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Servando Fuentevella ha cruzado los brazos mientras hinchaba el busto:
– Lo que más me intriga de usted, es ese absurdo empeño en parecer culpable. No hay duda de que tras esa actitud suya se esconde un propósito… Si al menos me dijera usted cuál es…
Estaba cansándome ya de su maldita insistencia:
– Puede haber algo peor que ser culpable -le he contestado-. Perder el derecho a serlo. Y eso es lo que usted está haciendo conmigo, Fuentevella; me está quitando ese derecho.
Se ha reído: mi frase le ha parecido graciosa. Luego ha vuelto a la carga:
– Así que me reprocha usted el quitarle ese derecho…
– Exactamente: todo el mundo tiene derecho a tener derechos.
Mientras hablaba un rayo de sol se ha filtrado por la ventana. Fuentevella ha parpadeado y lo ha eludido, entonces el rayo ha cruzado la estancia de parte a parte. Era estrecho; vibrante; mil gérmenes se movían inquietos al pleno de su luz. Era igual que un camino largo y recto que arrastrase un mundo de esperanzas, desasosiegos, errores y luchas. Mi vida entera parecía bullir en él. Todo estaba allí: en aquella especie de cuchillo gigante que el sol dejaba al desnudo: Can Pou con su mar siempre distinto, con su maldito torreón románico y sus piedras mohosas; el Banco (el de antes y el de ahora) con su largo desfile de intrigas y aciertos… Alicia y su melena rubia flotando, insegura, sobre sus hombros. Serena y su sonrisa de Gioconda y sus ojos de pantera. Paco con su ceja encogida, Victoria, Carlota, Lolita… Era duro ver a Lolita en aquel rayo de sol tan zarandeada por los dichosos gérmenes.
– Usted rehuye la coartada: eso está muy claro.
– Suponga que no la tenga: suponga que no exista… -me he parado en seco. De nuevo me he enfrentado con él: -Se lo ruego, Fuentevella; limítese a defenderme como Dios le dé a entender, pero le suplico que no se esfuerce demasiado: será mejor para todos.
– Lo siento: no puedo hacerle caso, señor Hondero: quiera o no quiera voy a luchar hasta el fin, hasta apurar el último cartucho. Es mi obligación.
– ¿Aun a costa de hundirme?
– Nadie se hunde por ser reconocido inocente.
Y sus ojillos tras las gafas parecían dos bocas de rifle apuntando despiadadamente contra mi libertad.
– Se cansará en vano -he añadido-. Lo que ocurrió aquella madrugada, quedará siempre oculto.
– Yo no estaría tan seguro.
De hecho no lo estaba: hay cosas que por muy escondidas que se encuentren, salen a flote tarde o temprano.
– Váyase, Fuentevella.
– De acuerdo: lo dejo. Pero no claudico. Me niego a claudicar.
Se ha marchado: me he quedado solo, con el rayo de sol, con aquel inmundo arsenal de recuerdos agitándose estremecido al filo de su luz: «La raíz, Carlos, la raíz…» ¿Dónde había quedado la raíz primera? Luego hubo muchas más: raíces que en estos momentos son ya tallos. Sin embargo, la auténtica, la verdadera, permanece incólume, más vigorosa que nunca.
También la guerra es ya una raíz. No obstante, cuando recuerdo aquellos días, tengo la impresión de que acaba de plantarse, que nada de lo que pasó en la década de los cuarenta es ya una raíz vieja.
Entonces nadie la llamaba «guerra civil». Cuando nos referíamos a ella la llamábamos «guerra de liberación». En efecto: nos habíamos liberado. España, al fin, era autónoma, sin interferencias extranjeras, una isla en Europa: un país destruido, pero firme en su destrucción. Una especie de Numancia revitalizada y capacitada para continuar siendo independiente.
Nada importaba que la guerra mundial amenazase su estabilidad: cuanto más se incrementaba el peligro de vernos arrollados por ella, más se reafirmaba la paz interna de nuestro país.
Entonces cualquier adversidad se aceptaba con gusto. Lo esencial era la paz, la concordia. Y la teníamos: con prohibiciones, con tarjetas de fumador, con gasógenos, con marchas nacionales en los entreactos de los espectáculos… Pero todo nos parecía natural gracias a la paz.
Sin embargo, yo me sentía hundido, como si la guerra continuara y me viera en la precisión de regresar al frente.
No tardé mucho en volver a encontrarme con Lolita. Había cambiado. Repentinamente se había vuelto locuaz, dicharachera… Hablaba de todo sin demasiada coherencia, como si intentase buscar palabras para evitar silencios: sólo por eso.
Fue difícil abordarla a solas: siempre hallaba el medio de rehuirme. Era evidente que me rechazaba, que no quería saber nada de mí. Pretextaba ocupaciones: salía con su madre para preparar su equipo de novia, y los días pasaban con desesperante rapidez sin comunicarnos de nuevo, sin que entre nosotros se cruzara la menor explicación.
Faltaba una semana para la boda cuando al fin pude pillarla a solas. Nos encontramos en la portería de su casa:
– Lolita…
Se volvió sorprendida, risueña:
– Me has asustado, Carlos.
La cogí del brazo, la llevé hasta mi coche. Ella se debatía sin demasiada resistencia: «Pero ¿qué haces?» Le rogué que se sentara al lado del volante: «¿Para qué? ¿Qué ventolera te ha dado?»
Puse el coche en marcha y enfilé hacia la Diagonal. Entonces aquel lugar era una avenida casi desierta, incluso al mediodía. El calor arreciaba y la gente no se había adaptado aún al ocio de los paseos.
Anduvimos un buen trecho sin decir palabra. Pregunté luego:
– ¿Adónde ibas?
– Los Remo me han invitado.
Los condes de Remo eran los padres de Victoria (aquella muchacha que Paco siempre tenía en los labios y que yo no conocía aún).
– Habrás aceptado porque yo almorzaba en tu casa…
Lolita dejó escapar un soplido displicente y se volvió hacia mí:
– ¿No te parece que la deducción es un tanto presuntuosa?
– Tal vez, pero real.
Lolita no contestó. Volvió su rostro hacia la ventanilla y yo detuve el coche. La acera de la Diagonal se veía desierta y llena de sol.
– ¿Por qué, Lolita?
Había pájaros posándose en los bancos, picoteando el suelo, emprendiendo vuelos inciertos sobre unos árboles canijos.
– Tú lo quisiste -dijo ella.
– No es cierto.
Cogí su mano: la tenía helada. Parecía uno de aquellos pájaros indefensos que hubiese caído fulminado por un perdigón:
– ¿Te das cuenta de lo que vas a hacer? Dentro de una semana vendrá ese hombre para llevarte con él… Te convertirá en marquesa, pero te habrá cortado las alas.
– Eso es cosa mía.
– Y mía también, Lolita. Yo no he dejado de quererte.
– ¿Por qué no me lo dijiste aquel día?
– Tenía miedo. Me aterraba pensar lo que podía ocurrir.
– Fuiste cobarde.
– A veces se puede ser cobarde por heroísmo.
Lolita se volvió a mirarme. Había un rictus extraño en sus labios.
– De cualquier forma, obraste como debías obrar.
– Te agradezco que me lo digas.
Cogí su cara entre mis manos. La fui acercando a la mía suavemente:
– No puedes casarte con ese hombre, ¿No lo comprendes?
Se le llenaban de lágrimas los ojos. La besé para no verlas.
Y de nuevo la tierra fue la emoción de vivir, la esperanza de soñar, la permanente vigilia de lo que jamás se cansa de ofrecer.
– No me abandones, Carlos: no permitas que me aparte de tu lado.
Volví a besarla desesperado, sus brazos aferrados a mi cuello, su aliento fundiéndose con el mío:
– No permitiré que seas de otro hombre: nunca, Lolita, nunca.
Apoyó su cabeza en mi hombro; su pecho jadeaba. Olía a menta, a piel tostada, a mujer-niña:
– Será difícil…
– Nada puede ser difícil cuando dos seres que se quieren se alían para vencer…
Había que decir cosas así, para conjugar la realidad, para volverla inservible. Había que hablar de proyectos y de destrucciones y de sueños irrealizables como si de verdad fueran posibles.
– ¿Por dónde vamos a empezar, Carlos?
Lolita tenía una frente tersa, una frente todavía virgen, llena de ilusiones. Una frente que disparaba esperanzas con la raíz de su pelo:
– No lo sé aún… Debo pensarlo.
– Raimundo llegará mañana. ¿Cómo voy a decírselo?
Inventé mil fórmulas, sugerí mil ideas… Todas se quedaban en aleteos sin rumbo, como el de los pájaros. Todas se perdían en figuras fatuas que el sol derretía y la acera chamuscaba.
Y el tiempo apremiaba. Nos esperaban: «Te llamaré esta tarde por teléfono… Es imprescindible que nos veamos…»
El almuerzo de los Moraldo fue largo y lúgubre. Se volvía a los temas de antes: «Los nuevos», aquellos que se parecían a «Juana la coma, coma», al empeño que tenían de convertirse en lacayos de los Repecho y los Sobrado para adquirir lustre, para «saber recibir»… Se habló también de la guerra mundial, del cierre de fronteras, de las dificultades de importación: «El mundo está loco -decía la señora Moraldo-. Parece imposible que todavía queden energías para matarse…»
Yo las tenía para vivir, para recuperar los años perdidos entre muertes y frustraciones. Paco, de vez en cuando, me echaba una ojeada preocupada: «A ti te ocurre algo, Carlos…» Le respondía que era el calor…
Por la tarde llamé por teléfono a Lolita. Me contestó ella misma: «Raimundo ha venido», fue lo primero que me dijo. Comprendí que lo tenía al lado. «Lo esperaba mañana, pero ha llegado hoy.»
– ¿Puede oírte?
Contestó con voz despreocupada:
– Naturalmente: estaré encantada.
Hablaba así para disimular su apuro, para que yo torciese la conversación.
– ¿Cuándo podré verte?
– Eso no se pregunta, Carlos: tú siempre puedes invitar a quien quieras para venir a mi casa… -se detuvo. Habló con Raimundo para que yo la oyese- Se trata de Carlos Hondero, que me pregunta si puede invitar una amiga a nuestra boda…
Hubo un lapso breve:
– Recibirás la invitación: hoy mismo.
Recalcaba la frase para que yo tomara cuenta de ella. «Hoy mismo», repitió.
Y la recibí. No era una invitación. Era una carta suya, breve como el aleteo de los pájaros. Decía: «Tú fuiste cobarde por heroísmo. Yo, en cambio, voy a ser heroica por cobardía. Adiós, Carlos: procura olvidarme.»
No asistí a la boda. No hubiera podido soportarla. Aquella noche me emborraché, la odié, la adoré, la hice mía con otra mujer. Luego empecé a creer que, algún día, tal vez pudiera olvidarla.
Han pasado muchos años desde entonces: tantos, que a veces pierdo la cuenta. Sin embargo, Lolita perdura, sigue estando ahí, allí, en todo lo que ha circundado mi vida. Nunca he podido olvidarla. Fue siempre mi gran rémora ingrávida: la que detenía mi aliento o me obligaba a respirar. Conocí infinidad de mujeres, desperdicié mi juventud con ellas: destruí vidas y emponzoñé la mía; pero ella continuaba inmarcesible, con sus ojos negros cercados por las ojeras, con sus labios llenos de sonrisa desencantada, con sus frases cada vez más tristes…
Me costó mucho reorganizar mi olvido de Lolita. Todo suponía un esfuerzo: especialmente cuando iba a su casa. Paco, ignorante aún de lo que había ocurrido entre su hermana y yo, se esforzaba en estar amable conmigo. De algún modo debía compensarme el gran favor que había hecho yo a sus padres. Incluso me proporcionó clientela. «Si queréis un Banco solvente y eficaz, recurrid a la Banca Salcedo», decía. Y los pasivos aumentaban gracias a su colaboración.
Pero aún hizo más: se procuró la amistad de don Alberto y de Ramón Pérez. Los «presentó en sociedad», los introdujo en ella con todos los honores. Don Alberto se resistía. No le gustaban aquellas gentes. Ramón Pérez, en cambio, no cabía en sí de gozo.
– Ese amigo tuyo es una alhaja -me decía-. Debemos cultivarlo como si fuese una orquídea…
En aquellos momentos Ramón Pérez era el director del Banco. Yo no era más que director adjunto, un hombre de paja que sabía esgrimir ideas y poner en práctica audacias eficaces.
Por eso cayó bien entre los intocables. Sabía darles coba y alisarles el terreno. No jugaba a político: jugaba a ex militar, que, en el fondo, en aquellos momentos era lo mismo que jugar a ex combatiente. Repentinamente se volvía exigente con los que «no habían hecho la guerra» o pertenecían al bando contrario, y cuando estalló la guerra mundial se declaró abiertamente nazi. En cierta ocasión, me habló de Estrella: «¿Te acuerdas de ella, Carlos? Menudo punto filipino.» Era extraño oír hablar de Estrella y quedarme imperturbable.
– A propósito, ¿sabes cómo me llamaban esos cabrones de los J. J.? El Ratón Pérez… Total: un cambio de letra: una te por una eme. En medio de todo, tiene gracia…
Fingí sorpresa y reí sin ganas:
– De buena nos libramos… Unos sabuesos. Por si fuera poco, a presumir de exiliados… ¿No te parece grotesco?
También lo era ver a Ramón Pérez expresándose de aquel modo y pisando firme por un terreno que hasta hacía pocos años había considerado infranqueable.
De repente se había españolizado, y cualquier vocablo o giro que no fuera estrictamente castellano lo sacaba de quicio. Era de los que jamás decía «Capitol», sino «Capitolio», de los que se mostraban abiertamente partidarios de las películas dobladas, de los que no bebían whisky porque venía de fuera, y de los que combatía el lenguaje catalán por considerarlo antifranquista. Influido por la ola patriotera que inundaba el país, sospechaba de todos y de todo, acaso para que nadie sospechara de él, y como por arte de magia había borrado de un plumazo los tiempos de las elecciones: su aportación a la República y sus antiguas loas a la libertad.
Por eso, cuando «su señora» (aún no se había refinado lo bastante para llamarla «su mujer») hablaba de él, decía siempre que su marido había sido franquista «toda la vida», como si la vida hubiera empezado en la era franquista, y al decir aquello se le ponía la boca chica, como hacía cuando fumaba.
Parece que la estoy viendo, recién elevada a la categoría de dama elegante, codeándose con los intocables, tuteando a la señora Moraldo y gesteando relamida cuando entraba en algún salón.
Figueruela no podía con ella:
– ¡Habráse visto la cursi ésa! Llamarse Pilar Berruguete y presumir de aristócrata.
Sin embargo, también Figueruela, gracias al Banco, estaba escalando peldaños en la sociedad.
A decir verdad, pasado el mal efecto del primer encuentro, todo el mundo encontraba encantadora a Pilar Berruguete de Pérez. Pronto fue «la coma, coma», de los años cuarenta. Su marido no cabía en sí de gozo: «Esa Pilar, hay que reconocerlo, tiene gancho.» A Ramón Pérez le complacía mucho verla entrar en el Banco, tocada con esas especies de chimeneas que eran los sombreros de entonces, maquillada a lo vivo, envuelta en pieles de zorra, totalmente dominada por el espíritu de su época, ridículo y atronador: ostentando un modelo nuevo (caro y exclusivo), glorificándose de nuestros balances, de nuestros dividendos, de nuestra prosperidad y de nuestra solvencia, como si ella fuera parte de nuestro auge, como si, gracias a sus amistades, la Banca Salcedo hubiera dado «el subido» que, en definitiva, estaba dando ella gracias al Banco.
Rechoncha y turgente, de piernas flacas y pechuga generosa, iba pisando el pavimento del Banco con sus zapatos topolino como si pisara su propia casa. A veces se detenía en mi despacho: «Hola, Carlos…» Y se liaba a hablarme de «sus planes», de las reuniones previstas, de los fines de semana que la aguardaban, de «las comidas» que se habían organizado, de lo bien que bailaba el «bugui-bugui». Más de una vez intentó coquetear conmigo. No era un coqueteo franco: sólo esbozado. Un tirar el anzuelo y retirarlo enseguida para que yo no picara. En suma, un coqueteo provinciano de pies a cabeza.
– Deberías casarte, Carlos. Un hombre como tú no puede desperdiciar toda su vida entre finanzas y juergas…
– Todavía soy joven.
Una vez, Pilar Berruguete fue más lejos:
– Me han dicho que te gusta Victoria. No es mala idea, Carlos. La chica es millonaria y, además, cuando su padre muera, heredará un título.
Lo de los títulos la traía muy inquieta. Creo que hubiera pagado una fortuna por conseguir uno. Pero ni los Berruguete ni los Pérez tenían por donde agarrarse para sumarse a la nobleza.
– Victoria no me gusta: demasiado marimacho… -decía yo.
– Será condesa…
– La vida no acaba en los títulos.
– Pero ayudan a vivir, no te quepa duda.
– Te equivocas: hace un par de años, ayudaban a morir.
– Vas a dejar que Paco te la pise.
– Por mí puede pisarla y hasta triturarla.
Sin embargo, debo reconocer que por entonces Victoria me divertía. Cuando Paco me la presentó, pensé: «Podría ser bonita si no fuera tan simple.» Entonces la sencillez de Victoria y su falta de coquetería se me antojaban espontaneidad, pura simplicidad de espíritu: una forma de derribar barreras y resultar asequible. Era quizá la única mujer joven que entonces no se maquillaba, ni usaba escotes exagerados, ni se valía de sistemas estridentes para llamar la atención.
Victoria Remo vestía sobriamente, como si se hubiere puesto el traje para no andar desnuda, y jamás iba a la peluquería. Decía que ella misma se cortaba el pelo para no perder el tiempo «con chinchorrerías» sacacuartos.
Además, era ocurrente. Decía cosas que ninguna jovencita de aquella época hubiera dicho: «Las guerras civiles… Yo te diré lo que son las guerras civiles, Carlos: masturbaciones del egoísmo.»
Era difícil coquetear con ella: algo lo impedía cada vez que lo intentaba; sin embargo, tanto Paco como yo lo pasábamos en grande cuando la acompañábamos. En el fondo, Victoria era como un compañero más. Un camarada de diversiones que alguna vez nos daba a entender que era mujer.
Fue una época de aturdimiento aquélla: tanto Paco como yo nos hicimos socios de todos los clubs, conocíamos todas las boîtes, nos apuntábamos a todos los planes que surgían.
La guerra era ya agua pasada, y la gente quería foguearse, recuperar los años perdidos. De repente se había vuelto elegante «protestar». (En sordina, naturalmente.) Era un acto de «buen tono» encontrarlo todo mal: la censura, las restricciones, la falta de cabarets, la obligación de acostarse temprano para ahorrar energía, medir el agua para dar tiempo a construir embalses… Pero en realidad se especulaba con todo y nadie se privaba de nada.
Victoria era el típico producto de aquel tipo de especulación: el del olvido, el de la indiferencia, el de la incipiente insensibilidad.
Casi siempre salíamos los tres por las noches: nos íbamos a la Rosaleda o al Cortijo: escuchábamos la orquesta de Bernard Hilda y bailábamos con ella por riguroso turno. A veces se nos agregaba alguna pareja. Pero, a decir verdad, cuando lo pasábamos bien era cuando estábamos solos.
Mi madre se alarmaba: «A ver qué día te decides a casarte, Carlitos: así no puedes continuar.» Pero ninguna de las mujeres que yo trataba me seducía lo bastante para perder mi libertad.
Hacía ya varios años que habíamos dejado el piso de la calle Fernando. (Creo que coincidió con la muerte de Alfonso XIII.) Recuerdo que, al marcharme de allí, pensé: «Algo ha muerto también para nosotros.» Era como si el monarca destronado diera en sancionar un episodio de nuestra vida.
Nos habíamos trasladado a un piso del ensanche, cercano a la Diagonal. Lo decoré a mi gusto, recorriendo anticuarios y copiando minuciosamente las viviendas que por entonces yo frecuentaba. Mi madre protestaba: «Demasiado grande para nosotros, Carlitos.»
Fue preciso contratar muchachas de servicio. Aquella novedad exasperaba a mi madre: decía que no estaba hecha a tanto boato y que le estorbaba tener caras desconocidas husmeando en la casa.
– Gano lo bastante para permitirme ese lujo.
– ¿De verdad crees tú que eso es un lujo?
A pesar de todo, mi madre no renunciaba a trabajar. Le gustaba hurgar en la cocina, preparar ella los guisos. Ninguna cocinera aguantaba aquello. No toleraban que se interfiriese continuamente en sus quehaceres. Comenzó el desfile de cocineras. No finalizó hasta la llegada de Dolores.
Entonces Dolores era joven, alegre y trabajadora. Ahora continúa siendo trabajadora, pero ni es joven ni tiene alegría.
La única distracción de mi madre consistía en visitar a la señora Salcedo. «Una mujer pintoresca -solía decirme-. Pasa por el mundo flotando, pero es buena y desconoce la envidia.» A veces me hablaba de la niña: «También la niña flota: le gusta el arte, pinta, toca el piano y lee, pero no estudia.» A lo que yo solía responderle: «A una mujer no le hace falta instruirse…» Como el noventa por ciento de los españoles yo tenía la convicción de que una mujer no precisaba de estudios.
Supe luego que la habían mandado a Portugal: «Querrán internacionalizarla», comenté. En aquella época, Portugal era el único «extranjero de los españoles». La guerra mundial proseguía y nuestros límites continuaban siendo angostos.
Lo peor de entonces era la ausencia de Lolita. A veces le preguntaba a Paco por ella. Se encogía de hombros y decía: «Lleva su vida: se está cargando de hijos…» No podía imaginarla convertida en una matrona a disposición de aquel marido al que no amaba, dando a luz unos hijos de su desamor, arrastrando su título de marquesa como si arrastrase una condena. «¿No piensa venir por aquí?» Y Paco contestaba enseguida: «Imposible… Está demasiado ocupada pariendo y criando…»
Entre Paco y yo no había ya diferencias sociales. Más aún: empezaba a tomarle ventaja. Tenía dinero, tenía prestigio, tenía coche y tenía inteligencia: cuatro cosas de las que él carecía. En cambio, poseía algo que no me veía capaz de alcanzar: un peculiar tacto para granjearse la amistad de los que estaban en la cumbre: «Cuando necesites un favor, no tienes más que decírmelo, Carlos…» Lentamente se había convertido en una especie de agente ministerial, lo que tanto Figueruela como Ramón Pérez explotaban sin el menor reparo.
Cierto día, Paco y yo hablamos de Victoria. Me preguntó si me gustaba. Le dije que para mí era «como un amigo», pero que jamás la había visto como mujer.
– Te confieso que a mí me gusta -afirmó-. Hay algo peculiar en ella. Tiene «clase», ¿sabes, chico? Una gran clase. Y naturalidad. Es de esas mujeres que llevan un traje de noche como si llevaran camisón…
– ¿Te gustaría casarte con ella?
Paco encogió la ceja y se pinzó la nariz:
– Hombre… Tiene muchas ventajas. Es hija única y su padre es millonario.
Comprendí enseguida que no la quería, pero que en Victoria veía la solución de su indigencia.
– Trata de conquistarla.
– Ya lo he hecho.
– ¿Te rechaza?
– No del todo. Pero temo que tú le gustes más que yo.
Aquel verano se dilucidó la cuestión. Fue un verano caluroso. Paco me convenció para que me fuese con él a San Sebastián: «Allí casi hay que bañarse con jersey.» Me entraba curiosidad por volver a la ciudad donde prácticamente había vivido la guerra.
Recorrí todos los lugares uno por uno. Evoqué mis encuentros con Lolita, la escena del hotel Avenida, nuestra subida a Monte Igueldo… Era doloroso comprender que todo aquello había desaparecido para siempre, que nunca podría recuperarlo.
La playa de Ondarreta estaba atestada. La posguerra la había saneado de pulgas y el peligro del piojo verde había desaparecido con el calor.
El día era alegre y, a pesar de encontrarnos en el Norte, el tiempo era benévolo. Recuerdo que Paco y Victoria acababan de salir del agua cuando nos dieron la noticia: «Ha estallado la bomba atómica.» Hubo una petrificación general. Un paro en las bromas, en las miradas, en los movimientos. Los que lanzaban las noticias, daban toda clase de detalles: la ciudad destruida, pulverizada, la contaminación… Todo era terrorífico y siniestro.
Victoria palideció. «Eso es horrible, horrible…» La gente no se atrevía a pensar. Pensar era comprender que, en adelante, todo iba a condicionarse a aquel horrible invento. «¿Qué va a ocurrir?» Era como si algo íntimo de nosotros mismos hubiera acabado para siempre, como si los valores más arraigados tuvieran que desaparecer después de aquella noticia.
Había una desazón extraña en la playa: «Moriremos todos», dijo Victoria.
Paco se acercó a ella, rozó su brazo: «¿Tienes miedo?» Entonces Victoria rompió a reír: «¿Miedo yo?» Quería echar fuera su susto, convertirlo en una frivolidad más: «Veréis lo que vamos a hacer: conozco una echadora de cartas. Vive en Atigorrieta. Podemos visitarla esta tarde para que nos lea el porvenir.»
Era su forma de sacudir la trascendencia de la noticia. La gente que nos rodeaba reía su ocurrencia: «Esa Victoria…» Y, por descontado se olvidaron enseguida de la bomba atómica y de la ciudad destruida y contaminada.
Las echadoras de cartas eran la gran afición de aquellas gentes. Les gustaba que les halagaran los oídos explicándoles fantasías que jamás iban a cumplirse.
Yo no sé si Victoria creía en ese tipo de estupideces, pero tengo la seguridad que las cosas hubieran acabado de muy distinta manera si nos hubiésemos ahorrado la visita.
Llegamos a la casa en cuestión cuando anochecía. Nos recibió una mujer envuelta en una bata acolchada y con un pañuelo de seda artificial atado al cuello. Tenía el pelo teñido y llevaba dos rodales de colorete en las mejillas.
Nos obligó a sentarnos en torno a un velador cubierto con una colcha adamascada. Le hablamos de la bomba atómica, le dijimos que deseábamos saber cuánto tiempo íbamos a vivir y qué debíamos hacer para ser felices.
Empezó a barajar sus naipes como quien baraja un tesoro, soplaba en ellos, cerraba los ojos, decretó: «Primero la señorita.» El tema de la bomba atómica lo pasó por alto. Pero habló del futuro: «Está usted en una encrucijada, señorita…» Victoria se puso seria. Miró el mantel. «Hay algo en usted que puede destruir su vida…» Paco la escrutaba nervioso, como si la vida de Victoria fuese ya suya. La nigromante nos miró a los dos, echó una carta y dijo: «Dos hombres la disputan.» Entonces Victoria rompió a reír: «No se ría usted, señorita, es más serio de lo que usted imagina. De su elección depende el porvenir. En estos momentos no sabe por cuál de los dos decidirse…» Victoria lanzó un suspiro de alivio y se pasó la mano por el cogote: «Es posible», contestó. «Elija usted al más inteligente. No cometa un error. Podría ser funesto.» Y dio por terminada la visita. No quería hablar más. Decía que fuerzas adversas se lo impedían.
Aquella misma noche Paco volvió a abordarme:
– Ya has oído lo que ha decretado la echadora de cartas.
– No irás a decirme que has tomado en serio esa sarta de memeces -le repuse.
Paco movió la cabeza:
– Tengo miedo.
– ¿De qué?
– De perderla.
– Entonces la quieres.
– Necesito casarme con ella, Carlos. Victoria y yo nos llevamos bien… Además, tú lo sabes: no tengo un duro. Ella será una mujer rica en cuanto muera su padre.
– Pues, adelante, hombre: cásate.
– Pero tú…
– ¿Qué quieres de mí?
– Que abandones.
– No creo ser un obstáculo: jamás me he dedicado a Victoria.
– La impresionas -confesó.
– Intenta impresionarla tú.
– ¿Cómo?
Comprendí.
– Me estás pidiendo que me esfume; de acuerdo: me esfumaré.
A los tres meses se anunció la boda.
Fue un acontecimiento ciudadano; una de esas metas comentadas que a veces convierten los países en provincias.
Se había previsto una ceremonia por todo lo alto, con obispo, con autoridades engalanadas y representaciones gubernamentales.
Hubo comentarios para todos los gustos. Pilar Berruguete dijo: «Al fin te la han pisado, ¿verdad, Carlos?» Y como viera que yo no me inmutaba añadió: «En el fondo no te pierdes nada; la verdad es que no puedo imaginarme a Victoria con traje de novia. Claro que a veces son ese tipo de mujeres las que más encandilan a los hombres…»
Pilar Berruguete quería sonsacarme, conocer el grado de mi decepción. Se nutría de cosas así, tontas y sentimentales. Era como una especie de revista del corazón.
– No te canses, Pilar; por ahora no tengo intención de casarme.
A decir verdad, lo único que me importaba de aquella boda era la posibilidad de volver a ver a Lolita. Sabía que había llegado ya a Barcelona para asistir a la ceremonia. Tenía curiosidad por encontrarme de nuevo con ella. Era una curiosidad impaciente, que a veces me espoleaba en pleno sueño: «Han pasado muchos años…» No podía definir con exactitud qué esperaba de ella. Tal vez que me dijese que no me había olvidado, que seguía queriéndome…
Cuando mi madre me tendió el chaqué, me dije a mí mismo: «Me estoy vistiendo para ella…»
Paco me había encargado que llevase yo el ramo a Victoria. «Por algo eres mi mejor amigo…» Me presenté en el palacete Remo a las doce del mediodía.
Los condes de Remo vivían como habían vivido siempre: con criados uniformados, doncellas con cofia y porteros de librea. Para ellos la guerra había consistido en un simple traslado a Méjico, un veraneo que había durado tres años. Luego, al terminar la guerra, todo había vuelto a su cauce. En aquella época, los padres de Victoria empezaban a estar algo pachuchos y, por descontado, ni el padre ni la madre despuntaban por exceso de inteligencia.
Me hicieron subir por una escalera engalanada con guirnaldas de flores, y al llegar al rellano fueron abriendo puertas hasta dar con el dormitorio de Victoria.
Había fotógrafos, había doncellas, había modistas y había peluqueros.
Los condes me tendieron la mano: «Entra jovencito: Victoria está esperándote.»
La encontré sentada ante el tocador, ligeramente maquillada, su velo de novia rodeando un rostro moreno y desangelado. En cuanto me vio, me tendió la mano. «Conque has traído el ramo…» Lo miraba como si contemplase un choque de trenes o el desbordamiento del río: «La verdad, Carlos: no te pega ese papel.»
Me acerqué a ella y le tendí el ramo:
– Tampoco a ti te pega el tuyo -le contesté por lo bajo.
Victoria mandó que nos dejaran solos. Los fotógrafos protestaron: «Luego -decía ella-; luego sacarán fotografías.»
Al quedarnos a solas cogió el ramo y lo dejó sobre el tocador:
– Un día u otro tenía que decidirme, ¿no te parece?
– No veo por qué: te queda mucho tiempo por delante. Todavía eres muy joven.
– Joven o vieja… estaba condenada al suicidio.
Causaba escalofrío verla tan indiferente, tan fría.
– ¿Qué suicidio?
– Ese: el que voy a cometer casándome con Paco.
Se miraba al espejo, sonreía. Dio un tirón a su velo para apartarlo de la cara y quedó algo rasgado junto a la corona de diamantes que sus padres le habían regalado.
– La verdad es que no puedo imaginarte casada con él.
– ¿Cómo me imaginas, entonces?
Me hablaba desde el espejo, de espaldas a mí, fingiendo una desenvoltura que no podía sentir.
– ¡Qué sé yo! No consigo encasillarte.
Victoria se volvió hacia mí y arqueó las cejas:
– De cualquier forma, ya es tarde.
– No: todavía estás a tiempo. Puedes rectificar.
– No sería ético… Además, no serviría de nada: un escándalo inútil.
Algo fallaba en Victoria, algo que aún no podía descubrir: «le falta una dimensión». Pero no sabía cuál era.
– Luego será tarde, Victoria.
– Siempre es tarde -repuso ella-. Me conozco, Carlos; haga lo que haga, siempre cometeré errores.
Se puso en pie:
– Dile a esa colección de insensatos que entren. Querrán fotografiarnos juntos.
Se llenó el cuarto otra vez. Allá, bajo el dintel, los condes de Remo nos miraban enternecidos.
– Adelante, ya va siendo hora -dijo Victoria.
Parecía María Estuardo cuando la llevaban a decapitar.
– No olvides el ramo -le dije tendiéndoselo.
Lo cogió, besé su mano.
– Nos veremos en la iglesia: buen viaje hasta ella -dijo bromeando.
– Suerte -contesté yo.
Así empezó a convertirse en la señora Moraldo.
Una multitud curiosa se apiñaba en las calles adyacentes a la Merced. Se trataba de la boda del año: una ceremonia abigarrada, sofocante y ostentosa, que el público difícilmente iba a olvidar.
Había invitados de Madrid, de Bilbao y de Sevilla. Gentes todavía advenedizos de paz, que encontraban en aquella boda la culminación de sus aspiraciones. Había también representaciones gubernamentales (aquellos contactos que Paco tan bien cultivaba) y autoridades civiles, y nuevos ricos (mujeres enjoyadas y maridos de vientre prominente) deseando codearse con los «nuevos pobres» (grandezas rancias), los que hipotecaban palacios, fincas y promesas para mantener un nivel que amenazaba descender.
Y peinados tensos a lo «arriba España», enseñando cogotes delatores (idiosincrasias terroríficas que más hubiera valido ignorar). Y miradas inquietas, codiciosas, miradas dispuestas a cazar otras (las que fuera) con tal de no saberse perdidas en olvidos y abandonos… Y silencio; pidiendo a gritos admiraciones torpes, ilusiones absurdas, esperanzas sin futuro…
Busqué a Lolita con la mirada. No la veía. Sin embargo, Paco me había dicho claramente la noche anterior que su hermana había llegado con el «imbécil de su marido». (Paco empezaba a odiar a Raimundo.) Me habían colocado en el presbiterio, tal como correspondía a mi calidad de testigo, y la nave de la iglesia se extendía ante mí como un hormiguero ampliado y rutilante.
Recuerdo que, al entrar Victoria en la iglesia del brazo de su padre, comenzó a llover. Era una lluvia fina, muy parecida a la del norte, y su velo, al subir las gradas del presbiterio, salpicó el plastrón de Paco (a veces los detalles más insignificantes se graban en la memoria con la tenacidad de una garrapata). Paco lo miró con gesto adusto y sacudió con los guantes que llevaba en la mano la salpicadura de su futura mujer.
La señora Moraldo, acomodada ante los testigos, se parecía mucho a ella misma cuando era joven; apenas esbozó una sonrisa al rozar su hijo el brazo de la novia para llevarla al altar. Era una estatua gris aureolada de plumas y taladrada de pedruscos que, a pesar de su indigencia, no había querido vender.
De pronto vi a Lolita. Fue lo mismo que ver un derrumbamiento irreparable; estaba allí, en el segundo banco, transformada, desgarradoramente fea, el vientre abultado y el rostro lleno de manchas amoratadas. Jamás hubiera podido imaginar que aquella criatura, tan idealizada en mis sueños, pudiera llegar a convertirse en un horror semejante.
Cerré los ojos para no verla. No en vano había tardado en descubrirla. La Lolita que yo había conocido era completamente distinta. A su lado, el marido contemplaba la ceremonia como si contemplase la calle: distraído, pendiente sólo de su perfil, de su bigote recortado a lo Adolphe Menjou, indiferente, aburrido y descaradamente avergonzado de que aquel cuerpo que tenía al lado, fuera el de su mujer.
También yo sentí vergüenza por ella, por mí, por todo lo que nos estaba rodeando. Hubiera querido escapar, olvidar aquella visión aterradora, desligarme de todo lo que suponía aquel enjambre de vanidades.
Los novios dijeron «sí», intercambiaron alianzas. Victoria estaba seria. Paco encogía una ceja. Los padres de Victoria se llevaron el pañuelo a los ojos. También yo tenía necesidad de llorar. No por ellos, sino por Lolita, por el espectáculo que me estaba ofreciendo, por la desilusión que, sin quererlo, estaba yo experimentando.
Después nos trasladamos al palacio Remo. El edificio era lo bastante grande para albergar los invitados. (Se había conservado intacto porque durante la guerra había sido habitado por un alto jefe rojo.) Escuchamos la marcha nupcial cuando los novios entraron.
La gente los vitoreaba, levantaba copas para brindar por ellos. Comimos, bebimos, nos dejamos fotografiar y aplaudimos cuando los novios partieron el pastel de boda.
Victoria y Paco sonreían. Eran sonrisas frías, mecanizadas. Sonrisas autónomas que nada tenían que ver la una con la otra.
Pronto se separaron para recorrer las mesas, para hablar con los invitados. Parecía como si se hubiesen casado para eso: para distanciarse enseguida, para alejarse el uno del otro, para divorciarse antes de llegar al lecho conyugal.
Luego bailaron. Un baile anodino, protocolario y estúpido.
Comprendí enseguida que Lolita me rehuía. Probablemente no quería que yo la viera en aquel estado. A veces la vislumbraba, pululando con paso torpe y vacilante por entre la masa de gente que nos rodeaba. No sé aún por qué razón nos encontramos. Quizá a fuerza de rehuirnos llegamos a coincidir. De repente la tuve delante, con su vientre apuntando impúdico mi cuerpo y su mano tendida hacia mí: «Dios mío, cuántos años…» Eran más que años: eran siglos, eternidades.
– Ya ves… -dijo ella.
Quedamos silenciosos, expectantes, como si acabáramos de conocernos, como si entre nosotros jamás hubiera mediado un abismo de amor reprimido y de ilusiones prensadas.
– Esperaba verte -le dije.
– También yo a ti.
Pero mentíamos: ni ella quería que yo la viera, ni yo esperaba encontrarla tal como la veía.
– ¿Cómo va tu pierna?
– La pierna…
Casi no me acordaba de la herida.
– Perfectamente; ya no cojeo.
– ¿Recuerdas…?
De pronto se detuvo. No sé lo que iba a decirme. Quizá algo que ya no tenía vigencia, algo muerto o definitivamente podrido.
– ¿Decías?
– Nada.
Vista de cerca era todavía más fea, menos Lolita.
– Tienes buen semblante…
– ¿Por qué mientes, Carlos?
– Nunca te he mentido.
– Ahora lo estás haciendo.
Se apoyó en la silla, se llevó la mano al vientre.
– ¿Para cuándo esperas? -pregunté.
– Saldré de cuentas dentro de un mes.
– Suerte -le dije.
– Gracias.
– Pareces cansada.
Se sentó en la silla, respiraba con dificultad:
– Lo estoy; el viaje, el trajín, los nervios…
– ¿Cuántos hijos tienes?
– Éste será el tercero…
– ¿Eres feliz?
– ¿Feliz?
Miraba al techo. Parecía como si quisiera leer en la bóveda la respuesta que debía darme.
– ¡Vaya una pregunta, Carlos!
Jugaba con los dedos, los trituraba. Suspiró hondo y procuró sonreír:
– A veces… ¿Qué es de tu vida, Carlos? ¿Tienes novia?
– No. Trabajo, me he cambiado de casa…
– Lo sé; me lo dijo Paco. Has prosperado mucho.
– También tú has prosperado: eres marquesa.
– Me gustaría que fueras feliz -dijo ella entonces.
– Es muy difícil. La felicidad es otra cosa. La felicidad pasó un día por mis manos… Pero me la arrebataron, Lolita.
– Muchas veces me he preguntado qué significa esa palabra.
– Te lo diré: la felicidad es sentir el corazón acelerado porque alguien al que uno quiere está contando esos latidos en su propio corazón… Y escuchar las pisadas de esa misma persona pensando: «Viene hacia mí» y estrechar su mano sabiendo que dirá «Hasta luego…» Y confiar en el futuro, y esperar cartas que hablen de vacas y de niños sobre los pastizales del Norte.
Lolita bajó la vista:
– Entonces la felicidad es algo que sólo pertenece al pasado… No conviene pensar eso.
– ¿Por qué?
– Somos tan incautos, que lo imaginamos siempre mejor que el presente.
– ¿También a ti te ocurre eso?
No contestó. Cogí su mano. La alianza le venía grande:
– ¿Por qué huiste de mí, Lolita?
– Creí que era lo mejor…
Señalé a su marido:
– No debiste casarte con él. Me gustaría saber por qué lo hiciste.
Se encogió de hombros. Retiró su mano de la mía.
– No lo sé -dijo-. Debe de ser un fenómeno corriente. Mucha gente se casa sin saber por qué. De pronto se nos mete en la cabeza que «hay que casarse…» Como Paco: tampoco él sabe por qué se ha metido en este lío.
– Fue un error.
– Siempre cometemos errores: es un privilegio humano -intentó bromear-. Los animales nunca se equivocan.
– ¿Crees tú que si te hubieses casado conmigo hubieras cometido también un error?
– Me temo que nunca podré contestarte a esa pregunta.
Se volvió de espaldas. Luego se levantó. Volvió a tenderme la mano:
– Adiós, Carlos.
– Otra vez huyes de mí.
– Quizá.
Y se fue.
Al día siguiente regresó a Madrid. Yo entré en el Banco con el ánimo decaído. Me sentía vejado, burlado, despojado de algo que hasta entonces me había parecido imposible perder.
En el Banco cundía de nuevo un clímax angustioso: la guerra mundial había dejado huellas profundas y la economía del país presentaba incógnitas a las que nadie podía responder. Desde España era muy difícil saber con exactitud los pormenores de la pasada guerra. El colaboracionismo, la matanza de judíos, los arrolladores crímenes que el nazismo había fraguado, llegaban a nuestra tierra amortiguados, disimulados aún por una prensa vigilada. Se nos daba una versión romántica del asunto, algo que se tardó mucho en desmitificar.
Aunque la virulencia de nuestra primera euforia se había esfumado (por ejemplo las brigadas de la División Azul), surgió de pronto otro tipo de virulencias que desmoralizaban, que provocaban descontentos y que sumían al país en una constante tensión.
Bajo mano y en tono confidencial, los bulos sustituían lo que los periódicos no publicaban. El momento era difícil, muy difícil: Nadie sabía lo que podía ocurrir. «Nos quieen dogá con fútbol, con los toos, peo el pueblo no dueme…», decía don Alberto.
La mentalidad española había empezado a cambiar cuando la guerra mundial se dio por acabada. España buscaba en aquella paz un nuevo drenaje y la conformidad anterior se resquebrajaba. Existía la posibilidad de una expansión extranjera, nuestro desarrollo económico se minificaba y el peligro de la crisis imponía un cambio de estructuras. Fue entonces cuando le propuse a don Alberto instalar una sucursal en Madrid: «Es absolutamente necesario mantener contacto con la capital. La centralización se vuelve día a día más exigente.» Don Alberto dudaba; todavía se aferraba a la idea caduca de una Banca netamente catalana.
Aquella actitud me desazonaba: «No podemos quedarnos rezagados -le dije-. Pronto vendrán los tiempos en que las relaciones bancarias internacionales se impongan y un Banco netamente catalán tendría pocas probabilidades…»
Se quedó mirándome, ceñudo, los ojos ligeramente entornados:
– Estoy cansado, ¿sabes, hijo?
Se sentó en el sillón de su mesa, la mano en la frente, su incipiente calvicie aureolada por unas canas que ni siquiera el rubio de su cabello podía disimular.
Lo recordé en otros tiempos, eufórico, vibrante, alerta a la menor contingencia:
– Muy cansado -repitió.
Estaba cansado de luchar para preparar futuros ciegos y sordos, sin el aliciente de unos hijos definitivamente cegados y mudos, sin la continuidad de su apellido:
– Muchas veces pienso que estoy hecho un Sísifo…
Y esbozó una mueca entre desencantada y despectiva:
– ¿Quees que vale la pena complicase tanto la vida…?
Le dije que estancarse en los negocios era la mejor forma de perderlos. «O avanzar, o retroceder. No hay otra solución.» Mis argumentos no lo convencían. Meneaba la cabeza de un lado a otro: Yo era joven: por eso pensaba así, decía él. Yo tenía ambición. Volvió a mencionar los hijos muertos…
– Le queda una hija.
– Es inútil -contestó él-. Venda un cazadotes y se apovechaá de todo.
¡Qué curioso resulta ahora recordar aquella conversación! Ni don Alberto ni yo podíamos intuir lo que iba a suceder con aquella niña. Alicia, en mi panorama particular, era todavía una circunstancia plana, sin relieve, un hecho esporádico que se producía más allá de cualquier proyecto.
– Nadie tiene derecho a utilizar procedimientos drásticos únicamente para prevenir…
Él insistía:
– ¿No te das cuenta, hijo? Alicia es muy joven y está expuesta a que la engañen.
– Pero le tiene a usted para protegerla, tiene a su madre…
Don Alberto lanzó un soplido violento y alzó las manos en un ademán ambiguo:
– Su made… Bah -dijo-. Mi mujé es muy buena, peo muy tonta.
Era curioso, que don Alberto se expresara así al referirse a su mujer. Nunca había hablado de ella conmigo en aquellos términos. Contemplé el retrato que descansaba sobre la mesa. No se parecía al que había colocado allí antes de la guerra. La efigie que yo estaba contemplando en aquellos momentos pertenecía a una mujer asustada, gruesa y ligeramente crispada por el flash del fotógrafo.
– A pesa de todo, la necesito, ¿sabes, hijo? Uno se acostumba…
No era extraño que don Alberto me hiciera aquel tipo de confidencias. Más de una vez lo había yo sorprendido metiendo mano a su secretaria (una recién llegada de aspecto atractivo que se llamaba Irene) y tal vez considerara que al hablar de aquella forma, justificaba sus deslices.
– La vida también es tonta, y nos gusta -le dije.
No tardé mucho en ver de nuevo a aquella niña que tanto preocupaba a su padre. El cambio que había dado era notable.
Alicia era ya una mujer. Un día entró en mi despacho con paso decidido y sonrisa alegre:
– ¡Hola, Carlos!
– De modo que tú eres Alicia…
Se sentó frente a mí, cruzó las piernas: las tenía bonitas, esbeltas, de tobillos finos y pies alargados. No se parecía a su padre. Sólo había heredado de él el colorido de sus ojos.
– ¿Cómo te ha ido por Portugal?
– Aprendí pintura… Te habrán dicho que me gusta el arte.
Me chocaba que una mujer como ella se interesase por la pintura.
– Me alegro -dije-: una buena solución para no aburrirse.
Alicia pareció ofenderse.
– Estás en un error. No pinto para distraerme. Pinto porque lo necesito.
Rectifiqué enseguida:
– Perdóname: no quise ser grosero.
Tardó mucho en entrar en materia. Primeramente me habló de su padre: lo admiraba, lo quería. A su madre ni siquiera la mencionó. Al final expuso el motivo de su visita: «Se trata de informe bancario.» Una amiga suya se había hecho novia de «desconocido»: «Uno de esos hombres que surgen no se sabe dónde y que prometen lo que a lo mejor no existe…» Alicia hablaba con un tonillo despectivo, un poco pedante: «Y sus padres han pedido que averigüe la verdad a través del Banco.»
Me dio el nombre, las señas:
– Descuida -le dije-. Te pondré al corriente en cuanto me entere.
Me suplicó sigilo: no había querido pedirle aquellos datos a su padre para que nadie se enterase. «Mi amiga nunca me lo perdonaría.» Le agradecí sus muestras de confianza: «Sabré corresponder», prometí.
La acompañé hasta la puerta de la calle:
– Espero tu respuesta, Carlos.
La vi perderse paseo de Gracia arriba, su andadura ágil, todavía un poco desgarbada.
Aquella noche le hablé de ella a mi madre. «Ha venido la niña Salcedo…» Le expliqué el motivo de su visita. Recuerdo que mi madre me escuchaba ceñuda. No estaba acostumbrada a que yo le diera tantas explicaciones. Desde hacía algún tiempo nuestra vida en común se reducía a intercambiar frases sin importancia, preguntas anodinas: «¿Qué quieres comer? ¿Has dormido bien? ¿Te acostaste muy tarde anoche?»
– Así que has visto a Alicia -machacó ella-. Ha cambiado mucho…
También mi madre había cambiado: su religiosidad, iniciada, poco antes de empezar la guerra, se había desarrollado en ella de modo inequívoco. Nunca me espoleaba ya con la necesidad de alcanzar «metas». Para mi madre sólo existía una: formar parte del peregrinaje hacia el cielo. Cuando terminamos de hablar, se acercó a un cuadro para enderezarlo:
– Cuidado, hijo.
– ¿A qué te refieres, mamá?
Me daba la espalda: la tenía ya ligeramente encorvada, con ciertas prominencias bajo las paletillas.
– Alicia no está hecha para ti.
– No sé por qué se te ocurren esas cosas, mamá: Alicia es mucho más joven que yo. Además…
Se volvió de repente:
– ¿Además qué?
– Además no es mi tipo.
– Lo celebro -dijo-. Si te casaras con Alicia, la gente murmuraría. En fin de cuentas, tú no eres más que un empleado del Banco.
– No eres justa, mamá: soy algo más que eso.
– No irás a considerarte importante por tener unas miserables acciones…
– Soy el director adjunto.
– Eso no impide que sigas siendo un empleado.
– No tardaré mucho en ser algo más.
Mi madre lanzó un suspiro; me miró fijamente:
– A veces me das miedo, Carlos.
– ¿De qué?
No contestó. Cambió de conversación. Me preguntó por Paco. Le dije que continuaba en plena luna de miel.
– Vas a echarlo de menos -dijo mi madre-. Una vez casado…
Se levantó, cruzó las manos y las dejó caer a lo largo del cuerpo:
– Lo malo de Paco es que se ha convertido en el marido de su mujer. Será un esclavo de ella toda la vida.
Le di un beso en la frente:
– Si lo que te preocupa es que yo acabe como él, tranquilízate, mamá; nunca seré el marido de Alicia.
Y efectivamente, no lo fui. Pero me casé con ella.
Empezó todo con mi llamada telefónica para darle el informe que había solicitado; me citó en Parellada, para que los del Banco no sospecharan lo que tramábamos. Las noticias no eran halagüeñas: poca solvencia, muchos gastos para figurar, escasos conocimientos comerciales… Alicia acariciaba su vaso de Coca-Cola: «Lo suponía… Si mi amiga no fuera tan rematadamente terca…»
– Lo siento, Alicia: hubiera querido que los informes fuesen más halagüeños.
Después vinieron los encuentros casuales: «Me alegra volver a verte…» Enseguida surgieron los encuentros intencionados: las cenas en «Las Siete Puertas», en merenderos de la Barceloneta, en lugares ignotos donde sólo se veían parejas que no deseaban ser vistas. Nos hicimos confidencias. Le hablé de Estrella, de la persecución de que habíamos sido objeto, de mi actuación en el frente, de mi herida…
Alicia me contemplaba alucinada, entre admirada y temerosa. Cuando terminaba de hablar me rogaba: «Continúa… Es tan apasionante todo lo que me cuentas…»
Cierta noche, al acompañarla a su casa, detuve el coche en la esquina de la calle. Los Salcedo llevaban mucho tiempo afincados en una torre de Sarria. Entonces, aquel barrio era silencioso y poco frecuentado. Me preguntó por qué me detenía: «Me cuesta separarme de ti…» Cogí su mano. «¿Sabes, Alicia? Es malo acostumbrarse a una persona… Luego, cuando se pierde, nos deja hechos cisco…»
Pasó algún tiempo sin que las cosas se alterasen. Un día le dije que no volvería a salir con ella: era ya verano, un verano cálido que presagiaba un invierno frío. Alicia, al día siguiente debía marcharse a Can Pou, la finca que los Salcedo tenían en la Costa Brava.
– Será mejor que nos despidamos para siempre.
No entendía aquella súbita decisión mía:
– ¿Por qué, Carlos? ¿Por qué?
La cogí en los brazos y la besé:
– ¿Lo comprendes ahora?
– No, no lo comprendo.
– Estoy jugando con fuego y no quiero estropear nuestra amistad. Volveremos a vernos cuando te haya olvidado.
Alicia lloraba. La estreché de nuevo entre mis brazos: «Por favor, Alicia, no llores…»
Pero no había forma de sosegarla.
– ¿No te das cuenta de que no puedo casarme contigo?
Se aferraba a mí desesperada, como si la idea de apartarme de ella pudiese matarla.
– ¿Por qué no, Carlos…? Yo te quiero…
– Hay un abismo entre nosotros.
Negaba ella incrementando su llanto: «No es cierto: papá te admira, te quiere… Siempre habla de ti…» Pero yo insistí: «Si supiera lo que está pasando entre nosotros, me odiaría…»
– Mi padre jamás te odiará, Carlos… Te pareces a él. Siempre me lo está diciendo.
– Al fin y al cabo no soy más que un subordinado suyo, un empleado que vive de su trabajo… No tengo fortuna.
– ¿Y eso qué importa?
Alicia era joven, no podía intuir lo que se esconde tras un hombre que no tiene fortuna. «Mi hombría y mi ética…»
Nos separamos como dos enamorados sin futuro.
– Que pases un feliz verano… -le dije.
Al cabo de unos días, don Alberto entró en mi despacho. Parece que lo estoy viendo: tenía el rostro congestionado por el calor y sus ojos centelleaban en el tostado de la piel:
– Vengo a invitate a mi casa de la Costa…
Presentí que lo sabía todo. Pero me hice de nuevas:
– ¿Lo juzga usted oportuno?
– Alicia me ha pedido que te invite.
– ¿Entonces ha sido ella? Lo siento: no puedo aceptar.
– ¿Po qué?
– Es difícil de explicar, don Alberto… Pero voy a ser sincero. Alicia me gusta demasiado y no quiero estropear nuestra amistad.
– Eso es una bobada.
Guardé silencio. Don Alberto prosiguió hablando. Me describió la finca: «Una especie de edén…» Me habló de la torre: restos románicos de un poblado que ya no existía. Decía que su padre la había reconstruido hacía muchos años: «Alicia tiene allí su estudio…» Detalló la playa: podría bañarme todos los días y descansar… Era un lugar tranquilo, sin bañistas, sin interferencias vecinales…
– No insista, don Alberto.
Pero insistía. No estaba dispuesto a admitir chiquilladas. Si Alicia y yo nos gustábamos, no había motivo para que yo me hiciera el remolón, decía.
No voy a negarlo: él mismo fomentó mi acercamiento a su hija. Tenía la convicción de que yo era el hombre que le convenía: «Me basta tu foma de actuá paa compendé lo que vales…» Decía que yo era el único hombre que podía salvarla de los cazadotes, que yo conocía el valor del dinero, que yo sabía lo que suponía el esfuerzo de ganarlo…
Encontré a Alicia morena, bellísima, sonriente. Y don Alberto se frotaba las manos de satisfacción. Por fin iba a recuperar un hijo. Yo todavía me defendía: «No quisiera convertirme en el marido de mi mujer.» A don Alberto le complacía que yo dijera cosas así: «¿Quién habla de eso…?» No comprendía aún que aquel tipo de expresiones eran mis garantías, mis pobres garantías de honestidad.
Después vino el otoño con los consabidos preparativos: el piso, el ajuar, la elección de los muebles, los regalos de boda…
Cuando Paco lo supo, se le volvía la saliva espesa de envidia: «Vaya pez gordo que has pescado…» Le dije que tampoco el suyo era manco: «Tonterías: hasta que mi suegro muera, Victoria no podrá ser rica.» Cuando le pregunté cómo funcionaba su matrimonio, encogió la ceja:
– No puede funcionar mejor -dijo-. Victoria es un gran compañero, un formidable camarada.
Faltaba muy poco para la boda cuando mi madre, en su intento moralizador, me preparó la celada religiosa. Una noche, al llegar a casa, me encontré de nuevo con el padre Celestino: estaba en el salón, su sotana otra vez impecable, sus cabellos totalmente blancos y su figura de asceta ligeramente adulterada por una obesidad incipiente.
– Carlos, hijo…
Me dio un abrazo apretado, mucho más expresivo que el que me había dado la mañana de su expulsión.
– Ya lo ves: aquí me tienes, dispuesto a dar guerra, como antes.
Me quedé tan sorprendido que no sabía qué decirle.
– Ya no te acordabas de mí: confiésalo.
Había llegado de América hacía pocos días y traía consigo un estilo nuevo, más desenvuelto y menos jerárquico.
Al parecer llevaba un buen rato con mi madre. Lo comprendí porque su copa de jerez estaba casi vacía.
– Me han dicho que vas a casarte.
Me preguntó por Alicia. Hablé de ella con entusiasmo. Era necesario darle la impresión de que realmente la quería. «Será religiosa.» Asentí aun cuando no estaba muy seguro de que Alicia lo fuera. Cumplía con el precepto dominical y, según afirmaba, comulgaba por Pascua. En suma, Alicia realizaba aquello que en los años cuarenta hacía todo el mundo más o menos decente. Mientras yo hablaba, el padre Celestino me iba escudriñando. Probablemente mi madre lo había mandado llamar para que me confesara: decía que el matrimonio era un sacramento y que, antes de recibirlo, debía estar en gracia de Dios. Para desviar la cuestión, volví al tema de Alicia:
– Le gusta pintar: tiene temperamento artístico. Es muy sensible.
La verdad es que los cuadros de Alicia me parecían nauseabundos. Pequeños engendros que servían únicamente para que la familia se extasiara ante ellos y para que Alicia justificara sus deseos de ser algo más que una rica heredera sin importancia, un simple objeto de lujo.
El padre Celestino escuchaba complacido. No se cansaba de oírme hablar. Se empeñaba en sondear mis ideas, como había hecho siempre. Me habló de política. Quería saber qué opinaba yo. Le dije que España andaba a la deriva y que seguiría bamboleante hasta que Franco señalara pautas. Aunque se habían promulgado las Leyes Fundamentales, todavía no se hablaba de sucesión. Daba la impresión de que Franco se consideraba eterno, y los monárquicos, nostálgicos de sus formas de vida pasada, comenzaban su protesta solapada, poniendo zancadillas clandestinas para fomentar el malestar. El reciente manifiesto de Don Juan los había soliviantado: querían la restauración a toda costa. Para ello se escudaban en el boicot extranjero que el país estaba experimentando y padeciendo. Pero también le dije que todo aquello me tenía sin cuidado; que la política no me interesaba, que a lo único que aspiraba yo era a vivir en paz, con Franco o sin él, con monarquía o con falangismo…
– ¿También con comunismo?
– Si el comunismo aceptase un sistema capitalista, ¿por qué no?
– Pero tú… Tú has hecho la guerra, Carlos, deberías ser consecuente.
– Se equivoca, padre. Yo no hice la guerra: fui su víctima.
Cuando la conversación fue subiendo de tono, mi madre entró en el salón. Se comprendía que estaba incómoda. Le molestaba recordar temas que, en otros tiempos, la habían mantenido en vilo:
– Aunque parezca una insensatez, yo creo firmemente que la guerra la hicieron los que no lucharon.
Mi madre intervino:
– Carlos siempre dice que la guerra la preparamos nosotros, los mayores… ¿No es eso? Más de una vez me lo ha reprochado.
– Comprendo -dijo el padre Celestino-. Estás resentido.
No era exactamente resentimiento: era disconformidad, frustración, vacío… Algo que daba al traste con los ideales, una especie de necesidad de llevarle la contraria a los que se habían nutrido de sueños absurdos, como Jaume Palafell, los Moraldo, los Tramachos, los Paquitos, a todos los que en otros momentos había yo oído perorar como si cada uno de ellos tuviera razón.
– No creo en los ideales, padre: se han cometido demasiados horrores a expensas de ellos.
– Sin embargo, son precisamente los ideales los que mueven el mundo -contestó él.
– Yo me contento con vivir.
Supongo que la impresión que le causé aquel día al padre Celestino fue lamentable… Cuando se hubo marchado, mi madre me recriminó por mi actitud:
– Has estado demasiado derrotista. Carlitas. El padre Celestino no merecía esos desplantes.
– Lo siento -me acerqué a ella, acaricié sus mejillas-. No te preocupes. Arreglaremos el asunto. Le propondré que nos case.
Aceptó.
La boda se celebró en enero. El día amaneció radiante. A pesar del frío, la ciudad asumía un tinte de primavera.
De aquella ceremonia y de todo lo que vino después conservo un recuerdo difuso, con algunas pinceladas relevantes que enturbian todavía más el conjunto. Destaca mi suegra (escaparate de perlas y brillantes), su voz saltarina hartándose de llamarme «hijo»; don Alberto (convertido ya en burgués orondo), llevándose el pañuelo a los ojos; Alicia, etérea, vaga, envuelta en tules, y suspiros. Sonriendo, entregando el ramo a su mejor amiga (la de los informes bancarios). Pilar Berruguete de Pérez haciéndose la enterada, la celestina, la sabihonda… Mi madre… (No me avengo a recordar a mi madre tal como la vi aquel día) parecía triste, despegada de todo, sumergida en lucubraciones sórdidas que sin duda alguna le estaban haciendo daño.
El padre Celestino no quiso asistir al banquete. Se despidió de mí en cuanto finalizó la ceremonia: «Que seas muy feliz, Carlos.»
No se parecía a la boda de Paco. Faltaba el núcleo de aristócratas forasteros que los Moraldo y los Remo se habían propuesto cultivar para dar tono al banquete.
Mi boda era mucho más modesta. La representación aristócrata se reducía a las pocas familias de raigambre catalana que yo conocía: los Sobrado, los Repecho, los Cabeza de Moro, los Trigo, los Cascote…
En cambio, había una nutrida representación financiera: banqueros, textiles, capitalistas y fabricantes de todos los ramos.
Mi suegro contribuía notablemente a que mi posición social adquiriese dimensiones relevantes: «Aquí tienen ustedes a mi yeno… -decía regodeándose-. Un futuo hombe de empesa que daá que hablá…» La confianza que mi suegro depositaba en mí fue un gran apoyo aquel día.
Paco Moraldo había aportado también su grano de arena: al fin pude conocer al famoso Justo Fuentes. Era un hombre maduro, de mirada serena y porte sobrio, que, al parecer había llegado a Barcelona dos días antes de mi boda y, al enterarse Paco, se había adjudicado el derecho a invitarlo: «Justo también acaba de casarse», comentó cuando me lo presentó… «Pero su mujer se ha quedado en Madrid…»
Todo eso lo recuerdo entre brumas, igual que uno de esos relatos que nos impresionan cuando somos niños y que, cuando crecemos, no podemos distinguir si los vimos o sólo fueron explicados…
Me dolió que Lolita no asistiera a mi boda. Sin embargo, la olvidé enseguida. Alicia, aquel día, estaba verdaderamente bonita: tenía las mejillas encendidas y por los ojos le brotaba la felicidad que estaba experimentando.
De pronto vi a mi madre: me estaba mirando desde el otro lado de la sala. Era como si me estuviera reprochando algo que no decía.
Paco habló de Alicia: «Te has casado con un bombón…» Había bebido unas copas de más y empezaba a enrojecérsele la nariz. Pregunté por Victoria, me dijo que la había perdido de vista hacía ya mucho tiempo…
Recuerdo que, en aquellos momentos, Alicia se colgó de mi brazo: «Espero que nuestro matrimonio no se parezca al de Paco…», me deslizó al oído.
Después, la plaga de fotógrafos… Las firmas del menú.
Nos fuimos temprano. Aquella noche cenamos en el hotel Florida del Tibidabo. Fue una cena expectante, anquilosada, sin excesiva conversación.
Desde allí, la ciudad se extendía enorme con sus mil ojos apuntando al cielo. Al bajar de nuevo a ella, Alicia dijo que no podía ser más feliz. Teníamos habitación reservada en el hotel Ritz. Nos habían acomodado en la cámara nupcial, llena de flores y con una botella de champaña (obsequio de la casa). Bebimos, brindamos.
Recordé a Estrella, recordé a Paloma… Alicia jamás podría ser como ellas.
Así comenzó nuestro largo período en común: revestidos de apariencia.
Primero fue el paisaje de Niza, con su luz estallante reverberando sobre un mar todavía frío. Luego París: teatros, music-halls, itinerarios turísticos: olvidos de una guerra en aquella paz recién nacida. Indicios de una era envuelta en náuseas y existencialismos. Nostalgias de un romanticismo que empezaba a estorbar. Y cansancio. Fatiga de no fatigarnos. Sensación de flotar, de vivir sin sensaciones. Y unos deseos locos de volver a España, de recuperar nuestro paisaje de siempre.
Un día Alicia me sorprendió mirando por la ventana el obelisco de la Place Vendôme:
– Te aburres, ¿verdad, Carlos?
– ¿Por qué dices eso?
– Llevas varios días bostezando continuamente.
Se había echado en la cama, envuelta en una bata de encajes.
– Tengo la impresión de que nuestro viaje de boda te está defraudando.
Me acerqué a ella; cogí su cara entre las manos.
– No vuelvas a mencionar semejante aberración. No tolero que hables así, Alicia… A no ser, naturalmente, que la defraudada seas tú.
Se incorporó: miraba las iniciales de la sábana, jugaba con ellas. Suspiraba. Y el obelisco seguía allí, con sus jeroglíficos misteriosos y su punta enhiesta señalando un cielo encapotado.
– No lo sé -confesó-. Hay momentos en que tengo la impresión de haberme casado con una sombra.
– Quieres decir que te has equivocado…
Agachó la cabeza. No podía ver la expresión de su cara.
– Yo te quiero, Carlos… Pero tú… ¿estás seguro de quererme?
– ¿Crees tú que si no te quisiera me habría casado contigo?
Lanzó un suspiro hondo, asintió. Dijo luego:
– Será mi falta de experiencia… No sé lo que me pasa. A veces tengo la sensación de que nunca llegarás a ser completamente mío… Y lo que es peor: tampoco yo soy plenamente tuya… Hay algo que nos lo impide. ¿Podrías decirme qué es?
Procuré quitarle de la cabeza aquella idea. Le propuse visitar el museo del Louvre. Sabía que aquella proposición la complacería.
Recuerdo que al entrar allí una corriente helada nos salió al paso. Frente a nosotros, en el primer rellano de la escalera, Niké presidía la escalinata. Era como si sus alas se hubieran agitado al vernos entrar: «La Victoria helando», pensé. Anduvimos por las salas desconectados el uno del otro: contemplando las obras en silencio. Alicia se detenía en los lugares más inesperados. Decía que había pintores que enriquecían y otros que empobrecían.
– Tú no puedes comprender eso -me lanzó al fin.
– A veces puedes ser altamente impertinente, querida Alicia.
Se volvió hacia mí sorprendida.
– ¿Por qué te ofendes, Carlos? Siempre me has dicho que el arte no te interesa.
Pero me molestaba que me diera lecciones. Y, aunque tal vez ella no se lo propusiera, me las estaba dando.
– Perdóname -acabó diciendo.
Y continuó recorriendo las salas sin despegar los labios.
Cierta mañana Alicia se despertó llorando. Decía que había tenido un sueño perturbador. «Lo malo del caso es que no puedo recordarlo…»
Sollozando, se llevó las sábanas a la cara para secarse el sudor que empapaba su frente:
– Tenía que ver contigo, Carlos, y con alguien más… Una horrible mujer sin rostro…
– Ya empiezas con tus fantasías.
La cogí en brazos: intenté tranquilizarla. La besé; eran besos desabridos, pobres, exactamente igual que el viaje que estábamos realizando.
Aquel mismo día recibimos un telegrama de España. En él nos comunicaban que mi madre había caído enferma. Alicia comentó: «Tal vez el sueño fuera eso…» Llamamos por teléfono. La voz de mi suegra era un puro gorgorito. Se expresaba con el tonillo solemne que utilizaba cuando recitaba poesías: «Venid pronto: se ha puesto muy grave… Una embolia…» Mi suegro le arrebató el auricular: «Todavía estáis a tiempo.»
Pero cuando llegamos a España, mi madre había muerto sin recuperar el conocimiento.
Dolores se cuidó de amortajarla. Y yo contemplé su cuerpo inmóvil sin experimentar la menor emoción. De hecho, para mí, aquella inmovilidad había empezado hacía infinidad de tiempo.
En cambio, Alicia lloró mucho. Era absurdo que la nuera mostrase mayor disgusto que el propio hijo. Pensé entonces que acaso Alicia estuviera llorando por ella misma, por sentirse tan muerta como mi madre, por percatarse que mi frialdad ante aquel cadáver estaba alcanzando a ella también.
La dejé llorar sin consolarla, sin agradecerle el llanto.
También doña Alicia lloraba y suspiraba y me llamaba hijo… Sin duda se acordaba de sus hijos muertos, de aquellos remedos humanos que nunca podría recuperar… Y don Alberto se mordía los labios, nervioso, sin saber exactamente qué actitud debía adoptar: «Fue una mujé luchadoa -repetía obsesivamente-, una gan pesonalidad…»
Al desalojar la casa comprendí que mi suegro tenía razón. A veces los objetos que los muertos abandonan resultan más elocuentes que sus propios dueños. Aquel álbum de fotografías… «Ya he tomado diez baños, Carlitos…» Aquel tren que un día me regalaron a fuerza de quitar horas al sueño… Mi primer pantalón largo, guardado cuidadosamente con bolas de alcanfor… Sus tijeras, ágiles y puntiagudas, sobre el cesto de la costura, con los mangos desgastados de tanto usarlas…
– ¿Crees tú que nos estará viendo ahora? -le pregunté a Alicia.
Asintió ella con el buche lleno de sollozos:
– Naturalmente -dijo-. Los muertos nunca nos abandonan.
El padre Celestino se ocupó de las exequias. Fue un entierro tan lujoso como el del tío Rodolfo: un entierro que a ella no le hubiera gustado presenciar.
El simple hecho de haberme convertido en yerno de Alberto Salcedo era suficiente motivo para que el entierro de mi madre fuese nutrido. Estreché manos que hasta entonces me habían parecido distantes, escuché condolencias en boca de personajes encumbrados, autoridades y también sirvientes… Esa larga estirpe de sirvientes que a veces «visten» tanto como un grupo de la alta sociedad.
Rostros que hasta entonces me habían parecido inasequibles, se acercaban a mí, me llamaban don Carlos, me sonreían…
Aquel día Alicia y yo almorzamos en la casa de sus padres. Fue sofocante. Al llegar a los postres mi suegra me comunicó que había compuesto una poesía en memoria de mi madre. Recuerdo que empezaba así:
Se nos fue Remedios,
se quebró su tallo,
se quedó sin medios
de evitar el fallo.
No sé cómo pude aguantar toda la recitación sin reírme. Creo que me lo impidió el malestar que demostraba don Alberto y la vergüenza que pasaba Alicia. «Se lo agradezco, doña Alicia, muy conmovedor…» Mi suegra se esponjaba:
– Pues tengo muchas más, hijo. Si te gustan, algún día te las recitaré todas…
Le dije que me complacería sobremanera. Y Juan Villoria, convertido en perfecto mayordomo, sonreía admirado, extasiándose ante aquella escena hogareña y tradicional, mientras escanciaba el café.
Era curioso contemplar a Juan Villoria en sus funciones domésticas. Durante años había aspirado a convertirse en lo que era: un camarero de casa rica. Debía de ser magnífico soñar con metas tan fácilmente alcanzables…
Cuando se dirigía a mí, ya no me llamaba «mi sargento», me llamaba don Carlos y, por supuesto, nunca se tomó la libertad de recordarme que, en otros tiempos, los dos habíamos sido botones de la Banca Salcedo.
Después vino la larga y difícil adaptación de la vida matrimonial. Aburrimientos paliados con recursos más aburridos todavía: las funciones de ópera, las reuniones sociales, la casa de los amigos de mi mujer, las mañanas domingueras en el polo o en el tenis, las sesiones de bridge… Y Alicia procreando cuadros, llenando la casa de pinturas horrendas (tan fétidas como las poesías de su madre) exigiendo una alabanza en cada pincelada y repitiéndome, cuando ponía en duda su talento, que «yo no entendía», que «yo no era capaz de distinguir lo que era arte de lo que no era…»
Poco a poco me fui habituando a aquellas salidas de tono. Pero al año de casados yo me había distanciado de mi mujer gracias a la costumbre de no prestarle atención.
Aunque continuábamos durmiendo juntos, el día lo pasaba prácticamente alejado de ella.
De repente, empezaron a lloverme consejos de administración. Proposiciones ventajosas, negocios marginales que auguraban un porvenir risueño. Lo acepté todo. Era mi gran excusa para estar fuera de casa.
Al final, tras la guerra europea, España había dado un viraje total en el terreno económico. El panorama interno, tal como le había vaticinado yo a mi suegro, empezaba a presentar síntomas de deflación: los créditos, al restringirse, habían creado problemas en las industrias poco solventes, y los comerciantes pequeños amenazaban ruina. Aunque no pudiera hablarse propiamente de crisis, era indudable que ciertos sectores de la industria estaban experimentando grandes pérdidas, y la gente empezaba a alarmarse. Se hacían cábalas sobre el futuro: «La igidez fanquista nos está aislando del mundo», insistía don Alberto. Por lo pronto Inglaterra, Francia y los Estados Unidos nos excluían abiertamente de cualquier negociación. Fue entonces cuando el nombre de Justo Fuentes empezó a tener verdadera resonancia. Al parecer, sus gestiones diplomáticas y sus asesoramientos económicos estaban influyendo notablemente en las altas esferas. Le rogué a Paco que me pusiera en contacto con él. Prometió hacerlo en cuanto se terciara.
Los momentos eran críticos, pero desde mi atalaya bancaria era fácil detectar la solvencia de ciertas propuestas. Fue en aquella época cuando creé «Productos gastronómicos C.H.S.A.» (Carlos Hondero, Sociedad Anónima). Eran pequeños monopolios conseguidos a fuerza de asumir quiebras pequeñas: envases de legumbres, frutas, carnes, pescados… Todas las industrias alimenticias que no podían subsistir por sí mismas, iban cayendo en mis manos.
Don Alberto se alarmaba: «Quien mucho abaca…» Pero acababa invirtiendo capital en la sociedad. También de entonces data la creación de la Industria Cepaca: «Cerámicas, Pavimentos y Carpintería», altamente apreciada en el ramo de la construcción.
Con frecuencia mi mujer se quejaba de mi continuo ajetreo: «Nunca imaginé que me casaba contigo para dejar de verte…» Mi reacción era inmediata: «Si lo que pretendes es que me convierta en un semental, estoy dispuesto a renunciar a todo.»
– No se trata de eso, Carlos. Se trata de vivir. ¿Crees tú que tanto ajetreo puede considerarse vida?
Pero lo que llegó a exasperarla fue la intención que yo tenía entonces de adquirir un piso en Madrid:
– Tú verás lo que haces, Carlos. Al parecer no te basta poner calles de por medio… Ahora quieres poner carreteras.
Aquel día me sentía belicoso. Le dije que no tenía derecho a interpretar mis sanas ambiciones como un pretexto de separación: «Al fin y al cabo, mis continuos viajes a Madrid lo están exigiendo.»
Nos encontrábamos en el salón de nuestra casa (la misma que habíamos estrenado después de nuestra boda). El ventanal, abierto de par en par, daba a una terraza desabrida saturada de plantas exóticas, a las que Alicia profesaba una especie de admiración fanática:
– A veces pienso que te has casado conmigo únicamente para realizar esos malditos proyectos tuyos…
Me puse en pie. La miré como si la fulminara. Alicia me contemplaba desde el sofá, encogida, hecha un ovillo, asustada:
– Has estado inoportuna, Alicia, muy inoportuna.
Parpadeó. Mi actitud debió de sorprenderla:
– Era una broma -murmuró.
Pensé: «Está hablando igual que Paco.» También él lo echaba todo a broma cuando se equivocaba.
– Buenas noches, Alicia.
Salí de casa. Era la primera vez que reaccionaba de aquel modo. Fue como romper un precinto: un precedente irreversible que ya no podía volver atrás.
Me presenté en la vivienda de Paco. Lo encontré en la biblioteca hablando por teléfono. Al verme llegar a una hora tan desusada, colgó el auricular y se acercó a mí:
– ¿Qué ocurre?
Pregunté por Victoria. Me dijo que se había quedado a cenar en casa de unos amigos.
– No te extrañe: Victoria y yo somos un matrimonio civilizado y hemos hecho un pacto de «no agresión». Ella lleva su vida y yo la mía. Es la mejor forma de entendernos.
– Una buena premisa -dije yo-. De ahora en adelante voy a hacer lo mismo con Alicia.
Me senté junto al ventanal. El calor de la noche se metía de lleno en la biblioteca.
Me fijé en el mobiliario: era barroco y plomizo. En la chimenea se alzaban los retratos de don Juan y de doña Mercedes, debidamente firmados y dedicados.
– De acuerdo -dijo Paco-. A las mujeres hay que enseñarlas desde el principio a no entremeterse en nuestros asuntos.
– Alicia está abusando de mí -expliqué-, de mi buena fe, de mi ingenua fidelidad…
Paco dio un palmetazo:
– A ti lo que te hace falta es distraerte… Llevas demasiado tiempo metido en esos complicados negocios. El mundo está lleno de mujeres normales capaces de compensar tus esfuerzos…
Me contó entonces que él tenía una amiga.
– ¿Y Victoria lo sabe?
– Probablemente lo intuye. No le importa. También ella debe de tener sus historias. Lo esencial es que entre nosotros reine la mejor armonía.
Se expresaba igual que los antiguos: aquellos que jugaban el golf en el club de Pedralbes, que gustaban de las zarzuelas, de las varietés y que admiraban a Freudman. Me acordé de lo mucho que se había escandalizado Paco cuando se entero de que su tío Lorenzo engañaba a su mujer. Sin embargo, él hacía ya lo mismo.
– Llegará un tiempo en que esas cosas carecerán de importancia, Carlos. El mundo evoluciona y nadie podrá impedirlo. La tiranía de la mujer única no puede durar.
Aquella misma noche reanudamos juntos nuestra vida de solteros. Recorrimos varias boîtes, nos emborrachamos, nos agenciamos mujeres… «Como en los buenos, tiempos», decía Paco. Y en su euforia recitaba párrafos extraídos del Fuero de los Españoles: «Hay que tener respeto a la dignidad, la integridad y la libertad de la persona humana.»
– Así que ya lo sabes, Carlos: que nos respeten.
Cuando llegué a casa, Alicia dormía. Procuré levantarme antes de que despertara. Le telefoneé desde el Banco para comunicarle que, aquella misma tarde, salía para Madrid:
– Estaré dos días fuera: asuntos Salcedo. El director de la sucursal madrileña me reclama…
Cuando quería justificar mis ausencias ante Alicia no tenía más que pronunciar la frase clave: Asuntos Salcedo. Los asuntos Salcedo eran inviolables para ella.
Pero aquella vez, Alicia dio la callada por respuesta:
– ¿Me has oído, Alicia? ¿Estás ahí?
– Sí, Carlos.
– ¿Qué te he dicho?
– Que te vas a Madrid por asuntos Salcedo.
– Entonces, hasta luego: pasaré por ahí para recoger el equipaje.
Poco tiempo después conocí a Serena.
Alicia se había instalado en Can Pou con su madre y yo iba a visitarla, con mi suegro, los fines de semana. Can Pou era entonces todavía una finca poco explotada, sin carreteras para circular por ella, con una masía antigua acondicionada para vivienda moderna y un torreón en lo alto del otero, que en otros tiempos debió de pertenecer a una fortaleza musulmana.
Para los Salcedo, aquel torreón era el orgullo de la finca. Según explicaba don Alberto, su padre lo había mandado reconstruir sin apartarse de las exigencias arquitectónicas. Alicia había instalado su estudio en lo alto y desde allí podía otear la finca entera.
– Un lugar maravilloso -decía mi suegra-, un lugar para inspirarse… Lo malo es que Alicia nunca me deja subir a su estudio.
Para Alicia, la vida en Can Pou se reducía a bañarse por las mañanas y a pintar por las tardes. Sus amigos (aquellos jovencitos que al principio de nuestro matrimonio me había querido imponer) apenas nos visitaban ya. Mi presencia debía de resultarles incómoda. La diferencia de edad que mediaba entre mi mujer y yo era considerable. Y esa circunstancia contribuyó a que Alicia fuera quedándose cada vez más sola.
Le costaba congeniar con mis amigos. No llegaba a entender las bromas de Paco. Decía siempre que eran siniestras y que no tenían ni pizca de gracia. Sobre todo cuando se refería a sus cuadros: «No hay duda, Carlos: te has casado con un genio…» Lo peor del caso es que doña Alicia solía tomar en serio las burlas de Paco: «Eso digo yo: no hay duda. Alicia ha sacado mi veta artística.»
Alicia enrojecía, se replegaba en sí misma y salía de la habitación sin soltar prenda. «Buena la has hecho, Paco: ya la tendremos mosca para todo el día.»
Alicia no podía sufrir que su madre dijera que se parecía a ella. Por eso, cuando alguna vez yo me enfadaba con mi mujer, lo primero que la echaba por delante era su parecido: «Tiene razón tu madre: eres un calco suyo.»
Las visitas de Paco y Victoria a Can Pou dejaban siempre algún rastro. Alicia sufría. Comprendía que su madre era el bufón de aquel matrimonio. A Paco le divertía especialmente hacerla recitar. Doña Alicia no vacilaba. Echaba mano de su repertorio y ya no paraba hasta que su hija, desesperada, le decía: «Bueno, mamá, ya está bien de poesías.»
Cuando nos quedábamos a solas los comentarios eran siempre despiadados: Paco y Victoria se cebaban con ella hasta reventar: «Comprendo lo de tu suegro: eso de tener que hacer el amor entre rimas debe de ser muy duro… Al menos con la secretaria no tendrá ese problema…»
Al anochecer, solíamos ir al pueblo cercano. El furor turístico aún no se había iniciado; sin embargo, el ambiente iba cargándose de normas futuras, de excentricidades en cierne, que andando el tiempo parecerían normales. A veces, cuando nos hartábamos del paisaje, nos íbamos a los pueblos cercanos desafiando el firme inmundo de las carreteras, rompiendo neumáticos, ballestas y muelles. La cuestión era agitarse mucho, buscar horizontes distintos, justificar evasiones que poco a poco iban resultando inevitables.
Al principio, Alicia se adhería a nuestras correrías sin demasiado entusiasmo: por obligación, porque la mujer debe ir a donde va el marido, pero a menudo se quejaba: «No entiendo tanta inquietud…»
Lo peor eran los quince días de vacaciones. Eran quince días largos, insufribles, llenos de poesías ramplonas, de comentarios artísticos y de aburrimiento despiadado.
Sin embargo, mi suegro era feliz aquellos quince días.
Can Pou era para él la culminación de sus sueños. Había heredado la finca de su padre y todo su afán se reducía a conservarla tal como él la dejara. A veces lo había visto yo muy temprano asomado a la terraza de su dormitorio, contemplando el mar abstraído, como si toda aquella extensión de agua le perteneciera. «Siempe cambia -decía-. Siempe estena vestido…»
Mirando el mar soñaba, encontraba placer en cosas prolijas, como por ejemplo el vuelo de las gaviotas: «Podía pasa hoas y hoas simplemente así…» Era un amor el que profesaba a la finca entre posesivo y romántico. Casi nunca bajaba a la playa. Nos dejaba a los tres allí para recorrer la finca solo, departir con los colonos y proyectar mejoras: «Peo sin tocá nada.» Era la condición. Conservar intacto lo que había hecho su padre. Luego se iba hacia el torreón, escarbaba la tierra, decía que allí tenía que haber infinidad de cosas interesantes enterradas…
Luego atravesaba los bancales que separaban Can Pou de las tierras vecinas y contemplaba el bosque de pinos: «Los planté yo con mis hemanos, Jesús y José. Mi abuelo nos pagaba una peseta po cada ábol.» Y absorbía el aire que venía del Este con la misma avidez que si absorbiera la pinaza entera. «Muchas evocaciones, Calos, muchas…»
Lo envidiaba: también a mí me hubiera gustado tener recuerdos de ese tipo para soportar aquel lugar. Pero mis veraniegos recuerdos infantiles se circunscribían a una casa de pescadores en un pueblecito insignificante, a la llegada del tío Rodolfo y a los baños dosificados de mi madre para «hacer salud». «A ve cuando podé hace lo mismo con mis nietos.» Eran indirectas que yo recogía en silencio. Tanto a él como a mí nos preocupaba la esterilidad de Alicia.
– Deberías mandarla al médico -dijo una vez mi suegra.
Alicia enrojeció. No le gustaba aquel tema. Estoy seguro de que se había hecho reconocer infinidad de veces sin decírmelo.
Poco a poco Can Pou se iba convirtiendo para mí en una especie de mausoleo, un paraíso vuelto del revés: una cárcel con bosque, con huerta, con pinos y con mar. A menudo pensaba: «El día que esta finca sea mía, la cambiaré de arriba abajo.» Veía en ella infinidad de posibilidades y me entretenía pensando en los cambios que experimentaría más adelante. En aquellos momentos era sólo una quimera rodeada de belleza en bruto y sordideces imposibles de soportar. Faltaban carreteras, canoas, veleros… No se parecía al Can Pou de ahora, lleno de avenidas asfaltadas, estatuas romanas y cipreses recortados.
Cierta mañana Paco y Victoria se presentaron allí cuando yo pasaba los quince días reglamentarios de vacaciones. Alicia se había quedado en el estudio del torreón y yo me bañaba en la playa con mi suegra.
– Ahí vienen tus amigos -dijo doña Alicia.
No los esperaba. Me había echado en la arena y estaba medio dormido. Alcé la vista hacia el bosque: había tres cuerpos serpenteando tras la arboleda:
– No vienen solos -añadió mi suegra.
Entonces la vi. Era una mujer joven, esbelta, de cabello castaño y ojos increíblemente verdes. Paco se excusó: «Es la señora de Fuentes… ¿Recuerdas? El famoso Justo Fuentes…» Me tendió una mano cálida, su sonrisa llena de augurios, sus ojos inquietos, despidiendo destellos de gato. «Nos hemos tomado la libertad de traerla con nosotros. Se encontraba sola en Barcelona…», siguió explicando Paco. Al parecer, el marido había tenido que cumplir una misión importante y ella no había podido acompañarlo.
La voz de Serena era profunda. Se excusaba, decía que sentía mucho presentarse en una casa desconocida así, sin avisar…
Mi suegra la tranquilizó: «Nada de eso: estamos encantados…»
Los acompañé hasta la caseta de baños para que se cambiaran de ropa. Paco preguntó por Alicia. Le dije que estaba en su estudio: «Se ha empeñado en terminar un cuadro y ni siquiera baja a la playa…»
– La verdad, querido Carlos, es que has elegido una prenda… -dijo por lo bajo.
Por lo contrario, él jamás hablaba de su mujer y si lo hacía era para ensalzarla. Enseguida se refirió a Serena: «Origen italiano…»
Pregunté:
– ¿Te interesa?
Paco se echó sobre la arena y colocó sus manos en la nuca. Luego cerró los ojos para que el sol no hiriese sus retinas:
– ¿Quién? ¿Serena? ¡Qué ocurrencia! Cualquiera se atrevería, con el marido que tiene…
Me explicó entonces que Justo Fuentes era veinte años mayor que su mujer: «Un viejo déspota, frío y calculador al que sólo interesa la política: un medio espía de Franco que acaricia con una mano y sentencia con la otra. Además, yo tengo a Gladys…» Gladys era una americana recién instalada en España y que entonces traía a todos los hombres de cabeza. Calló súbitamente porque doña Alicia se acercaba a nosotros: se había puesto una bata floreada sobre el bañador y parecía un sofá: nos dijo que iba a subir a la masía para advertir a Juan Villoria que pusiera tres cubiertos más en la mesa.
En cuanto se hubo marchado, salieron de la casita Victoria y Serena.
La belleza de Serena estaba entonces en su plenitud. Sería difícil describirla. Era una mezcla del Partenón y de rascacielos, una magnífica contradicción de sí misma, una especie de absorción de todo lo perfecto, de todo lo sublime trasladado a su cuerpo.
– Bonito lugar -decía abarcando la finca entera, el mar, el cielo, con sus ojos casi anormales de puro grandes.
Y al decir aquello fue como si el lugar fuera únicamente bonito porque ella lo estaba decretando así. Pensé que también su nombre era bonito:
– Nunca he conocido a una mujer que se llamara como tú.
Su acento era ligeramente extranjero. Todavía no se había adaptado a nuestra forma de hablar.
– También en España tenéis nombres extraños para nosotros.
No podría describir con exactitud lo que departimos aquella mañana de agosto. El recuerdo se diluye en mil detalles que carecieron de importancia, pero que reducían las sensaciones a una sola: la presencia de aquella extraña mujer.
Era como si todo en torno estuviera girando para ella, con ella y por ella. Las palabras eran simples ornatos: consecuencias sin valor de un valiosísimo hecho real: su cuerpo, su voz, sus ojos, su sonrisa.
Recuerdo que Victoria se había enfrascado en una discusión sobre los toros. Se refería a Manolete: por aquellos días se cumplía el cuarto aniversario de su muerte: «Un final glorioso para un torero», comentaba Paco. Y Victoria, locuaz (más locuaz que nunca), opinaba que una vez desaparecido el diestro «más importante de todos los tiempos», ya no era posible ir a los toros. Y que para ella se había acabado la fiesta nacional.
Fue una mañana agitada e insólita. Allí, en aquella playa y en aquellos momentos, podíamos llegar a creer que éramos libres, que nada de lo que restringía nuestra vida existía realmente.
Jugamos a la petanca: recorrimos a nado el trecho que mediaba de la playa al islote (aquel islote que cuando, en septiembre, el mar se encabritaba, llegaba a desaparecer). Y reímos. Reíamos por nada, como si el hecho de reír fuera tan natural como respirar. Jugamos también a atraparnos, como cualquier bañista palurdo: «Te he pillado, Serena…» Y Serena se escurría dejando en mis manos la sensación de un hueco hiriente.
Fue una mañana «nueva», una primera mañana que excluía de cuajo la posibilidad de ser la última. Can Pou ya no era un lugar sórdido ni triste: era el lugar más bello del mundo.
Serena, exhausta, se dejó caer sobre la toalla que había extendido a mi lado. «Quisiera quedarme aquí siempre -decía mirando al cielo-. Detener el tiempo, no volver jamás a la ciudad…»
– Eso tiene fácil arreglo -le dije-. Te instalas en Can Pou unos días hasta que te canses…
Serena entornó los ojos y se incorporó ligeramente: «No seas tan generoso, Carlos: soy capaz de tomarte la palabra…»
Me dije que era injusto que una mujer tan joven y tan atractiva hubiera encadenado su vida a la de un hombre que podía ser su padre. Le pregunté si tenía hijos. Victoria respondió por ella:
– Qué cosas se te ocurren, Carlos. Serena es demasiado joven…
Daba por sentado que una mujer con apariencia de niña no podía aspirar a ser madre. Serena se defendió: «Tú ya no eres tan joven y tampoco los tienes.»
Me pareció que entre las dos mujeres crecía una tensión molesta: «Debe de ser un mal general -dije-, Alicia y yo tampoco tenemos hijos…» Paco, entonces, aprovechó la ocasión para lanzar una de sus felices ocurrencias:
– Podríamos fundar el club de los estériles.
La campana de la masía no tardó mucho en avisarnos que el almuerzo estaba preparado.
– El primer toque -advertí-; hay que cambiarse rápidamente.
Cuando subíamos a la casa, rocé el codo de Serena: «Voy a pedirte un favor: si mi mujer te enseña sus cuadros, dile que te gustan mucho.»
– A eso le llamo yo ser un marido complaciente.
– Es una simple precaución. Es celosa y sentiría que te tomara ojeriza.
Aquel día almorzamos bajo el pórtico, entre sol y sombra. Recuerdo que Dolores (agregada a nuestro servicio desde que mi madre había muerto) ayudaba a Juan Villoria a servir la mesa. La presencia de Serena no debió de gustarle. Más de una vez se olvidó de pasarle la fuente: «Dolores, por favor…» Miraba a Alicia; comparaba: estoy seguro. Se daba cuenta de que la diferencia era demasiado notable. Paco, fiel a su impertinencia, le dijo a mi suegro que aquella finca precisaba carreteras. «Sólo los ultrafuertes como usted son capaces de recorrerla sin agotarse…» Mi suegro se resistía: decía que andar era bueno para la salud…
Más tarde subimos al torreón: Alicia enseñó sus cuadros. Serena supo disimular: dijo que eran preciosos. Y Alicia la creyó.
Era una tarde calurosa: olía a tierra tostada, a cuerpos sudorosos, a perfume de Serena. Victoria parecía contenta (había bebido demasiado y todo se le iba en alabanzas): «¿Verdad que Can Pou es fascinante Serena?» Tenía el rostro congestionado y al respirar soplaba como un fuelle.
Así empezó mi verdadera infidelidad.
Hasta entonces mis infidelidades habían sido esporádicas: entusiasmos fugaces y burgueses que satisfacían mis apetitos momentáneos, pero que en definitiva no llegaban a modificar la malparada estructura de nuestro matrimonio. Paco solía denominarlas «infidelidades inofensivas, desahogos naturales, protestas contra "la mujer única"».
– Desengáñate, Carlos: las graves, las que lo trastornan todo, son las que provocan crisis, ataques de ira y distorsión.
Y yo había acabado creyéndolo.
Lentamente me había ido creando entre mis amigos fama de mujeriego, de hombre irresistible, interesante e insustituible. Pero nadie podía decir de mí que fuera un mal marido. Delante de la gente me guardaba muy bien de no perder los estribos. Al contrario, tenía un gran empeño en recalcar la serenidad de mis actos. Únicamente Paco conocía mis andanzas, pero no me preocupaba porque, en el fondo, él hacía lo mismo. Alicia a veces recelaba: «Paco no me gusta -decía-. Está lleno de dobleces.»
Luego yo se lo repetía a él: «Mucho cuidado con Alicia: estás empezando a caerle mal.»
– No te preocupes -decía él-, eso lo arreglo yo en un periquete.
Y se liaba a hablar con Alicia como si para ella fuera un hermano. A veces mi mujer caía en la trampa: le hacía confidencias. Paco no tardaba en repetírmelas:
– Alicia duda de ti: dice que te gustan demasiado las mujeres.
– ¿Y tú qué diantre le has contestado?
– La he tranquilizado.
– ¿Cómo?
– ¿Cómo iba a ser? Poniéndote como un trapo sucio. A las mujeres les gusta mucho que el mejor amigo de sus maridos los critiquen. Les infunde seguridad.
– Serás cabrón…
– No te alarmes, hombre: sólo le he dado a entender que eres un poco frívolo. Después le he dicho que los maridos frívolos son los menos peligrosos, que los dañinos son los santurrones, los que jamás se fijan en otra mujer delante de la propia…
– Así que me has llamado frívolo.
– No irás a suponer que no lo eres…
Aquel procedimiento no me gustaba. Era peligroso.
– Todo eso lo has hecho para ganarte su confianza.
– Bueno. ¿Y eso es malo? A la larga, saldrás ganando.
Por aquella época Alicia y yo habíamos entrado de lleno en la sociedad de Paco, la mía, la que, desde que trabajaba en el Banco al finalizar la guerra, se disputaba mi presencia. El final de la guerra europea había aportado a todos una dosis grande de impaciencia por recuperar el tiempo perdido. Se daba una importancia enorme a la superación material, la que proporcionaba satisfacciones físicas, comodidades, bienestar.
Don Alberto se quejaba, decía que se estaban fabricando objetos únicamente para fomentar la necesidad de otros. Sin embargo, todavía se procuraba salvar ciertas éticas y yo cumplía a rajatabla aquella salvedad. Mis conversaciones con los intocables eran siempre sublimes. Hablaba mucho de comprensión, de amistad, del amor… Y practicaba con mi ejemplo todo cuanto predicaba: tenía amigos, innumerables amigos; gentes de rostros pasmados, maridos sonrientes como yo, que me llamaban «divertido» sólo porque jamás permitía que pagaran ellos las consumiciones; clientes del Banco que me sabían dispuesto a facilitarles créditos, o a sacarlos de algún apuro en las Juntas Generales… Pero, a decir verdad, ni yo me fiaba de ellos ni ellos se fiaban de mí. Lo probable era que, a la primera ocasión, me vendieran como los vendía yo cuando convenía.
A los pocos días Alicia me refirió la conversación que había tenido con Paco:
– Tu amigo es una víbora. Cuando tú no estás delante te desuella vivo. Te ha llamado parvenu, iluso y vanidoso.
Aquellas acusaciones eran algo más que pura frivolidad:
– No me pillas desprevenido, querida Alicia. Lo conozco. Dice siempre lo primero que le pasa por la cabezota. Pero en el fondo no es malo: sólo tonto. Si se tercia es capaz de ponerme por las nubes. Todo depende de su humor, de la digestión que esté haciendo, de lo que gane jugando al bridge…
– ¿Ya eso le llamas amistad?
– ¿Qué va a ser entonces?
– Una estafa.
– Vamos, Alicia, por favor… No seas niña. No debes medir la amistad con ese rasero… La amistad debe calibrarse a través de una conducta general… Me refiero a la constancia. Paco y yo somos amigos constantes. Nos conocimos en la infancia. Basta que yo lo halague un poco para que me convierta para él en lo mejor del mundo.
– No te entiendo, Carlos. Nada de lo que dices me parece lógico.
– Desengáñate, Alicia: en sociedad no hay que ser lógico, sino brillante.
Ella no lo era: por eso iba perdiendo terreno. Alicia se fundaba en la lógica, en aquella pobre lógica suya, cada vez más desprestigiada y deshecha. Por eso, cuando Serena entró en mi vida, nadie se molestó en compadecerla. Me compadecían a mí, por verme «tan fiscalizado», por «tener una mujer tan poco comprensiva…»
Tardé algún tiempo en encontrarme de nuevo con Serena. Fue preciso que pasara un invierno largo, una primavera insípida y otro verano aburrido. Justo Fuentes viajaba mucho y casi nunca recalaba en Barcelona. Sin embargo, el recuerdo de Serena nunca lograba borrarse de mi mente. Sin que yo pudiese evitarlo se instalaba de pronto en todo lo que me rodeaba. La veía de nuevo corriendo por la playa, lanzando la bola de la petanca, subiendo camino del torreón… A veces le preguntaba a Paco por ella: «Así que Serena te ha impresionado…» Desviaba la cuestión, le hablaba del marido: «Su nombre se baraja entre los ministrables…» La reputación de Justo Fuentes había llegado a la cima y se aseguraba que en el primer cambio de Gobierno él figuraría entre los candidatos de mayor relieve.
Fue aquel año cuando la curva habitual de España inició un nuevo rumbo. Tras las heladas invernales y los calores abrasantes de aquella primavera, cayó por todo el país una lluvia abundante e inesperada. La cosecha se volvió prolífera y la esperanza de un futuro nuevo y próspero se extendió rápidamente por toda la península. «Ese Franco tiene más suerte que un pillo… -decía Paco-. Ahora resulta que vamos a ser ricos…» Era evidente que el fantasma del hambre iba a desaparecer: se comprendía, sobre todo, por la alarma que cundía en los sectores que hasta entonces habían especulado con la carestía. Don Alberto temía por la estabilidad del pequeño monopolio que yo había creado. «C.H.S.A. está en peligo…» Comprendía que tenía razón: el monopolio alimenticio no ofrecía ya garantías. Me deshice de él en cuanto pude. «Hay que enfocar el futuro hacia el turismo. De ahora en adelante España va a experimentar alteraciones frente al extranjero, y habrá que adaptarse a ellas.»
Aquel mismo año hubo cambio de Gobierno. Paco, cada vez más metido en los círculos políticos, decía entusiasmado: «Una jugada maestra (se refería a Dávila y Benjumea). Hay que reconocer que Franco sabe hacer las cosas: primero concede grandezas y títulos nobiliarios a los ministros, luego les da la patada…»
Pregunté qué había ocurrido con Fuentes. Una vez más había quedado rezagado: «Nadie sabe qué ha ocurrido…»
La súbita baja de precios de los productos agrícolas permitió que el país experimentase un considerable auge económico. Por primera vez después de la guerra, los mercados se veían repletos de alimentos. Los niveles comerciales se reajustaban y España, tal como yo había previsto, estaba consiguiendo estabilizar su posición frente al extranjero.
Ramón Pérez desconfiaba del nuevo Gobierno: se había acostumbrado al cambio de los seis anteriores porque, como decía Paco, «eran los mismos perros con distintos collares», pero la inflexión de las nuevas directrices se apartaba por completo de la mentalidad totalitaria del director general.
– Ese Ruiz-Giménez está dando paso a demasiados intelectualoides sospechosos -decía.
Ramón Pérez odiaba a los intelectuales, porque, según él, habían sido los causantes directos de la caída de España.
En realidad, el asunto no era tan grave como él aseguraba: de hecho se trataba de un Gobierno transitorio de diversas tendencias, que, andando el tiempo, iba a quedar en un pobre trampolín para el salto aperturista.
Pero el descontento de los posguerristas empezaba a cundir sin reservas. Figueruela lo veía muy claro. Consciente de que los militares habían ya cumplido su misión en la década de los cuarenta, se esforzaba en adaptarse a las nuevas tendencias civiles antiextremistas y en cierto modo despectivas. Nadie hablaba ya de la guerra de liberación. Se hablaba de guerra civil fríamente, claramente. Se empezaba a presumir de avanzado y se fustigaba abiertamente el totalitarismo que, hasta entonces, se había aceptado impunemente como un mal necesario. Incluso opinaba que había «demasiados militares» en el nuevo Gobierno. Ya no se acordaba que también él había sido militar. Únicamente Ramón Pérez continuaba aferrándose a su «franquismo de toda la vida»; no quería percatarse de que el propio Franco estaba modificando su imagen. «Si España no levanta el palo, volveremos a tener otro 18 de julio.» Le preocupaban los pasados disturbios del mes de marzo. Pero su mujer continuaba frecuentando a los Repecho y los Sobrado, y hasta se permitía algunos pinitos monárquicos cuando, en los pináculos benéficos del hotel Ritz, sorteaba, eufórica, algún obsequio que Don Juan y Doña Mercedes habían tenido la delicadeza de enviar a «los pobrecitos niños» del Hospital de «Niños Pobres».
En noviembre de aquel año, volví a encontrarme con Serena. Fue en el Liceo, durante la representación de La Bohème. Por la tarde Paco me había advertido: «Han llegado los Fuentes. Son huéspedes del gobernador.» Tenía la seguridad de que iba a asistir a la función desde el palco oficial. La función iba a ser presidida por los gobernadores.
Recuerdo que las mujeres (incluyendo a Pilar Berruguete) se habían hecho trajes especiales para estrenarlos aquella noche. Creo que fue aquélla la única vez que asistí al Liceo sin protestar. Hasta entonces las óperas, para mí, habían sido espectáculos rituales y abigarrados, propios de una época que nadie podía tomar razonablemente en serio. Jamás me había sentido melómano y los agudos de las sopranos me sacaban de quicio como me ocurría cuando escuchaba los ripios de mi suegra. La propia Alicia se extrañaba de aquella conformidad mía:
– Se diría que estás contento, Carlos. Me gustaría saber qué mosca te ha picado.
– La Bohème me gusta -mentí-. Es quizá la única ópera que resisto.
Alicia era liceística. Le gustaba la música, le gustaba el ambiente, le gustaba, sobre todo, que la invitaran al piso principal.
En cambio, yo jamás pude acostumbrarme al espectáculo interminable que las óperas ofrecían. No era sólo la función lo que me aburría: era la ridiculez de la gente, su empeño en destacar, en ver y ser visto.
Más de una vez había escuchado los ronquidos de los que presumían de entendidos. Paco era uno de ellos. Desde que se había casado con Victoria jamás dejaba de asistir al turno que sus opulentos suegros les habían regalado. «Te juro, Carlos, que podría cantarte todas las óperas italianas de arriba abajo…» Pero el muy bellaco se dormía. Solamente permanecía en vela cuando entre los invitados había una mujer que le interesaba.
Aquella noche Gladys Goulden estaba allí, en su palco, tal como ocurría desde hacía varios años. A pesar de su escasa belleza, Gladys Goulden era muy codiciada, por rica, por americana y por un busto agresivo que, según rumores, no tenía inconveniente en enseñar cuando alguien lo solicitaba.
Alicia y yo llegamos al palco en el preciso momento en que Mimí entraba en la buhardilla de Rodolfo. «Os habéis perdido lo mejor»: siempre decía aquello cuando alguien llegaba tarde.
Aquella noche el palco de los Remo estaba lleno. Salvo los Repecho (cada vez más caducos y alelados), los restantes invitados eran jóvenes: Francisca, la hija menor de los Repecho (oteando nerviosa hacia el palco vecino porque su enamorado de toda la vida estaba allí), los Trigo (de la casa condal Trigo y Lagunas, recién rescatados de la ruina gracias a la ayuda bancaria de los Salcedo); los Rampardal (millonarios de última hora y de primera categoría, rivales encarnecidos de los Pérez Berruguete, frente a la muy encumbrada marquesa de Sobrado); los Cascote (de los Cascote ennoblecidos, que visitaban a los reyes en sus viajes a Estoril) y, por descontado, Gladys Goulden, con su escote desbocado, sus perlas cultivadas y su desparpajo bien alimentado por un divorcio sonado y por sus grandes posibilidades económicas.
Un efluvio denso de perfumes y telas nuevas nos salió al paso cuando cruzamos el umbral del antepalco. Los hombres se levantaron y Alicia se acomodó tras el cogote de la americana.
Paco no tardó en advertirme: «Serena está ahí, en el palco central.» Cogí los prismáticos para verla: la distinguí enseguida, entre sombras, su escote realzado por una capa de zorras blancas. «Hay que hacer lo posible para topar con ella en el entreacto.»
Después vino el aria de Rodolfo. Y Paco cerraba los ojos como si de verdad se enfrascara en la música.
Che gélida manina…
Mi la lasce riscaldar?
Mis ojos no podían apartarse de Serena. Paco me advirtió que cambiase de dirección. «Van a darse cuenta…» Enfoqué los otros palcos. Vi a Pilar Berruguete de Pérez, rebosando joyas y satisfacción, sentada al lado de la marquesa de Sobrado… Y a los Moraldo (padres) remedando con sus gestos y sus ademanes aquellas épocas gloriosas en las que asistir al liceo acomodados en un palco del principal suponía un privilegio que muy pocos podían alcanzar.
Después cantó la soprano:
Mi chiamano Mimi…
E perché? No lo so…
Y la gente suspiraba, ponía los ojos en blanco y se mantenía inmóvil para no entorpecer el idilio que se iniciaba en la escena. Pensé entonces que no me importaría vivir en una buhardilla, como Rodolfo, si Mimí fuera Serena. Tiempo habría de convertir la buhardilla en palacio.
Después fue el encuentro en los salones del círculo. La presentación del marido. El saludo a los gobernadores. Las consabidas alabanzas de los cuadros que colgaban de las paredes. «Las mejores obras de Casas…» Siempre todo era «la mejor», allá en el liceo.
De aquella noche recuerdo especialmente la mueca tensa de Victoria, el puro aromático de Rampardal y la sonrisa entre servil y boba del conde de Trigo. «¿Crees tú que si España ingresa en la UNESCO experimentaremos un auge?» El conde de Trigo llevaba una temporada muy nervioso: su situación era algo precaria (peor aún que la de los Moraldo), el Banco le había descontado varias letras, pero la afición de su mujer a renovar el vestuario constituía para él una continua amenaza. También destaca la inquietud de Francisca Repecho, enamorada sin esperanzas de Manuel Bruton (sin acento en la o, sobre todo) gentleman español con grandes ribetes británicos y una elegantísima displicencia que lo cotizaba mucho.
Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor) era un ser mítico, lleno de misterio, que fumaba sólo «mentolados» y tenía pasión por los animales (naturalmente pertenecía a la sociedad protectora de los mismos), pero que desdeñaba olímpicamente a las personas. Algunos decían de él que era marica, otros que era impotente, y otros que era un tío caliente que se tiraba hasta a las cocineras de su casa.
Lo cierto era que, entre las mujeres, Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor) gozaba de gran prestigio, y más de una se hubiera casado con él pagando fortunas. Pero Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor) no hacía caso a ninguna, ni siquiera a su enamorada de toda la vida, Francisca Repecho.
Aquella noche el marido de Serena paseó por los salones del círculo junto a Alicia. Hablaban de pintura: al parecer, también él era artista. «O al menos intento serlo…»
Yo me quedé con Serena: «Por fin…» Serena reía, recordaba la mañana de Can Pou, nuestro juego de petanca, el islote que se alzaba a pocos metros de la playa… «Ignoraba que me hubieras buscado.» Era extraño pasear con Serena por aquel lugar: «Estabas siempre tan distante…»
– Ahora estoy aquí -contestó riendo.
Tras ella había un espejo grande. Su desnuda espalda se reflejaba en él.
– ¿Por qué? ¿Por qué te he recordado tanto?
Su espalda se encogía y sus ojos se achicaban sonrientes:
– Misterios de la vida: también yo te he recordado a ti…
Nos interrumpieron; el segundo acto iba a empezar.
– ¿Hasta cuándo vais a quedaros en Barcelona?
– No lo sé: pero volveré. Victoria nos ha invitado a su casa. Va a dar una fiesta en Noche Vieja…
– Falta más de un mes.
– Un mes no es un año y medio -bromeó ella.
Aquella misma noche volvimos a vernos. Las funciones de gala no solían acabar en el Liceo. Fuimos a Rigat. Era preciso que las mujeres amortizaran sus trajes. Paco se había ocupado de reservar las mesas. Paco era maestro en ese tipo de cosas. No sé aún cómo se las arregló para que Serena y yo estuviéramos juntos y para que Justo Fuentes se sentara junto a mi mujer. Sé que aquella noche pasó como un suspiro sin que las horas contasen ni la gente que nos rodeaba tuviese relieve.
Alicia parecía contenta. Fuentes, aunque ya mayor, continuaba siendo un hombre atractivo. Y Alicia se sentía cómoda a su lado.
Serena me contó su vida: una infancia destrozada por la guerra, un padre fascista sacrificado por la causa, una madre arruinada con dos hijos que alimentar: «No me juzgues mal, Carlos, pero cuando mi madre y mi hermano murieron me vi obligada a trabajar en un café como bailarina… Estaba sola en el mundo y no tenía dinero.»
– ¿Por qué no me llamaste? Yo te hubiera socorrido.
Era imposible imaginar que aquella criatura hubiera podido vivir excluida de mi contorno hasta entonces. «No lo sabíamos, Serena; pero ya nos conocíamos, estoy seguro…»
Se dejó socorrer por Justo Fuentes: «Me arrancó de aquel lugar y me convirtió en su mujer…»
– ¿Lo querías?
– Le estaba muy agradecida.
– ¿Y él?
– Me quiere.
Lo suponía. Era difícil no querer a Serena. Era difícil estar a su lado sin sentir el deseo de estrecharla en los brazos.
Cuando nos separamos, retuve su mano entre la mía: «Hasta fin de año…»
Tardó en llegar. A veces tenía la impresión de que aquel año no iba a acabar nunca.
Los Fuentes se presentaron una semana antes del día 31. Paco me llamó por teléfono para comunicármelo: «Ya están aquí.» Al hablar de Justo se mostró intrigado:
– ¿Sabes lo que te digo? Ese hombre ha cambiado. Tengo la impresión de que está perdiendo terreno en las esferas políticas. El otro día Manolo (Manolo era el ministro de Comercio) me habló de él despectivamente: «Ese Fuentes se la está jugando», me dijo. No me atreví a indagar más… Pero algo le ocurre.
– Tal vez tenga ideas demasiado cerradas.
– Yo diría que le importa todo un comino: que el régimen (incluido el Fuero de los Españoles y las Leyes Fundamentales) le tienen sin cuidado…
– Quizá esté despechado. Todo el mundo decía que iban a nombrarlo ministro…
Me propuse conocerlo mejor, tratarlo a fondo, intimar con él. Era una forma de acercarme a su mujer. Organicé una cena en mi casa en honor suyo.
Fue una cena ostentosa servida por dos criados alquilados y por Juan Villoria (generosamente cedido por mis suegros), en la que se repitieron las vulgaridades de siempre: el fútbol como enfoque político, la inmediata posibilidad de un concordato entre el Vaticano y España, como enfoque clerical; los abusos que cometían los de la Fiscalía de Tasas, como enfoque económico, y el notable incremento que experimentaba el ramo homosexual, como enfoque lúbrico.
Recuerdo que al rozar aquel tema, Francisca Repecho se volvió insistentemente hacia su enamorado Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor) para ver cómo reaccionaba. Pero no pareció inmutarse. Continuó sorbiendo la sopa como si tal cosa. Me dije que no podía ser de ningún modo marica. Jamás le había visto yo mover las manos como si fueran abanicos, ni arrastraba las eses cuando finalizaba una frase, ni cerraba los párpados cuando discutía… Pero en cambio era hipersensible (cualquier alusión a su persona arrancaba de él arrebatos de furia), y aquello era altamente sintomático.
Justo Fuentes estuvo comedido. Dosificaba sus frases. Apenas lanzaba opiniones. Producía la impresión de que algo muy profundo lo estaba atenazando.
Aquella noche Victoria tuvo varias salidas de tono. (Victoria empezaba ya a beber.) Se metió con Serena; le repitió insistentemente que sus ojos daban miedo y que por muy señora Fuentes que fuera, no tenía derecho a tener ojos de pantera.
Serena y yo apenas hablamos. Cuando nos trasladamos a la sala para tomar café, me senté junto a su marido. Hablamos del futuro de España, de los peligros que habíamos pasado durante la guerra mundial, de lo difícil que había sido para Franco mantenerse neutral, de la opresión de Hitler:
– Desengáñate, Carlos; no hay opresor mayor que aquel que vive oprimido. Y Hitler era un oprimido, por su resentimiento, por su afán de poder…
Habló de Hitler mucho rato: dijo que había sido un hombre funesto: un ser empeñado en estar al servicio de la política, pero no del pueblo… «Algo que ocurre con demasiada frecuencia…» Me dijo luego que también él había estado, sin darse cuenta, al servicio de la política. «Ése es el terrible peligro del hombre público…»
Hablaba lento, midiendo cada palabra; sin resentimiento, pero, sin duda alguna, abrumado: «Es como si diéramos de comer al tenedor cuando en realidad es el tenedor el que ha de llevarnos la comida a la boca…»
– Voy a confiarte un secreto, Carlos: no creo en la política.
Lo recordé en otros tiempos, cuando su nombre se hallaba en la cumbre, cuando todos decían que el destino de España iba a caer en sus manos.
– Sé lo que estás pensando, pero te equivocas: no hablo por despecho. La gente cree que he sido rechazado, pero no es cierto. Yo mismo me he inhibido.
No lo entendía. Me fijé en Serena: nos estaba contemplando con recelo. Se acercó a nosotros: «Apuesto a que mi marido te está poniendo la cabeza como un bombo…» Fuentes la miró indiferente y se llevó la taza de café a los labios. La voz de Serena continuó:
– Sus teorías no pueden ser más absurdas… Dice que solamente un político que se resiste a serlo, puede llegar a ser un buen político, que todo es cuestión de afán de poder, y que el afán de poder es siempre egoísta…
– Pero eso sería utópico… ¿Cómo se puede ser político sin estar preparado?
Serena lanzó una carcajada:
– Según él, no hay preparación mejor que la de estar en la política «a la fuerza».
Fuentes se levantó. Se miró las manos. Sacó un pañuelo del bolsillo y lo pasó por las palmas:
– Hace calor -dijo.
Comprendí que entre Serena y él había algo tenso, algo que no funcionaba.
– Vuestra cena ha sido magnífica -comentó. Y se adhirió al resto de los comensales.
Su forma de actuar me intrigaba. Pasó el resto de la velada en silencio. Nadie diría que aquel hombre hubiera podido ser un personaje brillante. Las vulgaridades de siempre continuaban en boca de todos. Recuerdo que la condesa de Trigo (cuyo afán de notoriedad llevó a su marido a la cárcel algunos años después) pasó la noche presumiendo de «avanzada». Se quejaba de «nuestro encierro», de nuestras limitaciones, de nuestra contención amorosa… (Era su forma de justificar la indigencia particular.) Y Paco la coreaba lanzando diatribas contra la opresión que nos estaban imponiendo en las altas esferas.
Fue entonces cuando Justo Fuentes volvió a emitir su opinión:
– Opino como vosotros, sólo que difiero en el matiz.
Se volvió hacia su mujer al decir aquello, lo recuerdo muy bien. Serena no pestañeaba. Miraba a su marido tragando saliva, y Victoria la miraba a ella…
– La libertad que pregonáis es siempre una esclavitud… No puede haber libertad sin límites.
– En ese caso la libertad no existe -dijo Victoria.
– Es una cuestión de elegir bien -respondió Fuentes.
Victoria se puso en pie; alzó su copa, excitada: «Brindo por el sermón del padre Fuentes…» Rieron todos. Serena respiró hondo, se acercó a mí: «Victoria tiene razón -dijo-, mi marido se ha pasado. La verdad es que los sermones de los seglares son mucho más inaguantables que los de los curas…»
A pesar de todo, cuando se fueron, Justo Fuentes me tendió la mano amistosamente: «Ha sido una noche muy agradable», dijo.
A los dos días se celebró el baile en el palacete Remo. Paco y Victoria tenían un departamento en el piso alto del edificio, pero los padres de Victoria habían cedido sus salones para aquella noche.
– Un rasgo -decía Paco irónicamente-, un generoso rasgo de mis suegros.
Cuando Alicia y yo llegamos allí, la casa estaba llena. Infinidad de rostros conocidos nos salían al paso. Criados de librea servían whisky «para animarnos». Tardé en ver a Serena. Iba vestida de negro, su espalda al aire, sus brazos, todavía algo tostados, desnudos.
Paco, con su habitual mano izquierda, había conseguido que Serena estuviera a mi lado durante la cena. Hablamos poco. Había mil ojos espiando, mil cerebros dispuestos a «saber».
Me fijé en Victoria; estaba de espaldas en la mesa de enfrente: tenía un cogote tieso y delgado, rapado y áspero. A su lado Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor) departía animadamente con la condesa de Trigo, sin prestar la menor atención a Francisca Repecho.
De pronto alguien gritó que iban a dar las doce, y las luces se apagaron. La estancia quedó únicamente iluminada por las velas. Serena me tendió la primera uva. Rocé sus dedos; los besé: «Apresúrate, Carlos; trae mala suerte no acabarlas todas.» Y las tragamos al son de las campanadas que un gong emitía gracias a las pulsaciones de un criado. Después vinieron los abrazos y los besos y los apretujones y los traslados de una mesa a otra; y las exclamaciones consabidas: «Darling», «querido», «Chérie…» Alicia se abría paso con dificultades para llegar hasta mí: «Feliz año nuevo, Carlos…» Le contesté lo mismo mientras le rozaba la mejilla… Y Serena, ¿dónde se había ido Serena? Percibí una presión en mi brazo: era Pilar Berruguete, ansiosa de estamparme dos besos: «Querido amigo mío…» Era idiota besar a Pilar Berruguete, era idiota besar a Teresa Rampardal: «Feliz año nuevo…» Pero Serena había desaparecido. Anduve intranquilo hasta que di con ella: se había sentado a la mesa de los privilegiados, entre los Repecho y los Sobrado.
Me acerqué a ella y la saqué a bailar. Los Remo habían alquilado una orquesta estridente que desafinaba. Pero todo el mundo se iba hacia ella. Vi a Alicia bailando con Justo Fuentes. Vi a María Cascote (de los Cascote que visitaban a los reyes) en los brazos de Plácido Rampardal. Y a la señora Moraldo (todavía tiesa gracias al rodrigón de su corsé) meciéndose con el intocable Repecho, altiva y honesta.
– No debiste escapar de mi lado, Serena.
Lentamente la fui llevando hasta el salón vecino.
– Me debes un beso -le dije.
No contestó; pegó sus labios a mi oído. Era como si todo lo que nos estaba rodeando existiera sólo para Serena y para mí:
– Feliz año nuevo, Carlos.
Después vino el reajuste; los encuentros clandestinos. La inquietud de unas citas ocultas. Mis viajes a Madrid, sus traslados a Barcelona…
Por aquellas fechas había muerto el director de la sucursal madrileña y las oportunidades que se me ofrecían de viajar a Madrid aumentaron:
– Asuntos Salcedo.
Alicia lo aceptaba. Los asuntos Salcedo eran inviolables. Pero los asuntos Salcedo tenían un límite y los consejos de administración no podían repetirse con excesiva asiduidad. Recurrí a Paco: «Por favor, busca una excusa y llévame contigo a Madrid; yo pagaré los gastos.» Pero Gladys Goulden vivía en Sitges y Paco se mostraba poco propicio a salir de Cataluña. Inventaba excusas para invitar a Serena a Barcelona.
Mi nerviosismo iba en aumento. Alicia empezaba a alarmarse:
– No te comprendo, Carlos; a veces tengo la impresión de que te estorbo.
– Eso podría decirlo yo de ti. Te pasas la vida encerrada en tu estudio.
Era mi forma de obligarla a sentirse culpable. Pero aquella vez Alicia me plantó cara:
– ¿Te has preguntado lo que sería mi vida sin ese recurso?
Le contesté de igual forma:
– Tal vez te hubiera gustado casarte con un inútil, una especie de Paco…
– Existe un término medio.
– Haberlo pensado antes.
Aquel día apenas me dirigió la palabra. Se mostraba tensa, circunspecta, dolida. Cuando creía que yo no la observaba, movía la cabeza descorazonada, los ojos absortos, la respiración anhelosa.
Pensé que acaso sospechara algo. La idea me asustaba: aunque Alicia era un lastre en mi vida, yo todavía dependía de ella, de su padre, de aquella empresa que llevaba su apellido. Procuré cambiar de táctica: intenté mostrarme amable. Cuando llegó la noche (aquellas noches que yo tanto temía) la vi acercarse a mí con intenciones evidentemente sospechosas:
– Ojalá estuvieras conmigo siempre como has estado hoy, Carlos.
– No veo la diferencia.
Se aferró a mí, sus ojos desteñidos, llenos de deseo:
– ¿Cuándo te convencerás de que soy tu mujer?
– Nadie lo pone en duda.
– Estás siempre tan distante…
La abracé:
– No irás a creer que existe otra…
– Si lo creyera, no estaría contigo ahora.
– ¿Serías capaz de abandonarme?
También con Angelina había hecho el amor por miedo.
Aquel año ocurrieron infinidad de hechos imprevistos que lograron cambiar el rumbo de mi vida.
Cuando la plaza de director quedó vacante en Madrid, le rogué a don Alberto que me concediera el puesto:
– Nada de eso, hijo: tú has de picá más alto.
Muchas veces he pensado que acaso mi suegro conociera la existencia de Serena. En todo caso se guardaba muy bien de reprocharme nada. Sus aventuras con la secretaria lo tenían maniatado.
La junta acordó nombrar a Figueruela director de la sucursal de Madrid. Y yo me vi encasillado de nuevo en Barcelona. Lo que nunca podía sospechar entonces era que muy pronto iba a ser nombrado director general de la Banca Salcedo.
Ocurrió todo inesperadamente.
Empezó con una llamada telefónica de Paco: «Agárrate, macho: prepárate a oír un notición: han metido a Luis Trigo en la cárcel.» Las causas todavía se ignoraban. Recordé al conde de Trigo, pequeño y zumbón, soplando cada vez que sonreía para esconder su complejo de inferioridad, y pegándose como una garrapata a los Pérez Berruguete, para agradecer los descuentos a largo plazo de sus letras protestadas.
Más de una vez Figueruela me había dicho: «Me gustaría saber qué cuernos fabrica ese Trigo en el despacho del director.» Llevaba más de un año encerrándose con él a ciertas horas del día, sin que nadie pudiera saber lo que tramaban. Pero los plazos vencidos iban siendo pagados religiosamente y nada hacía prever que Trigo y su ampulosa mujer estuvieran en franca bancarrota. Al contrario, de un tiempo a aquella parte, parecían haberse repuesto totalmente del bache pasado y sus signos externos auguraban un auge indudable.
Al día siguiente, Paco volvió a informarme: «Lo han detenido por tráfico de divisas.» Era difícil imaginar a Luis Trigo (con su cogote de infeliz) envuelto en un asunto de aquel calibre: «No puedo creerlo -le dije a Paco-, esta vez tus noticias son demasiado inverosímiles.» Paco insistió: «Al tiempo, Carlos; yo nunca me equivoco.» Era verdad: Paco era de los que lo sabían todo y lo adivinaban todo. Vivía para eso y difícilmente podía fallar. Mucho antes de que las noticias se supieran por vía normal, Paco las había lanzado.
Aquel día Ramón Pérez llegó al Banco muy tarde y dio órdenes tajantes de que no se le molestara. Su teléfono particular andaba constantemente ocupado y la tensión que más tarde estalló, empezaba a masticarse en el ambiente. Lo recordé tal como era, hacía ya muchos años, cuando consiguió barrer a los J. J. valiéndose del asunto «Vidrios y Metales». Algo, todavía difuso, lo estaba relacionando con aquel pasado. Recordé la inquietud de Jaume Palafell, mientras se afanaba en buscar papeles que ya no existían… Y los gritos que venían del despacho de arriba… No tardaron mucho en reclamar mi presencia en el despacho de mi suegro. Le vi pálido; los ojos hundidos (igual que aquel día), las mejillas tensas: «Pasa, hijo.» Había dos hombres desconocidos con él. Me advirtió que eran policías. «Un asunto muy feo», repetía: «Un asunto complicado…»
Los policías me preguntaron si yo conocía al conde de Trigo, y si estaba al corriente de sus actividades.
– Actividades pocas; es un infeliz que heredó el título de conde y nada más.
Uno de los policías lanzó un respingo y alzó la mano como para llevarme la contraria:
– Infeliz hasta cierto punto, señor Hondero.
Continuó diciendo que venían sospechando de él hacía algún tiempo: «Lo veíamos cruzar la frontera con excesiva frecuencia, se valía de amistades para que no revisaran su equipaje… Especialmente su acostumbrado maletín de mano.»
Yo no entendía aún dónde querían ir a parar. Lo del maletín me sonaba a película americana, a secuencia grotesca y descabellada.
Pero me inquietaba la expresión de don Alberto. Se llevó la mano a la frente; sudaba. «Debe de habé una equivocación», decía. Y se empeñaba en aclarar que el conde de Trigo era solamente cliente del Banco.
– Algo más que cliente, don Alberto -decía el policía.
Y como yo interrogase, insistió:
– Me temo que van a verse ustedes involucrados en un asunto muy turbio.
– ¿Nosotros?
El policía asintió:
– El Banco.
Surgieron las explicaciones. La policía había seguido la pista de los maletines. El conde de Trigo los sacaba del Banco, luego se iba al aeropuerto…
Al fin habían abierto uno de los maletines.
– Un millón de pesetas en billetes de Banco.
Era difícil creer aquello. Era tan absurdo como imaginar al conde de Trigo haciendo de gángster norteamericano.
Pero los policías insistían: se le ha tomado declaración. El inculpado ha confesado que el maletín salía del Banco Salcedo, pero niega rotundamente saber lo que entregaba.
– ¿Se ha enterado ya don Ramón?
Ramón Pérez estaba al corriente, pero mi suegro se resistía a hablar con él. Quería antes consultar conmigo. Al parecer, el causante de los maletines era él. El conde de Trigo era solamente un muñeco en el asunto. Un mensajero al que sin duda Ramón Pérez pagaba bien.
– Esto va a sé el desaste… -se lamentaba don Alberto.
El policía afirmaba que el director lo había utilizado como agente intermediario. Recordé a la condesa: sus aires triunfales cuando bailaba con la señora Moraldo.
– ¿Y el imbécil no se daba cuenta de que si cobraba por realizar ese trabajo era por algo turbio?
El policía se rascaba el cogote: «Eso es cosa del Banco.»
– No mencione usted el Banco -le espeté- El Banco ignora por completo las trapisondas particulares del director.
– Allá ustedes. No haberle dado ese cargo…
Recordé súbitamente el considerable aumento de pasivo que el Banco había experimentado en el último año. Ramón Pérez se jactaba de haberlo conseguido él. Pensé: «Clientes agradecidos.» Podía imaginar la escena: no era difícil conociendo las dotes persuasivas del Ratón: «Usted me entrega el dinero y yo me ocuparé de que pase la frontera…» Luego llamaría a Trigo; le hablaría con suavidad; le recordaría las letras protestadas, le prometería cancelamientos, «por amistad», por simple simpatía… Y el burro de Trigo habría caído en la trampa sin darse cuenta de lo que hacía, sin medir siquiera el alcance ni la trascendencia de aquel altruismo absurdo que su «buen amigo Pérez» le prodigaba. Un buen filón para el Ratón Pérez. Una fuente de ingresos mondos y lirondos.
Don Alberto asestó un puñetazo en la mesa: «Ese animal va a tenéselas que ve conmigo…» Lo decía congestionado, la frente fruncida, los ojos encogidos: «Que suba inmediatamente ese animal…»
Ramón Pérez subió. Negó. Juró. Protestó.
Y los gritos de aquella mañana se repitieron. Cuando salió de allí, Ramón Pérez era ya un ratón pillado en la ratonera. Sin embargo, aún se defendía. Fueron días amargos en los que se intentó, por todos los medios, demostrar que el Banco nada tenía que ver con aquel tráfico de divisas, que todo había sido un desliz exclusivo del director.
Los nuevos clientes (aquellos que habían entregado el dinero a Ramón Pérez) se alarmaron: «Que la policía no se entere, señor Hondero…» Fueron días difíciles, ribeteados de miedo, de vergüenza y de malestar. Mi suegro perdía fuerzas: le preocupaba la reputación del Banco… Su prestigio. Recordaba a su padre: «Si levantaa la cabeza…»
– Haz lo que sea, hijo, peo sácanos de ésta…
Y lo hice. Recorrí todo lo recorrible. Organicé encuestas para que los clientes «opinaran», busqué influencias, sacudí conciencias y rocé el chantaje.
Tampoco Pérez estuvo ocioso: recurrió al gobernador, al presidente de la Diputación y al propio Fuentes. Esgrimió su inmaculado historial; su adhesión al régimen, su calidad de ex combatiente frustrado por la miopía (no por antipatriotismo, que quede bien claro), su ex cargo de asesor en el Gobierno de Burgos, su franquismo de toda la vida…
Y como ocurría siempre con los asuntos escabrosos que ponían en entredicho las altas esferas de los años cincuenta, Ramón Pérez logró salir ileso del problema sin que su nombre ni el de la Banca Salcedo figurase en las páginas de los periódicos.
Se echó tierra al asunto, y el poco tiempo todo el mundo lo había olvidado.
Naturalmente, Ramón Pérez fue expulsado de la Banca Salcedo. Y yo fui nombrado director general con todos los honores.
La noticia no tardó en extenderse entre los intocables. Pronto Ramón Pérez fue considerado «un indeseable», un arribista que se aprovechaba de la falta de experiencia del «pobre» Trigo, un desagradecido que había rozado la cumbre social a pesar de llamarse Pérez a secas y de tener una mujer «tan cursi y tan entrometida como Pilar Berruguete».
– Esas cosas vienen por abrir las fronteras a tanto bocazas -comentaba Teresa Rampardal, que, en el fondo, era la que más atacaba a Pilar Berruguete.
Por fin, Teresa Rampardal había quedado dueña y señora de los Sobrado. Ya no tenía a Pilar para hacerle sombra. Su rival se había esfumado con sus sombreros rimbombantes, sus collares de rubíes y su enano marido, miope de nacimiento y enredón de última hora.
Lo gracioso del caso era que la mayoría de los que se expresaban de aquel modo habían sido los «clientes de las divisas»:
– Tanto hablar del régimen, tanto declararse adicto, para acabar traicionando sus famosos principios.
Eran ataques continuos, despiadados: «Un cursi de tomo y lomo.» «¿Os acordáis de su forma de andar?» Lo mencionaban «en pasado», como si hubiese muerto. Se reían de su estatura, de sus gafas, de sus ademanes: «Para que se fíe uno de los recién llegados…»
Mi nuevo cargo sirvió para que mis viajes a Madrid se redujeran. Aquello alegraba mucho a don Alberto. Pero a los pocos días de mi nombramiento, mi suegro cayó enfermo. El médico diagnosticó un infarto: «Si no se cuida mucho, durará poco.» Alicia se desesperaba. No quería aceptar el dictamen: «Papá tiene que vivir», repetía con lágrimas en los ojos. «No puede dejarnos ahora…»
Se achacaba las culpas; decía que aquella desgracia había sido un castigo de Dios: «Por nuestra frialdad religiosa…» «Vivimos como perros», decía lamentándose. «Como si Dios no existiera…»
Empezó a tratar con curas, a traerlos a casa, a frecuentar la iglesia… Lanzaba diatribas contra los que se aferraban a las cosas materiales. Y yo me sentía más acorralado que nunca. No podía perdonarle que se hubiese vuelto beata.
Victoria, al verme tan preocupado por aquel nuevo rumbo, solía reírse: «No te apures, hombre: se le pasará pronto. Una nube de verano.»
Pero a medida que el tiempo pasaba, Alicia se volvía más intransigente. Todo la escandalizaba: los adulterios de Paco, los escotes de Gladys Goulden, la irreverencia de las mujeres que entraban en la iglesia con trajes transparentes, las conversaciones desenfrenadas…
Así empezó a granjearse el odio de la sociedad. Recuerdo que cuando se hablaba de ella, se cruzaban los dedos, se guiñaban, y se tocaba madera: la llamaban «Diosa Artemisa» por sus aficiones artísticas y religiosas. «Una "Arte y Misa" que se empeña en amargarnos la vida vaticinando catástrofes…»
Alicia se daba cuenta, pero no protestaba. Soportaba los vacíos sin chistar. Aquella actitud de santa resignada me sacaba de quicio:
– Como sigas así, acabarán por excluirte de todas las reuniones.
– A Dios también lo excluyen -contestó.
Una vez me habló de Serena: «No debería dejar a su marido tanto tiempo solo.» Y como yo alegase que Serena era muy joven y que su marido era un viejo, contestó: «Razón de más para atenderlo. Cuando se casó con él sabía la edad que tenía.»
Aquella conversación se la repetí a Serena. «Deberías ausentarte una temporada. Alicia empieza a sospechar.»
Serena todavía aceptaba la clandestinidad: era una condición impuesta en nuestras vidas.
– Debe de ser horrible estar casado con una mujer como la tuya… Afortunadamente tu paciencia…
Pero si Alicia se achacaba a sí misma la culpa del infarto de su padre, los empleados del Banco se la achacaban entera a la faena del antiguo director. «A él tenía que haberle dado el soponcio y no a don Alberto…»
Se vengaban así de todo lo que habían tenido que soportar cuando él era el jefe. «Su buena tajada habrá sacado de esos desaprensivos…»
Don Alberto mejoraba lentamente, pero su aspecto ya no era el mismo. Recordaba mucho al hombre que había yo encontrado en el hospital al terminar la guerra. Todos los días iba a verlo; le hablaba de asuntos que no pudieran afectarle, de la devoción sentían los empleados por él, de la buena marcha de la empresa…
Cierto día me comunicó que tenía intención de dimitir como presidente: «Pienso poponé a la junta que tú me sucedas en el puesto.» Demostré sorpresa, emoción y disgusto: «Ni pensarlo: queda cuerda para mucho tiempo; nunca podré ponerme a su altura…»
– Te equivocas, hijo: tú estás más pepaado que yo.
– Todavía no, don Alberto; todavía no.
– Tú déjame a mí que actúe… ¿No te paece que ya va siendo hoa de que el Banco tenga un pesidente que ponuncie las ees como es debido?
Mi admisión como presidente del Consejo coincidió con la admisión de España en la ONU.
Los dos ingresos enarbolaban banderas vindicativas: la de mi infancia y la de la posguerra española. De nuevo salieron a relucir las humillaciones pasadas; cuando nuestra presencia en la ONU había sido rechazada.
La alegría de don Alberto era manifiesta: «Un buen tanto paa Fanco», decía. «Pa que apendan los que lo atacan.», Era curioso comprobar hasta qué punto aquel hombre había cambiado sus ideas políticas. Sus reminiscencias republicanas habían sido definitivamente enterradas. Incluso rozaba ciertos ribetes monárquicos: se refería a la augural casualidad que suponía que la jura de bandera del príncipe Juan Carlos coincidiera con nuestro ingreso en la ONU: «Ese muchacho me gusta», decía. «Tiene tesón, talento y buena planta.»
Aquella Navidad fue optimista. Mi suegro había mejorado notablemente y mi suegra celebró su mejoría con el habitual almuerzo navideño. Al llegar a los postres recitó una horrible poesía relacionada con la familia, la ONU y mi nombramiento como presidente.
Aquella vez Alicia se había empeñado en que yo la acompañara la Misa del Gallo. Aseguraba que la mejoría de su padre se debía en gran parte a lo mucho que ella había rezado: «El mundo empieza una nueva era, Carlos; hay que estar preparados para afrontarla.»
Se refería al satélite que el verano anterior los rusos habían proyectado lanzar a la luna. «Cuando menos lo esperemos, se llegará a pisarla… ¿No te parece grandioso?»
Accedí. La acompañé a la iglesia. Era extraño ver a Alicia tan devota. Me sentía incómodo. Tenía la impresión que la masa que nos rodeaba, no podía aceptarme como uno de los suyos. Yo era otro. No me parecía a ninguna persona de las que estaban allí. Hacía mucho tiempo que me había desgajado por completo de aquel chorro de luz ocre que inundaba la nave. Yo no era ocre, ni verde, ni amarillo. Era un hombre sin color aferrado a su tierra. Y tenía a Serena. Una Serena viva asumiendo todos los colores que yo había perdido. Lo peor era cuando Alicia me advertía: «Ahora arrodíllate, ahora siéntate, ahora levántate…» Me humillaba que estuviera continuamente advirtiéndome lo que debía hacer. La vi acercarse al comulgatorio: tenía el rostro pálido y una gran serenidad en el porte. Al regresar al banco, apenas reparó en mí. Se arrodilló a mi lado y se cubrió la cara con las manos: «Como hacía yo en la infancia.» Pero Alicia ya no era una niña: había cumplido veintisiete años.
Me urgía salir de allí: el banco se me antojaba duro, el calor me sofocaba y la mente se me iba a cien leguas de aquel lugar, camino de recuerdos lúbricos, allá donde Alicia no tenía acceso, donde únicamente Serena tenía cabida.
La miré: ni siquiera me inspiraba ternura; me inspiraba odio. Estaba odiándola por todo lo que me obligaba a pensar, por todo lo que me reprochaba sin decírmelo. «Como mi madre el día de mi boda…»
Aquel mismo día mi suegro me había dicho: «Cuando yo falte tendás que ocúpate de los bienes de Alicia.» Alegaba que era muy niña, que su mentalidad infantil podía echar a perder la fortuna que heredase… También aquella idea hurgaba mi cerebro. Y la frase de Paco: «Iremos a Madrid a celebrar el año nuevo…»
Entonces había épocas para todo. La Navidad era para la familia. El año nuevo para lo demás.
Cuando salimos de la iglesia, Alicia iba silenciosa. Hacía frío y se había puesto su mejor abrigo.
– ¿Te ha gustado? -preguntó.
– Demasiada gente.
Se volvió hacia mí: me dijo que había rogado para que Dios me ayudara.
– Te lo agradezco; va a hacerme falta. El trabajo que me espera, requiere gran responsabilidad.
– No me refería a ese tipo de ayuda.
– ¿A cuál entonces?
– A la que te lleve a Dios.
– No irás a decirme que el trabajo me aparta de Él.
– El trabajo no, pero la ambición sí.
– Sin ambición no puede haber progreso.
– Ni codicia -dijo ella-. Lo malo de la ambición es eso, Carlos: la codicia.
– Hay cosas peores que ser ambicioso.
– ¿Por ejemplo?
– La soberbia. Hace un momento, cuando el cura nos hablaba de la pobreza, del establo, de lo que Cristo representaba en la escala social, parecías emocionada… Incluso te has adelantado a besar a un niño Jesús de pasta, reclinado sobre una cuna con virutas…
– ¿Qué mal hay en ello?
– Nada. Sólo que me parecía ridículo verte tan compenetrada con la pobreza de Cristo llevando encima un abrigo de visón.
Alicia calló. Miró al cielo a través de la ventanilla del coche. Había estrellas ocultas tras unos jirones de nubes dispersas que babeaban humedad hacia la tierra. Se subió el cuello del abrigo. Ocultó la cara.
– Hace mucho frío -comentó escuetamente.
No quiso acompañarme a Madrid. Yo mismo me encargué de que «no quisiera». La disuadí con argumentos convincentes: «Se trata de una fiesta aburrida, gentes que a ti te molestan… Yo no tengo más remedio que asistir: asuntos Salcedo, ya sabes…»
Aquella decisión de Alicia sirvió para hacerme la víctima entre mis amigos: «Ya lo veis: me deja solo. Nunca quiere acompañarme.» Y la gente me compadecía: «Esas mujeres tan poco sacrificadas…»
Los anfitriones de aquella vez eran los Calzado (de la casa ducal Calzado y Sarandoña). Un matrimonio de mediana edad que todos los años, al llegar aquella fecha, recibían a los elegantes de Madrid y algún que otro forastero relevante. Aquélla era la primera vez que Alicia y yo habíamos sido invitados. Paco, en cambio, llevaba ya varios años asistiendo al tradicional festejo.
Los Calzado eran un matrimonio simpático, de costumbres deliciosamente trasnochadas, que gustaban hablar de doña Victoria, de Ortega y Gasset, de Marañón y de los socios del Nuevo Club. También solían disfrutar vaticinando la caída de Franco, la invasión comunista y el caos general que nos aguardaba.
Aquel año, tal vez por haber sido rechazados en las altas esferas gubernamentales, también habían invitado al matrimonio Fuentes. «Chico: ese Fuentes es un tío con toda la barba; dicen que está dando sopas con honda a los del Gobierno…» Y como se rumorease que Serena lo estaba «adornando», le habían encargado a Paco que invitara «sin falta» a la causa del adorno: «Tú que estás en el ajo…»
Me lo contó él mismo más tarde: «Te divertirás, Carlos; la gente de Madrid está esperándote con expectación. De un tiempo a esta parte los catalanes estamos en alza en la capital. Al parecer, los "matadonas" de Madrid están ya algo trillados…»
Lo que nunca pude imaginar era que, en aquella casa, iba a encontrarme con Lolita.
No había vuelto a verla desde la boda de Paco, cuando ostentaba aquel horrible embarazo que sombreaba de moretones su bellísimo rostro. La tuve delante cuando menos lo esperaba, de nuevo esbelta, sus facciones suaves, sin manchas, sin crispación.
– Es como un sueño…
Iba vestida de blanco, sencilla, su escote comedido:
– Yo, en cambio, sabía que iba a encontrarte aquí, Carlos.
– Tienes un aspecto tan infantil como en San Sebastián.
– Pues acabo de cumplir treinta y siete años.
– Me gustaría saber qué diantre has hecho para conservarte tan intacta.
Torció la cabeza con aquel movimiento peculiar en ella:
– Te agradezco el cumplido, pero los años no perdonan.
En torno a nosotros la gente bullía, se besaba, se felicitaba.
– Al parecer, te has convertido en personaje -dijo ella.
Había un dejo zumbón en su frase.
– Depende de lo que tú entiendas por personaje. Por supuesto ya no soy el hijo de viuda pobre que tú conociste.
No debió de gustarle mi respuesta:
– A veces puedes ser muy cruel, Carlos.
Me lo dijo sonriendo, echando a broma la frase.
– No era mi intención herirte -le dije.
Lo peor de Lolita era aquella especie de poder que emanaba y que al percibirlo me obligaba a sentirme mediocre.
– Yo no te he dicho que me hayas herido -cambió de expresión-. Sentí mucho no asistir a tu boda. Por aquellas fechas yo andaba muy atareada con mis hijos.
– Te echamos de menos.
– Agradezco el cumplido -contestó ella.
Aunque no lo quisiéramos, había una tirantez indudable entre nosotros, algo que nos impedía explayarnos. Los años de ausencia habían acumulado demasiadas cosas que no decíamos, demasiados olvidos que nunca debieron serlo, demasiados recuerdos sin desmenuzar…
– ¿La quieres? -preguntó de pronto.
Por unos instantes supuse que se refería a Serena. Comprendí que hablaba de Alicia cuando señaló mi alianza:
– La necesito.
– Lo celebro -dijo bajando la cabeza-. Eso lo arregla todo. La necesidad es un lazo fuerte. También yo necesito a Raimundo.
– ¿En qué sentido?
Pareció vacilar. Añadió después:
– Es mi apoyo.
– ¿Sólo eso?
– ¿Te parece poco? A mi edad no se puede exigir más de un marido.
Había un desánimo grande en su voz, algo que me recordaba a la Lolita-novia, la que me había pedido angustiosamente que no la dejara casarse con aquel hombre.
– ¿Es bueno contigo?
Lanzó una carcajada:
– Al menos no me pega.
– ¿Y tus hijos? ¿Cómo son tus hijos?
– Tres criaturas adorables. ¿Te acuerdas de mi último embarazo? Fue una niña: una niña maravillosa; se llama Raimunda.
Lo dijo casi con orgullo, como si el nacimiento de aquella criatura (que más tarde tanto habría de pesarle) fuera la razón suprema de su matrimonio.
Vinieron a anunciarnos que pasáramos al comedor. Serena no había llegado. Isabel Calzado se excusaba por sentarnos a la mesa sin que los Fuentes estuvieran allí: «El tiempo apremia y las uvas deben tomarse al sonar las doce.»
Recordé aquel año nuevo en el palacete Remo: el primer beso de Serena, sus frases cálidas atravesando susurrantes mi oído.
Lolita me acompañó al comedor. Señaló la silla vacía que tenía yo al lado.
– Voy a dejarte -me dijo-. Imagino que esperas otra compañera de mesa.
No me dio tiempo a reaccionar. Se alejó enseguida. La vi mezclarse entre la gente; erguida, volatilizada, su vestido blanco serpenteando grácil entre fraques oscuros. No sabía si odiarla por lo que acababa de decirme o si agradecerle su ductilidad. Me senté a la mesa de Paco y Victoria. La ausencia de Serena me inquietaba. Aquella misma tarde me había dicho por teléfono: «Nos veremos en la fiesta de los Calzado…»
Lolita estaba frente a mí, lejana, enfrascada en una conversación con su vecino de mesa. Ni un solo instante la sorprendí mirándome.
Al sonar las doce, tomamos las uvas. Victoria estaba ya borracha. Señalaba la silla vacía y empezaba a reír, con risa floja, como si la divirtiese verme chasqueado.
Contemplé las uvas que habían colocado junto a mi plato. Eran doce granos pochos, aislados, tristes. Tragué seis sin entusiasmo.
Cuando empezaron los abrazos y las felicitaciones, Victoria desapareció. Llegó al poco rato hasta mí con el rostro demudado. Se agarró a mis brazos tambaleándose: «Ha ocurrido algo horrible», dijo.
Después me comunicó que el marido de Serena había muerto.
Me sentí aislado, mareado, como si lo que me estaba diciendo fuera también un sueño. En torno a mí había cuerpos que se movían, que se agitaban, que emitían sonidos alegres…
Los labios de Victoria temblaban. Era un temblor como de hielo al derretirse en un vaso de agua caliente:
– Acabo de hablar por teléfono con ella. Me ha rogado que te lo dijera.
Era difícil comprender todo aquello. Recordé a Justo Fuentes, sus frases, su desaliento, su forma de mirar a Serena…
– Ahora Serena es libre -dijo Victoria.
Era una frase postiza, una frase que sobraba. No debió decir aquello.
– ¿De qué ha muerto? -pregunté.
Victoria no parecía oírme. Continuaba obsesionada con aquella súbita libertad de Serena. Hablaba de ella: «¿Te das cuenta? Serena es una mujer libre…»
Isabel Calzado se acercó a nosotros: nos rogó que la acompañáramos.
– Acabo de enterarme: horrible, tristísimo… Y nada menos en una fecha tan señalada-. Se la veía nerviosa, no podía disimular su inquietud.
Echó ojeadas al salón contiguo, allá donde la gente bailaba y reía:
– Os ruego que no hagáis uso de lo que sabéis… Sería un jarro de agua fría en todas las cabezas… Me vería obligada a suspender la fiesta…
– Descuida, Isabel: no diremos nada.
Pero Victoria continuaba obsesionada con la libertad de Serena. Isabel repetía:
– No tenemos derecho, ¿verdad, Carlos? No tenemos derecho a destruir su alegría…
Eché un vistazo al salón contiguo: era una alegría eufórica, llena de champaña francesa:
– Lo están pasando tan bien… Además, ese pobre hombre ya no puede levantar cabeza. Si fuera posible hacer algo por él…
Era extraño que alguien tachara a Justo Fuentes de «pobre hombre». Nadie, hasta aquel momento, se hubiera atrevido a darle aquel calificativo.
– Pero ¿de qué ha muerto? -volví a preguntar.
Fue Isabel Calzado la que me lo dijo: «Cáncer de estómago.»
– ¿Serena lo sabía?
– Todos lo sabíamos -dijo Victoria.
Todos menos yo: Serena jamás me había hablado de aquello.
Isabel Calzado nos estampó dos besos a Victoria y a mí:
– Sois unos amores, unos verdaderos amores; ya sabéis: chitón y disimulo…
– Descuida.
Aquella misma noche nos acercamos a la casa del muerto. Era un piso decorado con gusto, pero modesto. Justo Fuentes no era hombre rico y jamás había tenido manías de grandeza.
A pesar de lo intempestivo de la hora, la casa estaba llena de gente. Había mujeres vestidas con traje de noche, hombres con esmoquin, vecinos con bata…
Serena estaba en el salón, pálida, triste, estrechando manos y repitiendo: «Gracias, gracias…»
Cuando nos vio se puso en pie. Pidió disculpas a la concurrencia y se acercó a nosotros. Victoria le dio un abrazo. Yo cogí su mano y la retuve entre la mía. La gente nos miraba: «Lo siento, Serena, lo siento de verdad…» Había que seguir la corriente, había que fingir dolor, respeto, perplejidad… «Tantos años de convivencia», decía. «Era tan bueno…» Y detallaba su muerte, se refería a las últimas horas de su vida. «Era tan bueno…»
Victoria callaba. Ya no decía que Serena era una mujer libre. Nos miraba. Tenía miedo. Y Paco encogía la ceja:
– Una lástima, una verdadera lástima…
A los dos días de aquella escena, Serena y yo nos vimos a solas.
– Por fin…
Su piel olía a arpège, a jabón, a Serena limpia de besos ajenos.
– Ahora todo cambiará -le dije-. Te pondré piso en Barcelona. Ya nada te retiene en Madrid.
Serena esbozó un mohín de disgusto.
– Intentas decirme que podré ser tu querida oficial.
Le tapé la boca:
– Te prohíbo que vuelvas a decir eso.
Su cuerpo temblaba, decía que tenía frío. Afuera nevaba, y Serena miraba el ventanal con ojos centelleantes más apanterados que nunca.
– ¿Qué voy a ser entonces?
– Mi novia -bromeé.
Continuó mirando la nieve. Era como si estuviera contemplando el futuro:
– Intentaré acostumbrarme a la idea. Espero que Alicia se acostumbre también.
– No te preocupes por ella. Yo me encargaré de que nos deje el paso libre. Al fin y al cabo, no tenemos hijos. Será todo muy sencillo: ya lo verás.
Serena se estremeció; se arrebujó contra mi cuerpo. Era dulce aquel frío de Serena. Era como si al contacto de mi piel se convirtiera en calor.
– Tengo ganas de llorar, Carlos.
Y yo recogí su llanto besándola en los ojos.
Cuando llegué a Barcelona, Alicia me recibió sonriendo. Era una sonrisa enigmática, entre siniestra y alegre. Me dijo que su padre estaba mucho mejor y que su madre lo había celebrado dedicándole una de sus atroces poesías.
– ¿Y tú, Alicia? ¿Has pintado mucho?
– No -repuso-, creo que voy a dejar la pintura.
Empecé a alarmarme. Desde que yo la conocía, no había hecho más que presumir de artista. ¿A qué venía aquella decisión?
– ¿Sabes, Carlos? He pensado que podríamos hacer un viaje tu y yo solos: un viaje sin testigos, sin Paco, sin Victoria… Una especie de viaje-evasión, para compenetrarnos mejor.
No entendía aún adonde quería llegar.
– ¿A qué viene ahora esa ocurrencia? Ya sabes que siempre ando muy ocupado.
La idea de viajar a solas con ella me aterraba. Hubiera sido lo mismo que viajar con un saco de nostalgias, de malestar, de incomprensiones. Estuve a punto de decirle: «Sería demasiado aburrido», pero me contuve.
Se acercó a mí todavía impenetrable, todavía insinuante y gozosa:
– ¡Llevamos tantos años sin salir juntos al extranjero! ¿Crees que no podrías encontrar un hueco, aunque sólo fuera una semana?
Pensé: «La maldita manía religiosa… Probablemente algún cura le habrá metido en la cabeza que se ocupe más de mí.»
– Lo intentaré, pero no prometo nada.
Insistió:
– Sería una forma de acercarnos el uno al otro… ¿No te parece? Una forma de conocernos mejor, de ayudarnos…
Hablaba con premura, como si estuviera recitando una lección aprendida de memoria palabra por palabra.
La atajé:
– Para eso no hace falta hacer un viaje. Además, me parece ridículo: después de diez años de matrimonio, uno conoce al otro de sobra.
Encajó mi frase sin alterarse. Negó con la cabeza:
– No, Carlos; no nos conocemos. Hemos vivido juntos, pero nada más.
– No te entiendo.
Pretexté que tenía una mota en el ojo. Me acerqué al espejo para no verla, para rehuir aquella extraña conversación: «Llevo esa dichosa mota desde que salí de Madrid.»
Alicia, desde el fondo, me contemplaba con aire abatido.
Insistió:
– Es necesario que colaboremos, Carlos: los dos.
Y su voz tenía una firmeza que jamás había percibido yo en ella hasta aquel momento.
– ¿Colaborar en qué?
Suspiró hondo y me comunicó que estaba esperando un hijo.