa.»

– Mucho gusto, don Carlos.

Debía de tener unos dieciocho años y vestía una indumentaria sencilla. Rodolfo Tramacho explicó: «Está terminando el peritaje mercantil; le gustaría trabajar en el Banco… por descontado.» Ha añadido luego que su madre era viuda y estaba empleada como mecanógrafa en la Editorial Estrella. «No tiene hermanos. Naturalmente, podía solicitar referencias, pero él, Rodolfo, respondía totalmente de la honradez de Pablito… El muchacho ha sonreído al estrecharme la mano.

Hemos hablado. Hemos argumentado. Hemos expuesto los inconvenientes y las ventajas.

– Cuando te incorpores al Banco, tendrás que empezar por abajo -le he advertido yo-. Es la forma de conocer a fondo los manejos bancarios.

– Por supuesto, señor Hondero; ésa era mi idea.

– Al principio te resultará algo duro.

– No me importa; estoy hecho a la vida dura.

– Y ganarás poco dinero.

– Lo comprendo.

«Conque tú ees Calitos» Y yo había contestado: «Me llamo Carlos Hondero», para dejar bien sentado que cuando un hombre se ganaba el pan, debía prescindir de apreciativos.

– Tengo intención de asistir a las clases nocturnas. Me gustaría llegar a intendente y perfeccionar mis idiomas.

Rodolfo Tramacho opinaba:

– Los grandes hombres se forjan con luchas, ¿verdad, Carlos? Tú lo sabes por experiencia.

Pablo Gómez señaló la fotografía que había puesto yo sobre la mesa: «¿Su hija?»

Asentí. Era una fotografía reciente en la que sólo se veía el busto.

– Guapa -opinó-. ¿Cómo se llama?

– Carlota.

«Me llamo Alicia Salcedo. ¿Y tú?» «Yo me llamo Carlos Hondero» Y al salir de allí el tío Rodolfo me había dicho: «Le has caldo muy bien, Carlitos

– Procuraré acelerar la tramitación. ¿Te conviene?

– Muchas gracias, señor Hondero. Espero que no se arrepienta de aceptarme.

Aquel día las copas de los árboles amarilleaban, pero las hojas aún no se habían secado. El tío Rodolfo iba contento: silbaba, reía…

Lentamente fuimos enfilando Ramblas abajo, camino de mi casa.

Junto a la plaza de Cataluña los vendedores de periódicos aireaban sus mercancías anunciando con voces ininteligibles y aullantes los acontecimientos del día.

Y yo acababa de pedir la cabeza del Bautista.

Junio de 1969.

Junio de 1975.