38647.fb2
Al principio las preguntas eran todas parecidas: «¿Por qué lo has hecho?» Se diría que lo esencial es saber la causa, no el resultado. Pocos son los que aciertan a sospechar que los hechos se suceden más allá de los por qués. «Tú siempre fuiste un hombre consecuente, un hombre bueno…», decía doña Alicia. No entendía mi silencio, mi falta de reacciones: «Te mandaré al mejor abogado de España.»
Lo peor era el cansancio. Me cansaba mucho escuchar tantos despropósitos, tanta hipótesis equívoca. Nadie podía inmiscuirse en mi conciencia; nadie era capaz de hurgar en ella y conocer la verdad.
– No quiero abogados -le dije.
En aquellos momentos me acordaba de don Ramón Pérez (el asesor jurídico del Banco), de sus chanchullos para hundir a los J. J., sus tejemanejes para trastear los famosos maletines que tanto escándalo provocaron hacía algunos años, sus relaciones con el conde de Trigo, su estúpida boda con Pilar Berruguete y, sobre todo, su modo de absorber a Estrella…
Total, ¿para qué? También Ramón Pérez había caído en la trampa como había caído yo: también él había sido barrido al llegar a la cumbre.
– Si al menos hablaras… Si me dijeras cómo ha ocurrido y por qué ha ocurrido…
– No se canse, doña Alicia…
– Si al menos me explicaras por qué no quieres defenderte…
Tuve que rogarle que se fuera. Prefería estar solo entre las cuatro paredes de mi celda: contemplar el ventanal alto para que la escasa luz que penetraba tras los barrotes aclarase un poco el laberinto de mi pasado. No podía haber solución para mi problema. De hecho, las soluciones casi siempre suelen ser paños calientes, remiendos fortuitos. Nadie acaba de comprender que la vida se repite, que todo lo que hacemos o dejamos de hacer tarde o temprano se vierte sobre nosotros, que por mucho que luchemos, todos, incluso los que circulan por la calle creyéndose libres, son simples condenados a muerte, presos como yo, marcados por estigmas que jamás podrán borrarse.
Pero doña Alicia no se daba por vencida.
– No esperes que me cruce de brazos, Carlos. Aquí hay gato encerrado. Me dejo cortar la cabeza si tú no eres inocente.
La infeliz creía aún en mi inocencia. Doña Alicia siempre fue optimista y pueril. La recuerdo ahora cuando era joven, atractiva, vital, generosa y estúpida.
También Estrella lo era. Pero entonces la estupidez de Estrella no me importaba. La estupidez de la gente suele molestar después, cuando nos hartamos de ella.
Estrella me gustó desde el primer momento que la vi en el Banco, cuando el tío Rodolfo y yo acudimos a la cita que nos había concedido don Alberto.
Fue una atracción repentina y purulenta, algo que ni siquiera mi condición de «botones» podía descartar.
Mi trabajo en aquellos momentos era degradante: bastaba echar un vistazo a Juan Villoria, el botones antiguo, con su gorrita ladeada y su chaquetilla ajustada, para comprender que tanto él como yo éramos la escoria de la empresa. Ganábamos treinta pesetas al mes y nuestra tarea era descorazonadora. Distribuíamos mensajes, informábamos a los clientes, recibíamos a las visitas, atendíamos el teléfono y rellenábamos impresos.
Pero a mí me asignaron una tarea más: me convirtieron en cómplice de los turbios manejos de don Jesús y don José: los hermanos de don Alberto. Desde el principio se sirvieron de mí para redondear sus trapicheos. Entonces tenían ambos los despachos en el fondo del pasillo, frente por frente. Los timbres tenían sonidos distintos: un timbrazo corto era para Estrella, dos timbrazos para mí. Solían reclamarme cuando tenían visitas femeninas: «Si viene "mi señora", ya conoces la lección.» Era sencilla: debía detener a la intrusa, entretenerla, hablarle de reuniones importantes, de discusiones graves, de complicaciones bancarias que, de interrumpirse, podrían acarrear consecuencias catastróficas. Las respectivas señoras Salcedo, me creían o fingían creerme. Acababan siempre pidiendo dinero. Tenía yo orden de rellenar el talón por la cantidad que solicitaban y presentársela al señor Jaume: «Ha dicho don Jesús que lo firmará más tarde.» Mi palabra era una especie de aval y el señor Jaume les entregaba el dinero. Luego, las señoras Salcedo (juntas o separadas) salían del Banco con su propósito cumplido y su vindicación satisfecha.
Aquel tipo de actividad me proporcionaba propinas: «Muy bien, Hondero: lo has hecho muy bien.» Después Estrella acompañaba a las damas hasta la puerta. Ninguna se parecía a ella. Todas se esfumaban al lado de aquel cuerpo donoso, turgente y provocativo que tanto me había impresionado al verlo por primera vez.
El trabajo de Estrella era complicado: debía redactar cartas (textos larguísimos que los J. J. eran incapaces de dictar) dando largas a un asunto, o prometiendo apoyos en los próximos consejos, o reclamando algún pago retrasado, y también recordarles sus compromisos sociales: los cumpleaños de las esposas, los aniversarios de boda… Todas esas cosas que un hombre olvida en cuanto ingresa en los paraninfos de la infidelidad.
– ¿Te gusta tu trabajo, Estrella?
– Algo hay que hacer -contestaba ella mirándome de aquel modo suyo que parecía devorar con los ojos-; la vida está difícil.
Y yo soñaba con sacarla algún día de aquella servidumbre que tan humillante me parecía.
En cierta ocasión me atreví a insinuárselo:
– Cuando crezca, no permitiré que trabajes para esos puercos.
Estrella rompió a reír y señaló mi gorrito:
– Ese día me habré convertido en una vieja.
Me dolía que fuera mayor que yo, que me viera como a un chiquillo.
– Tú nunca envejecerás.
Y ella, condescendiente, me daba golpecitos en las mejillas sin comprender hasta qué punto el contacto de sus manos quemaba mi piel:
– Vaya con el niño precoz…
Los empleados, cuando me veían tan encandilado, se burlaban de mí: «Te faltan todavía muchas papillas para pensar en mujeres…» Y me explotaban como si fuera un esclavo: «Hondero: vete a comprar El Diluvio.» «A mí el Be Negre.» Obedecía a desgano, furioso conmigo mismo por no poder rebelarme, deseando fervientemente que aquel «empezar por abajo», propuesto por don Alberto, acabase de una vez. Al salir del Banco me iba a las clases nocturnas. Más de una vez intenté convencer a Juan Villoria para que hiciera lo mismo. «No sirvo para estudiar», me decía. «Si no lo pruebas…» Pero aseguraba que ya lo había probado: «Me falta memoria.» Juan Villoria había cumplido ya los quince años y su cultura era escasa. Lo habían colocado en el Banco porque su madre trabajaba como cocinera en la casa de don Alberto, y esperaba que algún día, cuando creciera, lo aceptase como criado. «Ya lo has visto: ni siquiera sirvo para rellenar esos impresos que rellenas tú.»
Fue una época sórdida y tensa. Ocurrieron muchas cosas en el interior del Banco: sucesos que más tarde iban a cambiar estructuras y definir posiciones. Entonces todavía existían incógnitas, como por ejemplo don Pablo Daniel, el director general. Los J. J. le habían sacado el mote de Peca-Cura (había un producto para embellecer la piel que se llamaba de aquel modo) porque tenía el rostro picado de viruelas.
Don Pablo Daniel era un hombre extraño, ensimismado, trabajador y parco en palabras. Cuando paseaba por el Banco lo hacía siempre con premura, sin alzar los ojos del suelo, el paso algo oblicuo y el ademán encogido. (Tardé mucho tiempo en averiguar la verdadera condición de aquel hombre.) En aquellos días, don Pablo era un ser híbrido, como caído de otro planeta: un cerebro inteligente que nadie podía sondear.
– ¿Te has fijado? -me decía Estrella-. Cuando don Pablo camina, parece que no sepa a dónde quiere dirigirse…
Como andaba con la cabeza gacha, solía tropezar con los que se cruzaban con él en el pasillo: «¿Se ha hecho usted daño, don Pablo?» Respondía con una especie de gruñido sin enfado, como si diera las gracias, y continuaba su camino. Los J. J. le gastaban bromas despiadadas. Le echaban gomina a la tinta, le enviaban anónimos: casi siempre eran cartas de amor, sin excluir alguna de carácter terrorista. Don Pablo no se alteraba. Se limitaba a echar en la papelera las cartas sin firma y ordenaba a Juan Villoria que enjugase el tintero y volviese a llenarlo. Nunca preguntaba quién había entrado en su despacho. Lo aceptaba todo como un hecho natural. Aquella indiferencia exasperaba a los J. J. «Tiene que haber algo que lo saque de sus casillas», decían. Se metían con su impavidez: recalcaban que no era normal que un hombre soltero (todavía joven), viviese aparentemente tan fuera del mundo. Lo llamaban castrado, muñeco de goma, asceta de mierda, y, por descontado espía: para ellos todo aquel que estaba a bien con don Alberto, era un espía indeseable. «A mí ese tipo de gente, tan misteriosa, me mosquea mucho», decía don Jesús, y se lanzaban a inventar para él toda clase de malformaciones éticas. «A saber lo que esconderá ese hombre tras su máscara de santurrón.» Sabían que vivía solo y que jamás nadie le había conocido una aventura, ni un desliz, ni una historia amorosa. Pero lo que más les molestaba era que estuviese al corriente de los chanchullos medio profesionales y medio privados que tenían lugar en los despachos del fondo. Eran asuntos poco claros, de orígenes turbios, que el Banco toleraba a espaldas de don Alberto. Por eso odiaban a don Pablo: por el temor que sentían cuando intuían que podía delatarlos a su hermano.
También Estrella había sido utilizada infinidad de veces para poner zancadillas a don Pablo. Querían a toda costa pillarlo en algún gazapo, en alguna debilidad: algo que pudieran esgrimir si las tornas cambiaban: «Te metes en su oficina con cualquier pretexto, te acercas a él y finges quitarle un pelo de la solapa: a ver qué pasa.» Los J. J. sabían que Estrella, en cualquier hombre medianamente normal, era capaz de provocar fogatas inextinguibles. Pero el resultado era siempre desalentador: «Sólo ha gruñido: ya saben: de ese modo suyo… como si diera las gracias.» Otra vez le aconsejaron que se topara con él en el pasillo: «Ha vuelto a gruñir», dijo Estrella. «¿Nada más?» «Nada más.» Fue entonces cuando don Jesús decretó: «Ese hombre debe de ser marica.»
Decididamente me hiere recordar todo el daño que hicieron a aquel hombre los hermanos J. J. Parece que lo estoy viendo entrando en la casa de Angelina algunos años después, tendiéndome una mano helada, a pesar del calor, mirándome ya fijamente, su cara, picada de viruelas, estrenando una expresión reflexiva, llena de paz: «Bueno, ahora ya lo sabes», me dijo: «Al principio pensaba no podré: ha hecho falta que estallase una guerra para comprender que podía…»
Pero entonces todavía no había estallado la guerra y don Peca-Cura paseaba su misterio como quien pasea una lacra física que a toda costa quiere ocultar.
El decaimiento del tío Rodolfo empezó a acentuarse poco antes de Navidad, aproximadamente cuando Alcalá Zamora fue nombrado presidente de la República. Sus auspicios no eran muy alentadores: temía la exclusión del partido radical y, por consiguiente, la caída de Lerroux.
El cuerpo de la República se iba definiendo (la Constitución Española se había aprobado y el presidente del Gobierno llevaba en cartera proyectos definidos, que sin duda no iban a tardar mucho en aprobarse); sin embargo, al tío Rodolfo todo se le antojaba trashumante, como si estuviera esperando algo que no acabara de cuajar.
El queso del comedor apenas disminuía bajo la campana de cristal. El tío Rodolfo llevaba muchos días sin probarlo. Achacaba su desgana a la inestabilidad del momento político: «Decididamente, ésta no es la República que esperábamos», decía mirando el queso cada vez más endurecido y sudoroso. «Demasiados intereses creados, demasiados resabios contenidos, demasiados partidos…» Luego se llevaba la mano al estómago: «Es como si tuviera aquí adentro todos los partidos enquistados.» Mi madre le aconsejaba: «Deberías consultar a un médico.» Aquel tipo de sugerencias irritaba mucho al tío Rodolfo: «Para esos menesteres, me basto y me sobro», decía.
Adelgazaba: la ropa se le iba quedando ancha y el cuello de la camisa cercaba una piel apergaminada cada vez más pálida.
También mi madre había cambiado. Ya nunca se mostraba alegre: decía que las noticias del periódico la inquietaban. Un día me comunicó:
– Se ha disuelto la orden religiosa de tu colegio.
– ¿Y eso qué puede importarte?
– Es un atropello, Carlitos: un golpe bajo.
Aquella reacción suya se me antojaba inaudita. Mi madre jamás se había preocupado por los problemas eclesiásticos.
– ¿Qué opina el tío Rodolfo de eso?
– Tampoco está conforme. Esa medida va contra sus ideas liberales. Al fin y al cabo, los curas son hombres como los demás.
Y de repente me di cuenta que se estaba expresando exactamente igual que los Moraldo, los Repecho, los Sobrado…
Traté de evocar mis épocas de estudiante: recordé al padre Segundo, tan inmerso siempre en su idealismo religioso; al padre Celestino tratando de encarrilarme hacia lo que él llamaba «el camino del bien». Imaginé también la alegría de Paco cuando le comunicaran que ya no podría volver allí: «Lo tienen merecido por injustos», acaso dijera.
– Espero que no los maten -comentó mi madre.
– ¡Qué cosas se te ocurren, mamá!
– Deberías despedirte del padre Celestino, Carlitos. No olvides todo lo que hizo por ti en el colegio; es cosa de bien nacidos acordarse de los postergados.
Me presenté allí el día que salió de España. Fue un encuentro breve, incómodo y extraño. Había un revuelo grande en la comunidad. Todos se afanaban por ultimar detalles. Había que darse prisa. Un cerco de curiosos rodeaban los camiones que debían trasladarlos a la frontera. El padre Celestino, en aquellos momentos, era un cura más: un estigmatizado por la República. Recuerdo que el frío se calaba en los huesos y el viento arremolinaba las sotanas, como banderas lúgubres.
Cuando me vio, se quedó frente a mí, estático, grave:
– Gracias por venir -dijo.
El barullo que nos rodeaba iba en aumento. Algunos entre el público los abucheaban, los insultaban. Los curas, impasibles, cargaban con sus maletas, sus fardos, su fracaso y su humillación.
– Lo siento -murmuré.
Bajo el abrigo le asomaba la sotana algo manchada de barro. Dejó su maleta en el suelo y se acercó a mí.
– Mal tiempo te ha tocado vivir -dijo-. Una época de lobos hambrientos.
– Procuraré sortearlos.
– Tendrás dificultades.
Me habló entonces de la futura promulgación del Estatuto. «Será el primer paso a un separatismo…»
– Si España se divide…
Me acordé del señor Jaume, el jefe contable del Banco. También él hablaba del plebiscito de Cataluña, también él esperaba que aquél fuera el primer paso para que las Cortes aprobaran el Estatuto catalán.
– …y el divorcio, y la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer… -Parecía cansado. Cambió de conversación-. Fue una lástima que abandonaras el colegio. Paco Moraldo te echó mucho de menos.
No debió mencionar a Paco: la herida estaba aún abierta.
– El pobre se vio en aprietos. No pudo acabar el curso. Le faltaba tu ayuda.
– No importa: la amistad entre Paco y yo no fue más que un intercambio de explotaciones.
Frunció el entrecejo. Me escudriñó de arriba abajo. Los demás curas lo acuciaban: había que darse prisa. Preguntó de pronto:
– ¿Seguirás teniendo fe?
Daba la impresión de que le apremiaba saber aquello. Era como si no pudiera marcharse hasta que yo le hubiera contestado. Mi silencio debió de fulminarlo. «Sin fe no se puede vivir…» dijo.
Hubiera querido desmentirle lo que estaba pensando.
Pero solamente dije:
– En los hombres no puedo creer.
– Yo hablaba de Dios.
– Se esconde demasiado…
El padre Celestino respiró hondo:
– Si no se escondiera, la fe no sería necesaria…
Me fijé en la maleta que había posado en el suelo. Tenía la cerradura rota y la habían atado con una cuerda. No sé por qué aquel detalle me conmovió tanto.
– Sin fe nada logrará satisfacerte, Carlos: recuérdalo… Te encontrarás siempre vacío.
Quería convencerme de aquello en unos pocos minutos: no quería marcharse sin verme reaccionar.
– Es posible -repuse-, pero no puedo evitarlo.
Movió la cabeza de un lado a otro; palidecía, el viento arrastraba su pelo hasta la frente.
– Me siento culpable -dijo-. No he sabido ayudarte, ni comprenderte, ni encauzarte… He fallado, Carlos. Si al menos me quedase tiempo…
Pero el tiempo se iba y la mayor parte de los curas estaban ya en el camión.
– No se atormente -le dije para sosegarlo-. Hubiera sido lo mismo.
Me acordaba de aquellas mil pequeñeces que jamás le había dicho, de aquel innumerable ejército de insignificancias (engorrosas y torpes) que me obligaban a actuar como un autómata y a seguir impulsos que ni yo mismo habría sabido definir… ¿Qué hubiera podido hacer el padre Celestino para defenderme de todo aquello?
– Yo hubiera encontrado la fórmula… Dios me habría ayudado… Pero no te busqué: te dejé marchar…
Se autoacusaba. Necesitaba hacerlo. Ignoraba que la culpa de todo radicaba en mi silencio, en el horror que me causaba hablarle de mi madre, de mis problemas internos, de todo lo que provocó la crisis de aquella fe mía, tan poco consistente y tan subjetiva.
– Vas a encontrarte terriblemente solo, hijo mío.
Se oían bocinazos, murmullos, exclamaciones. Y su voz se perdía en aquel caos helado. Quedaban las palabras en simples trámites, enseres inútiles que para nada iban a servir.
– Debí comprender mejor lo que te pasaba… Debí…
Vinieron a interrumpirnos. No podía entretenerse. Lo estaban esperando. Se iba. Me dio un abrazo apresurado. Subió al camión, todavía ágil, todavía lleno de vitalidad, pero con su culpa a cuestas. Me marché de allí antes que el camión se pusiera en marcha. También aquella escena había marcado el final de una etapa: en adelante pensaría: «Aquello ocurrió antes de la expulsión de los curas, o después…»
Años más tarde recuerdo haberle hablado a don Pablo de aquella despedida. «No podía con su culpa -le dije-; sin embargo, era inocente.» Y su respuesta fue tajante: «Es peor sentirse inocente cuando se es culpable, Carlos: mucho peor.»
Pero entonces, don Pablo no había roto aún el cerco que lo aislaba de todos y yo seguía siendo el botones miserable que se dejaba sobornar por dos sinvergüenzas. Tampoco simpatizaban con don Ramón Pérez, el asesor jurídico. Decían de él que tenía dos caras, que se pasaba la vida trayendo y llevando chismes y que, por descontado, «barría para dentro» todo lo que podía. Le habían sacado el mote de Ratoncito Pérez por su forma de andar, como si los pies apenas rozaran el pavimento. Por los pasillos se escurría rápido, camuflado entre sombras y muebles: «Le gusta esconderse para pescar conversaciones», decían de él los J. J.
Ramón Pérez era bajito, miope y vivo como una ardilla. En aquel tiempo era muy joven, pero sus gafas de cristales gruesos, lo envejecían: «Un perfecto indeseable.» No ignoraban que cuando el Ratón se proponía hundir a una persona, lo conseguía. Por eso lo respetaban aunque lo odiasen.
A veces lo imitaban: creían que, imitándolo, lo desposeían de la dignidad que unos y otros le conferían. Montaban entre los dos hermanos una conversación hipotética que fingía ser un remedo de conversación entre don Alberto y el Ratón: «Al gano, don Amón: ¿qué noticias me tae?», decía don José, a lo que don Jesús contestaba adoptando la voz del abogado: «La regularidad y permanencia han sido las características más destacadas, don Alberto…» Y el otro se apresuraba a decir: «Menos ees, don Pablo, menos ees.»
Así se divertían aquellos bellacos. Guaseándose sobre las erres de su hermano y destruyendo los pedestales de los que le guardaban fidelidad. Era notorio lo mucho que lo envidiaban. No le perdonaban su capacidad, su ascendencia, su bondad.
Todas aquellas cosas las comprendí más tarde: en aquellos momentos mi única obsesión era el uniforme de botones y la presencia de Estrella. Había algo muy procaz en su mirada y en la forma de moverse; sin embargo, en ciertos momentos parecía una niña, una criatura indefensa que no supiera cómo recalar en la vida.
A veces, cuando se cruzaba conmigo en el pasillo, la agarraba por el brazo, pretendía besarla: «Serás descarado…» Y se desprendía de mí con la agilidad de una lagartija. Su constante coquetería me traía en vilo: al margen de los jefes de sección, todo el personal se metía con ella, salvo Juan Villoria, naturalmente, que encima la llamaba «Señorita Estrella».
Había una vitalidad grande en la negrura de su uniforme y de su cabellera. Una vitalidad que a veces llegaba a doler: la distancia que mediaba entre ella y yo era demasiado grande para que no me doliera. Tenía la impresión de que Estrella sería siempre inalcanzable, «tanto como su nombre», pensaba. Pero a veces me sentía audaz. Le decía que, por su culpa, no había podido dormir en toda la noche. Ella lo tomaba a broma y me contestaba con un desplante: «No seas precoz y suénate, que te cae el moquillo.» Aquellas asperezas me desmontaban el alma; era lo mismo que si Lolita volviera a llamarme mamarracho. En realidad, lo era: bastaba mirarme al espejo, metido en aquella funda azul celeste, con doble hilera de botones dorados y el cuello alzado (como el chófer de los señores Moraldo) para comprender que los desdenes de Estrella eran más que justificados.
Sin embargo, aquellos desaires servían de acicate para mis estudios. «Cuanto antes los termine, antes saldré del pozo», pensaba. Confiaba en que, una vez conseguido el peritaje, don Alberto me destinaría a una sección determinada.
Cuando evoco aquella terrible atracción que Estrella ejercía sobre mí, me doy cuenta de que tampoco aquello era amor: era una forma de sentirme hombre, de acariciar mi vanidad. Pero entonces, para mí, la encarnación del amor era Estrella. Lolita se había esfumado; ni siquiera me acordaba de ella. Lolita era un cuadernito quemado y una sombra de almendro sobre una mesa blanca.
A veces el tío Rodolfo, cuando me veía ceñudo, me preguntaba por mi trabajo. Yo solía responderle que estaba hasta la coronilla de soportar impertinencias. «Procura tener paciencia, hijo: luego será distinto.» Lo decía alicaído, sin las energías que siempre lo habían caracterizado: «Hablaré con don Alberto a la primera ocasión.» Pero el tiempo pasaba y don Alberto no daba muestras de acordarse de mí.
Por aquel tiempo mi madre pasaba horas y horas con la vecina. Un día nos informó al tío Rodolfo y a mí:
– La vecina, por fin, se ha divorciado.
Fue así como me enteré que la vecina tenía un amigo:
– Al menos, ahora podrá regularizar su situación.
– Entonces, ¿volverá a casarse? -pregunté.
Instintivamente miré al tío Rodolfo. Por unos instantes cruzó mi mente la idea de que tal vez también él fuera a divorciarse para casarse con mi madre. Hubiera sido horrible. Una cosa era tener al tío Rodolfo como protector, y otra compartir con él la casa, el baño y la cocina. Además existían sus tres hijos (los de los churros) y la mujer de las cerezas (la rica señora de las cerezas). Hubiera sido descorazonador pensar que por culpa de mi madre aquella familia fuera a desmoronarse. El escándalo hubiera trascendido, la gente se hubiera enterado…
Pero la desazón me duró poco. Ni mi madre ni el tío Rodolfo admitían el divorcio.
– España se está pasando -dijo él-. Con todos esos juegos pirotécnicos, lo único que se consigue es engrosar las filas de los monárquicos. Nos vamos de un extremo a otro.
Y para reforzar su tesis añadió que ni siquiera el propio presidente de la República era partidario del divorcio.
– Se está perdiendo el sentido de la decencia.
Era curioso oírle hablar con tanto aplomo e intolerancia sobre algo que, en el fondo, venía él practicando impunemente. Como la mayoría de los burgueses de entonces, el tío Rodolfo consideraba que el divorcio era propio de gente inculta, plebeya o inserta en la bohemia:
– Fíjate bien, Remedios: ni una sola persona decente se divorcia. Todavía hay clases.
Preferían el adulterio, el tradicional y prestigioso adulterio: aquel ensalzado adulterio que a nada comprometía; libre de compromisos legales y de encadenamientos económicos.
El tema del divorcio pareció exasperar al tío Rodolfo. Recuerdo que cogió el periódico y lo estrujó entre las manos como si quisiera triturar las noticias que acababa de leer:
– No hay medida: nos falta sentido de la proporción -decía-. Ahora hablan de la reforma agraria. De repente les ha dado por decir que la masa obrera está preparada para regir la industria agrícola. ¡Toma castañas, majo! ¿Has oído un disparate mayor, Remedios? Es lo mismo que si Carlitos -y me señaló a mí- diera en ser nombrado presidente del Consejo de la Banca Salcedo… ¡Lo mismo! Las gentes del campo, sabrán mucho de siembra y siega, pero ¿qué caray sabrán ellos de sistemas productivos?
La alusión a mi presidencia en el Consejo me llegó al alma. Aunque yo mismo no quisiera confesármelo, intuía, ya entonces, que mi meta era aquélla. Fue al decirlo él cuando la vislumbré en mi horizonte como una mota todavía pequeña, una especie de historia, todavía por escribir, de alguien que pudiera parecerse a Ford o a Rockefeller o a March… «¿Sabes… cómo empezó su fortuna ese tal Ford? Nada menos que recogiendo alfileres del suelo. Todo cuanto veía lo conservaba. Es el principio del ahorro, el imprescindible principio…» También yo había recogido alfileres y corchetes y tijeras, pero no para ahorrar, sino para que mi madre se abstuviera de agacharse. Y me preguntaba si también Ford o March, o Rockefeller, se habrían enamorado, en su adolescencia, de una secretaria mayor que ellos, con pelo y uniforme negros y una sonrisa burlona fluctuando constantemente en los labios.
El tiempo pasaba lento en aquella época. Era un pasar eterno que no modificaba nada y que lo dejaba todo como embebido en viscosidad. Se comprendía que pasaba porque los pantalones se me iban quedando cortos y estrechos, pero por nada más. En el Banco todos seguían utilizándome como si fuera una máquina que anduviera: «Vamos, Hondero: tráeme un cortado y límpiame las botas.» Y yo obedecía, procurando que Estrella no me viera arrodillado ante los empleados, lustrando calzados, o cepillando los bordes de los pantalones.
La primavera llegó hasta el Banco envejecida: cansada de su propia lentitud. La inestabilidad que se extendía por todo el país, no podía ser ajena a la empresa. Los pasivos disminuían, los créditos se restringían, las letras quedaban impagadas, los números rojos aumentaban y las suspensiones de pago empezaban a ser endémicas. Jaume Palafell, el jefe de contabilidad, realizaba equilibrios para mantener en forma la sección: Pedro Villalta acababa de ser violentamente despedido del Banco por (según decían) haber descubierto cierta información secreta a la competencia, y el departamento de Contabilidad andaba escaso de personal. Paquito, su ayudante de tercera, no conseguía la altura del antiguo empleado y Jaume Palafell se mostraba agobiado. Jaume Palafell (el señor Jaume como lo llamaban todos) era un puntal en el Banco; su honradez consumada le había dado fama de hombre insobornable; por eso, cuando había ocurrido el incidente de Pedro se había sentido herido como si el que hubiese estado en falso fuera él: «Pensar que trabajaba conmigo y yo no me daba cuenta…»
Pedro Villalta había dejado en el Banco un recuerdo amargo (hacía escasamente un mes que lo habían despedido): nadie se avenía a creer que aquel hombre joven, inteligente y de aspecto simpático hubiera cometido lo que se le imputaba. «Todavía no puedo creerlo…», se lamentaba el señor Jaume.
Pedro Villalta llevaba trabajando en aquella sección hacía cuatro años, y cuando yo ingresé en el Banco era de los pocos empleados que me trataban con manifiesta consideración. También yo sentía que se hubiera marchado. «De ahora en adelante no volveré a fiarme de nadie», decía el jefe con disgusto. De hecho Jaume Palafell era desconfiado incluso consigo mismo: a la menor duda consultaba con Ramón Pérez. Se encerraban luego los dos en el despacho del director gerente y allí deliberaban sobre las medidas que se debían adoptar para vencer la crisis.
Según Jaume Palafell, la Banca Salcedo (todavía local) corría el peligro de ser engullida por entidades más fuertes, acaso (eso era lo grave para él) centralizadas en la capital. «Todas las empresas catalanas están acabando así: devoradas por los madrileños», decía en castellano para que don Ramón lo entendiera: «Como no aprueben pronto el Estatuto, dentro de poco Barcelona será la alfombra de Madrid.» Jaume Palafell era separatista: sin disimulos, con todas las agravantes y todas las responsabilidades que acarreaba el vocablo. Tenía la convicción de que sólo una Cataluña libre podría salvar a los catalanes de la servidumbre y la esclavitud madrileña. Su distingo sobre la geografía ibérica era muy sencilla: Portugal, Castilla y Cataluña. Él, por supuesto, se jactaba de no haber salido jamás de su «país»: «Nací en Cataluña y moriré en Cataluña»; y cuando don Ramón le gastaba bromas sobre el particular, medio en broma y medio en serio, el señor Jaume le llamaba «extranjero»: «Siempre lo he dicho: Madrid para mí es el "extranjero", conque ya sabe lo que pienso.» No le importaba decir cosas así delante de quien fuera, aunque su interlocutor fuese el propio don Pablo: «Usted es distinto -advertía-, usted merecería haber nacido en Cataluña»
Su respeto por don Peca-Cura era grande. Creo que, entonces, sólo don Alberto y el señor Jaume conocían la verdadera condición de don Pablo; quizá por eso, cuando se refería a él, lo tratase como si aquel hombre perteneciese a otra esfera y, pese a su condición de castellano, tuviese los méritos que negaba a los de su tierra.
Don Pablo lo miraba condescendiente: jamás le llevaba la contraria y a menudo, cuando creía que Jaume Palafell podía molestarse, añadía un discreto «con perdón», que el otro agradecía ceremoniosamente: «Uno ha de tener su criterio.» y cuando se terciaba añadía: «Eso no quita que los demás puedan opinar. Para algo nos hemos democratizado.»
Como buen liberal, Jaume Palafell había votado la República: «Pero sólo como recurso», advertía. «Conste que para mí, la República es únicamente un paso.»
El sueño dorado de su vida era ver a su región convertida en un especie de país: una tierra autónoma, libre y unificada por la belleza fonética de su idioma.
El catalán de Jaume Palafell era fluido, sedoso, pulcro y musical. Le gustaba pronunciar las palabras lentamente, como si las saborease. «España sería menos adusta si en vez de haber adoptado el castellano como idioma oficial, hubiese adoptado nuestro idioma.» Y añadía indefectiblemente: «Cosa que muy bien hubiera podido acontecer.»
Aseguraba que el lenguaje influía en los pueblos: «Los caracteriza…», decía.
Y añadía que, por eso, en gran parte, la gente de fuera de Cataluña era tan áspera y tan dura:
«En cuanto a la cultura, que no me vengan con pamplinas: poetas, músicos, pintores… Todos los artistas importantes tienen apellidos catalanes.»
Comprendí pronto que si me hacía amigo de aquel hombre, su carácter sensible, su exceso de trabajo y el hueco que había dejado Pedro Villalta le obligarían a decantarse hacia mí.
La sección que él dirigía estaba en pleno caos: Paquito no rendía lo suficiente. Todo era cuestión de espabilarme para horadar obstáculos.
Empecé ayudándolos desinteresadamente, procurando aligerar el trabajo y espoleando mis conocimientos recién aprendidos en la Escuela de Comercio.
El señor Jaume se mostraba complacido:
– Muy bien. Hondero, muy bien: un gesto muy generoso…
Cuando al fin conseguí que me trasladaran a su sección, me recibió ceremoniosamente, tendiéndome la mano y dándome la bienvenida:
– Muy honrados de tenerlo entre nosotros…
Jaume Palafell jamás tuteaba a nadie: ni siquiera a Juan Villoria. Decía que, para ser respetado, no había mejor medio que respetar.
– De ahora en adelante, podrá usted prescindir del uniforme.
Recuerdo que, al oír aquello, vi a Estrella rezagada tras la ventanilla de la sección: sonreía y me guiñaba.
Jaume Palafell no tardó en preguntarme a qué partido pertenecía. Le repuse que no entendía de política:
– Pues hay que entender y definirse, y ser consecuente.
Luego me sometió a un pequeño examen: los principios esenciales para llevar un Diario; los asientos, las reglas para discernir cuándo debía emplearse el debe y el haber.
Y planteaba problemas con zancadillas para hacerme tropezar. Ignoro aún por qué sondeaba en mí aquel tipo de conocimientos.
Daba la impresión que el que iba a llevar los libros era yo.
En realidad, mi tarea debía ser mucho más simple: archivar, prever, tomar datos, calcular tantos por ciento y manejar números secundarios en diversas operaciones.
Al salir de allí, Estrella me esperaba junto a la puerta:
– Enhorabuena, Carlos.
Y me miraba como si ya no llevase uniforme. Enseguida preguntó:
– ¿Cuánto vas a ganar?
– Cien pesetas.
Lo dije con petulancia, como si se tratara de millones.
– Eso está muy bien para tu edad.
De nuevo mi edad: mi pajolera edad. Era inútil que presumiera de empleo; en el fondo, para Estrella seguía siendo Carlos Hondero, adolescente. Estrella rompió a reír y yo estuve a punto de pegarle por aquella risa.
– No te enfades, hombre: lo he dicho en broma. Ya sé, ya sé: tienes mucha experiencia…
Y se fue hacia el fondo del pasillo, contoneándose, avivando mi coraje, mi frustración, mi terrible y acuciante deseo de ella.
Lo que menos soportaba eran sus prolongados encierros con los J. J. (A veces llegaba a pensar que se acostaba con ellos por turno.) Tenía la impresión que aquellos dos hombres la manchaban y la envilecían. Lentamente me iba enterando de las turbiedades de sus manejos. Ya no eran sólo las juergas sicalípticas lo que ensuciaba los despachos del fondo; había algo más: las actividades profesionales, las especulaciones comerciales que aquellos dos sujetos desplegaban a espaldas de su hermano, sin escrúpulos de ninguna especie y respaldándose en el prestigio del Banco. Al parecer, incluso habían llegado a negociar basándose en terrenos inexistentes. Pero lo habían hecho con tal arte, que nadie había podido pillarlos con las manos en la masa.
Muchos de sus tejemanejes tenían su origen en el agobio de algún desesperado que recurría a ellos a través de la propia mujer. Si la recién llegada era fea, la mandaban salir de allí adoptando aires ofendidos y negándose a toda clase de diálogo. Pero si la intermediaria era bonita, todo acababa bien. A los pocos días se presentaba el marido: iba cargado de papeles. Los J. J. se encerraban con él horas y horas. Luego llamaban a Estrella y le decían: «Escribe al Ministerio de Hacienda. Redacta tú misma la carta. Ya sabes: como la del otro día. Solicita el plazo de una semana…»
Todo eso lo iba yo averiguando lentamente, como había averiguado el amancebamiento de mi madre. Desde la sección a que me habían destinado, era fácil detectar ese tipo de cosas. La situación financiera de la empresa y de los que la dirigían se volvía diáfana.
Los momentos eran difíciles para la economía del país: los proyectos de expansión fluctuaban entre un capitalismo socializado y una socialización capitalista: dos situaciones parecidas pero difíciles de compaginar. Fue una época de gran actividad para Ramón Pérez: «Ese madrileño tiene recursos para todo», comentaba el señor Jaume.
De pronto, un día se sintió comunicativo. Miró hacia el fondo del pasillo y dijo abiertamente: «Las cosas funcionarían como una seda si no fuera por esos dos incordiantes.» Tampoco él era partidario de los J. J. Conocía demasiado sus triquiñuelas particulares para tolerarlos sin reservas. «Acabarán estrellándose cuando menos lo esperen.»
Hablaba para sí mismo, igual que si pensara. Me fijé en Paquito: movía la cabeza asintiendo: era evidente que tampoco él simpatizaba con los J. J. En realidad, nadie en la empresa, salvo Estrella, parecía simpatizar. Por lo bajo Paquito me decía: «Están al borde del precipicio.» Y comprendí que Jaume Palafell tenía fundamentos sólidos cuando argumentaba que los J. J. iban a arrastrarnos a la ruina. Pero entonces yo no podía saber lo que, al poco tiempo, iba a ocurrir.
Paquito era algo mayor que yo y llevaba dos años metido en el Banco, ayudando al señor Jaume. «Aproximadamente los mismos que don Peca-Cura lleva de director general», me aclaró. Supe entonces que también don Pablo era nuevo en la empresa. Don Alberto lo había nombrado director al morir su antecesor y quedar la plaza vacante. «Un hombre raro, pero muy sagaz», aseguraba Paquito.
Para contentar al señor Jaume, Paquito se expresaba en catalán y se declaraba separatista, pero en realidad (no tardé mucho en averiguarlo) Paquito tenía otro tipo de aspiraciones políticas. Aunque no lo confesara abiertamente (entonces aquellas tendencias hubieran hecho peligrar su empleo) soñaba con sistemas internacionales y cambios ecuménicos. Era, como yo, hijo de viuda y, según decía, su madre estaba enferma: «Al menos la tuya trabaja, pero la mía no puede.» Comprendí enseguida que Paquito era un nido de rencores sociales, de diatribas contra la injusticia humana y de ataques directos contra el capital. Pero trabajaba en un Banco privado y no le quedaba otro remedio que apechugar con todo lo que odiaba. Aunque no podía admitir el sistema, estaba viviendo de la empresa, y aquel factor condicionaba su silencio y su prudencia. Pero cuando su madre empeoraba, el disimulo decrecía. Se le ponían los labios tensos y la voz le salía gangosa: «Hasta que España no adopte una conciencia mundialista…» Cuando el señor Jaume escuchaba susurros, nos mandaba callar: «Mientras se trabaja, no se habla.» Era riguroso no sólo con los demás, sino consigo mismo y no perdonaba el menor desliz. Amaba la Banca Salcedo como si fuera algo propio: como si al tiempo que se hubiera creado, él hubiese empezado a nacer. No había horas para su trabajo. Más que trabajar para vivir, daba la impresión de que vivía para trabajar: para dejar su huella en cada talón que ingresaba o en cada operación que pasaba por sus manos. Su gran aspiración era ésa: ser útil, sin ambiciones, sin afán de lucro: sencillamente por idealismo.
Creo que nunca he conocido un hombre más idealista que Jaume Palafell. Me pregunto qué hubiera hecho ahora, en este mundo tan necesitado de ideales y tan invadido de ideas. Jamás hubiera podido avenirse con la Banca Salcedo de nuestros días, extendida por toda la región, ramificada en toda España (incluida aquella ciudad que detestaba porque se llamaba Madrid), con sus horas de trabajo estrictas e inviolables, sus conatos de huelga parodiando protestas sordas y sus computadoras sustituyendo al hombre.
Y pienso que tal vez haya sido mejor que muriese antes de sentirse estafado por el desarrollo (españolizado y antirregionalista) de aquella empresa que hasta cierto punto consideraba suya, y un poco también de aquel Estado Catalán (breve y quimérico) perdido ya entre los escombros de una historia sin memoria. Jaume Palafell era inteligente, tenaz y sobre todo bueno. Por eso Paquito se esforzaba tanto en ocultarle sus verdaderas tendencias, porque en el fondo tenía miedo de su rectitud.
Sin embargo, a mí Paquito no me engañaba. Su forma de pensar era cada vez más diáfana. La iba pregonando en mil detalles. Uno de ellos lo constituían los hijos de don Alberto, cuando periódicamente nos visitaban: «Ya los tenemos aquí», decía Paquito entre dientes. Era un rito establecido. Primeramente iban los tres al despacho de su padre, luego, acompañados por él, recorrían las distintas secciones del Banco. Cuando entraban en algún lugar, los empleados se ponían en pie y don Alberto decía: «Aquí están mis heeus: Jodi, Quimet y Tomé.» Los tres eran rubios, como él, altos para su edad, de ojos claros y movimientos tranquilos, pero las facciones eran de su madre. Con ademanes mecanizados iban estrechando manos uno tras otro. Los empleados sonreían, saludaban y departían con ellos con la familiaridad democrática que a don Alberto tanto le gustaba fomentar. Como los J. J. no tenían hijos, don Alberto daba por sentado que aquellos tres niños iban, con el tiempo, a convertirse en los amos de la Banca Salcedo, y ponía mucho empeño en que el personal fuera acostumbrándose a ellos.
Los recuerdo muy bien: eran tres caras sin relieve; tres dibujos de Ingres, planos, sintéticos. Criaturas que, sin poderlo evitar, iban despidiendo vacío: tres cuerpos a medio crecer que, de antemano, advertían su imposibilidad de hacerlo. Pero don Alberto no parecía intuir que aquellos niños jamás llegarían a ser hombres. Cuando se iban, Paquito volvía a sus indirectas: «Así ¡ancha es Castilla! ¡En cuanto nacen se les da todo hecho!» No admitía que aquellos niños pudiesen heredar algún día todo lo que se desarrollaba gracias al trabajo nuestro: los que estábamos a sueldo; aquel sueldo que le permitía mantener, a medias con el de su hermana, la existencia de una madre enferma. «Y luego se creerán los dueños y presumirán de poderosos.»
Por contraste, la reacción de Jaume Palafell era completamente opuesta: «Ya los ha visto usted, Hondero: con el tiempo serán ellos los responsables del Banco. Cuando llegue ese día, procure usted ayudarlos con lealtad, como he hecho yo con su padre. Van a necesitarlo. Yo me habré jubilado y es posible que usted ocupe mi puesto.» A Jaume Palafell le gustaba hacer proyectos: pertenecía a una generación en que todavía se consideraba lógico planear para el futuro.
En cierta ocasión le dije:
– Dios sabe lo que ocurrirá cuando lo jubilen… Es usted muy joven aún y pueden suceder mil cosas.
No me resignaba a admitir que mi meta consistiera en sustituir Jaume Palafell. Era imposible que yo, algún día, fuera capaz de estancarme en la ingrata sección de Contabilidad. Sin embargo, Jaume Palafell no aspiraba a más. Le parecía que nada podía enaltecer tanto a un hombre como una jubilación honrosa: «Es como ganar una carrera, o aprobar unas oposiciones difíciles… malo es no tener hijos.» Aquella lacra era el gran fallo de su vida, su terrible mancha negra. «Un hombre sin hijos es un hombre a medias», decía siempre. «Poco más o menos lo que les ocurre a ésos.» Ésos, naturalmente, eran los J. J. Pero a los J. J. no parecía importarles demasiado la falta de descendencia. La vida para ellos era simple juerga, sin más aspiraciones que las de rellenar el día de satisfacciones personales. La política les importaba poco; sin embargo, habían jugado su baza fuerte apostando por la República. Eran liberales por comodidad, no por sentido de justicia. Tal vez por eso, cuando ocurrían desmanes cogían el portante y se iban al extranjero. Sus ausencias me irritaban, porque Estrella dejaba de asistir al Banco.
Aquel verano los acontecimientos políticos iban embrollándose cada vez más. En Madrid y Sevilla se había intentado un golpe militar sin consecuencias: el general Sanjurjo fue condenado a muerte, pero el indulto no tardó en llegar. Los pequeños intentos monárquicos morían a poco de nacer: les faltaba coherencia y apoyo masivo. Por eso nadie los consideraba virulentos. Los cabecillas rebeldes eran deportados a lugares insólitos, como si el hecho de alejarlos de la península fuera suficiente garantía para la República. Y mi madre, como siempre, temía: «Son ganas de incordiar ¿Cómo se convencerán que lo que España quiere es una República consecuente y nada más?»
Aquellas vacaciones las pasé estudiando: quería adelantar cursos, prepararme para examinarme de algunas asignaturas en la convocatoria de septiembre. El tío Rodolfo ya no venía por las mañanas: nos visitaba al atardecer: decía que la canícula arreciaba y que se cansaba mucho llegándose hasta la calle Fernando a pleno sol. «La ciudad a esas horas parece un horno.» Al hablar soplaba como un viejo y sus palabras iban acompañadas de un sonido lacerante y desacostumbrado. Bajo la campana de cristal ya no había queso. Era igual que contemplar un nicho vacío en espera del cuerpo.
Me molestaba que mi madre no retirase de una vez aquel objeto inservible. Ahora pienso que, a lo mejor, lo dejaba allí para no claudicar, para convencerse a sí misma de que pronto el tío Rodolfo reanudaría sus mañanas queseras. Pero aquellas mañanas jamás se reanudaron. Todo en el tío Rodolfo había cambiado. Su risa era simple sonido y sus frases cada vez más parcas.
En cuanto llegaba se instalaba en el silloncito junto a la ventana del comedor y miraba la calle con un columbrar pasivo, callado y lleno de interrogantes. Se asía a cualquier detalle para abstraerse y evitar el parloteo. Había un asomo de envidia en sus pupilas cuando veía pasar la gente. Eran caras conocidas, personas que, a lo largo de los años, habían circulado por allí de un modo rutinario: el borracho que cantaba, la vendedora de cerillas, los niños que jugaban en las aceras… Había gentes cachazudas (como la sorda cojitranca y el abuelo reumático). Y había gente apresurada, como si la prisa fuera la única finalidad de sus vidas y jamás pudieran detenerse. También había perros merodeando, buscando, incansables, desperdicios estancados en las bocas de los sumideros o cerca de algún bar. Luego cerraba los ojos como si soñara. Pero no dormía. Tal vez los cerrara para retener en la mente todo lo que estaba viendo, como si quisiera acumular recuerdos para echarlos de menos cuando ya no le fuera posible sentarse allí, junto a nosotros.
En cambio, mi madre se había vuelto locuaz: probablemente quería compensar el silencio del tío Rodolfo, para que su callar no fuera tan descarado ni tan punzante. No se resignaba a que aquella voz y aquella risa (que antes lo abarcaba todo y lo caldeaba todo) se fuera apagando de un modo tan irremediable. Refería minucias, cosas sin verdadera consistencia: temas socorridos que no conducían a ninguna finalidad concreta.
Lentamente, todo en aquel piso se estaba volviendo insípido y desabrido. Nada lograba verdadero relieve.
Mi tristeza se acentuaba cuando, al llegar al Banco, percibía el vacío de Estrella. Hacía ya mucho tiempo que los J. J. se hallaban fuera de España y Estrella tenía permiso para ausentarse.
Hasta que un día volví a verla. Nos encontramos de sopetón cuando yo llegué al Banco:
– No puedo creerlo…
Me miraba como si contemplase un aparecido o un ejemplar de la selva:
– Increíble… Nunca imaginé que se pudiera cambiar tanto en tan poco tiempo.
Venía de la calle, como yo, y no llevaba el uniforme puesto. Recuerdo que vestía un traje floreado, de escote pronunciado y sin mangas. Estaba tostada por el sol y sus ojos parecían todavía mayores:
– Tú en cambio sigues siendo la misma -le dije-. Más morena y si cabe más guapa.
– He ido a la playa.
Lo decía con cierta timidez, como si mi cambio la impresionara.
– Podías haber avisado: te hubiese acompañado -le dije.
– Todavía estás a tiempo.
No podía creer lo que me estaba diciendo. Imaginé que bromeaba: «¿Por qué iba a bromear?» El cristal de la puerta reflejaba nuestras efigies; ya no se veía tanta diferencia de edad entre nosotros. Agarré su codo antes de entrar:
– ¿Quedamos para el domingo?
– Hace.
La vi perderse enseguida hacia el fondo del pasillo, camino de los lavabos. Era como un sueño: como flotar en algodones. No imaginar que Estrella hubiera accedido a ir conmigo a la playa. Aquel día el señor Jaume tuvo que llamarme varias veces atención: «Hondero, que se me desliza…» En efecto: me deslizaba. Me iba hacia regiones que nunca soñé conseguir. Veía a Estrella en mis brazos, sometida a mi cambio, a mi nueva apariencia de hombre.
Y al final llegó el domingo: era un domingo soleado, estruendoso, como si no perteneciese a septiembre. Nos encontramos en la Barceloneta, en el lugar convenido y a la hora precisa. La vi venir de la caseta de baños metida en un albornoz azul, el pelo sujeto por una redecilla, para que el viento no la despeinara. Llevaba un traje de baño Jenzen, de color negro, y faldita escasa. (Entonces las mujeres jamás se bañaban con maillot.) Y al tenderse a mi lado pensé que nadie podría ser más feliz de lo que lo era yo en aquellos momentos.
La playa estaba casi desierta y el oleaje era grande. Recuerdo que el viento irritaba la superficie y las olas parecían concentrarse a medida que el viento arreciaba.
– Es como si estuviera soñando… -le dije.
Estrella no contestó. Me miraba: le gustaba mi bañador. Era también de lana con listas rojas y azules hasta la cintura; el pantalón era negro y tenía una media falda delantera.
Imagino lo que ocurriría ahora si nos presentáramos en alguna playa con aquel par de modelos. Sin embargo, en aquellos momentos yo me sentía casi desnudo.
– A veces se olvida uno de que en esta ciudad hay mar.
Estrella me preguntó si sabía nadar. Le dije que sí.
– Acompáñame: yo no sé.
El frío del agua le obligaba a ensanchar el busto y a respirar entrecortadamente:
– En agosto el mar estaba caliente -decía.
Y se aferraba a mí para defenderse del oleaje, del frío, de su impresión.
– ¿Sabes, Carlos? No te recordaba tan alto ni tan fuerte ni tan hombre…
Y su cuerpo se pegaba al mío, zarandeado por las olas, maltratado por el estallido del agua. Era dulce proteger a Estrella para que no se ahogara, era dulce poner la mano en su barbilla y sujetar su cintura: «Bracea, vamos, bracea; mueve los pies.» Era dulce comprender que su vida entera, en aquellos momentos, dependía de mí, de mi fuerza, de mi capacidad para sortear la brusquedad del mar.
Salimos del agua con la circulación acelerada, la piel enrojecida y la risa taladrando el aire. Nos tumbamos de nuevo en la arena, los cuerpos muy juntos.
– ¿Tienes novio, Estrella?
Negó ella con la cabeza, mirando el cielo.
– Entonces eres libre.
– Según para qué.
Intenté abrazarla, pero ella se apartó enseguida.
– No estropeemos la mañana -dijo-, hemos venido aquí para bañarnos.
– Yo he venido para estar contigo -repuse-. Para nada más.
Me sentía cohibido: no sabía qué partido tomar. La actitud de Estrella era un arcano para mí. Bastó salir del agua para que de nuevo se volviera distante, inasequible.
– No sé lo que me ocurre contigo -dije.
Ella no contestó. Continuó mirando el cielo, su perfil graciosamente incorrecto recortando el insulso paisaje de la playa.
De pronto se levantó. Se puso el albornoz y dijo:
– Es hora de marcharnos… No quiero llegar tarde a mi casa.
Así zanjó ella aquella mañana de septiembre; una mañana cálida aunque con los auspicios del otoño apuntando en las encrespadas olas que roían la playa. Al día siguiente volví a verla en el Banco.
– ¿Qué tal has dormido? -me preguntó.
– Peor que nunca.
Pero ella ya no me decía: «No seas precoz…» Bajó la vista entre halagada y esquiva y dejó escapar un «Este muchacho…» que ya no podía herir.
Fue aquel mismo día cuando Paquito intervino:
– Estás metiéndote en terreno pantanoso, Carlos.
Dejé de escribir y me volví hacia él. Su advertencia era inusitada.
– ¿A qué terreno te refieres?
– No te hagas de nuevas -repuso él-. Me refiero a la secretaria.
Y como viera que yo me quedaba embobado, insistió:
– Te aconsejo que te apartes de ella.
– ¿Y a ti qué cuernos puede importarte que me aparte o no me aparte?
Paquito tensó las mandíbulas e insistió:
– Yo sólo te advierto. Lo que hagas me importa un pepino. Pero mi consejo es que la olvides.
La conversación iba volviéndose desapacible: irradiaba presagios molestos, situaciones dudosas.
– Esa chica no es trigo limpio.
– Si te refieres a que no es virgen, debo contestarte que ya lo había sospechado. Así es que no me dices nada nuevo.
Me molestaba que me tomase por ingenuo. Pensé: «Debe de estar enamorado de ella, y Estrella no le hace caso; por eso habla de ese modo.» Paquito, al fin y al cabo, era un resentido, y los resentidos eran maestros en destrozar ilusiones.
– Una cosa es «no ser virgen» y otra cosa es ser puta.
Me puse en pie: me sentía una especie de D'Artagnan:
– Retira lo dicho o te rompo la cara.
Recuerdo que en aquel momento llegó el señor Jaume. Nos miró por encima de las gafas y nos obligó a guardar silencio. Paquito no tardó en susurrarme:
– De acuerdo: si quieres, retiro lo dicho. Pero ten presente que yo te he advertido.
Me fijé en el cuello de su camisa, raído y rozado, en los puños deshilachados, en su corbata sobada, sus pantalones arrugados: «Un resentido», pensaba. «Un asqueroso resentido.»
– Tengo bastante edad para saber lo que debo hacer -le dije.
Me brotaba un sudor frío por todo el cuerpo. La cara se me encendía de rabia y el susurro de Paquito era cada vez más hiriente:
– Está jugando contigo.
– Eso a ti no te va ni te viene.
– Pero soy tu amigo y me revienta que te tomen el pelo.
– A ti lo que te pasa es que tienes celos.
Paquito se llevó la mano a la boca y empezó a toser para disimular su risa.
– ¿Celos yo de esa zorra?
Aquella conversación a hurtadillas me dejó un regusto agrio. Volví a recordar a Estrella tumbada en la arena: su perfil nítido, sus labios de comisuras alzadas, sus ojos llenos de cielo. Y recordé el mar erizado de brisa y embravecido por corrientes hondas, recalando brusco junto a nosotros.
– Te prohíbo que la llames zorra.
Aquella semana transcurrió lenta, cuajada de dudas y esperanzas. Varias veces le rogué a Estrella que me esperase a la salida del Banco: le dije que tenía que hablar con ella… Pero Estrella nunca me esperaba; siempre salía del trabajo cinco minutos antes que yo.
Me quedaba la posibilidad del domingo. Pero aquel domingo amaneció lluvioso y desapacible. La llamé por teléfono. Me dijeron que había salido y que no pensaba volver en todo el día.
Me lancé a la calle esperando encontrarla. Conocía su dirección y me encaminé hacia su casa; confiaba aún en que la voz que contestara el teléfono, me hubiese mentido.
A pesar de los transeúntes que se dirigían a la iglesia, aquella mañana había una desolación grande en la calle de Fernando. Las campanas de San Jaime tocaban a misa (entonces rara era la calle que no recogiera campaneos) y los fieles acudían presurosos al lugar de la cita.
Atravesé la Rambla, llegué a Pelayo, subí por Balmes y me detuve en la esquina de Consejo de Ciento. Allí vivía Estrella, en uno de los pisos de aquel edificio. Me apoyé contra un farol cercano y encendí un cigarrillo. Entornando los ojos, todas las mujeres que veía pasar, podían ser ella. Pero ninguna lo era.
La lluvia caía fina y persistente como un calabobos melancólico que apenas mojaba. Pensé en lo que le diría yo a Estrella al día siguiente: «Estuve esperándote en tu calle por si te veía pasar…» Era una forma de estar a su lado, sin estarlo; un modo de hablar con ella, sin emitir palabras. No sé cuánto rato estuve allí aguardando algo que, de antemano, sabía que no iba a llegar.
Regresé a mi casa a la hora del almuerzo. Mi madre no hizo preguntas ni se fijó en la desolación de mi aspecto. Andaba preocupada por la salud del tío Rodolfo: «El otoño se presenta malo y el tío Rodolfo tose mucho», dijo.
Nunca me había sentido tan desamparado como entonces. Me restaba la esperanza de ver a Estrella al día siguiente. Pero aquel día Estrella no acudió al Banco. Al entrar en mi sección, Paquito me echó una ojeada displicente: «Te advertí que no tuvieras ilusiones, Carlos.» No quise averiguar; tenía miedo de lo que fuera a decirme. No acertaba a comprender cómo intuía mi desánimo. Tal vez lo llevara escrito en el rostro.
Al llegar la noche intenté hablar con ella por teléfono. Me contestó la misma voz del día anterior diciéndome que Estrella había salido de la ciudad por cuestiones de trabajo y que no regresaría hasta pasados varios días. Mi desconcierto era peor que mi orgullo herido. No había forma de imaginar lo que estaba ocurriendo.
Al poco tiempo las Cortes Españolas aprobaron el Estatuto Catalán. Jaume Palafell no cabía en sí de gozo.
– ¿Se dan cuenta? Ha sido aprobado…
Aquel día apenas se trabajó en el Banco: las novedades políticas soliviantaban al personal.
– Ahora es cuando va a empezar la prosperidad de Cataluña -decía Jaume Palafell.
Añadió que aquella novedad debía celebrarse y nos invitó a que fuéramos todos a su casa el domingo siguiente.
Septiembre estaba ya hacia la mitad del camino cuando Jaume Palafell nos recibió en su casa; era un día lluvioso y frío. Uno de esos días que prodigan resfriados y lesionan vidas pendientes de un hilo. Pero la alegría de Jaume Palafell parecía revestirse de verano.
Su casa no estaba lejos de la mía; más de una vez, al salir del Banco, habíamos hecho el recorrido juntos hasta la bifurcación de Fernando. Yo solía decirle al separarnos: «Allá, frente a la iglesia, tiene usted su casa.» Él, correcto, respondía: «Muy amable, Hondero, muy amable.» Y, cruzando la Rambla, se iba hacia su calle. Yo le veía perderse entre los transeúntes, el paso firme, algo cachazudo. Decididamente aquel hombre me resultaba simpático. Todo cuanto hacía y decía era distinto a lo de los demás. Tenía un sello peculiar y humano que lo transportaba a una esfera superior a las restantes.
Al entrar en el piso, me abrió la puerta su mujer. Era delgada, de media edad, nariz aguileña, ojos saltones y movimientos acelerados. Su voz, simpática y cantarina, se confundía con el grilleo que venía del fondo:
– Usted debe de ser Hondero; mi esposo me ha hablado mucho de usted. Yo me llamo Angelina.
Me tendía una mano huesuda, fría y vigorosa. Angelina era castellana, pero Jaume se dirigía a ella siempre en catalán.
También la casa se parecía a la mía: desvaída, sin alicientes artísticos, repleta de lugares comunes y vulgaridades de la época. El pasillo, empapelado y floreado, conducía al comedor.
– Usted es el último -explicó Angelina.
Al entrar en él vi rostros conocidos: gentes del Banco atildados con sus vestimentas domingueras y corbatas austeras. Departían todos animadamente, despojados de su condición de oficinistas, convertidos en señores de sí mismos, sin jerarquías burocráticas; Jaume Palafell discurría eufórico: el famoso Estatuto reinaba triunfalista en todas sus frases: «Trescientos catorce votos contra veinticuatro», explicaba hinchado de entusiasmo. Angelina me tendió un vaso de vino.
– Cosecha de la tierra -advirtió.
Sobre la mesa se había colocado una fuente grande con pan y tomate, salchichón de Vich y butifarra. Un enjambre de manos la vaciaron en un instante. El vino enristraba las voces, provocaba frases alegres, sin continuidad. Había una mezcla densa de palabras, de humo, de calor.
Vi a Juan Villoria trayendo otra fuente de la cocina. Vi a los jefes de sección comiendo y bebiendo, vi a los meritorios fumando… Pero no vi a Estrella.
Inconscientemente había esperado encontrarla allí. Fue como si un gran vacío cayera sobre todos los presentes. De vez en cuando alguien me golpeaba suavemente el hombro: «Vaya, tú también has venido.» Angelina enseñaba su perrita: «Se llama Pola: por Pola Negri.»
– Muy original, ¿idea suya?
Más tarde también fue idea de las otras Angelinas poner nombres de actrices a las perras mimosas. Volví a contemplar a Angelina y me pareció difícil concretar su edad. Tenía una especie de madurez sin años, como si jamás hubiera sido joven.
Angelina se subió a una silla. Brindó por el futuro Estado Catalán.
Imposible olvidar aquella tarde; todo vuelve a estar ahí: la euforia de los comensales, los gruñidos asustadizos de Pola. Todo se ajustaba perfectamente a lo que vino después.
Recuerdo que, de vez en cuando, me sorprendían los ojos saltones de Angelina. Era como si su mirar fuera tangible, como si el fluido que despedían aquellos ojos llegara a tocarme. Y el señor Jaume decía: «Ahí tenéis a "mi señora": una castellana intachable.» ¡Cuántas veces me he acordado de aquella sentencia! La castellana intachable sonreía satisfecha. Repartía vasos, le rogaba a Juan Villoria que escanciara más vino…
No sé por qué, al oír aquella frase, me acordé de los hijos de don Alberto (aquellos niños con miradas de ultratumba y aspecto fantasmagórico, mientras se paseaban por las secciones del Banco, estrechando manos y cumpliendo a la perfección su condición de hereus). «Con el tiempo serán ellos los responsables del Banco…» Luego había hablado de su jubilación: «Usted, Hondero, ocupará mi puesto; sea tan leal con ellos como lo he sido yo con su padre…»
Había gente que nacía para que sus palabras fueran simples rellenos, cosas que jamás podían ocurrir: palabras con vejez prematura y razones inservibles. Sin embargo, en aquellos momentos todo era real, exacto, tremendamente fundado en lógica.
Aquel invierno fue movido y contradictorio: hubo la fuga de Villacisneros. Y las rencillas entre monárquicos y republicanos volvieron a soliviantar a la masa. Pero el desasosiego llegó al paroxismo cuando se proclamó el comunismo libertario en Casas Viejas.
En el Banco hubo un revuelo grande a causa de aquella audacia.
– Gaditanos tenían que ser -comentaba Jaume Palafell, de nuevo inmerso en su condición burocrática-. ¿Qué diantres tendremos que ver nosotros y nuestro seny catalán con esos desalmados?
También mi madre acusó el golpe, pero de otra forma. Se apiadaba de los rebeldes por sentido humanitario:
– Esos pobres detenidos… Esos obreros que juraban su inocencia mientras los fusilaban…
Fue más o menos en aquella época cuando ocurrió el caso de «Vidrios y Metales». Hacía ya mucho tiempo que Estrella no había vuelto al Banco y los J. J. carecían de secretaria. Sin embargo, no se tomaban la molestia de sustituirla: tampoco ellos frecuentaban demasiado los despachos del fondo. Y cuando se encerraban allí daban la orden de que no se los molestara.
Por Paquito me enteré de que se habían metido en un negocio escabroso:
– Creo que al fin han caído en la trampa.
– ¿Qué clase de trampa?
– Un cebo preparado por don Ramón.
Al parecer se habían liado con un negocio ruinoso relacionado con la fabricación de vidrios. Según decía Paquito, todo el mundo sabía que aquella empresa era peligrosa, pero los J. J. lo habían ignorado.
En cierta ocasión recibieron la visita de un abogado.
– Me juego doble contra sencillo a que ese abogado es un esbirro de don Ramón -me anunció Paquito-. El otro día los sorprendí juntos en un bar de Canaletas.
Las intenciones de Ratón Pérez parecían claras: llevaba mucho tiempo queriendo barrer del Banco a los hermanos de don Alberto.
– Es una lucha sorda -continuó explicando Paquito-. Algo que viene coleando hace ya mucho tiempo. Los J. J. se han empeñado en destronar a su hermano y don Ramón quiere sacudirlos de la empresa para evitar que eso ocurra.
Fue entonces cuando me enteré de que Estrella trabajaba, desde hacía algún tiempo, con el asesor jurídico. Tuve la impresión de recibir un golpe. Me quedé aturdido. No me atrevía a preguntar…
– ¿Y por qué tanto secreto?
– No conviene que se sepa. Estrella conoce a la perfección los tejemanejes de esos dos estúpidos… Una maniobra perfecta.
– ¿Insinúas que Estrella es una especie de espía?
– No lo insinúo: lo afirmo.
– Pero ella… Era fiel a los J. J.
Paquito dejó de garrapatear en el papel y se encaró conmigo:
– Cuando digo que eres un ingenuo…
Y volvió a sus números sin soltar prenda. Todavía insistí:
– Por favor, Paquito… aclárame ese embrollo.
– ¿Para qué? Tampoco ibas a creerme.
Le juré que lo creería. Le supliqué. Le pedí perdón por haberme mostrado violento en otras ocasiones. Paquito «se crecía», se esponjaba, se aprovechaba de mi debilidad.
– ¿Cuántas veces tengo que decirte que ninguna mujer es fiel a nadie? A ver si de una vez caes del burro.
Comprendí que Paquito «sabía» más de lo que decía, y que lo que yo había tachado de resentimiento, probablemente no era más que auténtico compañerismo.
Me explicó entonces que el abogado que acababa de entrar en los despachos del fondo, era el que había aconsejado a los J. J. que asumieran las deudas de «Vidrios y Metales» y avalasen los préstamos solicitados por el gerente.
– ¿Te has fijado en él? Un hombre de paja. Estoy seguro de que ha sido don Ramón el causante de ese aval. Y si no me crees, al tiempo. Tu querida Estrella se encargó de poner a don Ramón en la pista…
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque la firma del contrato coincidió con su desaparición definitiva del Banco. La cosa está muy clara.
Me costaba imaginar que Estrella hubiera hecho aquello. Pero conociendo a Ramón Pérez, su habilidad para hundir a los que le estorbaban y su falta de escrúpulos, todo podía ocurrir.
Lo que más me dolía era que Estrella hubiera cesado en su trabajo sin despedirse de mí.
– ¿Por qué no se despidió de nadie?
– Porque había que llevar las cosas a la chita callando. Estrella es capaz de prestarse por dinero a lo que sea. Por lo pronto se ha independizado y ya no vive con los tíos. Se ha instalado en una pensión.
– ¿Sola?
Paquito se encogió de hombros.
– No tienes arreglo -exclamó ladeando la cabeza.
Pregunté cómo había averiguado todo aquello.
– Por la propia Estrella. Llamó por teléfono para despedirse de mí.
– ¿De modo que se ha despedido de ti?
Le odiaba por decir aquello, por saber más de lo que yo sabía, por llamarse Paco… como el imbécil Moraldo: «Un par de cretinos, eso son: un par de jeringados que quieren jeringar a los demás…» Pero tal como me había ocurrido con Paco, me aterraba indisponerme con él. Lo necesitaba. Era mi único y posible nexo con Estrella.
– ¿Sabes tú dónde vive?
– Sí.
– ¿Querrás darme su dirección?
– Lo pensaré.
Me sentía cogido: atado con la misma cuerda que me había atado al otro. Para mí los dos eran iguales. Con distintos puntos de vista pero con idéntica mentalidad. Era como una predestinación para mí aquel maldito nombre.
– Cuando te decidas, avisa.
Al salir del Banco anduve deambulando por las calles sin darme cuenta de lo que hacía. Era como si la ciudad se hundiera, como si en ella sólo hubiera mar (el mar que Estrella y yo habíamos visto aquella lejana mañana de septiembre): de oleaje furioso y superficie erizada. Un frío seco congelaba la concavidad de mi boca. Tenía mil preguntas en aquel frío. Preguntas que nadie más que ella podría contestar.
Mi madre se alarmaba: «A ti te ocurre algo, Carlitos…» Le dije que estaba preocupado por las cosas del Banco: «Hay mucho cacao con los J. J.» Mi madre respondió que el tío Rodolfo no podía ver a los hermanos de don Alberto: «Son dos sujetos de mala ley», insistió.
La convulsión esperada no tardó en producirse. Fue un estallido repentino. El Banco entero pareció estremecerse. Era como un reventar silencioso que nos hubiera alcanzado a todos. Jaume Palafell, con el rostro congestionado, se afanaba por buscar papeles que no aparecían; no hablaba. Rezongaba palabras ininteligibles, escurridizas, que se confundían con los chasquidos de la lengua. Luego, angustiado, subía al despacho de don Alberto, para bajar enseguida y volver a hurgar en los archivos:
– ¿Ocurre algo, señor Jaume?
No me contestó. Removía carpetas, lo dejaba todo en desorden. Y volvía a marcharse.
– La trampa -decía Paquito-. Por fin han descubierto la trampa.
– ¿Qué trampa?
– Ya te lo dije: la de «Vidrios y Metales», la que tu querida Estrella ha venido preparando minuciosamente con el Ratón.
Don Ramón entró en el Banco como un meteoro: fue directo al despacho de don Alberto; desde la ventanilla de Contabilidad podía verle subir la escalera de aquel modo suyo, decidido y rápido, como si fuese un hombre alto y tuviera las piernas largas.
– Ahí lo tienes -decía Paquito señalándolo-. El promotor de la caída. Adiós a los J. J.
Hacía ya varias horas que los hermanos de don Alberto deliberaban en el despacho de arriba. Con ellos estaba don Pablo Daniel.
– Dentro de poco reclamarán la presencia del otro abogado -explicaba Paquito como si estuviera presenciando una función de teatro-. Ya sabes: el hombre de paja, el del aval… Veremos cómo se desenvuelven.
Se hicieron llamadas telefónicas urgentes. Se enviaron emisarios a varios lugares. Se valieron de mil argucias para localizar al abogado en cuestión. Fue inútil. El hombre de paja había volado: se había marchado de España sin dejar rastro.
Hacia el mediodía, las voces que venían del despacho alto eran ya gritos.
– Van a liarse a tortas -comentó Paquito.
Yo seguía sin comprender exactamente lo que ocurría.
– A veces pareces tonto -insistió Paquito-. Están buscando documentos imprescindibles para salvar a los J. J. Una comedia perfecta. Don Ramón sabe mejor que nadie que esos documentos ya no existen. El hombre de paja los ha hecho desaparecer. Así -y abrió las manos simulando echar cenizas al aire-. Volatilizados.
El señor Jaume entró en la sección alicaído, pálido: un cúmulo de saliva reseca circundaba sus labios:
– Menudo conflicto -dijo.
Se dejó caer en la silla y se quedó mirando los libros. Los gritos aumentaban arriba. Venían hasta nosotros a ramalazos como oleajes furiosos. Paquito me deslizó al oído:
– Ese Ratoncito Pérez es un lince. Todo lo tenía previsto.
Pero cuando el Ratón Pérez entró en nuestra sección con la corbata desanudada, el rostro sudoroso y la expresión desolada, llegué a pensar que Paquito mentía: El Ratón Pérez sabía fingir como nadie; compadecía a los J. J., despotricaba contra el abogado desaparecido: «Un punto filipino ese buscapleitos», decía compungido: «Escapar de España y dejar a ese par de infelices en la estacada…»
El señor Jaume se daba golpes en la cabeza: «No me lo explico, no entiendo cómo han podido ser tan confiados, tan estúpidos…» Y don Ramón insistía: «No están los tiempos para fiarse de nadie, señor Jaume… Y menos de un tinterillo como el que acaba de escapar…»
Paquito los miraba con una mueca de asco:
– Fíjate en el Ratón; ahí lo tienes: un típico producto de la podredumbre burguesa…
No reparaban en nosotros. Hablaban entre ellos, dando vueltas al asunto sin encontrar solución: «Si al menos me hubieran consultado -continuaba diciendo don Ramón-, si al menos no hubieran prescindido de mí… En el fondo, les está bien empleado.» Y el señor Jaume protestaba: «No diga usted eso, don Ramón…» Pero el otro no apeaba: «¡Elegir un rábula sin prestigio! Un desconocido con ínfulas romanistas. ¡A quién se le ocurre!»
Y Paquito otra vez:
– Será cabrón… le repito que yo mismo los he visto tomar café juntos en Canaletas. Para que venga presumiendo ahora de que no lo conocía.
«Seguramente se había vendido a la parte contraria -seguía diciendo el Ratón Pérez-, hay letrados así: sin escrúpulos. Abogadillos intrigantes que desprestigian la profesión…» Y se arreglaba el nudo de la corbata con aire seguro, de hombre insobornable. Jaume Palafell preguntó: «¿Y ahora qué va a ocurrir?» Don Ramón se miraba al espejo que pendía de la puerta: contemplaba sus dientes, su bigote, sus ojillos inquietos tras las gafas de miope: «No tendrán más remedio que vender sus acciones al hermano. Es la única forma viable para cancelar la deuda.»
El señor Jaume negaba con la cabeza: «Don Alberto jamás accederá.» Y don Ramón se volvió hacia él, le puso una mano en el hombro: «No se preocupe, señor Jaume: eso corre de mi cuenta. Lo convenceré. No le queda otra solución: no hay otra salida para salvar a los hermanos y al Banco.»
Pero fue difícil convencer a don Alberto. Se resistía a convertirse en dueño absoluto de la empresa. Alegaba que aquélla no había sido la voluntad de su padre.
Estuvieron deliberando hasta muy entrada la noche. (Nos lo contó la encargada de la limpieza.) De vez en cuando, las respectivas señoras Salcedo llamaban por teléfono; pretendían saber lo que ocurría. La respuesta era siempre la misma: «Que no molesten y se estén calladitas.»
Fueron días penosos, distintos. Nada funcionaba como debía funcionar. Los clientes se alarmaban: «Corren rumores…» Don. Pablo los tranquilizaba: «Nada importante: problemas domésticos…» Pero era indudable que algo en la empresa se estaba resquebrajando. A veces yo mismo me sentía herido por aquel impacto que los clientes barruntaban. Un largo desfile de acontecimientos internos (que pocos conocían) había ido preparando el terreno para que al fin estallara la bomba. Había estallidos que se fraguaban así: a fuerza de acumular gases pequeños, imperceptibles y solapados. Debieron de empezar a escapar hacía muchos años (quizá desde que los Salcedo eran niños) en forma de rivalidades inconcretas, en los juegos, en sus noviazgos, en sus formas de vida… Todo debía de tener una raíz honda, todo debía de arrastrar resabios, costumbres, influencias: imposiciones acaso involuntarias que lentamente habrían ido fomentando la división de aquellos tres hombres, como si no hubieran nacido de la misma madre, ni hubiesen crecido juntos, ni se hubieran dicho alguna vez que se querían.
Cierta mañana don Alberto y don Ramón se encerraron en el despacho de arriba. Sus voces, aquella vez, no llegaron hasta nosotros. Hablaban bajito, como acaso hablaran los gladiadores entre sí mientras luchaban por sobrevivir. Sin duda esgrimieron palabras rivales, razones opuestas, pretextos distintos y posibilidades ajenas… Uno de los dos debía acabar triunfando.
Naturalmente, triunfó don Ramón.
Palafell fue requerido. Bajó luego a nuestra sección con aspecto cansado.
– Ese don Alberto es un romántico incorregible -nos dijo como si hablara para sí mismo.
Paquito y yo lo mirábamos expectantes, sin chistar, aguardando a que nos diera la noticia:
– Se olvida de que tiene cuatro hijos.
Paquito preguntó:
– ¿No quiere comprar?
– Se resiste. Está empeñado en dividir su fortuna con los hermanos.
– Pues estamos todos listos.
– Confiemos en que don Ramón lo convenza.
Lo convenció. Tenía argumentos sólidos para convencerlo. Había demasiadas responsabilidades en aquel asunto para andar jugando a ser Quijote. Existían unos hijos, una maquinaría empresarial, un peligro de repetir gazapos como el que acababa de producirse. Y don Alberto acabó haciéndose con las acciones de los J. J.
Así terminó el reinado Salcedo de aquellos dos hombres. Fue un final moroso, lleno de trámites, de ceños, de carraspeos nerviosos, de protestas y de dudas. Cuando llegó el notario, vimos subir a los J. J. por la escalera que conducía al despacho de arriba: tenían las espaldas encorvadas y el fracaso de sus proyectos en la morosidad de las piernas. Se firmaron documentos, se transfirieron las acciones, se fijaron plazos… Aquella misma tarde los hermanos J. J. decidieron vaciar sus despachos. Juan Villoria los ayudó. De vez en cuando veíamos al botones cruzando el pasillo para dirigirse a los sótanos: iba cargado de papeles que debía echar en la caldera.
– Serán cartas de amor -me decía Paquito por lo bajo-. Todos los maridos que engañan a sus mujeres, guardan en sus oficinas la correspondencia sentimental.
Un buen día los J. J. dejaron de asistir al Banco, y los despachos del fondo quedaron vacíos. Los empleados, cuando iban a los lavabos, se permitían el lujo de dar un vistazo a aquel lugar. Luego regresaban a sus puestos con la expresión satisfecha: «Me gustaría saber quién heredará esos despachos», decían algunos. Pero don Alberto no se definía sobre el particular. Prefería dejarlos tal como estaban. Acaso le pareciera que, utilizándolos, traicionaba a sus hermanos…
Fue una época híbrida, desangelada. Estrella continuaba obsesionándome tanto como la política obsesionaba a mi madre. Pronto los partidos comenzaron a multiplicarse. Por primera vez los monárquicos se denominaban a sí mismos «Renovación». Era extraño que se diera el nombre de renovación a lo que había quedado en franco retroceso.
Luego había «los otros monárquicos», los que no eran partidarios de don Alfonso, los que se consideraban legitimistas y tradicionales.
Pero la ola de novedades no sólo afectaba a España. También en Alemania se hablaba de un partido nuevo: algo todavía inmaduro con premisas extrañas, ligeramente parecidas a las que, en un acto de afirmación española, algunos patriotas presentaron posteriormente en Madrid.
Cuando se refería a Alemania, el tío Rodolfo se ponía nervioso:
– No entiendo lo que persiguen. Hablan de «puntos», de nacionalsocialismo… No sé lo que quiere decir eso de nacionalsocialismo… Me suena a camelo. Me gustaría saber dónde caray quiere ir a parar ese tal Hitler… ¿Quién diantres es ese hombre? ¿Y la palabra nazi? ¿Qué significará esa palabra?
El miedo de mi madre aumentaba. Los continuos atentados y los desmanes imprevistos la mantenían en un perpetuo temor: «Si al menos la fuerza pública interviniera…» Pero la fuerza pública se inhibía. El desacuerdo entre los socialistas y los conservadores la estaba inhibiendo. No sabían a qué carta quedarse. «Lo de Casas Viejas ha sido una rémora grande para la fuerza pública… Ahora no habrá quien defienda el orden.»
En realidad, todo el mundo estaba descontento. Los proletarios llamaban a la fuerza pública «Fusiles burgueses del Gobierno» y los conservadores, tras la refriega de Zaragoza, aseguraban que se trataba de «Infanticidas al servicio de la anarquía».
Empezaron a correr rumores de que la crisis provocada por el debate entre Lerroux y Azaña iba a provocar otro referéndum: «Es indudable que el país necesita definirse.» La lucha se iba a repartir entre Gil Robles, Lerroux, Azaña e Indalecio Prieto. Pero la tónica general de aquellos candidatos, más que plantear soluciones, parecía plantear motivos para entorpecerlas. Era como si, en todos ellos, lo esencial no fuera encarrilar al país y sosegar sus inquietudes, sino vencer, mandar, imponerse y, por desconfiado, poner el pie sobre el vencido.
Fiel a sí mismo, el tío Rodolfo seguía siendo partidario de Lerroux: «Al menos está dando pruebas de sensatez.» No obstante, las derechas, reorganizadas, repuestas y aumentadas, confiaban aún en que Gil Robles ganara.
– Los mismos perros con distintos collares -opinaba Paquito.
Y yo le seguía la corriente para no alterarlo. Paquito era el único que conocía las señas de Estrella. Me apremiaba ganarme su confianza, hacerlo mío, traerlo a mi terreno y convencerlo de que yo era un amigo para él. Ignoraba aún lo que se estaba escondiendo tras aquel silencio obstinado que me mantenía en vilo día y noche.
A veces, cuando salíamos juntos, me acompañaba hasta mi casa. Yo intentaba sonsacarlo, pero Paquito se envolvía en enigmas:
– No te fíes de las mujeres… Y mucho menos de Estrella.
Aquellas respuestas me dejaban helado. Paquito, en lo tocante a Estrella, se volvía implacable.
– ¿Por qué lo dices? ¿Qué sabes de Estrella?
– Todo.
Y miraba en torno, para que yo no le hiciera más preguntas. En las fachadas se veían letreros grandes que la gente se detenía a leer. La Acción Popular no dormía: cualquier contingencia era aprovechada para la publicidad. Estadísticas, datos: «Dos años de gobierno de izquierdas…» «Reforma de la reforma agraria…»
– ¿La ves a menudo?
– Eso a ti no te importa.
Otra vez Paco Moraldo encarnado en Paquito. Otra vez el odio y la furia dominada, y el asco de saberme amigo de él.
– La llamaré por teléfono al despacho de don Ramón.
Lo decía para espolearlo. Nunca me hubiera atrevido a hacerlo.
– Guárdate muy bien de cometer semejante insensatez… Si don Ramón descubre tu llamada, puedes empezar a preparar tus trastos y a salir del Banco… Ya lo conoces: es implacable.
Todo era implacable en aquellos momentos. Los ánimos de mi madre eran buenos ecos de aquella implacabilidad. Hacía poco tiempo que el Estatuto Vasco había sido aprobado por aplastante mayoría en el escrutinio general de las Vascongadas y aquello la traía por la calle de la amargura: «Una cosa es Cataluña y otra esa gente del Norte… Así acabaremos todos divididos, desmembrados, transformados en morcillas…» No comprendía que sus argumentos eran tan drásticos como la Dictadura que siempre había atacado. Sin embargo, todavía confiaba, todavía se apoyaba en las elecciones convocadas para noviembre. «Con el voto de la mujer se arreglará todo», decía.
Era la primera vez que en España las mujeres iban a acercarse a las urnas. Ante aquella posibilidad, Palafell se erizaba de entusiasmo: «Un gran paso eso del voto femenino…», decía. Como buen progresista se decantaba hacia la apertura femenina y rechazaba la diferencia intelectual de los sexos.
Tal como habían previsto, ganaron las derechas. Mi madre aquel día pareció rejuvenecerse, decía que jamás se había sentido tan persona como aquella mañana: «Han sido las monjitas -se hartaba de repetir-, tenías que haber visto el desfile de monjitas que se encaminaban hacia las urnas…» El tío Rodolfo intentaba sonsacarle a qué partido había votado. Mi madre se hacía la remolona: no quería mentirle, pero tampoco quería confesarle la verdad. Ignoraba que el tío Rodolfo, a pesar de su lerrouxismo, también había votado a Gil Robles. Lo supe cuando le oí hablar por teléfono con don Alberto. Creo que fue la primera vez que entre aquellos dos seres se produjo una laguna.
Al llegar la Navidad, la ciudad pareció remozarse. Había épocas que servían de puente entre las adversidades y el sosiego, épocas neutralizantes que todo el mundo aceptaba para recobrar fuerzas y volver a la lucha con mayor vigor. El resultado de las elecciones había contribuido notablemente al aspecto risueño de las calles: las tiendas se veían repletas; las calles, adornadas; las gentes, tranquilas.
El único que daba muestras de descontento, era Paquito: «No ha sido más que un paso en falso: un compás de espera. Casi me alegra que hayan ganado las derechas: cometerán errores y acabarán merendándose ellos mismos.» Más tarde, mucho más tarde, aquella frase de Paquito también tuvo vigencia. Eran precisamente aquellos errores y aquel merendarse entre ellos lo que permitía a una tercera potencia intervenir y vencer. Todo, para el adversario, era cuestión de paciencia; de aguardar a que las luchas internas acabaran por desmoronar lo establecido. Luego sólo restaría tender la garra y dar el zarpazo.
Paquito lo veía muy claro: por eso no se inmutaba ante el triunfo de las derechas.
Un hecho luctuoso empañó la alegría de los catalanistas aquellos días: la muerte de Macià. Palafell acusó el golpe y acudió al Banco con una corbata negra y un brazal del mismo color.
Aquella muerte coincidió con la deflación del país y, tras la euforia navideña, asomó la miseria. No tardó mucho en asentarse en las calles, en los comercios, en la clientela del Banco. Las calles volvían a ser regueros de mendicantes y los atentados se contaban otra vez a docenas. Así vivimos aquel año: tristes y desangelados.
Sin embargo, para mí, al llegar octubre, todo cambió.
Ocurrió inesperadamente como las lloviznas soleadas. Bajaba yo por las Ramblas distraído, sin preocuparme del contorno. Y de pronto la tuve delante.
En los brazos llevaba un ramo de crisantemos y en su rostro había un rubor aterciopelado que confundía sus mejillas con el color de la flor.
– Estrella…
Se quedó frente a mí, sonriendo, las manos aferradas al ramo.
– ¡Por fin, Dios Santo! ¡Creí que nunca volvería a verte!
– ¿Tanto me has echado de menos?
De nuevo era la mujer de la playa coquetamente distante.
– Más de lo que puedes suponer: ha sido duro, muy duro.
Torció la cabeza y el pelo cubría parte de las flores.
– ¿Qué ha sido de tu vida, Estrella? Me dijeron que trabajabas con don Ramón.
– En cierto modo.
– No te entiendo.
– Trabajo para él, pero en mi casa.
– ¿Dónde vives?
– En una pensión. Te dirían ya que dejé la casa de mis tíos. Nos peleamos.
«Como mi madre», pensé.
– Serían malos contigo…
– O yo con ellos. Vete tú a saber…
La perplejidad y la emoción no me dejaban hablar. Tenía mil cosas que preguntarle, pero todas se borraban, todas se volvían aire.
– ¿Podré visitarte algún día? Tengo tanto que decirte…
– Imposible -dijo ella-. Las visitas están prohibidas. Es una pensión muy estricta y decente.
– Comprendo -añadí-. Paquito me informó sobre tu traslado, pero el muy guarro no ha querido darme tus señas.
Estrella alzó las flores, como si no pudiera soportar su peso.
– ¿Puedo ayudarte? -pregunté.
– No, gracias.
– ¿Son para ti?
– Son para mi patrona: quiere llevarlas al cementerio.
– Falta un mes para los difuntos.
– Ella prefiere adelantar la fecha. Dice que luego el tránsito se vuelve insoportable… Al fin y al cabo una vez muertos…
Pero sus flores estaban vivas y ella asumía aquella vitalidad:
– Nunca he olvidado aquella mañana en la playa -le dije.
– Fue divertido.
– Si no hiciera tanto frío, volvería a invitarte.
– ¿Qué importa el frío, Carlos? Podemos contemplar el mar sin bañarnos.
Se comportaba como una enamorada que se resistiese a demostrarlo. Y yo empezaba a considerarme el hombre más dichoso del mundo.
– El domingo próximo, Estrella… Podríamos encontrarnos el domingo próximo… En el mismo lugar.
– De acuerdo: en la Barceloneta… ¿A qué hora?
– A las once.
– Bueno -dijo ella sonriendo-. Allí estaré.
Y se fue con sus flores, su andar ondulante y su belleza fundida a los crisantemos.
Y yo llegué a mi casa con las amarras de mi nostalgia completamente desatadas. Todavía aturdido, todavía incapaz de asimilar con exactitud lo que acababa de sucederme. No sabría explicar qué clase de sensación estaba experimentando. No era propiamente felicidad. La felicidad no dejaba aquel extraño regusto a quimera, a esperanza frustrada.
No acertaba a captar la reacción de Estrella. Era difícil saber lo que sentía, lo que pensaba, lo que se escondía tras aquella forma de responderme y de mirarme. A pesar de todo, confiaba.
Y esperé.
No le conté nada a Paquito. Temí que mi felicidad (o lo que fuera) pudiese quedar truncada por sus comentarios. Probablemente me diría: «No te fíes de las mujeres.» Y yo necesitaba fiarme. Especialmente de Estrella.
Hora tras hora fui contando aquella semana los días que faltaban para llegar al domingo. Pero aquel domingo no llegó nunca.
A veces los sueños eran devorados por las pesadillas. No hubo despertar plácido, ni mar turbulento, ni arena escrita, ni cuerpos en la playa. Hubo un paro total en la vida española: un silencio atronador en las calles y un temor rígido en el rostro de mi madre:
– Se ha declarado el estado de guerra -dijo.
Y comprendí entonces por qué mi encuentro con Estrella me había parecido tan utópico y tan lejano. Había cosas que se intuían, que, sin saber cómo ni por qué, se adelantaban al tiempo.
Otra vez la angustia, y la lamparilla de aceite, y el aparato de radio y las llamadas telefónicas… Estaba cansado de todo aquello: estaba harto; tenía la hartura de la juventud envejecida, de los tiempos detenidos, del fluir estancado, de los proyectos sin horizonte. Y rabioso. No podía perdonarle a la vida aquel continuo negarme placidez y esperanzas, aquel robarme horas y proyectos y domingos alegres frente al mar de mi ciudad. Quería ser joven de una vez: sin rémoras, sin escamoteos, sin sentirme explotado por sistemas políticos, por apoteosis históricas, por manías de poder… No podía soportar verme de nuevo atrapado en aquella madriguera que iba siendo mi casa, mientras escuchaba las quejas de mi madre o sus peroratas políticas siempre al día, siempre vigentes; con monarquía, con república, con estados de guerra y con triunfos electorales. Y percibir la humedad de sus labios cuando repetía lo que está ocurriendo: «Algo pasa en la plaza de la República. Algo pasa en la Generalidad. Algo pasa en Asturias…»
– Basta, mamá, por favor…
– Pero, hijo… ¿No te das cuenta de que estamos sobre un volcán?
Era inútil luchar contra aquello. Algo pasaba siempre en alguna parte: algo que surgía sólo para minar nuestra juventud, nuestro afán de vivir, de ser libres sin la continua amenaza de un cambio político ni el temor de estallar por los aires convertidos en lava.
– No puedo más -le dije-. Estoy harto de todo eso…
Y señalé el balcón cerrado.
– Todos lo estamos -contestó ella.
Abajo, un continuo rodar de carruajes llenaba de sonidos roncos el hueco de la calle. Venía de las Ramblas y se dirigía a la plaza de la República.
Me coloqué ante ella y señalé con el dedo:
– Tú, al menos, has conocido la paz -le reproché-. Yo no: me trajisteis al mundo en plena guerra mundial; fui amamantado con huelgas, con disturbios, con levantamientos militares. Me enseñasteis a odiar la Dictadura… ¿Qué vino luego? Rebeliones, traiciones, confusiones y torbellinos sociales… ¿Quién tiene razón? Nunca lo he sabido. Juraría que nadie lo sabe. Tú misma… Tú misma ignoras dónde está la solución. Hablaban de progreso, de reafirmaciones futuras, de libertad… Ya ves en lo que ha parado vuestra famosa libertad: os sentís tan inestables o más que antes. Como si estuvierais pisando arenas movedizas. En cualquier momento podemos quedar sepultados por ellas.
Mi madre me contemplaba asustada: sus labios, por primera vez, secos, sus ojeras marcadas, sus mejillas pálidas.
– No me mires así -le grité-. El estafado soy yo.
Mi madre se volvió de espaldas y rompió a llorar. No me vi con ánimo para consolarla. Solamente dije:
– Lo siento: no he querido herirte.
Sollozando aún, se dejó caer en la silla y se llevó el pañuelo a los ojos.
– De modo que nos das la culpa…
No contesté: era difícil saber quién tenía la culpa de aquello. Debía de ser una culpa múltiple, con mil raíces y mil influencias.
– No eres justo, Carlitos.
– Tampoco vosotros lo habéis sido -volví a decir-. Teníais un juguete en las manos… y no habéis parado hasta romperlo. Como hacen los niños. Eso ha sido para vosotros el progreso: un juguete. Ahí lo tenéis: con su teléfono, su radio, su electricidad, sus coches voladores… ¿no los llamabais así al principio? Todo eso os «divertía». Era un progreso lleno de inventos para eso: para divertir, como la política. También ella era una diversión. Ya ves dónde nos está llevando esa estúpida diversión.
Creí que iba a volver a llorar, pero de repente cambió de expresión. Me hizo señas para que callase y se llegó hasta el aparato de radio. Estaban dando noticias y no quería perderlas: «Es inútil», pensé.
– ¿Lo has oído, Carlitos? Están hablando de un posible Estado Catalán.
Ya no se acordaba de todo lo que habíamos hablado. Volví al comedor. El tiroteo había empezado. Desde el balcón cerrado se oía claramente. De vez en cuando mi madre comentaba: «¿Será posible: Un Estado Catalán…» Y yo pensaba en Estrella, en aquella playa vacía, en aquel mar lejano que ni ella ni yo podríamos contemplar.
Me acordé de Jaume Palafell: debía de ser feliz al escuchar aquella noticia.
Imaginé a Angelina, hablando con su perrita Pola, comentando con ella los acontecimientos del día: la clave estaba en Batet: en si aceptaba o no aceptaba la requisitoria de Companys… La duda nos mantenía en suspenso. Nadie podía decir exactamente lo que estaba ocurriendo ni lo que podría ocurrir. De hecho, todo en la vida debía de ser así: bamboleante. Tampoco yo podía afirmar que, después de aquel zafarrancho, iba a encontrarme algún día con Estrella en la playa de la Barceloneta. Cada instante que transcurría iba separándome más y más de ella. «Son crisantemos para los muertos», había dicho. Tal vez también yo mereciera flores, tal vez también yo estuviera muerto.
Lo que vino después fue un largo pasar las horas embebidos en sobresaltos y zozobras. Un torneo demencial de vaguedades concretas, de situaciones extremas. Primero fue el amanecer, difuso: luego el día claro y definido, y, enseguida, el timbrazo. Un sonido agudo, largo y desasosegado. Y la voz exhausta filtrándose por la rendija de la puerta. Y su figura, disminuida, encogida, desvencijada… Y el brazo herido chorreando sangre. Y el brazo sano sosteniendo el herido. Y las exclamaciones de mi madre, el horror de sus ojos: «Ese hombre nos traerá complicaciones, Carlitos, ese hombre va a ser nuestra perdición…»
Lo llevé como pude hasta mi dormitorio: «Avisa al tío Rodolfo», le dije a mi madre. Pero mi madre no reaccionaba: «¿No me has oído? Avisa al tío Rodolfo, que venga enseguida… Se está desangrando…» Era una orgía de sangre. Toda mi habitación se iba llenando de ella. «Una venda.» No sé aún cómo pude vendar aquel brazo destrozado. La voz de Jaume Palafell era como un disco estropeado. Siempre decía lo mismo: «Se los han llevado a todos, a todos… Los han encarcelado.» Tiritaba. Toda la cama se agitaba. Los ojos eran dos botones cosidos a una esclerótica amarilla. Mi madre hablaba por teléfono. Por fin me había entendido. Daba explicaciones ambiguas: «No tardes… El maletín. Bala…» Y Jaume Palafell continuaba salmodiando desgracias: «El Gobierno se ha rendido. Se los han llevado a todos.»
Intenté calmarlo: «Olvídelo.» Casi lo grité. «Por favor: reaccione: Eso ya ha pasado.» Le di a beber coñac. Se atragantaba. Y mi madre, desde la puerta repetía: «Ese hombre va a ser nuestra perdición, Carlitos.»
Hacía ya mucho rato que el tiroteo había cesado. Pero la angustia crecía…
Después empezó la refriega interna: la de extraerle la bala. El tío Rodolfo llevaba cloroformo. Un hedor nuevo. Un olor fuerte que podía con todos, que devoraba el eterno olor a calle humilde y a comidas apresuradas. Era como si de pronto nuestro piso ya no fuera el mismo. El tío Rodolfo decía: «Hay que abrir las ventanas y establecer corrientes de aires.» La bala estaba allí, en la jofaina. Y Jaume Palafell dormitaba, narcotizado, en mi cama.
Había un montón de toallas y de sábanas teñidas de rojo:
– Hay que avisar a su mujer -dijo el tío Rodolfo-. No respondo de lo que pueda pasar.
Él mismo la llamó por teléfono. Las exclamaciones de Angelina sonaban violentas más allá del auricular. El tío Rodolfo respiraba con fatiga:
– En cuanto vomite estará en condiciones de marcharse. Aquí no puede quedarse. Podría involucrarnos… Todo el mundo sabe cómo piensa ese hombre…
Cuando la mujer llegó, Jaume Palafell empezaba a despertarse. Decía incongruencias. Lloraba, reía. Recordaba su infancia, su juventud, su boda con Angelina. Se lamentaba de todo: sin hijos, sin Estado Catalán, sin ilusiones… Pedía perdón por haber llamado a nuestra puerta: «No podía llegar hasta mi casa…» Y Angelina le reñía llorando: «Te lo advertí: con esas cosas no se juega…» Se volvió hacia nosotros: «Se lo supliqué de rodillas, le pedí que no se fuera… Pero los Palafell siempre han sido muy tercos: "Cataluña me necesita", me decía…» No se atrevía a abrazarlo: le acariciaba la cabeza. Y las horas pasaban lentas, desnutridas, sin más relieve que el miedo.
El tío Rodolfo se empeñaba en que lo hospitalizasen. Pero Palafell se negaba: «Sería peligroso. Harían preguntas. Prefiero morir en casa.»
Pidieron un taxi. Lo ayudamos a bajar la escalera. «Haga un esfuerzo y procure disimular. Diremos que ha sufrido un ataque al corazón.»
La calle estaba vacía. La portera, como siempre, brillaba por su ausencia. En la escalera se veían manchas oscuras que mi madre se apresuró a limpiar.
Jaume Palafell duró dos días. No pudo regresar al Banco. No pudo jubilarse.
Murió víctima de la infección que la herida le produjo. El tío Rodolfo, en el parte médico, especificó que había muerto de neumonía.
Angelina aseguró que había muerto de pena.
Su entierro fue nutrido. El Banco en peso lo acompañó al cementerio. Vi a don Alberto, a Ramón Pérez, a don Pablo Daniel… Había coronas de flores. Había trajes oscuros. Y había un ramo de crisantemos muy parecido al de Estrella. Pero Estrella no estaba allí. Las mujeres, en aquella época, no iban al cementerio.
– Ése, al menos, ha sido consecuente -me dijo Paquito en cuanto cerraron el nicho.
No le contesté. Todos, aunque no lo manifestaran, conocían la verdadera causa de la muerte de Jaume Palafell.
En el fondo, estoy seguro, se alegraba de su muerte. No podía tolerar que el señor Jaume anduviera siempre husmeando en sus trabajos para censurar lo que hacía.
Paquito para mí, en aquellos momentos, era la viva imagen de lo abyecto. No podía perdonarle sus continuas burlas, sus aires misteriosos, cuando citaba a Estrella: sus triunfalismos políticos…
– Veremos en qué para lo de Asturias.
Parecía regocijarse con la sangre que, en aquellos momentos, se estaba derramando en diversas partes de la península. A pesar de haberse sofocado la colisión de Carabanchel en Madrid, Gijón continuaba empecinada en su rebeldía, y el estado de guerra proseguía agarrotando a los españoles.
Al salir del cementerio, procuré abordarlo. Le dije que había visto a Estrella y que, por culpa de lo que había ocurrido en la Generalidad, había perdido contacto con ella. Paquito no pareció extrañarse; se limitó a decir:
– Esa chica no es para ti, Carlos.
– Necesito verla, Paquito: quisiera hablarla, aclarar muchas cosas… Dame, al menos, su teléfono.
– Lo pensaré.
Estuve a pique de liarme a tortas con él. Me contuve.
– Si no me lo das tú, acabaré por pedírselo a don Ramón.
– No te canses: ya no trabaja para él.
– ¿Desde cuándo?
– Se la sacudió en cuanto dejó de necesitarla.
– ¿Y tú cómo sabes todo eso?
– Averígualo.
Cuanto más trataba yo a aquel ser, más lo asociaba a Paco Moraldo. En la vida debía de haber secciones humanas que encasillaban a las gentes al margen de sus ideas y de sus costumbres. La única diferencia que había entre Paco y Paquito era que, con el primero, llevaba yo la batuta, y el segundo, en cambio, la llevaba él.
Cierto día, al llegar a mi casa, volví a ver a Pedro Villalta. Al principio me costó reconocerlo. Iba vestido como un obrero y distaba mucho de parecerse al empleado que había trabajado en mi sección antes de ponerme yo a las órdenes de Jaume Palafell.
– Pero, Carlos… A eso le llamo yo una sorpresa…
Me abrazaba, me golpeaba la espalda: «Quién diría que tú eres aquel botones…»
Me preguntó enseguida por mi trabajo. Le dije que había dejado de ser botones y que estaba de ayudante en la sección de Contabilidad.
– Algo me habían dicho… Pero ya no lo recordaba. Te felicito, Carlos. Estás mejor que yo.
Me invitó a tomar una copa… decía que teníamos que hablar… Pedro Villalta me era simpático. No era un hombre corriente. Tenía una vivacidad fuera de lo común, y a pesar de sus antecedentes, uno se sentía inclinado a confiar en él.
Me llevó a La Toya. Era una especie de taberna desvencijada, de aspecto sucio y desaliñado, donde se apiñaban junto al fregadero vasos turbios y botellas empolvadas.
– No puedo permitirme grandes lujos, ¿sabes, amigo? Desde que salí del Banco voy a salto de mata… No es fácil hoy día encontrar empleo…
Enseguida sacó a relucir la injusticia que habían cometido con él: «Fue todo un chanchullo ideado por el Ratón Pérez…» Añadía que lo habían acusado de extraer información para la competencia:
– Mentira todo. Pregúntaselo a Estrella… Ella sabe perfectamente lo que ocurrió.
Aseguraba que el Ratón Pérez era el causante de aquella felonía.
– Se había liado hasta los topes con el otro Banco y necesitaba una víctima para justificar sus propias trapisonderías…
Lo decía tan convincentemente, que no era difícil creerlo.
– Tú ya conoces los tejemanejes de ese buscapleitos. Se las arregla perfectamente para quedar siempre libre de culpa…
Me chocó que me hablase de Estrella. Le pregunté si la veía con frecuencia:
– De vez en cuando. Es una buena chica.
Pero aseguraba que ignoraba sus señas.
Decididamente, Pedro Villalta me caía bien.
No tardé mucho en hacerme amigo suyo. Casi todas las noches nos íbamos a La Toya. Pensaba siempre: «Tal vez algún día Estrella se presente allí…» Al menos con Pedro podía hablar de ella sin que se convirtiera en una «zorra», como me ocurría cuando la mencionaba a Paquito. Al contrario, Pedro la respetaba, la encontraba digna de todo elogio…
Cuando mi madre me veía salir todas las noches de casa, se alarmaba:
– ¿Se puede saber adónde vas?
– Al cine con unos amigos.
– ¿Qué amigos?
– No los conoces.
En cierta ocasión se aventuró a decirme:
– No me gusta que salgas tanto.
– Voy a cumplir dieciocho años, mamá. Ya no soy un niño. Creo que tengo derecho.
Mi desplante y mi forma de responderle debió de herirla:
– ¿Sabes lo que te digo, Carlitos? Que lo que nos hace falta en España es una buena dictadura.
Me eché a reír:
– Conque ahora quieres dictadura. Es lo más gracioso que me has dicho en tu vida… Como si no hubieras despotricado contra ella hasta reventar…
– Es de sabios cambiar de parecer.
Pero el parecer de mi madre ya no me importaba. Como era de esperar, no le hice caso.
Continué yendo a La Toya. En el fondo, era un lugar siniestro. La gente que lo frecuentaba tema un aspecto completamente distinto al que ofrecía Pedro. Más de una vez llegué a decirle: «Si no fuera por que tú me traes aquí, pensaría que estamos en una guarida de desalmados…»
Pedro reía, decía que me hacía falta baquetearme y que en la vida no todos eran tan finolis como los que yo trataba en el Banco: «Son gente obrera, pero de buena casta.» Allí apenas se hablaba de política. Los fanatismos se diluían. Y, por descontado, se mostraban abiertamente anticomunistas. Se metían con los procedimientos que utilizaban en el Sur de España: decían que no estaban de acuerdo con aquellos vergonzosos atracos que se realizaban en las carreteras bajo el pretexto de atender al «Socorro Rojo». Hablaban también de Hitler: guaseaban sobre su bigote, corto y profundo, su oratoria espasmódica, sus ademanes rígidos y autoritarios… «Pretenden acabar con el desempleo a cambio de engrosar las filas nazis…» Y añadían que era muy cómodo eso de emplear a la gente para crear un partido. Pedro, con su habitual dialéctica, aseguraba que aquello era un chantaje y que lo único que Hitler iba a conseguir sería un partido de desesperados. Aquella actitud apolítica me convencía. Estaba ya hasta las narices de tanta diatriba partidista.
– No hay que fiarse de nadie -siguió diciendo Pedro-. Lo que ese Hitler pretende no es acabar con los judíos para depurar la raza, sino para engrosar, con el capital de esas gentes, las arcas de su país.
Por fin, un domingo por la mañana ocurrió el milagro que yo venía esperando hacía mucho tiempo. Recuerdo que un viento cortante, que venía de las Ramblas, se colaba en mi calle arrastrando hojas y esparciendo papeles. Cuando los días amanecían así, ventisqueros y quisquillosos, la vitalidad callejera disminuía: los chiquillos no jugaban en las aceras y los perros husmeaban aturdidos y amedrentados, con el rabo entre las piernas. De pronto sonó el teléfono: con brío, con impaciencia, como si cada segundo que pasaba sin que yo descolgara el aparato, pudiese acarrear una catástrofe. Enseguida escuché su voz: «¿Eres tú, Carlos?»
– No puedo creerlo.
Estrella reía. Y yo seguía repitiendo: «No puedo creerlo…»
– Nos estropearon el domingo -bromeó ella-. ¿Recuerdas? Hará pronto dos meses.
– ¿Estropearlo? Fue mucho peor, Estrella. Me mutilaron, fue un escamoteo indigno.
Estrella continuaba riendo. De pronto tuve miedo de que la comunicación se truncara:
– Escucha, no cuelgues. Dame tu dirección, tu teléfono…
Pero Estrella continuaba riendo:
– No temas -dijo-, de ahora en adelante nos veremos con frecuencia.
Jamás nadie me había hecho una promesa tan esperanzadora.
– ¿Y eso por qué?
– Porque también yo te he echado de menos.
– Estrella, Estrella…
Ni siquiera me detuve a pensar en lo insólito de aquella respuesta: «Estrella, amor…»
– Si quieres, podemos vernos esta misma mañana.
– ¿Dónde?
– Dónde tú quieras.
Me parecía un sueño que de pronto Estrella se volviera asequible. Me acordé del mar, de los puestos de flores, de los crisantemos:
– Podemos citarnos en el portal de la Virreina.
– Hecho: ¿a qué hora?
– Enseguida: estoy a un paso.
– Hombre: dame tiempo. ¿Te parece dentro de media hora?
– Estaré allí como un clavo.
En cuanto colgué el aparato mi madre me preguntó con quién hablaba. Le contesté que se trataba de un amigo. Probablemente no me creyó. No importaba. «Que piense lo que quiera.» Lo esencial era que yo creyese a Estrella y que Estrella me creyese a mí.
Me vestí a toda prisa: camisa limpia, corbata austera, colonia fuerte sobre el fijador… Bajé la escalera a toda prisa. Al llegar a la calle me salió al paso una violenta ráfaga de aire. Anduve acelerado hacia la Rambla. Había mujeres con la mantilla puesta, camino de la iglesia, hombres endomingados, viejos parsimoniosos… Ninguna de las mujeres que se cruzaban a mi paso se parecía a Estrella.
Todavía se me antojaba imposible que me hubiese llamado por teléfono. Mil veces había soñado con aquella posibilidad; sin embargo, estaba seguro de que jamás iba a producirse.
La esperé un buen rato junto al portal de la Virreina, fumando y haciéndome el distraído. Me fijé en los puestos de los escribanos: estaban cerrados porque era domingo. Allí acudían los que deseaban mandar cartas y no sabían escribir. En el fondo, pensé, eran felices aunque fueran analfabetos; lo malo era saber escribir y no saber dónde mandarlas.
Me detuve a observar los árboles, casi desnudos, todavía azotados por la reciente ventisca, impregnados de un noviembre frío que nunca podría olvidar… Las sillas, donde (mediante un precio módico) se sentaban los tranquilos, los que disfrutaban viendo pasar la gente por no tener Estrellas a quienes citar.
Recordé a Jaume Palafell: disfrutaba bajando por las Ramblas: «No hay otro lugar en el mundo que pueda compararse a éste», solía decirme cuando pasábamos por allí a la salida del Banco. Y ensanchaba los pulmones para aspirar el aroma dulzón de flores, pájaros y libros.
De pronto la vi bajar del tranvía: llevaba un abrigo azul y una boina blanca, graciosamente ladeada. Quedamos frente a frente sin saber qué decirnos. Ella rompió el hielo echándose a reír:
– Cielos: cuánto has cambiado.
– ¿Eso es todo lo que se te ocurre?
Estrella me tendió la mano y yo la conservé entre las mías:
– No -dijo muy bajito-, hay mucho más.
La cogí del brazo y anduvimos Ramblas abajo. Quería llevarla de nuevo junto al mar, pasear con ella por el puerto, ver la estatua de Colón:
– Estrella…
Se me llenaba la boca de aquel nombre. No podía decir otra cosa. No me cabían más letras que aquellas: «Estrella, Estrella, Estrella…»
Ella reía a compás de los pasos, desenvuelta, su brazo (duro y delgado) aferrado al mío. Me detuve unos instantes. Pregunté:
– ¿Por qué me has llamado?
Estrella ladeó la cabeza y encogió los ojos:
– Para decirte que aquel domingo no pude acudir a la cita.
Y volvió a reír echando a broma su respuesta.
– Fue horrible, Estrella… Estoy cansado de tanta política. ¿Por qué ha de haber estados de guerra? ¿Por qué no nos dejan vivir en paz?
– No te preocupes -respondió Estrella-. Esto acabará muy pronto.
Llegamos al puerto. El mar allí se oía denso y bronco. Desde la Virreina era imposible escucharlo. En cambio, junto al malecón, aquel día era casi estruendoso. Lo mirábamos los dos en silencio: se extendía ante nosotros inmenso, fraccionado por los barcos… Las boyas se movían lentas, parsimoniosas, al balanceo de un oleaje pastoso y verdusco que se estrellaba contra los diques con virulencia. Agarré sus codos y la atraje hacia mí:
– Estrella, creo que estoy loco por ti…
Era como si estuviéramos solos, como si nadie pudiera observarnos.
– Te necesito, Estrella.
La abracé allí mismo, sin importarme lo que los transeúntes pudieran pensar.
– También yo te necesito a ti, Carlos.
Era maravilloso escuchar aquello. No tenía lógica, pero era maravilloso. Las lógicas dejaban de serlo cuando el mar que teníamos al lado se metía en los sentidos y los bamboleaba con su oleaje.
– No me importa lo que haya sido tu vida, no me importa lo que hagas o lo que pienses… Te quiero tal como eres, Estrella.
Y a pesar del frío todo era calor y luz y placidez. Volvimos a mirar el mar: parecía como si se hubiera sosegado.
– Vámonos -propuso ella.
– ¿Dónde?
– A mi casa.
Me condujo hacia Atarazanas, silenciosa, decidida.
– Creí que vivías en una pensión.
– Me mudé hace dos meses: desde que dejé de trabajar con don Ramón.
Me acordé de lo que me había dicho Paquito:
– ¿Es cierto que don Ramón te despidió?
– ¿Quién te ha dicho eso?
– Paquito.
Estrella esbozó un ademán que denotaba despreocupación y aclaró:
– No es cierto. Me despedí yo. Ahora trabajo en una casa de curtidos. Me pagan mejor.
Comenzaba una lluvia fina y sosegada: una de esas lluvias que fertilizan la tierra y fomentan el deseo de refugiarse entre cuatro paredes.
– He alquilado un pisito y vivo sola -me dijo-. Quiero que lo veas.
Entramos en el portal chorreando:
– Tengo un brasero: nos secaremos enseguida.
El piso de Estrella era el último. Había dos puertas en el rellano y se comprendía que, anteriormente, la división de viviendas no había existido. Se trataba de una casa antigua (probablemente señorial) que había parado en pisos humildes.
Su departamento era pequeño; constaba de tres piezas: comedor, dormitorio y cocina. El aseo lindaba con ella.
No hace muchos días pasé por allí. El edificio ya no existe: lo derribaron para ensanchar la calle hacia los años cincuenta. En torno a ella construyeron bloques de viviendas modernas. También la topografía de aquel lugar ha cambiado. Sin embargo, entonces tenía la impresión de que el piso de Estrella iba a ser eterno, que mi futuro y mi vida entera dependían de aquellas tres habitaciones.
Estrella me condujo directamente a la alcoba. Estaba amueblada con sencillez: había un armario de luna, dos sillas, un lecho y una mesita de noche. Sobre la mesita vi una fotografía de Estrella vistiendo el uniforme del Banco. Allí, en la fotografía, Estrella era la secretaria que un día nos recibiera al tío Rodolfo y a mí, cuando por primera vez visité a don Alberto:
– Siempre te recuerdo así -le dije.
Estrella, desenfadada, se quitó la boina y el abrigo y dejó ambas prendas sobre una silla:
– Ponte cómodo -dijo-. Voy a encender el brasero.
Lo trasladó al dormitorio, pero no llegó a encenderlo. Se quedó unos instantes junto a mí, mirando el edificio de Atarazanas. Sobre los tejados se veía un fragmento de cielo gris.
Su cuerpo ceñido al mío me transportaba más allá de los tejados y de aquel pedazo de cielo.
– No puedo comprender aún lo que está ocurriendo…
Estrella cogió mi rostro entre sus manos:
– ¿Qué falta te hace comprender? ¿No me tienes a tu lado?
Después vino el oleaje; aquel que nos había mantenido entrelazados una mañana de septiembre, con sus bramidos y sus golpetazos. La vida entera se trenzaba y destrenzaba en aquel continuo fluir de instantes. Y los ojos ya no veían: sentían. Y el tacto no rozaba: veía. Y los rumores se mezclaban al palpitar, y la eternidad podía asirse, volverse propia.
– Te quiero, Estrella: te quiero.
Y, al mirar hacia el ventanal, vi que la lluvia se había sosegado y que el día se dilataba lleno de luz sobre aquel pedazo de cielo. Y los cristales ya no goteaban llorones, sino alegres. Todo había cambiado repentinamente:
– Si me dejaras, me volvería loco.
Había una gran inmovilidad en el piso, un silencio que parecía brotar de la ciudad misma.
– Quisiera vivir contigo…
Estrella tapó mis labios con la mano:
– Más adelante… quizá más adelante.
Poco a poco la mañana fue languideciendo en promesas, y yo me veía incapaz de separarme de ella. Contemplaba su perfil tendido junto al mío (como aquella mañana de septiembre), los ojos vueltos hacia el techo:
– Háblame de tu vida, Estrella… Quisiera saberlo todo de ti.
– No es muy alegre.
Me pareció que sus ojos se inundaban de lágrimas. Los besé con devoción, como si besara una reliquia.
– No creo necesario explicarte que tú no has sido el primero -dijo ella.
– ¿También don Ramón?
Estrella negó con la cabeza, sin mirarme.
– Ni siquiera lo intentó: tampoco yo lo hubiera soportado. Me pagaba bien: por eso trabajaba a sus órdenes.
Tenía una pregunta en los labios, pero no me atrevía a formularla. Al fin la eché fuera:
– ¿Es cierto que le soplaste los secretos de los J. J.?
– No lo niego -repuso ella decidida-. Los J. J. estaban proyectando desbancar a su hermano. Creí prestar un servicio a don Alberto informando a su abogado.
Hablaba tranquila, con la sinceridad de las personas consecuentes:
– Admito que fue una labor poco airosa… Pero no me arrepiento.
Me gustaba su franqueza, la manera tan lisa que tenía de exponer el asunto.
– ¿Y qué hubo entre tú y los J. J.?
– Esos intentaron mil veces acostarse conmigo. Nunca lo consiguieron. Me asqueaban. Fue uno de los motivos por los que dejé el Banco.
Todo sonaba a razonable, a honrado, a perfecto.
– ¿Y Paquito?
Su rostro dejó de ser un perfil: quedó frente al mío, enorme por la cercanía, bellísimo por el brillo de los ojos y el suave tinte rosado de las mejillas.
– No me gustan las preguntas -dijo sin perder la sonrisa-. Además, ¿qué puede importar el pasado? Lo esencial es el presente, el futuro: ambos te pertenecen.
Y yo la creí. Era imposible no creerla.
– Todas las noches vendré aquí -le dije-. No habrá ya una sola noche sin ti.
Dejaría La Toya, dejaría a Pedro. Pero Estrella puso objeciones:
– Imposible: no puedo permitirme el lujo de trasnochar. Al día siguiente no sirvo para el trabajo.
– Entonces…
– Los domingos. Todos los domingos serán tuyos.
Cuando el día siguiente llegué al Banco, Paquito se apresuró a abordarme:
– ¿Te llamó, verdad?
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo estaba intuyendo…
– No empieces con tus misterios, Paquito… Detesto ese afán tuyo de hacerte el enterado.
– Al parecer últimamente sales mucho con ese tal Pedro…
– ¿Qué hay de malo en Pedro?
– Todo el mundo sabe que no es ningún santo, Carlos. Cuando lo botaron del Banco por algo sería…
– Yo no sé si Pedro es culpable o no lo es, pero al menos no me suelta esos rollos que sueltas tú sobre la servidumbre humana, la conciencia pública, el despotismo capitalista y el atropello obrero. Si te refieres a que piensa atracarme, te diré que saldrá trasquilado: soy tan pobre como él.
– Atracarte no, pero aprovecharse de ti… tal vez.
– ¿Cómo?
– Eso está por ver. Yo sólo te aviso.
– Conmovedor… Una vez más te sientes paternalista. Muy agradecido, don Paquito.
Callamos bruscamente. El nuevo jefe de sección acaba de entrar en el departamento:
– Buenos días, camaradas.
Se llamaba Escolástico Rodríguez y utilizaba aquel vocablo con notoria asiduidad.
Al principio, Paquito me había dicho: «Ese hombre me cae bien.» Pero en cuanto se enteró de que pertenecía al nuevo partido falangista, cambió de parecer. «No lo entiendo: nos llama camaradas, pero no es de los nuestros.»
Escolástico Rodríguez no era catalán, y su personalidad no podía ser más dispar de la del antiguo jefe. Intentaba tutear a todo el mundo y si alguien daba muestras de ofenderse por el tratamiento, jamás se inmutaba. «Peor para él», decía.
Su simpatía era arrolladora; no tardó mucho en granjearse el beneplácito de todos los empleados. Él aprovechaba la coyuntura para propagar su doctrina política. Decía siempre que España acabaría teniendo solos dos opciones: comunismo o falangismo. «Y eso de Falange, ¿qué diantre es?», preguntaban algunos. «La salvación de España», contestaba Escolástico Rodríguez, y se quedaba tan ancho. Cuando Paquito le oía hablar de aquella forma se ponía nervioso: «Ese hombre desvaría, lo que hay que procurar es la salvación del mundo.» Para él la salvación del mundo nacía en lo que su organización política representaba.
«No sabe lo que dice…», me soplaba por lo bajo Paquito. «Ignora por completo el auge que está adquiriendo nuestra organización. Vas a quedar sorprendido, Carlos, cuando vengan las nuevas elecciones; el triunfo va a ser completamente nuestro.» Así me enteré yo de que pronto (no se sabía aún la fecha) España volvería a pasar por una nueva prueba electoral.
Aquella noche intenté hablar con Pedro, pero no se presentó en La Toya. Me hubiera gustado preguntarle si había sido él quien le aconsejara a Estrella que me llamase por teléfono. «Una muestra de amistad», pensaba.
Llegué a mi casa relativamente pronto. Mi madre dormía. Me costó mucho conciliar el sueño. No sabía exactamente por qué. El domingo próximo se me antojaba terriblemente lejano.
Por fin llegó, radiante, concreto. Un sol nítido y alegre cubría la ciudad y el frío apenas se percibía al filo de sus rayos.
Llegué al piso de Estrella como una exhalación. El resuello agitado, el sol metido en el cuerpo. Estrella me esperaba con la puerta abierta:
– Tus pasos son inconfundibles -dijo.
La abracé, la levanté en vilo, la besé: «Estrella, Estrella…»
Y de nuevo fue el mar, el oleaje y el sordo rugido de aquella felicidad extraña que no parecía tener fin.
Después vino el sosiego y el columbrar hacia la ventana y el pedacito de cielo que se vislumbraba por encima de los tejados:
– Dime, Estrella… Tú conoces a Pedro, ¿verdad?
– ¿Pedro Villalta? Sí, lo conocí en el Banco… Un buen chico.
– Paquito asegura que es un mangante.
– No hagas caso de Paquito: tiene una lengua muy larga.
– El caso es que sabía que tú me habías llamado…
– ¿Quién? Paquito… No podía saberlo. No lo he visto hace mucho tiempo.
– ¿Y a Pedro?
– Tampoco.
Estrella cambió rápidamente de conversación. Me preguntó si estaba contento con el trabajo del Banco:
– Todo lo contento que se puede estar en mis condiciones.
– ¿Te gustaría medrar?
– ¿Cómo?
– Todavía no lo sé… Pero más adelante quizá pueda darte alguna idea.
El lunes amaneció agitado: los hijos de don Alberto visitaron el Banco como solían cuando se aproximaba la Navidad. Don Alberto los presentó al nuevo jefe de sección. Los hereus saludaron, sonrientes, algo más crecidos: «Ésta es mi única hija.» Todavía era pequeña. «Me llamo Alicia.» Y tendió la mano doblando la rodilla izquierda como hacían las niñas educadas por una institutriz. «Buenos días, señor.» Le habían enseñado a saludar así, ceremoniosa y correcta. «¿Y usted, cómo se llama?» Acaricié su mejilla: «Me llamo Carlos Hondero.»
Se fueron, cambiaron de sección: se metieron en el departamento de Cartera. También aquella escena forma parte de los recuerdos que perduran: no es un mal recuerdo; en el fondo viene a confirmar que, a pesar de todo, hubo un tiempo en que yo era inocente: al menos inocente de una culpa concreta.
Aquella noche no fui a La Toya. Salí con Paquito. Se había empeñado en que lo acompañara a tomar unas copas.
Yo no sabía aún lo que pretendía de mí. Imaginaba que deseaba conquistarme para engrosar las filas de su partido.
Le salí al paso advirtiéndole que yo no podía aceptar muchas cosas de aquella doctrina suya: «Me resisto a admitir todo ese cuento sobre la iniciativa privada, el engranaje común y la asociación de iniciativas…»
– Es lo mismo que si te resistieras a que el mundo futuro sea feliz.
– ¿Por qué ese empeño en hacer feliz un mundo futuro (que probablemente ni tú ni yo viviremos), a costa de conseguir que el nuestro sea desgraciado? Además, ¿quién nos garantiza que ese mundo futuro tenga la misma idea que nosotros tenemos de la felicidad?
Paquito se envalentonaba: decía que no se podía ser tan egoísta, que todos deberíamos derramar nuestra sangre gustosos para que en adelante jamás nadie tuviera que derramarla.
– No seas iluso, Paquito… Ninguna generación futura dejará de derramar sangre porque nosotros la derramemos. Sólo se vive una vez, Paquito y quiero ser libre, independiente. Me parece una ingenuidad sacrificar esa libertad por una idea que acaso más adelante resulte grotesca.
– Empiezas mal, Carlos: el individuo nunca puede ser considerado una finalidad. El individuo es un medio, un motivo: lo importante lo constituye la colectividad, la suma de esos individuos.
– No entiendo esa colectividad. ¿Podrías tú explicarme en qué consiste, Paquito? ¿Qué quiere decir esa palabra? ¿Te refieres a un conjunto de seres dirigidos, maniatados y obligados? No, Paquito: yo no quiero pertenecer a un partido que esclaviza.
Paquito se pinzó la nariz, me miró con cierto mohín enigmático y añadió:
– De acuerdo: respeto tus ideas. Pero debo comunicarte que ya estás esclavizado.
No sabía a qué se refería. Pensé que se trataba de una nueva adivinanza suya a que tan aficionado era.
– Te crees muy perspicaz, Carlos, muy listo… Y estás desde hace una temporada metiéndote en una ciénaga sin darte cuenta…
– ¿De qué diablos estás hablando?
– Parece imposible que no lo comprendas: juegas con fuego y ni siquiera te enteras.
Entonces me habló de Pedro:
– Lo conozco bien, Carlos: si no es un gángster, le falta poco…
Me explicó luego que La Toya era un lugar inmundo donde se reunían los delincuentes de la ciudad.
– Están queriendo llevarte a su terreno…
– ¿Por qué?
– No me extrañaría que Pedro planease un golpe en el Banco…
– ¿Y por qué yo? ¿Por qué he de ser yo el que le ayude…?
– Porque estás en la sección que le conviene y sabe que conmigo no puede contar.
No podía creerlo. Era demasiado inverosímil. Pensé aún que Paquito mentía.
– Si fuese cierto… ¿por qué no me has avisado antes?
– Porque no te veía en peligro hasta que ha entrado en escena esa zorra.
Volví a recordar a Estrella… Me daba horror que la mencionara.
– Supongo que estás mintiendo.
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– Porque tienes celos.
Paquito rompió a reír:
– Decididamente no tienes solución.
– En todo caso, ¿qué tiene que ver Estrella con todo eso?
Paquito sorbió el último trago que le quedaba en el vaso:
– ¿Es posible que no comprendas aún la maniobra?
No la comprendía… Era demasiado inverosímil, demasiado cruel.
– Yo sólo te prevengo. Ándate con mil ojos.
A la noche siguiente volví a La Toya. Pedro me esperaba allí, sonriente, afable. Fue aquella noche cuando comprendí que Paquito tenía razón.
Empezó diciéndome que después de lo mucho que el Banco lo había perjudicado a él, se creía en el derecho de cobrarse el perjuicio: «Sé que por la ley no voy a conseguir nada…» Pretendía que yo, como buen amigo suyo, lo ayudase: «Será muy sencillo: no tienes más que darme unos datos; unos simples datos del archivo… Yo podré decirte dónde están…»
Lo dejé hablar sin interrumpirle. Pedro era elocuente, tenía el don de la convicción, sabía exactamente lo que debía decir y cómo decirlo.
Cuando terminó de hablar, me levanté del asiento y salí del local sin despedirme.
Me acordaba de todo lo que me había dicho Paquito. Era como recordar un derrumbamiento o un terremoto. Me resistía a creer que Estrella también estuviera involucrada… «Ella no, Dios mío: ella no…»
Aquel domingo llegué a su casa más temprano que de costumbre. Me recibió con aire sombrío. Enseguida me advirtió que no podíamos estar juntos porque su tía había caído enferma y le había pedido que volviera a su lado.
– Estás mintiendo, ¿verdad?
– ¿Por qué iba a hacerlo?
Se puso el abrigo, la boina, se maquilló los labios.
La agarré por los hombros:
– Confiésalo de una vez: te han dado órdenes.
– ¿Qué clase de órdenes?
Todavía se hacía la ignorante, todavía pretendía fingir.
– Te han dicho: «Hasta que no claudique, niégate a él.»
– No es cierto.
– Eres una ramera a sueldo de esos desalmados.
– No te tolero…
La interrumpí:
– Un subterfugio… Eso es lo que has sido tú: un asqueroso subterfugio para cazarme, para obligarme a claudicar…
La empujé con fuerza; cayó sobre la cama; las ojeras enormes, los ojos asustados.
– Nunca te perdonaré lo que me has hecho… -dijo-. ¡Tratarme de ese modo!
– ¡Cállate, perra!
Necesitaba pensar, comprender. Cerré la puerta del dormitorio, cogí la llave y la guardé en el bolsillo.
– Carlos, escucha; estás equivocado.
Hubiera dado años de vida por creerla. Pero no podía. Era todo demasiado claro.
La vi ponerse en pie. Avanzaba hacia mí; sonreía.
– Dame la llave, Carlos; debo irme.
No contesté. No me moví. La miré fijamente:
– Pídeme perdón, Estrella.
Escuché un soplido entrecortado… Luego una risa. Le grité:
– Te he dicho que me pidas perdón.
La risa se truncó repentinamente:
– Tú estás chaveta, Carlos… ¡A quién se le ocurre! Pedirte perdón yo… ¡Yo! Después de lo complaciente que he sido contigo… Pero ¿no comprendes? ¿No comprendes, infeliz, que soy yo la que debo perdonarte a ti?
Se le había puesto el rostro lleno de furia, de ira, de fuego helado. De pronto lo volcó todo; era una catarata, una especie de vómito verbal, lleno de confesiones nauseabundas. Habló de todo, de su desamor, de sus esfuerzos por fingir un entusiasmo que no podía sentir, de su asco por mi cuerpo (demasiado joven, demasiado inexperto), de las presiones a las que la había sometido Pedro…
– Antes todos los domingos eran suyos… Tú me los has quitado: él quería que yo colaborase, que le ayudara…
– Basta.
Pero Estrella ya no callaba.
– ¿Querías saber la verdad? Pues ahí la tienes, Carlos. Me repugnas. Me causas horror. Nunca te he querido. Nunca me has gustado. Entérate bien: te odio, te odio por ser como eres, por tu voz, por tu forma de besarme, por tu torpeza de niño infatuado… Y por algo más: por dejarte engañar. Jamás he soportado a los hombres que se dejan engañar. Tú eres uno de ellos, Carlos Hondero. Un ejemplar que tropieza, que cae, que alimenta cebos… Como los J. J… Exactamente igual. Sois hombres marcados, estúpidos, vanidosos.
– ¡Basta!
Tragó saliva. Se fue hacia la puerta… Manipulaba el manillar con furia.
– ¡Ábreme! -gritó.
No me moví. No podía moverme. Me sentía petrificado, transportado a una esfera donde todo se detenía, donde las fuerzas se inmovilizaban.
Recuerdo que la puerta se agitaba, la madera crujía, la cerradura rechinaba, la habitación entera se descomponía en gritos, en pitidos, en vibraciones.
Súbitamente Estrella se precipitó hacia mí. Me empujaba, me palpaba los bolsillos, quería dar con la llave.
– Dámela, ¿me oyes? Te mando que me la des.
Tenía de pronto unas manos nuevas, afanosas, hirientes: unas manos-puñales que roían y acuchillaban. La cogí por las muñecas. La miré a los ojos; la vi fea, torpe, histérica.
– Pídeme perdón -repetí.
– Me estás haciendo daño -volvió a gritar.
– Todavía no he empezado -dije fríamente-. Arrodíllate.
Empezaba a asustarse.
Entonces la abofeteé.
– Cobarde, repugnante cobarde.
Tenía el carrillo rojo, como un payaso a medio maquillar.
La cogí por los hombros y la empujé hacia el suelo:
– Arrodíllate.
Estrella se defendía: «Sádico, estúpido, sádico…»
Volví a pegarle una, dos, cien veces… Quedó en el suelo hecha un ovillo; los labios entreabiertos, las lágrimas fundidas a la sangre que le salía de la nariz.
– Puedes llorar cuanto quieras, nadie va a escucharte.
Ya no hablaba: gemía. Me acerqué a su oído: «Pídeme perdón, pídeme perdón», le grité. Intentó apartar la cabeza (la boina estaba ya en el suelo), pero el aturdimiento le restaba fuerzas.
– ¿Me oyes, perra? Quiero que me pidas perdón.
Le di un golpe en el pecho con la punta del pie. Se retorció gimiendo. Escuché un «perdón» vago, lleno de miedo.
– Más fuerte.
Se incorporó. Se miraba las manos: chorreaban sangre.
– Perdón -volvió a decir.
Me acerqué a la puerta. La abrí. Contemplé el ventanal.
El cielo continuaba azul.
Salí del piso sin volverme a mirarla.