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No han querido aceptar la fianza que doña Alicia les ha ofrecido: «En casos como el del señor Hondero, la fianza es imposible.» Ha sido un alivio saber eso. Me hubiera resultado terriblemente penoso volver a mi casa y enfrentarme con Carlota.
Me dijeron: «El juez ha encontrado indicios racionales de culpabilidad y ha dictado auto de procesamiento.»
De acuerdo. Eso suena a lógica. Va a empezar el sumario: «Un sumario secreto que puede durar hasta un año…» Dios sabe lo que puede ocurrir en ese período de tiempo.
Eso va a permitirme analizar a fondo la cuestión. Lo cierto es que, hasta ahora, he tenido poco tiempo para pensar. El ser humano se halla demasiado ocupado en odiar, y en defenderse del odio ajeno, para meditar sobre las causas que nos llevan a él.
Bien: ahora tengo suficiente tiempo para analizar todas esas cosas.
El odio que llevaba yo dentro aquella mañana superaba con creces todos los odios que había percibido hasta entonces.
Recuerdo que, al salir del piso de Estrella, las Ramblas bullían de gente, de voces, de pasos… Las mañanas domingueras eran siempre alegres en aquella zona de la ciudad.
Sin embargo, aquel día todo aquello se me antojaba absurdo, como si estuvieran representando una parodia de la vida real. Para mí la vida real era lo que acababa de ocurrir: aquella que precisaba perdones para vindicar injurias, la que se nutría de mentiras para conseguir fines…
La otra, la que me estaba rodeando en aquellos momentos, era únicamente una burda representación gazmoña y falsa. Una estafa humana para obligarnos a creer que se podía ser feliz. Una especie de ensayo general para una existencia que no existía, un traje de etiqueta cubriendo a un muerto.
Entré en un café. Me sentía desfallecido. Mi odio por Estrella lo estaba presidiendo todo. Me acerqué a la barra: desde allí podía ver la calle. Los transeúntes hablaban entre sí, sonreían, se referían a la situación política, al fútbol, a las películas sonoras.
– ¿Qué va a ser?
– Un vermut.
En el recinto había un rumor confuso de voces, pisadas, risas y tintineos. Tras el mostrador me miraba un hombre que llevaba un delantal blanco, chaleco negro y cuello de pajarita.
– ¿Sifón?
La cabeza me dolía. Era la primera vez que pegaba a una mujer. Tal vez por eso las manos me pesaran tanto. El hombre del mostrador secaba vasos, silbaba, me miraba.
– Otro.
El local se volvía espeso. Las voces y las pisadas se coagulaban. El hombre del mostrador comentó:
– Bebe usted demasiado deprisa.
– Métase en sus asuntos.
Pagué. Salí de allí. Arrastré las piernas hasta mi calle. Era de nuevo una calle llena de desolación, de vacío, de horas viejas vividas sin Estrella.
Cuando entré en el piso, me había convertido en un reaccionario.
Aquella tarde no salí de mi casa. Me quedé junto al tío Rodolfo frente al balcón del comedor. Mi madre sirvió el chocolate, los melindros y el agua con azucarillos. Sólo mirar aquello, me producía náuseas.
– Deberías esforzarte. Carlitos -decía mi madre-. Apenas has almorzado.
Y me oteaba con desconfianza como si intuyese algo. El tío Rodolfo se mostró más locuaz. Le preocupaba la situación de Alemania: aseguraba que, para entrar en aquel país, pronto iba a ser preciso que el consulado estampara un visado. «Es como una isla en Europa -decía-; se rumorea que van a racionar el pan, que los impuestos van a subir». Y terminaba afirmando que todo aquello olía a preparación guerrera.
– Y no vayáis a creer que España va a salvarse. España está invadida de focos terroristas: lo sé de buena tinta. Lugares clandestinos que activan movimientos subterráneos.
Lo peor era enfrentarme con Paquito al día siguiente en el Banco. Me causaba horror verlo otra vez y escuchar sus probables reproches y amenazas.
Recuerdo que aquella tarde fue a visitarnos Angelina. Desde que Palafell muriera, iba a nuestra casa con relativa frecuencia. Se sentía obligada a agradecer todo lo que habíamos hecho por su marido. Tenía la convicción de que mi madre se había prestado a ayudarlo desde el primer momento.
Angelina había mejorado: a pesar de su traje de luto, parecía menos delgada, y sus ojos no eran ya tan saltones.
El pago de los seguros, la nómina de su viudedad y los ahorros que su marido le había dejado en herencia, le permitían vivir con relativa holgura. Por eso, cada vez que iba a casa, se permitía el lujo de regalarle a mi madre un ramo de flores que adquiría en los puestos de las Ramblas.
A veces llevaba consigo a la perrita Pola: «Me da pena dejarla sola en el piso.» Mi madre solía recibirla con gusto. «Bien venida a esta casa.» También el tío Rodolfo daba muestras de contento: no parecía preocuparle que una persona extraña invadiera nuestra paz hogareña y nuestra intimidad dominguera. «¿Qué tal se porta su estómago, doctor Tramacho?» Era la pregunta ritual, la que ya le hacía todo el mundo. El tío Rodolfo se llevaba una mano al abdomen y respondía indefectiblemente: «Bah, no puedo quejarme…» Entonces, Angelina se dirigía a mí: «¿Y usted, Carlos?»
Continuaba tratándome de usted; seguía las normas de su marido. Aquel día le respondí que me encontraba algo indispuesto, y con aquella excusa me fui a mi cuarto. Intenté estudiar, pero no pude: era difícil olvidar la escena de la mañana; la voz de Estrella gritando su odio, la nariz sangrante, mi incapacidad para hacerla feliz… «Me das asco, Carlos.»
De noche me dormí llorando de rabia.
Al día siguiente llegué al Banco con el ánimo hundido. Paquito se sentó a mi lado sin despegar los labios. Buscó los papeles de turno y empezó a trabajar. Al final rompió a hablar:
– Te advertí que no te fiaras de ella.
– Luego tú lo sabías.
– Sabía que era la amiga de Pedro. El resto lo imaginaba.
– "¿Por qué no me lo dijiste?
– Intenté hacerlo mil veces. No me dejabas.
– ¿Sabes ya lo que ocurrió ayer?
Paquito asintió. Enseguida me advirtió: «Ojo con esa gente.»
– ¿Qué pueden hacerme? ¿Matarme?
– Hombre, tanto como eso… Pero darte una buena paliza…
– Que se atrevan. Verás dónde los mando.
– Son maleantes -añadió Paquito-. Cabe esperarlo todo de ellos. Lo de Estrella ha sacado de quicio a Pedro.
– ¿Lo ves con frecuencia?
– No mucho. Pero me entero por otros.
Naturalmente, no volví a La Toya. Cuando salía de noche me iba a los burdeles: alquilaba una mujer. La llamaba Estrella. La obligaba a callar. Hablaba yo, la insultaba y la amaba a un tiempo. Ella (la que fuera) se adaptaba a mi parodia. Comprendía. No hay mujeres más comprensivas que las prostitutas. Eran obedientes, sumisas, complacientes. Pero cuando abandonaba el local, me sentía estafado, herido en lo más vivo de mi dignidad, dispuesto a no volver nunca más. Pero volvía. Necesitaba volver. Era mi purga contra el deseo, contra el recuerdo, contra el vacío.
Un día Paquito me dio una noticia inesperada: «Aunque no lo creas, los partidos burgueses van a formar un bloque con el nuestro.»
– Supongo que se trata de un embuste más.
– Piensa lo que se te antoje: son órdenes de Moscú.
Era ya otoño: un otoño viejo, cansado. El frío no llegaba a asentarse en la ciudad y la respiración se volvía difícil. Cierta mañana, don Alberto se metió en el despacho del director. Discutían. Hablaban de lo que podía suceder si el pacto entre las izquierdas y los burgueses se llevaba a cabo. Don Alberto decía que si aquello llegaba a ocurrir, podíamos preparar las maletas. «Y usted, don Pablo, especialmente usted… debe salir cuanto antes de la ciudad.» Aquella frase me intrigaba.
Paquito se frotaba las manos.
– ¿Lo estás oyendo?
Las voces de aquellos dos hombres se filtraban por las rendijas de la puerta: llegaban nítidas hasta nosotros. «Si ocurriese semejante cosa acabaríamos como en Rusia… Todos degollados. Un buen truco ese de la unificación. Sería lo mismo que unir el fuego con el agua… Uno de los dos iba a quedar dueño de la situación: le garantizo que no seríamos nosotros.»
– Veremos lo que ocurre con las elecciones -dije yo.
Paquito esbozó una sonrisa tranquila:
– Esta vez no ganarán las derechas. ¿Te olvidas ya de lo que ha dicho el propio Calvo Sotelo: «Prefiero una España roja a una España rota»? Nadie desea una guerra civil.
Lo cierto era que la situación del Gobierno era cada vez más precaria: el escándalo Strauss y Perle le había obligado a perder muchos puntos y la palabra estraperlo empezaba su reinado.
– Te lo dije, Carlos: el bonito sueño derechista se está desmoronando.
La tensión iba siendo cada vez mayor; sin embargo, Escolástico Rodríguez se mostraba optimista:
– La cosa está muy clara: no habrá alternativa. Nuestro partido no precisa elecciones para saber lo que debe hacer…
No acertaba a comprender a qué se estaba refiriendo: lo supe cuando faltaban pocos días para las elecciones. El Año Nuevo había llegado casi de improviso, con su frío sedentario plagando la ciudad de enfermos. Pero el frío me gustaba. Era como una garantía contra el peligro. Los acontecimientos graves solían ocurrir en verano.
Sin embargo, aquella mañana, a pesar del frío, fue verano: un verano tórrido que lo quemaba todo. Recuerdo los hechos a pinceladas: momentos, palabras, sensaciones… Instantes que fueron eternos, se metían cuerpo adentro corroyendo ideas, sentimientos, inclinaciones.
Don Alberto me había mandado llamar a su despacho a eso de las diez.
– Siéntate, muchacho.
Don Alberto hinchaba el tórax, carraspeaba, se apretaba el nudo de la corbata. Luego habló. Tenía que darme un mensaje: el doctor Tramacho estaba enfermo, muy enfermo; un tumor en el estómago. En el fondo se sabía desde hacía mucho tiempo. Pero en boca de don Alberto aquel tumor resultaba implacable: «Tiene los días contados.» Luego añadió lo demás: «No puede salí de su casa…» Me tendió el sobre: «Sus últimas voluntades.» Era extraño oír aquello: don Alberto se comía la erre, pero su forma de hablar era directa y no admitía dudas. «Te ha tansfeído acciones del Banco.» Pensé de pronto: «Soy accionista. El tío Rodolfo me quiere: por eso me regala acciones…» Era lo normal: años y años llamándome Carlitos; años y años preocupado por mi porvenir, por mis estudios, por mis trajes… «Pídeme lo que quieras, Carlitos.» Y yo había pensado: «Como Herodes…»
Había algunas cosas que necesitaba aclarar: «Le daré las gracias cuando lo vea.» Don Alberto ponía cara de circunstancias y negaba con la cabeza: «No volveás a velo.» Era difícil imaginar aquello. «Me ha pedido que cuide de ti.» Don Alberto estaba dispuesto a cumplir su promesa: para él, el tío Rodolfo era como un «hermano». Así que, en vista de eso, iba a cambiarme de sección, aumentar mi sueldo y subirme de categoría… «¿Te hace?» Asentí. Había que dejar pasar seis meses; luego me trasladarían al Departamento de Extranjero. Era un alivio pensar que ya no trabajaría con Paquito. Pero el tío Rodolfo iba a morir. Aquello era como una puñalada que hurgaba por dentro. ¿Lo sabría mi madre? Don Alberto insistía: «Es una sección muy buena…» Luego vinieron las instrucciones: no debíamos llamar por teléfono al doctor Tramacho; lo habían incomunicado, no debía agitarse ni emocionarse… Recordé a la señora de las cerezas, a los tres niños de los churros… Por fin iban a confinarlo: por fin iban a ser los dueños absolutos del tío Rodolfo. ¿Cómo soportaría él aquel asedio? ¿Y mi madre? ¿Cómo reaccionaría mi madre? El sobre era grande y abultado. Don Alberto siguió aleccionándome: entre los papeles había también una carta para ella. Pensé: «Será una carta de despedida, larga, desesperada… En ella trazaría caminos, enderezaría posturas… «Bien entendido: no podás tocá el dineo hasta la mayoía de edad…» Y cuando mi madre leyera la carta, todo «sería otra cosa», todo tendría otro enfoque. Después vendría la adaptación; la difícil y descorazonadora adaptación; y los domingos vacíos y la costumbre de no acostumbrarnos a pasar los domingos junto al ventanal del comedor sin él, sin sus comentarios, sin su voz, cada vez más apagada: «Así que ellos han ganado…», murmuré. Don Alberto esbozó una sonrisa embelesada: «Nadie gana», dijo.
Nuestra conversación era una mezcla de palabras sin sentido, pero nos entendíamos. Probablemente don Alberto «sabía». Todo el mundo «sabía aquello». «Va a resultarle muy duro vivir sin él», dije yo. Don Alberto carraspeó como si mi frase se le hubiera atragantado. Palpé el sobre. Parecía un tumor: el del tío Rodolfo. Pero el tío Rodolfo aún vivía. Todavía, en algún lugar de su casa, su corazón latiría y la sangre correría por sus venas y su cerebro pensaría, y su dolor físico sería quizá tan agudo como el que sin duda iba a proporcionarle nuestra separación. «Un desatino», pensé. «Lo han encarcelado.»
Don Alberto debió de adivinar mis pensamientos: «No la culpes a ella.» Probablemente se refería a la mujer de las cerezas: la carcelera, la que había conseguido secuestrarlo: «Al fin y al cabo, es lógico…» Pero la lógica, para mí, era otra. Algo que sólo mi madre y yo podíamos comprender.
Quería marcharme de allí; salir a la calle; percatarme de que no era verano; y de que siendo invierno nada malo podía ocurrirme. Me levanté; la habitación se tambaleaba.
– ¿Manda usted algo más?
Don Alberto fue a hablar, pero se tragó las palabras: quizá temiera herirme. Negó con la cabeza.
– Entonces ¿puedo retirarme?
Me acompañó hasta la puerta. Bajé la escalera con el sobre en la mano. Salí del Banco. Era invierno. La calle continuaba imperturbable, helada, rígida. «Lo peor van a ser los recuerdos», pensaba. En aquellos instantes se estaban agrupando todos en mi cerebro. Cada paso hacia mi casa iba aumentándolos: el queso del comedor, el sombrero jipi, la corbata de lazo, mis pantalones bombachos, la lima que llevaba siempre en el bolsillo, las tijeras con que recortaba los artículos del periódico… También los objetos podían ser crueles cuando perdían la facultad de ser utilizados.
Y sus frases: «Fíjate bien en este paisaje, Carlitos; cuando seas mayor, ya no estará ahí…» Y su risa, sobre todo su risa… Y el modo de mirar a mi madre, y su voz, sosegada, habiéndome de mi padre… Y sus ideas políticas. Su amor a la República. ¿De qué iba a servirle ya todo? Nada: ni su voto, ni su entusiasmo, ni aquel brindis lejano podían devolverlo a la vida.
Restaba lo peor: decírselo a mi madre; entregarle el sobre, repetirle lo que me había dicho don Alberto: «No podemos llamarlo por teléfono, mamá.» Era la consigna, la condición que sin duda había impuesto la mujer de las cerezas… El derecho la asistía. El nuestro se había acabado. Era igual que una deserción. Involuntaria, pero deserción. Algo parecido a lo que había ocurrido aquel día en la Exposición. También aquella vez el tío Rodolfo había desertado de nosotros. ¡Qué bien lo recordaba! Había pasado por nuestro lado sin mirarnos, sin dar muestras de conocernos.
Y los tres niños lo llamaban «papá», y la mujer de las cerezas decía: «Vámonos de aquí, este lugar apesta.»
Pensé: «También ahora nos ha barrido de su vida.» El frío cosquilleaba mis ojos, los irritaba: «No es justo.» Me fijé en los letreros electorales: la propaganda había empezado otra vez. Era una manía endémica eso de votar. Las izquierdas se preparaban a fondo para la gran embestida. Y Paquito me había dicho: «Esta vez no ganarán las derechas.»
En el arranque de las Ramblas, había grupos de gentes discutiendo. Lanzaban opiniones absurdas, fuera de tono: «Yo votaré a Companys, porque fue el presidente de la Generalidad…» «Pues yo votaré a los comunistas porque no quiero ser fascista…» Me acordé de Escolástico Rodríguez: también él opinaba que la cuestión se debatía entre Falange y Comunismo. Para la mayoría, «votar» debía de ser algo parecido a una distracción como ir al teatro o presenciar una corrida de toros. Había también opiniones burguesas: no confiaban en Gil Robles: «Si gana, nos dará un zarpazo.» No le perdonaban que formase un bloque con Lerroux. Todo aquello resultaba tremendamente frívolo, pedante, infantil. Nada tenía valor al lado de la noticia que acababa de darme don Alberto: «El tío Rodolfo se está muriendo.» Eso sí que era un problema de adulto: un problema serio. Como yo. También yo me sentía repentinamente adulto, viejo y desengañado. Me notaba envejecer a medida que avanzaba hacia mi casa. El sobre me pesaba. Lo sentía pegado a mis manos por un sudor frío: «Las últimas voluntades, la carta, los consejos, las disposiciones postreras.» Luego… ¿Qué vendría después? Me acordé de Estrella. También ella era una especie de tumor…
Encontré a mi madre sentada junto a la camilla, mirando la calle: sin costura, sin delantal; su cara lavada, brillante, sus labios, como siempre, húmedos. Apenas se volvió a mirarme. Me dije que debía hacer acopio de serenidad para plantearle los hechos tranquilamente, sin aspavientos, sin provocar en ella reacciones violentas.
– Escucha, mamá.
Alzó la vista; miró el sobre, cruzó las manos y preguntó:
– ¿Lo sabes ya?
Luego señaló el sobre:
– Dámelo, por favor. Te lo habrá entregado don Alberto…
Cogió el sobre sin abrirlo; lo dejó en la falda.
– Sabrás que el tío Rodolfo está muy grave -dijo con voz tranquila.
Asentí sin hablar. Tenía un nudo en la garganta y no podía expresarme.
– Ya ves…
Hubo un silencio largo. Pregunté:
– Entonces tú lo sabías…
– Desde hace mucho tiempo. Lo sabíamos los dos.
La campana del queso había desaparecido. Fue un golpe duro ver aquel vacío. Mi madre esbozó una sonrisa triste:
– Todo se acaba tarde o temprano.
Aclaré la voz; le dije:
– Don Alberto me ha recomendado que no lo llamemos por teléfono.
– No me hacía falta esa recomendación. Y yo misma le pedí que se aislara de nosotros, que no volviese por aquí, que procurase vivir lo más unido posible con su mujer… el tiempo que le quede.
Había una mansedumbre grande en su voz, en sus ademanes, en sus ojos.
– ¿Por qué?
Suspiró hondo y miró la calle:
– Últimamente sufría mucho… Tenía remordimientos.
– ¿De modo que ha sido por eso? Por sus remordimientos…
Imaginé al tío Rodolfo agitado, nervioso, aterrado ante el paso que debía afrontar: «De ahora en adelante debéis prescindir de mí. De ahora en adelante deberéis haceros a la idea de que he muerto…»
– Demasiado cómodo -dije.
– No eres justo, Carlitos: también yo los tenía.
– ¿Tú? ¿Qué clase de remordimientos?
La vi dudar. Probablemente no se atrevía a hablarme claro. Probablemente le avergonzaba confesarle a su propio hijo lo que tal vez no hubiera confesado a nadie.
– Pisábamos en falso: nadie tiene derecho a interferirse en la vida de los demás… Me di cuenta hace poco tiempo. Cuando se es joven, ciertas cosas no se ven claras. Pero cuando llega el final, la verdad prevalece.
– ¿Qué verdad?
– La de los lazos indisolubles.
Se apretujaba las manos, las enrojecía.
– Así que pensé: «Todavía estoy a tiempo.» Y le supliqué que no volviera. Ahora podrá morir tranquilo.
Sufría, lo sé. Sin embargo, no lo demostraba. Aquel disimulo era su heroísmo.
– Dentro del sobre hay una carta para ti.
Se apresuró a rasgarlo. Era una carta breve. La leyó en un segundo. Me la tendió. La carta decía escuetamente: «Gracias», y firmaba Rodolfo.
La dejé sobre la mesa y me fui a mi cuarto.
La palabra «remordimientos» me seguía. Era difícil de asimilar. Hasta entonces la palabra aquella se condicionaba a mi infancia, la que me había sumergido en el terror de los escrúpulos. Luego se había esfumado. Era extraño que mi madre la hubiese pronunciado con tanta convicción.
La ventana de mi cuarto daba a un patio interior. En lo alto había una claraboya rota. Cuando llovía, el agua se filtraba por el agujero y encharcaba el pavimento del piso bajo. En aquellos momentos estaba seco. Había ropa tendida en algunos pisos; ropa fría, helada, rígida: un viento tormentoso se colaba por el agujero. El niño del tercero lloraba. La madre lo arrullaba con voz impaciente: «Vamos, pesadito: duérmete de una vez.»
Me dije: «Tal vez algún día también yo sienta remordimientos», pero entonces aquella postura del tío Rodolfo se me antojaba egoísta. «Es tarde, excesivamente tarde…», se habían creado demasiadas necesidades entre nosotros y el tío Rodolfo para que se volatizaran al soplo de un estúpido remordimiento. Recordé otra vez a la mujer de las cerezas. ¿Podía contentarse con aquella limosna de última hora? «Nadie gana», había dicho don Alberto.
Aquella noche tampoco dormí. Cada instante que pasaba era una búsqueda desesperada de la verdadera razón de todo aquello, dije que el padre Celestino estaría satisfecho si pudiese saber lo que ocurría. Pero el padre Celestino se había marchado. Dios sabía dónde andaría en aquellos momentos. Y el galimatías de mi conciencia se acrecentaba. Jamás hubiera creído que mi madre fuese capaz de reaccionar del modo que había reaccionado. «Nadie conoce a nadie», pensé. La gente debía de ser así: dual, inconcreta, inconsecuente y bamboleante.
Al día siguiente llegué al Banco enervado, decaído, con las huellas del insomnio en los ojos.
Escolástico Rodríguez me dijo: «Apuesto a que anoche anduviste de juerga…» Lo dejé con la idea. Me sentía incapaz de discutir. Faltaba un mes para las elecciones y el clima del Banco era tenso. Los clientes se agitaban, se preocupaban. Todos los días llegaba un cliente importante dispuesto a retirar su cuenta corriente: «Supongamos que, tras de las elecciones, los bancos se nacionalizan… ¿Qué ocurriría con el capital privado?» Don Pablo intentaba hacerlos entrar en razón: alegaba pretextos legendarios, citaba entorpecimientos graves: los de la fluidez monetaria, los del error financiero que suponía dejar los bancos sin pasivo: «La maquinaria económica se descompondría y el resultado iba a revertir sobre ustedes mismos…» Decía que todos debíamos colaborar: «Además, si los bancos se nacionalizasen, también las industrias serían nacionalizadas… Nada tendría valor particular…» Los clientes se resistían: «Pero cancelando las cuentas salvaríamos nuestra situación momentáneamente.» Les costaba apearse: dudaban, temían. Hablaban de marcharse al extranjero, de retirar las alhajas de las cajas fuertes, de asegurar un porvenir más allá de las fronteras…
La desconfianza era general y la Bolsa empezó a dar un bajón súbito. El temor al comunismo crispaba ya la España capitalista: ni el banco más solvente podía ya garantizar honradamente la inmunidad de los capitales confiados a su custodia.
A veces don Alberto bajaba al despacho de don Pablo. Discutía con él, buscaba soluciones, reclamaba la presencia de don Ramón. Luego se enfrascaban los tres en polémicas interminables. Cuando ocurría aquello. Escolástico Rodríguez dejaba el trabajo y aguzaba el oído. El despacho de don Pablo lindaba con el nuestro y la conversación llegaba hasta nosotros a retazos. Escolástico Rodríguez se exasperaba:
– Hombres de poca fe -decía moviendo la cabeza de un lado a otro-. Venga lo que venga, España será salvada. Falange no permitirá que se hunda.
Me intrigaba verlo tan seguro de aquel triunfo. No me cabía en la cabeza que un partido tan reciente pudiera acabar con la amenaza que todo el mundo presentía.
En cuanto me pillaba a solas, Paquito me deslizaba al oído:
– Esto se acaba; al fin se implantará la justicia.
Sin embargo, lo recuerdo muy bien: nadie pensaba en guerra, sólo en revolución. La de siempre. La que detenía la vida unos días para volver de nuevo al interrogante, a la lucha de partidos y al continuo vaivén de la opinión pública.
De pronto hubo un toque de alerta. La frase de José Antonio recorría la península de cabo a rabo: «Si el resultado de las elecciones es contrario a los intereses de España, Falange no acatará el resultado de las urnas.» Era algo más que un aviso: era un desafío. Y recordé lo que hacía pocos días me había dicho Escolástico Rodríguez: «Nuestro partido no precisa de elecciones para saber lo que debe hacer.» Ambas frases coincidían, se enraizaban el mismo tronco.
A pesar de todo no hubo comunismo, pero ganaron las izquierdas. Azaña formó Gobierno con los elementos moderados: la vida proseguía, el temor se debilitaba, la gente regresaba del extranjero. Y las acciones en la Bolsa volvieron a subir.
Cierta mañana de marzo, don Alberto me reclamó de nuevo en su despacho. Me indicó que me sentara. Tensó las mandíbulas. Dijo escuetamente:
– Ha fallecido.
Allá, tras el balcón, empezaban los trinos de los pájaros, los brotes de los árboles, el vocerío de los transeúntes que barruntaban la primavera… Y el cielo apenas tenía nubes.
– Esta noche sale la esquela.
– ¿Cuándo ha muerto?
– Hace un momento.
«Pronto llegará el verano», pensé. «Ha muerto por eso…» A pesar de todo había una diferencia grande entre imaginarlo muerto o «saberlo» muerto.
– ¿Puedo irme?
– Vete, hijo, vete.
Me daba palmadas en la espalda, sus ojos aguanosos, tremosos sus labios.
– Mañana no vengas -añadió.
Cuando entré en mi casa, mi madre salía de su cuarto. Nos quedamos los dos en el pasillo, paralizados, incapaces de reaccionar. No hubo necesidad de decírselo. Lo comprendió en cuanto escuchó la llave de la puerta. La abracé. Lloraba. También yo lloré.
La esquela decía: «…habiendo recibido los Santos Sacramentos y la Bendición Apostólica de Su Santidad…» Me acordé de sus diatribas, ya lejanas, contra los curas, contra todo lo que, según él, suponía retroceso. Me acordé de sus afirmaciones: «Supersticiones, lacras, infantilismos…» Pero al morir había querido volver a todo aquello.
¿Por «si acaso», o por convicción? Era difícil saberlo.
Le prometí a mi madre que asistiría al entierro. Fue nutrido. En el acompañamiento había un número considerable de sacerdotes, de personajes con levita, de guardias engalanados. Era un entierro vistoso con caja sólida, carruaje de primera y remolques repletos de coronas, arrastrados por caballos empenachados con plumeros negros.
Allá en la presidencia, destacaba el hijo (aquel ex niño que se llamaba Rodolfo, como él y que una tarde había comido churros en la Exposición). Iba con el semblante sombrío, enlutado, recién afeitado.
Llegué hasta el cementerio. Sabía que mi madre me agradecería aquel detalle. Tenían panteón familiar: grande, barroco. Se rezó un responso; sus voces sonoras y lúgubres (de barítonos inexpertos) salmodiaban quejicosas súplicas para su alma.
Vi a don Alberto: iba con sus tres hijos; el gesto contraído, los pasos solemnes y lentos. Don Alberto lo quería: habían sido amigos. El doctor Tramacho era el médico de la familia. Probablemente infinidad de veces había atendido a aquellos niños cuando estaban enfermos. Pero el doctor Tramacho ya no existía. Todo en él había terminado. Fin de la gran representación Tramacho. Fin de sus ideas políticas, de sus ideales, de sus rebeldías, de sus fobias y de sus filias… de sus enfermos y de sus curados. Pensé que nadie volvería a hablarme de mi padre. Y tuve la impresión de que mi padre volvía a morir, que una nueva peste se lo había llevado.
El ambiente olía a mimosas, a retama, a brisa salobre. Era un aroma denso que se apelmazaba en los pulmones y cosquilleaba los ojos. Intenté recordarlo cuando lo había visto por última vez. No conseguí evocarlo. Me lo impedía la presencia de aquel muchacho alto que se parecía a él y que, junto con los familiares más allegados, estrechaba manos y daba las gracias.
Pensé en unirme a la comitiva, me atraía estrechar la mano de aquel chico… No lo hice. (Lo hice muchos años después, cuando Sofía y Carlota se acercaron por primera vez al altar del colegio para comulgar.) Ignoraba cuál sería su reacción. Temí que dijera como su madre: «Este lugar apesta.»
El despliegue de lujo me ofendía. El tío Rodolfo no se había parecido a su entierro. Nunca había sido así: ampuloso y abigarrado. El tío Rodolfo era hombre de nicho, de caballos sin plumeros y de carruaje sencillo. «La familia no lo entendía», pensé. Tal vez por eso se habría refugiado en nuestro ambiente. Pero aquella suposición no me convencía. Debía de haber algo más: algo más fuerte que su afán de simplicidad.
Los hijos de don Alberto también vestían de negro (entonces los entierros eran duelos de verdad). Avanzaban junto a su padre tiesos, obedientes, centrados en su papel, arrastrando, como siempre, aquel extraño halo fantasmal que tanto llamaba mi atención cuando visitaban el Banco.
Los tres miraban de frente, silenciosos, sin mostrar interés por nada, como si estuvieran allí por derecho propio, como si todo aquello les perteneciera. A veces dirigían la vista hacia el mar y era como si sus ojos fueran azules sólo por eso: porque el mar se estaba reflejando en ellos.
Al regresar, me sentí decaído y achicado. Tenía las cruces del cementerio grabadas en la retina. Metí la llave en la cerradura y entré en el piso. Anduve, silencioso, hacia el dormitorio. Quería retardar el encuentro con mi madre. La suponía en la cocina, o en el comedor, o acaso en la vivienda de la vecina. En aquellos momentos también mi casa era un panteón: un lugar inhóspito, sin vida, frío, lúgubre como el hueco donde habían metido el cuerpo del tío Rodolfo.
Una luz muy tenue parpadeaba por la rendija que formaba la puerta entreabierta del cuarto de mi madre. Me detuve frente a ella. La vi allí, frente a la imagen policromada, arrodillada y rezando. La luz de la lamparilla suavizaba la contracción de sus facciones. Era un espectáculo nuevo, incomprensible, totalmente inverosímil.
Estuve a punto de acercarme a ella, sacudirla y preguntarle por qué hacía aquello. Pero me deslicé, sin hacer ruido, hasta mi cuarto. Me encerré allí. El muro que siempre nos había separado parecía agigantarse. Era ya un muro inexpugnable. Tenía la impresión de que el tío Rodolfo se la estaba llevando con él a regiones inaccesibles: lugares legendarios que sólo ellos dos hubieran descubierto. «No tienen derecho», pensaba. Me estaban dejando solo. Más solo que nunca. Me sentía estafado, saqueado y burlado. Era inverosímil e insólito que mi madre claudicara de aquel modo. «¿Por qué?» Todo era un gigantesco porqué, todo se entrelazaba al absurdo, al incómodo malestar de «no comprender», de «no admitir», de «no participar».
Al poco rato escuché sus pasos. Salí a su encuentro.
– No te he oído llegar -dijo.
Parecía serena: sus ojos no acusaban rastro de lágrimas. No me atreví a confesarle que la había sorprendido rezando. Dije solamente:
– Todo ha ido bien.
También aquella frase mía era absurda. No había razón para que las cosas fueran mal.
– Así que ya lo han enterrado.
Fue lo único que comentó. Después añadió que iba a preparar el almuerzo.
A partir de aquel día, mi madre dio un cambio grande. No sabría decir exactamente en qué consistía. Aparentemente todo seguía igual. Sin embargo, no lo era.
Por lo pronto ya no tenía miedo. Apenas hablaba de política. Y cuando lo hacía era para referirse a temas particulares, aislados y urgentes.
Salía de casa muy temprano, la cabeza cubierta por una mantilla. Volvía luego para prepararme el desayuno. Era evidente que había ido a la iglesia. Hasta su forma de andar era otra. Caminaba con esfuerzo, como si intentase abrirse paso por un bosque enmarañado, o como si estuviera escalando un monte enhiesto. Nunca preguntaba. Lanzaba ideas inconcretas, vaguedades que en vano pretendían convencerme: «Hay que perdonar», o bien: «La mayor parte de los conflictos nos los creamos nosotros mismos.» Razones que parecían sentencias y que ella aprovechaba para colar intrusamente en nuestras conversaciones.
Angelina la visitaba con frecuencia. Eran dos viudas que se entendían, que se encontraban bien juntas, que procuraban camuflar su dolor en el discurrir cotidiano. Mi madre ya no trabajaba (llevaba varios años prescindiendo de la tarea que había presidido mi infancia), sólo cosía para ella, para la vecina y para Angelina.
«Una buena persona», decía mi madre cuando se refería a la viuda de Palafell.
Debía de serlo. Lo ignoro. Hace mucho tiempo que no llego a captar la maldad o la bondad de las personas. Hace mucho tiempo que me cuesta catalogar a la gente entre buenos y malos. Yo diría que nadie es decididamente bueno o malo: depende de los momentos, de las circunstancias, de las frustraciones o del miedo.
Entonces Angelina era para mí «la amiga de mi madre», la compañera de fatigas, capaz de rellenar un poco el hueco que en ella había dejado el tío Rodolfo.
Luego fue mucho más. Luego fue el refugio, la heroína, la salvación y la vergüenza de mi vida.
A medida que el tiempo pasaba, Angelina parecía rejuvenecer. Continuaba vistiendo luto (hubiera sido mal visto que una viuda de entonces buscara alivios demasiado pronto), pero su semblante desmentía la oscuridad de su indumentaria. Era ya una cara llena de colores, de vivacidad, de futuro. Cuando entraba en mi casa, todo parecía alegrarse. Tenía una conversación desenvuelta, salpicada siempre de agradecimiento: «Fueron ustedes tan buenos con el pobre Jaume…»
Le gustaban las flores: jamás entraba en el piso sin traernos un ramito: «Pensar que ya tenemos la primavera en la ciudad…» Decía cosas así: frases alentadoras que nos dejaban un regusto a consuelo.
Un día nos habló de don Pablo. Nos confió el gran secreto. «Nadie en el Banco lo sabe: únicamente don Alberto y mi pobre Jaume conocían la verdad.» Mi madre, al oírla, se quedó algo avergonzada. Le costaba creer lo que Angelina nos decía. Entonces aquellos casos eran muy raros y despertaban recelos. «Es una buena persona… Pero no se veía con ánimo para ejercer su ministerio. Colgó los hábitos y se echó a vivir.»
– Así que don Pablo es sacerdote.
– De pies a cabeza.
– Pero… ¿Cómo hizo eso?
– Fue leal: no podía mentir. Le faltaba vocación. Lo metieron en el seminario cuando era muy niño.
Recordé las diatribas de los J. J., sus continuos ataques contra don Pablo, la paciencia con que aquel hombre lo soportaba todo.
– ¿Fue por culpa de una mujer? -preguntó mi madre.
– Nadie lo sabe. Lo cierto es que don Pablo lleva una vida intachable. Nadie puede poner en entredicho su reputación. Lo único que hace es inhibirse, pero continúa practicando.
A Angelina le gustaba hablar de don Pablo. Era su gran tema: «Jamás lo hubiera dicho si no tuviese la seguridad de que ustedes van a callarlo.» Al parecer don Pablo vivía en Valladolid cuando decidió secularizarse. Por eso cambió de lugar y se vino a trabajar a Barcelona. «Un amigo de Jaume lo conocía. Habló con don Alberto y sustituyó al director difunto.»
Era extraño imaginar a don Pablo con sotana. Más extraño que imaginar a un cura dirigiendo el Banco.
Cuando volví a verlo, después de saber la verdad, me costó mucho contener mis reacciones. Aquel día había dado orden de cancelar todas las visitas: el presidente de la República había sido destituido y todo el mundo andaba soliviantado. Intuía la alarma que iba a cundir entre los clientes. De nuevo los tres jefes se reunieron en el despacho alto: deliberaban, discutían… Al bajar iban los tres con aire circunspecto, sus iniciativas exprimidas, la incertidumbre escrita en los rostros.
Paquito me sopló por lo bajo:
– Eso se acaba, ¿te has fijado en la cara de don Peca-Cura?
Recordé la promesa de don Alberto: «Pasados seis meses te cambiaré de sección…* Faltaba la mitad del plazo para ingresar en el Departamento de Extranjero. Me regodeaba pensando en mi ascenso: la sección que iban a destinarme me seducía; mi futuro jefe era un hombre agradable, apolítico, desenvuelto y servicial. Luego, cuando los años pasaran, me trasladarían sin duda al departamento de Cartera… Mi escalafón había comenzado. Nada podría impedirlo. Todo se reducía a trabajar, a ampliar mis estudios, a mostrar interés por lo que hiciera.
Era bonito soñar con aquel futuro. Aunque los agoreros dieran en decir que el futuro de España era incierto, yo no podía aceptarlo. El mío estaba allí: en mi sangre, en mis latidos. Nada ni nadie podría arrebatármelo.
Sin embargo, don Alberto vivía atemorizado. Decía que iba a mandar a la familia fuera de España. Don Pablo lo tranquilizaba: «También el año pasado hubo alarma y, ya vio usted: no pasó nada.»
Hubo cambio de presidente, pero los trinos de los pájaros proseguían. Incluso, al atardecer podían escucharse sus gorjeos.
Eran sonidos añejos e inofensivos que sosegaban el ánimo y avivaban los deseos de respirar. Angelina se aferraba a aquellos gorjeos para justificar su eterno optimismo: «Da gusto pasear por las Ramblas y escucharlos.»
Pero un día fue verano.
Cayó sobre la ciudad de improviso. En el patio de mi casa, la ropa tendida chorreaba sobre un pavimento cálido y seco. Sin embargo, había humedad. Una humedad abrasante como el fuego dantesco. No se sabía si la piel sudaba o si el relente metía el sudor hacia dentro.
Por la abierta ventana de mi cuarto, entraban efluvios de otras ventanas: eran mezclas familiares de cuerpos humanos, zotal y tabaco.
Así empezó todo: con calor. Un calor agobiante que la gente llamaba canícula.
Primero fue la muerte del teniente Castillo. Después la de Calvo Sotelo.
Y la vorágine, el laberinto. Era un viernes destemplado, ceniciento, de pulso desbocado. Los comentarios se transmitían en voz baja como si en la habitación de al lado hubiera un enfermo grave al que fuera preciso atender enseguida para que no muriese.
Se fraguaba algo solemne en aquel siseo continuo y en aquel pisar silencioso. La suspicacia general crecía. Y la desconfianza aislaba a todos.
El sábado amaneció como un día cualquiera. A pesar de las noticias y de los rumores, la gente circulaba por las calles, convencida de que «no iba a pasar nada». Se decía que en la Generalidad se convocaba a los escamots y a las juventudes de la esquerra para defenderse de un posible desorden. También se rumoreaba que en Marruecos había «algo» y que convenía vivir alerta para afrontar una inminente sublevación militar.
Aquel día Angelina nos dijo que los anarquistas estaban asaltando los barcos mercantes anclados en el puerto para hacerse con algunas armas…
– Pero no hay que preocuparse: Companys no tolerará que Cataluña caiga en manos de la F.A.I. o de la C.N.T.
Todo me parecía confuso y tremendamente contradictorio.
Al atardecer, me llegué hasta el puerto. Había una actividad desusada en aquella zona.
Funcionaban remolcadores, grúas, carros…
Y el calor era cada vez más pegajoso.
A pesar de todo, la ciudad era bonita. Nunca como entonces me había sentido tan unido a ella.
Vi el mar: necesitaba verlo. Cada vez que lo tenía delante, algo en mí se sosegaba. Una calma angustiosa cubría la superficie. Las gaviotas revoloteaban agitadas sin atreverse a planear. El sol achicharraba el pavimento, las fachadas del paseo de Colón, los tejados de Atarazanas…
Me pregunté qué estaría haciendo Estrella: era duro saber que nunca volvería a pasear con ella por el malecón. Era duro saber que, a pesar de lo mucho que la odiaba, continuaba acordándome de ella.
Al regresar, mi madre me advirtió:
– No debiste salir. Es muy expuesto. La vecina asegura que esta vez no es como las otras. Ella tiene buena información: su marido trabaja en la Generalidad.
Me dijo entonces que Companys estaba hecho un lío, que los acontecimientos lo habían desbordado:
– Al parecer ha pactado con Durruti: les ha entregado armas.
Al anochecer me sentía agotado: dormí de un tirón hasta las once de la mañana. Me desperté sobresaltado; un tiroteo continuo rasgaba el silencio de las calles. Salté de la cama asustado. Un humo denso se colaba por las rendijas, se estancaba en el patio de mi cuarto, subía por la escalera del portal… La puerta de mi casa estaba abierta: en el rellano de arriba se habían concentrado varios vecinos. Hablaban con voz trémula; informaban, detallaban: «Lo he visto con mis propios ojos; primero la han saqueado, luego la han rociado con gasolina y le han prendido fuego…» Se refería a la iglesia de Belén. Mi madre los escuchaba apoyada contra la pared del descansillo: las manos en la boca, la respiración anhelosa.
Al verme, me echó una ojeada de terror. La gente de arriba continuaba explicando: «Belén no es la única iglesia que han quemado…»
Nos metimos en el piso y atrancamos la puerta. El tiroteo era cada vez más intenso. Por la tarde quemaron la iglesia de San Jaime: la nuestra; la de mi infancia. La que cuando aún creía, recogía mis rezos.
Pronto la ciudad entera fue como una gran cocina. El humo, aplastado por el calor, se esparcía a lo largo y a lo ancho de las calles, chamuscaba fachadas, empañaba cristales.
Permanecimos encerrados. Mi madre encendió la lamparilla: la fue renovando toda la noche. «Acabaremos todos achicharrados.» Ya no se ocultaba para rezar. Lo hacía mientras escuchaba las noticias de la radio, mientras preparaba la comida, mientras se vestía o se desnudaba.
Enseguida supimos la noticia: Barcelona había triunfado. Barcelona ingresaba en la zona legal; la que admitía partidos y grupos internacionales.
Al atardecer, el tiroteo empezó a disminuir.
Pero la tensión continuaba. La vecina decía que habían empezado los saqueos, las incautaciones y los asesinatos:
– Los facinerosos se aprovechan del desorden para medrar…
Añadía que la masa se había desbordado y que los grupos anarquistas dominaban la ciudad.
– Se han aliado con los comunistas y no quiero decirle la que están armando.
En aquellos momentos sonó el teléfono.
– Carlos, escucha…
La voz de Paquito parecía alterada. Causaba escalofrío oírla.
– Vete enseguida, corres peligro…
– ¿De qué estás hablando?
– No hagas preguntas. Y, por favor, no seas cabezota: vete, huye donde sea… Pero no te quedes en tu casa…
Se me helaba la sangre al escucharlo.
– Acuérdate de lo que pasó…
– No estarás gastándome una broma…
– No seas imbécil… Me estoy jugando el pellejo y todavía lo tomas a broma…
No me dejó continuar. Colgó el auricular.
Me acordé de Pedro, de las advertencias de Paquito, del cuerpo de Estrella arrebujado en el suelo.
Mi madre preguntó: «¿Con quién hablabas, Carlitos?»
Seguía aturdido, no podía concretar exactamente lo que estaba pasando.
– ¿Qué te han dicho?
– Era un amigo: un compañero del Banco.
– Te has quedado blanco.
– Dice que debo escapar, que huya…
También mi madre palideció.
Se apoyó contra la pared. Temí que fuera a desmayarse.
– Debe de ser una broma -dije-, una broma de mal gusto.
– No lo era, Carlitos: estoy segura de que no lo era.
Señaló la calle.
Era ya una calle fosca, extranjera, de transeúntes extraños.
Parecía como si acabara de nacer.
Una calle que no recordaba a ninguna.
Mi madre insistió:
– Fíjate…
Daba miedo mirarla.
– Esa calle no es ninguna broma.
Mi madre tenía razón.
Los portales se veían entornados, cerradas las persianas: había grupos de mujeres enfundadas en monos azules, hombres con fusil al hombro… borrachos que voceaban.
– Si te ha advertido es por algo, Carlitos: hay que huir.
– Pero ¿dónde? ¿No te das cuenta de que eso es imposible?
– No lo sé, pero vete.
– ¿Y tú?
– Yo sabré arreglarme sola.
– No: si me voy yo tú irás conmigo donde sea. No tengo intención de dejarte.
Mi madre cedió:
– Pasearemos hasta que anochezca. Luego regresaremos a casa.
Anduvimos deambulando sin rumbo fijo. La ciudad era una extraña masa de edificios dormidos. Parecía una ciudad estrangulada. Los establecimientos permanecían cerrados: no había autobuses ni tranvías ni taxis. Sólo coches requisados y peatones despistados, como nosotros. De vez en cuando un hedor nauseabundo invadía nuestro olfato. Los caballos muertos en la refriega se descomponían rápidos en la torridez de la atmósfera y nadie se preocupaba de retirarlos.
Pasamos ante el Banco Salcedo. Estaba cerrado:
– No tardarán en saquearlo -vaticinó mi madre.
Me acordé de los clientes asustadizos, de sus reacciones, de los esfuerzos de don Pablo para evitar que retirasen las cuentas corrientes…
Todo parecía lejano: como si hubiese ocurrido hacía muchos años. También mi futuro ascenso era ya un sueño. Evoqué a don Alberto. ¿Dónde andaría metido? ¿Y sus hijos? ¿Y don Pablo…? El más difícil de encasillar era don Pablo.
Regresamos a nuestra casa cuando anochecía. Al pasar junto a nosotros, las patrullas de control saludaban con el puño en alto. Había que contestar de la misma forma. Aunque aún no se hubieran legalizado, dominaban la ciudad. Algunas circulaban en coches requisados, voceando y lanzando vivas a la F.A.I. y a la C.N.T., a todas las siglas que acababan de surgir. Todas eran iguales: todas significaban lo mismo, todas deseaban una sola cosa: «Guerra al fascismo.»
Mi madre no lo entendía:
– ¿A qué diantre llamarán fascismo?
Ella seguía siendo republicana, solamente republicana. Ignoraba aún que ser republicano era casi un delito: un subterfugio para encuadrar grupos de presión, para camuflar ideas, para tapar otros principios y otras metas.
La vecina nos esperaba en el portal:
– No suban -nos indicó-. No se les ocurra subir.
Atropelladamente nos refirió lo que había ocurrido durante nuestra ausencia: habían venido unos hombres, habían forzado la puerta de nuestro piso, habían destrozado las paredes, los muebles, los objetos. Se habían llevado mantas y comida…
– Parecían tigres.
Mi madre lloraba: quería subir. La vecina insistía: «Es peligroso.» Aseguraba que iban a volver: «Buscan a Carlos: lo han dicho claramente: "No pararemos hasta dar con él…"»
– Vámonos -le dije a mi madre-. No perdamos tiempo.
Me acordé de Angelina:
– Nos debe favores. No podrá negarse a darnos hospitalidad.
Angelina no era sospechosa: pertenecía al partido de Companys y frecuentaba la Generalidad.
– Allí nadie podrá molestarnos.
Mi madre vacilaba. Temía. No sabía qué hacer. Tuve que llevarla a casa de Palafell casi a rastras. Le dije a la vecina que la pusiera al corriente para que estuviera prevenida.
Angelina nos esperaba en el portal de su casa:
– Rápido, entren… No conviene que nadie los vea.
Subimos al piso con el resuello agitado. Otra vez su comedor, el pasillo floreado, el dormitorio donde había muerto su marido Jaume… Y Pola ladrando su bienvenida con aire desconfiado.
– Vamos Polita: no gruñas. Son amigos, tonta.
Angelina se mostraba radiante. Se había quitado el luto y llevaba puesta una bata estampada, de tonos alegres: «Para romper tradiciones… Hay que mostrarse contento. La tristeza está mal vista.»
Mi madre le explicó lo que había ocurrido:
– Será cuestión de pocos días. Esto no puede durar mucho. Pero entre tanto hay que ser precavido. Los ánimos andan revueltos y cualquier persona puede ser sospechosa.
Allí, en su casa, podíamos estar tranquilos hasta que todo acabara:
– La Generalidad no permitirá que Cataluña se desangre…
Pero la Generalidad era ya una sucursal obligada de los partidos terroristas. En vano Companys se esforzaba por defender su tierra: le presionaban, le obligaban, le amenazaban…
Y el terror cundía.
A veces mi madre se desesperaba: «No podemos continuar así…» Angelina protestaba: no iba a tolerar que nos fuéramos. ¿Por quién la habíamos tomado? También nosotros nos habíamos jugado el pellejo cuando hirieron a su pobre marido… Y por si fuera poco, la arriesgada intervención del «pobre» doctor Tramacho… Y la amistad que nos unía: «Hay que ser agradecido y demostrarlo…»
Repentinamente se había puesto a tutearnos: «En semejantes circunstancias es tonto tratarse de usted.» Y se encaraba conmigo:
– Y tú, Carlos, haz el favor de tutearme también.
Era extraño tutear a Angelina. También lo era verla trajeada con colores vivos, como si ya no fuera viuda ni jamás hubiera llorado a su marido.
Su recibimiento había sido una bocanada de aire fresco en la hoguera de la ciudad. Todo le parecía poco para nosotros. A mi madre la instaló en el dormitorio principal: «No he podido usarlo desde que murió el pobre Jaume.» Prefería, decía ella, dormir en la habitación de huéspedes. Era un cuarto pequeño contiguo al mío, muy cercano a la puerta de la escalera.
– Aquí nadie os molestará. Yo no tengo familia y nadie se acuerda de mí.
El miércoles nos trajo una noticia inesperada: El Gobierno de Cataluña había mandado bombardear Zaragoza. Pero Angelina todavía justificaba a Companys: «Hay que acabar con los rebeldes de algún modo. Luego será todo distinto. Companys es un hombre pacífico y no está de acuerdo con los terroristas.»
Tras aquella noticia, la sensación de alivio que mi madre y yo habíamos experimentado al llegar allí, empezó a debilitarse. Los días pasaban y Companys no se definía. Cuando Angelina explicaba los desmanes que ocurrían en la ciudad, mi madre quería volver a su casa: necesitaba ver con sus propios ojos cómo la habían dejado. Echaba de menos sus objetos, sus pequeñas necesidades cotidianas. «Si al menos pudiera traerme mi cepillo de dientes, mis camisones, mis zapatillas…» Angelina prometió ayudarla: «Tantearé el terreno: pediré protección a la Generalidad.»
Aquel día salió temprano a la calle. Regresó hacia el mediodía. Llegó sofocada: «Es mejor que no te acerques por allí: han dejado tu piso hecho una ruina. Tenía la puerta sellada: afortunadamente, un guardia de asalto me acompañaba y hemos podido entrar…»
Mi madre se mordía los labios, se pinzaba la nariz, y los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Toma -le dijo Angelina, tendiéndole un paquete-. Te he traído lo que me ha parecido más preciso.
Mi madre se dejó caer en la silla con el paquete en las manos. Lo miraba sin verlo: el rostro crispado, la tez pálida.
– ¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer ahora?
Angelina la abrazó. Lloraban las dos mejilla contra mejilla.
De pronto atajé su llanto:
– Yo tengo la culpa de todo -dije.
Se quedaron las dos mirándome, estupefactas, sin acertar a comprender lo que les estaba diciendo.
– Sólo faltaba eso, Carlos: que te considerases culpable. Lo que ocurre es que de repente se han vuelto locos… Están sacrificando gente sin razón ninguna. Tendrías que ver los depósitos de cadáveres: están hasta los topes. Los llevan a la Rabassada, a los descampados… Los fusilan a mansalva…
– No -insistí-, lo mío es diferente. Quieren matarme por una razón concreta.
No se atrevían a preguntarme.
– Querían que me uniese a una partida de indeseables. Me pusieron una mujer por delante para hacerme caer en la trampa. Me di cuenta del engaño y acabé golpeándola.
Angelina me miró como si la que me hubiera dado a luz fuera ella:
– A eso le llamo yo ser un hombre.
Mi madre se llevó la mano a la boca.
– Nunca me hablaste de eso, Carlitos.
– ¿Para qué iba a hacerlo? Te hubiera inquietado…
Angelina reaccionó enseguida:
– De cualquier forma no debéis preocuparos… En cuanto los grupos facciosos se reduzcan, la Generalidad volverá a empuñar las riendas. Mientras tanto podéis disponer de esta casa todo lo que sea preciso.
Y me acariciaba el brazo, como dándome ánimos.
Fue en aquellos momentos cuando intuí vagamente lo que iba a ocurrir. Quizá por eso propuse a Angelina que me ayudara a salir al extranjero.
– Si pudieras gestionar el asunto con el consejero de Gobernación…
Angelina prometió ayudarme, pero los días pasaban y las gestiones nunca acababan de realizarse.
– Hace falta un pasaporte: con pasaporte sería muy sencillo: yo misma me ocuparía de que el señor España estampara el visado… -luego se quedó mirándome fijamente-. Además, Carlos es muy joven. No permitirán que un muchacho de su edad salga de Cataluña como no sea para ir al frente.
La guerra había empezado. España estaba dividida en dos zonas y los crímenes aumentaban día tras día. Tal como se había hablado en el Banco, cuando don Pablo intentaba convencer a los clientes de lo contrario, los establecimientos al fin se habían nacionalizado. Y las colas para adquirir comida, vestidos o cualquier objeto imprescindible eran enormes. En vano desde la Generalidad se nos comunicaba que la normalidad caía sobre la ciudad. Nada era normal. Nada podía serlo. Angelina procuraba tranquilizarnos con noticias idiotas: «Ya funcionan los tranvías: los taxis se han requisado, pero los tranvías funcionan.»
Al oír aquello mi madre se impacientaba; quería salir:
– A veces me gustaría ser Pola, para acompañarte.
Angelina la sosegaba:
– En cuanto los días se acorten. Ahora no conviene que nadie sepa que estáis aquí.
Entonces los días eran largos, inacabables. Todo se reducía a escuchar la radio, a interesarnos por lo que se decía. Nos hablaban del frente de Aragón, de los éxitos gubernamentales, del heroísmo de los voluntarios… «Muchachos adolescentes corren a los puestos de vanguardia para defender la República.» Lentamente aquel tipo de noticias se enroscaba a mis sueños. Sin querer me sorprendía a mí mismo proyectando huidas. Empezaba a cansarme de tanto encierro y tanto temor. A veces me asaltaban recuerdos de mi vida pasada… Pero el encierro los deformaba: nunca recordaba las cosas tal como habían sido, sino como yo hubiera querido que fueran. En realidad, lo que yo precisaba en aquellos momentos, no era «pasado», sino futuro: por eso me recreaba en pensar lo que podía haber ocurrido de no haber estallado la guerra. Imaginaba a don Alberto prometiéndome puestos importantes, me veía consiguiendo el título de profesor mercantil, matriculándome para llegar a ser intendente… Todo se había detenido el día en que Angelina nos había recibido en su casa. «Aquí no os faltará nada…» Pero me faltaba todo: el aire, la calle, la vida, la libertad…
También mi madre languidecía, adelgazaba y se encontraba molesta. Le dolía el pecho y decía que se había resfriado. Angelina le preparaba infusiones calientes, le daba aspirinas, le ponía el termómetro: «Unas décimas sin importancia…»
La solicitud de Angelina a veces me exasperaba. Me resultaba engorrosa aquella manera suya de tratar a mi madre, a mí, incluso a la perra. Mi madre se daba cuenta de mi impaciencia: «Deberías mostrarte más amable con ella, Carlitos: en fin de cuentas nos ha salvado la vida.» Pero no era cierto. «No por respirar y comer se vive, mamá.»
– ¿Qué más quieres, Carlitos? No están los tiempos para elegir -decía ella.
Cuando se rumoreó que los alimentos iban a escasear, Angelina se apresuró a tranquilizarnos: «A vosotros nunca os faltará comida.» La conseguía a través de la Generalidad. Pero también aquella servidumbre me molestaba: «Demasiados favores», pensaba yo: «Demasiadas solicitudes…»
Mi madre, en cambio, se mostraba agradecida:
– Nunca podremos pagarte lo que estás haciendo por nosotros.
Lentamente mi madre perdía fuerzas. Su tos era cada vez más persistente y el pecho continuaba doliéndole. Hasta que un día se agravó notablemente. Ocurrió todo a raíz de la noticia que Angelina trajo de la calle. Era ya septiembre. El frío empezaba a colarse por las rendijas de las ventanas: estábamos sentados a la mesa del comedor. Mi madre apenas hablaba y tenía los labios secos. Cogí sus manos: estaban heladas; sin embargo, su frente parecía fuego.
– Deberías meterte en la cama…
Cuando llegó Angelina, entró en el comedor con aire compungido. Lo dijo bruscamente:
– Han muerto los tres hijos de don Alberto.
Mi madre se levantó oscilando. No pronunció palabra. Se acercó al ventanal. Miraba el patio, la espalda encorvada, la tos sofocándola.
Tras ella, el patio recogía una luz débil. Angelina me miró de aquel modo suyo: absorbente y penetrante.
– ¿Por qué? -pregunté.
Comprendí enseguida que los habían matado. Pero Angelina se resistía a admitirlo. Había dicho «han muerto» por eso, para no confesar la verdad de aquel crimen, como si las muertes a grupos fueran naturales.
– Corren varias versiones…
– Dímelas todas.
Angelina partía el pan, sus manos inseguras, su voz quebrada. Y mi madre continuaba inmóvil, la espalda curvada, la tos sofocada.
Me acordé de la fotografía que descansaba en la mesa de don Alberto, de sus visitas al Banco, de su paso por el cementerio mientras enterraban al tío Rodolfo. El por qué estaba allí: en todos aquellos recuerdos. Habían muerto por eso: porque su destino era morir siendo niños.
– Buscaban al padre -admitió Angelina-. Y como no dieron con él, se llevaron a los hijos.
«Han matado a tres muertos», pensé. Pero Angelina insistía:
– Al parecer intentaron defenderse…
– ¿Cómo?
– Algunos dicen que disparaban contra las fuerzas gubernamentales…
– ¡Basta! -le grité.
No podía resistir tanta fantasía, tanta suposición estúpida. ¿Cómo era posible que tres muertos disparasen contra los vivos?
– Los han encontrado en Montjuich con otros cadáveres.
El pan continuaba en la mesa: desmigado, partido. Y Pola dormitaba a los pies del ventanal.
– Perdóname, Angelina, no puedo hacerme a la idea…
– Es lógico -contestó ella-. Tampoco yo puedo admitirlo. Afortunadamente, Jaume no ha vivido este horror. Los quería como si fueran sus hijos.
Mi madre se volvió hacia nosotros: estaba pálida y tenía los ojos hundidos:
– ¿Qué ha sido de la niña…?
– La dejaron con la madre.
– ¿Y el padre? ¿Dónde está el padre?
– Nadie lo sabe. Tal vez pudiera escapar de España.
«Se acabó el apellido Salcedo -pensé-. Se acabaron las visitas al Banco.» Imaginé el horror de aquel hombre cuando se enterase de lo ocurrido. Angelina lloraba. Tenía un llanto menudo, seguido y apagado.
– No puedo más -dijo mi madre-. No puedo soportarlo.
Tropezó con la silla y me apresuré a cogerla para que no cayera. Ardía. Temblaba.
La llevamos a la cama. Angelina la ayudó a desnudarse.
– Será preciso avisar a un médico -le dije a Angelina-. Mi madre lleva demasiado tiempo enferma.
Era difícil en aquellos momentos encontrar un médico. La mayoría habían sido reclamados para ir al frente o para asistir a los heridos en los hospitales. Muchos de ellos habían sido amenazados: tenían la obligación de delatar, de justificar sus visitas a domicilio y de poner en conocimiento de la autoridad cualquier cliente sospechoso.
– No quiero médicos -balbució mi madre-. Quiero un sacerdote.
Fue así como volví a encontrarme con don Pablo Daniel.
A veces, cuando rememoro aquellos días, tengo la sensación de que todo lo que ocurrió en el estrecho ámbito de aquel piso fue sólo una burla: un modo de hacernos comprender hasta qué grado de insensatez puede llegar el hombre.
Todas las teorías se disolvían al roce de aquella realidad absurda.
Mi madre quería un sacerdote: «Años y años despotricando contra el clero para llegar a eso; precisamente cuando los curas se escondían y los mataban y los encarcelaban.» Angelina no se inmutaba. Angelina tenía recursos para todo: «Conozco el lugar donde se esconde don Pablo…» A mi madre ya no le importaba que fuera un cura renegado: «Tiene la obligación de escucharme, y absolverme.» Creía de verdad que iba a morir. «Necesito reconciliarme con Dios, Carlitos, lo necesito…»
También el tío Rodolfo debió de necesitarlo a juzgar por la esquela: sólo que entonces los curas no precisaban esconderse como ocurría en aquellos momentos.
Angelina consultó conmigo: «No conozco más cura que don Pablo.» Sabía también dónde se había escondido: «Lo andan buscando: el comité ejecutivo lo reclamó para reorganizar el Banco y, al no presentarse, indagaron: supieron lo que era. El comité lo busca por traidor.» No era sólo la deserción del Banco lo que aquel hombre debía purgar: era algo más: era su anteayer oculto, su sello grabado al fuego, su flagrante delito de «haber sido».
Angelina salió a buscarlo. Temí que se negara. Pero mi madre continuaba repitiendo: «Lo necesito; tiene la obligación de escucharme y absolverme, aunque no crea, aunque reniegue de su fe.»
Lo vi entrar en la casa de Angelina convertido en un remedo de sí mismo: iba sin corbata, sin chaqueta, el pantalón arrugado… Me tendió una mano helada y se fue directo al cuarto de mi madre. Tardó en salir de allí: Angelina estaba nerviosa: jugaba con las migajas que había en la mesa, recogía el pan, hablaba de la comida que aguardaba en la cocina. Y yo no sabía qué actitud adoptar: la vida se me antojaba un manojo de contrariedades, de situaciones ilógicas, de hechos consumados que jamás deberían haberse producido.
Después vino nuestra conversación; aquella extraña conversación en mi cuarto, rodeados de un silencio que parecía bramar y de unas paredes empapeladas con las obsesionantes flores que lucían en el pasillo. «Gran mujer tu madre, Carlos…» Había cumplido la misión de confesarla como si fuera un cura cualquiera y ni siquiera le parecía anormal lo que acababa de hacer. Parecía cansado: tenía los ojos hundidos «como una señal más de su rostro», pensé. Y volví a recordar el mote que le habían puesto los J. J.
Don Pablo se sentó en mi cama: «Bueno: ahora ya lo sabes todo sobre mí.» Se llevó una mano a la frente y suspiró hondo. Luego alzó la vista y me espetó directamente:
– Supongo que te habré escandalizado.
No contesté. Era difícil contestar aquella frase. Hay momentos en que uno no puede discernir dónde empieza y dónde acaba el escándalo. Me acordé del padre Celestino. Le hablé de él: «Siempre nos decía que un cura jamás dejaba de serlo aunque renegara de su condición.» Don Pablo esbozó una sonrisa:
– Hasta en el infierno sigue siendo cura.
Fue entonces cuando le expliqué lo que me había dicho cuando lo expulsaron de España: «Se creía culpable: no podía con su culpa; sin embargo, era inocente: Yo había perdido la fe por causas ajenas a su propia intervención…» Don Pablo trocó su sonrisa en ceño: «Yo, en cambio, me sentía inocente siendo culpable. Eso es peor, Carlos, mucho peor: cuando se descubre esa anomalía, la culpa no deja vivir.»
Le ofrecí un cigarrillo. Lo encendió:
– No sabes cuánto te lo agradezco: llevo mucho tiempo sin fumar.
Después de la primera chupada bajó la vista:
– Perdóname -dijo-. No creo que mi ejemplo haya servido para devolverte la fe.
No supe argumentarle. Me causaba disgusto verlo tan hundido. Don Pablo continuó hablando:
– Comprendo tu desorientación. Es lógica. Si nos diéramos cuenta… Es mucha responsabilidad la que contraemos…
Cuando terminó el cigarrillo, lo aplastó contra el cenicero.
– Estoy marcado -dijo-. Como esto -señaló su cara-. Estoy marcado de viruelas y de órdenes sagradas.
Intentó reír su propia frase. Cruzó las manos y continuó hablando:
– Procuré olvidarlo durante varios años. Al principio era todo fácil. Me sentía liberado. Creía de buena fe que mi destino era el que había elegido libremente… Luego empezaron las dudas. No el tipo de dudas que te asaltaban a ti: al contrario. Eran otras muy distintas. La duda de haber fallado, de haber equivocado el camino de mi supuesta libertad…
Carraspeó ligeramente y prosiguió:
– Empezaron las bromas de los J. J. Ya sabes… la gomina en el tintero, los anónimos, las idiotas tentaciones de Estrella… Lo tenía merecido. Hay erratas que no pueden corregirse. La mía era una de ellas. Debí comprender a lo que me exponía.
Se miró las manos: las tenía blancas; uñas rasas y limpias. Eran unas manos rechonchas, de hombre inhábil.
– Luego las dudas crecieron: se convirtieron en certezas. Necesitaba volver a lo de antes… Pero cuando pensaba en ello me decía a mí mismo: «No podré.» Era lo mismo que estar metido en un callejón sin salida; una especie de emparedado…
Tragó saliva, miró al techo:
– Ha hecho falta que estalle una guerra para comprender que no sólo «puedo», sino que «debo».
Lanzó un soplido y frunció los labios:
– Yo no era más que un pobre diablo con un cargo importante. La guerra me ha quitado el cargo, pero ha vuelto a convertirme en hombre.
Respiró hondo, como si aquella idea le ensanchara los pulmones:
– Ni siquiera tengo miedo. Es curioso, ¿verdad?
– Procure esconderse -le dije-. Es peligroso que lo descubran.
Movió la cabeza negando:
– No podré esconderme siempre.
– ¿No lo comprende? Pueden matarlo.
– Lo sé, hijo, lo sé… No me preocupa demasiado. Tarde o temprano todos hemos de morir. Si me matan habrán hecho de mí algo más que un cura renegado: me habrán devuelto a mí mismo, ¿comprendes?
No. Era imposible entender aquello.
– Pero la vida… La vida es importante.
– La vida es el don más maravilloso que tenemos. No lo niego. Sobre todo porque nos permite ser eternos.
No acertaba a percatarme de lo que decía. Era imposible llegar a penetrar en sus pensamientos.
– Si me matan -repitió-, habré terminado de inventar cosas para vivir, habré alcanzado la eternidad.
«Inventar cosas para vivir…» ¡Cuántas veces me he acordado de aquella frase! Don Pablo se puso en pie: me tendió la mano.
– Es posible que no volvamos a vernos -dijo-. Procura ser fiel a ti mismo, Carlos. La infidelidad pesa demasiado.
Golpeó mi espalda:
– Perdona: no voy a largarte un sermón. He perdido la costumbre y me saldría grotesco.
Se fue. Se mezcló al detrito de la ciudad. Durante algún tiempo formó parte de la organización de curas clandestinos: los que consagraban a hurtadillas, en copas de cristal; los que casaban, bautizaban y confesaban fingiendo hablar de cosas profanas, en las calles, en los cines o en los bares. Lo supe al terminar la guerra. Muchos lo conocían por «el santo de la cara comida». No volvió a vestir sotana ni a subir al presbiterio de una iglesia, ni a meterse en un confesionario, pero dejó de inventar cosas para vivir. Fue la vida la que inventó cosas para él. Cosas inauditas, nuevas, distintas. Después, cuando se hubo saturado de compensaciones, cuando sus flaquezas empezaron a nivelarse a sus heroísmos, lo mataron. Lo convirtieron en mártir.
Cuando ahora pienso en él tengo la impresión de que no ha muerto, de que cualquier día lo veré entrar por la puerta de mi celda para recordarme la conversación que mantuvimos aquel día: «Procura ser fiel a ti mismo, Carlos…» Él supo a conciencia el precio que se pagaba por la infidelidad. Quisiera definirlo, pero me resulta muy difícil encasillar a aquel hombre: fue un ser humano bandeándose entre dos motes: «Don Peca-Cura» y «El santo de la cara comida». Entre medio de aquellas dos posturas había un alma que flotaba indecisa en un mar tormentoso.
Durante varios días anduve preocupado por la salud de mi madre. Desvariaba, tosía: la fiebre la dejaba postrada. Angelina no se apartaba de ella: «Tú descansa -me decía-. Una mujer se entiende mejor para esos menesteres.» Le preparaba tisanas, le traía jarabes de la farmacia, incluso dormía con ella.
Lentamente empezó a mejorar. Pero, aunque la fiebre cedía, la postración no la abandonaba. Sin embargo, ella parecía contenta:
– Fue un gran alivio confesarme -repetía a menudo.
Angelina bromeaba:
– ¿Tanto había en tu saco?
– Lo que se acumula durante una vida entera.
A veces, Angelina, cuando mi madre dormía, se llegaba hasta mí:
– ¿Cómo sigue?
– Mejor, mucho mejor.
Y se me quedaba mirando de aquel modo suyo, como si los ojos fueran a saltarle de las órbitas.
A la hora de almorzar nos sentábamos los dos solos a la mesa. Apenas nos dirigíamos la palabra. Comíamos sin prisa, sin excesivo apetito. Alguna vez Angelina me traía noticias de la calle: «Las cosas cada vez se ponen peor: ahora dicen que van a sacar el oro de España.» Y los días transcurrían insípidos, copiándose uno a otro, con metódico aburrimiento. «¿Sabes, Carlos? Los nacionales han nombrado un jefe de Gobierno: se llama Franco.» Ignoraba quién era. Angelina se apresuraba a explicarme que era un general muy joven. Decía que ella lo conocía por sus hazañas en Marruecos. «Como tú entonces eras un niño no habrás oído hablar de él…»
Hasta que un día la situación entre Angelina y yo cambió radicalmente. Fue después del almuerzo. Estábamos los dos junto a la ventana mirando el patio. Pola dormitaba cerca de nosotros.
– ¿En qué piensas, Carlos?
El frío se plasmaba tras los cristales y las mohosas paredes de la vivienda contigua chorreaban humedad verde.
– No lo sé: en todo y en nada… Me pregunto cuándo terminará este encierro.
– Lo comprendo -dijo ella-. Ha de resultarte angustioso.
– A veces me entran tentaciones de salir, de respirar aire fresco, de caminar por la calle.
Se acercó a mí alarmada:
– No debes hacerlo. Sería peligroso.
Sujetaba mi codo, el rostro alzado, el busto jadeante.
– Quizá podría alistarme…
Angelina empezó a inquietarse.
– Eso sería espantoso, Carlos. Piensa en tu madre… en mí.
Fue un «mí» tímido, asustadizo, como si lo hubiera lanzado a pesar suyo. Sentí como si una corriente eléctrica recorriese mi cuerpo. Y, al mirarla, tuve que desviar la vista. Angelina continuaba presionando mis brazos, inquieta, temblorosa.
– ¿Tanto te importo?
Entonces ella se desasió de mí y volvió a contemplar el patio:
– Más de lo que puedes suponer.
Me acerqué a ella: la obligué a mirarme. Se apretujó contra mi pecho y empezó a llorar:
– No te vayas, Carlos: sería una locura… ¿No lo comprendes? Nos dejarías deshechas, nos convertirías en dos mujeres desesperadas.
Alcé su mentón. No me fijé en su rostro. Percibí su aliento, su temblor. La abracé allí mismo y la besé con la misma desesperación que había besado a Estrella.
Y de nuevo percibí el mar, el oleaje, la playa mellada. «Te he esperado tanto…», decía ella. Era fácil recoger aquella espera y convertirla en una espera mía. Era fácil olvidar que era fea, que podía ser mi madre, que su cuerpo era un manojo de huesos.
– Debí comprenderlo antes. Perdóname, Angelina.
Fue así como empezó aquella nueva fase: naufragando en aburrimiento. Al principio, gracias a aquella mujer, los días transcurrían rápidos, con sus noches agitadas y sus tardes delirantes. No era ya la viuda desconsolada de un Jaume Palafell heroico: era la mujer sola de un ambiente enrarecido que, al borde del final, se aferraba anhelante a un principio, a una carne joven dispuesta a complacerla y a prolongar un poco su derecho a la vida.
A veces, cuando estábamos los dos solos en su cuarto, la fotografía de Palafell parecía cobrar movimiento. Angelina la volvía hacia la pared: «No quiero que nos vea.» Debía de sentirse avergonzada ante aquel marido burlado. Yo reía: «Ni que te estuviera viendo de verdad.» Entonces ella me juraba que jamás le había sido infiel, que siempre había sido honesta, que sólo conmigo había infringido las reglas.
– ¿Tanto lo querías?
– Era mi marido. Era inteligente. Era bueno.
– ¿Sólo por eso?
Angelina se aferraba a mí, me besaba:
– Creo que no he sabido lo que era el amor hasta que te he conocido a ti.
– ¿Te das cuenta de que podrías ser mi madre?
Angelina frunció el entrecejo y sus ojos parecieron hundirse entre las bolsas de los párpados:
– No debiste decirme eso, Carlos. Es un insulto. Cuando hay amor, no hay edades.
La palabra amor me preocupaba. Yo nunca le había hablado de amor. Pero ella siempre andaba citando aquella palabra. «Jamás he amado a un hombre como te amo a ti.» La frase iba resultándome cada vez más plúmbea y apelmazada. Pero la olvidaba en cuanto Angelina caía en mis brazos. Ni siquiera se me ocurría pensar en la contradicción que suponía actuar con ella con la misma pasión con que había actuado con Estrella. Era como si, al tenerla en los brazos, la pasión se desligara de cualquier sentimiento, como si únicamente el instinto tuviese importancia.
Por entonces la enfermedad de mi madre estaba ya en franca decadencia. Pero Angelina no le permitía levantarse de la cama: «Has estado muy grave y debes cuidarte. Las convalecencias suelen ser traidoras.»
Le llevaba libros de la calle para que se distrajera, le preparaba, caldos apetitosos, le inventaba labores para que pudiese ocupar sus horas en algo útil.
– Jamás nadie me ha cuidado tanto como tú.
Ignoraba la razón de todo aquello: no podía saber lo que Angelina ocultaba tras sus atenciones. Y al comprobar la indiferencia con que yo observaba sus desvelos, mi madre se inquietaba:
– Deberías mostrarte más amable con ella, Carlitos… Esa mujer es una santa.
Cierto día no pude más y le solté lo que pensaba:
– Angelina es una pelmaza, mamá.
– Por favor, Carlitos: no hables así. Podría oírte.
Mi madre tenía razón. Angelina empezaba a espiarme. Desconfiaba de mí. Cualquier movimiento mío, cualquier frase dicha al desgaire, cualquier mirada mía la ponía en guardia. Era una reacción innata. Algo que no podía evitar. Me examinaba: desmenuzaba mis reacciones, las analizaba, las convertía en un motivo de reproches:
– Estás cambiando, Carlos.
Al principio no le respondía. Me limitaba a besarla para que se tranquilizase.
Hasta que un día empezó el duelo.
Era una tarde lluviosa. Tras el ventanal de su cuarto podía escucharse el persistente goteo del patio. Recordé el patio de mi casa y me dije que estaría inundado. Sentía nostalgia de él. Allí, cuando llovía, el sonido era distinto: el agua que se filtraba por la claraboya rota caía en forma de charco hasta el piso bajo.
– Antes eras distinto -dijo ella.
– ¿Se puede saber en qué he cambiado?
– No lo sé. Pero el instinto me dice que ya no soy la misma para ti.
Empecé a alarmarme. Angelina quería más. Mucho más. No le bastaba mi cuerpo. Quería también algo que jamás podría darle.
– Estás ausente. Como si pensaras en otra, como si yo no te importase.
Se empeñaba en sondear mi cerebro, meterse en él, hurgar mi intimidad:
– Serás fantasiosa… Creo haberte dado pruebas suficientes…
– No me bastan.
– ¿Qué pretendes entonces?
Angelina se volvió hacia un lado y empezó a sollozar:
– Vamos, mujer… No seas niña…
Entonces ella dijo una solemne idiotez:
– Ayer me fuiste infiel, Carlos. Estoy segura.
Rompí a reír:
– Se necesita ser tonta. ¿Cómo voy a serte infiel si no salgo de esta casa?
– Se puede ser infiel con el pensamiento… No me contradigas. Ayer deseabas marcharte, salir a la calle… Huir de mi casa.
– Eso lo pienso siempre.
– ¿Te gustaría dejarme?
– Dejarte no, pero ser libre sí.
– ¿Qué harías si salieras? ¿Buscarías a otra mujer?
– No lo he pensado. La posibilidad es muy remota. Por ahora me tienes encadenado.
Volvió a arrebujarse contra la almohada. Mis palabras aumentaban su llanto, la encogían… Era desagradable ver aquel dorso desnudo lleno de huesos. Era imposible sentir lástima de aquella columna vertebral tan descarnada y macilenta.
– Nunca creí que pudieras ser tan cruel -decía entre sollozos.
Empecé a comprender entonces que no sólo no la quería, sino que la detestaba: por fea, por cursi, por vieja.
– Al fin y al cabo, no he sido yo quien te ha seducido, sino tú a mí. La culpa es tuya.
– Te quería.
– Una mujer de cuarenta y dos años no tiene derecho a enamorarse de un hombre joven. Es peligroso, Angelina. Se expone a caer en ridículo.
Se volvió hacia mí bruscamente, la sábana arrugada bajo sus manos, el busto cubierto por ella, los ojos más saltones que nunca:
– ¿Cómo te atreves…? De modo que yo he caído en ridículo…
– Yo no he dicho eso.
– Pero lo piensas… A veces puedes ser odioso, Carlos.
Se enjugó las lágrimas y me dio un manotazo:
– Vete. No quiero tenerte al lado. Vete a tu cuarto.
La obedecí. Su voz me seguía: «Aunque te arrastres, aunque me supliques, jamás volveré a ser tuya, jamás…»
– Peor para ti -le dije. Y cerré la puerta al salir.
Aquella noche soñé que me liberaba, que me iba al frente. Al despertar, el sueño continuaba vigente. El frente era ya mi único recurso, la obsesionante necesidad de marcharme de aquella casa, de no volver a ella jamás. Sabía dónde tenía que dirigirme para alistarme. Todo era cuestión de decidirme.
Después, cuando llevara algún tiempo allí, me pasaría al bando contrario. Según rumores, muchos lo hacían.
Encontré a Angelina en la cocina preparando el desayuno.
– Buenos días.
No contestó. Tenía los ojos más hinchados que de costumbre y se comprendía que había pasado la noche en blanco.
Cuando nos quedamos solos, mi madre me habló de ella:
– ¿Qué le pasa a Angelina? Apenas ha pronunciado palabra. Parece triste.
– Será de tanto mirar al patio.
– No habrás estado grosero con ella…
Desvié la pregunta. Le dije:
– No soporto más este cautiverio: quiero marcharme, mamá.
La vi palidecer. Ponía la misma cara que tanto me había asustado cuando cayó enferma:
– No lo dirás en serio, hijo mío.
Procuré suavizar mi frase:
– Son ideas que se me ocurren…
– No lo hagas, Carlitos: te lo suplico: no lo hagas. Comprendo perfectamente que éste no es un lugar muy agradable para ti… Pero estamos en guerra y todos los sitios son malos. Ten paciencia, hijo…
Era duro verla tan asustada. Le prometí que no me iría sin avisar. Pareció calmarse.
Aquel día Angelina apenas estuvo en casa. Prácticamente lo pasó fuera de ella. Había dejado la comida preparada en la cocina para nosotros… Entonces me acordé de Estrella, de sus represalias por lo que le había hecho, y tuve miedo. «Será capaz de delatarnos…» Nadie podía saber lo que una mujer despechada y vieja era capaz de hacer para vengarse de su amante al sentirse traicionada.
Charlé con mi madre mucho rato. Me sentía culpable por lo que acaso le sucediera. La imaginaba de nuevo enferma, desamparada, perseguida por aquel fantasma híbrido que había destrozado nuestra casa…
De pronto tuve la impresión de que Angelina era una desconocida, un ser con el que me había acostado sin tener la menor idea de cómo era: «Lo mismo que me pasó con Estrella.»
No empecé a sosegarme hasta que pude hablar con ella. Aguardé a que mi madre durmiese. Luego llamé a la puerta de su cuarto:
– Vengo a pedirte perdón.
La encontré en bata, cepillándose el cabello ante la coqueta. Recuerdo que llevaba varios días sin teñírselo y se le veía una raya blanca en torno a la frente. Angelina me miró a través del espejo, todavía desconfiada:
– Estaba segura de que volverías -dijo triunfante-. Empiezo a conocerte, Carlos: eres un vicioso.
La infeliz creía, de verdad, que la deseaba. No comprendía que lo único que me había impulsado a llegar hasta ella era el miedo.
– Tienes derecho a insultarme -le contesté cabizbajo, como si estuviera arrepentido-. Lo merezco.
Dejó el cepillo en la repisa y se volvió hacia mí.
– ¿Qué te ocurrió? -preguntó-. ¿Por qué me trataste de aquel modo?
– Estaba nervioso. No sabía lo que decía. Tú sabes cuánto me gustas. Te he dado pruebas de ello.
– Pero no me amas.
– ¿Cómo quieres que te lo demuestre?
– Diciéndomelo. Dime: Angelina, te quiero. Me bastará.
Casi me daba pena verla aferrada a una ilusión tan quimérica. Me acerqué a ella, la cogí en brazos, la besé. Le dije:
– Angelina, te quiero. ¿Me crees ahora?
Me creyó. O al menos fingió creerme. Y yo volví a respirar sosegadamente hasta que las fuerzas se me acabaron.
Pero su presencia era ya una tortura. Todo en ella me asqueaba. Las bolsas de sus ojos, su incesante repetirme que me quería, que no podía vivir sin mí… su columna vertebral, cada vez más descarnada, las clavículas prominentes que se empeñaban en abultar más que los senos, su cuerpo de mujer madura, su olor agrio a hembra mal lavada… Era duro hacer el amor con un ente semejante. Era casi peor que saberse perseguido. A veces me sentía incapaz… Entonces cerraba los ojos, pensaba en Estrella:
– ¿Cómo era aquella mujer? La que pegaste, ya sabes: la que os buscaba para vengarse de lo que le habías hecho.
Era indudable que Angelina tenía el don de horadar mi pensamiento.
La describía distinta, la transformaba, para que no intuyese quién era. Tal vez el señor Jaume le hubiera hablado de Estrella, tal vez Angelina hubiera llegado a conocerla. Decía siempre: «No valía gran cosa…» Me aterraba pensar que pudiera saber la verdad.
– ¿Cómo se llamaba?
No titubeé. Cualquier fallo podía ponerme en evidencia:
– María Rodríguez.
– Tú la querías, ¿verdad?
– Por favor, Angelina, no empecemos.
Pero los celos retrospectivos podían más que su aguante. La sacaban de quicio, la volvían belicosa.
– Eres un farsante -acabó diciendo-. Te acuestas conmigo para cumplir: sólo por eso.
La tensión crecía.
Fueron días incómodos, desabridos. Era como si todo lo que aquella mujer nos estaba dando: cobijo, seguridad, alimentos, fueran simples canjes para conseguir mi juventud, mis derechos humanos, mi dignidad.
Lo peor era la ignorancia de mi madre; sus continuas advertencias para que me mostrase atento con ella, para que fuese amable y agradeciera lo mucho que estaba haciendo por nosotros.
Mil veces estuve a pique de decirle a mi madre: «No te preocupes, mamá, esa mujer se cobra con creces lo que nos está dando.» Pero me frenaba la vergüenza.
Hasta que un día surgió el estallido.
Era ya noviembre: hacía pocos días que el Gobierno legal se había establecido en Valencia. Los rebeldes ganaban terreno y la obsesión de pasarme al bando contrario era cada vez mayor.
El desvarío senil de Angelina iba volviéndose insistente: sobre todo desde que mi madre circulaba por la casa. Los días ya no eran totalmente suyos; había que aguardar a la noche y aquello la desasosegaba como si también ella estuviera presa.
Sin embargo, yo me sentía mejor: la presencia de mi madre era una especie de defensa contra mi asedio particular. Con frecuencia me quedaba charlando con ella para retardar la comedia, para conseguir que Angelina se cansase y se fuese a dormir.
Pero Angelina era incansable. Daba la impresión de que necesitaba recuperar todos los años perdidos en el angosto mundo de un matrimonio sin horizontes, con un marido mecanizado, enfrascado en números, y una perrita odiosa que sustituía la falta de hijos.
Aquella noche mi madre había comentado algo relacionado con mi infancia (no recuerdo qué era), pero me produjo el efecto de una broma de mal gusto. Sentí que los colores me subían a la cara.
Angelina comentó:
– Te ruborizas, como si fueras un adolescente… Bueno: casi lo eres.
Cuando nos quedamos solos, le dije que aquella broma no me había gustado.
– No veo por qué… En fin de cuentas acabas de salir de la adolescencia.
Y perdí la paciencia.
– También las menopáusicas se ruborizan, pero con una diferencia: los adolescentes se ruborizan cuando los ensalzan y las menopáusicas cuando se contienen para no ensalzar.
– ¿Es una indirecta?
– No: es una afirmación directísima.
– ¿Debo entender que me llamas menopáusica?
– Debes entender que lo eres.
Angelina todavía se defendió:
– No es cierto: a los cuarenta y dos años…
La atajé antes de que terminase:
– Deberías avergonzarte.
– ¿De qué?
– De tener cuarenta y dos años.
Se estremeció como si la hubiera golpeado. Tragó saliva. Tragó mi insulto. Tragó su amor propio:
– Luego dirás que estabas bromeando.
– Si lo digo, será falso. Estoy acostumbrado a mentirte.
Mi tono de voz debió de asustarla:
– Carlos, por favor…
– No me quedaba otra solución: o mentirte o exponerme a ser delatado…
– Pero, Carlos… ¿Qué estás diciendo? ¿Quién iba a delatarte?
– ¿Te figuras que no me he dado cuenta de tus intenciones? Ese empeño tuyo en ayudarnos, esas excusas para impedir que saliéramos… Ese pretexto del pasaporte… Cualquier día podías mandarlo todo a la porra si no te contentaba lo bastante.
– No irás a pensar que yo…
– Lo pienso todo, Angelina. Necesitas dominarme para tenerme a tu merced, para encarcelarme a tu modo: «O tu cuerpo, o tu vida…» ¿Crees que no me he dado cuenta del juego?
Angelina se tapaba la cara con las manos; negaba con la cabeza, rompía a llorar. Y yo continué increpándola:
– Cuando una mujer vieja exprime a un hombre joven del modo que tú lo haces, la creo capaz de todo, Angelina: ¡de todo!
– Cállate, cállate.
Gemía, hurtaba su rostro al mío, se encogía de dolor.
– No voy a callar: llevo callando demasiado tiempo. Estoy cansado de callar, de mentir, de fingir que te quiero, de someterme como un animalito, como esa estúpida Pola a la que has enseñado a dar la pata.
– Eres inhumano -dijo-; eres peor que un asesino…
Hablábamos bajito para no despertar a mi madre, para evitar que Pola, alarmada, abandonara su almohadón y corriera a arañar la puerta de su ama, como había ocurrido otras veces.
– Y tú peor que un vampiro.
Se llevó la mano a la boca. Murmuró:
– Te odio.
Le salía la palabra por entre las rendijas de los dedos, y yo la recogí con la misma fuerza con que había sido lanzada:
– Lo comprendo: comprendo que me odies, Angelina; esas cosas se contagian.
Se sentó en la cama, exhausta. Miró al suelo. Movía la cabeza:
– No entiendo cómo he podido quererte, no lo entiendo.
– Ni yo entiendo cómo he podido soportarte.
Se frotaba los ojos, se apartaba el mechón que le caía por la mejilla. Preguntó:
– ¿Desde cuándo me has mentido?
– Desde siempre.
Abrió los ojos asombrada, aturdida, incapaz de comprender:
– ¿Por qué? -preguntaba-. ¿Por qué?
Me encogí de hombros. Encendí un cigarrillo:
– Sería por aburrimiento… O tal vez por miedo -contesté.
– ¿Y ahora?
– Ahora me aburre estar contigo, verte, soportarte… En cuanto al miedo, ya no me importa. Prefiero morir a continuar a tu lado.
Se pellizcaba las mejillas, no acertaba a creer lo que estaba oyendo:
– Entonces… ¿jamás me has querido?
– Jamás.
– ¿Ni siquiera al principio?
– Ni siquiera al principio.
– Entonces… -repitió.
Temblaba. Miraba en torno como si aquel dormitorio no fuera el suyo, como si todo le pareciera extraño.
– ¿Cómo podías?
– ¿Hacer el amor? ¡Serás incauta! Arreglados estaríamos si cada vez que hacemos el amor, tuviéramos que sentirlo.
– Yo lo sentía, Carlos.
– Porque eres imbécil.
Se apoyó contra la pared: el pecho se le hundía. Sólo las clavículas destacaban en la sombra de la alcoba:
– Te estás volviendo loco.
– Es posible. Todos debemos de estarlo. También tú estás loca, ¡Fiarte de un muchacho: un adolescente…!
De pronto levantó el puño: se dirigió hacia mí. Nos quedamos frente a frente como dos fieras humanas, dos caníbales a punto de devorarse el uno al otro:
– Te mataré -dijo ella.
Lancé mi cigarrillo contra su pecho, lo apartó bruscamente, ahogó un grito y se dirigió a la puerta:
– Nunca te perdonaré lo de esta noche. ¿Me oyes bien? ¡Nunca!
Salí del cuarto. Me encerré en el mío.
A través de la pared la oía yo rezongar, hablando para sí misma, dando golpes con los objetos y paseando de un lado al otro de la habitación. Más tarde empezó a sollozar.
Aguardé a que se quedara dormida.
Después me vestí. Cuando abrieron el portal bajé a la calle. La ciudad recogía aún los restos de la noche. A medida que avanzaba, mis pulmones iban ensanchándose. Aunque desnutrida y desierta, la ciudad tenía oxígeno y libertad. Allí no había guerra: había una paz amodorrada, como de cementerio, pero sin lucha, sin agobio, sin cadenas.
Andaba hacia el día, hacia la luz, hacia un destino incierto que, a pesar de todo, tenía futuro.
Vi casas, ventanales, portales, tiendas todavía cerradas; vi coches requisados, tranvías que sonaban metálicos calle arriba, patrullas metidas en camiones que pasaban veloces por las avenidas vacías. Vi perros husmeando en los montones de basura que se hacinaban en los alcorques de los árboles. Vi supervivientes: gentes como yo, que se sabían vivos, que respiraban sin opresión, que hablaban y esperaban, como si la vida en aquellos instantes fuera algo normal y lógico.
Enfilé hacia el ensanche. El mar, desde allí, no se oía. El mar había quedado atrás hacía mucho tiempo. También Angelina quedaba atrás y Pola y mi madre…
Anduve horas y horas eligiendo rutas a capricho, sin meta determinada, «haciendo» tiempo, emborrachándome de aceras, de asfalto, de todo lo que me había sido vedado a poco de estallar la guerra.
Se oían bocinazos, motores, voces, pasos… Toda clase de sonidos gratos. Y hacía frío. Un frío seco, impropio de Barcelona. Ni siquiera lo temprano de la hora provocaba relente aquel día.
Aguardé a que la ciudad despertara. Después me encaminé hacia la oficina de reclutamiento.