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REMEDIOS

No voy a defenderme: soy culpable. He arrastrado mi culpa desde la infancia. Tal vez por eso, mucho antes de que ocurriera el siniestro yo intuía ya que, algún día, iba a encontrarme en la encrucijada actual.

Era algo así como una lacra prematura, una prenoción insistente: una de esas ráfagas de aire medio cálido que, al apuntar la primavera, parecen sumergirnos en el verano.

No podría precisar cuándo lo supe con certeza; la evidencia crecía al margen de mi conciencia. Era algo natural dentro de lo más antinatural del mundo. Lo cierto es que, al convertirse en un hecho consumado, ni siquiera me extrañó. Había ocurrido. Estaba allí: con todas las agravantes, todas las consecuencias y todo el horror que yo venía esperando.

Con frecuencia me entra la tentación de culpar a Serena, a los Moraldo, a los intocables: a todos los que, de algún modo, han contribuido a roturar la tierra. Pero, debo reconocerlo, la semilla era mía, sólo mía.

La nebulosa empieza con mi padre. Dicen que murió cuando yo era niño (demasiado pequeño para recordarlo). Sin embargo muchas veces he pensado que todo cuanto se refería a él acaso fuera una tremenda mentira, perfectamente urdida para evitarme complejos.

En todo caso a él (sea quien fuere) le debo parte de la semilla. A él y a mi madre y a mis abuelos y a toda esa legión de seres que, de alguna forma, han colaborado a que naciera tal como soy.

O mejor dicho: «tal como fui», porque luego vino lo demás: el ambiente, las presiones, la lucha, la interminable carga de elementos ajenos a mi propio ser: eso que nadie puede asir, pero que aceptamos o rechazamos, según crecemos y respiramos.

En cuanto a mi padre, siendo yo muy niño, suponía un interrogante para mí. Luego cambié. Era imposible poner en duda el breve pero fecundo paso por la tierra del heroico doctor Hondero, muerto en aras de la profesión, allá por los años veinte, cuando la epidemia de la peste.

Por otro lado, si fuerzo mucho la imaginación, consigo evocar un bigote espeso que me cosquilleaba al besarme y unas manos rechonchas totalmente exclusivas: dos detalles inequívocos que no se acoplan a ningún otro personaje de mi infancia.

También recuerdo un aroma «suyo», una mezcla peculiar (entre ácida y dulzona) a cigarro, a gomina y a formol.

Los restantes recuerdos viriles vienen condicionados al tío Rodolfo.

No sé aún por qué lo llamaba «tío». Desde siempre tuve la certeza de que aquel hombre jamás había pertenecido a la familia.

Aseguraba que mi padre y él habían sido amigos desde la época escolar y que más tarde habían cursado juntos sus estudios en la Facultad de Medicina.

– Un hombre excepcional -decía el tío Rodolfo-. Uno de esos personajes que a lo largo de la vida se cuentan con los dedos de la mano.

Fueron los relatos del tío Rodolfo los que consiguieron darme una imagen viva de mi padre: mucho más viva que la que conseguía mi madre cuando se lanzaba a hablarme de su marido. Casi siempre se limitaba a enseñarme las fotografías de su época de estudiante. Allí estaba él junto al tío Rodolfo. Era un hombre delgado, de mirada soñadora y sonrisueña, que por mucho que pretendiese dar la sensación de vivir, llevaba clavada en su persona el estigma de la muerte. Más de una vez intenté sacar algún parecido entre aquel fotografiado-muerto y yo. Jamás lo conseguí. Naturalmente, había también una esquela. (Mi madre la había recortado del periódico para enseñármela algún día.) Su desconsolada viuda, doña Remedios Ruiz de la Argamasa y Borgoñán, hijo Carlos y la Institución Sanitaria Virgen de la Providencia ruegan una oración por el alma de ese gran héroe de la medicina, muerto en el duro cumplimiento de su deber. (Años más tarde hubieran sustituido el «muerto» por la palabra «caído».) Las esquelas de entonces eran grandilocuentes, abarcaban un buen pedazo de periódico y resultaban tremendamente dramáticas y exclusivas, como si cada difunto que figuraba en ellas fuera efectivamente una personalidad. Todas esas cosas y alguna más (por ejemplo la desvaída fotografía de su boda y la partida de mi nacimiento) disipaban rápidamente las dudas sobre mi origen. Sin embargo, el apremiante deseo de tener un padre de carne y hueso, no un fantasma heroico, me hacían cavilar sobre la posibilidad de que mi auténtico progenitor fuera el tío Rodolfo.

Era duro saber a ciencia cierta que aquel a quien yo debía llamar padre, se hallaba enterrado, olvidado y convertido en una simple esquela cursilona, o en una fotografía amarillenta o en un relato trasnochado: «Vivía para su carrera: no pensaba en otra cosa.» Y al hablar de su marido en aquellos términos, mi madre adoptaba cierto aire de celos retrospectivos, como si el despecho de saberse segundona en la vida de aquel hombre fuera más importante que su admiración por él. El tío Rodolfo rubricaba: «Fue un golpe duro para tu pobre madre; muy duro. Ni siquiera la dejaron acercarse a él después de haber muerto.» Así iba enterándome yo de la historia de mi primera infancia: a empellones de fragmentos y comentarios sin excesiva continuidad: «Una mujer valiente, tu madre, ¿sabes, Carlitos?» Se refería a las estrecheces que, al parecer, tuvo ella que soportar cuándo mi padre dejó de existir: «En este país ya se sabe: mucha gloria momentánea, mucho bombo y platillo… Luego: ahí queda eso.» Y mi madre añadía: «Si al menos hubiera sido más precavido… Pero la verdad es que el pobre Carlos era un manirroto: nunca pensó que podría morirse y dejarnos en la miseria.»

Fue a partir de aquella muerte cuando nos vimos obligados a abandonar el piso del Ensanche, para instalarnos en una vivienda modesta situada en la calle de Fernando: «Tenías que haber visto esta calle en la época de los abuelos: era el punto de reunión de los elegantes.» También mis abuelos habían muerto. Yo creo que entonces la gente duraba menos. O acaso nunca hubieran existido y toda la historia (incluida la peste bubónica) fuera un colosal embuste. Lo barruntaba cuando al querer indagar sobre mis parientes paternos, me contestaban con evasivas y se escudaban en el fácil recurso de la emigración. «Se marcharon a América a buscar fortuna. En España no quedan más Hondero que tú y el tío Baltasar.» Pero jamás conocí al tío Baltasar. Ni siquiera figuraba en la guía telefónica de Barcelona. Cuando hablaban de él (escuetamente y con cierta timidez), lo describían como un ser extraño, desarraigado de la familia y totalmente opuesto al carácter abierto y jovial de mi padre.

También la familia de mi madre se ocultaba, pero no entre nebulosas sino entre reproches. Su origen era madrileño y, por quedarse huérfana muy niña (mis abuelos se ahogaron en un lago suizo mientras hacían un viaje de placer), había vivido en casa de unos tíos con los que había suspendido toda clase de relaciones por lo mal que se portaron con ella: «Se oponían a mi boda», alegaba mi madre para justificar la ruptura. «Decían que tu padre era poco para mí.» El tío Rodolfo aclaraba: «Tu madre pertenecía a la nobleza.» Eso era bastante razonable. En aquella época los aristócratas guardaban distancias enormes con ciertas clases sociales. «Así que ya lo sabes, Carlitos: cuando seas mayor podrás rehabilitar un título.» Pero cada vez que el tío Rodolfo rozaba aquel tema, se le ponía la cara como de parodia y de los ojos le brotaba una guasa que desmentía rotundamente aquella posibilidad. Para él, el hecho de rehabilitar un título era siempre un acto grotesco propio de mentes atrofiadas por la vanidad. Y yo, inconscientemente, me asociaba a su escepticismo. El apellido de mi madre (altisonante y castellano) me dejaba frío, y los miembros de mi aristocrática familia me tenían sin cuidado. Al fin y al cabo, España entera estaba llena de Ruices. ¿Qué importancia podía tener que uno de los innumerables Ruiz hubiera parado en aristócrata? Esa forma de pensar me la imbuía el tío Rodolfo: no podía remediarlo. La nobleza, para él, debía medirse por otro rasero: el de la «honestidad», el de la «hidalguía laboral», y ningún título podía ser más importante que un título universitario. «A mí que no me den memos con tratamiento de excelencia. Prefiero un barrendero con garantías de señor.»

Desconozco el origen del tío Rodolfo, pero aunque presumía de catalán, se llamaba Tramacho. Cuando mi madre hablaba de él con la vecina, solía decir: «El doctor Tramacho.» Probablemente a él le hubiera gustado llamarse «Poch» o «Casáis», o «Fontanals», pero apechugaba con su apellido porque no le quedaba otro remedio.

Parece que lo estoy viendo hablando de política con don Alberto (otro catalán con apellido castellano), saboreando el queso que mi madre guardaba para él en el aparador, o revisando el botiquín de nuestra casa, que, gracias a él, estaba en todo momento repleto y bien abastecido. Casi siempre se refería a los esfuerzos que mi madre desplegaba para hacer de mí un hombre. También él cooperaba. Eran unos esfuerzos sesudos, casi irritantes de puro asiduos. Acaso un poco deshonestos. (Años más tarde averigüé que tampoco él tenía fortuna y que el dinero que gastaba con nosotros distaba mucho de pertenecerle.) Pero entonces aquel despliegue de generosidades se me antojaba normal y, de haberse malogrado, mi vida hubiera constituido una pura frustración.

A pesar de todo (acaso para cubrir apariencias), mi madre trabajaba. Cosía para la gente elegante y tenía ocupadas todas las tardes. Las mañanas las reservaba para limpiar la casa y servirle al tío Rodolfo el queso que sólo ella sabía encontrar en los vericuetos misteriosos de la Barcelona antigua. Cuando se ausentaba, yo quedaba al buen recaudo de la vecina. «Los tiempos están muy malos y hay que aprovechar todo lo que caiga -decía aquélla-. Por eso tú, cuando seas mayor, debes estudiar mucho, Carlitos: algún día tendrás que devolverle a tu madre todo lo que está haciendo por ti.» Yo soñaba ya con ese día. Lo venía asimilando desde siempre entre desarrollos, digestiones y rebeldías. Me veía taladrando muros, escalando peldaños, buceando en aguas profundas para tocar el fondo… También la vecina (lo sé), también la vecina contribuyó a acrecentar mi «sana» ambición (ese sentimiento que algunos confunden con dignidad), y a espolear mis ímpetus, y a concentrar las peculiaridades de mi semilla, la que luego, cuando creciese, debía esparcir por la tierra que los mayores habían roturado.

Los domingos eran alegres. Tenían la alegría de saber a mi madre «toda para mí». (Curioso que en aquella época yo deseara tanto su compañía.) Fue mucho más tarde cuando su presencia me resultó insufrible. El fenómeno se produjo imperceptiblemente. Resultó una transición lenta. De pronto descubrí que sus labios estaban siempre húmedos y que sus axilas despedían un olor acre y desagradable, que su cogote era un muro rígido de lamentaciones sofocadas y que, salvo su belleza, nada en ella resultaba atractivo. Pero entonces yo no veía ni olía más que su perfección. Por eso resultaba tan deseable y necesaria.

Después de oír misa, nos metíamos en un tranvía y nos íbamos al Tibidabo. Desde allí contemplábamos la ciudad (casi siempre envuelta en niebla), los montes despoblados, el mar sin horizonte y los barcos difuminados por la distancia y la bruma. «Bonito, ¿verdad, Carlitos?» Era agradable oírle decir «Carlitos» a mi madre. Y, sobre todo, era agradable saber que el tío Rodolfo nos esperaba allá, junto a la balaustrada, con su sombrero calado y el cuello del abrigo alzado para proteger del frío sus orejas. «Fíjate bien en lo que estás viendo, Carlitos: cuando crezcas todo será distinto y te gustará recordarlo tal como es ahora…» Pero aunque lo recuerdo ya no veo nada, como lo veía entonces… Es imposible. Las cosas mueren cuando se modifican. Por eso mi recuerdo es tan vago, y por eso, a veces, quisiera derribar el torreón de Can Pou: para olvidarlo, para convertirlo en un cadáver, como aquel paisaje. «Llegará un momento en que tal vez necesites evocar esos montes vacíos.» El tío Rodolfo aseguraba que las ciudades crecían tanto, que cuando menos se esperaba ya no tenían afueras (al menos las que siempre se habían considerado como tales), ni descampados, ni zonas montañosas, con árboles capaces de prestar vigor y salud. «Por eso, cuando las ciudades crecen demasiado, se vuelven enclenques.» Era su teoría. Entonces la mayoría de la gente de aquella época emitía vulgaridades como catedrales, pero todo lo que aquel hombre decía, me parecía importante.

Un día, mirando la ciudad bajo un sol estallante, y apoyados los tres en la balaustrada, me comunicó solemnemente: «Pronto irás al colegio.» Y se miraron los dos con los ojos abiertos, elocuentes. Recuerdo que la luz daba de lleno en las contraídas pupilas del tío Rodolfo y las bolsas bajo sus párpados se le arrugaban como globitos deshinchados. «Será un colegio de pago, naturalmente.»

Hablaba como si yo no estuviera allí y se dirigiera exclusivamente a mi madre. Tal vez por ese motivo ella frunciera el entrecejo y hurtara su rostro a mi inspección. Fingía contemplar el mar (aquel día tenía horizonte), el cielo, los barcos… Y yo veía su escorzo; únicamente su escorzo. «Carlitos es inteligente como su padre -dijo-; estoy segura de que tendrá buenas notas.» Otra vez sacaban a relucir el muerto de la fotografía. Otra vez la esquela, la sonrisa desvaída, y el vago recuerdo de su bigote cosquilleando mi mejilla.

Mi madre daba por hecho que yo sacaría mis estudios adelante a fuerza de becas: «Todos los Hondero fueron inteligentes. Hasta el tío Baltasar, con ser tan raro, tenía fama de sabio.»

Ahora sé que todo aquel palabreo era una simple añagaza, una excusa para desviarme de la verdadera cuestión. Debían adelantarse a mis posibles lucubraciones y recelos. Debían rellenar los huecos, antes que mi imaginación los rellenara. A lo largo de los años he comprendido que mi porvenir dependía íntegramente del tío Rodolfo. Sin embargo, era esencial que, en aquellos momentos, yo no maliciara sospechas, ni conociera orígenes. Por eso discurrían de aquel modo.

Efectivamente, cuando empezó el curso escolar, yo ingresé en el colegio. Mis compañeros eran hijos de burgueses ricos, y alguno de ellos pertenecía a la aristocracia. Aunque allí se respiraba un nítido tufo a derechas, éramos todavía demasiado jóvenes para comprender las luchas de clases. Lo único que contaba era la propia valía y las ganas de estudiar.

Yo las tenía. No fue difícil destacar. Cuando, por las causas que fuere, me entraba la tentación de flaquear, me repetía a mí mismo que, siendo un Hondero, no podía permitirme el lujo de actuar como un vainazas, y que a costa de lo que fuera debía hacer honor a mi apellido. Durante toda mi vida había ido yo empapándome de aquella servidumbre (probablemente eso que llaman talento suele condicionarse a lo que nos han hecho creer en la infancia) y acabé por esclavizarme a ella. Me entraba una urgencia grande de llegar a los primeros puestos. De algún modo debía sosegar mis apremios (los que me habían forjado mi madre y el tío Rodolfo); pero, sobre todo, debía justificar mi apellido (el de mi padre y el del tío Baltasar) y también dar paso a las perspectivas aglutinadas en la mente durante años y años en las soledades infantiles que la vecina custodiaba.

En cierta ocasión, el Rey visitó el colegio. Aquel día hubo comida extraordinaria tras de la reunión en la sala de actos. Los alumnos aventajados (entre los que me incluyeron) formábamos una fila aparte. El padre Celestino (entonces prefecto de la comunidad) nos advirtió:

– Desfilarán ustedes ante Su Majestad y le estrecharán la mano.

Parece absurdo que un detalle tan parvo hubiera podido resultar importante. Pero lo fue. La vida está llena de menudencias como aquélla, que de momento impresionan y luego, cuando se evocan, parecen puntos, motas, escarchas disueltas o evaporadas. Sin embargo, aquel día hasta mi madre (tan republicana) dio muestras de emoción.

– ¿Te das cuenta, Carlitos? El Rey ha estrechado tu mano.

Para hacerme el hombre me encogí de hombros:

– ¿Y eso qué tiene de particular? Al fin y al cabo es como todos.

El tío Rodolfo dejó escapar una de sus habituales carcajadas: tenía ese tipo de risa contagiosa, sonora y taladrante que parecía abarcar la casa entera.

– El chico tiene razón, Remedios. Así me gusta, Carlitos: no hay que dejarse alucinar por cosas tan fútiles como ésa.

Sin embargo, impresionaban. También impresionan hoy día los coches aerodinámicos, y las viviendas elegantes y las sonrisas que nos dedican los que están en la cumbre.

Desde aquel día, los compañeros de mi clase me miraron de otro modo. Para ellos yo no era el mismo. Aunque mi posible talento fuera idéntico, nadie verdaderamente encumbrado lo había reconocido oficialmente. De ese modo empezó mi prestigio: con un apretón de manos.

Imaginé aquella mano aislada, carente de cuerpo: la vi tecleando sobre un piano, o rasgueando las cuerdas de una guitarra, o firmando, señalando, sosteniendo cubiertos, desabrochando prendas, desplegando un pañuelo para sonarse, empuñando un bastón… Dijeran lo que dijeran, era igual que las otras: con falanges y falangetas, con piel, venas y nervios. Pero nadie parecía reconocer aquella igualdad. Hasta Paco Moraldo, mi compañero de pupitre, tan abúlico él, tan estirado y tan aferrado a su condición de señorito inútil, parecía admirarme por aquel ademán consumado:

– Vaya suerte, chico.

Era la primera vez que Paco se dirigía a mí de tú a tú. La primera que me hablaba igual que si yo fuera como él.

– También tú hubieras podido estrechársela si te hubieses tomado la molestia de estudiar.

– No todos nacemos empollones.

Paco era perezoso. Tenía la pereza muelle de los que están acostumbrados a que se les dé todo hecho. Incluso sus conatos de agresividad eran abúlicos. Descargaba su energía enseguida. Sus arrebatos brotaban de él como cohetes disparados cielo arriba, lanzando lengüetas de fuego que herían y fulminaban, pero que se apagaban al instante mismo de refulgir. Quedaban en elementos chamuscados, retorcidos e inservibles. Él mismo se extrañaba de su propia agresividad; parecía avergonzado y cohibido tras su incongruente y ridículo arrebato de furia. Retrocedía, negaba su cólera, decía que todo había sido una broma. Y olvidaba. Olvidaba al instante lo que le molestaba recordar. Tenía una gran predisposición para el olvido de cuanto pudiera rebajarlo o disminuirlo. En cambio, jamás olvidaba las facetas adversas de los otros. Se las arreglaba a la perfección para abocar sobre ellos lo que debía adjudicarse él. Decía que habían sido «ellos» y no él los causantes del estropicio. Y lo afirmaba con tal seriedad, que uno acababa por creerlo. La cuestión era huir de sus propias deficiencias: olvidarlas como olvidaba sus bocadillos o los libros escolares. No, Paco no quería ser esclavo de su memoria.

Por eso decidió ser amigo mío. Intuyó pronto que yo podía ser su memoria, su ayuda y su comodín. Pero nuestra amistad (o lo que fuera) empezó, naturalmente, el día del apretón de manos. No antes. Pronto se acostumbró a mis intervenciones: «Mira, Honde, no consigo entender ese problema.» No lo decía para que se lo explicara, sino para que se lo diera resuelto. Yo comprendía sus intenciones (las adiviné en cuanto decidió ser amigo mío) y no me daba la gana de ser su criado: «Veamos, ¿cuál de ellos?» Me hacía el remolón, el lejano, el difícil: quería que hocicara y se humillase ante mí. Y cuando conseguía mi intención procuraba explicarle las cosas del modo más enrevesado posible para que no las entendiera: era mi forma de llamarlo burro. Más de una vez conseguí exasperarlo: «Mira, Honde: no te pongas pedante y abrevia. Si no te explicas mejor, no hay dios que te entienda.» Entonces yo lo miraba con todo el desprecio que podía acumular: «Pues es muy sencillo.» Y volvía a la carga, complicando más el asunto, disminuyéndolo suavemente, concienzudamente.

También a Paco suelo recordarlo muchas veces tal como era entonces: chaparro y cabezota, con su pelambrera tiesa y sus ojillos huidizos, recorriendo el aula como un gallo recorre el corral, nervioso, engreído y desconfiado… O caminando en fila india, sus anchas caderas (algo feminoides) balanceándose con desgana: patosas, siguiendo un ritmo que no era el de los otros. «Sé paciente y escucha.» Pero Paco jamás fue paciente: tenía una abulia inquieta, una de esas abulias que exigen y machacan y fastidian a todo aquel que se veía envuelto en ella. Y, por descontado, sólo escuchaba lo que podía halagarlo: «Para eso no me haces falta», confesaba cuando se ponía furioso. «A mí los empollones pedantes me dan cien patadas en el estómago.» Lo dejaba llegar hasta el límite, pero evitaba que se lanzase al vacío. Cuando lo veía al borde del zarpazo, arriaba velas y me colocaba a su nivel: entonces le describía los pormenores del problema con sencillez meridiana. El juego se repetía continuamente: a decir verdad, jamás, hasta hace pocos días, ha dejado de repetirse. Cada problema que yo le resolvía, me iba atando imperceptiblemente a él. Así me volví imprescindible en su vida. Aunque me odiase, me necesitaba: no podía remediarlo. Mi presencia era su droga: la que le permitía pasar cursos y presumir ante sus padres de estudiante aventajado.

Pero su venganza era también refinada. Me invitaba a su casa. Allí Paco era el rey, el amo, el sabio. Yo era el segundón, el advenedizo, el desgraciado que no sabía cómo comportarse para estar a la altura de las circunstancias. Él comprendía aquello: por eso me invitaba. Allí mi superioridad escolar se venía abajo y mis donaires estudiantiles se esfumaban. Ni siquiera la anécdota de la mano era importante en aquel lugar.

Todo allí era nuevo para mí; todo era extraño e indescifrable. Me agobiaba el refinamiento de los criados, la sutileza de las costumbres, la incomprensible jerarquía de los objetos y de las personas… Lo peor eran las meriendas en el comedor. La mesa solía prepararse con los utensilios más inauditos. Los cubiertos se me antojaban jeroglíficos (los Moraldo eran ceremoniosos hasta en las meriendas) y mi atosigamiento era tan grande, que más de una vez pretexté falsos dolores de estómago para evitar el bochorno de caer en ridículo utilizando inadecuadamente aquel arsenal de adminículos-misterio.

Había también otro capítulo difícil en aquella casa (entonces vivían en la avenida del Tibidabo, en una torre llena de salones): los padres de Paco. Los veíamos poco, pero nada podía evitar que de vez en cuando se dignaran asomar por la sala de juegos con la suave brusquedad de los temblores de tierra. Bastaba verlos comparecer bajo el dintel, para que inmediatamente surgiera en mí aquella molesta sensación de riesgo que más adelante fue crónica. Todo se volvía peligroso, todo podía de un momento a otro paralizarme para siempre.

Entonces los señores Moraldo formaban una pareja elegante: altos los dos, displicentes y distraídos, con la distracción un tanto ficticia y estudiada de los que se saben por encima de lo vulgar. Observaban las cosas (¡qué bien lo recuerdo!) como si no las vieran, como si sus ojos hubieran sido creados para mirar más allá de las paredes y de los objetos, y, por supuesto, más allá de nosotros, los niños, con las pupilas llenas de estupor glacial, muy parecido a los de los maniquís de cera que se veían en los escaparates de las peluquerías.

Al entrar en la sala de juegos, apenas nos dirigían la palabra. Eran visitas convencionales, obligadas y rutinarias, para acudir a sus reuniones con la conciencia tranquila, para que no se dijera que habían salido sin «pasar» por los niños. A mí me saludaban con un «hola, chico» sin entusiasmo ni cordialidad, después besaban a Paco en la frente, discurrían en inglés con miss Dory y se iban dejando tras ellos una estela de frialdad perfumada que tardaba mucho en disiparse.

Paco solía aclarar (acaso para justificar la continua ausencia de sus padres o acaso para presumir): «Van a una cena importante, ¿sabes? Todas las noches tienen compromisos…» Y yo, automáticamente, recordaba la falta de compromisos de mi madre (exceptuando los propios de una costurera), su escasa y sencilla indumentaria, su desconocimiento del inglés y su aroma, nada frío ni perfumado.

Así eran las venganzas de Paco (no podía encontrar otras; al menos entonces). Todo se reducía a mantenerme en su mundo privado para avergonzarme del mío (aquel mundo sórdido, sin complicaciones rituales, ni protocolos avasalladores, ni cubiertos jeroglíficos), por eso lo odiaba y por eso también cuando me encaminaba hacia el colegio el lunes por la mañana, no hacía más que pensar en cómo iba yo a vengarme aquel día de la venganza suya del día anterior.

Sin embargo, jamás rehuía sus invitaciones: en el fondo eran divertidas, apasionantes e instructivas. Sobre todo cuando miss Dory intervenía. Tenía varias frases clave que servían de pauta para educar y enderezar las frecuentes groserías de Paco: «Ladies first. Dont be rude. Close your mouth when you eat. Dont talk with your hands.» Así me iba enterando yo de que no «había que hablar con las manos» ni comer con la boca abierta, ni entrar en algún lugar antes que las damas.

Pero la obsesión de miss Dory parecía ser las dichosas manos. Decía que los españoles no sabíamos hablar sin utilizarlas y que aquello estaba muy mal visto en las islas. (Decía las islas refiriéndose a su país, como si no pudiera haber más islas que las de su tierra.) Al anochecer, se metía en el cuarto de juegos: «Carlos, el chófer te espera.» Aquello significaba que debía marcharme. Los Moraldo eran detallistas y jamás se olvidaban de «devolverme» a mi casa con mecánico uniformado conduciendo un Renault, flamante (negro brillante), con telefonillo en el asiento trasero para comunicar con el conductor (previamente separado de los señores por un cristal fijo), que se deslizaba por las calles de Barcelona (entonces casi desiertas) despertando la envidia de los peatones.

Las despedidas eran breves. Lolita, todavía imprecisa, todavía inmersa en su mundo impúber y desvaído, solía chuparse el dedo mientras yo pasaba por su lado, sin dedicarle más atención de la que sus padres me dedicaban a mí. «Hola, niña.» A lo que ella jamás respondía porque entonces debía de considerarme una especie de fenómeno de feria.

Llegaba yo a mi casa sentado al lado del chófer, preguntándome a mí mismo cómo diablos aquel hombre podía conducir enfundado en aquel uniforme estrecho, abotonado hasta el cuello, sus guantes de piel pegados al volante y sus polainas de charol negro ciñéndole las pantorrillas. Eran jornadas agotadoras: domingos tensos que me abatían y me restaban fuerzas. Pero me gustaban. Eso era lo peor. La idea de que, al llegar el domingo, yo pudiera ser invitado por los Moraldo, me halagaba como a un perro le halagan las caricias de un amo arisco. Bastaba pisar el jardín de aquella casa para que la sangre se me encandilara y todo en mí adquiriese anchura: una anchura sabia, sin límites.

Pero al regresar a la mía, algo moría siempre dentro de mí. Eran muertes pequeñas, casi imperceptibles, muertes que apenas dejaban huecos: sin embargo, dolían. Sólo años más tarde comprendí que aquello que parecían huecos, eran simas tremendas. Instintivamente buscaba paralelos que nunca encontraba: allí, en la vivienda de los Moraldo, era el jardín de tilos, con sus mecedoras de lona y sus mesas de mimbre; los salones espaciosos con muebles firmados y tapices del xvi; la biblioteca salpicada de incunables; la sala de estar con sus cuadros antiguos, sus porcelanas del Retiro y sus jarros de La Granja; los vestíbulos, con sus estatuas romanas y sus alfombras persas; el comedor con su cristalería francesa, sus platos ingleses, y su cubertería jeroglífico… Y los jarrones de flores (siempre frescas, siempre recién arrancadas de la tierra) y los butacones confortables y el reloj sonoro…

En cambio, en mi casa era la portería estrecha, oliendo a moho y a sardina frita con ajo (la portera se empeñaba en guisar sardinas en el pequeño fogón que se alzaba al fondo de la garita y que no tenía más tiraje de humos que la propia puerta), la escalera de peldaños desiguales y torcidos, con su baranda abrillantada por las manos de los inquilinos, y la bombilla de los rellanos, empolvada y mosqueada, y el piso con su eterno y peculiar olor a calle estrecha, a comidas apresuradas y a lejía; y el comedor, con su aparador fin de siglo, ostentando, sobre la repisa, el queso (cubierto por una campana de cristal) que el tío Rodolfo degustaba todas las mañanas para reponer fuerzas y continuar sus visitas. Y el jarrón de vidrio tallado (ganado por mi madre en una tómbola del Turó Park) sobre la mesa, con sus flores artificiales de trapo (entonces no existía el plástico) imitando amapolas y otras especies campestres… Y la caracola gigante sobre el velador (aquel que un día mi madre encontró abandonado en una playa de la Costa Brava). Y mi madre: tan distinta a la madre de Paco, besando mis mejillas con los labios húmedos (tenía el vicio de mordérselos), preguntándome curiosa cómo había pasado la tarde y repitiéndome día tras día lo difícil que se estaba poniendo todo, la miseria que dominaba el país y las continuas huelgas que estábamos padeciendo.

Nada era igual. Nada, salvo la manía de mencionar los repetidos desórdenes políticos. Al parecer, aquella obsesión abarcaba España entera. Sin embargo, para mí, aquellos temores eran ya una costumbre. Nunca me impresionaban. Había nacido entre huelgas (aquellas que dejaban las calles vacías), entre disturbios y entre aprensiones siniestras y llegué a imaginar que todo aquello era lo corriente. No conocía otra cosa. Se producía como se producía el aire, y estaba allí, como estaba el sol, o la luna o las nubes, o la casa de enfrente.

Era evidente que algo funcionaba mal, pero a fuerza de oírlo, ni siquiera me molestaba en averiguar la causa. Cuando los hechos surgen al mismo tiempo que se desarrolla nuestro uso de razón, jamás provocan curiosidad: se aceptan, se padecen o se ignoran.

Recuerdo que de pronto la gente mayor se volvía taciturna: los rostros se contraían (como si el miedo los chupara por dentro) y los pasos de los transeúntes parecían precipitarse. Era el anuncio de la huelga. Al menos para mí lo era. Los síntomas no fallaban. Después venía todo lo demás: los carruajes desaparecían, las tiendas se cerraban y las porterías tenían las puertas entornadas. Entonces la ciudad entera parecía presidir un duelo. En días así no había colegio, ni espectáculos: la gente se retraía: el miedo paralizaba la ciudad. Era un día muerto: como si la gente hubiera huido y las casas se hubieran quedado deshabitadas, o como si todos hubiesen caído repentinamente enfermos.

Mi madre, cuando ocurría eso, temblaba. Hablaba mucho del somatén. A pesar de sus ideas políticas, el somatén constituía una garantía para ella. Con evidente nerviosismo, cerraba las contraventanas que daban a la calle, hablaba sola y vagaba por el piso como alma en pena. Luego, cuando se calmaba, encendía una lamparilla de aceite a la única imagen religiosa que había en la casa. Se trataba de una talla policromada que reproducía una Virgen: al parecer había sido el regalo de un cliente agradecido de mi padre. Y debía de ser verdad porque el tío Rodolfo hubiera sido incapaz, en aquella época, de obsequiarnos con una imagen religiosa.

– Sobre todo, Carlitos, no te asomes al balcón: puede alcanzarte una bala.

– Pero, mamá, eso es imposible.

– Cosas más imposibles se han visto.

Era el diálogo de siempre; me lo sabía de memoria como la tabla de multiplicar. Hasta que un día, cansado ya de tanta precaución, me asomé al balcón.

Y me alcanzó la bala. No era como todas ni había salido de ningún rifle. Salió de una frase: una simple e inesperada frase que bruscamente cambió de un modo rotundo el panorama de mi vida.

Recuerdo que la calle de Fernando era un río seco con barbechos humanos en las orillas. Había grupos de hombres en las esquinas: unos grupos extraños que desorientaban e impedían formar una idea concreta sobre lo que tramaban. Les brotaba la desconfianza por los poros y sus respectivas miradas iban cruzándose y descruzándose a modo de un ballet casi armonioso. Se comprendía que todo en la calle era suspicacia y tensión. De pronto vi al tío Rodolfo: iba hacia nuestra casa con el sombrero calado hasta las orejas, el paso decidido y la actitud resuelta. Espontáneamente grité su nombre. Mi madre acudió aterrada:

– Pero, Carlitos, hijo, ¿te has vuelto loco?

Y tiraba de mí hacia adentro, al tiempo que, con la otra mano, intentaba cerrar el balcón.

– ¿No te he dicho mil veces que…?

La interrumpí:

– Saludaba al tío Rodolfo. Viene hacia aquí.

Mi madre se llevó la mano a la frente:

– Lo que faltaba: ¿estás seguro?

No tardó en pulsar el timbre. Entró en casa sonriendo, sus ojos llenos de guasa temerosa: como si fuera un niño que acabase de cometer una picardía.

– Quería asegurarme de que estáis a salvo.

Mi madre se desplomó sobre una silla. Luego, apoyando los codos en la mesa, escondió la cara entre las manos y rompió a llorar. Su espalda se agitaba histérica, casi rabiosa, y sobre la mesa iban quedando pequeñas lagunas de lágrimas. El tío Rodolfo reía. Se le iban las carcajadas de la boca, como chorros de aire comprimido: «Pero, mujer…» Mi madre hipaba y, entre sollozo y sollozo, decía: «Así no podemos continuar: es imposible, es inhumano.» Y señalando al tío Rodolfo le reprochaba: «Y tú… tú eres un imprudente incorregible…» Enseguida empezó a romper lanzas contra el gobierno, contra las huelgas, contra todo lo que le pasaba por el magín:

– A quién se le ocurre: venir hasta aquí. Como si éste fuera un barrio tranquilo… En circunstancias tan graves… Cualquier día te acribillan a balazos.

Pero cuanto más lloraba ella, más se acentuaban las carcajadas del tío Rodolfo.

Muchas veces he pensado que aquel modo de reír, grueso y desbocado, era lo que más caracterizaba a aquel hombre: no hubiera sido posible imaginar al tío Rodolfo sin aquella risa.

Fue entonces cuando me alcanzó la bala. Llegó inesperadamente, a traición, pese al balcón cerrado y a las precauciones de mi madre. Fue un impacto directo, extraño, que se metía en mí con la lentitud de los asombros sordos y voraces. Mi madre dijo:

– Piensa en tu mujer, en tus hijos, en nosotros… ¿Te das cuenta de lo que puede ocurrir si llegan a matarte?

De pronto calló. Se dio cuenta de que yo estaba delante. Se alzó de la silla con las mejillas todavía húmedas, pero los ojos se le habían secado repentinamente. Me miraron los dos: asustados, intentando averiguar cuál era mi reacción. Ella ya sin llanto. Él sin risa. Pregunté:

– ¿Tú tienes hijos?

La sorpresa no me dejaba pensar. No entendía cómo el tío Rodolfo podía tener hijos y mujer sin que jamás me hubieran hablado de ellos. Pero la pregunta estaba hecha y era demasiado directa para eludirla. También la respuesta lo fue:

– Claro que sí: dos niñas y un niño.

– ¿De mi edad?

– De tu edad.

– ¿Y por qué no los traes a casa?

El tío Rodolfo no contestó. Se comprendía que estaba incómodo. Miraba a mi madre. Le pedía ayuda con los ojos. Le suplicaba, sin decirlo, que lo sacara del atolladero. Era inaudito ver al tío Rodolfo suplicando de aquella manera.

Mi madre se llevó el pañuelo a los ojos para enjugarlos. Pero no enjugaba nada. El sobresalto la había dejado seca. Solo se tapaba el rostro. Intentó desviar la cuestión:

– Hace calor -dijo.

El tío Rodolfo cambió de aspecto; encogió las piernas, curvó la espalda y fingió apuntarme con un fusil hipotético:

– Aparta, Carlitos, que te doy…

Pretendía distraerme, jugar como otras veces conmigo a guerras o a maleantes. Se comprendía que intentaba llevar mis ideas a su terreno, borrar la existencia de aquellos tres niños que yo no conocía.

No me moví. Me quedé frente a él desafiando el ademán, esperando que claudicara, haciendo caso omiso de su esfuerzo.

– Dime, tío Rodolfo, ¿por qué no los traes a casa?

Se irguió: recobró su postura. Miró el queso de la consola. Dijo luego como si tal cosa:

– Algún día los traeré. Eso es, Carlitos: algún día los conocerás. Estoy seguro de que Rodolfo y tú haréis buenas migas juntos.

Pero la bala estaba ya en mi cuerpo: sin dolor. Únicamente con extrañeza. Era una bala incómoda: sólo incómoda. Una bala que aturdía, como aturden los golpes en la cabeza o las caídas de bruces. No comprendía, no acertaba a asimilar lo que había descubierto. Pero me sentía vejado, insultado, disminuido. Tal vez porque imaginaba que entre mi madre, el tío Rodolfo y yo jamás había habido secretos. Y, he aquí que, de pronto, me daba cuenta de que, a espaldas mías, se había colado un secreto grande, lleno de pequeños dilemas que acaso nunca pudiera descifrar.

No hice más preguntas. El miedo a que me mintieran me impedía hacerlas. De pronto había descubierto que tanto el uno como el otro guardaban algo que no deseaban decirme. Lo difícil era saber por qué.

Fui comprendiendo poco a poco. Era un comprender inseguro: sin estridencias, sin sentirme verdaderamente humillado. Era un averiguar a medias: un saber y no saber; algo bendecido por la costumbre, y las costumbres casi nunca eran malas. Hasta que al fin llegó a parecerme natural, como las enfermedades o los cambios de estación, como las huelgas y los disturbios.

Ahora intuyo que aquel modo de comportarse fue realmente un error. Probablemente si, desde el principio, el tío Rodolfo me hubiera hablado de aquellos tres niños y de aquella mujer (luego supe que era muy rica y que gracias a ella vivíamos todos), yo habría tardado mucho más en saber la verdad y, por descontado, no me habría preocupado de analizarla como hice más tarde. Pero el obstinado silencio del tío Rodolfo y de mi madre los había delatado. «No se esconde aquello que puede admitirse», decía siempre el padre Celestino.

Efectivamente: creo que fue a partir de aquel día cuando empezó el declive de mi madre. Por mucho que el padre Celestino predicara sobre la necesidad de honrar a los padres «especialmente tú, Carlos: No olvides que desde que murió tu padre ella asume los deberes de un cabeza de familia…», por mucho que yo hubiese practicado hasta el límite la sugerencia de honrarla, algo empezaba a fallar en nuestras relaciones. Hasta entonces, mi amor por ella había casado perfectamente con las diatribas que lanzaba el padre Celestino contra la inmoralidad y el adulterio. Y he aquí que, de pronto, surgía el escollo. Era difícil compaginar ambas cosas.

Pero el dilema no alcanzó verdadero relieve hasta que Paco Moraldo me habló de su tío Lorenzo:

– Un cara, ¿sabes, Honde? Su mujer ha descubierto que tiene una amiga.

Yo no sé si en aquel tiempo Paco conocía con exactitud el alcance de aquella palabra. Probablemente lo había oído contar a sus padres y me lo repetía sin saber realmente lo que decía. Pero a mí su relato me produjo el efecto de una puñalada.

– Bueno, ¿y eso qué importa? Muchos hombres tienen amigas.

Se quedó perplejo ante mi reacción: la pelambrera centelleante, más tiesa que de costumbre, los ojillos abiertos:

– Pero eso está prohibido.

Enrojecí: no sé si de vergüenza o de coraje. Enrojecí con uno de esos rubores furiosos que van desde el cuello a la frente y que dejan las orejas brillantes como el charol.

– Hombre: si tu tío Lorenzo se ha enamorado de ella…

Paco no me entendía. Más aún, no comprendía cómo podía yo argumentar de aquella manera.

– Pero ¿tú no sabes que eso de enamorarse de otra estando casado es un pecado mortal?

– El mundo entero está lleno de pecados como ése.

La endeblez de mi argumento era evidente, y yo me daba cuenta: el número no excluía la calidad de la falta, y lo que acababa de exponer distaba mucho de ajustarse a lo que nos había enseñado el padre Celestino.

– Vaya estupidez, Honde: también está lleno de tuberculosos y de anormales. No irás a decirme que resulta aceptable…

Lo peor de Paco era que, por primera vez, argumentaba con aire seguro, convencido de no errar. Era eso lo que me fastidiaba: que Paco tuviera razón, que se mostrase lógico y consecuente.

Lo veía ante mí todavía chaparro (luego no: luego creció como una espiga desmantelada), su pelambrera rubia arremolinada en la cresta, sus ojos de tonto súbitamente inteligentes, con la inteligencia insolente de los que se saben en posesión de la verdad, crispadas las manos (aquellas manos que por vagas e inútiles no habían podido estrechar las del monarca), el gesto asombrado y el lazo del cuello torcido por la violencia del ademán:

– Eso de «estupidez» te lo vas a tragar en el próximo problema de álgebra -le amenacé-. No esperes que te ayude.

Y me di cuenta de que estaba utilizando el sistema de los impotentes, de los que no admiten la verdad, por narices, por nada más. Pero me faltaban argumentos sólidos, se me iban de las manos. Paco bajó velas. Le asustaba verme tan furioso:

– Perdona, Honde: no creí que te enfadaras por tan poco.

Y encogía la ceja derecha, acoquinado, como le ocurría cada vez que mentía.

Nos hallábamos en el jardín del colegio: de un momento a otro iba a sonar la campana anunciando el final del recreo. Corría una brisa cálida que me obligaba a parpadear a pesar mío, y el rubor no se me iba. Continuaba en el cuello, en el rostro, en las orejas. Tras un silencio breve, añadió:

– De todos modos no entiendo tu religión, Honde. Si tu madre se enterara de lo que acabas de decir…

Fue un alivio saber que ignoraba lo de mi madre. Respondí:

– Ten por seguro que se pondría de mi parte. Mi madre es… -no encontraba la palabra- caritativa. Eso: jamás juzga a la ligera como haces tú.

Paco torció la cabeza: cavilaba. Quería hallar una respuesta inteligente (entonces Paco todavía se esforzaba por defender una ética que más tarde llegó a perder totalmente). Pero sólo dijo:

– En eso llevas razón.

Seguramente quería zanjar el asunto. El esfuerzo metafísico era demasiado para él. No creía en mi razón, pero me la concedía, para amainar, para acabar de una vez aquella maldita conversación. Lo estaba delatando su ceja derecha (la que se encogía cuando mentía). En realidad Paco jamás defendía sus razones: su pereza podía más que su lógica.

Y de nuevo me sentí vejado. No le perdonaba aquel modo de ser cómodo y frívolo. Me ofendía. Hubiera preferido que continuase llevándome la contraria. Darme la razón de aquel modo era considerarme poco menos que un niño o un loco.

Sonó la campana. Nos pusimos en fila. Él iba delante de mí: su escorzo pálido, las piernas mazacotas y torpes avanzando con aquel paso tardo que movía sus anchas caderas desacompasadamente. Creo que aquella tarde lo odié más que nunca. Sus malditos comentarios habían planteado en mí un problema insoluble: uno de esos problemas que no se podían resolver con la facilidad con que se resolvían los problemas de álgebra. Hasta entonces el conflicto interno del tío Rodolfo y mi madre había quedado dentro de mí, en sordina, como los universos que se presienten pero que no nos afectan, y de pronto el universo de sus palabras había rozado mi ética. Lo sentía latir dentro de mí como un bicho rabioso que deseara angustiarme.

Al llegar a la capilla (después del recreo íbamos siempre a la capilla), me instalé en el fragmento de banco que me correspondía. Quise rezar, pero no pude. El problema de mi madre continuaba allí, cada vez más acuciante y más vivo. El banco parecía endurecerse: se volvía incómodo. Los recuerdos se apelotonaban no sólo en el cerebro, sino en todo el cuerpo. Venían a ráfagas: sin concretar. Luego se iban; daban paso a otros. La selección de los recuerdos no era previsible. Nacía espontáneamente y venía apoyada por reflejos condicionados.

De pronto evoqué a mi madre, el día de mi primera comunión. La volví a ver, avanzando lentamente hacia el altar, como el resto de las madres: comulgando, regresando al banco… la cabeza gacha, las manos unidas… Hasta entonces aquel recuerdo me enternecía: era hermoso saber que mi madre había comulgado el mismo día en que yo lo hacía por primera vez. Pero luego, ¿dónde había quedado aquella comunión? ¿Por qué se manifestaba siempre tan abiertamente indiferente en materia religiosa? ¿Estaría la vida hecha solamente de momentos? ¿Pequeños instantes sin continuidad ni lógica? Comenzaron las dudas: las terribles dudas que durante tanto tiempo me quitaron el sueño. Y las ganas de vivir se debilitaban. ¿Por qué era todo tan sórdido, sucio y aborrecible? ¿Por qué no se podía compaginar la felicidad del recuerdo con la realidad? Comprendí entonces que había una dimensión prohibida, una especie de barrera que no permitiría jamás el paso de la despreocupación, sin pedir cuentas. Y supe que la mayoría de las bases que nos predicaban eran endebles, capaces de hundirse al menor soplo. No era prudente confiar en ellas. Se corría el riesgo de naufragar en desilusiones. Nada debía de ser sagrado e inamovible: nada; ni el amor materno, ni la amistad, ni la pureza de alma. Algo superior a todo ello acababa por romper, y quemar, la parte bella de la vida.

El padre Celestino no tardó mucho tiempo en llamarme a su despacho:

– A ti te ocurre algo, Hondero.

Cuando estábamos a solas me tuteaba. El padre Celestino era un hombre alto, corpulento, de voz apagada y mirada directa. Llevaba ya un año ejerciendo el cargo de superior y tenía fama de santo. Más de una vez mis compañeros de estudio me habían advertido: «Cuidado, Honde, están fichándote para cura.» Es posible que tuvieran razón, pero la idea de ser cura se me antojaba ridícula. Ni mi madre ni el tío Rodolfo me hubieran permitido jamás que me convirtiera en eclesiástico. Al margen del día de mi primera comunión, nunca había visto yo a mi madre rezar: ni siquiera cuando me acompañaba a la iglesia para cumplir con el precepto dominical. Lo más que hacía era encender la famosa lamparilla de aceite ante la imagen policromada, cuando asomaba algún peligro.

– Vamos, contesta: a ti te ocurre algo.

Era difícil eludir la inspección del padre Celestino. En cuanto clavaba su mirada en la frente, producía la sensación de que taladraba el cráneo y escudriñaba el rincón más oculto de la mente.

– Es posible -dije.

– Llevas varios días distraído y, además, no comulgas.

Balbucí una excusa que no creyó:

– Me he visto obligado a violar el ayuno por enfermedad.

Entonces era sencillo dar aquella excusa. El canon exigía ayuno estricto desde las doce de la noche para acercarse a la eucaristía. El padre Celestino se pasaba la mano por el mentón sin dejar de mirarme: «Entiendo, entiendo», decía entre dientes.

– ¿Cuándo calculas que vas a ponerte bueno?

Su ironía era evidente. Me sentí pillado en falta:

– No lo sé: pregúnteselo a mi madre.

– Lo haré.

Pero no lo hizo. Y comenzó la incomodidad. Después vino la encrucijada: o mi madre o los derechos de Dios. Había que definirse, concretar y decidir. La servidumbre no podía repartirse a capricho.

Comencé a analizar a fondo a mi madre. Hasta entonces jamás se me había ocurrido que las madres fueran también analizables. Nunca supuse que se trataba de un ser humano como cualquier otro, con sus defectos, sus bajezas y sus servidumbres. La desilusión fue grande. Pronto cada uno de sus gestos y ademanes se me antojaron manidos y triviales. Por primera vez me molestaban sus labios húmedos, y aquel modo de limpiarse el resto de la sopa con la lengua para no manchar la servilleta, y su manía de separar los vasos del plato, aun cuando ella misma los hubiera colocado en la mesa, y aquellos suspiros que lanzaba sin motivo cuando nos quedábamos silenciosos, y su modo de apretarse el estómago con el codo para meter hacia adentro un hipotético rollo de grasa… Todo en ella iba cayendo sobre mí como una lluvia de plomo. También sus argumentos iban resultándome insoportables: «Por favor, Carlitos, no comas con los dedos: el infierno está lleno de criaturas malcriadas que comieron con los dedos.» Su concepto de la religión era así de fútil. Pero lo peor fue cuando se rozó el tema de los Moraldo: de pronto tuve una idea clarísima de su ética, de su endeble y servil modo de pensar. Empezó preguntándome cómo eran los padres de Paco. ¡Qué bien recuerdo aquel momento! Cosía ella junto al ventanal del comedor: en el halda descansaba un vestido que debía entregar aquella misma tarde, y sus dedos, ágiles y huesudos, manipulaban insistentes y vertiginosos en el pedacito de tela que sostenía entre las manos con esa especie de maestría rastrera y vanidosa.

– No lo sé -repuse-; los veo poco.

Dejó la costura en el halda y sus dedos quedaron inmóviles y contraídos, como los de un artrítico.

– Deberías esforzarte en mostrarte simpático con ellos.

Y yo, por no mirarle la cara, continué con la vista fija en sus dedos, cada vez más encogidos y agarrotados. Eran igual que diez percebes rígidos.

– El día de mañana pueden servirte para triunfar.

Lo dijo claramente. Tan claramente que a menudo, pese a los años transcurridos, sigo escuchando aquella frase. Quedaron sus dedos inmóviles hasta que oyó mi respuesta: la aguja suspendida entre el pulgar y el índice, la tela rosada del vestido, enrojeciendo sus yemas: «Diez percebes…»

– Ya me esfuerzo -respondí.

Atacó de nuevo la costura. Hincaba la aguja en la tela, tiraba del hilo; rápido, como queriendo recuperar el tiempo perdido.

– Así me gusta -contestó-. En la vida lo único que cuenta es alcanzar metas: la tuya ahora se llama Moraldo.

Tenía la impresión de que el hilo que introducía en el vestido nacía en mi cuerpo. No era un hilo. Era una cuerda: algo que tiraba de mí en cada puntada. Luego empezó a canturrear, aliviada, tranquila. Siempre rompía a cantar así cuando se sentía satisfecha o cumplía una misión importante. Y yo, repentinamente, me sentí avergonzado de aquel canto. Bruscamente, en aquel momento, dejó de ser la madre de mi infancia para convertirse en la costurera cotilla e intrigante con la cual yo debía convivir. Una de esas personas «quiero y no puedo» que se sumergen en la cursilería de un falso señorío.

Y llegaron las censuras: no podía evitarlas. Me dije que nadie con sentido común y medianamente decente vivía como estaba viviendo mi madre: de espaldas a la fe, hablando de Dios como si fuera un objeto remoto, pero eso sí: encendiendo lamparillas de aceite a la imagen de una Virgen cuando el peligro asomaba. Y, para reforzar mi teoría, volví a refugiarme en la religión: pero ya sin madre, sin mi incondicional cariño por ella, sin sentirme ligado a su vida: únicamente atado, con las ataduras de sus hilos y de sus agujas.

Por primera vez me sentí víctima. Era una sensación casi grata. Resultaba fascinante saberse limpio de culpa y atribuirla a los demás. Así busqué a Dios: es decir, lo tomé como excusa para desahogar mi protesta contra la vida y echar cargos contra los que me resultaban adversos.

El padre Celestino continuaba intrigado:

– A ti te pasa algo, Hondero.

No se equivocaba; me había metido de lleno en el mundo de los escrúpulos. Todo me parecía pecado: comulgar censurando a mi madre y no comulgar por haberla defendido a través de los que se encontraban en su misma situación; estar amable con el tío Rodolfo y no estarlo por rencor; agradecerle sus atenciones y despreciarlas por orgullo; tener envidia de sus hijos y desear que fueran ellos los que me envidiaran a mí… Además existían otras razones: mi despertar a la vida, mis terrible pesadillas nocturnas, la vergüenza de aceptar mi hombría siendo todavía niño… Mis conversaciones con Paco sobre mujeres. Los descubrimientos que ambos nos confiábamos en secreto, como si de hecho fuéramos dos amigos de verdad y ni él me odiara a mí ni yo lo odiase a él.

– Ya no estoy enfermo -respondí.

– No importa -dijo el padre Celestino-. Te veo hecho un lío y quisiera ayudarte.

– No sé a qué se refiere.

Sonrió con una sonrisa inédita en él: como de alguien que claudica, que espera ser comprendido y aceptado. Era una sonrisa suplicante, casi rastrera. Posó su mano sobre mi hombro y me sacudió ligeramente:

– Eres un buen alumno, hijo: sería una lástima que te estropearas…

– Procuraré no estropearme.

Lo dije con insolencia. Años atrás jamás me hubiera atrevido a responder de aquel modo a un cura. El padre Celestino frunció ligeramente el entrecejo, pero no se inmutó:

– ¿Qué te ocurre, Carlos?

Cuando quería sonsacarme algo me llamaba Carlos:

– La raíz, Carlos, la raíz: el mal arranca siempre de la raíz. Échala fuera. Vamos: sé franco.

Dudé: estuve a punto de claudicar y contárselo todo: «La raíz, la raíz…» Sabía yo muy bien que la raíz era mi madre, su posición equívoca, su amancebamiento disimulado con el tío Rodolfo, su gran mentira disfrazada de costurera… Después venía mi ambición: entonces la ambición era todavía vaga: todavía podía confundirse con un sano e inocente afán de medrar. Pero ¿cómo explicar todo aquello? Casi todo eran sensaciones: “Fealings” decían los ingleses. Y las sensaciones no tenían normas para ser expresadas. Era todo difícil, complicado. Salí del apuro como pude. Le dije la verdad a medias:

– Me atormentan los escrúpulos, padre.

Me invitó a sentarme junto a él. Se achicaba de nuevo para colocarse a mi nivel, para convertirse en mi amigo. Casi podía imaginarlo sin sotana, como un compañero de estudios, como un Paco inteligente y sin odio.

– Comprendo, hijo: esas cosas ocurren a tu edad.

Me habló crudamente, como jamás creí que un cura podía hablar. Luchaba denodadamente para ganarse mi confianza, ayudarme, confabular su apoyo con mis problemas. Me recomendó que no confundiera las tentaciones con las caídas; me explicó lo que debía hacer para vencer el temor: «Sé valiente: recibe a Dios sin miedo. Acéptalo como un padre: el que te falta. Dios conoce, comprende, perdona…» Insistió en que sólo las almas privilegiadas conocían la tentación. «También Cristo fue tentado, no lo olvides. Incluso por el desánimo…» Y al oírlo hablar todo se alisaba, todo recuperaba una lógica, una razón de ser.

– Pero si cayeras, piensa que lo importante no es la caída, sino levantarse otra vez. Levántate, Carlos. No pretendas huir de esa posibilidad…

Se refirió luego a la oculta naturaleza de los escrúpulos: «Muchas veces se producen por soberbia…» Era un sosiego grande oírle hablar. Sin embargo, entonces no me daba cuenta de lo importante que era tener aquel hombre al lado. Lo sé ahora, desde mi caos actual, ese frío caos, sin escrúpulos, pero lleno de realidades concretas y trepidantes. Y quisiera retroceder, regresar de nuevo a su voz, a su fuerza, a todo lo que la vida me fue quitando sin darme cuenta de lo que perdía.

Por eso la mella que sus palabras me causaron, se disipó enseguida. Fue como una de esas tormentas que lo revuelven todo para dar paso rápidamente a un sol estallante, y quedarse en nada.

Tardé poco en encerrarme de nuevo en aquel «yo» hirsuto que venía incubando lentamente, y acabé por convencerme de que las soluciones que el padre Celestino me había propuesto eran sólo válidas desde un punto de vista general. Ninguna de ellas conseguía darme una solución concreta a mi problema particular: «La raíz, Carlos, la raíz…» Yo no le había mencionado la raíz. Sólo el tallo a ras de tierra. Terminó dándome dos golpecitos secos en la mejilla:

– Bueno, Hondero, cuando necesites un consejo, ya sabes dónde me tienes.

Le di las gracias y nos separamos. Salí de allí aturdido. Estuve a punto unos instantes de volver a entrar en su despacho y volcárselo todo. Pero no lo hice. Lo guardé para mí como un tumor prensado.

Fue más o menos en aquella época cuando ocurrió lo de Lolita.

Como todos los años, los Moraldo se disponían a emprender su viaje por el norte de España: solían repartir la temporada de vacaciones entre Santander y San Sebastián. Decía Paco que aquellas dos ciudades eran idóneas para alternar con la gente bien. Varios días ante de la fecha prevista, miss Dory empezaba el equipaje: los botines por si llovía, las sombrillas por si salía el sol, las bufandas por si refrescaba… Paco y Lolita jamás intervenían en la tarea. La dejaban actuar sin inmiscuirse, como correspondía a todo niño de casa grande.

Recuerdo que aquel domingo Lolita no sabía qué hacer con sus huesos y se había instalado con nosotros en la sala de juegos, como se instalan las moscas, sin más afán que el de molestar.

– Aquí sobras -le dijo su hermano-; conque ¡ya te estás largando!

Lolita había crecido: ya no se metía el dedo en la boca, pero continuaba con su aspecto infantil. Todo en ella, salvo sus ojos, era puro infantilismo. Los ojos no. Los ojos eran de persona mayor. Negros, de pestañas espesas y largas, tintaban de oscuro sus obsesionantes ojeras. Sin prestar atención a la insolencia de su hermano, se acercó al fonógrafo y empezó a darle cuerda. Paco levantó los brazos, escandalizado:

– Encima música: ¡pues sí que la hemos hecho buena!

El disco sonaba rasposo, y, de vez en cuando se atascaba:

– No has cambiado la aguja -gritó-. Vas a estropearlo.

Pero Lolita no parecía oírlo. Se limitaba a dar golpecitos suaves al diafragma y aguzaba el oído para captar la letra:

– In a little Spanish Town… -canturreaba.

Y cerraba los ojos dejando que sus pestañas la volvieran mayor; Paco me miró furioso:

– Vamos, Honde: ayúdame a sacarla de aquí.

– ¿Por qué? En fin de cuentas no hace nada malo.

Indignado, se llegó hasta su hermana y cogiéndola por el brazo, fue arrastrándola a empellones hacia la puerta. Intenté separarlos:

– No seas bruto, Paco. Lolita es una niña.

Entonces ocurrió lo imprevisible. Bruscamente Lolita se desasió de su hermano y, enfrentándose conmigo, rompió a hablar con voz de mujer, sus ojos vueltos hacia los míos: duros, violentos, hirientes. Era como si su voz saliera de ellos, como si cada palabra que emitía fuera impregnándose de su negrura:

– ¿Quién eres tú para defenderme? ¿Me oyes bien, mamarracho? Yo misma me basto y me sobro para hacer lo que me dé la gana. ¿Te enteras?

Y, sin esperar respuesta, salió del cuarto de juegos con aires de reina ofendida. Pero la palabra «mamarracho» quedó allí, incrustada en mi estupor, en mi vergüenza, en mi sangre. Era una palabra enorme, bramante, como hecha de brasas. Se acoplaba perfectamente con todo lo que yo empezaba a detestar: los labios húmedos de mi madre, la protección del tío Rodolfo, la pobreza de mi casa, el hedor a sardina frita que emanaba de la portería. Toda mi vida se condicionaba a aquel insulto: los antiguos paseos por el Tibidabo, mi incapacidad para descifrar los cubiertos-jeroglíficos, la caracola gigante, el queso que mi madre guardaba tan celosamente para su amante…

Miré hacia el balcón para hurtarme a la inspección de Paco. No quería darle la satisfacción de verme vejado. Pero él debió de intuir lo que me ocurría:

– Vamos, Honde: no hay que hacerle caso. Es una niña litri.

Allá en el jardín, las copas de los tilos se veían chamuscadas por el calor, y las ramas se balanceaban lentas siseando al roce de la brisa. Era lo mismo que si me sisearan a mí:

– No irás a preocuparte por una idiotez semejante.

Pero mis ojos se achicaban cosquilleantes:

– Por el amor de Dios, Honde, no vayas a llorar por tan poco.

Fue la puntilla. Me volví hacia él, de espaldas a la luz, mi indignación clavada en la garganta:

– Jamás he llorado -le grité-. ¿Lo oyes bien, «señorito» Paco? ¡Jamás he llorado!

Y mantuve la mirada con los ojos secos, echando dentro las lágrimas que se empeñaban en brotar, confiando que la palabra «señorito» le causara el mismo daño que me había causado a mí la de «mamarracho».

– Bueno, chico: no hay para tanto. Perdóname.

Pero no le perdoné. Era difícil perdonar a Paco. Para perdonarlo en aquellos momentos, me hacía falta algo imprescindible: sentirme al mismo nivel que él. Y yo (eso era lo grave) me sentía por debajo de aquel desgraciado. Los niveles eran esenciales para los perdones (eso al menos creía yo entonces): fuera como fuese debía conseguir que aquel imbécil y yo llegáramos a ser iguales. Luego vendría el perdón y el olvido y hasta la indiferencia por aquel olvido y aquel perdón. Desvié el tema como pude:

– Ese disco es una porquería -dije deteniendo el mecanismo del fonógrafo. Y nos metimos de lleno en otra ocupación, como si no hubiera ocurrido nada y Lolita jamás hubiese incordiado.

Aquel día no volví a verla (pasaron tres meses antes de que tuviéramos ocasión de encontrarnos otra vez), pero a partir de aquella noche ya no hubo insomnio para mí sin la imagen de Lolita transformada en mi esclava. Era un placer grande idearla sometida, hollada, aplastada y suplicante, mirándome con sus ojos llenos de luto picante, envueltos en dulce terror. ¡Cuántas veces me vengué de Lolita de aquel modo! Luego, mucho más tarde, fueron aquellos mismos ojos los que consiguieron mi libertad; sin embargo, ellos jamás perdieron su sello de esclavitud.

Tal como tenían previsto, los Moraldo se fueron al norte con su equipaje, sus manías de grandeza, sus tópicos sobre lo que era respetable y sobre lo que no lo era, con miss Dory y sus sombrillas, sus paraguas, sus bufandas y sus botines. Cuando volví a verla era tan alta como yo:

– Pero si eres tú -le dije asombrado.

Y ella me sonrió como si jamás me hubiera llamado mamarracho. A partir de aquel momento (quizá por culpa de su sonrisa o acaso por el cambio de su estatura), Lolita se convirtió para mí en una pesadilla.

Recuerdo que, al inaugurarse el curso, el padre Celestino, como de costumbre, nos había reunido a todos en el salón de actos. Allí nos largó un discurso sobre los buenos propósitos relacionados con los estudios y la pureza. De pronto me vi pillado en faltas nuevas, la de mi odio por Lolita y la de mi deseo de ella. Era difícil confesarse de todo aquello. No hubiera sabido por dónde empezar. Recuperé de golpe todos mis escrúpulos (había pasado el verano sin acercarme al confesionario), la confusión angustiosa de lo que debía decir, los sudores fríos ante el temor de faltar a la verdad, de recibir la absolución sin merecerla… Durante el verano todo aquello se había esfumado. El tío Rodolfo nos había proporcionado una casita de pescadores en algún lugar de la costa muy cerca de la ciudad. Era un pueblecito mediocre, pero apacible y grato. Conocí a muchachos de mi edad que me enseñaron a remar, a pescar y a nadar. También mi madre se bañaba. Eran baños graciosos y convencionales, cronometrados y dosificados: «¿Sabes, Carlitos? Ya me he sumergido diez veces en el mar.» Para ella el baño de mar no era un placer, sino una terapéutica para hacer salud.

De vez en cuando el tío Rodolfo iba a visitarnos. Casi siempre llegaba con algún regalo. Era su forma de remediar sus largas ausencias: «Para que no olvides a tu viejo tío», me decía. Imposible olvidarlo. Su personalidad era demasiado vital para ser archivada entre lo que se olvida. Ni siquiera ahora, después de tantos años, he conseguido borrar su imagen: a menudo suelo verlo bajando del tren; sus zapatos (habitualmente impecables) cubiertos de polvo, su jipi de anchas alas en la mano, para abanicarse; su pelo (raya en medio) aplastado contra las sienes por el sudor y la gomina, su americana de dril, arrugada hacia el centro de la espalda debido al roce y a la humedad que empapaba su camisa (una camisa de cuello alzado y almidonado, pese al calor) rematado con una corbata de lazo un tanto raída. «Pero si estás hecho un hombre…», me decía invariablemente en cuanto cruzábamos el andén.

A mi madre le besaba la mano, como correspondía a un caballero, y así, con su regalo y el maletín a cuestas, nos encaminábamos a la casita de pescadores para que se refrescara y repusiera fuerzas.

Fue aquel verano cuando se suscitó el tema de mi porvenir:

– Deberás ir pensando en tu futura carrera.

Yo no sabía aún cuál iba a ser mi carrera. Sabía únicamente que quería prosperar: como fuese. La profesión, para mí, era lo de menos.

– Como eso de los números se te da muy bien, podrías estudiar Comercio.

Decía que tal como se ponía la vida, sólo aquellos que estuviesen preparados para afrontar la crisis podrían subsistir.

– Ya sabes lo que ocurre con la medicina. No tienes más que ver lo que le pasó a tu padre.

Y me repitieron por milésima vez lo de la peste bubónica, lo de la miseria que nos había caído encima cuando hubo muerto.

– Conozco gente importante que podrá proporcionarte empleo.

La meta: de nuevo surgía la meta. La que se basaba en la gente influyente, la que me permitía soñar con escalar peldaños. Recordé otra vez que «los Hondero eran brillantes e inteligentes» y me dije que no tema por qué arredrarme ante unos tipos como los Moraldo.

Pero en cuanto vi a Lolita, mi superioridad se vino abajo. De nuevo surgieron los complejos, las dudas, los temores de quedarme toda la vida en el hijo de la costurera.

Aquel año Paco se mostraba eufórico. Traía discos inéditos de Biarritz y ya no opinaba que la música que se podía oír en el fonógrafo era denigrante.

– ¿Sabes, Honde? Conozco un baile nuevo.

Y rompía a bailar de un modo extraño, agitándose mucho, poniendo los ojos en blanco y torciendo la boca. Lolita reía:

– Así no es, tonto.

Y se metía en el ritmo como una persona mayor, contoneándose, serpenteando su cuerpo igual que si no tuviese huesos. Decía haber aprendido a bailar de aquel modo mirando por el ojo de la cerradura a los invitados de sus padres.

– ¿Te gusta?

Luego se ceñía a mí para enseñarme los pasos.

– Vamos, rápido, que la cuerda se acaba.

Era hermoso bailar con Lolita. Su aliento caía sobre el mío como una ducha de aire ardiente. Y mis pies obedecían, alígeros, ingrávidos sin el menor fallo. Pero en cuanto sus ojos se fijaban en los míos, todo en mí empezaba a flaquear y tropezaba y me volvía torpe. Paco reía:

– Menuda pareja. -Luego reclamaba su puesto-. Me toca a mí.

Y agarraba a su hermana, como la había agarrado yo, agitándose como una coctelera y poniendo cara de babieca.

Los discos eran siempre los mismos y miss Dory se cansaba de oírlos:

– Vaya una manera de pasar el tiempo -decía-. Los niños no deben bailar, sino jugar. ¿Para qué existe el mah-jong, o los naipes, o la oca?

Miss Dory era joven, pero a nosotros, entonces, nos parecía vieja. Tenía la vejez de la gente que censura y educa y recrimina.

– Usted lo que necesita es un novio -le lanzaba Paco para enfurecerla, mientras le estiraba los mechones rebeldes que le asomaban rizosos bajo el moño-. Un novio que le acaricie esos rizos tan rubios y desconsolados.

Miss Dory se enfadaba y le llamaba rude y lo amenazaba con explicarle a su padre lo mal que se portaba con ella.

– A mí esa inglesa me huele a chamusquina. No sé por qué, pero no me gusta -me decía Paco cuando nos quedábamos solos.

Su vida era un misterio para nosotros. Pasaba las tardes de asueto metida en su dormitorio, escribiendo cartas interminables a la familia o haciendo calceta para los pobres de la señora Moraldo. En cuanto a las mañanas, nadie sabía cuál era su ocupación. Al parecer acompañaba a Paco y a Lolita al colegio y luego desaparecía hasta la hora de almorzar.

En cierta ocasión mi madre me preguntó sin venir a cuento:

– ¿Continúa miss Dory con los Moraldo?

– ¿Por qué iba a marcharse?

– Por nada: sólo preguntaba.

Las facciones de mi madre eran correctas, lisas, casi inexpresivas. Tenía ese tipo de facciones que esconden a la perfección todo lo que los labios no dicen y quisieran decir. Pero había algo en ella que la delataba: su modo de cambiar de conversación cuando temía ser descubierta. Se agarraba al menor detalle, al motivo más ilógico.

– Tienes una legaña en el ojo derecho, Carlitos.

Por eso, cuando Paco me confió que miss Dory había llorado sin causa aparente, me acordé de aquella pregunta y de la legaña de mi ojo derecho, y comprendí que mi madre sabía algo relacionado con la inglesa que ni Paco ni Lolita podían saber.

– Habrá tenido malas noticias de Inglaterra.

– Es posible.

No tardé mucho en averiguar lo que ocurría. Era ya pleno invierno: faltaban pocos días para las vacaciones de Navidad. Aquella mañana yo me había visto obligado a salir del colegio a deshora, debido a un cólico intestinal que me había llevado a la enfermería. Tenía mucha fiebre y me aconsejaron que me fuera a mi casa inmediatamente. La mañana era fría. Aguardé en la parada de tranvías, tiritando. Todo se volvía lejano: la calle, los carruajes, la gente. Era como estar metido en un sueño donde todo fuera real y falso a la vez. De pronto los vi: salían de un portal cogidos del brazo; los perfiles encarados, la expresión ensimismada. Se miraban como si al mirarse sufrieran o como si el sufrimiento que sentían fuera un placer. Pasaron junto a mí sin verme, sin hablarse, el ademán indolente y mecanizado. Se comprendía que no era la primera vez que pasaban juntos por allí. Al volverse de espaldas vi los dedos del hombre atornillando los rizos de la mujer. Después se metieron en el coche. Conducía él. Se perdieron calle abajo.

Cuando llegó el tranvía subí con dificultad. El peldaño se me antojaba enorme. Una punzada aguda me atravesaba el vientre. El cobrador me tendió el billete. Tardé en percatarme de lo que me decía. La frase de mi madre lo abarcaba todo: «¿Continúa miss Dory con los Moraldo?» Ella debía de saber. Las costureras y las manicuras saben siempre ese tipo de cosas. Recordé al señor Moraldo entrando en la sala de juegos en compañía de su estirada mujer, el rostro impávido como si ninguna de sus facciones pudiera alterarse, como si no fuera capaz de suavizarse, ni humanizarse, ni lanzar quejas amorosas con los ojos… Tratando a miss Dory como si fuera una subordinada (como si nunca hubiera cruzado con ella palabras de amor, ni le hubiese acariciado los rizos que Paco había calificado de desconsolados), recomendándole, con la frialdad propia de los jefes, que tuviera buen cuidado de sus hijos, mientras él se ausentaba. Y evoqué la sumisa actitud de la inglesa, púdica y recoleta, contestando un yes, sir despersonalizado, cargado de neutralidad, para que la estirada señora Moraldo “no sospechara” lo que había entre ellos, ni advirtiese que, más allá de una educación arbitraria y correcta, se fraguaba un mundo de mentiras y engaños. Y recordé las bromas de Paco sobre la apremiante necesidad de que la institutriz se echase un novio, alguien que fuera capaz de humanizarla y de convertirla en algo más que una estaca dispuesta siempre a censurar nuestros hábitos. Y los misterios de sus salidas matinales, y la soledad de sus tardes de asueto, y la excusa de sus cartas interminables…

– El billete.

Tendí una moneda de a real y esperé el cambio. Me gustaba ver cómo el cobrador rompía el billete, cómo introducía la mano en la cartera sobada que pendía del hombro, cómo levantaba la tapa de cuero y hurgaba en las monedas… Pero aquel día, el asco del mareo me tenía agarrotado. El tranviario tiró de la campanilla. Anunció una parada. El tranvía se detuvo: «Hacer esas cosas con miss Dory…» Recordé su prestigio. «Siempre tienen cenas importantes.» ¿Qué éramos nosotros? Gusanitos machacados por la presunta castidad de una inglesa y el señorío de un burgués adúltero. Un verdadero asco. Pero existía el padre Celestino con sus diatribas contra la inmoralidad. ¿Qué hubiera hecho el padre Celestino si hubiese sorprendido al señor Moraldo y a la inglesa saliendo de un portal cogidos del brazo y bebiéndose los vientos el uno al otro? «Tal vez los hubiera justificado», pensé. La gente mayor era arbitraria, increíblemente cínica. El retortijón otra vez y las náuseas: «No quisiera vomitar en el tranvía.» «Nadie está limpio de culpa», pensé: «Ni mi padre, ni el tío Lorenzo, ni el tío Rodolfo, ni miss Dory…» ¿Por qué? ¿Por qué nadie era limpio? Tal vez el padre Celestino lo fuera… Afortunadamente, me dije, no me habían visto. Las represalias hubieran sido feroces. Fin de los domingos con Paco y Lolita. Fin del comedor con sus cubiertos-jeroglíficos que ya sabía utilizar. Fin de mis idas y venidas por la ciudad con el Renault. Fin del camino que debía conducirme a la meta. No me daba cuenta de que, al pensar de aquel modo, tampoco yo obraba con limpieza.

Llegué a mi casa jadeante, sin fuerzas, la náusea en la garganta, las piernas bamboleantes, el cerebro hueco. Mi madre puso cara de alarma:

– Pero, hijo, ¿qué te ha ocurrido?

Afortunadamente no me habían visto, volví a decirme. Me sentía igual que si acabara de sortear un peligro inminente. Los había visto yo a ellos. No había sido un sueño ni una pesadilla. Era una realidad. Una de esas realidades que los mayores se empeñan siempre en desmentir. Seguramente, de habérselo contado al tío Rodolfo hubiera intentado convencerme de que todo aquello era producto de la fiebre. Por eso callé. No quería más embustes. Nada de comedias, de sofismas, de mentiras.

Mi madre me obligó a meterme en la cama y me dio una aspirina. Luego le rogó a la vecina que avisara al doctor Tramacho (entonces aún no teníamos teléfono en casa). El tío Rodolfo no tardó en llegar. Comenzó a examinarme con aire preocupado. Apenas contesté a sus preguntas. Me lo impedían las mías, las que no hacía, las que se iban pudriendo por dentro a fuerza de acogotarlas. Mi madre comentó:

– Debe de estar muy enfermo porque apenas habla.

Y me besó en la frente con los labios húmedos, los ojos inquietos y el gesto crispado.

Fue un proceso largo. Entonces cualquier enfermedad era morosa. No había antibióticos, ni sulfamidas, ni hidracidas. Pasé las vacaciones navideñas en la cama. Una tarde estuvo a verme el padre Celestino. Me preguntó si quería comulgar el día de Navidad. Le contesté que no. Se quedó mirándome de aquella forma penetrante que en tiempos no muy lejanos, me había impresionado. Casi podía percibir el roce de su fluido en la frente. Pero aquella vez mi cráneo era de hierro: imposible al taladro. El padre Celestino ya no me impresionaba: me lo impedían la ira y el despecho y la vergüenza de saberme atado a unos hilos invisibles que tiraban tan arbitrariamente de mí. El padre Celestino cambió súbitamente de tema. Bromeó sobre mi hipotética carta a «los Reyes». Mi madre dejó escapar una carcajada. Su risa era molesta. Las risas en labios húmedos lo eran siempre. El padre Celestino le siguió el juego. Habló de la Navidad, de lo bonitas que eran las fiestas que se avecinaban, de lo unidos que debíamos estar todos los cristianos aquel día… Y yo me preguntaba: «¿Por qué ese día? ¿Por qué no todos?» Me fastidiaba aquel convencionalismo. No: las fiestas de Navidad no eran bonitas. Eran tristes. Terriblemente tristes. Angustiosas como los remiendos demasiado visibles, o los sinapismos sobre el tórax, o las vendas de una herida.

– ¿Sabes, Carlos? No hay fecha más importante en la historia de la humanidad. Dios hecho hombre… Dios adoptando nuestra carne…

Pensé entonces que acaso también el padre Celestino estuviera mintiendo. No me cabía en la cabeza que Dios hubiera querido humanizarse siendo los hombres tan inestables, tan absurdos y tan falsos. Así empecé a dudar de la existencia de Dios. Así comenzó aquel largo éxodo de oscuridades que me obligaron, años más tarde, a dar bandazos como un barco a la deriva. Mi madre intervino:

– Carlitos, haz el favor de escuchar lo que te están diciendo. De un tiempo a esta parte te has vuelto muy extraño, hijo. Cualquiera diría que la Navidad no te importa.

Tenía razón. No me interesaba. No la comprendía. Hasta aquel momento la religión, para mí, había sido otra cosa. Algo mucho más profundo que el hecho de sentarse a una mesa para tomar pavo relleno o turrones de Jijona. Pero mi madre insistía:

– Una fecha tan hogareña… Tan agradable… y alegre.

Y recordaba sus desvelos por adornar la casa, el belén, el muérdago, el acebo… Y las tiras plateadas y las campanillas de mentirijillas: «Acércame el musgo, Carlitos», decía cuando la ayudaba a montar el Belén: «Aquí pondremos los pastores…» Comprábamos el corcho en la feria de la Catedral. Había empujones; olía a humedad, a barro cocido, a hierba: «El Rey Melchor tiene la cabeza rota: hay que comprar otro juego de reyes…» Así un año y otro. Siempre con la nostalgia luchando contra la alegría, pero venciendo la última.

Aquel año no. Aquel año la nostalgia y la desilusión lo estaban dominando todo. «Una comedia.» ¿Para qué tanta historia meliflua, si faltaba lo esencial: aquello que, según decían todos, provocaba el festejo? La miré desde aquel rencor que ya no podía reprimir:

– No me gusta que me llamen Carlitos -repuse secamente.

El padre Celestino carraspeó. Su voz surgió más apagada que de costumbre:

– Tiene razón, señora: Carlos es ya una persona mayor. Un hombre.

Efectivamente, era ya un hombre. Un hombre con todos los atributos de los demás; descreído, desilusionado y escéptico. Ignoro si el padre Celestino lo dijo para halagarme. No me halagó. La toma de conciencia de mi hombría era demasiado dolorosa.

Al levantarme había dado un estirón tan grande que la ropa ya no me servía. Me miré al espejo: un bozo negro asomaba agresivo, sobre mi labio superior y bajo el mentón. Me asombré de mi propio aspecto. Parecía un chivo. Era difícil admitir que aquel muchacho flaco, de pelos lacios y ojos hundidos, pudiera ser yo.

No lo era. El yo que echaba de menos había muerto. Tenía plena conciencia de aquello. Pero el nuevo yo era incómodo: no me gustaba, me daba miedo. Mi madre me observaba asombrada:

– ¡Qué pena, Carlitos! Ya no eres un niño. El padre Celestino tenía razón.

Sin embargo, no apeaba: continuaba llamándome Carlitos. Era increíble que, alguna vez, aquel diminutivo hubiera llegado a gustarme. En aquellos instantes lo odiaba como odiaba cualquier recuerdo de mi adolescencia.

También el tío Rodolfo seguía utilizando aquel vocablo:

– Hay que hacerte ropa nueva, Carlitos.

Él mismo me acompañó al sastre para elegir mi indumentaria. Me encargó pantalones bombachos. Decía que, por muy alto que yo fuera, a los trece años no se podía llevar pantalón largo. Lo acepté. No me quedaba otra solución. El que pagaba era él. Además, todo era mejor que la indumentaria antigua.

A veces el tío Rodolfo se me quedaba mirando insistentemente. Debía de preocuparle mi aspecto, mi desgana de todo, mi sumisión sin comentarios.

– Tomarás un reconstituyente y pasarás muchas horas al aire libre. No volverás al colegio hasta que estés completamente repuesto.

Empezaron los paseos matutinos con mi madre. Me llevaba a Montjuich: le gustaba presenciar los preparativos para la futura exposición. «Va a ser un espectáculo increíble, Carlitos. El mundo entero se asombrará de nuestra hazaña.» Decía «nuestra», como si parte de aquel proyecto le perteneciese; como si todo lo que se fraguaba para inaugurarla fuera un poco idea suya: «La de Sevilla va a quedarse en mantillas.» A pesar de su origen madrileño, mi madre se sentía catalana: no podía remediarlo. Barcelona, para ella, era «la ciudad»: las demás ciudades, incluyendo Madrid, eran sólo capitales de provincia. Su filia por Cataluña era tan grande, que a veces rompía a hablar en catalán sin darse cuenta de lo mucho que su acento la delataba. El tío Rodolfo, cada vez que la oía, estallaba en risas: «No te va, Remedios: no te va. Lo quieras o no, eres hija de tierra adentro.» Ella se enfadaba con los enfados mohinosos de las amantes que saben, a pesar de todo, dominar la situación: fingiendo más enfado del que sentía, pero dejando entrever que aquel enfado era pura broma.

Allá en Montjuich había muchos curiosos, gentes como nosotros, grises y desocupadas, deambulando por el recinto como beocios. Mi madre no vacilaba en departir con ellos. Hablaban asombrados igual que advenedizos ante un hecho nuevo. Yo los escuchaba en silencio, incapaz de asimilar aquel persistente afán de comunicación: «Probablemente eso va unido a la profesión de costurera», pensaba, y, en cuanto nos quedamos solos, le pregunté:

– Te gusta hablar, ¿verdad?

– Vaya pregunta, Carlitos: a todo el mundo le gusta hablarse -pasó la mano por el ala del sombrero y torció la cabeza-. Bueno, tú eres la excepción. No he conocido a nadie más callado que tú. Me gustaría saber qué diantres estás pensando.

Me encogí de hombros.

– Antes no eras así -me reprochó.

Tenía razón. Nadie es nunca como ha sido. Lo curioso del caso es que nos llamamos igual y nos consideramos los mismos y se nos juzga o se nos analiza por actos pasados y actitudes marchitas. Le dije que me aburría. Echaba de menos mis estudios, mis idas al colegio, mis domingos en la casa de Paco.

– Pronto reanudarás tu vida normal -dijo ella.

Y un domingo la reanudé. Lo encontré todo igual: el vestíbulo, el criado abriendo la puerta con la majestuosidad de un autómata, el salón lleno de flores, el jardín oliendo a tilos. En cuanto escuchó el sonido del Renault, Paco salió a recibirme:

– Vaya, hombre, por fin.

También él había crecido: ya no era chaparro, y su pelambrera se veía aplastada por la gomina.

– Menudo cambio has dado -me dijo.

Todavía era más bajo que yo, pero la diferencia no era ya tan notable. Pregunté por sus padres, por Lolita, por el tío Lorenzo, por miss Dory.

– ¿No te has enterado? La botaron hace una semana.

– ¿Y eso por qué?

– Al parecer, era una zorra de tomo y lomo. Ya te decía yo que me olía a chamusquina. Lo que a mí se me escape…

Presumía de avisado, de infalible, como todos los tontos. Fingí sorpresa:

– No puedo creerlo.

Me contó él que su madre llevaba mucho tiempo tomándole ojeriza a la inglesa:

– Hasta que un día provocó una discusión, para que la miss se insolentara. Mi madre suele hacer esas cosas. Entonces la puso de patitas en la calle por haberse insolentado.

– ¿Y ella? ¿Cómo reaccionó ella?

– Lloraba. Parecía una catarata. Lolita, la muy incauta, pretendía consolarla. Pero mi madre le advirtió que «nada de consuelos». Que cuando fuera mayor le contaría.

– ¿Y tu padre? ¿Qué hizo tu padre?

– Se fue al cine para no presenciar la discusión. No le gusta meterse en cuestiones domésticas.

– ¿Y qué es lo que tu madre ha de contarle a Lolita cuando sea mayor?

– Vete tú a saber: cosas de mujeres.

Pero Lolita no se había convencido. En su terquedad de niña continuaba creyendo que miss Dory era una pobre víctima de la injusticia de su madre. En cuanto tuvimos ocasión, me habló del caso:

– Era una buenaza, Carlos: te lo aseguro. Mi madre ha sido muy cruel con ella.

– ¿Cómo lo sabes?

– Papá me lo ha dicho. Y papá nunca miente.

Así estaban las cosas: Papá nunca mentía. Era lo establecido. Probablemente venían repitiéndole esa frase desde que tenía uso de razón: «Papá nunca miente, Lolita. Papá es perfecto», y lo había creído. Por eso, según todas las Lolitas del mundo, los padres nunca podían mentir: se lo impedía su calidad de padres. Tampoco la historia mentía. Ni la ley. Ni Abraham Lincoln, ni el lucero del alba…

– A lo mejor tu padre está equivocado.

– Papá nunca se equivoca.

– ¿Y tu madre? ¿Se equivoca a menudo tu madre?

– Mamá ha sido cruel.

Se lo había metido en la cabeza aquel «papá que nunca mentía».

– ¿Y ahora quién va a educaros?

También lo de la educación era un hecho establecido. Los padres «bien» de entonces no solían educar. De la educación de los hijos se encargaban los colegios, las institutrices o los preceptores. Jamás los padres. Ninguna chica elegante salía a la calle sin la compañía de una carabina que hablase inglés o francés.

– Una francesa: llegará mañana.

Aquella tarde estuvimos los tres solos. Fue una tarde divertida, anárquica y despreocupada. Intuíamos que nuestra libertad iba a ser corta y sacamos todo el partido que de ella pudimos. Bailamos, fumamos, bebimos sorbetes de ron…

– Hay que aprovechar la libertad -dijo Paco-. A partir de mañana volveremos a la esclavitud.

Fue una reunión agitada, dislocada y alegre. Algo parecido a lo que ocurre sin duda en los sanfermines. Teníamos bula para todo. Nos acercábamos al toro, nos sentíamos diosecillos, pamploneses decididos. El alcohol nos volvía locuaces; decíamos barbaridades, saltábamos como simios alocados. Ni siquiera tuvimos el freno de los señores Moraldo. Aquel día, «la cena importante» tenía lugar fuera de la ciudad y pudimos ahorrarnos los cinco minutos de envaramiento establecido. Teníamos a Justo: el criado inmutable. Pero su presencia no importaba. Justo era, para los Moraldo, una máquina que servía: sin ojos para ver ni boca para hablar.

Regresé a mi casa con la nariz roja y las orejas ardiendo:

– Barrunto que lo has pasado muy bien -comentó mi madre.

Me escudriñaba entre asustada y contenta. Pero no preguntaba. Tampoco yo era muy explícito. Guiado por la fuerza de la costumbre, le di un beso en la mejilla y esquivé el suyo. Los labios húmedos de aquel rostro iban resultándome insoportables: me obligaban a pasar una mano por la cara y el ademán la ofendía:

– Han botado a la inglesa -dejé caer fríamente.

Mi madre ni se inmutó. Probablemente lo sabía. Se limitó a preguntarme con falso interés:

– ¿Y eso por qué?

Sin duda quería averiguar hasta dónde sabía yo. No intenté desorientarla. O, mejor dicho: me complací en desorientarla con la verdad:

– Porque se entendía con el padre de Paco.

Era la primera vez que yo abordaba un tema de aquella especie con mi madre. Jamás, hasta aquel momento, le había yo demostrado mis conocimientos sobre tal aspecto de la vida. Debió de asombrarse de mi inmutabilidad, pero dominó cada músculo de su cara con maestría insuperable. Siguió hablando como si aquel tipo de problemas hubiera sido abordado por nosotros continuamente:

– ¿Lo sabe Paco?

– Todavía no. Pero lo sabrá. Los hijos acaban enterándose siempre de lo que hacen sus padres.

Ya estaba dicho. Y no me arrepentí. Continué sosteniendo su mirada y desafiando su miedo. Reaccionó con talento. No intentó llevarme la contraria. Tampoco me preguntó cómo me había enterado de lo ocurrido con la inglesa. Ni siquiera se molestó en desmentirlo, como hacía siempre cuando algo «real» la molestaba.

– Son cosas que pasan -dijo escuetamente.

Y se metió en la cocina. Lo peor hubiera sido que se hubiese escandalizado. Mi madre no tenía derecho a escandalizarse por ese tipo de cosas. La imaginaba entre cacharros recorriendo de nuevo nuestra conversación; sorteando dentro de ella misma vericuetos difíciles y terrenos pantanosos. Pero su capacidad de disimulo era muy grande. La oía yo canturrear desde el comedor como si tal cosa, cacharreando, abriendo grifos…

Creo que nuestra congelación empezó aquella noche: tras el despido de miss Dory. Fue como si el hilo de su aguja se hubiera roto y entre nosotros ya no hubiera ataduras. Durante la cena me preguntó si me sentía con fuerzas suficientes para reanudar las clases; le contesté que sí. Entonces ella me habló del nuevo proyecto del tío Rodolfo: tenía la intención de incorporarme a un club.

– Debes practicar algún deporte. A tu edad es necesario hacer ejercicio. ¿Qué prefieres? ¿Tenis? ¿Jockey?

– Golf.

– Vaya una idea peregrina, Carlitos El golf es cosa de viejos.

– Algún día espero llegar a serlo. Eso tendré adelantado.

Los deportes me tenían sin cuidado. Si había mencionado el golf era porque Paco lo practicaba y porque intuía que para llegar a la «meta», el camino del golf era imprescindible.

– Dile al tío Rodolfo que me haga socio del golf.

Intentó disuadirme (debo reconocerlo). Me habló de «dificultades». Dijo que se trataba de un club «muy cerrado» y que no admitían a todo el mundo.

Pero me mostré inflexible: o golf o nada.

– De acuerdo: se lo diré al tío Rodolfo.

Pronto los domingos Moraldo empezaron por la mañana. Ya no era sólo la tarde dominguera la que pasaba yo con Paco. Después de oír misa juntos, nos íbamos al golf metidos en el Renault, como dos señoritos repelentes. En aquella época, el club del Prat era sólo un vivero de moscas y mosquitos. Fue mucho más tarde cuando empezó a sonar. Entonces los golfistas tenían su sede en lo alto de Pedralbes, y los campos se extendían desde la carretera de Esplugas hasta lindes todavía separados de la ciudad por cotos privados.

Una antigua masía servía de refugio a los golfistas. Era un lugar elegantemente tosco, intencionadamente sencillo y despreocupadamente confortable. Tenía un pavimento desigual y una chimenea de piedra donde en los días fríos se quemaban leños enormes y chismes pequeños. Cuando se tramitó mi ingreso, mi madre no veía claro que me aceptasen: «Van a poner dificultades, Carlitos: esa gente es muy pedante.» Olvidaba que el señor Moraldo era un socio arraigado en la pedantería del lugar. Bastó su aval para que me abrieran las puertas. En cuanto al señor Moraldo, debo decir que, desde el primer momento, acogió la idea con entusiasmo: «Amigos como tú es lo que necesita Paco.»

No en vano sabia él que, sin mí, su hijo (el empecinado y abúlico hijo que Dios le había dado) hubiera ido para burro con la velocidad de un alud. Para justificarse ante sus consocios, se liaba a hablar de mí como si mi pedigree fuera insuperable: «Se trata de Carlos Hondero, hijo de un médico famoso que murió cuando la peste. ¿Le recordáis?» Nadie recordaba nada, pero decían que sí para no pasar por desmemoriados, «…y de Remedios Ruiz de la Argamasa y Borgoñán. Habréis oído hablar de los Borgoñán de Madrid…» Aquellos apellidos resultaban más familiares: «Naturalmente, Merceditas Borgoñán era su abuela… No: no tiene título. Pasó al hermano de Merceditas… Eso: el marqués de la Triponna: origen italiano: muy antiguo.»

Los más enterados me abordaban:

– De modo que tu abuelo fue el célebre marqués de la Triponna…

Enseguida les aclaraba que no: que se trataba de un hermano de la abuela. Daba lo mismo. Una vez en el ajo, yo era para todos ellos el futuro marqués de la Triponna.

El título aquel me avergonzaba. Escurría el bulto cada vez que lo mencionaba alguien. Me producía un sofoco grande saber que un antepasado mío hubiera podido firmar algún papel estampando un nombre tan ridículo como aquél. Nunca supe cómo el señor Moraldo había conseguido acumular tal cantidad de datos sobre mi árbol genealógico. De hecho conocía la historia de mis antepasados mucho mejor que yo. Durante varios días fui el tema de conversación entre aquellas gentes:

– ¿De modo que tú eres un Ruiz de la Argamasa? Yo traté a tu abuela -me decía la vieja Repecho-. Era una auténtica belleza. Una gran señora.

También la anciana Sobrado (algo desdentada, pero todavía coqueta) recordaba al abuelo:

– Lo llamábamos «Pepito Patillas»: le llegaban hasta la mandíbula inferior. Siempre tan correcto, tan educado…

Porque para todas aquellas gentes lo más importante era la corrección, las maneras; eso que «no se hace sino que nace». Recordaban luego el siniestro que los había obligado a naufragar en el lago Lemán:

– Para que luego digan que los lagos son inofensivos. Una desgracia, una verdadera desgracia. ¡Quién podía prever semejante calamidad! Y todo por una chispa inesperada… Cuando quisieron darse cuenta, el barco era un horno a la deriva. Al parecer, tus pobres abuelos se tiraron al agua para no quemarse… Nunca dieron con ellos.

Algunos se compadecían de mi madre:

– Tan niña y huérfana. Debió de ser horrible.

Los más informados eran los Sobrado hijos: aquellos que jamás se separaban de los padres de Paco, ni de los Repecho:

– Cayó en manos de unos tíos poco escrupulosos. Luego perdimos la pista de tu madre…

«Los de la pelea», pensaba yo. Los que se habían opuesto a que yo naciera. Porque, naturalmente, al oponerse a la boda de mi madre forzosamente se habían opuesto a que yo existiera.

El señor Moraldo se derretía de gusto cada vez que mencionaban mi genealogía. Era una rúbrica a su aportación, a su aval, al buen gusto de haber incorporado al club un muchacho de tanta alcurnia.

En cambio, a mí todo aquel palabreo me infundía un extraño malestar que me advertía del peligro que suponía llegar al meollo del asunto. Hurgar demasiado podía poner en evidencia la página oscura de mi vida; la que se refería al tío Rodolfo.

Pronto descubrí que tampoco el señor Moraldo era amigo de rozar aquel tema. Probablemente él conocía la historia de mi madre: por eso la limitaba a su infancia.

El club de golf, en aquella época, no se parecía al de ahora. En él jamás se hubieran aceptado socios tan poco apetecibles como los dueños de las cocinas Morera, o los príncipes de las trituradoras Sabanas, o los polifacéticos y archimillonarios Rampardal, representantes de bebidas con patentes americanas, fabricantes de caramelos, importadores de salchichas, poseedores de una cadena de zapaterías y muchas otras cosas más, que después de la guerra consiguieron para ellos tanto brillo y ascendencia. Y hubieran puesto el veto a los quinielistas afortunados o a los provincianos recientemente trasplantados a Cataluña, gracias a la repentina alza de unos terrenos, o al enriquecimiento brusco provocado por la ola turística del país.

Allí, en aquella masía restaurada y acondicionada, todo era exclusivo, reducido y tremendamente snob. Los socios tenían el esnobismo de los que se consideran intocables, privilegiados y refinados por herencia. Era divertido observarlos: siempre alerta, siempre preparados para estar a la altura de las circunstancias, a la altura de su «buena educación», a la altura de su intachable origen. Es decir, todo lo que exigía depuración, gustos internacionales y convicciones monárquicas. Lo demás no podía ser distinguido. Por eso no se hablaba nunca el catalán en aquel lugar. Porque el catalán era el idioma del pueblo. Y ellos eran ciudad: ciudad cosmopolita estrechamente ligada al palacio de Oriente.

Su ética no tenía más principios que conservar airosamente las apariencias y los desarrollos de su pequeño círculo. La marcha del mundo, con sus aberraciones, sus cataclismos, sus guerras y sus injusticias sociales, eran sólo letra impresa, bulos, noticias que no interesaban… A no ser, naturalmente, que amenazasen el propio decoro o la propia estabilidad. Lo demás no existía. O mejor dicho: existía para los otros, los que no eran como ellos, los que se veían obligados a mirar de abajo arriba. Es decir: los nadie.

Sin embargo, no todos eran iguales. Dentro de la unidad clasicista, había categorías. En el fondo eran aquellas categorías lo que les permitía completarse, admirarse o incluso criticarse mutuamente.

Había bufones y reyezuelos, cobistas y halagados, generosos y gorristas, aristócratas y burgueses. Naturalmente, burgueses con derechos adquiridos de antiguo, no como los de ahora, recién enriquecidos por oportunismos más o menos legales. Pero, al margen de esas diferencias, todos se consideraban exclusivos, con la exclusividad indiscutible que nacía en el golf para acabar en Chez Maxims. Lo demás era puro adorno, simple ornato, como las gaviotas sobre el mar o el perejil en la fuente.

Poco a poco fui conociéndolos a todos. Tenían nombres que sonaban, que se leían en Blanco y Negro: títulos nobiliarios que despertaban la admiración de las modistillas, la sumisión de los acomodadores de la ópera y la envidia de los ricachones sin pedigree. Los Repecho, los Sobrado, los Hendidura, los Cabeza de Moro… Todos recalaban allí, en aquel coto cerrado; hablando, discutiendo, riendo… Comentando los pormenores de la moda parisiense y la elegancia inglesa, presumiendo de palco liceístico en el principal, y fotografías de Sus Majestades dedicadas y firmadas.

Uno de los temas de conversación favoritos entre aquellos ejemplares, era «los puestos de la mesa» (al parecer surgían piques eternos por un invitado mal colocado), pero lo que siempre esgrimían como «salsa picante» eran los gazapos de algunos advenedizos cuando «recibían» en sus casas. Lo curioso era que las cosas más convencionales, dejaban de serlo en cuanto caían en sus manos. Tenían una rara habilidad para convertir lo más insignificante en algo fundamental, y lo fundamental en cosa de poca monta. Casi todos profesaban un extraño culto a todo lo que oliese a rancio. Nada importaba que a veces «los elegidos» ostentaran lacras o miserias humanas si las deficiencias (estupidez, epilepsia, truhanería, alcoholismo o manía sexual) iban respaldadas por raigambres ilustres. La cuestión era que se tratara de deficiencias distinguidas, de alta prosapia, heredadas de algún antepasado glorioso (cuanto más antepasado mejor) o vinieran condicionadas a un título (más o menos reciente) o tuvieran apellidos esplendorosos.

Aquel año la habían emprendido con la gobernadora. Las críticas más feroces surgieron al día que la infeliz había decidido reunir en el Palacio de Gobernación a los miembros más depurados de la alta sociedad catalana. Al parecer se había atrevido a ofrecer champaña nacional en lugar del indispensable champagne francés.

Reían mucho cada vez que mencionaban a la gobernadora (tan satisfecha ella, tan pechugona y rolliza) y la llamaban «Juana la coma, coma» porque aseguraban que se había pasado la noche repitiendo a los invitados: «Vamos, coma usted, coma sin reparo: que luego sobra comida y hay que tirarla.» Decían de ella que era «divina», que no tenía desperdicio, que su cursilería era digna de trofeos… Y como la gobernadora había tres o cuatro personas clave, a las que siempre sacaban a relucir para descuartizarlas sin más motivo que el de considerarlas «distintas».

Pero ello no excluía que en cuanto «Juana la coma, coma» hacía su entrada en el recinto del golf, todos, hasta los Moraldo, los Repecho y los Sobrado, se ponían en pie y le ofrecían asiento, y le dirigían la palabra con extrema solicitud, para alabar su vestido, su sombrero, su fiesta (tan depurada, tan escogida, tan bien servida), porque, a pesar de todo, siempre coleaba algún favor sin realizar, o una petición pendiente de respuesta, o un indulto por firmar…

También hablaban mucho de un tal Freudman. Pero a él se referían con respeto. Nadie se preocupaba de hurgar en su pasado. Desde entonces he comprendido que existe una especie de aristocracia que no precisa de títulos ni de antepasados: una aristocracia «original» propia de los señores feudales (los de la Edad Media y los de la edad espacial) que, por hallarse en olor de dólares (en otros tiempos fue olor de torneos y victorias guerreras) se hacen acreedores al mayor respeto. Ese debía de ser el caso de Freudman. Para todos, aquel hombre era eso: una especie de señor feudal de nuestros días: un creador de estirpes como Abraham, padre de nobles como el Rey David, y antepasados del futuro como Cristóbal Colón. Los más internacionales (aquellos que pasaban temporadas en París o en Londres o en Nueva York) aseguraban haber conocido a Freudman (a saber las bajezas que habrían realizado para ser presentados a aquel hombre) y se recreaban describiendo sus palacios en Venecia, en Francia, en Viena… sus obras de arte, su exquisita educación, su savoir faire y su atractivo físico.

– Un gentleman indiscutible -afirmaban los más exigentes.

Lo cierto es que, en aquellos momentos, Freudman era considerado el hombre más rico del mundo. Cuando hablé de él a mi madre, contestó: «No se equivocan: es un genio financiero. También tú llegarás a ser un Freudman algún día.» La frase me fue siguiendo años y años: al principio con ilusión, luego con esperanza, más tarde con terror. Ahora es sólo un recuerdo que confirma la teoría del presentimiento.

Aquel ambiente me iba absorbiendo sin darme cuenta (es decir, me idiotizaba). Pronto me vi adoptando los giros y las actitudes de aquellas gentes, como si las hubiera tratado toda la vida. Un día le propuse a mi madre:

– Deberías hacer las paces con tu familia.

Cosía, como de costumbre, junto al ventanal del comedor. Al oírme dejó la ropa en el halda y alzó la vista:

– Siempre dije que el ambiente del golf te embrutecería, Carlitos. Ahí lo tienes: ya empiezas a trastornarte.

Todavía insistí:

– Pero, mamá, el tiempo lo borra todo.

– No seas incauto, hijo: el tiempo lo único que hace es envejecer a los que quisieran «borrar». Yo nunca podré borrar los malos tratos ni los insultos. ¿Has olvidado ya lo mucho que rebajaron a tu propio padre?

Era difícil olvidar lo que nunca se había vivido.

– Además -remachó enseguida-, los aristócratas me repatean.

– Sin embargo, tu abuela era hermana del marqués de la Triponna.

También a mi madre le avergonzaba aquel título. No podía escucharlo sin taparse los oídos y echarse a reír.

– Con su pan se lo coman y se lo entripen.

Probablemente las tendencias republicanas de mi madre se debían en gran parte a aquella pelea, pero sobre todo a las teorías políticas del tío Rodolfo. Desde que yo tenía uso de razón no había escuchado de aquel hombre más que peroratas contra la monarquía, la dictadura, y las sandeces (decía él) que caracterizaban al partido monárquico. Añadía luego que España no llegaría a su mayoría de edad hasta que despertara de su modorra y se decidiera a implantar la república.

Al principio, cuando lo escuchaba, tenía la impresión de que sus argumentos eran sensatos, pero en cuanto me introduje en el ambiente de los «exclusivos e intocables», surgieron las dudas sobre la validez de sus argumentos. Allá, entre prados, tés, gorras de cuadros y sombrillas gigantes, todo se reducía a pregonar las excelencias de la monarquía, y cuando alguien se atrevía a lanzar diatribas contra algún miembro monárquico, lo hacía con timidez, con una especie de cariño disgustado, anteponiendo siempre un amoroso «que conste que lo digo porque me duele». En realidad, nadie pensaba seriamente que la monarquía podía ser algún día derrocada. Para todos ellos la palabra «república» era tan remota y dañina como la palabra infierno. No obstante, jamás alegaban razones de peso para justificar sus principios: sus bases se ceñían a vocablos ambiguos como «tradición», «honor», «buen gusto», «poca clase» y otras variantes sobre el mismo tema.

Lo cierto es que el dogmatismo político de aquellas gentes era tan rotundo, que llegué a pensar seriamente que el tío Rodolfo vivía equivocado y que la razón estaba de parte de los Moraldo, de los Repecho, de los Sobrado, de los Cabeza de Moro… de todos los que pululaban por el golf. Pero la verdad es que no conseguía formarme una idea muy clara de ningún partido político.

Luego venían los almuerzos en la casa de Paco. (Desde que nos dedicábamos al golf, yo no regresaba a mi casa hasta la noche.) No es fácil que olvide aquellos almuerzos, silenciosos y majaderos, en los que la señora Moraldo apenas me dirigía la palabra y en los que Lolita me lanzaba miradas enigmáticas, entre altivas y amorosas.

Más tarde, cuando me introduje en la casa de Alicia, me di cuenta de que también las mesas de casas bien tenían categorías, ritos y derechos peculiares y diversos. Los almuerzos de los Moraldo eran breves, matemáticos, sin comentarios, sin opiniones (las opiniones sobre la comida eran vicios poco ingleses, propios de personas ineducadas). Justo, el criado, estoico y envarado, actuaba casi displicente, con la sobriedad de los adornos inútiles, y sólo entre plato y plato los miembros de la familia Moraldo se dignaban hablar. Lo contrario hubiera supuesto atentar contra las establecidas reglas de «la buena mesa», una alteración de mal gusto, una pérdida de tiempo incalificable… Además, se hubiera caído en el imperdonable riesgo de hablar con la boca llena. Los temas se restringían casi siempre a nuestras clases de golf: «¿Habéis aprovechado el tiempo, niños?» Lo preguntaban sin interés, y por descontado se referían a Paco. Él respondía a su aire, inventando jugadas maestras y ocultando lo que podía disminuir sus dotes golfísticas. La señora Moraldo miraba a su marido con evidente satisfacción: «Lo que ese hijo nuestro se proponga…» Y la ceja de Paco se encogía hasta convertirse en una raya horizontal.

Por la tarde solíamos ir al cine. La novedad de las películas habladas era irresistible. No nos importaba ver el mismo rollo tres o cuatro veces. La nueva institutriz decía que eran instructivas porque se hacía práctica de idiomas (las películas todavía se exhibían en versión original) y en vista de su cualidad didáctica, nadie nos prohibía la diversión. Por lo regular íbamos solos, pero si Lolita decidía acompañarnos, la institutriz iba con nosotros. Era francesa y hablaba el inglés casi sin acento. «Una alhaja», aseguraba la señora Moraldo.

Cuando la conocí, me quedé perplejo. Indudablemente la señora Moraldo había querido curarse en salud. Mademoiselle Marie era una mujer entrada en años, patizamba y fea (tenía una de esas fealdades ofensivas que no admiten solución), lo que sin duda constituía una garantía para la estabilidad del matrimonio Moraldo. A pesar de su aspecto, mademoiselle Marie era simpática, de sonrisa fácil y jamás nos importunaba, como había hecho miss Dory, cuando se refería a nuestras diversiones. Además sabía jugar al bridge y, cuando nos quedábamos en casa, nos daba lecciones.

Lolita, cada vez más espigada y sinuosa, aprendía rápidamente: contaba sus bazas con desparpajo y aunque daba la impresión de que marcaba juego al tuntún, casi siempre ganaba.

– Inteligente -comentaba mademoiselle Marie.

Paco solía burlarse de la francesa. Le había sacado el mote de miss Francia y no perdía ocasión de imitarla para dejarla en ridículo. Lolita se enfadaba:

– A ti lo que te molesta es que no te llamen inteligente.

Era verdad. Paco envidiaba a su hermana. La envidió siempre. No podía sufrir que fuera superior a él. Pero tampoco podía sufrir que le dieran lecciones:

– Mocosa ridícula y famélica, mejor harías, si fueras a lavarte. ¿Nadie te ha dicho que hueles mal?

Y cuando Lolita, llorando, salía de la habitación, Paco se me quedaba mirando como si no comprendiera la reacción de su hermana:

– No entiendo por qué se ha puesto así… Cualquiera diría que la he insultado. Al fin y al cabo, yo bromeaba.

Lo de siempre: jamás reconocía su culpa. Una vez que había descargado su furia, se sosegaba, olvidaba su violencia y recobraba su apatía.

En el fondo se consideraba ponderado (jamás tuvo en cuenta su violencia solapada y brusca); por eso presumía de inalterable, de hombre recto y sereno: «Desconozco la venganza», decía.

Sin embargo, toda su vida ha sido un continuo bandearse entre vindicaciones, entre amenazas, entre avasallamientos, para conseguir sus fines.

Aquel invierno fue revelador para mí. Comprendí que, andando el tiempo, Paco iba a volverse insoportable. Él mismo iba creándose una aureola falsa de prócer en embrión que, sin duda, más adelante (como no surgiera algún cataclismo) iba a acabar por embrutecerlo totalmente. No admitía la más leve insinuación sobre sus deficiencias. El hereu de los Moraldo jamás podía ser deficiente. Se lo habían imbuido desde la más tierna edad y no era fácil que lo olvidara. Había mamado su presunta importancia día tras día, entre inciensos de pacotilla y cepillos rastreros. Era imposible desprenderse de aquello cuando rozara la madurez.

Al llegar la primavera, la ciudad empezó a llenarse de extranjeros. Recalaban en ella gentes de todo el mundo para asistir a la inauguración de la exposición catalana. De pronto, Paco dejó de invitarme. Pretextaba excusas sin fundamento cargadas de impertinencia: «Han llegado a Barcelona familias con muchachos de mi edad, ¿sabes, Honde? Debo atenderlos: son amigos de toda la vida… Así que no podré salir contigo».Ni siquiera dijo «Lo siento», «es un fastidio» o «más adelante volveremos a vernos». Sencillamente me barría porque ya no le hacía falta. Se acabó el coche llevándome y trayéndome. Se acabó la clase de golf. Se acabó el almuerzo carambola, el té servido en el comedor, la sesión de cine, el bridge, los bailes en el cuarto de jugar… Todo había ingresado, repentinamente, en la zona de lo que se entierra, de lo que se desdeña porque sobra.

Barcelona bullía de alegría, pero mi tristeza no se avenía con el excitante alborozo de las calles. Era una algazara barroca y festiva. Tal vez por eso mi tristeza fuese tan honda y tan inaguantable. Me dolía aquel continuo vaivén despreocupado, saturado de españolismo, de orgullo de raza y de país en franco progreso. Por todos lados se respiraba un ambiente hinchado, grandilocuente y optimista. Parecía como si aquella euforia fuese a durar siempre, como si nuestras garantías de solidez fueran eternas. Ni por el forro se podía barruntar la insolvencia de nuestro porvenir.

A veces recordaba frases agoreras que el señor Moraldo dejaba caer entre sus amigos: «Veremos lo que ocurre cuando la dictadura se acabe. España, sin mano dura, sería peor que un lupanar. Aquí, sin puños, nos apuñalan.» Y las comparaba con las que emitía mi madre cuando el tío Rodolfo le decía que España nunca llegaría a desarrollar sus posibilidades hasta que fuera libre. No era posible sacar nada en limpio. La nebulosa continuaba. Todo era confuso. ¿Cuál de las dos tendencias tenía razón?

De cualquier forma, la inauguración de la Exposición tuvo un sello luminoso y estridente (a veces, cuando he pensado en aquella primavera, la he comparado al indudable fenómeno de la mejoría de la muerte). «España mejora, doctor: dice encontrarse más saludable que nunca», y yo veía al doctor Tramacho moviendo la cabeza dubitativamente: «Falsas ilusiones, amigo: no tardará en empeorar para siempre. He visto demasiadas muertes parecidas.»

La multitud era agobiante. Apenas se podía dar un paso. El hacinamiento humano crecía con la torridez del sol. Únicamente allá en lo alto, donde los monarcas se movían, cabía la holgura y el bienestar. Imaginaba a los Moraldo, a los Sobrado y a los Repecho… Todos estarían allí, bailándoles el agua a los reyes, gozando de los puestos privilegiados, estrechando aquella mano que un día (ya lejano) estrechara la mía…

– ¿En qué estás pensando, Carlitos? Cualquiera diría que esta maravilla te deja frío.

Al contrario, me quemaba, me lesionaba el alma. De nuevo me sentía marginado, desairado. Recordaba a Paco: lo suponía allá, en el núcleo de los que saboreaban la Exposición con dignidad, no como la veíamos mi madre y yo, envueltos en plebe, zarandeados por multitudes y sofocados por el hedor a sudor y a cuerpos humanos poco higiénicos. Al llegar a casa todo me parecía desangelado y absurdo. Me encerré en mi cuarto y di la excusa que debía estudiar:

– Vas a enfermar otra vez -decía mi madre-. Hoy es un día excepcional. No deberías estudiar tanto.

– Los exámenes se acercan.

– Todo debe hacerse a su debido tiempo, hijo. No hay que apresurarse.

Pero yo tenía prisa. Necesitaba avanzar: llegar cuanto antes a la meta.

El domingo siguiente, mi madre se empeñó en que la acompañara de nuevo a la Exposición. Probablemente quería rellenar un poco el vacío que los domingos truncados me estaban dejando: «Hoy podremos verla con mayor holgura.» Acepté a regañadientes. Algo me decía que no debía acompañarla. Hay cosas que se intuyen: flotan en el aire y se captan sin saber por qué razón. Yo estaba captando lo que iba a ocurrir: sólo que sin concretar exactamente los motivos. Y la acompañé. La tarde era larga y soleada: una de esas tardes que obligan a respirar verano, aunque el verano esté por llegar.

Como la vez anterior, entramos en el recinto a empellones, convertidos en muchedumbre. De nuevo vimos el palacio, las fuentes, las cascadas… Avanzábamos, como todos, a trompicones, alelados, camino arriba, con ese paso incierto que caracteriza a los que deambulan (alucinados y sin prisa) hacia lo indeterminado. Corría una brisa sofocante, impropia del mes de mayo. Fue tal vez aquella brisa lo que empezó a despejarme. Casi me sentía contento.

La intuición peyorativa (aquella que me había asaltado antes de salir de casa) se había esfumado. Ya no me arrepentía de haberle dicho «sí» a mi madre. A veces uno se siente alegre sin saber por qué, como si una fuerza invisible nos obligara a ello. Llegamos hasta el tenderete de un hombre que voceaba su mercancía con voz atiplada. Era una voz chillona que a ratos se confundía con el sonido de una banda de música que lanzaba sus marchas triunfales desde la glorieta cercana. El hombre decía «Acérquense, señoras y señores, y observen la maravilla…» No recuerdo lo que ofrecía: quizás un crecepelo, o un elixir de juventud, o una estilográfica… Cualquier cosa de esas que luego no sirven para nada, pero que si no se adquieren, nos persiguen durante meses y meses como un remordimiento. En torno a la glorieta, allá donde la banda trompetera rasgaba el aire con agudos molestos, se extendían hileras de banderitas variopintas y luminosas, que se movían inquietas como flanes agitados. Y más acá, muy cerca de donde nos encontrábamos, había un barquillero haciendo girar su rueda de la fortuna y llamando a los niños a pleno pulmón. También un puesto de churros (desde aquel día odio los churros) atractivo: olía a patatas fritas y a aceite quemado. Y el ventero de gaseosas «fresquitas y dulces para matar el calor y la sed». Era un pugilato de ruidos, de aromas y coloridos. Pensé que, a pesar de todo, la vida era bonita, y que no debía preocuparme por la deserción de los Moraldo; al fin y al cabo, todos éramos iguales. Contemplé el rostro de mi madre: todavía joven y hermoso y, por primera vez, advertí que sus labios no estaban húmedos. Le pregunté:

– ¿Por qué no te pintas los labios, mamá?

Arqueó las cejas, extrañada:

– ¡Qué cosas se te ocurren, Carlitos!

– Todas las señoras de tu edad se pintan los labios.

Y señalaba a las mujeres que me rodeaban.

– Fíjate en ésa, y en ésa…

Ella echaba vistazos sonriendo:

– No son de mi clase, tonto.

Y yo, por bromear, volví a mencionarle al marqués de la Triponna. Reíamos los dos despreocupados, como si fuéramos un par de amigos. Y la gente nos miraba: casi me sentía orgulloso de la atención que estábamos despertando en los demás. Hasta que de pronto todo se vino abajo. Vi a una mujer elegante, enjoyada y altiva. Vestía un traje gris de gasa plisada. Una zorra negra le cruzaba el pecho a la moda de entonces y llevaba la cabeza tocada con un sombrero de paja, cuya ala derecha caía graciosamente sobre la mejilla, al peso de un racimo de cerezas artificiales, probablemente rellenas de algodón. Era bonita: tenía la belleza relamida y peripuesta de las mujeres cuidadas. No sé cuándo empecé a sospechar el peligro. Fue algo simultáneo a la advertencia:

– Fíjate en ésa…

A veces la reacción se adelanta a las prenociones, como si el propósito fuera más débil que el descubrimiento y más fuerte que la comprensión. El charlatán continuaba voceando: «Vengan, señoras y señores…» Mi madre la miró. Fue un otear inadvertido, indefenso, excesivamente espontáneo. Uno de esos vistazos que podían pasar por no dados. Y rápidamente se volvió hacia el charlatán, como si lo más importante del mundo, en aquellos momentos, fuera él y las engañifas que anunciaba. Se agarraba a él, como los desesperados se agarran a una cuerda que pueda salvarlos. Entonces volví a fijarme en la señora de las cerezas. La vi crispada, con cierto ramalazo de ira en las pupilas. Se le había puesto en la cara una de esas expresiones que fulminan y despedazan. Habló. Mejor dicho: gritó. Y yo escuché lo que dijo entre acorde y acorde. Fue lo mismo que escuchar una sentencia de muerte. Lo dijo sin mirarme, pero se dirigía a mí aunque aparentemente llamara a sus hijos: «Luz, Rodolfo, Rosario.»

Era una voz forzada, erizada de cólera, una voz que no admitía tregua, apremiante, despótica. Los niños corrieron hacia ella, la bolsita de churros en la mano, los labios impregnados de aceite y de azúcar. Una de las niñas (no recuerdo cuál) se detuvo junto a mí: entonces la señora de las cerezas, como si temiera un contagio, se acercó a su hija y le tiró de la manga para que no me rozara.

– Cuidado, no te acerques a ese niño… Vámonos de aquí enseguida. Este lugar apesta.

Me volví hacia mi madre. Continuaba pendiente del charlatán: ensimismada, abstraída, completamente ajena a lo que estaba ocurriendo. Se había vuelto de espaldas, como si se desentendiera de mi hundimiento, como si no hubiera oído lo que aquella mujer acababa de gritar. Pero al mirar su espalda, comprendí que también ella sufría: había una curva nueva en aquel modo de encogerse, un raro abatimiento que la volvía débil e indefensa. Jamás una espalda me había parecido tan elocuente ni tan angustiada como la de mi madre en aquellos momentos.

Después lo vi a él. Se hallaba a dos pasos de la glorieta departiendo en voz alta con un desconocido. Era imposible que no nos hubiera visto. Era imposible que ambos estuvieran allí, a pocos metros de distancia, sin que ninguno de los dos diera muestras de conocerse.

Y lo comprendí todo: fingían. Era un fingimiento incómodo, pero decidido: un fingimiento impuesto por la señora de las cerezas. Enseguida vi a Luz, a Rodolfo y a Rosario corriendo hacia él. Le llamaban papá y le explicaban que su madre quería marcharse «inmediatamente». Y fue como si me hundiera en un pozo, o como si el suelo se hubiera resquebrajado y mi madre y yo hubiéramos caído en una fosa sin posibilidad de salir de ella.

Lo demás se confunde en una masa de acontecimientos rápidos, sin relieve. El tío Rodolfo pasó junto a nosotros sin volver el rostro, sin mirarnos: la tez pálida, la vista fija en aquella mujer vestida de gris; sometido a ella, cabizbajo, achicado, el susto brotándole por los poros.

Luego se alejaron los cinco, camino abajo, como una familia modelo, mientras mi madre y yo nos quedábamos allí, clavados, pendientes del charlatán, escuchando palabras sin sentido: envilecidos los dos sin decírnoslo, pretendiendo ambos que no había pasado nada, paliando con disimulos la vergüenza del ridículo que acabábamos de experimentar.

A los pocos días de aquel percance, el tío Rodolfo se presentó en casa como si nada hubiera ocurrido. Me negué a verlo. De nuevo el pretexto de los estudios: el encierro en mi cuarto. Desde allí podía escuchar el susurro de la conversación que mi madre y él mantenían. De vez en cuando alzaban la voz para que yo los oyera y no sospechara lo que se cocía entre ellos. Hablaban de la situación política, del inminente final de la Dictadura, de los disturbios que ocasionaban los estudiantes… «Se están cansando de la censura. Te digo, Remedios, que esto va a durar poco…» Los imaginaba a los dos mirando la puerta entreabierta, haciéndose señas para ser cautos, preguntándose acaso hasta qué punto yo sabía o no sabía, hasta qué grado aquel incidente me había afectado. Después (quizás para comprarme, para halagar mi vanidad) rompieron a hablar de mí: de mi loable empeño en estudiar, de mis indiscutibles dotes para discernir lo que era o no era oportuno (¿se referían acaso a mi discreción al verlo pasar ante mí sin dar muestras de conocerlo?) y yo los dejé hablar sin intervenir, sin inmiscuirme en aquella mezcla de argumentos-biombo, que pretendía inmunizarlos contra cualquier reproche. Preferí mantenerlos en la duda. Jamás hice la menor alusión al incidente. Lo dejé pudrir dentro hasta que la fetidez cesó de molestarme. Ni siquiera ahora, al recordarlo, siento rencor. (Años más tarda volví a ver a la señora de las cerezas, y al niño que se llamaba Rodolfo convertido en un hombre, pero todo había cambiado.) Ahora, cuando pienso en aquella escena comprendo que sólo fue un hecho más entre los mil que me llevaron al siniestro.

Faltaban pocos días para los exámenes cuando Paco, libre ya de sus «amistades forasteras», se incorporó al colegio. Como era de esperar, su falta de asistencia a clase había desnivelado notablemente sus estudios.

– Cuento contigo, Honde. Si no me pongo al día, esos cabrones son capaces de catearme.

De nuevo me reclamaba. De nuevo quería ser amigo mío. En su ética simplista, el despegue anterior no contaba. Lo había olvidado como todo lo que le producía conatos de arrepentimiento. Y, lo que es peor: si yo se lo hubiese echado en cara, me hubiera llamado resentido y susceptible. Para él las cosas «una vez pasadas» ya no existían. Los hijos de los amigos de sus padres se habían marchado y yo, lógicamente, debía ocupar el puesto de amigo-recurso. Estuve a pique de mandarlo a la mierda, pero no lo hice. Lo ayudé. De no ayudarlo, hubiera perdido yo más que él. En realidad, los dos nos necesitábamos. Y él lo sabía: por eso me ponía la pistola en el pecho. Por eso me presionaba: «Sin mí, estás perdido, Carlos Hondero: no tienes más remedio que aceptar lo que te ofrezco.» Ha sido el estribillo de nuestra vida, el leitmotiv que nos ha ligado durante años y años. El mismo que ahora me apuñala para que no hable, para que silencie la verdad de los hechos. «O aceptas, o hablaré con Carlota…»

Fue inútil: a pesar de mis esfuerzos y de las influencias desplegadas por el señor Moraldo, los exámenes de Paco tuvieron un resultado catastrófico. Cuando le dieron la noticia a la señora Moraldo, parecía Manon Lescaut entrando en San Sulpicio, dispuesta a acabar con todos los curas: «Atreverse a suspender a mi hijo… ¡después de todo lo que se ha desgañitado el pobre…!» Paco había adoptado una actitud digna dentro de su derrota. Todo se le iba en chasquidos de lengua y en protestas gesteras, sin comentarios verbales. Pero su madre pensaba por él, hablaba por él y protestaba por él. Tanto ahínco ponía aquella mujer en defender el talento de su hijo, que el muy imbécil acabó por creer que su madre tenía razón. De repente dio en decir que en aquel colegio se cometían injusticias y que así, entre paniaguados y enchufados, no se podía vivir. «Y que conste que no lo digo por ti, Honde: tú, al menos, estudias.» A veces para reforzar su teoría, me llevaba hasta su padre: «Vamos, Honde, dile la verdad: dile que en ese maldito colegio todo son injusticias y enchufes.» Bastaba mirarle la ceja (convertida en una raya) para comprender que ni siquiera él creía en su argumento. Pero los señores Moraldo desconocían el fenómeno de la ceja de Paco. Como es lógico, no hice el menor esfuerzo por llevarle la contraria. Hacía tiempo que me había dado cuenta de la inutilidad de desengañar a los que se nutren de inciensos. Además, temía las represalias: podían ser funestas (lo fueron más tarde). De Paco Moraldo era posible esperarlo todo. Por eso le seguí la corriente y mentí con él, sin comprender cuánto me ataban aquellas mentiras.

Lo comprendí después, cuando también yo ingresé en la casta de los halagados, de los que reciben lamidos en sálvese la parte, y escuchan continuos «tiene usted razón» sin tenerla. Era una fracción del sistema establecido. Entonces me acordaba de Paco y del servilismo que yo había desplegado con él, de lo mucho que mi actitud había contribuido a idiotizarlo y a endurecerlo, y me preguntaba si también yo estaría endureciéndome e idiotizándome.

Pero ni siquiera el recuerdo de lo que yo hacía con él bastaba para apartarme del sistema y desdeñar adulaciones. Costaba mucho apearse del burro en las horas triunfales. Tampoco España en aquella época parecía dispuesta a renunciar a su apogeo.

El verano aquel llegó hasta nosotros bañado en dólares y entusiasmos. Nunca había yo visto las calles de la ciudad tan concurridas ni tan exóticas. Hasta mi madre, tan austera en el vestir, dio muestras de contagio. Se había confeccionado ella misma un traje de seda blanca, y estaba verdaderamente elegante con su boina de angorina ladeada, sus medias de seda natural, con espiga, y sus zapatos de tiras, con tacones aluisados. Creo que fue aquel día cuando descubrí que mi madre era elegante y que en nada tenía que envidiar a la señora Moraldo. Cuando salió de su cuarto, me quedé pasmado ante ella: «¿Te gusto, Carlitos?» Su rostro, sin maquillar, me recordaba al de la aviadora Amelia Erhart, sólo que el de mi madre era menos joven. «Únicamente te falta fumar con boquilla», le respondí.

La tirantez provocada por el incidente de Montjuich se había disipado entre nosotros. El tiempo y la reincorporación a los Moraldo habían ido debilitando la humillación de aquel día. Fue una especie de muerte silenciosa, por desgaste. Una muerte en la que el tío Rodolfo resucitaba indemne, con su risa contagiosa y sus muestras de cariño y adueñándose de todo: mi porvenir, mi presente, mis ambiciones… Y, por descontado, nuestros veraneos.

También aquel año fuimos a la costa. Mi madre volvió a contar sus baños y yo me dediqué a la pesca con aquellos amigos ocasionales que jamás veía durante el invierno. Algo parecido a lo que hacía Paco conmigo cuando yo le sobraba.

De vez en cuando, Paco me escribía: eran cartas breves y mal redactadas, abocadas sólo a despertar mi envidia: «Hemos presenciado un concurso de tenis…» «El otro día me llevaron a Biarritz.» «Lolita se clavó la púa de un erizo en una playa francesa.» Yo guardaba aquellas cartas como si fueran reliquias. Era mi único nexo con los Moraldo. Mientras aquellas cartas durasen, mis garantías estaban aseguradas. Eran prolongaciones extremas que más adelante nos obligarían a comentar: «Cuando me dijiste lo del tenis…» o «explícame lo que hiciste en Biarritz…» La vida comunicativa estaba hecha de pequeñeces de ese tipo: naderías ociosas que servían de eslabón para unir otras, acaso menos aparatosas, pero más íntimas y satisfactorias. No obstante, hacia el final del verano, Paco dejó de escribir y yo volví a mis temores de perderlo, de saberme de nuevo marginado, por Dios sabía qué nuevas amistades… Era igual que una enfermedad aquel terror mío. Supe después que su silencio se debía al rigor de un profesor especializado en vagos, contratado por su padre para superar el escollo de los suspensos y sacar adelante los exámenes de septiembre:

– Un tío atravesado -explicaba él con el rencor de los suspensos clavados en el alma-. No me dejaba tiempo ni para ir al retrete. Todo el día pendiente de mí: «Señor Moraldo, la raíz cuadrada; señor Moraldo, la regla de tres…» Me perseguía, me fastidiaba, pero hay que reconocer que enseña bien.

Lo decía con recochineo, para echarme en cara mi incapacidad para ayudarle en los exámenes de junio.

Lolita era ya una mujer. No podía disimularlo. Incluso andaba de otro modo, como si ostentase su nueva condición de menstruante.

Evidentemente se había colocado en poco tiempo en un plano muy superior al que nos correspondía a Paco y a mí. Estaba un poco ridícula en su reciente condición de adulta. Sin embargo, me atraía más que nunca.

Aquel otoño se había agenciado un grupo de amigas que apenas nos dirigían la palabra: «Ése es Carlos Hondero: amigo de mi hermano», solía decir ella cuando las presentaba. Y se iba, nos dejaba a Paco y a mí con el mismo desdén que había mostrado hacía un par de años.

Miss Francia la acompañaba. No estaba bien visto que las muchachas de su edad circularan por el mundo sin una compañía respetable.

Las mañanas domingueras volvían a centrarse en el golf. Si llovía, nos metíamos en el pabellón y jugábamos al bridge. Siempre había algún despistado dispuesto a probar fortuna con nosotros: nuestra fama de jugadores empezaba a extenderse: «La pareja Hondero-Moraldo es peligrosa», decían. Cuando los padres de Paco cayeron en la cuenta de aquella afición nuestra, se alarmaron: «No iréis a exponer dinero…» Todavía no. Todavía jugábamos por amor al arte. Nos complacía que nos considerasen niños prodigio.

Cierta mañana todos parecían preocupados. Algo muy grave debía de haber ocurrido para que nadie diera muestras de interesarse ni por el golf ni por el bridge. Muchos de ellos se habían reunido junto a la chimenea y hablaban con la elocuencia agitada de las moscas pegadas al mosquero. Supe entonces que el célebre Freudman (el prócer norteamericano) había muerto. Decían que lo habían encontrado bañado en sangre en un parque público y que después de su muerte se había descubierto lo que aquel hombre era en realidad: «La noticia ha conmocionado al mundo entero», decían. Todos los trusts, las grandes empresas y los grupos de presión se habían visto afectados por aquella extraña muerte. Al parecer, Freudman era un bluff, un ladrón de guante blanco, un estafador de la peor especie. Las noticias aumentaban a medida que iba llegando la gente. Alguien insistía: «Nada de eso: era simplemente un gángster a las órdenes de Al Capone…» Los otros preguntaban, querían saber: «Eso va a suponer la ruina para muchos.» Se miraban unos a otros sugestionados por el ambiente de terror que invadía el recinto. Quien más quien menos lo había conocido, había presumido de su amistad y acaso se hallara involucrado en algún negocio con aquel hombre. La repentina insolvencia de Freudman los dejaba perplejos: «Tú dijiste que lo conocías…» El aludido se replegaba, negaba, no quería ya ser «internacional». Se defendía diciendo que llevaba mucho tiempo sin salir de España. Se contradecía. Titubeaba. Yo no entendía… Me negaba a admitir que aquel hombre al que todos repudiaban, hubiera sido el mismo que en otros tiempos despertaba la envidia y la admiración de los intocables. «¿Entonces lo han matado?» Nadie sabía nada en concreto: «Tal vez se haya suicidado.» Al llegar expuse el caso a mi madre. Me tendió el periódico. Freudman estaba allí, retratado. Había dos fotografías suyas: una sonriendo, mostrando una hilera de dientes blanquísimos bajo un bigote fino y bien recortado. La otra, sin cara, el cuerpo apelotonado en la tierra, junto a un matorral de adelfas. Se veía el charco de sangre estancado entre el brazo y el vientre.

– Tienen razón -repuso mi madre-. Freudman era un gángster. Ya no se acordaba de lo que me había vaticinado hacía poco tiempo: «Algún día también tú serás un Freudman.» Pero yo sí. Lo recordaba con el horror que me producía contemplar aquel cuerpo derrumbado, su sangre empapando la tierra, su grandeza convertida en fraude.

Fue el primer síntoma de la inestabilidad mundial que se avecinaba. La inflación postbélica había llegado al tope y Freudman había sido la víctima de vanguardia: el estallido inicial. Como un preludio macabro de una sinfonía inevitable.

Enseguida se produjo el colapso. Y la Bolsa de Nueva York se resquebrajó. Los suicidios se producían en masa. Todo en América era así: grandilocuente y masivo. Los cuerpos caían a la calle desde lo alto de los edificios, como si fueran pedruscos, como si en ellos no cupiera más dimensión que la del dinero esfumado. Como si los engranajes financieros al perder su ritmo detuviesen el ritmo de la vida humana. La fiebre de vender se iba extendiendo como una epidemia sin antídoto. «Las acciones invaden el mercado», así se producía la caída de precios. «Eso ocurre por vivir al día…» Los comentarios en el golf eran cada vez más alarmantes: «Se han vuelto locos…» De España todavía no hablaban. España era Europa. España había medrado y tenía en su debe dos exposiciones importantes. Pero cada vez que hablaban de América, España estaba en la mente de todos. Se comprendía por el empeño que ponían todos en aunar los fenómenos de una y otra nación: «Los atentados son cada vez más frecuentes…», decían refiriéndose a América. Pero también en España había atentados. «Confiaban demasiado en el crédito. No se puede vivir confiando siempre en el crédito.» También en España teníamos deudas. «Su fianza era el consumo.» Como en España. El consumo de un país invadido de extranjeros, de dólares, de importaciones a largo plazo.

Por eso, aunque se intentara velar nuestra situación, el pánico empezaba a salpicarnos. De vez en cuando los periódicos nos tranquilizaban: «No hay que dejarse vencer por el pánico: nos llevaría al caos igual que en Estados Unidos. No hay motivo de alarma en nuestro país.» Pero el hecho de advertir la necesidad de «no alarmarnos», era una forma de despertar alarma.

La crisis no tardó en extenderse. Las inversiones yanquis en los países europeos apremiaban, exigían: «Las deudas de guerra: hay que zanjar de una vez las deudas de guerra.» América reclamaba el pago de esas deudas, como un náufrago reclama su porción de agua (por escasa que sea) para sobrevivir.

Era extraño que la gente del golf se refiriese con apasionamiento a unos temas tan alejados de los habituales. Ya nadie mencionaba los palcos liceísticos del principal, ni los puestos de la mesa, ni los gazapos de «Juana la coma, coma». De repente todos pensaban y se expresaban «como si no fueran ellos», como si el trastocado ritmo del mundo hubiese despertado en ellos fibras dormidas. Hasta sus antiguos desdenes económicos empezaban a flaquear. Ya nadie consideraba un síntoma de mal gusto mencionar su precaria situación económica. Daba la impresión que los bolsillos de todos ellos, hasta entonces púdicamente salvaguardados, se pusieran a pública subasta para valorar su propio contenido.

Todo perdía vigencia ante la palabra «crisis». Casi siempre venía acompañada de la palabra «crac». De pronto era como si «parecer tonto e ignorante» dejara de ser elegante. Todos, hasta los Repecho y los Sobrado (siempre tan intencionadamente y distinguidamente frívolos), daban en discurrir como si fueran inteligentes y estuvieran preparados para afrontar la situación. Nadie buscaba ya el chiste fácil para amenizar las conversaciones. El temor capitalista les salía a flote: «Las importaciones extranjeras se han acabado.» Seguían refiriéndose al continente americano, pero todos pensaban en el europeo: «Dicen que han suprimido los préstamos a cualquier súbdito extranjero…» Aquello era grave, muy grave: América había sido siempre líder de las finanzas. ¿Qué iba a ocurrir si América se retraía? «Si se suprimen los créditos americanos, pronto se suprimirán los europeos.» Nadie dejaba de entender aquello. Hasta la señora Moraldo, tan dada a no mencionar jamás la faceta económica, hablaba ya de reducir personal doméstico y vigilar estrechamente el ahorro cotidiano: «Cuatro millones de personas sin empleo…» La cifra era pavorosa. «Dos ciudades grandes sin trabajo… ¿Imagináis lo que es eso?» Recordé a Justo, el criado de los Moraldo: siempre tieso, aferrado a su estabilidad. Lo imaginé recibiendo el despido: «Esa catástrofe va a llevarnos a la corrupción…» Pero la corrupción estaba allí, en aquel oscuro manejo de Freudman y de todos los Freudman del mundo, amenazando nuestro continente. Citaban casos, vergüenzas públicas, sobornos políticos. «Hasta la policía se ha dejado comprar…» Decían que los gángsters lo controlaban todo. Era como una peste: algo incurable que se extendía a diestro y siniestro.

Aquel día el silencio ya no regía en la mesa de los Moraldo. Hablaban incluso con la boca llena: no esperaban a que Justo cambiara los platos para comentar los acontecimientos norteamericanos. Volvían a la cifra de los desempleados, repetían temores…

Justo servía la comida con un temblor indomable en las manos. Me dolía que estuviera escuchando aquellos comentarios. Era una forma de decirle que su empleo peligraba. El señor Moraldo hizo una seña a su mujer:

– Afortunadamente, España está fuera de peligro -dijo con voz de falsete.

Lo decía para no alarmar al criado, para paliar de algún modo su desasosiego. No obstante, era evidente que el empleo de Justo pendía de un hilo. Todo se tambaleaba en aquellos momentos. Para nadie era un secreto que la palabra «parados» comenzaba a divulgarse en nuestra ciudad. Justo no ignoraba que la actividad de Barcelona iba mermando, que el globo de la Exposición se deshinchaba, que sus amos podían decirle, en cualquier momento: «Se acabó, Justo: la crisis empeora.» También los que habían trabajado con tanta euforia en la Exposición, habían temido como estaba temiendo él. Y su temor no había sido una utopía: todos ellos habían ingresado ya en el gremio de los «parados». Todos ellos podían considerarse «detenidos», presos libres, con la pavorosa libertad de los atacados de cáncer. Todos eran hombres y mujeres sin motivos de acción, sujetos a una muerte con movimiento. El tío Rodolfo opinaba:

– Un problema serio, más serio de lo que parece a simple vista.

Y, como tenía por costumbre, achacaba la culpa a la impericia del Gobierno:

– Como las cosas no se arreglen, se va a armar una escabechina de padre y señor mío.

De pronto las calles cambiaron de aspecto. Surgieron los pordioseros. Se veían amontonados en las esquinas, en los portales de las iglesias: todo era manos tendidas y lamentaciones. Tampoco las caras de los transeúntes eran las mismas. Nadie sonreía. Las facciones se alargaban: el hambre hundía los ojos, adelgazaba las mejillas, afilaba las narices…

Se inventaron recursos extraños para no morir de inanición. Surgieron los hombres-anuncio: seres desesperados que se prestaban a pasear por las calles (cada vez más vacías y secas) la publicidad de un producto o de una película, o de una función de teatro. Caminaban en procesión, emparedados entre dos carteles, venciendo la vergüenza de sentirse objeto. Y las chicas-taxi. Y las vendedoras de flores ambulantes. Se recurría a cualquier bajeza con tal de hacerse con unas monedas. Así empezó el declive de la ciudad: naufragando en «parados».

Freudman fue olvidado, pero su fantasma estaba en cada uno de los ciudadanos. La Dictadura comenzaba a resultar incómoda. No eran sólo los tíos Rodolfos quienes la atacaban: incluso los monárquicos la convertían en blanco del declive. «Está desprestigiando al Rey», decía el señor Moraldo. «Juana la coma, coma» se defendía: «Al contrario, el Rey se sostiene gracias a ella.» Tal vez lo dijera porque la Dictadura estaba sosteniendo a su marido. Resulta difícil decir con exactitud dónde empieza el patriotismo o la fidelidad y dónde acaba el egoísmo. Lo cierto es que ya no había acuerdo entre las gentes del golf. Las divisiones se producían incluso al referirse a cosas que siempre se habían considerado inamovibles. Muchas de aquellas gentes se expresaban como lo hacía el tío Rodolfo. Casi utilizaban las mismas palabras cuando se referían a la Dictadura: «A estas alturas: enseñarnos a andar…» Años después comprendí que aquella afinidad no era anómala. Pero entonces no me cabía en la cabeza. Mis ideas se cruzaban y se entrecruzaban convirtiendo la mente en un laberinto. Ahora, desde nuestra evolución, todo se vuelve diáfano. De hecho, el republicanismo del tío Rodolfo (tan avanzado entonces, tan saturado de anticlericalismo y tan condicionado al progreso) era casi monárquico. Y la monarquía de los «exclusivos», tan aferrados al Rey, a sus derechos nobiliarios, y a sus turnos palaciegos, empezaba a ser demócrata. Por eso hablaban de un modo parecido. Por eso, a veces, cuando los oía perorar a unos y a otros, me parecían iguales.

En realidad, el tío Rodolfo era republicano como era médico: por idealismo, por conservador, por tendencia humanitaria. Era lo que hoy se hubiera llamado un reaccionario: un hombre de derechas. Sin embargo, entonces presumía de avanzado y, como todos los de su generación, creía a pies juntillas en el progreso; más aún: se alimentaba de esa palabra, y el progreso, según él, no podía apoyarse en instituciones caducas. «Si queremos que nuestras tradiciones se mantengan y nutran el porvenir, debemos procurar que España se europeíce, que salga de sus cotos cerrados y de sus tendencias moras.» Lo decía convencido, como si diagnosticara una enfermedad y recetara un medicamento. Pero respetaba al Rey: «Si no lo respetara no sería liberal; y, ante todo, yo me considero liberal.» También era capitalista (no en vano estaba casado con una mujer rica). Decía que sólo una buena administración de la riqueza privada podía estabilizar la economía pública. «¿Qué sería de nosotros si no contáramos con la listeza de unos cuantos March?»

Fue un año inquieto, expectante, sumergido en confusionismo. La clase obrera, espoleada y angustiada por su larga cola de «parados», creaba problemas. Y, naturalmente, los estudiantes aportaban como de costumbre su consabida porción de disturbios. Cierta tarde la señora Moraldo dijo:

– He hablado con tu madre por teléfono: me ha pedido que no salgas de nuestra casa; los ánimos están muy revueltos y resulta peligroso circular por las calles.

Me quedé a dormir en casa de Paco. Durante la cena apenas se habló; fue una cena mortuoria, burbujeante de temores y malos presagios. La abortada sublevación militar en el sur de España y detenida a tiempo por la intervención del monarca, caía sobre el mantel como un interrogante: se adivinaban futuras alarmas, terrores todavía vagos, incertidumbres que nadie podía concretar. Frente a mí tenía a Lolita. No la miraba. Escuchaba el tintineo de su cuchara rozando el plato sopero, el deglutir de su garganta, el susurro de sus dientes masticando. Al llegar al postre me dijo:

– Estás muy callado, Carlos.

Los demás no lo oyeron. Los señores Moraldo hablaban en voz baja entre ellos. Miss Francia y Paco discurrían acaloradamente sobre cierta jugada de bridge. Alcé la vista y contemplé sus ojeras. La luz de la lámpara que pendía del techo, caía sobre sus pestañas sombreando sus mejillas.

– Pensaba.

– ¿En qué?

No hubo respuesta: los mayores se levantaron. Miraban la hora. Decretaron: «Diez minutos de charla, y a la cama.» Al día siguiente había que madrugar. Y nos fuimos al cuarto de juegos, como siempre. (Los niños no podían estar en el salón.) Aquella noche el cuarto de juegos parecía distinto. Nunca lo había visto con el ventanal cerrado y las cortinas de seda azul corridas.

Lolita se apresuró a poner en marcha el fonógrafo. Enseguida rompió a bailar sola, con pasos inéditos y contorsiones que yo desconocía. Todo parecía desmoronarse al ritmo de aquel baile nuevo. Recuerdo que Paco, cansado y aburrido, se había recostado en el diván y nos miraba con ojos entornados, más entregados al sueño que a la vigilia; los párpados pesantes e indiferentes. Miss Francia se había ausentado. Sin duda preparaba el catre junto a la cama de Paco, para que yo pudiera dormir con él. Se podía decir que Lolita y yo estábamos solos. Era una soledad rara, novedosa, llena de sombreados azules provocados por las cortinas. Cuando terminó el baile, Lolita volvió a dar cuerda. Me acerqué a ella: tenía su cogote delante. Era un cogote despejado, joven (iba peinada con raya central y dos moñetes recogidos sobre las orejas), tieso, lleno de rizos rebeldes y negros. Me acordé de la escena presenciada desde la parada de tranvías, cuando los dedos del señor Moraldo jugaban con los mechones de la institutriz. Fue instantáneo: puse los labios sobre el cogote de Lolita. No se inmutó. Únicamente dejó de dar cuerda. Quedó inmóvil, mirando el disco, como si mi beso la hubiera paralizado. La agarré por los hombros y la obligué a que me mirase:

– Te quiero -le dije.

Lolita cerró los ojos. Era su juego supremo. Probablemente sabía ya que, si los cerraba, el resto de niñez que pudiera haber en ella se esfumaba. Era ya una mujer. Una mujer íntegra, completa, con todos los agravantes y todas las ventajas de la plenitud.

– Yo también te quiero a ti -dijo claramente.

Y su voz era honda, susurrante, llena de entrega.

– He sufrido mucho, Lolita: creí que me despreciabas.

Entonces Lolita debió de acordarse de las películas que habíamos visto, de lo que los protagonistas hacían y decían en las escenas de amor y dijo una frase sublime:

– No quería encadenarme, Carlos.

La misma frase que Janet Gaynor le había dicho a Charles Farrell en un filme acaramelado recientemente estrenado en Barcelona. Pero a mí me sonaba a frase única, a música acariciante, a campaneo glorioso:

– Es maravilloso, Lolita.

Estábamos frente a frente, despegados del mundo, de sus anomalías. Éramos dos estatuas vibrantes, sin más horizonte que nuestro amor:

– Nunca dejaré de quererte -le prometí.

Jamás pronuncié un «nunca» más sincero que aquél; sin embargo, no podía ser más absurdo. Tenía la petulancia de los «siempre», de los «eternamente», de los «para toda la vida…». Yo no podía adivinar que a aquella edad las promesas extremas son siempre palabreos sin destino, voces que al menor tropiezo se estrellan contra el silencio.

Hace pocos días se lo he recordado. Lolita acababa de decirme: «Los sueños no se realizan.» Y allá, en el fondo, había un cielo despejado sobre un mar liso que sólo se encabritaba al paso de las gaviotas.

– Y cuando seamos mayores, nos casaremos.

– Sí, Carlos, nos casaremos.

Alzó la vista para mirar el techo: era alto como todos los techos de las casas «bien». Un techo que hubiera podido permitir la colocación de otro piso sin alterar las normas establecidas por el reglamento de la construcción. Tal vez no se atreviera a mirarme porque mis ojos la turbaban, o acaso estuviera temiendo que alguien entrase de sopetón y la sorprendiera encandilada. No tardaron mucho en interrumpir nuestro idilio. Miss Francia entró en la estancia para advertimos que los diez minutos habían pasado y que debíamos acostarnos.

Paco se levantó del diván, dando tumbos: tenía el sueño entroncado en las piernas. Como todos los que despiertan de improviso, balbucía incongruencias: decía no sé qué sobre la pelota de fútbol. Y Lolita se reía de él, con risa floja, más nerviosa que alegre.

El catre me esperaba en el dormitorio. Me acosté con un pijama prestado. Me venía pequeño y me sentía incómodo. Las sábanas olían a casa Moraldo, a gente refinada, a cogote de Lolita. En cuanto se echó en la cama, Paco empezó a roncar. Eran sonidos molestos, como de hemipléjico. Pero, de cualquier forma, sin ellos, tampoco hubiera podido dormir. Al apagarse la luz, volví a ver a Lolita, su cogote, sus ojos cerrados: «Te quiero, Carlos…» La escena volvía una y otra vez como las avemarías de un rosario. No me cansaba de ella. Parecía nueva en cada retorno. Así pasé la noche: soñando despierto: con el sucio deseo de antaño amortiguado, convertido en un deseo asexuado, sublime, laxo. Era todo una especie de embrujo. Algo que imaginaba inacabable. «Para toda la vida…» En la adolescencia era fácil imaginar cosas «para toda la vida». «Toda la vida» era entonces su juventud, su pureza, sus sueños románticos unidos a los míos. Así iba a ser nuestro amor, pensaba yo: un mirar el futuro juntos, escuchando con un solo oído, respirando los mismos climas, los mismos ambientes, amando las mismas cosas… Sin escollos, sin nadie dispuesto a separarnos. Un mundo donde no hubiera Serenas, ni Raimundos, ni Victorias empuñando candelabros… Un mundo sin guerras, ni enfermedades, ni achaques, ni sillas de ruedas condicionando silencios.

La vida entonces se me antojaba perfecta: nada era malo ni vicioso ni humillante. Ni siquiera miss Dory me parecía censurable, ni mi madre, ni el tío Rodolfo, ni el señor Moraldo. Todos se volvían repentinamente inmunes a toda maledicencia y a toda corrupción. Dios regresaba. Era imposible no creer en Dios sintiendo dentro aquel amor tan espumoso y sedante.

Empezaba a dormirme cuando miss Francia fue a decirnos que era hora de levantarse. Fue un despertar glorioso, activo, saturado de emociones alegres. Nos desayunamos los tres juntos en el comedor. Hasta Justo parecía contento. Desde que su empleo peligraba, algo había cambiado en él. Sonreía con frecuencia y sus ademanes resultaban menos envarados.

Fuimos al colegio con la sabrosa sensación agridulce de afrontar un peligro. Aquel día me esforcé más que nunca en ayudar a Paco. Era ya algo más que un amigo. Era casi mi hermano. Su abulia y su estupidez se volvían entrañables, como si en parte me pertenecieran. Paco no entendía mi solicitud. Ignoraba lo ocurrido la noche anterior, mientras él dormitaba en el diván. Era un secreto que Lolita y yo debíamos guardar para que las cosas no se estropearan.

Sin embargo, tuvimos una aliada: mademoiselle Marie. Como buena francesa, se sentía casi obligada a facilitar nuestro noviazgo. «Vosotros confiad en mí -decía con el aliento entrecortado por la emoción-. También yo he sido joven. También yo…» Costaba mucho imaginar a mademoiselle Marie enamorada y correspondida. Costaba mucho comprender que alguna vez aquella mujer hubiera podido ser joven. «Nosotros nunca seremos así, ¿verdad, Lolita?» Nosotros éramos «distintos», nosotros éramos nosotros…

Mademoiselle Marie disfrutaba con su inocente celestinaje. Las francesas jamás dejaban de estar enamoradas del amor. Cualquier sensiblería las sensibilizaba: «El amor todo lo perdona -decía-, todo lo explica…» Nos hablaba del amor como si recitara: con la misma cadencia grandilocuente con la que un académico lanzaría su discurso.

Fueron unos amores blancos, obstinados, con su porción de cursilería inevitable. Pero a nosotros nos parecían únicos, indestructibles y, por supuesto, eternos.

Cuando ahora recuerdo nuestras entrevistas (siempre vigiladas por miss Francia), comprendo hasta qué punto aquel noviazgo fue arbitrario e inmaduro. El amor verdadero llegó después, mucho después: cuando Lolita arrastraba su fracaso de mujer y yo mi horror de ser hombre. Entonces apenas hablábamos de amor: hablábamos de nuestra calidad de novios, de la trascendencia de nuestra condición de enamorados. Nos gustaba jugar a comprendernos, aun cuando entonces ignorásemos todavía lo que debíamos comprender el uno del otro. Comenzamos un Diario al alimón. Ella describía lo que sentía, copiando párrafos de una novela rosa (casi siempre de Delly) y yo intercalaba poesías aprendidas en las clases de literatura o frases lapidarias extraídas de algún libro más o menos sensual. Para evitar peligros, aquel Diario lo guardaba miss Francia y sólo lo sacaba de su escondrijo cuando Lolita o yo lo reclamábamos para escribir en él.

Mi madre debió de presumir el cambio que yo había dado, porque su modo de abordarme era también distinto:

– Vaya, ¡al fin te lavas los dientes! ¡Ya era hora!

Y como yo no le respondiera, insistió:

– ¿Has descubierto la vida, verdad, hijo?

Aquel modo de minimizar mi condición de adulto me irritaba:

– La vida está descubierta hace mucho tiempo.

– Carlitos, Carlitos, no presumas de experimentado.

– Todos tenemos derecho a la experiencia -contesté furioso.

Y al verme encorajinado, se enfrentó conmigo:

– ¿Se puede saber qué cuernos te pasa?

Nos miramos de hito en hito, como dos fieras enjauladas:

– ¿Qué quieres que me pase?

– Tú sabrás. ¡Eres tan reservado!

Intuía algo, pero no sabía definir lo que era. Y yo me negaba a explicárselo. También ella, me decía yo, era reservada conmigo. Aunque viviéramos juntos, la distancia que mediaba entre nosotros era enorme. Al poco tiempo el tío Rodolfo, instado probablemente por ella, intentó sondearme:

– Un día de estos hablaremos, Carlitos: de hombre a hombre.

– ¿Para qué?

Carraspeó. La situación le resultaba incómoda y no sabía disimularla. Se acarició el mentón y puso ojos de pícaro:

– Estás en la edad crítica y debo explicarte muchos aspectos de la vida que desconoces… Si tu padre viviera…

Otra vez mi padre, otra vez la esquela y la fotografía y la peste bubónica. La cara del tío Rodolfo era un balón rojo con burbujas de sudor en la frente:

– Como gustes, pero es innecesario. Estoy enterado de todo.

Arqueó las cejas, perplejo, las retinas fijas:

– ¿Todo?

– Todo.

– De cualquier forma…

– No te canses, tío Rodolfo: conozco los peligros, las enfermedades, las tentaciones… todo.

El rubor se le volvió palidez. Daba la impresión de que el adolescente era él.

– Tú verás… Sólo pretendía ayudarte.

– Te lo agradezco.

Y hablamos de otra cosa.

Por aquella época, la presencia continua del tío Rodolfo en mi casa ya no entraba a debate en mi fuero interno. Había acabado por aceptarlo como se aceptan los resfriados y los cólicos. Lo único que continuaba molestándome en él era su terquedad política. Influido por la familia Moraldo (a la que consideraba ya mi propia familia) no admitía que una persona decente pudiera declararse abiertamente republicana. Repentinamente, aquel trasnochado hecho relacionado con el apretón de manos de Alfonso XIII, cobraba un relieve inusitado. Me sentía monárquico, sobre todo, por aquel apretón de manos, por la sonrisa que el Rey me había dedicado, por su felicitación efusiva. Había detalles en la vida de un niño que sellaban condiciones irremisiblemente. No comprendía la arbitrariedad de unos ideales que se basaban en un simple roce de pieles, un choque de dedos. A veces contemplaba la M de mi palma (aquella M donde miss Francia decía que se podía leer el porvenir) y tenía la convicción de que aquella M encabezaba mi destino político. Era como si el Rey la hubiera grabado allí para recordarme lo que me correspondía ser. Y convencido de aquella necedad, empecé a difundir ideas que armonizasen con mi descubrimiento:

– La familia de mi madre pertenece a la nobleza ¿lo sabías, Lolita?

Y al decirle aquello me sentí superior a ella, a sus padres, a los intocables y exclusivos del golf. Lolita se derretía de gusto. También daba importancia a ese tipo de cosas en aquella época:

– Sí, lo sabía. Me lo dijo mi padre hace ya mucho tiempo.

Había sido su forma de justificar mi presencia en aquella casa. Perteneciendo a la nobleza, aunque mi condición fuera humilde, podía, sin menoscabo de la reputación familiar, formar parte de la intimidad Moraldo.

– Así que, cuando nos casemos, podré rehabilitar un título.

Estoy seguro que Lolita, entonces, se veía ya marcando una coronita en sus camisones y en sus pañuelos. Ni siquiera me molestaba que un antepasado mío hubiera ostentado el título de marqués de la Triponna. Ya no era un nombre ridículo, era, simplemente, un nombre italiano, como cualquier otro. Por eso, cuando el tío Rodolfo rompía a hablar contra la Monarquía y aseguraba que no iba a tardar mucho en desaparecer, yo me sentía ofendido, desafiado y rebajado. «Te lo aseguro, Carlitos: desaparecerá pronto, muy pronto.»

Lo que desapareció pronto fue la Dictadura. Pero la Monarquía continuaba.

La Dictadura cayó de repente cuando el año en curso comenzaba. Lo recuerdo muy bien. El día era gris, la atmósfera pesada y el frío intenso. Mi madre leía los periódicos ávidamente: «Fin de la censura -decía con voz cantarina-, por algo se empieza…» Y el tío Rodolfo se acariciaba el mentón: «Al fin nuestros catedráticos exiliados podrán reintegrarse a sus puestos…» Los exiliados ya no eran parias: eran héroes, y su regreso enardecía a las muchedumbres que tan oprimidas se habían sentido bajo la opresión de Primo de Rivera. «El primer paso…», comentaba. Efectivamente, aquellos regresos fueron «primeros pasos», primeras piedras para un edificio que pronto, muy pronto iba a desmoronarse.

También los Moraldo se regocijaban. No captaban hasta qué punto aquel «primer paso» iba a herir la Monarquía. «Tenemos la República a la vuelta de la esquina», decía el tío Rodolfo frotándose las manos.

Pero la supresión de la Dictadura no estaba dando los frutos apetecidos. El malestar general crecía. Podía captarse aquel malestar en infinidad de detalles: los Moraldo recibían anónimos, la Bolsa bajaba, los pordioseros se volvían agresivos… Y los temores iban en aumento. Los atracos habían vuelto a empezar: la vida adquiría un ritmo más acelerado. Las novedades duraban poco. Todo se volvía urgente. Luego otra vez las huelgas, las manifestaciones, los desmanes. Fue un mal año para los estudiantes. El maremágnum general entorpecía los estudios, y la mayoría de mis compañeros sufrieron las consecuencias. El padre Celestino daba muestras de preocupación: «No sé adónde iremos a parar, Carlos.» Ya nunca me llamaba Hondero. Su trato conmigo era cada vez más amigable. Había comprobado con satisfacción que, desde hacía una temporada, yo volvía a frecuentar la Eucaristía, y aquel síntoma lo llenaba de complacencia. «Veo que has derribado tus escrúpulos: así me gusta, muchacho.» No preguntaba la causa. Sabía que algo en mí había cambiado. Pero su tacto le impedía ahondar en mi conciencia. Me hablaba de la situación política: le asustaba el porvenir. Decía que España iba a la deriva. No le llevé la contraria. La política me importaba poco. Para mí la política era seguir unido a los Moraldo, fundir mi destino con el de ellos. Lo demás eran «asuntos de mayores», de aquellos que se empeñaban en ver simas donde podía ser todo llano. Lolita me había devuelto a Dios. Eso era suficiente. Creía en Él porque creía en ella. Cuando la felicidad apuntaba en la vida, no era posible dejar de creer en Dios.

El padre Celestino se alzó de la silla con ademán cansado, como si fuera viejo, como si su juventud le pesara: «Estoy contento, Carlos; veo que has vuelto al redil.»

No volví a verlo a solas hasta el día que se fue de España. Pero sus vaticinios no tardaron en producirse. Hacia finales de aquel mismo año, el tío Rodolfo llegó a casa con el rostro demudado. Jadeante, se dejó caer en la butaca:

– Han fusilado a Galán y García Hernández -decía-; se han atrevido a fusilarlos…

Yo no entendía su indignación. En la casa de los Moraldo se hablaba favorablemente de aquel consejo de guerra: «Dos peligros menos», habían dicho. Era desconcertante aquella diversidad de pareceres. Ahora, desde mi presente, comprendo hasta qué punto nuestra generación naufragaba en desconciertos. Éramos navegantes a la deriva, jinetes a lomos de dos caballos que a toda costa debían quebrar nuestras vidas. Era imposible concentrar ideas, crear ideales y estabilizar razones fluyendo entre dos orillas tan opuestas y tan cercanas. «Tu meta está en los Moraldo», «me había dicho mi madre, pero los Moraldo, según ella, representaban todo lo decadente, todo lo equivocado. No había que tomarlos en serio: sólo aprovecharse de ellos. La contradicción era evidente. En cuanto a los Moraldo: «Hay que derrocar la Dictadura», pero atacaban a los que deseaban verla derrocada. ¿Dónde diablos estaba el sentido común?

¿Qué diantres era la política? ¿El bienestar de unos cuantos? ¿El amor propio de un clan? ¿La justicia de los injustos? ¿La injusticia de los justicieros? ¿Qué significaba la palabra «política»? ¿Afán de poder? Algunos insistían: «un medio de acabar con la conmoción social», sin embargo la incrementaban, la encandecían: nadie se disponía a evitarla. Había que acabar con ella: de acuerdo, pero ¿cómo? ¿Con violencia? ¿Con mansedumbre? ¿Fingiendo que todo marchaba a la perfección?

Imposible: todos hablaban de la famosa conmoción social: los intelectuales, los sabios, los grandes hombres… No había más que leer sus declaraciones en la prensa para convencerse que la conmoción social era un hecho. Todos: científicos, escritores, políticos… nadie dejaba de mencionar aquello a su aire con argumentos distintos, con soluciones diversas, opuestas y belicosas y, por supuesto: apasionadas.

¿Cómo salir de aquel caos? Hasta los intocables del golf se impacientaban. «Juana la coma, coma» no era gobernadora ya. Casi nadie la recordaba, pero cuando lo hacían ya no se burlaban de ella. Al contrario, daba la impresión que la estaban echando de menos, que, gracias a ella (a todo lo que su contorno había representado, incluso a los que, como ella, habían hecho el «ridículo» en las reuniones de «sociedad»), España se había mantenido una temporada estable, risueña y dichosa.

Lo que más les preocupaba era la actitud de los hombres de letras, tan subversivos y revolucionarios: nombres destacados, con su porción de rencor particular proyectado hacia la masa. De pronto se había formado una agrupación intelectual al servicio de la República (una República todavía mítica, todavía esgrimida como un ideal lejano, una República legendaria como la ciudad de Troya o las andanzas de Ulises). ¿Qué significaba aquella agrupación? ¿Un torneo de palabras para ver quién vencía a quién?

Fue en el golf donde me enteré de que el general Berenguer había dimitido y que se había formado un gobierno presidido por un almirante. Era el primer paso para la gran manifestación de aquel temor que nadie desechaba, pero que todos aumentaban. Se confiaba mucho en aquel nuevo Gobierno.

Sin embargo, el tío Rodolfo encogía los hombros y movía la cabeza inflexible: «Apaños agonizantes -decía-. La Monarquía está perdida.»

Según él la Monarquía era un cadáver en potencia. Pero yo todavía no lo creía: yo tenía una M en la mano y un título medio perdido que algún día podía rehabilitar: «¿Entiendes tú lo que está pasando?», me preguntaba Paco. Una vez más quería apoyarse en mí, buscar en mi clarividencia lo que su torpeza le impedía ver. No se daba cuenta de que también yo estaba cegado, que tanteaba, como todos, peligros invisibles… «Estamos viviendo un mal momento», repuse. «Toma, vaya un descubrimiento.» Y yo le repetía que todo era una cuestión de rachas, que luego vendrían rachas buenas.

Los Moraldo no se apeaban: todavía imaginaban que sus fueros iban a ser eternos.

Cierta mañana acabé con mis dudas. Todo se volvió diáfano y escueto. El caos dejó de serlo y los fueros de unos y de otros se separaron definitivamente al modo de dos siameses operados.

La elección fue rápida y extrema. Ya no dudaba. No podía dudar. Era tan claro todo como que dos y dos son cuatro. Claro como el día y como los almendros en flor que presenciaron la escena.

Visto a distancia, también lo que ocurrió aquella mañana se me antoja ridículo, pero en aquellos momentos fue importante (todo lo importante acaba pareciendo ridículo, todo se minimiza, se desvirtúa). Sin embargo son esas poquedades las que van arrastrándonos al siniestro.

Ahora tengo la impresión de que a lo largo de mi vida nada ha sido importante salvo el miedo, y es que, en el fondo, el miedo es lo único que perdura en mí. Lo demás queda en montones de escombros, en objetos inservibles, viejos y rotos, pese a que, en su día, cumplieron funciones esenciales, dramáticas o grotescas.

Era un domingo más. Un domingo de primavera sin nubes y sin viento. Un domingo inofensivo muy parecido a los otros. Un sol atronador, caliente y generoso abrillantaba el césped del golf y le daba la apariencia de un lago verde. Todo en aquel lugar exudaba paz. Resultaba imposible imaginar que, más abajo, allá donde la planicie del campo topaba con las tierras privadas, comenzara una ciudad agrietada de incertidumbres y rencores. En lo alto la vida seguía siendo plácida, monótona y quien más quien menos, adoptaba aún posturas normales, como si todos ignorasen (o quisieran ignorar) lo que allá abajo estaba ocurriendo.

Faltaba una semana para las elecciones. Unas elecciones que nadie tomaba en serio. La gente del golf hablaba de ellas como podía haber hablado de un grano en vías de curación: «Al fin se convencerán de que todas esas bravatas son innecesarias.» Los Moraldo se habían reunido bajo una sombrilla gigante con los Repecho y los Sobrado. Departían animadamente, reían… Paco y yo íbamos hacia el pabellón: habíamos boleado toda la mañana con paso decidido y el busto erguido. El profesor nos había dicho: «Algún día llegaréis a ser campeones.» Y la frase nos seguía, como los honores a los homenajeados, hinchándonos de orgullo y acelerando la circulación de la sangre.

Al pasar junto a los Moraldo, Paco alzó el brazo para saludar sus padres: era un ademán muy al día, muy desenvuelto y seguro. Se metió luego en la masía: teníamos el tiempo justo para ducharnos y reunimos con ellos. Luego, como todos los domingos, se suponía que yo iba a almorzar en su casa.

Me chocó ver a Lolita dentro del vestíbulo, apoyada en la barandilla de la escalera. Pero me chocó aún más, que, al dejar pasar a su hermano, me impidiese el paso a mí:

– No tardes en arreglarte: necesito hablar contigo enseguida -me dijo.

No fue su voz solamente: fue su ademán rígido y nervioso, y también su temblor, lo que me alarmó. Tenía los ojos hinchados y se comprendía que había llorado.

– ¿Qué ocurre?

– Luego… -insistía ella.

Entonces vi a mademoiselle Marie: se había sentado junto a la chimenea, de espaldas a la escalera, el rostro vuelto hacia el jardín. Y tuve miedo de su inmovilidad. Había algo muy extraño en aquel otear como si hurtase su rostro a mi inspección.

– Vete a duchar y baja enseguida.

Allá en lo alto, Paco deliberaba con otros jugadores mientras se duchaba. «En el hoyo del tres» Se pavoneaba, como hacían todos los maniáticos del golf, explicando jugadas entre reales e inventadas. Me vestí con urgencia y bajé al vestíbulo. Lolita me esperaba en el jardín, sentada a una mesa bajo un almendro que empezaba a retoñar; a unos metros de distancia, frente a nosotros, los Moraldo continuaban platicando con los Repecho y los Sobrado.

Pensé aún que la mañana era bonita: una mañana dominguera, envuelta en vagancia y atildamiento: una mañana correcta, con la corrección de las gentes que saben comportarse. Una mañana civilizada, articulada al modo clásico: con ecos, con trinos, con brisa tonificante. Las voces de los Moraldo y de sus amigos rebotaban nítidas contra las paredes de la masía (repletas de buganvillias) y las palabras quedaban luego flotando en el aire, como papeles a la deriva. Eran palabras incoherentes, pero cargadas de sentido: «Rebeldes», «Clan republicano», «Mitos», «Elecciones plebiscitarias». Sonaban a lo que siempre habían sonado: a monarquía, a derechas, a gente refinada.

Lolita se sentó frente a mí, bajo el almendro, mirando a sus padres de reojo, el rostro alterado, las ojeras acentuadas, la mesa entre ambos. Recuerdo que sus dedos tambaleaban inquietos sobre el tablero como si le estorbaran y no supiera qué hacer con ellos:

– Vamos, Lolita: desembucha ya.

Me obsesionaban aquellos dedos. Me restaban facultades. Hubiera querido que dejaran de teclear para no fijarme en ellos.

– Mis padres se han enterado de lo nuestro.

Continué inmóvil: hubiera dado un mundo por volverme hacia los Moraldo y ver en sus caras lo que estaban pensando.

– ¿Quién les ha ido con el cuento? ¿Tu hermano?

Lolita negó:

– No, no ha sido Paco.

Inclinó la cabeza con expresión cansada, como si acabara de perder una batalla difícil.

– Paco ignora lo nuestro. No le eches la culpa a él. Lo han averiguado ellos: era fatal. Mis padres se enteran de todo.

Suspiró con doble resuello, el pecho oprimido, el sollozo prensado a punto de estallar.

– Ha sido espantoso -dijo-. Me han prohibido que vuelva a verte.

No sollozaba, pero las lágrimas le caían por el rostro. La voz de la señora Moraldo llegó nítida hasta nosotros: se refería a «Juana la coma, coma» y reía con carcajadas sonoras y despreocupadas.

– Aunque parezcan indiferentes, nos están espiando -aclaró Lolita-. Me han obligado a que te hable delante de ellos. Quieren estar seguros de que voy a despedirme de ti.

– ¿Despedirte de mí?

Asintió con los labios encogidos, las lágrimas formando charquitos sobre la mesa.

– Eso es una locura.

– No me queda más remedio: van a enviarme a un colegio al extranjero.

Todo previsto. Todo calculado. La facturaban al extranjero para que no me viera, para que me olvidara, para que ni siquiera cupiera la posibilidad de una protesta o una rectificación.

– No es posible -dije-. No pueden hacernos esa guarrada.

Bruscamente me volví hacia el grupo de enfrente. La madre de Lolita sonreía: era una sonrisa ignominiosa, triunfante, como si dijera: «Tú mismo te has buscado ese desbarajuste, idiota.» Recuerdo que el sol daba de lleno en mi frente y el calor de sus rayos se me metía cerebro adentro. Mi cabeza hervía. La sentía tensa, burbujeante: el odio y la vergüenza más unidos que nunca.

Después, la señora Moraldo se volvió hacia sus amigos: cuchicheaban entre ellos, me señalaban (sin ademanes, sólo con miradas), reían: eran risas interminables, como ríen los beodos o los drogados.

– Se han propuesto que te olvide -dijo Lolita-. Pero no van a conseguirlo, Carlos: vaya donde vaya y esté donde esté, tú irás conmigo.

– ¿Por qué, Lolita? ¿Por qué quieren separarnos?

Lolita se mordió el labio inferior: la respuesta a mí por qué se le iba por los ojos, pero no se atrevía a pronunciarla. Era un por qué demasiado gravoso.

– Vamos, Lolita: no tengas reparo. Quiero saberlo todo.

Y Lolita habló.

– Dicen que tu madre es republicana y que tú no eres de nuestra clase.

Esperaba todo menos aquella respuesta. Probablemente si en vez de oír aquel argumento, Lolita hubiera tenido el tacto de decirme: «Alegan que somos demasiado jóvenes», nada se hubiera modificado. Lolita se hubiera ido al extranjero y yo habría continuado frecuentando la casa de sus padres y ayudando a Paco, mientras aguardaba a que Lolita creciera. Pero Lolita no tenía tacto: Lolita era joven. Lolita se estaba comportando como más tarde se comportó Sofía: con la verdad por delante. Sincerándose: hablando claro. Le faltaban años para comprender que nadie hace favores repitiendo las injurias al pie de la letra. Por eso no mencionó nuestra juventud ni nuestra falta de experiencia; mencionó la diferencia de clases y habló de esferas distintas, de mundos aparte, de ideas políticas: las ideas que el tío Rodolfo defendía y que yo había desdeñado por culpa de los intocables.

– ¿Nada más?

Lolita calló sin convicción. Era un callarse que insultaba, que irritaba.

– Escúpelo todo, Lolita: no vas a asustarme. Dime que soy un don nadie, un portalacras sin remisión, un pelele que se aprovecha de la situación, de vuestra caridad, de vuestras comidas, de vuestro chófer… Venga: suéltalo, Lolita; no tengas miedo. Estoy preparado.

Lo estaba: «De un momento a otro me reprochará lo del tío Rodolfo», pensaba yo. Era inevitable. Tarde o temprano Lolita debía acabar vomitándolo, sin piedad; creyendo tal vez que me hacía un favor.

Pero al mismo tiempo, me veía incapaz de resistirlo: «No podré soportar que me hable de mi madre, ni de su amante, ni de la señora Tramacho y sus malditos niños…» Por eso, lentamente, me iba creciendo por dentro una ira grande contra Lolita. La odiaba sólo por eso: por lo que todavía no me había dicho, pero que sin duda estaba pensando.

– A mí no me importa que tu madre sea republicana -protestaba ella-, además pertenece a la nobleza: mi padre lo sabe. Yo misma se lo he recordado. Pero no ha querido escucharme. Se ha hecho el sordo. Dicen que lo que tú buscas es mi dinero…

– Tu dinero…

– Eso han dicho. Pero yo sé que no es cierto, Carlos. Son injustos, son crueles…

No le contesté. De repente me estaba dando cuenta de que los padres de Lolita tenían razón: el dinero de los Moraldo me importaba, me impresionaba, me tenía sujeto. No lo había comprendido hasta aquel momento: «No podré perdonarle lo que me ha dicho», pensé. Era difícil perdonar algunas verdades.

– Me ensucio en tu dinero -dije furioso.

Pero me ensuciaba en ella: en la desilusión que repentinamente me caía encima, en el fraude de aquel amor mío que de pronto se mostraba interesado y vil.

Volví a mirar a los Moraldo. En aquellos momentos consultaban el reloj: decían que ya era muy tarde, que tenían apetito, que debían irse. Prescindían de nosotros, o, al menos, fingían prescindir. Eran cobardes. No nos afrontaban abiertamente. No se atrevían a plantearme la cuestión como hubieran hecho si hubiese yo pertenecido a «su clase». No me decían, como hubiera sido lo lógico: «Haz el favor de no seducir a nuestra hija… A ella le corresponde otra cosa.»

– Algún día se comerán esos insultos -mascullé.

– Carlos, por favor… ¿Qué vas a hacer?

Y comprendí que Lolita temía por ellos, no por mí. Súbitamente se ponía de su parte. No era ya mi novia: era la novia de su ambiente, de su ridículo y angosto círculo burgués.

– Hundirlos -respondí-. Eso voy a hacer, Lolita: hundirlos. No sé cómo ni cuándo, pero te juro que los hundiré…

– Pero, Carlos… Son mis padres.

– Aunque lo sean, aunque lleves su sangre y sufras cuando los veas hundidos.

Lolita se levantó del asiento. Sin lágrimas. Con terror.

– No hables así, Carlos: me das miedo.

También yo me levanté. La mesa nos separaba. Era una mesa sombreada por el almendro, llena de entresijos luminosos y movedizos:

– Te habré contagiado el mío -dije-. No es bonito. Es un miedo de asco.

– ¡Cállate!

– Ya es tarde.

– Van a oírte.

– Tanto mejor. Estoy deseando que me oigan.

Me oían. Sé muy bien que me oían, porque los rostros de todos se volvieron hacia mí. Eran miradas llenas de estupor, de sorpresa, de expectación. Parecían caras suspendidas por un imán.

Pero Lolita (aquel fragmento de los intocables) no se resignaba a mi desafío. Le salía el orgullo de raza en cada sílaba que pronunciaba:

– Sólo han querido prevenirme: por mi bien, pero no son malos.

– Tampoco mi madre es mala -dije gritando.

– Ellos no me han dicho que tu madre fuera mala.

– Lo piensan.

Lolita se dejó caer de nuevo en la silla. Se llevó la mano a la cara: se pellizcaba las mejillas como si temiera haber perdido el tacto:

– Sólo han dicho que era republicana.

Entonces la señora Moraldo volvió a reír, y yo tuve la impresión de que aquella risa me abofeteaba. Pronto dejó de ser una risa aislada: venía arropada por las otras. Y las carcajadas crecían, crecían… Probablemente les había hecho gracia el comentario de Lolita. Probablemente se estaban riendo de aquella defensa mía, tan pobre y escuálida, tan característica de los tiempos que corrían… «Tampoco mi madre es mala…» Para ellos, ser republicano era ser malo. No había vuelta de hoja. Todos pensaban así. Incluso Lolita.

La mesa que nos separaba parecía un mar: un mar de contrasentidos y de incomprensiones. Y a orillas de ese mar, cada vez más extenso, Lolita y yo, contrapuestos, distantes. Acabábamos de descubrir que la vida no era fácil. Existían lagunas inmensas de convencionalismos, de incompatibilidades, de malformaciones políticas y sociales. Existían granizos de verano y aludes de primavera, siniestros de todas las épocas: barreras que detenían, incendios que devastaban, lluvias que desbocaban ríos… Y ambientes: el suyo y el mío; clases, castas.

– No debiste decir eso: va a pesarte mucho, Lolita.

La vi palidecer tras mi amenaza. No se atrevía a mirarme. Probablemente también ella había comprendido de golpe todo lo que estaba yo comprendiendo. Amainó velas:

– No quería ofenderte.

– Pero me has ofendido. Todos vosotros me ofendéis: tus padres, Paco, los amigos de tu familia…

– Eres demasiado susceptible, Carlos. Trata de comprender.

– Estoy comprendiendo, Lolita.

Se replegaba en su silla, escondía las manos, bajaba la cabeza; su busto parecía deshincharse.

– Nunca imaginé que pudieras ser tan odioso -murmuró enfurruñada.

Se parecía a la niña que años atrás me había llamado «mamarracho», tenía la misma voz de entonces, la misma soberbia insultante.

– Hay algo peor que ser «republicano» -dije.

– No te entiendo, Carlos.

Era imposible que me entendiera. Era imposible que intuyera todo cuanto estaba atropellando mi mente.

– Vas a entenderme enseguida -contesté carraspeando.

Señalé a su padre. El señor Moraldo consultaba de nuevo el reloj (llevaba ya mucho rato echando vistazos intencionados a su saboneta). Y la cadena de oro se balanceaba sobre el chaleco, despidiendo destellos.

– Míralo, Lolita: fíjate bien en tu padre.

No se atrevía a alzar la vista. Palidecía, temblaba.

– ¿Recuerdas? ¿Recuerdas lo que me dijiste una vez? «Papá nunca miente.» -Lolita entreabrió los labios, pero no la dejé hablar-. Eso te habían hecho creer desde la infancia: «Los padres nunca mienten: los padres son señores respetables…» Eso es tu padre: un hombre digno de admiración, ¿no es cierto? Un padre intachable y un marido perfecto…,

– No sé lo que te propones.

– Estoy planteando la cuestión -dije-. Estoy intentando demostrarte que tu padre es un canalla.

– Cállate.

Pero no callé. Lo volqué todo: no omití detalles. Mi inesperada salida del colegio a una hora inusitada. Mi espera en la parada de tranvías. El retortijón que cruzaba mi vientre. La idílica actitud de miss Dory mientras se dejaba acariciar por los dedos del señor Moraldo. La frase de mi madre: «Ella lo sabía, Lolita: lo sabían todos.» Luego respiré hondo.

Lolita levantó la cabeza y me miró fijamente:

– Eres malo, Carlos: eres perverso.

– Soy realista.

– Eres cruel, quieres vengarte.

– No es venganza: es justicia; me estoy defendiendo.

– Con mentiras.

– Eres muy dueña de no creerme. Si te gusta engañarte… Tu madre lo sabía: por eso la echó de casa. Por eso te dijo que cuando fueras mayor «te explicaría».

Los ojos de Lolita no parpadeaban: parecían petrificados.

– Nunca te perdonaré lo que me has dicho.

– Jamás te daré ocasión a que me perdones.

Volvió a ponerse en pie. Quedamos frente a frente: el sombreado del almendro cada vez más luminoso y menos oscuro.

– No quiero tu perdón, Lolita: quiero tu sufrimiento. El mismo sufrimiento que tú y los tuyos me habéis dado a mí.

Y la dejé allí, bajo el árbol, sin tenderle una mano, sin decirle adiós. Tampoco subí al vestuario para despedirme de Paco, ni me digné mirar hacia el lugar donde quedaban sus padres.

Salí del golf transformado en republicano.

Llegué a la carretera de Esplugas pisando firme, sabiendo ya con certeza «quién tenía razón» y «quién no la tenía». Me sentía republicano como me sentía hombre: por orgullo, por amor propio, por llevarle la contraria a lo que acababa de perder. Al fin me había liberado de mis dudas, de mis prejuicios, de todo lo que me ataba al desconcierto. El mundo de los Moraldo quedaba atrás, con sus miserias y sus complicaciones, con sus ridiculeces y sus grandezas de pacotilla. El que contaba era el mío. El de la calle Fernando, el de las bombillas mosqueadas y la baranda reluciente. Llegué a mi casa a las cuatro de la tarde: el recorrido era largo y los tranvías morosos. Mi madre me recibió sorprendida.

– Pero, Carlitos, ¿qué haces aquí a estas horas?

Imaginaba que, como de costumbre, yo había almorzado en casa de los Moraldo. Le dije que había terminado con ellos. Creí que iba a reprocharme mi actitud, pero no chistó. Se dejó caer en el asiento y aguardó a que yo prosiguiera:

– Te han llamado republicana, como si el hecho de serlo fuera un insulto.

Era una verdad a medias: una de esas verdades que, de puro reales, llegan a ser mentira. No mencioné la verdadera causa de aquella injuria. Nunca le dije que se debía a mi noviazgo con Lolita.

– De modo que no quieren tratarte porque soy republicana…

La indignación le crecía por dentro: se le notaba en el modo que tenía de mover las manos, al ralentí, como si actuara en una película con cámara lenta. Esbozó una sonrisa y esperó:

– Al parecer, todo es cuestión de tener clase o no tenerla. Los Moraldo han decidido que yo no tengo clase.

– Los muy puercos: atreverse a…

Pero lo decía sin alterarse, sin levantar la voz, como si rezara. Y se mordía los labios: casi los comía, acaso para que la ira no la comiese a ella.

– Peor para ellos -dijo-. Veremos dónde irán a parar sus humos cuando lleguen las elecciones. La aristocracia va a hundirse: te lo aseguro, Carlitos. No van a ser más que ciudadanos normales; gentes grises: nadie.

Tomó aliento:

– De hecho ya lo son ahora. Por eso han reaccionado de esa forma contigo. El porvenir se les ha puesto delante de pronto. Están lanzando las últimas bocanadas y no saben lo que hacer para atacar, para defenderse, para convencerse a sí mismos de que todavía son algo.

También ella intentaba convencerse con razones utópicas. También ella buscaba explicaciones para aquella reacción absurda. La dejé con la creencia de que, efectivamente, aquel modo de tratarme se debía sólo a la necesidad de defenderse en una hora extrema, la de las futuras elecciones: un modo de discriminar personalidades e ideas. Noté su mano en mi hombro. Era un ademán cariñoso: casi olvidado.

– ¿Te han herido mucho, hijo?

Lo decía sintiendo en ella mi propia herida: doliéndole acaso más que a mí.

– No -mentí-. Hacía algún tiempo que lo estaba comprendiendo todo.

– ¿Cómo ha ocurrido?

– De una forma indirecta: a través de la hija. Ya sabes: esa niña ridícula: Lolita. Ha sido ella la que me lo ha dicho: «Tu madre es republicana y mis padres no quieren que te trate.»

– ¿Y tú? ¿Cómo has reaccionado tú?

– Los he plantado y me he venido. ¿Qué otra cosa podía hacer?

– ¿Y Paco?

– Ni siquiera se ha enterado. Lo he dejado en el vestuario, hablando de golf.

– A lo mejor llama por teléfono.

– Le dices que no estoy, que he salido: no quiero volver a verlo.

Mi madre guardó silencio unos instantes. Dijo luego, como si hablara consigo misma:

– Ya sabía yo que el ambiente del golf no iba a funcionar.

– ¿Has olvidado tu consejo? -salté-. El ambiente del golf es el de los Moraldo: «La meta», decías. «Tu meta está en los Moraldo.» ¿Lo recuerdas? Ahí tienes en lo que ha parado la famosa meta.

No respondió. Encajó bien el reproche. Se mordió los labios. La vi luego estirar con los dientes una pielcita rebelde que le crecía en la comisura:

– De cualquier forma, las cosas van a cambiar. Insisto: esa gente va a quedar en la retaguardia. -Y escupió la pielcita arrancada sin dejar de mirarme-. Esa niña… Lolita, ¿qué más te ha dicho?

También ella temía que Lolita me hubiese puesto al corriente de «aquello». La dejé con la incertidumbre. Pensé que su duda iba a beneficiarme.

– No quiero volver a tratar a los Moraldo -dije resueltamente.

Y mi madre interpretó aquella decisión mía como un homenaje a su buen nombre:

– Siempre dije que eras un hijo ejemplar, Carlitos. ¿Estás seguro que no vas a echarlos de menos?

– ¿Se puede echar de menos a un nido de piojos?

Esbozó una sonrisa complacida, una sonrisa aliada. Y yo transformé su sonrisa en carcajadas cuando empecé a imitar la voz del señor Moraldo, mientras consultaba su reloj: «Las dos y media: hora de almorzar…» Y enredaba mis dedos en una cadena invisible que pendía de una hipotética saboneta.

– Así habla el muy ampuloso. -Y acto seguido atiplé la voz para imitar a la madre-. «Esta noche cenaremos en casa de los Repecho…» Se acabó -decreté-. Dejaré el colegio: me niego a continuar fomentando la estupidez de Paco.

– Pero tus estudios…

– Los acabaré por libre.

Creí que protestaría, pero me dio la razón:

– Cuando se es tan inteligente como tú, los colegios sobran.

Al día siguiente fui allí para recoger mis cosas y anunciarles a los curas que no volvería. Afortunadamente, el padre Celestino se hallaba ausente y me evitó explicaciones. Era la hora del recreo. Hablé con el prefecto: no entendía aquella súbita decisión.

– Pero si estás a punto de acabar tu bachillerato; a quién se le ocurre. Un estudiante tan aprovechado como tú…

También allí dije la verdad a medias:

– Mi madre lo ha decidido.

Faltaba recuperar el equipo de golf. Pensé en llamar a miss Francia para que me ayudara a rescatarlo. Pero el temor a recibir un chasco me impidió hacerlo. De pronto me acordé del Diario. Hacía pocos días había escrito yo en él una frase que me parecía lapidaria: Cuanto más se quiere a una amante, más se expone uno a odiarla. Era de La Rochefoucauld y parecía una prenoción.

Aquella semana el tío Rodolfo apenas dio señales de vida. Las futuras elecciones y los enfermos ocupaban casi todo su tiempo. Probablemente se enteraría de lo ocurrido por boca de mi madre. Quedaban dos meses escasos para los exámenes: era necesario estudiar. Estudiar mucho para no empañar mi falta de asistencia a clase.

Aquel día mi madre me dijo: «Ahora sí que necesitas pantalones largos.» Los confeccionó ella misma robando horas al sueño: «Quiero que los estrenes el domingo.» Y los estrené el domingo: el día de las elecciones. Recuerdo que, al levantarme, corrí al comedor para ver si el cielo estaba despejado. Un sol vigoroso cubría la ciudad. Imaginé el campo de golf: lo supuse desierto. El sol de aquella mañana no pertenecía a los golfistas; pertenecía a la masa, a la gente que debía votar, a los que se lanzaban a la calle con pancartas festivas y altavoces sonoros.

El bullicio callejero había comenzado muy temprano. La multitud iba creciendo a grupos, como larvas maduras que dieran en abrirse. La actividad crecía a medida que pasaba la mañana, autopotenciándose, multiplicándose en progresión geométrica.

De la calle llegaban hasta mí frases desacostumbradas: «Vote su porvenir.» «Acaba de una vez con la muerte de España.» «Españoles, la libertad os espera.» La gente voceaba desde los balcones, desde las aceras, desde los vehículos que fluían, estrepitosos, hacia las Ramblas. Primero eran voceos aislados, tímidos dentro de su audacia. Luego se unían a otros, cada vez más afianzados y seguros. Aquel día no fuimos a misa: los domingos míseros se habían acabado. Mi madre decía: «¿Para qué ir a misa si ya eres una persona mayor?» Y me miraba orgullosa por lo bien que me sentaba el pantalón largo. Poco antes del almuerzo llegó el tío Rodolfo, nervioso, su alegría demasiado histérica para no desentonar: «Vaya, Carlitos: ahora sí que estás hecho un hombre.» Y me obligó a dar vueltas por la estancia, para contemplar el efecto que mis pantalones le producían. «Has elegido un buen día para estrenar» Daba por hecho el triunfo de la República: «Vas a ver en lo que paran tus amigos los Moraldo: un palmo de narices van a salirles a todos…» Aquel día no probó el queso. Estaba demasiado agitado para detenerse a comer. «Nos veremos por la noche», dijo al salir de casa.

Horas después, también mi madre y yo salimos. El entusiasmo sordo que se respiraba en la ciudad, nos atraía. Las calles parecían hormigueros, sobre todo en nuestro barrio. La gente circulaba abstraída, pendiente del resto, mirándose unos a otros de reojo, con recelo alegre, como si quisieran adivinar quién pensaba o dejaba de pensar como ellos.

En el pavimento había una confusa mezcla de papeles. La propaganda electoral era ya sólo eso: papeles dispersos arrastrados por el viento. Monárquicos y republicanos se fusionaban allá en el suelo a impulsos de pateos, de pisadas y roces.

Llegamos hasta la Horchatería Valenciana. La mayoría de las mesas estaban ocupadas. Pero conseguimos un lugar junto a la esquina, allá donde la Gran Vía, más tarde Cortes Catalanas, bifurcaba con el paseo de Gracia. Todo tenía un tinte nuevo: menos aristócrata, pero mucho más alegre. Pedimos horchata y chocolate con melindros. «Un día memorable -dijo mi madre-. Una página gloriosa de la historia de España.» Regresamos a casa cuando la luz del día relumbraba aún. El crepúsculo era siempre tardío en aquel mes. Pero la calle de Fernando se veía fatigada, como si en ella se hubiera hecho de noche.

Tal como lo había prometido, el tío Rodolfo se presentó en casa después de la cena. En la mano traía una botella de champaña:

– Triunfo -gritaba-, triunfo rotundo.

Abrazó a mi madre, me abrazó a mí: brindamos los tres por una República consecuente, justa y prolongada. Me acordé de los Moraldo: de su fracaso, de su hundimiento. ¡Qué lejos quedaban ya los Moraldo! Era como si la República, todavía en mantillas, lo estuviera barriendo todo: los remilgos de Lolita, la abulia de Paco, la altanería de sus padres…

– Por fin España ha despertado de su modorra -decía el tío Rodolfo-. Por fin vamos a saber lo que quiere decir «vivir sin privilegios», sin manías arcaicas, sin atrasos civiles, sin atropellos de clases.

A medida que bebía, la nariz se le iba abrillantando y los ojos le chispeaban con destellos fosforescentes:

– Se implantará la justicia, el orden: todos tendremos las mismas oportunidades…

Lo decía convencido: su afán de progreso lleno de buena intención, pregonando paz. Mi madre, en cambio, empezaba a tener miedo:

– A lo mejor no todos piensan como tú.

El tío Rodolfo no admitía aquella duda:

– No seas insensata.

– Pero ¿y el Rey? Sabe Dios lo que hará el Rey…

– Nunca dio muestras de violencia: cederá. Se irá de España y se acabó.

– No me gustaría que le causaran daño.

– ¡Qué cosas tienes, mujer! Salimos ahora con ésas: la República es una institución civilizada, liberal. Ningún republicano es un caníbal.

Lo recordé de nuevo estrechando mi mano: su felicitación, su mostacho grueso, su sonrisa… Sentí algo parecido a una pena sorda.

– Ahora ya no es Rey -decía el tío Rodolfo-. Ahora es un ex monarca.

También el marqués de la Triponna era un ex, y los Repecho y los Sobrado y los Trigo, y los Remo… Ningún título podía esgrimirse sin anteponerle un ex escueto y alambicado.

La tertulia se prolongó hasta la madrugada. El tío Rodolfo no daba muestras de querer marcharse. Era conmovedor que hubiese preferido pasar aquella velada con nosotros en vez de quedarse con su familia.

Me pregunté qué pensaría aquella familia del resultado de las votaciones: evoqué a la mujer de las cerezas y a los tres niños que comían churros: en aquellos momentos eran cuatro utopías que nada tenían que ver con nuestra realidad. Al desnudarme, todo me daba vueltas. Me miré al espejo. El champaña ingerido me permitía ver reflejado en la luna una especie de gigante. El resto del cuarto era un silencioso y persistente tiovivo. No hubiera sabido decir si estaba contento o estaba triste. Todo era desusado. En realidad, aquel día, más que día de las elecciones, era el día de mi primer pantalón largo: la ocasión de arrastrar por las calles mi apariencia de hombre.

De vez en cuando imaginaba la expresión desolada de los Moraldo. Saqué la lengua: la tenía blanca, punteada y seca. Fue una reacción infantil, impropia de mi pantalón largo:

– Para vosotros, mierdicas relamidos -dije al espejo.

Aquella noche soñé que venían a buscarme para llevarme a la cárcel: «No los dejes entrar», le gritaba yo a mi madre. Y el timbre seguía sonando, sonando… No sabía exactamente de qué se me acusaba: tal vez de ladrón o de jugador de golf, o de estudiante enchufado. Lo malo era la insistencia del timbre. Alguien golpeaba la puerta de mi cuarto. El timbre había dejado de sonar. Y la puerta tenía sonoridades de trueno. Yo gritaba: «No los dejes entrar, no abras: quieren atraparme…» Pero la puerta se abrió lentamente, despóticamente.

Vi a mi madre a los pies de la cama:

– ¿Qué te sucede, Carlitos? ¿Por qué no me dejabas entrar?

Me incorporé todavía asustado.

– ¿Qué ocurre?

– Nada particular: en el comedor te espera una francesa que desea hablar contigo.

– ¿Joven?

– Me temo que no.

Me vestí a toda prisa. Encontré a miss Francia sentada junto al balcón.

– ¿Usted?

Me tendió la mano tímidamente, como pidiéndome perdón.

– No esperabas verme… ¿verdad, Carlos? He venido a traerte eso.

Y me entregó el Diario que Lolita y yo hacíamos al alimón.

– No debió molestarse -le dije-. Puede romperlo o echarlo a la basura.

Hubo un silencio breve. La francesa deglutía saliva y su cuello de pellejos caídos subía y bajaba con obsesionante persistencia.

– Siento mucho lo ocurrido -dijo suavemente.

Por unos instantes pensé que se refería al resultado de las elecciones. Pero enseguida comprendí que aludía a mi ruptura con los Moraldo:

– ¿Por qué? Yo no lo siento.

Torció la cabeza. La llevaba tocada con uno de esos sombreros que parecían orinales: redondos, acharolados, coronados de borlitas que imitaban madroños.

– Los amores contrariados duelen siempre.

Probablemente se acordaba del suyo: de aquella historia apagada que tan inverosímil nos había parecido a Lolita y a mí. Se ajustó el sombrero con la mano enguantada y me dijo solemnemente:

– Hoy mismo saldré de España: vuelvo a mi país.

– ¿Por qué?

– Me han despedido.

Lloraba por dentro, estoy seguro, pero sus labios sonreían. Lo que delataba aquel llanto, eran los pellejos de la garganta y aquel constante deglutir.

– No pueden hacerle esa faena. ¿Por qué la han despedido?

– No me perdonan que os hubiera ayudado.

Causaba pena verla tan hundida, tan esclavizada a la vergüenza de su celestineo.

– De cualquier forma, no me pesa. El amor es bonito -suspiró-. Lo más bonito de la tierra: lo único que nos justifica.

Le temblaba el mentón cuando dijo aquello.

– ¿Cómo se enteraron?

– La señora Moraldo encontró el Diario. Sospechaba de mí: registró el armario.

– Como si estuviéramos en la Edad Media: una actitud muy feudal, muy digna de la elegante señora Moraldo. Debí imaginar algo parecido; así viola esa gente el derecho a la libertad.

Se encogió de hombros:

– Al fin y al cabo, estaba en su casa.

– Pero el armario era suyo: una isla sagrada dentro de su propiedad.

Miss Francia no se defendía.

– Hay que aceptar las cosas tal como vienen.

Contemplé el Diario: estaba sobre la mesa, manoseado, forzado su cierre.

– Me obligaron a reconocer mi culpa y me comunicaron que en cuanto Lolita se fuera, yo también debía marcharme. Sin ella no van a necesitarme.

– Así que Lolita se ha ido…

Miss Francia asintió: las lágrimas de la garganta apiñadas en los ojos. No hubiera querido verla llorar. Cuando los viejos lloraban se volvían ridículos. Las lágrimas no encajan en unos ojos caducos.

– Me alegro -dije-. A Lolita le conviene salir de su casa… y viajar y comprender que no todo se reduce a la majadería de su ambiente.

Pero miss Francia no me oía. Seguía preocupada por el truncamiento de aquellos amores nuestros.

– Ha sido una lástima, una verdadera lástima… Erais una pareja tan pura, tan limpia…

Probablemente se remitía a su historia: la nuestra era sólo un pretexto para revivir su amor perdido. Estuve a punto de desengañarla: «Fue todo una parodia…» Pero la dejé con su idea. Desengañarla hubiera sido cruel. Había perdido su empleo por aquel hipotético amor, y los empleos perdidos en aquellos instantes eran irrecuperables. Por eso regresaba a su país. También mademoiselle Marie era una «parada», una «detenida» más entre las mil víctimas vacantes.

– Tal vez pudiera usted encontrar otra casa…

Alzó la mano zanjando el asunto:

– Imposible: ya lo he intentado. Nadie quiere «tomarme». La señora Moraldo me ha negado su apoyo. Dice que no quiere exponerse a quedar mal entre sus amistades.

Era lamentable verla tan indefensa, tan inmovilizada por una sociedad rígida y despiadada. Hubiera querido gritarle: «Rebélese, defienda sus derechos…» Pero mademoiselle Marie no pertenecía al mundo de la polémica, ni al de la rebeldía, ni al de la democracia. Pertenecía al mundo de la fatalidad, de los altos y bajos, de los encumbrados y los caídos.

– Ese tipo de injusticias va a acabar muy pronto -le dije-. Las cosas han cambiado en España.

Se llevó un pañuelo a los ojos y esbozó una sonrisa desencantada:

– No creo en los cambios, Carlos: tengo demasiados años para creer en ellos.

– Ahora vendrá la República -insistí-. Se acabarán los favoritismos. El prestigio de los Moraldo va a quedarse en agua de cerrajas.

– Surgirán otros Moraldo -contestó ella-. No es cuestión política, sino humana. Se llamarán de otro modo y adoptarán otras costumbres, pero habrá siempre oprimidos y opresores.

No sé lo que ha sido de mademoiselle Marie: hará ya mucho tiempo que debe de descansar bajo tierra, con su cuello rugoso y sus lágrimas convertidas en barro, pero sus palabras continúan vivas, vigentes: jamás he podido olvidarlas.

– ¿Cómo han reaccionado? -pregunté-. ¿Cómo han tragado lo de las elecciones?

– Mal: no acaban de creerlo. Todavía confían en que el Rey no se vaya. Madame ha pasado la mañana llorando. Monsieur no ha hecho más que telefonear. Apenas me han hablado. Pero cuando lo hacían era para meterse con mi país. Decían que por culpa de la República francesa, España había caído en el fango. Luego… Paco dijo que tenía anginas y se metió en la cama.

– La excusa de siempre: anginas, debilidad: Hipoposfitos Salud y descanso. Veremos quién le saca las castañas del fuego este año. Se habrá enterado ya de que yo he dejado el colegio.

No le pregunté dónde habían mandado a Lolita. Probablemente no lo sabía. Los Moraldo eran demasiado suspicaces para incurrir en la ligereza de informar sobre ello a mademoiselle Marie.

– Paco dice que has dejado el colegio por causas económicas…

También yo tragué saliva con dificultad: se me había vuelto repentinamente espesa. Así era Paco: así reaccionaba cuando las situaciones lo desposeían de lo que precisaba para seguir adelante.

– Espero no volver a verlo en todo lo que me queda de vida -dije furioso-. En cuanto termine el bachillerato, buscaré trabajo. Ya va siendo hora de que ayude a mi madre.

– Siempre fuiste un buen chico, Carlos: los padres de Lolita no se dan cuenta de lo que han perdido… No te pareces a Paco.

Miraba el suelo: su sombrero orinal le cubría las facciones. Contemplaba sus guantes de cabritilla, gastados en las puntas. Enternecían aquellos guantes, enternecían aquellos botones abrochados en las muñecas. Todo en aquella mujer enternecía.

Ese tipo de institutrices ya no existe. Se extinguieron con la segunda guerra mundial. Se fueron, como las pesetas de plata y los coches de caballos, los trenes de carbón y las muñecas de porcelana (aquellas que Lolita conservaba en su cuarto) con ojos de cristal y cabello verdadero. Luego vinieron las «señoritas» (seño para muchos) exigentes y mal educadas, cuya función ya no consiste en educar, sino en soportar a los niños mientras las madres cocinan, o lavan o toman copas con los amigos del marido. Y, por supuesto, ninguna usa sombrero, ni guantes de cabritilla abotonados en las muñecas.

– Siento dejar España -decía-. Pero no me queda otro remedio. Lo malo es… Bueno, ¿para qué voy a preocuparte a ti con mis problemas?

Probablemente se refería a su situación económica. La vida en Francia era entonces todavía más precaria que en España. Y, a su edad, no era fácil encontrar empleo.

– Si yo pudiera ayudarla…

Me tendió la mano:

– Buen muchacho -dijo-, buen muchacho.

Y volvió a llevarse el pañuelo a los ojos. Hasta nosotros llegó la voz del locutor (mi madre había decretado hacía ya mucho tiempo que el aparato de radio debía estar en la cocina). Hablaba de Alfonso XIII (no recuerdo qué decía), y mademoiselle Marie intentó bromear:

– También él va a perder su empleo.

Reímos los dos sin ganas.

– Procura acordarte de mí -dijo al marcharse-. La muerte se vence así: con el recuerdo.

Me dejó el Diario. Lo llevé a la cocina. Mi madre preparaba el desayuno. Sin decir palabra abrí el fogón y lancé el cuadernillo a las brasas.

– ¿Qué estás quemando, Carlitos?

No contesté: quemaba una etapa: la de mis bombachos, la de mis prejuicios, la de mi fe.

El día transcurrió sin relieve. Fue una jornada quieta y expectante, como si la sorpresa de la novedad política (todavía no precisada, todavía aturdida por el trauma del parto) impidiese reaccionar. Teníamos las manos llenas de República, pero no se sabía qué hacer con ella. Tampoco el Rey se definía. Las calles se veían nuevamente adormiladas, con la resaca de la embriaguez política reflejándose aún en los papeles de la propaganda electoral que los barrenderos, cachazudos y soñolientos, iban recogiendo mezclados al estiércol de los caballos.

Mi madre volvía a sentir miedo:

– Demasiado silencio -decía-. No es lógico.

La gente, como de costumbre, se reintegraba a su trabajo, pero aquel día el tío Rodolfo no apareció por casa. Llamó por teléfono para decirnos que seguía bien y que se llegaría en cuanto pudiera.

Aquella noche mi madre volvió a cerrar los batientes del comedor y encendió su famosa lamparilla de aceite. Yo estudié hasta la madrugada. Dormí de un tirón. Desperté a la hora de almorzar. Por la tarde se proclamó oficialmente la República.

De pronto, una algarabía violenta se instaló en la calle. Me asomé al balcón: Una muchedumbre espesa venía de la plaza de San Jaime, camino de las Ramblas. Voceaban y se agitaban: las fuerzas recuperadas. Las efigies de los ejecutados Galán y García Hernández, se plasmaban de nuevo entre los vivos; ampliadas, resucitadas y victoriosas: Los vitoreaban llamándolos mártires y precursores. «Mueran los asesinos.»

A los dos días se publicó la renuncia del Rey: Las elecciones del domingo revelan claramente que no tengo el amor de mi pueblo. Decía aún «su pueblo». Se iba, pero no claudicaba, ni abdicaba, ni vendía sus derechos de Rey: Soy el Rey de todos los españoles. Aunque no lo quisiéramos: lo era por derecho, por herencia, por sangre: Pero resueltamente quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil… Se negaba al derramamiento de sangre. No quería ser la causa de lo que todos temíamos. Y terminaba con un Viva España.

Mi madre se escondió para que yo no viera que sus ojos se habían empañado; a pesar de todo, ella respetaba al Rey:

– Si al menos los monárquicos le hicieran un homenaje…

Pero los monárquicos también se escondían: se replegaban. La monarquía aquella era ya un cadáver, y los cadáveres se entierran para que no crezcan y delaten y remuerdan la conciencia.

Una corriente de aire cruzó el comedor y llegó hasta la cocina: «Carlitos, por favor, cierra ese batiente.»

Lo decía temblando. Aunque no lo confesara, tenía miedo, como antes, como siempre. Nerviosa, tiraba de mi brazo y me empujaba hacia adentro. «Vas a pillar frío.» No quería confesar su temor. Intenté bromear: «No te preocupes, mamá, es un frío republicano.»

La radio interrumpió nuestro coloquio. Informaba: existía ya un gobierno provisional; el orden imperaba en la península. Sólo había que lamentar algunos actos vandálicos sin importancia, cosas insignificantes como el derrumbamiento de la estatua ecuestre de Felipe IV. «Ya empezamos», decía mi madre. «El Rey se marcha para no derramar sangre y la derraman las estatuas… No entiendo ese salvajismo.» Pero no quería perder la moral. Le parecía vergonzoso desconfiar del orden al amparo de la República. «¿Te has enterado, Carlitos? Ahora la bandera tiene otro color…»

Se autodominaba con detalles así, pequeños, anecdóticos. «También el himno nacional ha cambiado.» Y lo tarareaba para que yo lo escuchase, con voz insegura, más amedrentada que emotiva.

El tío Rodolfo llegó a casa entrada la noche: el rostro fatigado, la risa menos escandalosa y los ojos hundidos:

– Un día agotador, pero muy fructífero. Todo está saliendo a pedir de boca -comentaba-. Al fin, como hubiera dicho Castelar, el interés privado va a dejar de sobreponerse al derecho humano. Al fin…

Pero la violencia empezaba ya a desmentir aquel arranque de optimismo.

– ¿A qué no sabéis lo que le ha pasado a la bandera? -continuaba él poniendo cara de guasa-. Pues que, del golpe que ha recibido, le ha salido un morado.

Y lanzó una carcajada como las de antes, sonora, hueca, llena de despreocupación. El tío Rodolfo lo arreglaba todo así: riendo, echando mano del chiste fácil, amalgamando su sentido trágico de la vida con la faceta grotesca. Era una especie de Sancho Panza con ribetes de don Quijote. Mi madre movía la cabeza:

– Eso es lo malo de los españoles -decía-, que lo echamos todo a broma.

La tensión cívica se le estaba contagiando: temía que la libertad recién implantada nos viniera ancha y no supiéramos aprovecharla adecuadamente.

– Eres agorera, Remedios…

– Soy realista.

– Naciste con el miedo en el cuerpo.

– Tal vez porque nací en el siglo de la dinamita.

– Cosas más grandes veremos, mujer: los adelantos científicos no han hecho más que empezar.

– Con tal que no nos obliguen a retroceder…

Muchas veces me he preguntado cómo aquellas dos personas, tan distintas entre sí, tan opuestas en todo, habían llegado a una compenetración sentimental tan matemática y tan sólida. Se entendían a la perfección, incluso sin hablar: sólo mirándose, o levantando la mano, o gesticulando. Había resortes que únicamente ellos conocían: carraspeos que plasmaban mundos ignotos, muecas que alzaban cortinajes, suspiros que señalaban presagios… Todo para ellos era exclusivo, propio: no permitían que nadie se introdujera en su coto cerrado.

– Deberías ser más optimista: el Rey se ha ido y no ha habido que lamentar ni una muerte. Hemos dado una lección al mundo: no cabe duda.

Pero la lección empezó a flaquear pronto. Un mes más tarde el foco soterrado que mi madre temía, dio en brotar en forma de huelgas e incendios. «En Madrid queman conventos…» De nuevo la conmoción social salía a flote. El descontento no se paliaba con idealismos. Hasta el tío Rodolfo acusaba aquella nueva desorientación:

– Hay que confiar en el Gobierno. Esas cosas ocurren por no confiar en él.

Decía que la quema de conventos era una lógica protesta contra la injusticia y el mal ejemplo de los monárquicos:

– ¿Sabías tú que una cuarta parte de la riqueza ha sido escamoteada a la Hacienda? Más de mil millones han sido sustraídos de España para ser llevados a Suiza. Y ahora se quejan de que el Gobierno dicte medidas de seguridad… ¿Qué se pretende? ¿Vaciar el Tesoro?

– Sin embargo, lo de los conventos… -Mi madre no tragaba aquello.

Aquel año el calor caía sobre la ciudad a peso de plomo. Era angustioso moverse, respirar y pensar. A pesar de todo, yo acabé el bachillerato con notas brillantes. El tío Rodolfo parecía Herodes después de admirar a su hijastra Salomé:

– Pídeme lo que quieras, Carlitos: lo mereces.

Pedí trabajo: me apremiaba ganar dinero y dárselo a mi madre.

Nadie (ni siquiera yo) podía sospechar que, en realidad, estaba pidiendo la cabeza del Bautista. Lo supe después, cuando ocurrió lo de Carlota, cuando Serena lucía su bikini en la playa de Can Pou. Entonces la cabeza del Bautista ni siquiera existía en mi panorama interno. Y Can Pou era una mota ignorada en la vastedad de la Costa Brava.

– Dejaremos pasar el verano -me dijo-. Has realizado un esfuerzo grande y necesitas descansar. Al entrar en otoño cumpliré mi promesa.

Me habló de la Banca Salcedo. Decía que tenía un gran prestigio, que su capital era considerable y que su garantía económica era sólida. «Allí podrás medrar, Carlitos.»

El descanso veraniego me cansaba. Todas las noches, dormido o despierto, soñaba con mi ingreso en el Banco. El tiempo se me hacía largo, interminable, tal vez porque, por miedo a las futuras elecciones y sus posibles consecuencias, mi madre optara por quedarse aquel verano en Barcelona. En su pesimismo, veía más allá de los hechos: «En la ciudad estaremos más seguros.» El fantasma del comunismo empezaba a asomar en sus temores:

– No hay que alarmarse, Remedios -decía el tío Rodolfo-. La gente está cansada de dictadura, y el comunismo es una dictadura.

Sin embargo, el triunfo socialista en las elecciones a Cortes Constituyentes, fue rotundo. Al día siguiente el tío Rodolfo llegó a nuestra casa con el entrecejo fruncido, sin risa, sin bromas:

– Me duele el estómago -dijo. Y rechazó el queso.

Aquella negativa alarmaba a mi madre: «Es la segunda vez en cuatro años.» Y miraba desolada el plato vacío como si también ella tuviese dolor de estómago.

– Malas digestiones -se excusó el tío Rodolfo-. Demasiados enfermos, demasiado trabajo.

– No te engañes -contestó mi madre-. Lo que te preocupa es el auge socialista.

– Durará poco -dijo él-, las aguas volverán a su cauce. Lerroux ha hablado muy claro: «la República ha venido para servir a España, no para servir los intereses de unos cuantos».

Me acordé de miss Francia, de sus comentarios sobre los oprimidos y opresores: «El mundo no cambia, Carlos…» Y comprendí que el idealismo del tío Rodolfo empezaba a descomponerse: algo profundo lo estaba agrietando.

Fue un verano inquieto y vacío. Las declaraciones de Lerroux empezaban a imponerse en nuestro pequeño clan. Era extraño oír repetir al tío Rodolfo frases tan distantes de las que siempre había pronunciado: «La religión no es una tiranía, sino un consuelo…» O bien: «Nos atropellamos por ir demasiado deprisa…» Antes jamás hubiera dicho que la religión era un consuelo: la hubiera calificado de droga. Antes jamás hubiera hablado de precipitaciones; al contrario, hablaba de lentitudes perniciosas, de principios sociales vergonzosamente rezagados…

Al iniciarse agosto, mi madre se llevó una alegría: el plebiscito de Cataluña fue favorable al Estatuto. «Un paso digno», comentó: «Al fin se nos toma en cuenta.» Había entrado de lleno en su fase catalanista y se sentía halagada por aquel adelanto.

Octubre tardó mucho en llegar aquel año. Pero un día, cuando el frío apuntaba discretamente sobre la ciudad, el tío Rodolfo cumplió su promesa. Me llevó a la Banca Salcedo. El edificio abarcaba dos plantas y estaba situado en el paseo de Gracia. Hasta hacía pocos meses se trataba de una entidad privada, totalmente controlada por el viejo Salcedo. Al morir él, se había constituido una sociedad, cuyas acciones, en su mayoría, se habían repartido entre los tres hermanos: Alberto, Jesús y José.

– Quiero prevenirte: el único que tiene importancia es don Alberto -me explicó el tío Rodolfo-. Los hermanos J. J. no cuentan.

Hablaba de aquellos hermanos con el mismo desdén con que hablaba de sus colegas. Para él, el único médico que valía era mi padre, quizá porque estaba muerto.

Aseguraba que don Alberto era un hombre inteligente: un republicano de buena ley: «Disciplinado, justo y honrado.» Insistía en que debía ganarme su confianza desde el primer momento: «Si lo haces así, tendrás la partida ganada de antemano».

Entramos en el vestíbulo: era un lugar oscuro, decorado al estilo modernista. Una larga hilera de ventanillas circundaba el acceso al pasillo. Tras ellas asomaban rostros macilentos, despersonalizados: rostros que miraban igual y que sólo muchos meses después fueron exclusivos.

De pronto, en aquel manchón oscuro, surgió una figura clara. Llevaba uniforme negro, pero todo en ella era luz.

– Buenos días, doctor Tramacho.

El tío Rodolfo la llamaba Estrella, la trataba con respeto, le decía que teníamos una cita con don Alberto. Y Estrella nos miraba sonriendo, con oteos fugaces, penetrantes y turbadores. Enseguida avisó al botones.

– Acompaña a esos señores al despacho de don Alberto.

Se despidió de nosotros. El tío Rodolfo dijo: «Es la secretaria de los hermanos J. J.» El botones nos hizo subir por la escalera. Era un chico más o menos de mi edad y se llamaba Juan Villoria. Cuando ahora lo recuerdo tal como era en aquella época, comprendo que Juan Villoria es de las pocas personas que no ha cambiado. Pese al tiempo transcurrido, sigue siendo exactamente el mismo, con otra estatura, otro color de pelo y otra indumentaria, pero con idéntica mentalidad.

Al llegar al rellano alto, atravesamos dos salas y nos detuvimos frente a la puerta de la gerencia.

Al abrirse vi a don Alberto por primera vez. Era un hombre de mediana estatura: llevaba el chaleco puesto y las mangas de su camisa blanca tenían el crujir de la ropa almidonada. El cuello y los puños eran duros. Se acercó a nosotros con aire desenvuelto:

– Conque tú ees Calitos…

Don Alberto se comía la erre. No sabía pronunciarla ni en francés ni en castellano. Era como si aquella letra no existiera para él. Pensé: «Otro que va a llamarme Carlitos.» Rectifiqué enseguida:

– Carlos Hondero.

Quería dejar bien sentado que los apreciativos debían quedarse en la calle cuando un hombre se metía a ganarse el pan. Don Alberto debió de entender mi indirecta e incluso debió de resultarle graciosa. Puso una mano en mi hombro:

– Muy bien: te llamaé señó Hondeo.

Su defecto estaba a punto de resultar risible. Muchas veces he pensado que, si en vez de tenerlo él lo hubiera tenido cualquiera de sus hermanos, aquel defecto hubiera resultado insufrible. Pero en don Alberto todo lo defectuoso se suavizaba enseguida: hasta la ridiculez de su dicción.

Lo que más destacaba de aquel hombre eran sus ojos claros, reflexivos y arrolladores, tan parecidos a los de Carlota. Le expuse mis proyectos sin mostrarme cohibido:

– Cuando salga del trabajo, iré a clases nocturnas: estudiaré Comercio: perfeccionaré mis idiomas.

Don Alberto me dejaba hablar sin interrumpirme. Algo en su mirada me estaba diciendo que mi forma de expresarme le caía bien. Quizá se acordara de sí mismo cuando tenía mi edad. Al terminar de hablar, me dijo:

– Empezaás desde abajo. Es la única foma de apendé los manejos bancaios con solidez.

Y yo le repuse que el trabajo, como fuere, no me asustaba:

– Haré lo que sea.

También don Alberto llevaba una saboneta metida en el bolsillo del chaleco, pendiente de una cadena de oro, también él tenía entonces un busto erguido y esbelto, como el señor Moraldo. Sin embargo, no se parecía a él: tenía otro estilo, otra forma de mirar, otra forma de comportarse.

– Así me gusta, muchacho. A tu edad yo también ea como tú: nada se me ponía po delante. Peo te advieto: no va a sete fácil.

El tío Rodolfo intervino:

– Carlitos está acostumbrado a vencer obstáculos, ¿verdad, hijo? Desde muy niño ha comprendido que los grandes hombres se forjan con luchas.

Daba por sentado que yo acabaría siendo un grande hombre. Entonces «ser un grande hombre» suponía desarrollar ideas y colaborar en el progreso.

Más tarde supe en realidad lo que significaba ser un grande hombre: tener la conciencia embotada, dominar el destino y meterse en la vorágine de la incoherencia, de la ética dirigida: aquella que avasalla y destruye.

Me fijé en lo que me rodeaba. Era como si todo aquello lo hubiera visto antes: como si, al estar allí, acabara de recuperar un pasado que aún no existía. Miré la fotografía que don Alberto había colocado en la mesa escritorio: era un grupo formado por una mujer joven y cuatro niños.

– Mis hijos -me indicó don Alberto.

Tres varones y una hembra. Allá en la fotografía resultaban remotos, como si no pertenecieran a este mundo. Los chicos eran mayores que la niña. La pequeña (tal vez tres años) sonreía con rictus forzado como si el fotógrafo le hubiera dicho: «Piensa en algo alegre» y ella, por obedecer, hubiera estirado los labios más de la cuenta.

Era rubia, como su padre, de ojos desteñidos y pelo lacio.

Llevaba un traje hecho de cintas y tenía aspecto de muñeca «Lency» comprada en El Fayans Català. Los chicos se parecían a la madre: también ellos sonreían con labios tensos, pero en sus miradas había cierta tristeza resignada, sintomática, hueca y vacía.

No: entonces no podía imaginar que acababa de pedir la cabeza del Bautista, ni que aquella niña que fingía sonreír, pudiera, andando el tiempo, convertirse en un reproche. Pensé únicamente en que estaba dando el primer paso para alcanzar la meta: la de mi empleo. Un empleo que, igual que todos, podía bambolearse al menor error, como el de Justo, el de miss Francia o incluso el del Rey.

Recuerdo que el tío Rodolfo y don Alberto hablaban entre ellos: se referían a las evasiones del capital: «El popio monaca ha dado el ejemplo -decía don Alberto-. No debe extañanos que los demás lo hayan imitado.» Y el tío Rodolfo volvía a su tema: «Si Lerroux se hiciera con las riendas…» Yo seguía mirando la fotografía de la niña.

Me obsesionaba la melancolía de su sonrisa: «No tenemos aeglo -continuaba don Alberto-, ni con Leu, ni sin él. Todos quieen mandá: todos se empeñan en llevá las aguas a su popio molino. A los españoles no nos gusta el oden: nos gusta el palo.» Voceaban como si estuvieran llevándose la contraria, pero estaban de acuerdo. Simplemente voceaban porque era la costumbre: como eludir impuestos o merendar chocolate.

Cuando salimos de allí, la calle parecía distinta. Algo en el transcurso de nuestra entrevista la había cambiado. El tío Rodolfo se puso a silbar despreocupadamente. Yo andaba silencioso, sobrecogido aún por aquella extraña sensación de haber vivido ya lo que acababa de ocurrir, o, como si lo que acababa de ocurrir, fuera sólo el recuerdo de un futuro remoto. Lo que había entre medio de aquel lapso, se me escapaba, se volvía borroso. Sin embargo, me abrumaba. Me parecía que el paso que acababa de dar, no consistía en subir peldaños, sino en bajarlos, para meterme luego en un terreno cenagoso.

Los árboles del paseo de Gracia amarilleaban, pero las hojas aún no se habían secado: «Todavía no estás seco, todavía puedes salvarte» Pero era difícil hacer caso de un pasado que seguía siendo futuro. Miré en torno: era una avenida completamente distinta a la de ahora. Apenas había circulación. También los carruajes eran diferentes. Y los sonidos. Por mucho que me esfuerce, resulta imposible recuperarlos con exactitud. Vienen a mí a ramalazos y se van enseguida: cloqueos huecos de trotes caballunos, chirridos de unas ruedas mal engrasadas o siseos resbaladizos de otras bien engrasadas. Cláxones roncos, bocinas persistentes… Recuerdo también que, a veces, las pisadas y las voces se escuchaban nítidas, como si no pertenecieran a la ciudad, como si sonaran en pleno campo… Y también los balidos de rebaños ovejunos que insólitamente cruzaban la calle interrumpiendo el tránsito.

El único ruido concreto: el que no he podido olvidar, era el que provocaba el paso del tranvía: metálico y cacharroso.

– Bien, Carlitos: has estado muy bien.

No contesté: seguía inmerso en aquella extraña prenoción que no llegaba a asimilar. Caminamos hacia mi casa. Ramblas abajo. En la plaza de Cataluña las estatuas recién colocadas (con gran disgusto de los celadores de la moral) contemplaban nuestro paso, pletóricas y provocativas. Los vendedores de periódicos aireaban su mercancía anunciando, con voces ininteligibles y aullantes, que Azaña acababa de ser nombrado jefe del Gobierno.