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PALOMA

Sería curioso comprobar desde una plataforma neutral los delitos que a diario cometemos los hombres sin sentirnos culpables. Probablemente, las sorpresas que íbamos a llevarnos superarían con creces cualquier suposición. Una ligera inflexión de voz, una frase dicha al desgaire, una mirada distraída, un gesto… Todo puede herir, todo puede modificar la placidez interna. Todo viene a ser como un río que arrastra al hombre hacia su estallido final.

Pero en aquella época yo era incapaz de comprender esas cosas. Ni siquiera comprendí que mi forma de tratar a Angelina no había sido más que un desquite contra Estrella. Mi egocentrismo me impedía analizar las reacciones así. Creí sinceramente que mi desplante era sólo una legítima defensa de mis derechos.

Hace poco alguien me habló de Angelina: todavía vive. Ingresó en un asilo de ancianas al cumplir setenta años. Según mis cálculos, debe de ser octogenaria… Entonces rozaba los cuarenta y tres. ¡Cuántas mujeres mayores que ella me parecieron más tarde deseables!

No fue mala: únicamente cometió el crimen de enamorarse de mí. Probó sobradamente su inocencia al quedarse con mi madre a solas.

Cuando terminó la guerra, volví a verla. Le habían formado expediente por pertenecer a la Generalidad. Me llamaron a juicio y declaré en su favor. No he podido olvidar su mirada de agradecimiento. Entre nosotros ya no hubo más palabras: sólo recuerdos y vergüenzas.

Esta mañana se lo he dicho a mi abogado: «Una vez maté a una mujer sin más armas que la de los insultos.» Servando Fuentevella ha sonreído: «¡Ojalá todos los asesinatos fueran como ése!» Se niega a aceptar aquella culpa mía. No hay forma de convencerle de que también los insultos pueden matar. Son crímenes blancos que no se legislan ni se castigan. Servando Fuentevella es un hombre terco.

Desde el primer momento he comprendido sus intenciones. Haga yo lo que haga y diga yo lo que diga, ha venido decidido a sacar adelante «mi caso» y declararme inocente. No en vano le va en ello su carrera y su prestigio.

Para no llamarlo a engaño, me he apresurado a ponerlo en antecedentes:

– Supongo que ya le habrán advertido que no voy a ser para usted un cliente fácil.

Servando Fuentevella se ha limitado a asentir con la cabeza.

– No voy a ocultarle que me he negado a aceptar la colaboración de letrados famosos.

– A pesar de todo, mi deber es defenderlo.

Hace pocos días me leyeron un reglamento que no he podido retener. No me interesaba. Sólo me quedó grabada una frase que decía poco más o menos algo así: Ni un solo hombre debe ser juzgado sin la ayuda de un letrado. La tramoya legal tiene sus principios y es preciso acatarlos.

Por ello, en vista de mi resistencia, me han mandado a Servando Fuentevella, abogado de oficio.

Imagino su estupor al enterarse de quién era su nuevo cliente. Probablemente su mujer le habrá dicho: «Nunca en la vida volverás a tener una ocasión semejante: aprovéchala, Servando.» Y Servando se ha lanzado a defenderme para sacar el máximo jugo posible de su gran oportunidad.

Por su aspecto debe de ser un hombre listo, pero con poca suerte. Uno de esos alumnos aventajados suspendidos por la vida.

– Supongamos que no colabore, que me resista a ayudarlo. Supongamos que prefiera ser considerado culpable…

– Si no lo es, incurriría usted en delito de rebeldía: un delito por entorpecer la ley…

Es gracioso: a pesar de su juventud, Servando Fuentevella, parece un viejo. Además tiene voz de hombre alto. Sin embargo, es bajito y, según mueve las manos, me recuerda notablemente a Ramón Pérez allá por los años treinta.

– Pierde usted el tiempo -le he dicho-. Mi caso lo hará fracasar.

– Eso, amigo, está por ver.

Lo ha dicho con aplomo, como si de antemano me desafiara a medir nuestras propias terquedades.

– Seamos sensatos, señor Hondero, y empecemos por el principio. Conmigo puede usted franquearse. No necesito repetirle que el secreto profesional es sagrado. Al parecer, lo que lo ha delatado es su empecinado silencio… Hasta ahora, nadie le ha oído decir que usted es culpable. Supongamos que lo sea ¿Mató usted deliberadamente, o fue una fatal casualidad?

Matar deliberadamente… Claro que había matado deliberadamente. Hacía muchos años; cuando me debatía entre el horror de matar y la lucha por sobrevivir. Eran dos muchachos jóvenes; dos criaturas humanas con proyectos que realizar, con madres para llorarlos, con sueños para vivir… Dos hombres-niños, como lo era yo entonces, que al contemplar el pelotón de fusilamiento se apretujaban uno contra el otro, llorando, pidiendo clemencia y jurando que eran inocentes.

No obstante, nadie reprochó aquel acto. Al contrario: casi me felicitaron; me vinieron a decir: «Ahora sabemos que no eres traidor…»

El invierno arreciaba. Durante dos jornadas la agresión del frente había disminuido a causa de la nevada. Pero las treguas de vanguardia son siempre augurios vacíos, sin esperanzas concretas. Recuerdo que la tierra, carente de cuidados, se había vuelto yerma, y la muerte no venía sólo del fuego artillero o de la infantería, sino del propio campamento, minado de enfermedades, de escasez de alimentos y de frío.

Llevaba ya un mes alistado en las filas republicanas cuando me enviaron al frente de Teruel. Allí los hombres morían como moscas envenenadas, y necesitaban refuerzos.

Apenas hubo tiempo de instruir al pelotón. La disciplina se aprendía sobre la marcha, a fuerza de errores, de insultos y de advertencias. Un día recalamos allí para rellenar trincheras. Recuerdo que el frío era tan intenso que incluso agradecíamos el calor que nos prestaban los otros cuerpos. Lo malo eran los contagios. Los piojos se multiplicaban, transmitían enfermedades, y las bajas se contaban diariamente por docenas.

El tiroteo era prácticamente continuo: los nacionales habían conseguido alcanzar puestos estratégicos y los nidos de ametralladoras nos mantenían constantemente en vilo.

Teníamos al enemigo a pocos metros de distancia, camuflado en un bosque y apostado tras una hilera de árboles heridos, que a veces, como para quejarse, cabeceaban sin vigor, barbados por la nieve y envejecidos de hastío.

Aquella noche estaba yo de guardia. Un sopor grande invadía el campamento. Los jefes, agotados, aprovechaban la tregua de la nevada para refugiarse en el cuartel improvisado, convencidos de que, nevando de aquel modo, nada irreparable podía ocurrir.

Frente a mí se alzaba la línea enemiga: un macizo vigilado, implacable y esperpéntico que, de vez en cuando, abortaba escupitajos de fuego, sin más empeño que el de demostrar que continuaba allí, firme, empecinado en la lucha y dispuesto a proseguir la refriega en cuanto la nevada cediese.

Pensé: «O ahora o nunca.» Era mi gran ocasión. El turno que el destino me concedía. Yo no iba a ser el único: antes que yo había habido otros. No era el primer republicano que se pasaba a las filas de los facciosos.

En nuestro bando intentaban justificar aquellas deserciones como podían: «Volverán: se han ido sólo para espiar al enemigo…» Pero ninguno regresaba. Y la moral de las filas republicanas iba debilitándose de día en día.

Se me antojaba absurdo pertenecer a un bando que poco a poco enflaquecía de hambre, de frío, de epidemias y de abandonos.

Hasta entonces las filas franquistas no habían dado muestras de atacar: resistían, pero sus resistencias eran casi ataques: el continuo machacar de sus morteros, sus fusiles y sus bombas no dejaban lugar a dudas sobre lo que iba a ser el posible ataque.

Vagamente me acordé de mi madre, de Angelina, de Pola. Pensé que acaso me hubiera precipitado al marcharme de aquella casa. Quizás hubiera sido mejor continuar allí hasta que el maldito jaleo hubiese terminado. Yo no era un héroe; jamás me había sentido militar. ¿Por qué entonces tenía que andar metido entre fregados militares?

Comencé a andar bosque adentro, camino de las trincheras enemigas, amparado por la nieve y la oscuridad de la noche.

– Alto ahí.

Los percibí a unos tres metros de distancia. Eran bultos difíciles de concretar. Por unos momentos tuve la sospecha de que pertenecían a mi bando.

– La consigna.

Poco a poco, entre la densa cortina de copos, los fui distinguiendo. Me apuntaban con los fusiles y ya no tuve dudas sobre su procedencia. Lancé mi fusil al suelo.

– No disparéis -dije alzando los brazos-. Soy de los vuestros.

Pero el que me había dado el alto insistía:

– La consigna.

– No puedo darla: vengo de las filas republicanas. Quiero pasarme a vuestro bando.

Me sentía eufórico, alegre. Pensé: «Ahora me darán un abrazo, me felicitarán por mi valentía.» Pero lo único que hicieron fue sujetarme por los sobacos y obligarme a caminar.

– Conocemos el estribillo -dijo el que llevaba la voz cantante.

Su forma de tratarme era tan brusca que de momento volví a pensar que me había equivocado. «Estoy perdido», pensé. Me sentí relajado cuando me encontré frente al capitán. Inmediatamente me cachearon, me despojaron de los cigarrillos y empezaron las preguntas: quién era, cuántos años tenía, dónde había trabajado, cuál era mi familia…

El cabo me decía: «Nos hemos llevado muchos chascos y no podemos andarnos con remilgos sentimentales…» Quedé a merced del sargento: era un hombre alto, de mirada torva y barba cerrada. De vez en cuando pasaba su mano por la culata del fusil como si lo acariciara. Tenía el rostro cuarteado y enrojecido, pero seguramente era joven.

– Traerás algún dato, algún soplo, alguna información…

Quería decirle: «Traigo hambre y frío y un deseo loco de dormir…» Contesté la verdad:

– Soy soldado raso: me he escapado de las filas republicanas porque no pienso como ellos.

– Aquí decimos «Filas rojas», no lo olvides.

Su desconfianza era evidente.

– ¿Cómo te llamas?

Escribía en un papel con una pluma que carraspeaba, y a cada atasco rezongaba juramentos: «El maldito frío…»

– En este puerco lugar todo se congela: hasta la tinta. Y metía la pluma en la boca para caldearla. Me comunicó luego que hacía una semana dos chicos como yo se habían pasado a las filas nacionales:

– Dijeron lo mismo que tú: «No pensamos como ellos.» Después los sorprendimos merodeando en la tienda del capitán… Dos malparidos emboscados… Eso eran los angelitos. ¿Quién nos asegura que tú no eres como ellos?

Pregunté sus nombres:

– Julio Rodríguez y Antonio Fernández. ¿Los conoces?

Asentí. Habían estado conmigo en las trincheras. Me habían enseñado las fotografías de sus novias, me habían hablado de sus madres. Luego habían desaparecido.

– Mañana serán fusilados. Juicio de guerra sumarísimo.

No contesté. Sentía la mirada del sargento fija sobre todo el cuerpo. Fue lo mismo que si también yo estuviese a punto de ser fusilado.

– Así que ya sabes a qué atenerte. Aquí no nos paramos en barras: o se es leal, o se es traidor. Pero si optas por lo primero, hay que ser consecuente hasta el final.

– Sí, mi sargento.

La nieve cedía, pero el frío era cada vez mayor. Pasé el resto del día vigilado, soportando miradas gravosas y bromas de mal gusto. Nadie se fiaba de mí. Nadie quería aceptar que yo me había introducido en la zona enemiga por mi propia voluntad. Para todos yo era uno más entre aquellos muchachos que encontraron hurgando los papeles del capitán. Recordé lo que me había dicho el sargento: «Mañana serán fusilados.» Casi no podía creerlo. Habían jugado a espías y lo pagaban con la muerte. La guerra tenía esas bromas.

Me sentía desilusionado y no sabía decir exactamente por qué. Nunca hubiera podido imaginar que mi llegada a las filas nacionales pudiese constituir un problema. Siempre que había soñado con aquel momento, me veía a mí mismo pisando firme el terreno enemigo, recibido entre alborozos, apretones de manos y exclamaciones triunfales. «Un valiente que escapa a la horda marxista.»

– Hondero.

De nuevo el sargento: su barba cerrada, su rostro cuarteado, su mano acariciando la culata del fusil. Me cuadré: el sargento me inspeccionaba; giraba en torno a mí cejijunto, despidiendo vaho y carraspeando:

– Debes cumplir una misión.

– A la orden, mi sargento.

– Te han designado para formar parte del pelotón de fusilamiento. En cuanto amanezca serán ejecutados.

Miré el suelo: la nieve empezaba a ensuciarse. En la maraña del bosque se veían pisadas negras sobre una alfombra grisácea. Parecía como si las sombras de la luna fueran horadando aquellas pisadas hasta convertirlas en fosos.

El tiroteo había vuelto a empezar y los copos de los árboles goteaban sin tregua.

– A la orden, mi sargento.

Intenté dormir. Pero sólo pensaba que dormía. Era un dormir despierto que a veces se volvía sueño de verdad; algo mucho más terrible que la vigilia. Venía a ráfagas, en forma de sobresalto. Era un sueño de segundos: los suficientes para enloquecerme de horror: «Ésta es mi novia y ésta es mi madre.» Los dos sonreían. «Te llamas Carlos, ¿verdad? Yo me llamo Julio.» «Y yo Antonio.» Los dos eran españoles. Los dos hablaban mi idioma. Los dos eran jóvenes… Y yo debía disparar contra ellos en cuanto amaneciera. Era una orden: «Hay que ser consecuente hasta el final.» Pero ¿dónde cuernos estaba el final? Tal vez en recordar «toda la vida» lo que iba a hacer con Julio y Antonio. A veces los finales consistían en un solo hecho dilatado. Un final eterno… Algo que durase años y años. También los finales de las madres aquellas iban a serlo. «Yo mismo voy a contribuir a que lo sean.» Si al menos no los hubiera conocido… Si no supiera cómo se llamaban, si… Pero Angelina me había acogotado, y yo no podía tolerar que me siguiera acogotando… ¿Sabrían ya aquellos muchachos lo que yo iba a hacer en cuanto amaneciera? La cuestión era que el día tardase en llegar, que no llegase nunca… A lo mejor, antes de que el sol apuntase, la guerra terminaba. Y yo me sentiría libre… ¿Tenía miedo? No era miedo. Era otra cosa. Un cansancio infinito. Un cansancio que nunca podría reclamar descanso. Un recordar cosas irrecordables, como si el ajusticiado fuera yo. «No debí pasarme a las filas nacionales…» La crueldad humana era insostenible en todas partes. Nadie podía luchar contra la crueldad humana. Vencía siempre ella. El tío Rodolfo lo sabía muy bien: últimamente andaba siempre discurriendo sobre el salvajismo nacional, la torpeza organizada, la incongruencia lógica… «Si no hubiera nevado… Si no hubiera estado de guardia… Si aquellos dos locos no hubiesen entrado en la tienda del capitán…»

La luna se escondía entre los árboles, rielaba lenta hacia su ocaso, dando paso a un sol débil que asomaba rojizo tras el monte.

Allá, en aquel pedazo de frente, no parecía que hubiese guerra. Era todo tan inofensivo y tan hermoso… Pero el tiroteo no cesaba y la guerra estaba allí, en cada recodo, en la hondonada de las trincheras, en el frío que se metía pulmón adentro.

Repartían café (un líquido oscuro que pretendía serlo). Tragué un sorbo y sentí náuseas. Se enfrió en el cazo sin llegar a mi estómago.

– Listos.

Éramos cinco en total. Los había veteranos: gente ducha en esos menesteres. Me colocaron en medio.

Los cuerpos de Antonio y Julio estaban frente a nosotros, a pocos metros de distancia, ateridos, pegados el uno al otro como si quisieran protegerse. Juraban, suplicaban, invocaban a Dios. El capellán estaba con ellos. Les daba ánimos, les decía que pronto iban a ser felices…

– Retírese, páter.

Fue entonces cuando debieron de verme.

Me gritaron:

– Tú no, tú no puedes hacer eso…

Luego vino la orden. Y el frío pareció intensificarse. Era un frío que se parecía al fuego y que, en vez de helar, me estaba quemando.

– Preparados.

Apunté como hacían los otros. Y el paisaje se volvió rojo. La nieve, el cielo, los árboles, todo, salvo aquellos dos cuerpos, era puro carmín.

La voz que daba órdenes gritó:

– ¡Fuego!

La descarga, el silencio. Ya no había voces gritando «Tú no, tú no puedes hacer eso…» Estaba ya hecho. La nieve se teñía de sol. Y los cuerpos caídos eran dos manchas oscuras mezcladas a un barro gris. Alguien tocó mi espalda:

– Te has portado.

No sé quién era.

Las piernas me flaqueaban. Me senté junto a un árbol aislado. Los demás me miraban, pero ya sin recelo: con aprobación. Dejé pasar las horas sin hablar, sin esperar órdenes, sin preocuparme de lo que estaba ocurriendo alrededor.

Repartían el rancho. Me daban una escudilla y una cuchara. La sostuve en alto sin darme cuenta de lo que hacía. La escudilla tintineaba. Llenaron el recipiente con un líquido espeso que hedía a náusea. Sin embargo, los soldados que me rodeaban lo deglutían con apetito.

Intenté llevarme la cuchara a la boca: la náusea se intensificaba. Recordé los guisos de Angelina, las migajas de pan que aquel día habían quedado sobre la mesa… «Han muerto los tres hijos de don Alberto.» También aquello había sabido a náusea.

– Si no te apresuras, la comida va a enfriarse.

Era el capellán. Quise levantarme. Me lo impidió:

– Descansa -dijo.

Miró la escudilla y se sentó a mi lado:

– Sin comer no se puede vivir.

No contesté. El líquido de la escudilla se agitaba y el oficial la retiró de mi mano:

– ¿Estás enfermo?

Seguía sin poder hablar. Jamás me había sentido tan débil, tan ausente, tan perdido en hundimientos.

– Te comprendo -dijo él-. Querrías morir, ¿verdad?

No era exactamente eso. Era que ya me sentía muerto.

– Todos estamos en la misma nave. Todos debemos superar las circunstancias. No se consigue nada plantándoles cara…

Al cabo de unos instantes, preguntó:

– ¿Los conocías?

Asentí.

Dijo él:

– He pasado la noche con ellos. Estaban resignados. No creí que a última hora fueran a morir tan desesperados.

Entonces hablé:

– Me han visto. Han muerto desesperados porque me han visto.

– Debe de haber sido muy duro para ti.

– Los he matado yo -dije.

– No has sido tú; ha sido la guerra.

– Pero la guerra la hacemos nosotros.

El capellán torció la cabeza. Miró la escudilla.

– No, hijo. Ni tú ni yo hacemos la guerra. La hace solamente aquel que la desea. -Se levantó-. Deberías esforzarte en comer: vas a necesitarlo.

Y me dejó allí con el cazo sobre la nieve, sin vaho ya porque se había enfriado.

Después empezó el declive; una cuesta abajo cada vez más enhiesta e interminable; un deslizarme por la pendiente sin que nada ni nadie pudiera evitarlo.

Recuerdo que a veces el cura discutía con el capitán. Hablaban de mí. El capellán le decía: «Necesita urgentemente una revisión médica.» Pero el capitán se resistía. Creía que mi actitud era sólo cobardía, comedia o capricho. «Déjelo que se meta en un buen fregado y verá usted qué pronto se cura.»

Cierta mañana me desmayé. Al recuperar el sentido vi que el cura me sostenía la cabeza; me faltaba el aire, me faltaba la luz. El páter se ponía furioso: «Ese muchacho morirá. Hay que hospitalizarlo enseguida.»

Me trasladaron en una camilla a un pabellón improvisado donde iban a parar los heridos. El cura me acompañaba: «Ánimo, muchacho.»

Se empeñaban en que viviera, en que respirara, en que saliera de una vez de aquella cómoda apatía mía. Pero era difícil escapar al recuerdo: «Tú no, tú no puedes hacer eso…» Y yo continuaba vivo.

Empezó el éxodo; la larga y fatigante peregrinación hacia la estabilidad. El cura me dijo:

– Te trasladarán a un hospital de retaguardia.

Era inútil, pensaba yo, fuera a donde fuese llevaría conmigo aquellas dos muertes.

Me sacaron de allí. Me llevaron a Zaragoza. El diagnóstico era siempre el mismo: «O finge, o está grave.» No mejoraba. No comía. No tenía interés por nada. Era como si la vida, para mí, se hubiese detenido aquella madrugada.

Una tarde me anunciaron: «Te trasladarán a un sanatorio.» Me subieron al tren. Llegué al sanatorio. Me comunicaron: «Estarás pocos días: aquí no hay sitio para ti. Hacen falta camas para los heridos.»

De nuevo el tren. De nuevo un lugar desconocido. Un sanatorio que parecía un hospital. Y otro…

Así llegué a San Sebastián. Era como si la guerra para mí fuera viajar, subir a los trenes, y recordar, y no dormir, y no comer…

Empezaron un tratamiento angustioso. Me inyectaban insulina; provocaban la muerte artificial, luego dormía. Al despertar había olvidado. Era un olvido total. Un resucitar sin memoria. El doctor Suárez sonreía:

– Pronto estarás curado.

Pero en cuanto la resurrección se debilitaba, el olvido se enmustiaba y el recuerdo volvía a estar allí, virulento, más agresivo antes:

– Será preciso darte más sesiones.

La terapéutica era constante; el doctor Suárez no cesaba:

– Eres joven y podrás resistir.

Resistía, olvidaba, volvía a recordar.

Hasta que un día olvidé por costumbre, por inercia, sin tratamiento. Y ya no fue preciso que me drogaran ni me causaran falsas muertes.

Después, cuando el olvido fue sistemático, empecé a recordar como si estuviera olvidando: sin dolor, sin escalofríos, sin sentir aquella especie de agonía clavada en mi garganta. Y el recuerdo casi se volvía agradable: «Aquello pasó y yo sigo viviendo.»

Dormía ya sin pastillas, comía sin estimulantes, engordaba sin sueros.

Una tarde el doctor Suárez me comunicó:

– Estás curado, Hondero: dentro de quince días te daré de alta.

Habían transcurrido casi seis meses desde que salí de Barcelona. El doctor Suárez era un hombre simpático: un científico nato que entendía poco de guerras. Pero llevaba estrellas porque trabajaba en un hospital de heridos. No había tardado mucho en saber quién era yo: «Conocí a tu madre cuando era joven…» Y enseguida me habló del tío Rodolfo.

– Fue un gran amigo mío…

Gracias a esa amistad llegué a curarme de aquella extraña apatía que no tenía nombre. Y gracias a ella también, el doctor Suárez consiguió para mí un enchufe en el mismo hospital donde me había curado.

Coincidió aquello con la primavera: en el Norte se había empezado ya la ofensiva tan esperada y los auspicios no podían ser más alentadores.

Es indudable que, de no haber sido por el doctor Suárez, mi reencuentro con Lolita jamás hubiera tenido lugar (al menos durante la guerra); quizá los hechos que luego sucedieron la hubiesen apartado de mí para siempre, y todo lo que ocurrió más tarde se hubiera desarrollado de otro modo. En aquellos momentos mi encuentro con Lolita fue lo mismo que una justificación interna, una especie de conformidad con la propia vida. Sin embargo, lo que me rodeaba no podía ser más lamentable.

Empezó todo inmediatamente después de mi curación. El doctor Suárez, creyendo que me ayudaba, me procuró un puesto en el cuerpo administrativo del hospital: «Al fin y al cabo, eres un evadido de la zona roja. Una proeza como la tuya, debe tener recompensa.»

La recompensa consistía en trabajar en las oficinas del sanatorio a las órdenes de dos mutilados de guerra. Como el doctor Suárez era un hombre influyente, el expediente fue pronto admitido.

San Sebastián, entonces, era una ciudad alegre: un remanso de paz en la burbujeante España nacional. Tenía una playa extensa (según decían llena de pulgas) que no se parecía a las del Mediterráneo: con mareas, con galernas y con leyendas siniestras y sobrecogedoras. Además tenía cines, teatros y cafés llenos de refugiados ilustres.

También tenía entierros patrióticos y desfiles y combatientes con permiso que llegaban allí como los romanos a Pompeya, dispuestos a recuperar sus jornadas de agobio buceando en la vida normal, con sus uniformes de retaguardia, flamantes y vistosos, monopolizando la atención de las mujeres y despotricando contra los chupatintas que no se habían fogueado jamás, mientras ellos luchaban para salvar a la patria de su úlcera marxista.

Los refugiados (gracias a los créditos bancarios que no tenían más garantía que la de ganar la guerra) vivían, dentro de las debidas restricciones, en la más clara opulencia. La «gente bien» se había condensado allí. Era «una gente bien» sacrificada, pero elegante, gentes como los Repecho y los Sobrado, que sabían llevar su repentina indigencia con la misma soltura con que antes habían llevado su abundancia.

Residir en aquella ciudad era, efectivamente, un premio: un privilegio que a veces llegaba a avergonzar. Se comprendía que estábamos en guerra porque de vez en cuando llegaban heridos, porque los uniformes abundaban y porque las mujeres jóvenes eran casi todas enfermeras. Pero ni faltaba comida, ni se oían tiros, ni se registraban bombardeos.

Mi trabajo era sencillo: los años de experiencia bancaria en el departamento de contabilidad me habían adiestrado en los tejemanejes administrativos. En cambio, mis jefes eran dos figuras decorativas que apenas distinguían un debe de un haber. Los habían colocado allí porque no sabían qué hacer con ellos y para darles la impresión de que trabajaban, pero su desconocimiento en la materia era prácticamente total y la sección estaba a punto de convertirse en un inmenso galimatías. Al llegar yo vieron el cielo abierto: sabían que tenía el título de perito mercantil y aquello no dejaba de ser una garantía para el futuro de la administración: «Vamos a ver, perito en dulce, ¿cómo se adiestra ese guiso?» Y me planteaban problemas para que los resolviese. De vez en cuando me enviaban a discutir con los de Intendencia: «Diles que la partida de sueros es una engañifa…» O bien: «Diles que no queremos bayetas, sino vendas… Y que no escamoteen tanto las sábanas.» Lo de las telas los traía por la calle de la amargura. Los telares se habían quedado en Cataluña, en la zona roja, y la España nacional carecía de fábricas textiles. Cuando se ponían muy nerviosos, rompían a despotricar contra los rojos: «Los muy cabrones se han quedado con la mejor parte…» Y se liaban a poner verde todo lo que oliera a catalán.

No tenían en cuenta que su forma de hablar podía herirme, o tal vez me hiriesen aposta para desfogar sus iras. Uno de ellos era manco y al otro le faltaba un pie. Y en cuanto les pasaba por el magín se cobraban aquellas mutilaciones a costa de mi integridad física. «Se nota que no te has fogueado: así andas tú, hecho un maniquí.»

Los dos eran sargentos propuestos para alféreces; los dos eran jóvenes (con la edad reglamentaria para estar en activo) y los dos me odiaban por tener dos brazos, dos piernas, por no ser vasco y por ser más inteligente que ellos. Habían perdido sus respectivos miembros a poco de empezar la guerra y presumían de haber expuesto su vida por el glorioso Movimiento Nacional.

Se llamaban Urritamendi y Soldázar (nunca olvidaré sus nombres) y les complacía enormemente repetir sus respectivas odiseas. Entonces todo el mundo contaba la suya: eran relatos parecidos, angustiosos, heroicos y resignados. Apenas escuchaban los que contaban los demás, la cuestión era explicar el drama propio, las vicisitudes propias, las propias desgracias.

– En mi casa siempre fuimos de derechas -decía Urritamendi alzando el mentón y liberando su nuez del cerco del uniforme-. Mi padre era el cacique de Mondragón.

Urritamendi era el más suspicaz, el más intransigente. No podía tragar que me hubiera escapado de la zona roja: olvidaba que también su provincia, al principio de la refriega, había hecho frente a las fuerzas del ejército.

– ¿A qué partido pertenecías?

– A ninguno.

– ¿Y tu familia?

Eludía la respuesta, la desviaba:

– Mi madre pertenece a la nobleza madrileña: por eso estábamos perseguidos. Nos pudimos salvar gracias a la protección de una amiga afiliada al partido de Companys.

– Menudo punto filipino sería esa tal amiga.

– Nos salvó la vida.

– ¿Y tu padre?

– Murió cuando la peste bubónica en Barcelona: era médico.

– ¿Y el resto de la familia?

– Se quedó en Madrid.

Mis alusiones a nuestra precaria sangre azul los calmaba. También los impresionaba lo de la peste. Pero el odio que yo les inspiraba, no llegaba a ceder.

Soldázar había nacido en Bilbao y la guerra lo había sorprendido en Biarritz. Entró en España al caer San Sebastián. También él estaba llamado a filas:

– ¿Y por qué tardaste tanto en pasarte a nosotros, jolines? El Movimiento empezó en julio y tú no diste señales de vida hasta enero.

– No era fácil.

Procuraba ser breve. Temía que acabaran por pillarme en errores o contradicciones. Me aterraba que, puestos a indagar, llegasen a descubrir mi viejo contacto con Paquito, las tendencias republicanas de mi madre…

– ¿No te parece que ese chico habla poco? -preguntó Soldázar a Urritamendi-. Yo diría que esconde algo o así.

Y guiñaba moviendo mucho la mejilla para que yo me diera cuenta.

– A lo mejor esconde un duro de plata.

Y rompió a reír para corear su propia broma. Urritamendi me echaba ojeadas severas como si efectivamente yo fuese uno de aquellos aprovechados monopolizadores de monedas que tanto mermaban la moral del Movimiento.

– No me extrañaría; siendo catalán…

La alusión me hurgaba por dentro, me encendía la sangre y amenazaba desmoronar mi aguante:

– Pasé al bando nacional sin un céntimo en el bolsillo. Continúo siendo pobre.

– Pues vaya ganancia que hicimos. Si al menos hubieras aportado algo de provecho…

– Lo siento.

– A pesar de todo, no nos convences: desde el momento en que recalaste por aquí nos dijimos: «Un paniaguado, un enchufado con pinta de señorito…» La retaguardia está infectada de casos como el tuyo.

Y como vieron que yo continuaba callado, volvían a la carga:

– El doctor Suárez asegura que trabajabas en un Banco. ¿Era de tu familia el Banco ese?

No me atrevía a decirles que no lo era. En sus mentalidades «ser un simple empleado» equivalía a ser sospechoso de insatisfacción social. Y si les hubiera dicho que yo poseía acciones de aquel Banco, me hubiesen tildado de burgués.

Comprendí pronto que la gran protagonista de la retaguardia nacional era la suspicacia. La reciente ofensiva del Norte caldeaba los ánimos: había familias partidas en dos: hermanos que vestían uniforme nacional se lanzaban a luchar contra hermanos que defendían desesperadamente la bandera euzkadi. Todos los días el parte oficial nos comunicaba las bajas contrarias, los metros de tierra conquistados, las muertes de nuestros héroes, valientemente caídos en las avanzadillas de Franco.

Soldázar y Urritamendi no perdían ocasión de considerarse aludidos. «Pronto veremos a los nuestros…» Pero muchos de «aquellos nuestros» eran ya francos enemigos de la España franquista.

Por lo que decían, deduje que sus familiares se habían quedado allí, en el saco rojo y separatista que se parapetaba tras el famoso tinturen de hierro. Aunque jamás mencionaban aquello, había detalles que lo delataban.

– Dentro de poco, en Bilbao -decía Urritamendi.

Pero en su aparente alegría había una dosis grande de desconfianza. Miraba luego su no brazo como si por arte de magia se le hubiera desprendido del cuerpo para unirse a la refriega y al llegar a Bilbao fuera a recuperarlo.

A veces, cuando me hartaba de sus desprecios, me las ingeniaba para ponerlos en aprietos (como había hecho con Paco Moraldo), planteándoles problemas que de antemano intuía que ninguno de los dos sabría resolver:

– Oye, perito en dulce, a ver cómo se arregla ese lío…

Al volverme necesario me trataban mejor:

– Anda, échanos una mano, catalán…

Cierta vez me atreví a plantarles cara:

– Pero ustedes son los jefes: ustedes deben decidir.

Urritamendi soltó un taco y dio un puñetazo en la mesa:

– ¿Serás cabronazo? Si te consultamos es porque eres perito, cuernos: todos los jefes tienen asesores. ¿O no?

– A sus órdenes, mi sargento.

Y los ayudaba.

Pero a la larga mi ayuda los humillaba y la humillación, en aquellos tiempos, era difícil de perdonar.

– ¿Sabes lo que te digo, perito en dulce? Que te estás volviendo muy marisabidilla. Y eso ni es patriótico, ni ético, ni consecuente.

Era difícil sortear a aquel par de desgraciados. Su humor dependía de situaciones que a veces resultaba imposible adivinar.

Pero mi paciencia llegó al límite el día que me encontré con Lolita.

Era un domingo y yo tenía permiso. Aunque el tiempo caldeaba, nadie pensaba en ir a la playa: la gente solía reunirse en la avenida o en la plaza del Bulevar. Recuerdo que, aquella tarde, la ciudad hervía de entusiasmo: el avance del Norte se iba perfilando cada vez más nítido en el panorama bélico, y los refugiados se abordaban unos a otros con euforia mal contenida.

Pasaba yo por delante del hotel Avenida para dirigirme al café contiguo. Y de pronto la vi. Se hallaba sentada a una mesa con dos muchachas de su edad que vestían uniforme de Frentes y Hospitales.

Me detuve a pocos metros de distancia: no podía creerlo. Estaba más bella que nunca. Era ya una mujer completa, independizada de sus resabios infantiles.

Cuando me acerqué no se fijaron en mí. Hablaban entre ellas: discurrían sobre lo que iban a tomar; pedían leche, bolados, reían.

Me planté ante su mesa:

– Lolita…

Alzó los ojos. Pareció dudar. Dijo luego:

– Santo Cielo: tú eres Carlos.

Se le abrían los ojos, estupefactos, negrísimos. Me tendió la mano:

– ¿De dónde has salido?

– Llevo aquí algún tiempo -aclaré-. Me pasé por el frente de Teruel: estuve enfermo y ahora trabajo en un hospital. ¿Y tú?

Lolita no contestó. Me presentó a sus amigas: «Chuchi y Paqui.» Y enseguida añadió:

– Carlos Hondero Ruiz de la Argamasa.

Recordaba mi nombre entero y lo lanzó con desafío, como si mi segundo apellido fuera imprescindible para completarme.

– Siéntate con nosotras y cuéntamelo todo.

Se le había esfumado ya el odio de aquella tarde en el golf. Nada de aquello resultaba vigente: ni la lucha de clases, ni las castas, ni las ideas políticas podían empañar la alegría de volver a vernos. Todo era como un renacer, un volver a empezar sin raíces, sin lastres ni rencores.

Me habló de su familia: Paco estaba en Biarritz, «trabaja de enlace…» Lo dijo guiñándome para darme a entender que su labor era importante: una especie de espía a las órdenes de Franco.

Sus padres vivían con ella en el hotel Avenida, y sus amigas, las que acababa de presentarme, eran enfermeras alistadas en frentes y hospitales. Al día siguiente saldrían rumbo a los hospitales provisionales que se iban instituyendo en las retaguardias del Norte.

– Yo también quisiera marcharme, pero mis padres no me dejan.

Recordé a la señora Moraldo, tiesa, encopetada, pronunciando las eses con sonido de ce y las ces con sonido de ese, hablando sin mirar al interlocutor para no perder su altiva compostura, y eché un vistazo al hotel contiguo (donde se hospedaban). Era divertido imaginarla viviendo allí.

– La guerra nos sorprendió en Francia -dijo-. Afortunadamente pudimos salir de España antes que estallara. Al parecer lo hemos perdido todo. Fueron a buscarnos y al comprobar que nos habíamos marchado, saquearon el edificio.

Recordé aquella casa; sus estatuas, sus muebles, sus tapices, su jardín… Recordé a Justo sirviendo la merienda en el comedor. Recordé a miss Francia enseñándonos a jugar al bridge… ¡Qué lejos estaba todo!

Estuve a punto de preguntarle: «¿Cómo es posible que tus padres se avengan a vivir aquí?» El hotel Avenida era un lugar mediocre, una especie de balneario con ribetes de fonda, donde se servían acelgas aliñadas con ajo y los dormitorios carecían de baño propio.

Lolita decía:

– Acabaré convenciéndolos: estoy segura. Estoy cansada de vivir en la retaguardia…

Chuchi y Paqui me miraban intrigadas y sonrientes. Lolita les aclaraba: «Carlos es un antiguo amigo: compañero de estudios de mi hermano… -Y en un arranque de sinceridad, comentó-: Estuvo a punto de ser mi novio, ¿verdad, Carlos?»

Las mesas se habían instalado en la acera y el tránsito de peatones en aquel lugar se entorpecía. No me di cuenta del peligro hasta que lo tuve encima.

Reímos los dos el comentario de Lolita. El pasado ya no existía. Se había esfumado con los primeros brotes de la guerra.

– Cuando mis padres se enteraron, me enviaron al extranjero…

Y volvió a reír, con una risa que yo no conocía en ella: despreocupada y segura.

– Luego nos perdimos de vista hasta hoy. ¡Tiene gracia!

Al parecer, lo había olvidado todo: los motivos de nuestra separación, los reparos de la familia Moraldo, la alusión al republicanismo de mi madre, mi acusación contra su padre, mi odio…

– ¿Y tu madre? -preguntó Lolita-. ¿Dónde tienes a tu madre?

Quizá fue entonces cuando «recordó». Lo comprendí porque las cejas se le fruncieron y su mirada registró un extraño desvío.

– Se quedó en la zona roja. No pudo salir.

Las cejas de Lolita volvieron a su normalidad. La cuestión que se debatía era dolorosa y no era cosa de andar recordando rencores.

Cambió de conversación. Preguntó:

– Se dice que han matado a José Antonio: tú que vienes de allí sabrás algo…

Pensé: «Es inteligente: sabe echar un capote.» La muerte de José Antonio era todavía un interrogante en la zona nacional y yo, a decir verdad, desconocía los hechos.

Las amigas de Lolita eran requetés, pero se afanaban en demostrar que respetaban la Falange. Parecían dóciles e idealistas: en su buena fe consideraban que los partidos unificados iban a ser la columna vertebral del Movimiento. «Margaritas y Flechas: eso somos ya. Pronto tendremos nuestro estatuto y seremos una sola cosa.» Me pregunté qué opinaría Estanislao Rodríguez de aquella unificación.

Enseguida los descubrí: se habían sentado a una mesa contigua a la nuestra: el brazo de Urritamendi multiplicando ademanes y el pie de Soldázar pateando el suelo con aire impertinente:

– ¿Estás viendo lo que veo yo?

– Todavía tengo ojos.

Me levanté para cuadrarme cuando Lolita preguntaba: «¿Los conoces?» Urritamendi dijo:

– Lo menos que puedes hacer es presentarnos a esas deliciosas criaturas…

Fue preciso presentárselas. Se trasladaron a nuestra mesa y pidieron ginebra. A partir de aquel momento, empezó la tirantez. Como siempre, Urritamendi llevó la voz cantante. Empezó metiéndose con las muchachas, con sus uniformes, con sus peinados… Luego despotricó contra los transeúntes («tan panchos ellos, tan comodones…») y acabó aludiendo a mi «enchufe»:

– Así que ya os conocíais… Dime, Lolita, ¿fue siempre tan cobardica? Supongo que ya te habrás enterado de su odisea: se puso neurasténico en cuanto escuchó un tiro. Cuando digo yo que el mundo está mal repartido: perder brazos o pies para que niñatos como él se dispongan a comer la sopa boba… -y me dio un manotazo en la rodilla-. Unos primos: eso es lo que somos.

Estaba borracho, pero todavía lo disimulaba. Soldázar, menos belicoso, procuraba paliar la situación:

– De todos modos hay que reconocer que el chico cumple. ¿No es verdad, perito en dulce? El hombre trabaja y trabaja bien.

– Así cualquiera: con dos brazos y dos pies… Pero lo que yo digo: ¿No estará quitando el puesto a quien lo merece de verdad?

Lolita me echaba miradas furtivas alarmada, callada, como si dijera: «Defiéndete.» Y yo me sentía humillado, avergonzado de mí mismo.

– Fijaos bien en toda esa chusma -seguía diciendo Urritamendi, extendiendo el brazo-. La mayoría son como Hondero: refugiados de pacotilla con su letrero en la frente para que nadie se mueva a engaño. Todos dicen lo mismo: todos son muy clericales, muy capitalistas, muy franquistas… Pero de tiros, ¡nanay!

– Bueno, basta de quejas -dijo Lolita.

Pero no le hicieron caso: siguieron hablando de mí, de mi odisea, de mi miedo: «Un miedo de campeonato con sus ribetes de oportunismo muy bien dosificados…» Lolita se atrevió a decirle:

– Has bebido: estás borracho.

La alusión a su borrachera sacó de quicio a Urritamendi:

– Cuando estoy con chicas bien, no tengo por costumbre emborracharme. Así que elige, preciosa: o estoy borracho o eres una chica bien.

Lolita se levantó. Sus amigas la imitaron. Se despedían de ellos. Iba a acompañarlas cuando escuché la voz de Urritamendi:

– Hondero: firme.

Obedecí.

Lolita me miraba, no comprendía… «Adiós, Carlos… -echó un vistazo al hotel-. Ya sabes dónde me hospedo…»

Soldázar me obligó a sentarme con ellos:

– Así que las mujeres te abandonan, perito en dulce… Y eso que a ti no te falta nada: al menos lo que salta a la vista.

Y volvieron a reír, con carcajadas gruesas, de beodo irritado, lagrimeando y atragantándose.

– Fíjate en ése -decía señalando a un soldado bajito-. También lo han mutilado. Hay que cuadrarse ante él: es un mutilado de estatura…

Llegó el camarero. Pidieron más ginebra. El camarero era un hombre maduro y «hacía patria» remplazando a los jóvenes:

– ¿Mandan ustedes?

Mandaban todo: le gastaban bromas pesadas, le exigían imposibles para ponerlo en aprietos: «¿Qué opinas tú de la guerra?» El camarero se atropellaba, no sabía qué debía contestar: «Un chico algo confuso, ¿verdad, Soldázar?» Y Soldázar contestaba: «Esperemos que esa calvicie tan reluciente sea verdadera…» El camarero temía: todo el mundo temía cuando algún mutilado se volvía gallito:

– ¿Sabes ya que antes de dos meses vamos a entrar en Bilbao? -y posando la mano en mi hombro dijo-: Éste lo sabe muy bien: acaba de llegar del frente.

Y me espetó una ojeada airada:

– Está propuesto para la laureada: es todo un héroe.

Soldázar dijo:

– Bueno: ya está bien de coñac.

La tarde se volvía fosca, irritante, como un frente medio destruido. Pensé: «No podré soportar más esta tensión.» Era preferible exponerse a morir del todo que morir poco a poco, de vergüenza, de reproches y de censuras. «¿En qué piensas, Hondero? ¿En la partida de vendas o en la partida al frente?»

No contesté. Actué.

Al día siguiente me alisté como soldado raso en las columnas de repuesto. Se lo comuniqué al doctor Suárez: «Me he agregado a las fuerzas del Norte.»

Se me quedó mirando reflexivamente y me tendió la mano:

– Tú verás lo que haces. Espero que no recaigas.

– Tal vez recayera antes si continuara aquí.

– Comprendo -dijo-. También en la retaguardia hay guerra…

– Gracias por todo.

– Suerte, muchacho.

No se habló más del asunto. No me despedí de mis jefes. Aquel mismo día me pidieron ayuda: «Oye, perito en dulce…» Los escuché, como siempre, fingiendo interés. Luego los dejé colgados, con su problema sin resolver, con sus bromas sin eco y sus galleos truncados.

Antes de salir, le mandé una nota a Lolita: «Tardaré en regresar: me voy al frente. Acuérdate de mí: Carlos.»

No me sentía héroe: me sentía víctima: juguete de dos hombres que no perdonaban la integridad física de mi juventud.

De cualquier forma, también ellos influyeron en mi futuro. Si no los hubiera conocido, jamás me hubiera alistado en el pelotón de infantería, y el discurso de Rosendo Falstat no hubiera resultado tan brillante cuando se refirió a mis gloriosas páginas militares. Sin embargo, ellos nunca llegaron a saber lo mucho que habían contribuido a mi partida. Fueron ejecutores indiferentes, como lo fui yo con Angelina. Un par de pequeños asesinos que desconocían su potencialidad criminal.

De nuevo me dieron fusil, cantimplora, macuto… De nuevo las caminatas al son de himnos nacionales y hedores a pólvora. Había macizos que se debían escalar contra cualquier contingencia. Y había declives que debíamos recorrer, sin mirar atrás, sin pensar en la sangre que empapaba el suelo. Luego había los «cuerpos a tierra» y los «ataques», y la bandera enhiesta que jamás se doblegaba. Y las borracheras sin alcohol: la embriaguez sin tiempo ni cansancio… Y cientos de vidas proyectadas hacia un solo fin: como si cada una fuera únicamente una molécula de un cuerpo enorme que se dispusiera a acabar con aquel otro cuerpo que le hacía frente.

Apenas había treguas: había alucinación y gritos y gemidos: sonidos ambiguos que se perdían en los estallidos cada vez más violentos y monocordes. Y había mutilados recientes, caídos en la tierra: seres que se desangraban, pero que había que mirar con indiferencia para no perder tiempo, ni moral, ni energías. «Los camilleros: para eso están los camilleros», decía Requejo.

Requejo era un cabo eficaz: un veterano que sabía latín en cuestiones militares. Para él cualquier engranaje debía ser justo, exacto, más matemático que la propia matemática. Todo debía seguir su curso sin contar ni con el pasado ni con el futuro ni con el presente: al margen del tiempo y del espacio: únicamente teniendo en cuenta el «engranaje». Eso era la gran realidad, la gran pauta, la fenomenal meta.

Requejo solía cantar: decía que los himnos ayudaban a respirar: «Arriba, escuadras, a vencer…» Íbamos apelotonados, unidos, formando bloques. A veces tropezábamos, caíamos, nos pisaban y volvíamos a levantarnos, para avanzar, tropezar y acaso pisar otros cuerpos vivos o muertos. No tenía importancia.

Aquel día Requejo iba a mi lado. Me sentía seguro escuchando su voz: «Un artesano de la guerra -pensaba yo-. Un jabato.» Se había visto en infinidad de fregados y siempre había salido ileso. Fiaba en su buena suerte porque le habían metido en la mollera que su madre lo había parido con dos capas craneales: «Así que llevo tres cascos -me decía-. Dos naturales y uno artificial.» Requejo era un entusiasta de todo menos de su apellido: «Parece un taco», solía bromear. La vida le gustaba y la guerra, para él, era su vida. Se agarraba a cualquier circunstancia para ensalzarla. Hacía patria así: lanzando loas a la guerra, a la bandera, a los cachupinazos, y presumía de abrirse paso entre las balas como si fueran cortinas de flecos.

– Ya lo ves, Hondero: no pueden conmigo.

Y enseguida se ponía a cantar. No sabía pelear sin cantos: «Que en España empieza a amanecer…» A veces su voz se volvía gruesa, brusca como una trompeta ensordecedora: «Soy el novio de la muerte.» Lo creía de verdad. «Es un amor imposible», bromeaba. «Nunca podré unirme a ella…» Tal vez por eso creía estar tan enamorado de ella: porque la consideraba inasequible. «Mi más leal compañera…»

Así, cantando, se encaraba hacia el enemigo, sublime, sin arredrarse, sin pensar en las molestias del cuerpo, ni en el calor, ni en la infernal orquestación que nos acompañaba.

De pronto hubo un alto. Requejo obedeció. «Párate, hombre -me dijo-: ¿No has oído la orden?» Era difícil estar atento en medio de aquel zafarrancho de sonidos y estruendos. Sentía su mano sobre mi brazo: firme, dura.

– A tierra.

Ante nosotros había un pequeño otero, un repecho breve. Quedamos estirados en fila, pendientes de la nueva señal. Lo miré. Tenía una expresión beatífica, casi infantil:

– Adelante.

Fue el primero en obedecer. Yo tardé unos segundos. Los suficientes para que la bala que debía haberse incrustado en mi cuerpo, se calara en el suyo. Cayó fulminado: el rostro sin facciones, la canción que iba a cantar tragada con la bala.

– ¡Requejo!

Pero ya no me oía. Requejo ya no era. Se había esfumado de golpe con su optimismo, sus himnos y sus tres capas craneales. En sus manos empuñaba el fusil y de la cara le brotaba un manantial de sangre.

– Adelante.

La bandera otra vez; el engranaje y los que venían detrás pisaban su cuerpo… No me daba cuenta de que mi pierna izquierda chorreaba:

– Animal, mírate el muslo -me dijo el de al lado.

Y antes de que pudiera verlo, caí sobre unos matorrales. No me dolía. Me dolió en cuanto vinieron a buscarme. Era un dolor insoportable, como la cara de Requejo, como los gritos de Antonio y Julio cuando juraban su inocencia…

Entonces, sólo entonces, comprendí el resentimiento y la desesperación de Urritamendi y Soldázar. Fue un entender pasivo, desnaturalizado: algo que no me causaba remordimiento por haberlos odiado. Pero lo supe todo de ellos. Los vi por dentro con toda su grandeza y sus miserias, y comprendí que, en el fondo, eran sólo un par de infelices comidos de dolor, de miedo, de espanto. Pensé: «También yo voy a ser un mutilado lleno de rencor.» Sin embargo, no me importaba perder la pierna. Lo horrible era morir: quedarse sin tiempo, sin rostro, sin himnos, sin voz para lanzar loas a la guerra como le había ocurrido a Requejo.

No podía acordarme de él sin experimentar su muerte en todo el cuerpo. Tenía la impresión de que aquella cara estallada me estaba clavando puñales en los nervios. Seguramente ni siquiera se había dado cuenta de que moría: había pasado del canto a la muerte, lisa, sencillamente, como si morir fuera una circunstancia vulgar.

La herida de mi pierna fue grave. Temieron que se gangrenara. La infección crecía… Más de una vez pensé que iban a amputarme aquel miembro.

Recurrieron a una cura de caballo: me provocaron abscesos en distintas partes del cuerpo. Decían que la infección iba a salir por allí…

No llegué a Bilbao: tampoco volví a ver a Urritamendi ni a Soldázar. Cuando, para recuperarme, me llevaron de nuevo a San Sebastián, los dos se habían trasladado ya a Vizcaya.

No hay duda: aquellos hombres me torturaron, me humillaron: pero me convirtieron en un héroe oficial: un auténtico herido de guerra, que cojeaba legalmente, que llevaba bastón y que presumía de baqueteado como ellos habían presumido de mutilados.

Las enfermeras me mimaban, las monjas me sonreían, los médicos me atendían y el ejército me nombró sargento. Fue un nombramiento solemne, rubricado por el Ministerio de la Guerra. Ya nadie podía poner en duda mis ideales políticos, ni mi patriotismo, ni mi valentía.

En cuanto Lolita se enteró de lo que me había pasado, fue a verme al hospital: «Carlos… ¿cómo ha sido…?»

Era un lenitivo grande verla comparecer, con su blusa azul, su boina ladeada, sus ojos cada vez más negros.

Eran visitas largas y jugosas. Caldeaban el ambiente y disipaban la grisura de un tiempo que empezaba a ser inclemente. Me traía noticias de la vanguardia, del frente, de la zona roja. Barcelona llevaba mucho tiempo soportando nuestros bombardeos… Y yo no tenía noticias de mi madre.

Cierta tarde Lolita me comunicó que mi madre vivía.

– No quise decírtelo antes de estar segura, para no inquietarte, pero pude establecer contacto a través de la Cruz Roja.

La hubiera abrazado allí mismo. Cogí su mano: la tenía fría. Algo agarrotaba mi pecho; una emoción grande que apenas podía disimular:

– En cuanto pueda salir, lo celebraremos -le prometí.

La recuperación era lenta, pero la perspectiva de salir algún día con ella y recorrer la ciudad a su lado, era mi mejor estimulante.

No podría decir con exactitud cuáles eran los sentimientos que, en aquellos momentos, me unían a Lolita: sé que la necesitaba, que su presencia en el hospital era mi gran premio.

En cierta ocasión le dije:

– Nunca imaginé que la guerra pudiera ser tan maravillosa, Lolita. A veces hasta me avergüenzo de sentirme tan feliz.

Lolita desvió la mirada: miró en torno; su pecho se agitaba inquieto bajo la blusa:

– Las guerras no duran siempre -dijo.

En el fondo, aquella situación era esporádica: los dos lo sabíamos. Luego vendría la paz con sus distancias y sus niveles, con la supresión de uniformes y la diferencia de clases. En aquellos momentos no había diferencias, ni aristas, ni relieves: sólo comprensión y una suave confusión de ardores que lo volvía todo alegre.

En mis ratos libres, estudiaba. Lolita me había agenciado los libros necesarios para continuar mi curso, interrumpido en la zona roja. «Podrás examinarte en cuanto se anuncie la convocatoria…» Ella misma se había encargado de matricularme en la Escuela de Comercio.

De sus padres nunca hablaba. Tampoco yo los mencionaba. Sin decírnoslo, tanto ella como yo optábamos por enterrar el pasado, por dejarlo languidecer entre nuestros recuerdos infantiles.

A principios de marzo, Franco promulgó el Fuero de los Españoles. Lo recuerdo muy bien porque coincidió con mi primera salida. Aunque renqueante, anduve a pie bajo un paraguas, con Lolita al lado. Nos metimos en un salón de té de la calle de San Marcial, cercano al mercado.

Fue aquella tarde cuando, por primera vez, después de nuestro encuentro, Lolita me habló del pasado. «Sufrí mucho, Carlos… Me dijiste cosas horribles.»

En torno a nosotros había mesas ocupadas: parejas anodinas que hablaban bajo y sorbían el té, con ademanes rituales, guardando la distancia necesaria para resultar honestos. (En aquel tiempo, las apariencias tenían una gran importancia.) Rocé con el meñique la mano de Lolita:

– Estuve insoportable -confesé-. Nunca me perdonaré las barbaridades que te dije.

Lolita dejó su taza en el plato suavemente: se le había encendido la cara y sus ojos brillaban como si hubiera sorbido alcohol.

– Tampoco yo estuve manca… -me dijo sonriendo-. La verdad es que éramos un par de niños tontos.

Hubo un silencio denso y prolongado:

– Te habrás enamorado alguna vez, Lolita.

– ¿Y tú? ¿Te enamoraste tú?

Asentí:

– Me enamoré de una mujer que se parecía a ti. Pero era mucho mayor.

– ¿Qué ha sido de ella?

– Supongo que se quedaría en Barcelona.

Volvió a su taza de té, el pliegue de los labios algo retraído:

– Pronto entrarán en Barcelona -dijo-. Podrás recuperarla.

Era gracioso que Lolita creyese en mi necesidad de recuperar a Estrella. Dejé escapar una risa breve:

– No tengo intención de recuperarla: ya no me interesa. Aunque se parecía a ti, no era como tú.

– ¿Debo tomarlo como un cumplido o como una impertinencia?

– La verdad es que Estrella, a tu lado, era un miserable insecto.

– ¿Se llamaba Estrella? Bonito nombre. -Se llevó el índice a la mejilla y sonrió casi malignamente-: Dime, Carlos, ¿cómo soy yo?

– No lo sé: sé cómo me haces «ser» a mí.

Años y años he ido arrastrando aquel fenómeno. Lolita tenía la virtud de «cambiarme», de convertirme en un hombre digno. Todavía ahora, desde mi siniestro, cuando pienso en ella, comprendo que lo poco bueno que he realizado en la vida, ha sido siempre bajo su influencia.

– ¿Y cómo te hago ser?

– Consecuentemente, distinto, casi bueno…

Reímos los dos.

– Así que tú querías a Estrella…

– Yo diría que estaba alucinado…

– ¿Y ella? ¿Estaba también alucinada?

– Por otro -bromeé.

Sonreía, miraba de nuevo la calle.

– El amor debe ser eso: alucinarse.

– ¿Lo crees así?

– No ver los defectos de la persona querida y si los ves, adorarlos… Eso debe ser el amor. -Se detuvo de pronto. Encogió los hombros-. No sé por qué digo eso… No entiendo demasiado en amores.

Dejó de mirar la calle. Cambió el tono de voz:

– Parece que ha parado de llover -dijo.

Aquella noche me costó dormirme. Veía a Lolita con su impermeable azul resguardándose bajo el paraguas negro camino del Hospital. «La vida está llena de sorpresas, ¿verdad, Carlos? Quién tenía que decirnos que…» Pero cuanto más la trataba, más comprendía yo que tarde o temprano la vida nos hubiera empujado el uno al otro. De hecho era como si nuestro trato jamás se hubiera interrumpido, como si el lapso de aquella separación hubiera sido breve. Había hechos que nunca podrían escapar a su propio destino: hechos que parecían estar escritos y que nada ni nadie era capaz de violar. Ahora sé que Lolita era entonces una especie de destino para mí. Sin embargo, también lo eran nuestras continuas separaciones: unas separaciones que llegaban siempre cuando algo importante iba a empezar entre nosotros.

Aquella tarde, al subir a Monte Igueldo, ni ella ni yo sabíamos aún que íbamos a tardar mucho en volver a vernos. Tal vez, de haberlo sabido, la separación de aquel día no hubiera sido tan desabrida ni tan desesperanzada.

No llovía; sin embargo, la pierna me dolía mucho. «Mal presagio -le dije a Lolita-. Cuando me duele, suele haber tormenta.»

Ignoraba que mi tormenta verdadera iba a consistir en separarme de ella, volver al silencio de su ausencia, a mis horas de hospital sin su voz alegrándolas.

Desde Monte Igueldo la ciudad parecía otra: más pequeña, más asequible. Era una ciudad indefensa cercada por un mar que parecía devorarla. Lo veíamos furioso estrellándose contra las rocas; el cielo, gris, cargado de nubes que se retorcían y se rasgaban sobre los tejados, la playa, inmensa y vacía, comida por la marea…

Nos sentamos en un banco de piedra: hablamos del fin de la guerra (hacía pocos días que las tropas de Franco habían llegado al Mediterráneo y se rumoreaba que la guerra en Cataluña iba a durar poco), de todo lo que encontraríamos al regresar a nuestras casas…

De pronto Lolita miró mi pierna herida.

– Hasta cierto punto, me alegra que no mejores, Carlos… Podrían volver a mandarte al frente.

Contemplaba mis botas al decir aquello. Y su perfil de estatua clásica permanecía inmutable. De pronto reaccionó:

– Lo sentiría mucho por ti, naturalmente.

– ¿Sólo por eso?

Dio un respingo, intentó parecer frívola:

– No voy a negarte que estoy acostumbrándome a tu compañía.

Y se levantó para apoyarse en la balaustrada: abajo, en el mar, no había un solo pedazo de agua que se pareciera al otro. Era un mar contradictorio aquél, un mar diferente del nuestro.

– Además -añadió-, tú ya has dado tu porción de vida a la guerra. Dios no te pide más.

Lolita era religiosa como todas las chicas bien de entonces, y le gustaba mezclar a Dios en sus conversaciones.

– ¿Cómo puedes saber lo que Dios me pide?

– Lo intuyo, Carlos: Dios y yo somos buenos amigos.

Fue entonces cuando me habló de su fe. No la entendía, pero me gustaba oírla. Lolita tenía una fe inamovible, como aferrada a ella con cemento. «Te envidio, Lolita.» Le dije que mi fe había languidecido hacía muchos años, que me resultaba imposible comprender infinidad de cosas: «Bastaría que comprendieras que no es posible comprenderlo todo para que la fe volviera a ti…» Decía que le daba pena ver la desolación de la gente que no creía… Que de buena gana hubiera sido misionera…

– Conviérteme tú -le dije bromeando.

– No es cosa mía -contestó ella-. Sin tu colaboración, no puedo hacer nada.

Entonces volví a mis salidas de tono. Le dije que colaboraría con ella gustoso, pero no en aquello. Me miró ofendida:

– Está refrescando -comentó-, deberíamos volver.

Me sentía molesto, cortado y la maldita pierna me dolía… Al regresar apenas hablamos. Había sido una discusión estúpida, un lapso sin lógica ni razón: algo que nacía de la tormenta que sin duda iba a estallar, ajeno por completo a nuestras realidades internas.

La dejé en su hotel y estreché su mano:

– ¿Hasta cuándo?

– No lo sé.

Empezaba a anochecer y la actividad cívica disminuía: la guerra exigía retirarse temprano, apagar pronto las luces y dejar desiertas las calles.

– Si te he ofendido, perdóname -le dije sin soltar su mano.

– Perdóname tú a mí -dijo.

– ¿De qué he de perdonarte?

– Probablemente no soy la compañía que te conviene, Carlos.

– Te equivocas, Lolita… Tú no sabes cuánto te necesito.

– Porque te encuentras solo: únicamente por eso.

Se acercó a la puerta:

– Adiós, Carlos.

– Todavía no -le supliqué-. Por favor, Lolita, no te vayas aún.

– Es muy tarde -dijo ella-. Te llamaré mañana.

Pero no llamó. Pasó una semana en silencio: una larga semana de inseguridades, de hipótesis descabelladas, de esperanzas huecas. Varias veces intenté comunicarme con ella por teléfono. Jamás la encontraba (Lolita es ducha en ese tipo de escamoteos).

Cierta mañana me llamó ella para comunicarme que se iba:

– Mis padres se van a Lecumberri y quieren que los acompañe. Pasaremos allá el resto de la primavera y todo el verano. Dicen que no es saludable vivir siempre junto al mar.

Pensé: «Otra vez la arrebatan: otra vez quieren separarnos…»

– No podré soportarlo, Lolita.

– Es preciso cambiar de aires.

– Te necesito, Lolita.

No parecía oírme:

– Te escribiré.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo.

Y reía: su risa era todavía despreocupada, alegre:

– Pasará pronto -dijo-; luego lo veremos todo más claro.

Fue un verano triste y vacío. El mundo sin Lolita se me acababa, se convertía en un erial desabrido e insulso.

A veces, cuando la nostalgia de ella se volvía demasiado aguda, me iba hacia los lugares que habíamos recorrido juntos; estaban llenos de recuerdos, de ilusiones volatilizadas: el salón de té de la calle San Marcial; Igueldo, con su vista de pájaro sobre la ciudad; La Concha, siempre vacía, siempre comida por la marea… Todo estaba impregnado de ella: todo reclamaba su presencia.

Varias veces me detuve ante el hotel Avenida: las mesas del bar contiguo habían sido retiradas de la acera. El frío empezaba a replegar a la gente y la ciudad languidecía porque otra vez era otoño.

De vez en cuando soñaba despierto: departía con ella; le explicaba mis planes: «Cuando acabe la guerra seré ya profesor mercantil: volveré al Banco, trabajaré como un león… Y cuando sea rico, me casaré contigo.» Los Moraldo ya no podrían rechazarme. Los Moraldo habían recibido una lección de humildad excesivamente rotunda para que se atrevieran a echar mano de sus ínfulas parasitarias. La guerra había unificado a la gente: las clases sociales tenían otro matiz: el de los actos heroicos, el de las jerarquías militares, el de los comportamientos patrióticos.

Lolita me escribía con frecuencia. Sus cartas llegaban a mis manos, abiertas y pegadas con celofán. Entonces el correo era sistemáticamente inspeccionado por censores anónimos. La guerra exigía precauciones. Se trataba de un hecho molesto que coartaba e impedía que la pluma siguiera el ritmo de las ideas o los sentimientos, pero todo el mundo lo aceptaba porque era necesario para mantener el equilibrio del país. En el fondo era una costumbre más, como saludar con el brazo en alto y la mano abierta, o como llevar insignias con el escudo de la nueva España colocado en el pecho.

Recuerdo que, tras la fecha, Lolita colocaba en sus cartas la indispensable consigna: «II Año Triunfal». Era una adición habitual que nadie dejaba de consignar. Se decía que, sin aquel detalle, las cartas no llegaban a su destino.

Las cartas de Lolita tenían un contenido alegre, jocoso, como de alguien que está seguro de sí mismo. Empecé a conocerla bien a través de lo que me escribía. Su inteligencia era preclara y estaba llena de sentido del humor. También yo procuraba escribirle en aquel tono; pero, sin darme cuenta, la pluma se me iba llenando de lirismos: «Estoy cansado de esta ciudad -le decía-, a veces no resisto pasearme por las calles sin ti: todo me pesa; la multitud, los himnos, la lluvia constante… Cuando tú estabas aquí, jamás llovía, ¿recuerdas? Aunque cayesen chuzos, para mí brillaba el sol…» Y al releer lo que había yo escrito comprendía que estaba enamorado. A veces aquel amor me asustaba; el futuro, por muy optimista que yo pretendiera volverlo, no dejaba de ser una incógnita: la guerra seguía una marcha lenta y nadie sabía lo que más adelante íbamos a tener que sobrellevar… Mi amor por Lolita ya no era aquella inconsciente fantasía de la infancia, aquel «jugar a ser novios», que tan ridículo me había parecido después. Se trataba de un amor sólido, sobrecargado de entusiasmos, que sólo el temor a «razonar* podía mermar.

Entonces yo no la quería por su ambiente, ni por su dinero, ni por lo que representaba en la alta sociedad: la quería por ser ella, por aquella sonrisa que formaba hoyos en sus mejillas, por su modo de aceptar la vida, por sus ideas, siempre nítidas y originales.

A veces, cuando el tiempo se recrudecía y la pierna me dolía demasiado, mi humor se enfoscaba. Entonces mis cartas eran también sombrías y malhumoradas: «Todo el mundo habla de victorias, de triunfos inmediatos, de la inevitable caída de Barcelona… Pero yo estoy triste, Lolita: la alegría de la gente me ofende, me deja rendido. No soporto ver caras risueñas alrededor cuando me siento tan hundido. Por más que lo intento, no consigo formar parte de la masa: apenas la tolero.»

Sus respuestas no se hacían esperar: «Lecumberri cada vez está más animado: muchos refugiados han venido a parar aquí. Es un lugar pintoresco: lleno de vacas, de niños y de hierba… Pero si a ti te cansa la masa de la ciudad, yo no sé qué hacer con tanta vaca, tanto niño y tanta hierba…»

A veces me entraba la tentación de correr a su lado, de pasear con ella por aquellos paisajes que tan bien describía, aunque sólo fueran unas horas. Pero los médicos no me permitían salir de San Sebastián: «Imposible: no puedes viajar como si tal cosa. Seguramente tendrías una recaída. La herida todavía no se ha cerrado: aguarda a que llegue el invierno.»

En el hospital me agencié amigos: entre ellos al capitán Figueruela. Era un castellano que vivía en Barcelona y su trato distaba mucho de resultar protocolario. Figueruela era un hombre tranquilo, inteligente, de matices netamente cívicos. Había hecho la guerra por convicción patriótica y aunque, por la edad, no estaba llamado a filas, poseía el grado de alférez de complemento y se creyó en la obligación de ofrecerse voluntario. Lo habían herido poco más o menos en la época que me habían herido a mí. Y la coincidencia nos había acercado el uno al otro.

Era un hombre inteligente, culto y, por lo que me contaba, trabajador. La guerra lo había sorprendido en Barcelona, pero el consejero de Gobernación había sellado su pasaporte en los primeros días. Salió de la zona roja en un barco italiano de la Cruz Roja ayudado por el consulado inglés. De Italia se vino a España, decidido a pelear contra el Gobierno.

– Lo peor es no saber nada de la familia -solía decirme.

Aunque era soltero, soñaba con una mujer que había dejado en Barcelona (más tarde se casó con ella) y se recriminaba con frecuencia de haber abandonado a sus padres en el «infierno marxista».

– Todos estamos en las mismas condiciones -le decía yo para consolarlo.

Pero aquel tipo de consuelos no solucionaba nada. Figueruela se sentía solo, como yo, como la mayoría de los heridos que nos bandeábamos en aquel hospital.

Al apuntar el otoño experimenté una notable mejoría en la pierna. Pero Lolita no volvía y yo languidecía de aburrimiento y tristeza.

Transcurrió todavía algún tiempo antes de que volviera a verla: lo suficiente para que al encontrarme de nuevo con ella, nada fuera como antes. A veces el paso del tiempo prepara jugarretas de ese tipo.

Era ya noviembre cuando un día me llamó por teléfono.

– Llegamos anoche.

Aquel día la lluvia caía brutal sobre la ciudad y el viento luchaba contra ella con aquel tipo de arrebatos bruscos, tan típicos del país vasco, arremolinando el agua, alzándola del suelo y volviéndola oblicua.

– Por fin… Ya era hora -le espeté bromeando-. ¿Cuándo podré verte?

– Pronto.

– No -insistí-, quiero verte enseguida.

– Está lloviendo mucho.

– No importa: en cuanto nos veamos, saldrá el sol.

Reía ella con su risa de siempre, confiada, alegre:

– Está bien: nos encontraremos en el Bar Basque.

– ¿A qué hora?

– A la una.

El Bar Basque era un lugar céntrico, que en aquella época, se veía plagado de uniformes y mujeres bonitas. Llegué allí con media hora de antelación: la sahariana mojada, el rostro chorreando, las botas húmedas. El local estaba prácticamente vacío. No tardaría en llenarse. Me senté a una mesa junto a la puerta de entrada. Frente a mí, una mujer vestida de negro, joven y de rasgos armoniosos, me contemplaba distraída. También ella estaba sola y de vez en cuando bostezaba.

El camarero preguntó qué deseaba: le pedí un ginfizz. Miré al exterior. Tras la cristalera se veía difuso un paisaje gris congestionado de agua. La mujer sacó un cigarrillo de su bolso y yo me levanté para ofrecerle fuego:

– Gracias, sargento.

Tenía una voz dulzona y nostálgica.

– Ha sido un placer -le dije.

Me tuteó enseguida:

– ¿Estás herido? -me preguntó señalando mi bastón.

– Un balazo.

– ¿Dónde fue?

– En el frente del Norte.

– Entonces eres un héroe.

Lo decía entre irónica y admirada; sus palabras llenas de humo.

– Un héroe de pierna izquierda -bromeé.

– Lástima: tan joven…

– Dicen que, con los años, dejaré de cojear.

– Los cojos tienen su atractivo… ¿No te lo han dicho?

Y miraba la pierna insistentemente, como si pudiera ver la herida a través del pantalón.

– Esperas una mujer, ¿verdad?

Asentí.

– También yo espero un hombre.

– ¿Marido?

– De otra.

– Entiendo.

Su desparpajo era franco, insinuante, terriblemente atractivo.

– ¿Y tú? ¿A quién esperas tú?

– A una amiga.

– ¿De otro?

Reí la ocurrencia:

– Que yo sepa, no.

– ¿Es tu novia?

– Lo fue.

– ¿Y ahora?

– Sólo amiga.

Torció la cabeza: la melena le colgaba: era castaña, sedosa y despedía efluvios de lavándula:

– A veces se reincide, ¿lo sabías?

– Es posible. Por ahora todavía no hemos reincidido.

No tardó mucho en proponerme:

– Si quieres, podemos esperar juntos. Es menos desairado.

Me senté a su lado y el camarero trasladó mi ginfizz a su mesa.

– ¿Eres donostiarra? -pregunté.

– No, madrileña. La guerra me pilló en San Sebastián: en plena luna de miel.

– Entonces… estás casada.

– Viuda: mi marido murió asesinado el primer día de la guerra.

Lo dijo sin inmutarse, como si lo que acababa de exponer fuera lo más natural del mundo.

– Todavía le guardas luto.

– ¿Lo dices por el vestido? No: es mi único traje de invierno. Cuando salimos de Madrid era verano. Luego fue imposible renovar el vestuario. No tenía dinero y, además, no era fácil encontrar telas.

Intenté imaginarla sin aquel traje ajustado y sobrio, un poco pasado de moda. La comparé a Lolita. No se parecían. Se parecía a Serena (aquella Serena que aún no conocía y que más tarde asumió durante un lapso grande todas las efigies de las mujeres de mi vida). Tenía los labios gruesos y los pómulos coloreados, ligeramente salientes:

– ¿Vives sola?

– A veces.

– ¿Cómo te llamas?

– Paloma.

– Yo me llamo Carlos.

– Tanto gusto, Carlos.

Me tendió la mano: era delgada, flexible, ligeramente temblorosa.

– ¿En qué te ocupas? -pregunté.

– Soy viuda de guerra. ¿Te parece poca ocupación?

En aquella época, ser viuda de guerra era lo mismo que ostentar un cargo.

– Lo siento -dije por hablar-, debió de ser muy duro para ti. ¿Lo querías?

Paloma aplastó el cigarrillo contra el cenicero: los nudillos de su mano blanqueaban:

– No me gusta hablar de esas cosas.

Se defendía del recuerdo de aquel modo: sacudiéndolo.

– Perdóname -murmuré-. ¿Tienes familia?

– Aquí no: sólo amigos.

Y entonces comprendí. De pronto Paloma fue una radiografía: vi su soledad, su frustración, su dolor estrujado, su sed de felicidad cercenada.

Y también su desesperación, su desconcierto ante aquella felicidad troceada. Vi su desamparo, y el hambre y la necesidad de continuar viviendo, aunque tuviese que luchar a brazo partido contra la adversidad, contra el recuerdo, contra todo lo que la vida le pusiera por delante.

Y la imaginé en Madrid, todavía virgen, todavía dispuesta a convertirse en una esposa fiel, abnegada y sometida. La vi entrando en la iglesia, con su vestido blanco y su corona de azahar, mirando segura hacia el presbiterio, como si al contemplar al hombre que la aguardaba allí, estuviera contemplando un futuro eterno, sin cortapisas ni guerras. Así habría pronunciado el «sí»: confiando. Así habrían trocado sus alianzas, ignorando que su viaje de bodas iba a conducirlos al desastre.

Tal vez apenas conociera al marido, tal vez cuando lo asesinaron acabara de hacer el amor con él por primera vez…

Su mano sostenía un vaso casi vacío. La alianza de oro había sido sustituida por otra. Tendió la mano y señaló la sortija:

– La entregué al Tesoro Nacional. A cambio de la de oro me dieron ésta.

Era un aro burdo, sencillo y mate. Pero, entonces, ostentar aquel tipo de alianzas era un orgullo.

– ¿Por qué lo hiciste?

Se encogió de hombros y continuó sonriendo:

– Ya no servía. José había muerto. Y yo necesitaba convencerme de ello. Una forma de olvidar… ¿Comprendes? En aquellos momentos lo esencial era eso: olvidar.

– También ese gesto supone ser heroico…

– Exacto -dijo ella-. No hay duda: soy heroína de dedo.

Apretó los labios en un rictus burlón:

– Parece que nuestros citados se retrasan.

Miré la hora. Faltaban cinco minutos para la una:

– Está lloviendo mucho -comenté.

El alcohol ingerido empezaba a hacerme efecto y la compañía de Paloma me gustaba. Pensé: «Podía haberla conocido antes…»

– ¿Cómo es tu amiga?

– Bonita, inteligente, muy joven…

– ¿Qué edad tiene?

– Acaba de cumplir diecisiete años.

Paloma frunció los labios. Preguntó:

– ¿Sois amantes?

– No: solamente amigos. Nos conocemos desde que éramos niños. ¿Y el tuyo? ¿Cómo es tu amigo?

– Completamente opuesto a tu amiga: no es joven, ni demasiado inteligente, ni le conozco desde la infancia, ni es exactamente amigo. Según tu forma de entender la palabra.

Hubo un silencio cortante:

– Será mejor que vuelvas a tu mesa -insinuó-. Estarán al caer. No conviene que nos vean juntos.

– ¿Por qué?

Volvió a encogerse de hombros:

– ¡Qué sé yo! A todo el mundo le gusta ser exclusivo.

Su pierna rozó distraídamente mi herida:

– Sentiría perderte para siempre -le dije-. ¿Podré volver a verte?

– No soy una mujer cómoda.

– Me gusta la incomodidad.

– Yo, en cambio, soy comodona.

– Procuraré satisfacerte.

Me dio sus señas.

– ¿Tienes teléfono?

Lo apuntó en una servilleta de papel.

– Adiós, Paloma.

Me tendió la mano: la besé. Un fuerte olor a lavándula se metió en mi olfato.

– Hasta pronto, sargento.

Después volví a mi mesa. El local empezaba a llenarse, pero la mirada de Paloma podía con todas. Recordé su apellido: «Señora de Pardueque, de soltera Paloma Marcos.»

Me hubiera gustado continuar charlando con ella: su conversación era picante, atractiva, había en ella algo nuevo que Lolita no poseía. Pedí otro ginfizz: me sentía eufórico, importante… Recordé a Lolita: no tardaría en llegar; sin embargo, algo por dentro me decía que su presencia, en aquellos momentos, no era oportuna. «Debí retrasar nuestro encuentro…» Lolita era mi amor lejano, mi amor sublime… Pero en la vida había algo más positivo que una mujer idealizada.

El marido de otra al que Paloma esperaba, no tardó en llegar. Era toroso, maduro y tenía voz de micrófono. Se comprendía que era un hombre rico por su forma de abordar al camarero y de ajustarse el nudo de la corbata: «Un aprovechado de las circunstancias», pensé. Seguramente su mujer viviría con los hijos en otra ciudad, quizá en la zona roja, o acaso en algún lugar intencionadamente distante de San Sebastián (la ciudad pompeyana, la ciudad regalo), ceñida al presupuesto que el marido le asignara gracias a las transferencias bancarias. Paloma lo escuchaba sonriendo, con mueca estereotipada, llena de falsa atención; oteándome de vez en cuando sin que él se diera cuenta y siguiéndole la corriente para mantenerlo contento.

El alcohol los volvía locuaces, premiosos, ingrávidos. Sin duda hablarían del presente (aquel presente precario que en vano se pretendía desvirtuar con proyectos más precarios todavía), de la necesidad de «vivir» el momento para no dejarse vencer por la guerra, de lo esporádico de una infidelidad pequeña que pronto se desvanecería al afrontar la paz.

Luego salieron de allí, cogidos del brazo, camino de la lluvia, del silencio, de todo aquello que ocurría porque sí.

También lo que me sucedió a mí cuando salí con Lolita fue una reacción esporádica, un «porque sí» absurdo, un borrar toda sensatez, para dejar la vida en simples instintos, en puras reacciones animales.

No entiendo aún cómo pude comportarme de aquel modo con ella: a veces pienso que fue el alcohol, otras imagino que todo se debía al rehilete que Paloma empuñaba cuando nos separamos… lo cierto es que, una vez más, la causa no interesaba. El hombre está lleno de pequeñas causas que condicionan sus reacciones, sus fallos, sus destrucciones… Lo importante fue el hecho.

Paloma llevaba ya un buen rato fuera del Bar Basque cuando entró Lolita. La vi de pronto frente a la mesa: el rostro tostado, los ojos radiantes, las comisuras de los labios alzadas:

– Lolita…

Me tendía una mano, la mantuve entre las mías. El guante estaba húmedo.

– Ha sido largo, ¿verdad, Carlos?

– Muy largo.

Se acomodó a mi lado: Lolita despedía frío. Un frío que parecía venir más allá de su ropa húmeda. Pensé en mis cartas, en las suyas, en aquella cuesta empinada que mediaba entre Lecumberri y mi hospital, en mis horas vacías (aquel largo desfile de tedios desgranados por culpa de su ausencia) y en la angustiosa necesidad de verla, de oírla, de sentirla a mi lado, tal como estaba ocurriendo en aquellos momentos, sin que mi emoción se encabritara ni mi vacío se llenase.

– Estás preciosa -le dije-. Has tomado el sol… Pero su belleza se disolvía con mis palabras, se volvía neutral. No era la belleza soñada que yo esperaba encontrar. Era un sueño apagado que la realidad de Paloma estaba matando poco a poco.

– ¿Por qué has tardado tanto, Lolita?

Me sentía estafado por culpa de aquellos meses sin ella. No tenía derecho, pensaba, no tenía derecho a mantenerme tanto tiempo a la espera.

– Ha sido mejor así, Carlos: mucho mejor. Somos jóvenes y debíamos reflexionar.

– No es bueno -dije-. No es bueno desafiar el tiempo.

No me entendía. Creía aún que todo «era igual que antes».

– ¿Has conocido otras mujeres?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Te convenía -dijo-. Era necesario que las conocieras… No quería ser un obstáculo para ti.

Recordé lo que me había dicho cuando era niña: «No quería encadenarme.» Las dos frases se parecían. Lolita no sabía que las ocasiones vuelan, que cuando se las deja pasar rara vez regresan. Por eso decía cosas así.

– Suponte que las haya conocido… ¿Qué hemos conseguido?

– Estar seguros el uno del otro.

Como si la seguridad fuera inviolable, como si las seguridades eran darse entre los hombres, como si «estar seguro» fuera una constante incapaz de destruirse.

– Todo puede destruirse, Lolita: incluso la seguridad.

Me miró asustada. No me entendía.

– Me has obligado a venir… para decirme eso.

– No: cuando te pedí que vinieras, te estaba necesitando.

Lolita miró mi vaso. Preguntó:

– Has bebido, ¿verdad?

– Sí, he bebido, he pensado, he comprendido…

– ¿Comprender qué?

– No lo sé aún. Estoy confuso.

– Me pregunto qué estoy haciendo aquí, Carlos… Nunca te he visto tan extraño… Hace escasamente tres horas, me reclamabas, pedías que viniera… ¿Qué ha podido ocurrir en ese espacio de tiempo?

No eran tres horas, era mucho menos: era escasamente un segundo: el preciso para darme cuenta de que en la vida había algo más que Lolita.

– A veces un instante puede cambiar el rumbo de toda una vida -le dije-. ¿No lo sabías?

– Entonces, ¿vivimos sobre una cuerda floja?

Asentí. Tal vez creyera aún que estaba bromeando, o que el alcohol que había yo ingerido me obligaba a desvariar.

– En ese caso, no me queda más solución que marcharme.

Se levantó. Hice lo mismo. La gente que había alrededor nos miraba extrañada:

– Será mejor que hablemos en otro sitio -le propuse-. Aquí estamos rodeados de imbéciles.

Aguardamos bajo el toldo hasta que pasó un taxi. Nos metimos en él. Ordené al taxista que diera vueltas por la ciudad hasta que le avisara.

Lolita me miraba con el entrecejo fruncido: no captaba mis reacciones, no se explicaba aquella forma mía de reaccionar.

– Escucha, Lolita, he estado reflexionando… Nos han estafado, nos han exprimido, nos han obligado a perder el tiempo.

Me acordaba del marido de Paloma, de aquel amor truncado, de aquel olvido… Sujeté sus brazos:

– Atiéndeme bien: ni tú ni yo tenemos la culpa de que haya guerra. Ni tú ni yo la hemos buscado. Ni tú ni yo deseábamos ese horrible guiso de odios… Han sido ellos, los mayores, los forjadores de partidos, los salteadores de conciencia…

Lo decía jadeante, brusco, como si estuviera pensando en voz alta.

– Estás borracho -volvió a decir ella.

– No lo niego.

Pero me sentía lúcido; más lúcido que estando sereno.

– ¿Adónde quieres ir a parar?

– Al desquite.

– ¿Qué desquite?

– Quiero vengarme, Lolita: quiero vengarme del daño que nos han hecho.

– ¿Cómo? Por favor, Carlos, ¿qué pretendes?

Entonces la besé furiosamente, rabiosamente, como si Lolita fuera Paloma, como si jamás la hubiera respetado, como si mis sueños de la infancia se recrudecieran y Lolita fuera otra vez la víctima de mis vandalismos solitarios.

Lolita no se resistió. Me miró después con los ojos llenos de lágrimas, como si contemplara un edificio en ruina.

– ¿Por qué lo has hecho?

– Es lo normal, Lolita: me gustas, te necesito. Por eso te he besado.

– Así no -decía ella-, así no has debido besarme.

– ¿Por qué?

– Me has tratado como a una mujer cualquiera…

Respiraba con ansiedad, el pecho alterado, la voz quebrada:

– ¿Qué quieres de mí?

– Todo.

Se llevó las manos al rostro y empezó a sollozar. Eran sollozos menudos, silenciosos, como si una arteria vital se fuera desangrando.

Hubo un silencio largo, interminable. El coche proseguía su marcha, chapoteando en los charcos, estrellándose contra la lluvia.

No insistí. Le dije al taxista que enfilara hacia el hotel Avenida. Lolita no protestó. Se llevó el pañuelo a los ojos para secarse las lágrimas.

– He sido un bruto -le dije-. Perdóname, Lolita.

Lolita no me miraba. Miraba la calle, la lluvia, el frío.

– A veces un hombre actúa sin darse cuenta de lo que hace…

La vi pálida, temblorosa.

El coche se detuvo a la puerta del hotel.

Lolita me tendió la mano:

– Adiós, Carlos.

Salió del coche. Quedó unos instantes bajo el dintel del portal, su pelo chorreando, sus ojos tristes:

– A pesar de todo, no ha salido el sol -murmuró.

– Te llamaré cualquier día… Hay que aclarar esto -le dije-. No podemos separarnos así.

Se volvió bruscamente y se metió en el portal. La observé mientras subía por la escalera que conducía al ascensor.

En cuanto llegué al hospital, marqué el número de Paloma.

Así empezó mi verdadero alejamiento de Lolita: refugiándome en los brazos de otra mujer. Una mujer triste que no conocía, que jamás había visto antes y que probablemente nunca podría amar como la había amado a ella. Pero los hechos del hombre suelen ser casi siempre así: insidiosos y torpes, intuitivos, desgarradamente absurdos.

Fueron unas relaciones violentas y fosforescentes: una larga cadena de fuegos fatuos que nos ayudaban a ella y a mí a seguir viviendo, a destruir tedios y a reírnos de la vida a costa de traiciones. Ni ella ni yo nos queríamos el uno al otro: nos completábamos, nos explotábamos mutuamente como dos vampiros ansiosos de vivir su muerte. Tampoco nos odiábamos. Era solamente una forma narcisista de querernos a nosotros mismos, de darnos satisfacciones, sin sentimientos ni exigencias.

Llegó un momento en que ya nada era concebible sin Paloma. Sin embargo, no la amaba. Eso era lo curioso: en el fondo seguía amando a Lolita. Pero Lolita ya no era una obsesión. Se había convertido de nuevo en un sueño, un oasis quimérico que bien podía ser un espejismo.

No volví a llamarla por teléfono ni di un paso para encontrarme con ella. Mi herida se había cerrado y ya no precisaba bastón para circular por la calle: tampoco a ella la necesitaba ya. Se había acabado como se había acabado el dolor de mi pierna. Pero un día volvimos a vernos.

Fue en enero, la ciudad hervía en exaltaciones: los frentes catalanes habían iniciado su ofensiva por cuatro puntos cruciales y el enemigo, aterrado y desmoralizado, se defendía mal. Por aquellos días, el éxodo catalán había empezado. Nada podía detener a nuestras tropas. La consigna era «llegar a Barcelona antes de acabar enero». De hecho, llegar a Barcelona era para todos como llegar al final de la guerra. La gente, en sus cartas, ya no escribía «III año triunfal». Los más se adelantaban a los acontecimientos y escribían: «Año de la Victoria.» Una victoria precisa, saturada de esperanza y españolismo. Recuerdo que aquella tarde, San Sebastián era un hervidero de alegría. Grupos de refugiados habían salido a la calle para lanzar su entusiasmo. Las fuerzas nacionales habían entrado en Sitges, y la masa catalana se consideraba ya «en casa». Se escuchaban himnos en todas las calles. La gente bailaba, bebía, gritaba…

No llovía y el frío, aunque húmedo, tampoco era riguroso.

Recuerdo que, al día siguiente, yo debía partir con Figueruela y un grupo de militares hacia Cataluña. Era un premio que no podían arrebatarnos. Por fin íbamos a entrar en Barcelona, por fin íbamos a recuperar nuestras casas, nuestras familias…

Paloma se pegó a mi cuello.

– Nunca volveré a verte -me dijo.

– Quién sabe -le repuse-. La guerra está a punto de acabarse.

– Madrid tardará en caer.

– Volveré antes de que caiga -le prometí.

Paloma movió la cabeza negando y sonriendo:

– Sabes muy bien que nunca volverás.

– Si así fuera, ¿te importaría?

Se apartó de mí, se fue hacia el lecho. Se sentó a los pies de la cama. Miró la alfombrilla, la pata de un sillón desvencijado.

– Creo que sí. Pero acabaré acostumbrándome. La vida debe consistir en eso: en acostumbrarnos a desacostumbrarnos. Y renunciar…

No estaba triste, pero se la veía hundida.

– De todos modos, no me quejo: lo hemos pasado muy bien juntos, ¿verdad, Carlos?

Y como viera que yo no le contestaba, preguntó:

– ¿Crees que nos adaptaremos?

– ¿A qué?

– A la paz.

Me he acordado mil veces de aquella pregunta. Sobre todo al principio de la posguerra, cuando llegó el reajuste, la continuidad cívica sin saludos militares ni heroísmos publicados. Cuando al hablar de la guerra los otros se tapaban los oídos, para «no saber», para «olvidar», para convencerse de que «todo aquello» no había sido más que un incidente: un fuego extinguido, una extorsión superada…

– Todo el mundo se adapta a la paz.

– Yo no lo veo tan fácil. Nada tendría sentido si me adaptase. Se ajustó la bata y se puso en pie.

– Nunca podrá parecerse a la paz que yo conocí antes. Tendré que luchar para superarla. En el fondo -añadió-, será como una guerra particular para conquistar mi derecho a la antigua paz.

Entonces volvió a abrazarme. Y yo supe que Paloma se acababa allí, en aquel abrazo híbrido, sin emoción, sin deseo, sin amor.

– Hasta pronto -le dije aún.

Pero jamás he vuelto a verla.

Paloma se quedó en eso: un episodio perdido que entorpeció, en su día, mi verdadero destino.

En cuanto salí de su casa tropecé con Lolita. Fue al doblar la esquina de su calle para enfilar la Avenida. Me vi de pronto zarandeado, empujado por un río humano que voceaba entusiasta, lanzando vítores y entonando himnos. Los apretujones eran cada vez más intensos. Casi no se podía avanzar.

Su voz llegó hasta mi oído camuflada entre las otras: «Carlos…»

Y al volverme me encontré con su cara casi pegada a la mía.

– ¡Carlos!

– No puedo creerlo… ¿Qué estás haciendo aquí, Lolita?

La empujaban hacia mí, la aplastaban contra mi cuerpo. Y Lolita reía, con una risa distinta, más que alegre, patética.

– Hay que librarse del tumulto -le dije mientras la arrastraba hacia la orilla-. Si no actuamos rápidos, moriremos aplastados…

Se dejó llevar por mí sin ofrecer resistencia, aturdida, el rostro encendido. Conseguí al fin resguardarnos bajo un portal.

– Un esfuerzo más y estaremos a salvo en mi hotel -dijo ella.

La empujé, como pude, hacia el hotel Avenida. Lolita seguía riendo, nerviosa, jadeante, oliendo a alcohol.

– ¿Has bebido? -le pregunté.

– ¿En qué lo notas?

– Estás distinta.

Se apoyaba contra la pared, respiraba anhelosa, la mano derecha pegada al pecho.

– De algún modo había que celebrarlo, ¿no te parece?

– ¿Celebrar qué?

– La inminente entrada en Barcelona.

Hablaba precipitada, nerviosa.

– Estás más delgada, Lolita.

– Tú, en cambio, has mejorado.

Oscilaba, parecía que iba a caerse.

– ¿Te sientes mal?

– Lo que tú has dicho: he bebido y no estoy acostumbrada.

– Será mejor que subas a tu cuarto y descanses.

– Ayúdame tú; tengo miedo de caerme.

La conduje hasta el ascensor.

– No te preocupes -dijo ella-. Mis padres están en Biarritz. No regresarán hasta mañana.

Y tiraba de mí para que subiera con ella.

– Ni siquiera hay que pasar por el vestíbulo para llegar a mi cuarto -aclaró-. El ascensor es independiente.

Me vi de pronto metido con ella en aquel ascensor renqueante, que crujía al menor movimiento. Se detuvo en el tercer piso.

– Mi cuarto está ahí mismo: frente al ascensor.

Llevaba la llave en el bolso. Me rogó que la metiera en la cerradura. Era un dormitorio desabrido, con balcón a la Avenida, la cama cercana a la puerta, el lavabo a los pies, el armario de luna en la pared de enfrente.

Lolita se dejó caer en la butaca contigua al balcón. Tenía el rostro encendido y me miraba como jamás lo había hecho hasta aquel momento:

– Debo de parecerte un fardo… Efectivamente, estoy como una cuba. No me quedaba otro remedio.

– ¿Qué quieres decir, Lolita?

Se pasó la mano por la frente. Probablemente, todo debía de darle vueltas, porque sus ojos parecían extraviados. Se agarró a los dos brazos del sillón, como si temiera caer.

– Te estaba esperando, Carlos.

Cerré la puerta, me acerqué a ella, me senté a sus pies.

– ¿Dónde me esperabas, Lolita?

– No es la primera vez. Sólo que tú no te dabas cuenta.

Empezó a hablar nerviosa, brusca. Se desabrochó el abrigo, lo lanzó al suelo: «Conocía tus visitas a esa casa…» Retiró de su cuello la bufanda: «Era mi única forma de verte…» Cogí sus manos; las tenía heladas: «Han pasado dos meses, Carlos, dos horribles meses sin hablarte, sin oírte, sin recibir ni una línea tuya…»

Se abalanzó a mi cuello y rompió a llorar. Sentía yo su espalda hueca y delgada bajo mis manos: «¿Por qué, Carlos, por qué? ¿Por qué me has dejado tanto tiempo sola…?»

Era difícil contestar. Ni yo mismo lo sabía.

– Un día te vi con esa mujer: la viuda Pardueque. Todo el mundo la conoce. Todo el mundo sabe qué clase de vida lleva… Y comprendí.

– No, Lolita, no comprendes nada.

Pero seguía hablando. Era imposible hacerla callar. Me apretujaba contra ella, lloraba sobre mi mejilla: «Lo comprendí todo. Me acordé de nuestro último encuentro… Fue culpa mía, Carlos: te perdí por eso, por estúpida…»

Repentinamente se puso en pie, se quitó el traje.

– También yo soy mujer -me dijo.

Estaba bellísima, el cabello enmarañado, los ojos brillantes. Su cuerpo medio desnudo.

– Esperé día tras día, Carlos… Nunca imaginé que se pudiera sufrir tanto.

– Por favor, Lolita, cállate.

La abracé; era como abrazar una roca que se fuera derritiendo entre los brazos.

– Yo te quería, Carlos, nunca he dejado de quererte. Te quise desde que éramos niños…

– También yo te quería a ti, Lolita, con toda mi alma…

– ¿Y ahora, Carlos? Dime la verdad… ¿Me sigues queriendo ahora?

Cogí su cara entre las manos: le besé la frente.

– No debiste beber, Lolita. Mañana, cuando estés normal, sufrirás demasiado.

– Mañana… Cuando se está en guerra, el mañana no existe. Tú tenías razón. Hay que aprovechar cada segundo.

Volví a abrazarla: caímos los dos sobre el lecho. Era extraño besar a Lolita de aquel modo y tenerla a mi merced, como si fuese Estrella, o Paloma, o Angelina…

Me aparté de su lado. Pensé en todo lo que pensaría ella al día siguiente.

– Tienes una vida por delante… -le dije-. No quisiera hacerte daño.

– ¿No lo comprendes? Sin ti mi vida será una larga cadena de muertes.

Las veía ya plasmadas en aquel silencio que sólo el ruido callejero era capaz de violar. Era extraño que me sintiera tan triste cuando abajo todo el mundo reventaba de alegría.

– Debo irme, Lolita.

Se incorporó, me tendió los brazos.

– Carlos… Te lo suplico: dame un motivo para vivir; aunque no me quieras, aunque me detestes… Te estoy pidiendo una limosna, Carlos.

Cerré los ojos; no quería ver su cuerpo, ni su cara, ni aquellos brazos tendidos hacia mí:

– Tú mereces mucho más que eso, Lolita… Eres una niña, ¿no lo comprendes?

– No, Carlos: no lo soy. Nadie es joven cuando hay guerra.

Me agarré a su fe, a sus creencias. Las esgrimí como último recurso:

– Tú creías en Dios, Lolita…

Fui hacia la puerta. La abrí. Bajé corriendo la escalera. La calle se había despejado. Miré el portal: estaba oscuro. También la calle oscurecía, y el cielo y el alma.

El frío me obligaba a caminar deprisa. Al llegar a La Concha vi el horizonte cubierto de tiras rojas. Era un consuelo comprender que en algún lugar de la ciudad podía existir un atisbo de luz. Tampoco aquella noche pude pegar los ojos. La imagen de Lolita tendiéndome los brazos era aún peor que recordar los míos cuando suplicaban a Estrella.

Me sorprendió la madrugada todavía insomne.

– Rápido, sargento: es la hora de partir.

Figueruela estaba ya en el coche con un cabo y dos alféreces. Todos vivían en Cataluña, todos habían sido heridos, todos habían solicitado el privilegio de entrar en Barcelona cuando se tomara la ciudad.

Pasamos por delante del hotel Avenida; miré hacia el balcón de Lolita. Lo tenía cerrado. Se me partía el alma al imaginarla allí dentro desgranando su pena sin que nadie la recogiese.

– ¿Qué te ocurre Hondero?

– Mira: ¿ves ese balcón? El de la bandera torcida… Ayer estuve arriba… -¿Qué pasó?

– Nada; eso es lo curioso. No pasó nada.

Figueruela reía. Creía que le estaba gastando una broma:

– ¿Merecía la pena?

– Toda.

– ¿Entonces…? Ya sé: te acobardaste.

– No; fui demasiado valiente.

– ¿Lo sientes?

– Quizá.

Figueruela me dio un golpe en la espalda:

– Gangas del oficio.

Perdimos de vista el hotel. Jamás he vuelto a recuperarlo. Se fue con la guerra, con mi juventud, con aquella Lolita que nunca volvería a reír como antes. Lo demolieron para construir otro edificio.

Íbamos hacia Barcelona con las tropas de repuesto. Fue un viaje incómodo, pero ilusionado. El despliegue de las tropas de vanguardia nos abría paso a lo largo del camino. Daba la impresión de que todos los soldados de España se habían concentrado en aquel frente: apenas encontramos resistencia; sólo algún puente volado y algunos trenes detenidos. Lo demás era casi normal, como si la guerra, que todavía coleaba en las avanzadillas, fuera un simple trámite o un juego de niños. La escapada del enemigo dejaba el paso libre y la tierra conquistada eran parcelas serenas, con sus viñedos y sus trigales muertos, dispuestos a resucitar.

A veces, por decir algo, el capitán Figueruela se quejaba de tanto sosiego: «Demasiado cómodo; una mierda de paseo. Ni un mal tiroteo.»

Pero en el fondo aquello lo regocijaba. Era lo mismo que recoger una cosecha sembrada por otros. Recuerdo que el cabo iba cantando una sardana: «Mucho cuidadito -decía Figueruela-, que no te oigan los madrileños.» Era una frase con sabor a paz. Aquella paz que apuntaba sus exigencias con estilos nuevos. «Sobre todo, nada de catalanismos: mucha atención al acento; hay que castellanizarse y hablar con propiedad.» Reían todos como chiquillos de escuela. «Si vais a San Sadurní de Noya, hay que preguntar por "Saturnino de Chica…" El cabo se llevaba la mano al gorro: «A la orden, mi capitán.» Y continuaba cantando.

Aquella noche dormimos donde pudimos, con los ojos a medio cerrar y el corazón despierto.

La entrada en Barcelona se había previsto para el día siguiente. El cabo no cesaba de hacer proyectos: «Lo primero que haré será correr a las Ramblas…» Cada uno tenía su meta particular, su expectación particular, su esperanza particular. «Si no lloviera…» «Sería hermoso entrar en Barcelona a pleno sol…» Y explicaban lo que habían dejado, lo que esperaban encontrar: lo que pronto harían más allá de la guerra.

Se les notaba el ansia de llegar en el cosquilleo que provocaban sus frases. «Yo correré al puerto…», decía un alférez.

Entramos por la Diagonal.

– ¡Mirad!

Guardamos silencio: el pecho oprimido. Íbamos quietos, solemnes; el rencor de todos aquellos años transformado en victoria.

De pronto, el clamor: un estruendoso clamor que ensordecía. Y el campaneo: todas las campanas de la ciudad estaban repicando.

El coronel que iba delante de nuestro coche llevaba un amplificador en la mano. Se dirigía a la muchedumbre que atestaba las calles y se apiñaba en los balcones. El capitán lloraba. Era inaudito ver llorar a aquel hombre.

Al torcer el paseo de Gracia, la multitud crecía. Ondeaban banderas improvisadas, lanzaban flores, se subían a los árboles.

Había mujeres aupando niños, había niños que se subían al pescante de los coches: pedían pan, comida… Asustaba ver tanto rostro famélico, tantas mejillas hundidas, tantos ojos tristes… La ciudad entera era como un gran cadáver.

Había edificios destruidos, cascotes, basura amontonada…

El coronel seguía aleccionando: «Tendréis luz, tendréis víveres, tendréis asistencia médica.» Nada funcionaba: los tranvías se habían detenido por falta de electricidad (nuestras tropas habían cortado el fluido) y, al parecer, tampoco había agua.

Sin embargo el cadáver quería vivir, escapar de su muerte, recuperar su sangre.

Nada era igual a lo que yo había dejado. Pero los edificios principales estaban allí: El Círculo Ecuestre, la Banca Salcedo… Me pregunté qué habría sido de don Alberto. Y de los J. J.

Los soldados de vanguardia iban arrancando las efigies de Marx y de Lenin. Colocaban a Franco y a José Antonio. La multitud los ayudaba: «Los mismos -dijo Figueruela-, siempre son los mismos.» Vencidos o vencedores, la masa nunca cambiaba.

Me acompañaron hasta la plaza de Cataluña: «Vete y no te presentes en el cuartel hasta dentro de cuatro días.» Nos estrechamos las manos: «¡Suerte!» Bajé por las Ramblas arrebujado en muchedumbre. Había un desorden grande en aquella parte de la ciudad. Llegué a mi calle. No vi a la cojitranca ni al ciego. Vi a la vecina; salía de casa cuando yo entraba:

– ¡Carlitos, Carlitos!

La abracé allí mismo, como si abrazarla fuera lo único que había estado esperando durante aquellos años de guerra.

– Deja que te mire: no puedo creerlo… Pero si te han hecho sargento…

Había enflaquecido y tenía el pelo blanco. Pregunté por mi madre. Me enteró de que había salido: continuaba bien y, al saber que las tropas nacionales estaban llegando, había querido sumarse al gentío: «Tenía la esperanza de verte entrar en la ciudad…»

De nuevo el olor a sardinas que fluía de la portería, la bombilla sucia de moscas, la baranda de la escalera.

– Tengo la llave de tu casa.

Subí a toda prisa: el resuello agitado. Me apremiaba contemplar otra vez el piso que habíamos abandonado apresuradamente al estallar la revolución.

La vecina me dejó solo. Se lo agradecí. Necesitaba de aquella soledad para asimilar lo que estaba recuperando. Todo parecía igual, pero era distinto. Mi madre se había afanado por darle una apariencia decorosa a cada rincón y a cada objeto. Pero el resentimiento de Estrella se notaba en todo el piso.

Por lo que me había dicho la vecina, mi madre llevaba ya varios meses ocupando nuestra casa: «Ya no corría peligro…» Angelina iba a verla con frecuencia; continuaban siendo amigas: «Y tu madre nunca careció de alimentos…» Mientras la vecina hablaba, una vergüenza grande me iba comiendo por dentro: «Lo peor fueron los bombardeos…», decía. Era enternecedor imaginar a mi madre tan sola y tan asustada.

La cama de mi dormitorio estaba hecha, las paredes recién pintadas, lavada la alfombrilla… Olía a aguarrás, a zotal, a lejía.

Dejé el macuto en el suelo y contemplé el patio. La claraboya continuaba rota y el suelo del piso bajo volvía a estar encharcado. «Otra vez en casa.» Era extraño vivir allí. Era extraño recuperar los sonidos de entonces, las voces, las pisadas… Contemplé mis libros: «Economía Política y Estadística», «Historia de España», «Contabilidad», «Mercancías», «Legislación Mercantil…» Todo era ya agua pasada, trigo molido. Acababa de conseguir mi título de profesor.

No sé cuánto rato estuve allí, sin hacer nada: mirando, escuchando, recuperando recuerdos. De pronto escuché pasos en el rellano, y la llave hurgando en la cerradura. Abrí la puerta:

– ¡Mamá!

Cayó en mis brazos llorando. «Carlitos, Carlitas, Carlitos…» Casi me gustaba que me llamase de aquel modo: «Hijo, hijo, Carlitos…»

Creo que nunca la había querido tanto como en aquellos momentos. Jadeábamos los dos, las mejillas húmedas: sin hablar. Era difícil hablar. Era difícil echar fuera todo lo que se iba atropellando en la mente.

Había envejecido. También estaba más delgada, pero continuaba bellísima.

– ¿Estás bien, mamá?

– Perfectamente, hijo. ¿Y tú?

– Sano y salvo: ya lo ves.

Me palpaba, miraba mi uniforme, acariciaba mis galones:

– Así que lo conseguiste… Menudo tunante estabas hecho. Escapar de la zona roja por el frente… ¡A quién se le ocurre!

– ¿Tomaron represalias?

– Se olvidaron de mí. Estaban demasiado ocupados en hacer la guerra. Quizá me buscaran, pero yo continuaba viviendo con Angelina. No me dejó salir de su casa hasta que ya no corrí peligro.

– ¿Cómo está ella?

– Mal; lleva enferma mucho tiempo. Tendremos que ayudarla.

Le enseñé mi herida.

– ¡Dios mío! Y yo sin saber nada. ¿Dónde te hirieron?

Le conté la historia. Me contó la suya. Nos quedamos en el comedor hablando sin parar hasta la madrugada. En la calle la gente continuaba lanzando vítores y aclamando a Franco. Pregunté por don Pablo Daniel. Supe entonces que lo habían matado.

– ¿Y don Alberto?

– Nadie sabe dónde se ha metido. Todo está desquiciado, Carlitos. Todo es un gran pudridero…

Me acompañó al dormitorio: me ayudó a desnudarme. Era lo mismo que volver a la infancia.

– Seguramente mañana tendremos agua: podrás tomar un baño.

Una vez metido en la cama, me subió el embozo: «Buenas noches, hijo.» Ni siquiera me importaba que tuviera los labios húmedos.

– Buenas noches, mamá.

Al día siguiente todos los establecimientos permanecieron cerrados. Mi madre quiso que la acompañara a la misa de campaña que se celebraba en la plaza de Cataluña: «Por fin vamos a oír misa sin remiendos: no podemos faltar, Carlitos.» Se había puesto la mantilla y, a pesar de lo raído de su abrigo, me pareció elegante.

Una multitud activa fluía Ramblas arriba con el gesto risueño. Parecía imposible que todavía existieran ánimos para llegar hasta allí sólo para volver a rezar. Pero lo más inverosímil de todo era observar a mi madre contemplar su recogimiento, su extraña devoción. Apenas hablaba. Lloraba, cantaba, unía las manos y rezaba. Se me antojaba increíble que en un solo ser humano pudiera haber tantas personalidades, tantas facetas distintas.

Al regresar iba silenciosa, cautiva de sí misma, de aquella devoción colectiva que acabábamos de presenciar.

– ¡He esperado tanto este momento…! -me dijo.

Aquel día lo pasamos en casa escuchando la radio, recordando y explicando: había un mundo de cosas por volcar y definir. Había que hablar del pasado, de su soledad, de la mía, de su lucha por sobrevivir y de mi empeño en regresar. De vez en cuando lanzaba un suspiro: «¡Cuántos errores, Carlitos! ¡Cuántos errores se cometen en la vida!» No me atreví a preguntarle desde cuándo se había vuelto tan religiosa. Todo debía de ser cuestión de llevar la contraria, pensé.

– Ha sido una guerra de artesanía -dijo-. Una guerra de forja y costura… Ese Franco… ¡Vaya un general ese Franco! Nunca le agradeceremos bastante todo lo que ha hecho.

Aquella misma tarde intenté llamar por teléfono a la vivienda de don Alberto, pero nadie contestó. Mi madre me explicó que habían saqueado su casa, que probablemente él ya no vivía allí.

– Intentaré localizarlo mañana.

Fue difícil. No había forma de dar con él. Según rumores, tras la muerte de los tres hijos, su mujer había logrado escapar con la niña al extranjero, pero de don Alberto no se sabía nada.

Recurrí a oficinas de información, pregunté varias veces en la Cruz Roja, sondeé a todos los que habían podido mantenerse en contacto con él. Pero el resultado era siempre negativo: «Paradero ignorado.» «No hay constancia.» «No figura en la lista.»

Aquel día la ciudad presentaba otro aspecto. Habían comenzado a actuar las brigadas de limpieza y ya no se veían montones de basura en las calles.

Cuando regresé a mi casa, mi madre tenía en las manos un ejemplar de La Vanguardia. Le habían agregado otro nombre: Española. «Mira, Carlitos: es como un sueño. Aquí hablan de la misa de ayer, de la entrada de las tropas… Tu entrada.»

Un día sonó el teléfono. Me llamaban de la Cruz Roja. Me dijeron que don Alberto vivía, estaba hospitalizado, enfermo, depauperado. Me dieron las señas. Me costó mucho dar con él: era difícil reconocerlo: tenía las mejillas chupadas, los ojos hundidos y le faltaban dos dientes.

En el hospital cundía un gran desorden: había monjas recién llegadas, enfermeras de Frentes y Hospitales, médicos militarizados, curas de nuevo con sotana.

Cuando llegué a su lado tenía los ojos cerrados.

– Don Alberto…

Abrió los párpados lentamente: tampoco él reaccionaba, tampoco él me reconocía.

– ¿Se acuerda usted de mí, don Alberto?

Volvió a cerrar los ojos. Tardó unos segundos en comprender. Luego apretó los labios y comenzó a sollozar. Era un llanto impúdico y sin fuerzas, como el de un niño que se supiera abandonado. Trabajosamente sacó una mano del embozo y la pasó por la cara para secarse las lágrimas.

La cogí entre las mías y la estreché con fuerza. La tenía húmeda y los huesos parecían agujerearle la piel.

– He estado buscándole desde que entré en Barcelona -le dije.

No podía hablar. Lo intentaba, pero el intento se le quedaba en sollozo.

– Tranquilícese, don Alberto; todo ha pasado ya. ¡Todo!

– Lo sé -susurró-. ¡También mis hijos han pasado!

Lloraba otra vez. Era imposible detener su llanto. Los evocaba uno por uno, me preguntaba si los recordaba, me repetía sus nombres… «Fue culpa mía…», se acusaba: «Me buscaban a mí…»

Tardó en serenarse. Preguntó entonces por su mujer:

– ¿Dónde están Alicia y mi hija?

– Llegarán hoy mismo las dos.

Acababan de informarme de lo ocurrido. Don Alberto había pasado la guerra refugiado en la vivienda de unos separatistas vascos, y su mujer había podido ser evacuada al extranjero. Antes de entrar las tropas en Barcelona, se había sentido enfermo. Quedó solo en el piso cuando los separatistas se fueron a Francia, y tardaron en dar con él. Al fin habían podido trasladarlo al hospital.

La recuperación de don Alberto fue difícil: tenía demasiado lastre doloroso dentro para que pudiera superar su crisis. Varios días estuvo entre la vida y la muerte.

Cuando llegó su mujer, mi madre fue a verla; doña Alicia necesitaba ayuda: se encontraba sola con la niña. La familia de su marido se había exiliado voluntariamente y la suya, el padre y una hermana, habían sido asesinados los primeros días de la refriega.

Comprendí que la situación del matrimonio Salcedo no iba a ser cómoda ni sencilla. El apellido Salcedo sonaba a subversivo, a izquierdista y a republicano. Nadie ignoraba que la campaña electoral, cuando la caída de la monarquía, había sido apoyada por la Banca que llevaba ese nombre, y los J. J. habían hecho declaraciones antifranquistas desde su destierro. Por otra parte, en la ética general de la posguerra, la palabra «republicano» rozaba niveles de alta traición. En aquellos momentos, todavía expectantes y pendientes de la conquista de Madrid, República y Comunismo era prácticamente lo mismo para todo el mundo. Y don Alberto debía ser, a toda costa, sometido a revisión política. Doña Alicia se desesperaba: «Sería injusto que pusieran en duda la honradez de mi marido… Después de todo lo que hemos sufrido…»

Mi madre procuraba calmarla: «No se preocupe, doña Alicia. Carlitos los ayudará.» Confiaban en mí por haber combatido en las filas nacionales, por haber sido herido, por haber destacado hasta el punto de haber merecido la categoría de sargento…

Recurrí al capitán Figueruela. Le expliqué lo que estaba ocurriendo. «"Don Alberto no está para zarandeos. Continúa muy enfermo…» El capitán Figueruela prometió ocuparse del problema. Al día siguiente fue a verme: «Un asunto complicado, Hondero, pero lo investigaremos a fondo, y si es como tú dices, no habrá dificultades.»

Los hijos muertos pesaban mucho. Fue lo primero que Figueruela esgrimió cuando habló con el coronel. «No es cosa de broma -decía aquél rascándose la cabeza-. Ese señor Salcedo está en entredicho: se reciben anónimos, acusaciones… Habrá que probar que nada de lo que se le achaca es cierto.»

Se lo comuniqué a doña Alicia: no aceptaba aquella arbitrariedad: «Si al menos nos dijeran de qué se le acusa…» Era imposible saberlo. Secreto del sumario. Nadie se atrevía a hablar claro: todo se reducía a poner caras de circunstancias y encogerse de hombros. «Hay gentes malnacidas que tiran la piedra y esconden la mano…», decía Figueruela. Y don Alberto seguía confinado en su cama de hospital: «Jamás hice mal a nadie…», se defendía débilmente. Pero las dudas crecían y las sospechas y el temor… «No es cosa suya, don Alberto -decía Figueruela-, es cosa de los tiempos. Hemos entrado de lleno en la era de los resentidos, de los que inventan traidores para saciar impotencias o vindicar humillaciones. Usted ha sido un hombre envidiado, no lo olvide.» Y el hombre envidiado languidecía cada vez más de tristeza, de debilidad y de asco. «Si al menos me dijeran quién es ese delator fantasma…» Nadie lo sabía. Eran cuerpos sin cara, odios sin cuerpo. Nubes de ira que de pronto se disolvían en granizo.

– Y decían que la pesadilla había terminado.

– Las pesadillas nunca terminan -dijo Figueruela-. Cambian de aspecto: eso es todo.

La situación de don Alberto iba volviéndose crítica a medida que mejoraba. Las preguntas eran continuas. Al principio todavía tenían cierto tono respetuoso: se formulaban al modo de hipótesis. Luego fueron más concretas y, por supuesto, oficiales: «¿Por qué vivía con separatistas vascos? ¿Dónde los había conocido? ¿Había colaborado con ellos? ¿Por qué, cuando doña Alicia salió de la España roja, no pasó a la zona nacional? ¿Por qué no hizo nada él por acompañarla en el viaje?»

Era lamentable ver a aquel hombre defendiéndose de semejantes preguntas. Tartamudeaba, dudaba, no sabía cómo justificar su actitud: alegaba que lo habían obligado a quedarse en la zona roja, que su mujer no había pasado a la zona blanca para evitar que adoptaran represiones contra él… Pero las preguntas no paraban ahí: «Usted votó por la República, ¿verdad? Y admitía en su Banco toda clase de gente: ¿qué nos dice de Jaume Palafell y del célebre Paquito Rodantera?» Lo sabían todo, lo habían averiguado todo: «Peo se equivocan, amigos: están patiendo de un supuesto falso…», seguía diciendo don Alberto. Y el capitán Figueruela se impacientaba: «¿Qué se pretende? ¿Qué diablos puede hacerse con un hombre cuando se ve acosado por los dos bandos?» En vano don Alberto alegaba que yo, Carlos Hondero y Ruiz de la Argamasa, también había pertenecido a la plantilla del Banco. «Y ya lo han visto ustedes: se pasó a las filas nacionales en cuanto pudo. No queo que lo consideen dudoso.» Y citaba a Estanislao Rodríguez, el heroico falangista que había dado su vida por Dios y por España a los pocos días de empezar la revolución. Los argumentos de don Alberto no eran válidos. Había más; mucho más. Por ejemplo, los hermanos exiliados: «¿Está usted en contacto con ellos?» Don Alberto juró que llevaba años sin tratar a sus hermanos. Pero el apellido era el mismo, y la lacra que pesaba sobre él empezaba a resultar ulcerosa.

Doña Alicia, a veces, se dejaba llevar por la desesperación.

– Si vuelven a preguntarte, diles que hemos perdido tres hijos asesinados por los rojos, que nos robaron, que nos saquearon la casa… ¿Qué más pruebas necesitan?

Pero tampoco aquello servía: podía tratarse de una coartada, una forma de camuflar tres muertes naturales… En cuanto a los saqueos, ¿quién había saqueado a quién?

Cuando la situación empezaba a ponerse crítica, me llamaron a declarar. Expliqué todo lo que sabía. Respondí con mi vida. Juré sobre un crucifijo que decía la verdad y sólo la verdad.

Un buen día, sin saber por qué, la situación cambió repentinamente, y don Alberto se vio libre de sospechas.

Yo mismo le llevé la noticia al hospital: «Su depuración ha terminado, don Alberto.» Le repetí lo que Figueruela me había dicho: al parecer, se trataba de una venganza personal, un complot maquiavélico para ponerlo en aprieto.

Don Alberto ni siquiera tenía fuerzas para alegrarse.

– A veces me pegunto quién ha ganado esta guea…

Se sentía macerado, herido en su casta, en su apellido. Pero no era sólo él quien padecía aquel tipo de criba. Barcelona entera empezaba a sufrir la epidemia de los ataques anónimos, de las sospechas alambicadas y de las persecuciones sordas. «A menudo, para implantar justicia -decía el coronel- no hay más remedio que ser injusto.»

Doña Alicia (todavía joven, todavía incapaz de recitar versos) se afanaba por reorganizar su casa. La habían dejado hecha una lástima: los pocos muebles que todavía coleaban se habían quedado inservibles y los objetos eran tristes evocaciones sin vigencia que más valía desterrar. Mi madre la ayudaba a rehacer el piso: «Por lo menos que esté en condiciones cuando regrese don Alberto.» La pequeña solía quedarse en mi casa al cuidado de la vecina. Era una niña alta, flacucha, de mirada triste y aspecto retraído. Tenía ya once años, pero en sus movimientos y en su sonrisa se veía plasmada la vejez de la guerra.

Recuerdo su melena: era rubia, lacia. Y recuerdo sus ojos, azules, enormes, como si echara hacia fuera una experiencia inmadura y asustada.

Gracias a las influencias del capitán Figueruela, conseguí que me destinaran a Barcelona. En aquellos momentos aquel destino era vital para mí: había demasiadas cosas pendientes de reorganización. Aunque la guerra no había terminado, la normalidad en las ciudades conquistadas debía implantarse rápidamente.

Cierto día don Alberto regresó a su casa. Todavía recuerdo la extraña expresión de doña Alicia cuando su marido entró en el piso: quería infundirle ánimos, «estar allí» como habían estado antes. Pero nada podía ser como antes. Don Alberto lloraba: se acordaba de sus hijos: «Hay que cambiá de casa, Alicia…»

Se acostó enseguida, todavía estaba convaleciente. «Si me hubiean dicho todo lo que tenía que pasá…»

Lo peor era su decaimiento, su falta de ganas para luchar otra vez y reorganizar el Banco. «Es una cuestión de salud», decía. «En cuanto me ponga bueno, todo cambiaá.»

Por aquella época Juan Villoria (también depurado) empezó a prestar sus servicios en la vivienda de aquella familia. Estaba hecho un hombre, pero continuaba teniendo cara de niño. Súbitamente me di cuenta de que ya no me tuteaba y que me llamaba «mi sargento». Comprendí que, a pesar de mi juventud, había conseguido un grado de respetabilidad con el que no había contado. «Al fin has llegado a lo que pretendías, ¿verdad, Juan?» Asentía: toda su adolescencia había estado soñando con llegar a ser criado de la casa Salcedo.

Mis sueños, en cambio, se hallaban aún muy lejos de realizarse. La situación de la empresa Salcedo era conflictiva y ambigua. La paralización comercial había herido de muerte la actividad económica del país. Y don Alberto se veía terriblemente desasistido para «empezar otra vez».

Además le faltaba personal: don Pablo Daniel había muerto. Estanislao Rodríguez había muerto, los directores del Departamento de Cartera y del Extranjero estaban aún pendientes de depuración. Don Ramón Pérez se había esfumado. Nadie sabía dónde andaba el asesor jurídico. Se rumoreaba que había conseguido pasar al bando nacional al empezar la guerra, pero no se tenían noticias concretas de él. Quedaban los empleados secundarios, los que no estaban preparados para ser hombres de empresa ni reanimar inactividades crónicas. La colectividad y la nacionalización de los Bancos se había acabado, pero la propiedad privada (quebrada y destruida) apenas podía mantenerse en pie. Había que hacerse con personal nuevo, pagar sueldos atrasados, trocar monedas antiguas por monedas válidas, inventariar, reajustar, solicitar ayudas estatales, captar nuevos pasivos, asimilar nuevas leyes, aplicarlas sin fallos… Todo era difícil, costoso, desalentador. Durante días y días, anduve gestionando trámites, buscando influencias, reclutando empleados, multiplicándome… Había que descerrajar puertas atrancadas, vencer suspicacias, superar desalientos, machacar… Sobre todo, había que sonreír. Hacer frente a las adversidades, confiar en un futuro que escasamente empezaba a tener horizonte.

Don Alberto se veía incapaz de afrontar tanto desbarajuste: «No se preocupe, don Alberto: estoy preparado y podré ayudarlo.» Cuando me veía trajinar para vencer obstáculos, a veces se me quedaba mirando, como si contemplara una quimera: «No te conozco, Calos. Jamás supuse…» Admiraba mi tenacidad, mi empuje, mis resultados: «Te lo confieso: yo solo no hubiea sabido po donde empezá». Sin embargo, había momentos en que el desaliento lo vencía: «Estoy cansado -decía-, me siento vacío como este hueco» y señalaba su boca, allá donde se había quedado sin dientes.

Cuando lo veía demasiado agobiado, le hablaba de su padre: le decía que él nunca se hubiera dejado vencer por el desaliento, que hubiera luchado hasta el fin. Don Alberto se defendía.

– Él tenía hijos.

– También la niña es hija suya.

– Lo sé.

Aceptaba aquella paternidad como una carga que le obligaba, sin recibir compensación. Para él no era lo mismo una pubilla que unos hereus. La niña no podía perpetuar su nombre. La niña iba a ser un traslado de nombre a su propia fortuna.

A veces conseguía ponerlo optimista. Le daba a entender que la empresa no tardaría en estar al día. Se buscarían accionistas, se crearía un nuevo Consejo: nada era difícil para quien se proponía algo con tenacidad. «Habrá que cambiar la estructura antigua, pero el Banco será el mismo.» Cuando la guerra terminara, le decía yo, España iba a estar muy necesitada de Bancos, de créditos, de financiaciones, de administración de valores…

– Todo eso podremos realizarlo nosotros, aunque sea preciso multiplicarse, don Alberto…

La cuestión era tener la cabeza bien asentada sobre los hombros y mantener los ojos muy abiertos. Había infinidad de oportunidades que no debían desaprovecharse. Don Alberto esbozó una sonrisa triste, como la de su hija:

– Y ambición. También hace falta ambición. Yo no la tengo ya.

Pero la mía continuaba vigente y no estaba dispuesto a que ni don Alberto ni nadie la entorpeciese con desánimos y letargos.

Recurrí a Figueruela: le propuse trabajar con nosotros como agente. Un capitán en activo era en aquellos momentos la persona más indicada para captar pasivos.

Además, Figueruela era inteligente y trabajador, y estaba deseando ganar dinero para casarse con la mujer que había recuperado al llegar de San Sebastián.

Le ofrecí primas por cada cliente nuevo. Figueruela no dudó. Había un mundo de gente deseando hacerle favores.

– Esto paece un milago -decía don Alberto.

Luego vinieron las adquisiciones. Me enteré de los terrenos que se hallaban en subasta: casi todas eran propiedades de las que el Gobierno se había incautado. Le dije a don Alberto que podían conseguirse solares a precios muy bajos. A pesar de la devaluación de la moneda, se cotizaban prácticamente como antes de estallar la guerra.

– En cuanto al pago, están dando toda clase de facilidades.

Don Alberto se resistía: «¿Qué hace con tanto solá?» Traté de explicarle que pronto, en España, se empezaría a reconstruir y que un solar era siempre un buen negocio.

Luego estaban las empresas quebradas: «Hay que asumir el debe de esas empresas, don Alberto: sería insensato perderlas.»

– ¿Peo de dónde saco yo el dineo…?

Fue entonces cuando le propuse emitir acciones y crear un Consejo de Administración: «Más adelante -decía él-, más adelante…»

Era inconcebible que aquel hombre, tan ducho en la materia, no se diera cuenta de las oportunidades que nos estaban pasando por las manos. Las teníamos todas allí, en los escombros de una guerra, en aquello que nadie adquiría ni precisaba.

Tras la campaña de los pasivos, vino la campaña de las hipotecas. Lo enfoqué como programa de propaganda: nuestras cifras eran desusadas y las empresas no tardaron mucho en arrimarse a nosotros. Después surgieran las financiaciones… Había que conseguir para el Banco una clara participación en los negocios… Y los créditos: créditos audaces, sin dinero, con intereses un poco usureros y plazos más usureros todavía.

Lo curioso del caso es que nadie se daba cuenta de que todo aquel tinglado dependía casi exclusivamente de don Alberto y de mí: los empleados que habíamos contratado, eran simples ejecutores de nuestras decisiones, seres mecanizados sin iniciativas que actuaban por inercia fiados de nuestra dirección, de nuestra memoria y de nuestra propia seguridad. En realidad, el Banco era por dentro un esqueleto sin carne, desasistido de jefes y pendiente de nuestra propia leyenda para prosperar.

Lo aceptábamos todo, por insignificante que fuera: asumíamos quiebras, suspensiones de pago, malversaciones de fondos, gestiones… Pero nuestro criterio era irreductible: «Fuera sentimentalismos.» Había que actuar a rajatabla, sin perder el ritmo, sin un solo paso atrás, sin dejarnos llevar por la compasión.

A veces don Alberto flaqueaba. Entonces entraba yo en funciones y afrontaba la situación a pecho descubierto. «Una cosa es la caridad y otra los negocios -decía-. Si nos permitimos el lujo de ser débiles, acabaremos merendados.»

Hasta que un día nuestro tinglado se vio reforzado por la llegada de Ramón Pérez. Fue una aparición repentina: vestía el uniforme de Intendencia y en la bocamanga llevaba dos estrellas.

Apenas había cambiado: continuaba rechoncho, nervioso, sus ojillos de miope más vivos que nunca. Nos explicó enseguida que se había colocado en el puesto más cotizado de la zona nacional: el propio Gobierno de Burgos. «Como llevo gafas, no me quisieron para el frente.» Y reía como antes, chancero, con carcajadas menudas e intermitentes. «De algo tenía que servirme eso de ser miope.»

Su posición era envidiable: conocía al dedillo las nuevas leyes, los trucos para sortearlas, los tejemanejes para conseguir influencias.

Además se había casado. Nos enseñó la fotografía de su mujer. Era la típica provinciana de mirada gazmoña y peinado austero. Se llamaba Pilar (de soltera Berruguete). «En estos momentos todavía ando a caballo entre Barcelona y Burgos -explicaba-, pero en cuanto la guerra termine, volveré definitivamente a instalarme en Barcelona.»

Enseguida nos habló de las personas relevantes que había conocido en Burgos (creo que fue él quien me nombró a Justo Fuentes por primera vez). Describía sus actividades, la forma en que desarrollaba sus cargos. Justo Fuentes entonces debía de ser muy joven y colaborar en alguna Jefatura del Movimiento como persona de confianza y gran capacidad política. Aún no se había casado con Serena ni probablemente la conocía. Según Ramón Pérez, Justo Fuentes era una de las personas claves del Movimiento (todavía en la trastienda) que, andando el tiempo, daría mucho que hablar.

Don Alberto y yo lo pusimos al corriente sobre la situación del Banco. Ramón Pérez se mostraba satisfecho: «Tiene usted un filón de oro en la mano, don Alberto: Un Banco, cuando termine la guerra, puede ser lo mismo que una mina.»

Y por fin, un día, la guerra terminó. Se nos dio el último parte oficial por la radio: «Cautivo y desarmado…»

Estrenábamos paz. Una paz arbitraria, todavía desangelada, todavía llena de manos tendidas, de pesetas de papel, de mercados negros, de restricciones, pero sin bombardeos, sin sirenas, sin terrorismo, sin llamadas al frente… A decir verdad, se trataba de una paz acogotada que nos venía ancha, que no acababa de asentarse del todo: con iglesias saqueadas y ennegrecidas de humo, con coches aprovechados porque no había posibilidad de comprar otros, con familias deshechas y rencores disimulados, con restricciones eléctricas, con racionamientos, con salvoconductos, con pan negro y azúcar tostado, pero también con un gran sentido de unidad, de concordia frente a la terrible e implacable hostilidad extranjera. La mayoría de los países europeos y americanos no admitían la franca ayuda que Italia y Alemania nos habían prestado. Y aquel resquemor que tanto disminuía nuestra potencialidad, no dejaba de ser un factor común para amalgamar a los españoles en una especie de compañerismo que ni la propia guerra hubiera conseguido.

Mi madre, al oír aquel parte, se acercó y me abrazó emocionada: «Por fin, Carlitos…» Tenía los ojos brillantes y las mejillas muy pálidas.

Ya nunca mencionaba la República ni se apasionaba por las reacciones de los políticos. Se lo dije. Asintió y esbozó una sonrisa:

– Tienes razón, hijo… Muchas veces me pregunto si mi auténtico yo es el actual o fue el pasado… La verdad: cuesta toda una vida saber cómo se es realmente.

Aquella noche me habló del Banco: «Desde que lo habéis puesto en marcha, te has desmejorado mucho, Carlitos…» Le contesté que pronto sería todo distinto, que lo difícil eran los principios…

– Lo malo del caso -dijo ella- es que para la gente como tú, el principio jamás se acaba.

A veces mi madre decía cosas que, sin darse cuenta, se volvían proféticas.

Pronto las denuncias políticas fueron sustituidas por las denuncias económicas. El estraperlo estaba ya a la orden del día y la ley de tasas era severa. Infinidad de industrias catalanas, recién resucitadas de sus cenizas, amenazaban sucumbir por culpa de algún «mal paso» administrativo o por algún escamoteo ilegal (casi siempre bendecido por los altos jefes financieros). La nueva España se mostraba inflexible contra aquellas evidentes faltas de patriotismo: se nombraban comisiones de investigación, se hurgaba hasta el fondo en las operaciones empresariales, se vivía pendiente de la menor especulación; pero, naturalmente se ingresó de lleno en la trampa.

Afortunadamente Ramón Pérez estaba ya con nosotros para salir al paso de cualquier traspié peligroso.

En el fondo era un descanso saber que el Ratón Pérez llevaba estrellas y tenía contactos gubernamentales. Fue a partir de aquel momento cuando el Banco Salcedo empezó realmente su ascenso definitivo. Se las ingeniaba perfectamente para limar asperezas y buscar soluciones.

De cualquier forma, la vida no era fácil entonces. El alumbrado eléctrico se había sustituido de nuevo por el gas, pero el gas también escaseaba, y el agua, y cualquier producto que no fuera de fabricación nacional. El carbón se pagaba a precios altísimos y el frío, aquel año, fue realmente sobrecogedor. Sin embargo, yo recuerdo aquel año como el verdadero año triunfal de mi vida privada. Mi eficaz colaboración (en los primeros meses de paz barcelonesa) con don Alberto me habían aproximado a él mucho más que un número crecido de años en la vida normal. Aunque sin atributos oficiales, podía decirse que yo empezaba a ser el verdadero nervio del Banco. Don Alberto me había asignado un sueldo considerable y de no haber sido por la escasez que inmovilizaba al país, hubiera podido vivir con una holgura muy superior a la soñada por mí al regresar de San Sebastián.

No obstante, aún no formaba parte de la plantilla codiciada. En el fondo era una especie de hombre híbrido, medio secretario y medio asesor anónimo, una especie de gestor sin gestoría.

Probablemente don Alberto debía de considerarme demasiado joven para asignarme un puesto de jefe; además, no había que olvidar que yo continuaba militarizado.

En cierta ocasión me dijo que debía aprender a conducir. Eso era fácil. Lo difícil era agenciarse un coche. La mayoría de los que estaban a la venta eran remiendos mal ensamblados que se averiaban en cuanto se ponían en marcha. Pese a todo, aprendí a conducir. Y en cuanto tuve ocasión, me compré un coche: era un Ford con motor de Chevrolet y ruedas melladas: «Una ganga», me dijeron, y hasta cierto punto lo fue. Me costó quince mil pesetas y un saco de harina que un cliente del Banco me había regalado. Pero en aquellos momentos nadie se avergonzaba de ostentar coches de aquel tipo. La cuestión era motorizarse, trasladarse más deprisa de un lado a otro, dar la impresión de que se vivía en la opulencia…

Afortunadamente, las calles de entonces eran eriales: llanuras asfaltadas prácticamente vacías. Se podía circular en dos direcciones y el trasiego era libre y desordenado.

Acababa de estrenar aquel extraño automóvil cuando al salir un día del Banco me encontré de nuevo con Lolita. Andaba deprisa por la acera contraria. Iba vestida con un traje de chaqueta gris y parecía mayor. La seguí con mi coche sin que se diera cuenta. Necesitaba contemplarla otra vez: observar la armonía de su cuerpo, ver su melena negra flotando hueca sobre sus hombros. Yo no sé qué especie de talismán tenía aquella mujer para absorber mi vida de aquel modo. La recordé en el cuarto del hotel Avenida, sus brazos tendidos, sus ojos abiertos: «Sin ti mi vida será una larga cadena de muertes, Carlos.»

Sin embargo, continuaba viva, briosa, como si el incidente de aquella tarde jamás se hubiera producido.

Estuve a pique de abordarla, de suplicarle que fuéramos amigos, de rogarle que «volviéramos a empezar…» Pero la guerra había terminado, y entre ella y yo volvía a haber distancias. No me veía con ánimos de afrontar otra vez todo lo que antaño había soportado: las displicencias de sus padres, el envarado estilo de su ambiente, los reproches a mi condición humilde, a mi arrastrarme por la vida para escaldar peldaños… En el fondo, ella volvía a ocupar un puesto que yo todavía no alcanzaba: tenía su «gente», su mundo, su alejado y disparatado mundo, al que yo difícilmente podría llegar.

Y tuve miedo.

Desvié el coche de su camino, torcí a la derecha y la dejé perderse entre la masa.

Mil veces estuve tentado de llamarla por teléfono. Pero no lo hice. (Algún tiempo después me arrepentí.)

Un día, cuando menos pensaba en ella, ocurrió algo imprevisto. Algo que sin duda alguna marcó mi destino definitivamente. Me anunciaron la visita de su hermano Paco.

Por entonces yo me había instalado en uno de los despachos del fondo; concretamente el que había pertenecido a don Jesús.

Lo vi entrar como si los años de separación no hubieran existido, como si en él nada hubiera cambiado y continuáramos siendo los amigos entrañables de siempre.

Nos dimos un abrazo. «Conque ése es tu despacho…», decía Paco oteándolo con cierto dejo de envidia: «Al fin lo has conseguido…» Iba bien vestido y su aspecto era el de un hombre cuajado en seguridades.

Estuvimos un buen rato charlando: recordando, exprimiendo evocaciones. Me confesó que no había terminado el bachillerato: «Me faltaba tu ayuda… Luego los curas se fueron…» Pregunté por su familia. Él me habló de sus padres, de las dificultades económicas que estaban sorteando. «La guerra nos ha dejado sin blanca. Los terrenos apenas se cotizan y mi padre es una perfecta nulidad en cuestión de negocios.» Recordé mi promesa de hundirlos… Ya nada de aquello tenía vigencia. Paco siguió explicando: «He venido a verte para que nos eches una mano, Carlos… Para que nos orientes.» Sudaba y la ceja volvía a encogérsele, como siempre que mentía o se encontraba en apuros. «Me han asegurado que tu sentido financiero es notable…» Se parecía otra vez al Paco de los exámenes: «Por favor, Honde, estoy perdido… Si fuera posible que tu Banco nos concediera un préstamo…» Decía «tu Banco» sin reserva, como si diera por hecho que todo aquel recinto me pertenecía.

Como la mayoría de los rentistas, los Moraldo, al terminar la guerra, se habían quedado estancados en el paro general económico. Las fincas rústicas apenas rendían: faltaban brazos, faltaba abono, faltaba tiempo para ponerlas otra vez en condiciones de rendir. En cuanto a las fincas urbanas, todo se iba en restricciones: muchas de ellas habían sido destruidas por los bombardeos y las que se mantenían en pie eran habitadas por inquilinos indigentes, que se demoraban en los pagos y a los que no se les podía subir el alquiler. «Te ofrezco garantías, naturalmente: las fincas de Lérida.»

Recordaba aquellas fincas: mil veces las habían mencionado en nuestros almuerzos de antaño. Se trataba de terrenos importantes que bien explotados podían dar buen rendimiento. Me contó que ya no vivían en la torre del Tibidabo: «La dejaron deshecha: inservible… la saquearon…» Me dio su nueva dirección: momentáneamente y en espera de tiempos mejores (tiempos que ya nunca llegaron para los Moraldo), se habían instalado en un piso de la calle Muntaner. «Espero que nos visites algún día…»

Prometí hacerlo, prometí estudiar a fondo la cuestión del crédito, prometí reanudar nuestra amistad…

Cuando se iba, pregunté por Lolita:

– Se fue a Madrid -me dijo Paco-. Está viviendo con unos primos que van a presentarla en sociedad.

Me pareció ridículo que después de todo lo que habíamos pasado, se pudiera mencionar todavía impúnemente la palabra «sociedad». «Se trata de una gente muy bien, ¿sabes, Carlos?» Era grotesco oírle decir a Paco aquello. Claramente comprendí que si Lolita se había marchado era para aligerar la carga de la familia, para ser una boca menos en la intrincada y costosa búsqueda de alimentos.

Volvimos a estrechar nuestras manos. «No olvidaré tu propuesta…», le prometí.

Al día siguiente lo llamé por teléfono para decirle que el Banco estaba dispuesto a proporcionarle el préstamo solicitado a cambio de garantizar con él las fincas de Lérida. «No te pesará, Carlos: en un año esperamos ponerla en condiciones…» Y aunque al decir aquello la ceja se le achicaba, yo sabía que aquella vez tenía razón. Cualquier pedazo de tierra cultivada era en aquellos momentos un negocio seguro. Lo malo fue después, cuando la deserción del campo invadió de agricultores las ciudades. Sin embargo, para aquella época, Paco había ya devuelto el crédito con sus respectivos intereses.

Aquel mismo día me invitó a almorzar en su casa. Encontré a unos señores Moraldo completamente cambiados. Todo se les iba en amabilidades, en alusiones halagüeñas… Preguntaron por mi madre, me ofrecieron su casa. «Sin reservas, Carlos.» Me explicaron su odisea, me alabaron por mi heroicidad… «Debió de ser terrible para ti…» Preguntaron por mi herida. Ni siquiera cojeaba: «Fue aparatosa, pero no dejó huella…»

Era curioso ver a aquella gente tan solícita, tan dispuesta a borrar pasados, a someterse al presente… Comprendí enseguida que de todas las clases sociales, la más vapuleada por la guerra era la de los Moraldo: los que vivían de las rentas, los que jamás habían pronunciado la palabra «rendir», los que nunca habían trabajado…

Pero había en ellos algo que aún se resistía a claudicar: su orgullo de casta, su condición de exclusivos. Aunque lo disimularan, continuaban sintiéndola adherida a ellos: no podían remediarlo. Lo fui comprendiendo más tarde, cuando se volvió a formar el grupo de los intocables, cuando al reunirse entre ellos todavía se hacían distingos entre los pudientes y los que «pudieron», cuando ser nuevo pobre era mucho más eficaz que ser «nuevo rico», y cuando los que «metían la pata» buscaban afanosamente a los que conocían protocolos:

– Hay que ver los tumbos de la vida, ¿verdad, Carlos?

Y al decir aquello el señor Moraldo me daba palmadas en la espalda mientras me ofrecía un puro.

De cualquier forma, siempre dije que tú eras un chico aventajado: no había más que verte; tan estudioso, tan formal…

En medio de todo aquel modo de tratarme, me halagaba. No tanto por lo que me había halagado hacía años como porque me permitía acercarme a Lolita.

Pero nunca me hablaba de ella. Hablaba de Victoria: «Quiero que la conozcas y me des tu opinión.» Decía que se trataba de una «chica divertida», muy deportista y muy «moderna», que aceptaba la vida como un gran pastel de cumpleaños: «Ya sabes: para soplar sobre ella y tragarse la porción asignada…»

Los señores Moraldo me invitaban con frecuencia. Aunque amenazados de indigencia, tenían la habilidad de mantener las apariencias con gran dignidad. En su casa siempre había un invitado importante, un personaje político del momento, un futuro ministro que daba tono y lustre a la reunión.

Paco tenía una especie de sexto sentido para detectarlos y atraerlos a su terreno (en el fondo aquel sistema de captación fue acompañándole durante toda su vida) y cazarlos: «¿Conoces a Justo Fuentes?», preguntó un día.

Era la segunda vez que me hablaban de aquel hombre:

– Está llamado a ser Gobernador Civil dentro de muy poco…

Decía que era una gran persona y un formidable político:

– No me extrañaría que acabara siendo ministro.

Sin embargo, todavía figuraba poco en los periódicos. Se hablaba de él como si sólo fuera un «nombre», un mito o un dios que, andando el tiempo, debía llegar lejos, muy lejos…

A veces, cuando los Moraldo hablaban de Lolita, tenía yo la impresión de que ocultaban algo: se miraban entre ellos y sonreían.

Pero no me atrevía a preguntar por ella. Algo me decía que no era prudente poner su nombre en mis labios.

Un día mencionaron al marqués de la Palmera: hijo único, aristócrata de solera (no como los Trigo ni los Cascote), gran jugador de golf (tres de handicap «por cierto»), jinete invencible en el polo y, por descontado, fortuna considerable, de las de siempre.

– Un mirlo blanco -decía la señora Moraldo acercándose al espejo que pendía de la chimenea para retocarse el peinado-, un perfecto gentleman

No quise indagar. Dije que no lo conocía. Sin saber por qué me sentía de nuevo perdido, bandeado, alejado de una meta que parecía cercana.

Miré hacia el espejo: la señora Moraldo continuaba allí, poniendo cara de efigie retratada, estudiando su sonrisa, sus muecas, su efecto personal.

– Ya lo conocerás -dijo-. Es el novio de Lolita. Se casarán antes de acabar el año.