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VICTORIA

Mi suegra se empeña en considerar que mi actitud es transitoria, una especie de terquedad provocada por el trauma que he sufrido.

– No es lógico, Carlos; no es lógico que no quieras defenderte…

Me ha explicado después que Ramón Pérez había ido a visitarla: «Está dispuesto a llevar tu caso…»

La he atajado:

– No vuelva a hablarme de ese hombre, se lo ruego.

– Es un buen abogado… Tuvo sus malos pasos en el Banco, pero se las sabe todas en leyes.

– Demasiado viejo.

Imaginaba lo mucho que iba a disfrutar aquel hombre viéndome en la situación en que me encuentro ahora. Nada complace tanto a los que han sufrido humillaciones como compadecer a los causantes de su propia humillación.

– Te ayudaría, Carlos… ¡Si lo oyeras hablar de ti! No hace más que ponderar tus cualidades.

– No se canse, doña Alicia: conozco a ese hombre muy bien; nunca habla de las cualidades de nadie como no sea para sacar a relucir sus defectos. Y para eso, me basto y me sobro.

– También Carlota quiere verte.

No ha debido mencionar ese nombre:

– Si en algo me aprecia, le ruego que aleje a Carlota de este condenado lugar.

Doña Alicia ha aceptado mi repulsa. No ha insistido. Se ha marchado con su frase acostumbrada: «Lo que tú digas, hijo.» Doña Alicia sigue siendo la misma: confiada, estúpida y fundamentalmente buena.

Pero Carlota se ha quedado. Basta mencionarla para que todo lo que me rodea se llene de ella.

Sin embargo, hace muchos años Carlota representaba una rémora para mí. Cuesta trabajo imaginar eso. Es como si alguna vez, en algún momento dado, hubiese renegado de mis propios ojos o de mi propia vida.

Yo no sabía que el hijo que Alicia estaba esperando podía ser como ella. Momentáneamente fue como si la confesión que mi mujer acababa de hacerme, hubiese horadado los cimientos de mi vida y la casa entera se hubiese venido abajo.

– ¿Estás segura, Alicia?

Tenía pruebas: mientras yo había estado en Madrid, se había hecho visitar por el médico.

Era difícil creer aquello: «Después de tantos años de matrimonio…»

Aquella misma noche llamé a Serena por teléfono. No sabía cómo decírselo. «Agárrate bien, porque lo que voy a comunicarte era imprevisible…»

La reacción de Serena fue violenta: «Pero ¿cómo has podido hacerme eso a mí, a mí…?» Se sentía engañada, defraudada, vencida. Igual que una esposa traicionada a la que se le intenta encasquetar el hijo de un desliz. «Un golpe bajo, Carlos: una putada vergonzosa…»

Las tormentas de nieve que se cernían sobre España, entorpecían la audición telefónica: «¿Me oyes, Serena?» La voz se le iba. «¿Estás ahí?» Lloraba. «Por favor, señorita, no corte…» La telefonista se impacientaba: «Yo no corto, señor, es la línea.» Al fin, otra vez Serena: «Nunca me hubiera imaginado semejante felonía, Carlos… ¡A quién se le ocurre!»

Las comunicaciones de aquella época eran todavía deficientes. Se hablaba de que pronto entre Madrid y Barcelona iban a ser directas, pero había demasiadas enmiendas en proyecto para confiar en ellas: «Si pudiera estar a tu lado, Serena, si pudiera verte… comprenderías…»

Cuando colgué el auricular tuve la impresión de haber cometido un fraude como el de Ramón Pérez.

La densa nevada que estaba cayendo sobre la ciudad dejó al día siguiente paralizada la vida. Las obras empezadas quedaron inmóviles, el tránsito se volvía imposible, y la gente no podía acudir al trabajo.

Aquellos días me sentí más encadenado que nunca. Las comunicaciones telefónicas entre Madrid y Barcelona se habían cortado definitivamente. Imposible hablar con Serena. Imposible saber cómo había reaccionado después del primer choque.

Alicia, en cambio, parecía feliz. Ya no tenía aquella endémica expresión de cansancio que durante tanto tiempo le había fustigado yo. Decía que aquel hijo era un regalo de Dios, una respuesta a sus continuas peticiones.

También mis suegros se sentían eufóricos: «Será un chico, naturalmente», decía Alicia. Y mi suegro se aferraba a aquella afirmación para hacer planes. Decía que había que procurar que el día de mañana ese niño pudiera heredar una empresa sólida. Le daba yo a entender que Alicia no estaba capacitada para administrar su fortuna. Mi suegro recogió la onda: «Te nombaé administadó a ti.»

Cuando le comuniqué la noticia a Paco, se quedó petrificado: «¡Conque al fin has dado el braguetazo! Así me gusta, macho. A eso le llamo yo ser oportuno… No me negarás que las cosas te están saliendo a pedir de boca: primero presidente, ahora niño…»

La envidia le iba corroyendo, pero todavía lo disimulaba. En cambio, la que parecía realmente contenta era su mujer:

– Eso cambiará tu vida: ya lo verás.

A veces tenía yo la impresión de que Victoria no aprobaba mis relaciones con Serena; sin embargo, era obvio que en más de una ocasión nos había ayudado. A medida que los años pasaban, Victoria se iba volviendo cada vez más impenetrable para mí. No entendía su forma de actuar, brusca y decidida; su empeño en llevar una vida anárquica sin orientación, bandeándose siempre entre mi compañía y la de Serena, como si en el mundo no hubiera más seres que nosotros, y refugiándose en la bebida como si en ella hallara el único recurso para soportarse a sí misma.

Me costó mucho abrir los ojos y comprender la verdad de Victoria. Fue preciso que transcurrieran algunos años y que España se convirtiera decididamente en un país europeo.

Entonces todavía no lo era. Acababa de ser descubierta por el turismo y los españoles daban sus primeros pasos internacionales.

En algunos tejados destacaban ya antenas de televisión, las carreteras se alisaban, los primeros snaks parpadeaban por algunas calles de la ciudad y se edificaban hoteles (todavía tímidos) en la costa catalana. Pero los continuos cambios de Gobierno mantenían en precaria situación la estabilidad del país. Fue el año de la independencia de Marruecos y de nuestros primeros problemas exteriores. Los nuevos aires europeos exigían posiciones que, hasta entonces, habían sido cuidadosamente salvaguardadas por el aislamiento nacional. Pero el aislamiento era ya relativo y España iba despertando lentamente de su modorra. Esporádicamente aún se proclamaban manifiestos, se ponían despertadores políticos en las universidades y se fraguaban hostilidades que hasta entonces parecían imposibles.

Fue en aquella época cuando algunas señoras de la nobleza (por ejemplo, la resentida condesa de Trigo) dieron en jugar a socialistas. Tenían la impresión de que adoptando tal actitud se les acrecentaba la importancia. En el fondo lo que le ocurría a la condesa era que no podía perdonarle al régimen que hubiera puesto en entredicho a su marido por culpa de los dichosos maletines. De algún modo tenía que justificar la vergüenza de su paso por la cárcel; por eso se decantaba hacia la protesta para dar la impresión de que todo había sido una cuestión política.

De la noche a la mañana dejó de vestirse con ampulosidad y se agenció vestidos sencillos, como de sufragista. Ya no presumía de rica, sino de pobre, de «mujer del pueblo», de aristócrata renegada.

Se granjeó amistades intelectuales, gentes que hasta aquel momento nunca habían figurado en la lista social… Hablaba de la vergüenza que suponía para España la exclusión de los partidos: «Hasta que no se implante una buena democracia social, no habrá justicia en nuestro país», y decía que no había derecho a que Ruiz-Giménez hubiera cesado.

Pero sus mayores ataques los reservaba para el Opus Dei. A decir verdad, todos los intocables se alarmaban cuando se mencionaba aquella palabra.

Decían que era una especie de Ku-Kux-Klan o masonería blanca.

Paco, que no perdía ripio en las evoluciones políticas del país, aseguraba que el Opus Dei estaba invadiendo los puestos del alto mando y que pronto España iba a estar más acogotada que en la década de los cuarenta.

Aquel año el Banco en peso decidió dedicarme un homenaje. Había que destacar de algún modo mi nombramiento como presidente. Para celebrarlo se eligió un local (que ya no existe) donde cabían no sólo los consejeros sino el personal directivo de todas las sucursales.

Las mujeres fueron excluidas. En aquella época aún no se tomaba en serio lo de los derechos de la mujer, ni se la consideraba indispensable en los actos públicos.

Fue un banquete abigarrado, de comida castrense (para que resultara más cordial y, por descontado, más barato) con vinos de Rioja y champaña catalán.

Recuerdo que Paco se ofreció para gestionar la presencia del ministro de Hacienda en el almuerzo, pero cuando llegó el momento, el ministro se limitó a mandar una representación:

– Lo siento -dijo Paco-, nunca puede uno fiarse de esa gente.

Y yo, para disimular mi decepción, le contesté que no lo sentía por mí sino por el prestigio del Banco y, sobre todo, por don Alberto.

De cualquier forma el acto tuvo una gran divulgación (asistió un nutrido número de periodistas y cámaras de NO-DO) y también hubo discursos: primero habló el vicepresidente (en representación de mi suegro; él fue excluido de toda manifestación verbal no por sus erres, sino por prescripción facultativa). «No le conviene hacer esfuerzos ni emocionarse», había dicho el doctor Cordal.

Después habló el director general: Pascual Romero, y por último hablé yo.

El vicepresidente se llamaba Rosendo Falstat: tenía la edad de mi suegro y tomaba pastillas tranquilizantes («porque se me traba la lengua cuando me pongo nervioso» y pastillas contra la acidez «porque el champaña me produce ardor» y pastillas contra el infarto «porque a nuestra edad hay que ir pensando en defenderse de la enfermedad de los ricos…»). Y rompía a carcajear su frase para dárselas de joven.

Rosendo Falstat era un hombre orondo que reía por cualquier motivo: un ejemplar de ojos saltones y barriga prominente, que sólo se abrochaba el botón bajo de la americana porque los otros apenas le llegaban al ojal. Presumía de campechano (aunque la procesión fuera por dentro) y andaba siempre fumando un puro que con frecuencia estaba apagado.

A él le debo en gran parte la decisión del Consejo de nombrarme presidente, no por la presión que él hiciera para que me nombrasen, sino por lo mucho que había intrigado para que lo nombrasen a él.

Ante su machacona insistencia, el Consejo se había negado sistemáticamente a complacerlo. «Lo que hace falta es gente joven -decían todos- con ideas nuevas, con empuje y espíritu de trabajo.» Además (no había que olvidarlo), don Alberto era, con mucho, el principal accionista, y don Alberto me había propuesto a mí.

Pero Rosendo Falstat no se había ofendido: tragó estoicamente su humillación y lanzó con la mayor dignidad campanas al vuelo para encumbrarme. Fue un discurso ampuloso, truquista y lleno de tópicos, que entusiasmó al público y halagó mi vanidad. Habló de mis innumerables cualidades, de mi honradez y de mi tenacidad laboral; repasó mis actividades juveniles, tan dignas de alabanza: «…adicto al régimen desde el primer día -dijo con voz sonora-, fue perseguido como buen español por las hordas marxistas, a las que con arrojo y astucia supo dar esquinazo. Prófugo del ejército rojo, fue recibido con los brazos abiertos por nuestros invictos soldados, como un español valeroso, modelo de virtudes cristianas y gallardías ibéricas. Curado de una enfermedad grave, pidió ser trasladado al frente del Norte. Herido en el muslo supo mantenerse en pie hasta que cayó como un jabato, regando generosamente con su sangre el glorioso terreno conquistado para nuestra querida tierra española (aplausos nutridos y vivas a España). Protestando, eso sí, protestando porque no le dejaban continuar en la brecha. Mediador en los inicios de la difícil paz entre los acusados inocentes y los inocentes acusadores (risas intencionadas y exclamaciones de "ese tío se la juega") supo mantener con mano recia la atropellada nave del Banco, apoyado en nuestro querido presidente saliente: don Alberto Salcedo (más aplausos y "viva el presidente saliente"). Nave para nosotros tan querida, pero que, tras el desastre marxista, amenazaba ruina…»

Rosendo Falstat tragó un sorbo de agua y prosiguió: «Ruina que no se produjo gracias a esa mano recia que ha caracterizado siempre a nuestro admirado señor Hondero.» Se refirió luego a mis principios en el Banco «en los que yo era sólo un botones», un empleado sencillo, que pasaba sus noches estudiando para llegar algún día al departamento de Cartera… (Aquí un chiste falstatiano sobre las carteras, las «rubias» y los duros «blandos».) Ensalzó la recta vida de mi madre, «viuda ejemplar que supo imponer a su hijo los más estrictos deberes morales, sociales y políticos en una sociedad que entonces empezaba a dar síntomas de descomposición…». Y sacó a relucir el heroísmo de mi difunto padre, muerto en aras del deber… «Así que de casta le viene al galgo…» Y añadió que gracias al esfuerzo heroico de mi madre, conquisté los primeros puestos del colegio, de la Escuela de Comercio y, por último, de la empresa Salcedo. «Porque hay hombres destinados a conquistar siempre esos primeros puestos.»

Rosendo Falstat se tomó nuevamente un respiro. Carraspeó y prosiguió: «Quiero que sepan todos mi entusiasmo al apoyar su candidatura. Quiero que los que me escuchan, sepan reconocer, como reconozco yo (y se golpeaba el vientre allá donde los botones no alcanzaban el ojal) las grandes cualidades que acompañan a nuestro nuevo presidente, modelo de hijos, de esposos y pronto de padres, y quiero que, al alzar mi copa, para brindar por él, los dignos asistentes a esta asamblea brinden conmigo no sólo por la recia figura del presidente electo, sino por el hombre sencillo, emprendedor y moderno que se esconde tras la importancia de su cargo (aplausos desbordantes). Ese hombre, digo, que junto con don Alberto Salcedo (mohín condescendiente de mi suegro), nuestro entrañable prócer retirado, nuestro eterno amigo de feliz memoria (protestas de don Alberto: "Hombre, que todavía no me he muerto"), supo airear con lo que yo llamo las dos "tes" (entiéndase: talento y tenacidad) todas esas adversidades que no faltaron en los tiempos difíciles, para colaborar más tarde en el desarrollo de una empresa inmaculada que tanto enorgullece a nuestra querida patria.»

Bravos, aplausos, brindis, exclamaciones y vivas. Después habló el director. Fue escueto, sobrio, emotivo. Dijo aquello de que «si breve, bueno dos veces»: glosó los éxitos conseguidos en los últimos años, recordó la expansión que el Banco había experimentado dentro de la península, anunció futuras agencias, futuras actividades y futuras sucursales. Explicó que la casa «madre» iba a experimentar una reforma: «Nuevos tiempos requieren nuevas instalaciones.» Confirmó la noticia de que la empresa había decidido comprar el inmueble donde se alzaban las oficinas, para realizar reformas, y acabó diciendo que la Banca Salcedo era una de las primeras Bancas del territorio catalán, gracias a los esfuerzos de don Alberto y de su respetable yerno.

Por último hablé yo: di las gracias a todos, dije que prometía hacerme digno de la confianza que el Consejo y los accionistas habían depositado en mi humilde persona; cepillé (con toda idea) a los ejecutivos inferiores «aquellos que quemaban sus cejas al filo de una bombilla», les dije que por muchos cargos representativos que la vida me ofreciera en adelante, yo siempre me consideraría uno más entre ellos, que «para algo había pasado por aquel honroso aprendizaje», evoqué la inolvidable personalidad de don Pablo Daniel, «aquel mártir caído por Dios y por España» que tanto había luchado en pro de la dignidad bancaria, y, por supuesto, corrí un tupido velo sobre los J. J. y sobre el antiguo director general, Ramón Pérez. Al final anuncié a todos el próximo nacimiento de mi hijo: «Será un Hondero de apellido, pero llevará el nombre Salcedo incrustado en el corazón (aplausos rabiosos y pucheros mal disimulados de mi suegro). Por eso, porque la sangre Salcedo no puede perderse ni malograrse, juro que lo educaré en la devoción y el respeto que la familia Salcedo siempre mereció.»

Así terminé mi discurso. Mi suegro me abrazó llorando. Rosendo Falstat me repitió cien veces: «Muy bien, chico, muy bien», y el director general me estrechó la mano con la violencia del entrenador de un pugilista, que después de una pelea gana gracias a su intervención. «Fenomenal: has estado fenomenal…»

Durante mucho tiempo aquel homenaje fue tema de conversación en las veladas Salcedo.

Al poco tiempo Alicia dio a luz una niña. Fue como recibir un mazazo en la cabeza. Recordé mi discurso, mi juramento… «Juramento inútil…», pensé. Alicia me miraba compungida:

– Lo siento -dijo-, tú esperabas un niño.

Mi suegro disimuló su decepción:

– No importa: el próximo será chico, ya lo veréis.

«No habrá próximo», pensé. No podía haberlo. Serena no debía sufrir una nueva humillación de aquel tipo.

Como era de esperar, mi suegra se apresuró a componer una de sus atroces poesías para recitarla el día del bautizo. Y yo me limité a mirar aquel pedacito de carne rosada de cabeza apepinada y rostro tumefacto, sin comprender cómo un ser humano podía nacer sin haber sido deseado.

– Ya que no puede llamarse Carlos, la llamaremos Carlota -decretó Alicia.

Las mujeres tenían una extraña forma de perpetuar las inclinaciones afectivas: Carlota Hondero Salcedo… Sonaba bien: «¿Te gusta?» Hija de Carlos y Alicia: un matrimonio legal, cristiano (como había dicho Rosendo Falstat), con todas las virtudes de una familia modelo. Un matrimonio tal como se efectúa entre personas de bien, con testigos, con ceremonia religiosa, con pastel de boda y con luna de miel. Un matrimonio entero y verdadero al que sólo le faltaba sucesión. Bien: la sucesión estaba ya allí, llorando y agitándose, chupando y deschupando.

Había llegado oportunamente, cuando el matrimonio estaba a punto de naufragar. Ya no faltaba ningún requisito. Ya no era posible hacer marcha atrás. Todo tenía una justificación de peso: las amonestaciones, el certificado, las felicitaciones, los regalos y hasta las infidelidades…

Sin embargo, yo me sentía cada vez más despegado de aquello. Mi hija no tiraba de mí. Únicamente el Banco. El Banco y Serena.

Alicia quiso que la bautizara el padre Celestino. De nuevo vi a aquel hombre en mi casa, sonriente, patriarcal, inmerso otra vez en el estilo que América le había hecho olvidar: «Ya vuelve a ser un cura carpetovetónico», pensé. Fue un bautizo por todo lo alto, con peladillas, chocolate a la española, abuelos complacidos y amigos complacientes.

Paco fue el padrino y doña Alicia la madrina:

– Jamás tuve una comadre tan inspirada -me dijo Paco guaseando entre dientes-. Fíjate tú: ha sido capaz de rimar Carlota con bancarrota.

Y yo, por seguirle el juego, le dije que debió rimar Carlota con «carota».

Fue un día grande para los Salcedo. También lo fue para Juan Villoria. Con su precisión acostumbrada, servía canapés, saludando ceremoniosamente y hablando de la niña como si fuera un poco suya. Dolores, la antigua cocinera de mi madre, se esmeraba en que no faltase nada, en que todo estuviera a la altura de la importante familia que le había tocado servir.

Recuerdo que Alicia, todavía convaleciente, se mostraba empeñada en demostrar una afabilidad que le iba resultando muy difícil. Y yo, todavía inadaptado a mi condición de padre, ofrecía whisky de hurtadillas a Victoria y a todos los que hacían remilgos al chocolate.

De pronto me vi espetado por el padre Celestino:

– Os agradezco mucho que hayáis pensado en mí para bautizar a la niña.

– Era lo normal -repuse yo.

– ¿Sabes, chico? Me ha complacido mucho ver de nuevo a Paco Moraldo… Cuántos recuerdos, Dios mío! Hay que ver las vueltas que da el mundo…

También él estaba (como de costumbre) dando vueltas: de nuevo quería sondearme a fuerza de lugares comunes para llevarme a su terreno.

– Es una lástima que Dios no le haya dado hijos -acabó diciendo.

– ¿Quién sabe? A lo mejor le hubieran salido estudiosos… ¡Menudo complejo para Paco!

El padre Celestino rió mi ocurrencia, pero en el fondo de su risa apuntaba una amargura que yo fingí no advertir.

– En cambio, a ti no puede ocurrirte eso. No sólo fuiste buen estudiante: también has sido buen luchador. Te felicito, Carlos: has sabido abrirte camino. No puedes quejarte de la vida.

– Tampoco creo que ella pueda quejarse de mí.

– Agudo como siempre -repuso él-. No cambias: sigues siendo el tigre astuto de entonces… -Y bajando la voz, añadió-: Lástima que no emplees tu talento en descubrir la verdad.

– ¿Cuál es la verdad?

– ¿Sabías que Pilato hizo esa misma pregunta?

– No recuerdo muy bien quién era Pilato.

– Un prócer que mató a Dios.

– ¿Cree usted que yo soy prócer?

El padre Celestino se pinzó la nariz. Me miró luego a los ojos:

– Si no lo eres, llevas camino de serlo. Hay signos inconfundibles en tu carrera hacia la cumbre. Me refiero, claro está, a la cumbre humana.

– ¿Puede haber otra?

El padre Celestino movió la cabeza de un lado a otro, con cierto aire de desaliento:

– Pilato también tenía una mujer religiosa, ¿lo sabías?

– ¿Se parecía a Alicia?

Encajó bien la impertinencia:

– No tuve el gusto de conocerla.

– ¿Qué fue de ella? Me refiero después que Pilato hubo matado a Dios.

– La tradición afirma que abandonó a su marido. Pero también cabe que el marido llegara a destruirla: es decir, a convencerla de que no merecía la pena pensar tanto en un Dios muerto.

Comprendí lo que insinuaba. Temía por Alicia, por aquella fe que yo no compartía.

– Ciertas enfermedades son contagiosas -añadió.

– No irá usted a temer que Alicia me contagie.

– A decir verdad, tengo miedo de que tú la contagies a ella.

– Eso probaría que su fe no es muy boyante.

– Eso probaría que la carne es flaca. Alicia te quiere mucho… Y a veces el amor no correspondido arrastra a la desesperación.

– No tema -dije-. Por ahora no tengo intención de atacar su fe.

– Podrías destruirla sin darte cuenta.

– En tal caso yo estaría exento de culpa.

El padre Celestino se llevó la mano a la frente, tal como hacía cuando precisaba concentrarse:

– Te equivocas: siempre somos un poco culpables de lo malo que les ocurre a los otros. Cuando destruimos algo, por pequeño que sea, la humanidad entera participa de aquella destrucción…

Encogió los ojos. Dijo enseguida:

– ¿Recuerdas aquella mañana…? Hacía frío, mucho frío… Te agradecí que fueras a despedirme, pero me quedó la duda de mi culpabilidad. Todavía la llevo dentro, Carlos.

– No se atormente: mi conciencia está muy tranquila.

– La mía no lo estará hasta que vuelvas al redil.

Rompí a reír.

– Póngame usted una buena chavala en el redil y verá qué pronto corro a meterme en él.

No se enfadó. Se limitó a respirar hondo:

– Podrías tropezar y caerte. -Carraspeó-. De cualquier forma -añadió-, tú ya has tropezado y te has caído.

Pensé: «El muy cotilla se ha enterado de lo de Serena.» Los curas de su Orden se enteraban de todo.

– De todos modos, no me he roto ningún hueso: fíjese… -Y rompí a andar para demostrarle que continuaba íntegro.

– Dios no tiene prisa.

– ¿Pretende usted amenazarme?

– Comentaba.

– ¿Cree usted que algún día me llegará el castigo?

– Dios no castiga: reforma. Dios no se venga: cura.

– ¿Enviando calamidades? ¿Qué me dice usted de los desgraciados a los que la calamidad les pilla en el camino?

– A ésos los premia como premió al buen ladrón.

– Suponga usted que hubiera algún inocente…

– Nadie es más inocente de lo que fue Él.

– ¿Ni siquiera los niños?

– Ni siquiera los niños.

Me estaba cansando de tanto palabreo, de tanta acusación mórbida y oculta:

– Yo no puedo aceptar un Dios que destroza pueblos, que mutila niños, que reparte miseria, hambre, plagas, sólo para reformar a un hombre.

– En cambio aceptas que el hombre lo mutile y lo crucifique y lo insulte a Él… -se le había puesto voz autoritaria, casi indignada-. Eso es algo normal, una actitud corriente. El hombre puede matar, puede destruir, puede mutilar y crear monstruos a su capricho y hacerse el sordo ante el hambre y las plagas y deformar la imagen de Dios, minimizarla, como haces tú… ¿Para qué? Sólo para echarle las culpas de lo que nos duele, cuando de hecho es Dios el único que tiene derecho a pedirnos cuentas a nosotros…

De pronto se detuvo. Cambió de expresión. Carraspeó de nuevo y puso su mano en mi hombro:

– Perdóname, Carlos. No era mi intención hablarte así. No estoy aquí para reprochar conductas. Por un momento había olvidado que mi única misión era la de bautizar a tu hija.

Y se alejó de mi lado.

Pero su conversación quedó dentro de mí como un reproche directo de Alicia. Pensé: ha sido ella. Probablemente le había suplicado antes de abordarme: «Intente cazarlo, padre; mi marido está perdido.»

Lo que Alicia no podía saber era que también Serena suplicaba y pedía y exigía. Sólo que ella no recurría a los curas. Recurría a mí directamente. «¿Y ahora qué va a ser de nosotros, Carlos?» Desde que su marido había muerto, Serena no se hospedaba en casa de los Moraldo cuando venía a Barcelona. Se instalaba en el hotel Emperatriz: un lugar alejado del núcleo elegante, donde mis visitas podían fácilmente pasar inadvertidas. «Esa niña va a modificar todos nuestros planes…» Serena especulaba con aquel nacimiento como yo especulaba con la baja de algunos valores.

– Sabes muy bien que nada ha cambiado, Serena. Te pondré un piso en Barcelona y aguardaremos a que el tiempo decida…

– ¿Vas a decírselo a tu mujer?

– Todavía no. Es imposible. Dejaremos que la niña crezca un poco, que se acostumbre a ella, que se convenza de que nuestro matrimonio es un fracaso…

Le dije, además, que Alicia me era imprescindible para afianzar mi puesto en el Banco. «Don Alberto va a colocar en mis manos toda su fortuna… Y don Alberto lleva un puñal en el pecho: no lo olvides.»

Fue a poco de nacer la niña cuando don Alberto me confirmó la realización de sus proyectos. Me dijo que no podía dormir cada vez que pensaba en los disparates que su mujer y su hija podrían realizar si la fortuna Salcedo cayera en sus manos… «Así que he decidido nombate administadó de todos sus bienes en mi testamento…»

– Pero eso no sería justo… Ni siquiera legal.

– He puesto una cláusula: o continúas siendo administadó, o te dejo usufuctuaio… Que elijan.

Era lo mismo que convertirme en dueño absoluto de toda la fortuna Salcedo.

– No debo admitirlo. Alicia podría ofenderse.

– Con el tiempo me lo agadeceá.

Y añadió que era preferible que se ofendiera a que se arruinara.

– ¿Quién mejó que tú puede sabe lo que le conviene a mi hija?

A veces pienso en lo estúpida que puede ser la inteligencia del hombre. No había duda de que don Alberto había dado siempre muestras de gran suspicacia; sin embargo, jamás se le ocurrió dudar de mí. Llevaba demasiados años a mi lado, para conocerme realmente. Ni siquiera intuía la tensión terrible que existía entre mi mujer y yo. Creía que lo que realmente nos separaba era el supuesto «fanatismo» de su hija. «No se puede se tan intansigente», decía. Lo que más le molestaba era la tesitura apocalíptica que Alicia había adoptado últimamente: «El mundo se acaba, papá, te lo aseguro. Los hombres ofenden demasiado a Dios…» Y le leía párrafos de la Biblia, donde se anunciaban calamidades espantosas que ella, desde su profetismo, aplicaba a nuestro tiempo.

Cuando la veía tan entusiasmada, yo procuraba rebatirla: «El mundo está en mantillas, Alicia… Hace un siglo que hemos empezado a inventar cosas… ¿Qué supone un siglo en tantos millones de años?»

– El verdadero progreso no puede basarse en la perfección material.

– Deberías leer a Teilhard de Chardin, Alicia: ahí tienes un cura inteligente.

– Teilhard de Chardin se equivoca; una de dos: o el fin del mundo es un mito, o el mito consiste en esa anhelada perfección material.

– Prefiero creer que el fin del mundo es un mito.

Mi suegro se escandalizaba: «Esa hija mía no sabe lo que dice…»

– Si hemos de llegar hasta Dios, si creemos en Él, no concibo más perfección que la espiritual…

– Eso supondría atentar contra la humanidad, regresar al hombre de la caverna.

– Y tu idea supone atentar contra Dios, regresar al hombre pagano.

Así era nuestra vida: un continuo fluctuar en contradicciones, un continuo buscar pretextos para discutir.

A veces, cuando la discusión se ponía al rojo vivo, recurría a Paco: «Inventa algún pretexto y acércate por mi casa: Alicia está insoportable.»

Cuando llegaba Paco, Alicia se dominaba. Pero cuando se iba, volvía a enfrentarse conmigo: «No entiendo cómo puedes ser tan amigo de un hombre que se pasa la vida echando pestes de ti.»

Le repuse que sería una táctica para probarla a ella, para ver cómo reaccionaba. «¿Quién es él para meterse donde no lo llaman? Si es así, todavía me parece más Judas.» Una vez me llegó a decir que Paco se había atrevido a compararme con Plácido Rampardal: «Figúrate tú: ese nuevo rico ridículo, con ínfulas de conquistador. Como si Plácido Rampardal no fuera el hazmerreír de todos…»

Aunque Alicia tuviera razón, yo no podía permitirme el lujo de romper con Paco. Él y Victoria eran los amigos incondicionales de Serena y, cuando me veía en apuros, sólo ellos podían ayudarme a salir del atasco.

La gente se escandalizaba todavía cuando se trataba de reajustes ilícitos entre un hombre y una mujer. La palabra ligue aún no se había puesto de moda, y no era tan fácil encontrar cómplices discretos.

En realidad, aquella época era un tránsito entre el tiempo de mi infancia y el tiempo actual.

Entonces, cuando yo era niño, las cosas de ese tipo se veían desde otra plataforma (la que se nutría de organillos callejeros, tintineos de viáticos, trompeteos de drapaires y afiladores ambulantes). Una plataforma tranquila que admitía adulterios tranquilos y disimulados, y excluía todo lo que nos atosiga ahora: polución, vehículos a granel, fines de semana atiborrando carreteras, curas subversivos, hippies, drogadictos y adulterios ostentoso.

Después la plataforma cambió, se volvió más audaz, pero todavía era comedida: los hombres aún no llevaban melenas, ni las mujeres pantalones, ni nadie decía «vale» para cerrar contratos, o «a nivel de» para dárselas de enterados, o «de cine», para ensalzar algo. Había otro léxico, otro trajín y otro estilo más sedentario y menos dado al escándalo.

Por eso precisaba tanto de Victoria y de Paco. En cierto modo eran nuestra tapadera, nuestra seriedad social. Aun cuando todo el mundo sospechaba lo que había entre Serena y yo, nadie se hubiera atrevido jamás a darlo por existente, en parte porque un matrimonio serio y «como debía ser», llamado Moraldo-Remo, nos respaldaba.

Sin embargo, estábamos entrando en la era nueva. Podría decirse que se inició con el lanzamiento del Sputnik I. Aquel acontecimiento entusiasmó a todos los amantes del progreso, y, por supuesto, a los «progresistas».

Francisca Repecho (la eterna enamorada de Manuel Bruton, (si se pronuncia Briuton, mejor), que empezaba ya a tener ramalazos internacionales y avanzados, decidió celebrar una fiesta en su casa para celebrarlo. Era una forma de fastidiar a sus retrógrados padres, tan aferrados a su aversión soviética y tan amantes la tradición. «Será muy divertido: vais a llevaros todos una sorpresa.»

La sorpresa consistía en adornar los salones de su casa con espaciales, estrellas de papel de estaño, planetas fosforescentes y cielos azules con nubes de algodón: «Una preciosa oración de Titín» (Titín era el arreglacasas de aquella época: marica superelegante que empezaba a presumir de serlo). La de Trigo, muy intelectual ella, y metida de lleno en su función de mujer avanzada, lo había ayudado en la tarea: hay que fomentar el progreso de algún modo», decía con aires de mujer inteligente y activa. Y Titín, siempre al quite de la nobleza, siempre dispuesto a dar coba a cualquier intocable, le decía que tenía mucha razón; que, efectivamente, el progreso había que plasmarlo en festejos como el que iba a dar Francisca Repecho «tan éclatante y tan activa». La condesa de Trigo admiraba mucho a Titín, sobre todo porque Titín decía admirarla a ella: «Da gusto ver a condesas contestatarias…», decía. Y se lió a adornar la casa Repecho con la misma violencia con que defendía los derechos de una Europa sin fronteras, sin pasaportes y sin divisas. «El mundo andaría de otro modo si la moneda fuera la misma en todos los países.»

En cambio, el marido de la condesa iba alelándose de día en día. Nunca hablaba ya del régimen ni se quejaba de los impuestos. El tiempo que había pasado en la comisaría (cuando el asunto de los maletines) y el miedo a volver a ella lo habían desarraigado por completo de sus opiniones antifranquistas.

Como era de esperar, los padres de Francisca (muy duques de Repecho) se habían negado sistemáticamente a hacerse cómplices del capricho de su hija: «Esa generación extraña parece poseída por el diablo. A quién se le ocurre: festejar los éxitos meteóricos de un invento ruso.» Y, por descontado, no estuvieron presentes en la reunión que se celebró aquella noche en su propia casa.

Para darle un tono más divertido al proyecto, Titín (el gran maestro de la diversión) había rogado a los invitados que asistieran a la fiesta disfrazados de «cualquier cosa» que tuviera relación con las zonas siderales y con Rusia. «Muy bien, Titín, muy acertado.» No importaba que no fuera Carnaval (Titín decía que había que huir de convencionalismos burgueses). Para los «divertidos», podía ser carnaval todo el año.

Recuerdo que Plácido Rampardal y Teresa, su mujer, entusiasmados con la idea, se habían trasladado a París para que Dior les confeccionase un traje «a su aire», capaz de «dar el golpe».

Todo el mundo, aquellos días, hablaba de los famosos disfraces de los Rampardal. Alicia aprovechó la coyuntura para recordar lo que Paco había dicho sobre mí: «Deberías ir a París también tú… y encargarte el disfraz a Christian Dior.» Aquella vez no me enfadé. Me limité a contestarle con todo el veneno que venía acumulando:

– No me lo digas dos veces, Alicia: soy capaz de tomarte la palabra.

Pero no fui a París. Me disfracé de cohete. Era un disfraz burdo y ridículo que Serena dirigió desde su atalaya del hotel Emperatriz.

Alicia, fiel a la cursilería que había heredado de su madre, se disfrazó de estrella, y Serena (todavía dependiente de un luto medio violado) se disfrazó de noche. Una noche escotada, estrellada, rutilante, con su luna en cuarto menguante, su Vía Láctea, su Marte, su Venus y hasta su platillo volante bien asentado sobre su adorable cabeza.

Paco y Victoria fueron más sobrios: se limitaron a colocarse una escafandra de plástico para imitar a los futuros hombres del espacio.

Y Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor) dio la nota entrando en el salón vestido de frac y sosteniendo en una mano una luna de cartón blanco y en la otra una lámpara de pilas, para simular un eclipse.

– Aquí me tenéis: eclipsado -decía a todos.

Titín se entusiasmó. «¡Qué sobriedad, qué elegancia, qué talento tiene ese chico!» Francisca Repecho lo miraba encandilada: «Nadie como tú para tener ideas: sin disfraz has conseguido disfrazarte de Tierra.»

También Francisca había calentado sus meninges para ser original. Iba vestida de sol: un sol ardiente que despedía rayos, en la anchura de su falda, mientras el cuerpo, con escote bañera, dejaba al descubierto sus tostados brazos (probablemente por una lámpara de rayos ultravioleta, porque estábamos en octubre), un busto todavía joven y su rostro cuidadosamente maquillado por la esteticista de moda.

De pronto se acercó a Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor), agarró el brazo que sostenía la lámpara y le dijo:, «Retira la lámpara, Manolo, que voy a eclipsarte…»

Fue una frase clave. Una de esas ocurrencias que, sin saber por qué, se instala en un ambiente y se extiende luego sin que nadie logre evocar su origen. Durante mucho tiempo aquella frase fue el comodín de la sociedad. Se aplicaba a todo: Se decía: «Retira la lámpara, Manolo, que voy a eclipsarte» cuando se contaban mentiras, cuando se explicaban chismes, cuando se trataba de eludir impuestos, cuando se quería conquistar a una mujer, indulto cuando se deseaba olvidar algo molesto. (Fue aquella frase precisamente la que más adelante me reveló una situación que yo jamás hubiera podido imaginar.) De cualquier forma, los reyes de la noche fueron los Rampardal. Sus millones habían dado de sí ostensiblemente y Dior no se había quedado rezagado. Titín palmoteaba entusiasmado: «Mais comme c’est chic -decía enloquecido-: Quelle beauté.» A Titín le gustaba mucho hablar francés en cuanto tomaba unas copas de más.

Plácido Rampardal iba de Saturno, con su aro bordado en perlas luminosas, y Teresa (cuya estancia en París había servido para someterse a un régimen estricto de adelgazamiento) hizo su aparición, despertando un «Oh» inacabable, disfrazada de nebulosa (conjunto de gasas azuladas, bordadas esparcidamente, con hilos sutiles para que la ingravidez del vestido no se perdiera). Pero las admiraciones tenían su contrapartida. Había quien los alababa por un lado y por el otro los ponía verdes: «La bromita habrá costado una fortuna… Una vergüenza: con el hambre que hay por el mundo…» No hubo forma de conocer el precio. Era un síntoma de mal gusto hablar de esas cosas.

La condesa de Trigo llegó disfrazada de rusa: «Soy la mujer del futuro astronauta», decía con un aplomo rayano en la demencia. Y su marido, cada vez más achicado y más oblicuo, se había calado un gorro de piel de conejo, al modo soviético, un bigote a lo Stalin y unas katiuskas sobre el pantalón.

Lo curioso del caso era que, a pesar de la tendencia subversiva que se le había dado al ambiente, salvo los Repecho padres (muy dignos ellos, muy en su puesto) nadie dejó de asistir a la fiesta. También vi a los Sobrado, sin disfraz «porque a nuestra edad, ¿sabes, Carlos?», y a los padres de Paco, con disfraces extraídos del arcón y que sin duda en otros tiempos habían servido para alucinar en otras reuniones menos avanzadas y que nada tenían que ver ni con Rusia ni con los espacios siderales. Y a los Cabeza de Moro, cada vez más bajitos, con la disminución senil de las espaldas encorvadas y el tórax abultado por el artritismo. «Venimos a ver, sólo a ver…» Y a muchos más: todos distintos, todos insertos en la ridícula necesidad de «ser originales» y sobre todo de alucinar a Titín, el gran maestro de la elegancia artística.

Hubo un momento en que Alicia, todavía ajena a lo que había entre Serena y yo, se acercó a mí para hablar de ella: decía que una mujer viuda desde hacía unos meses no debería haber asistido a aquel baile, por muy negro que fuera su disfraz. Y como yo le contestara que el luto era algo que se llevaba en el corazón y que Serena era demasiado joven para encerrarse entre cuatro paredes mientras los demás se divertían, ella me respondió que Justo no merecía un olvido tan rápido: «Un hombre como él…»

– ¿Sabes lo que te digo, Alicia? A veces creo que estabas enamorada de Justo Fuentes…

Alicia frunció el entrecejo:

– Sólo piensas en adulterios, Carlos. ¿No se te ocurre imaginar que entre un hombre y una mujer puede haber algo más elevado?

Rompí a reír y di una palmadita a su mejilla, para que todos se dieran cuenta de la buena armonía que reinaba entre nosotros.

– Aplícate el cuento, Alicia. A ver qué día dejas de andar sospechando de mí.

Por supuesto, Francisca Repecho nos obsequió con caviar (de Ibarra naturalmente), con vodka y salmón ahumado. Probablemente los Rampardal se habían encargado de traerlo de París. La gente devoraba. Daba gusto ver con qué ferocidad los comensales se abalanzaban hacia la mesa para liquidar lo que ofrecían. Después, como siempre, hubo orquesta y baile y luces tenues para «dar ambiente» y parejas entrelazadas jugando a enamorarse, a soñar ilusiones y a sobarse todo lo que la situación daba de sí, fuera quien fuese objeto de los sobeos.

Apenas estuve con Serena; había que fingir desinterés y lejanía. Por si fuera poco bailé con Alicia: era algo que sólo hacía de tarde en tarde, para cubrir el expediente y dejar bien sentado que nuestro matrimonio, pese a las habladurías que me asociaban a Serena, era un matrimonio feliz.

Estuve también departiendo largo rato con Lidia Cascote (de los Cascote que frecuentaban Estoril); era ya fondona y cuando hablaba sus eses se deslizaban emitiendo sonidos de dientes postizos. También sus brazos la delataban: eran dos masas de carne colgante que vibraban, gelatinosas, al menor movimiento. Por eso agradecía tanto que se le hiciera caso.

– Una idea genial la de nuestra Francisca, ¿verdad, Carlos?

También el marido presentaba síntomas de decrepitud: sus mofletes temblequeaban cada vez que abría la boca y los pasitos que daba cuando se levantaba del asiento producían la impresión de que iban a tirarlo al suelo de un momento a otro.

Me extrañó no ver a Gladys Goulden. Luego supe que Francisca no quiso invitarla, a pesar de las protestas de Paco, porque solía mostrarse demasiado amable con su adorado Manuel.

Era ya noche avanzada cuando ocurrió el incidente.

De pronto se formó un tumulto hacia el fondo del salón. Al principio supuse que se trataba de una broma. Luego, cuando comprendí que la cosa pasaba a mayores, me acerqué al lugar de la reyerta.

Entonces vi a Victoria, completamente borracha, sostenida por Titín. «Vamos, Victoria, no te pongas así…»

Pero Victoria jadeaba, soltaba palabrotas y quería desasirse a toda costa de las manos de Titín:

– Se ha liado a tortas con Sobri-Sobra: no se sabe lo que ha ocurrido entre ellos.

El aludido se estiraba las mangas, enderezaba su cuello de pajarita y se alisaba el cabello. Se llamaba Tico y era sobrino de los Sobrado: por eso lo llamábamos todos Sobri-Sobra.

Aunque en más de una ocasión había yo visto a Victoria excitada por el alcohol, nunca como aquella noche me dio la impresión de estar verdaderamente bebida. Se había quitado la escafandra y tenía el traje desgarrado.

Sobri-Sobra la miraba con ira mal contenida: «A mí ese marimacho no me llama marica, vamos…» Indagué. La gente parecía desorientada. Nadie sabía darme razón de lo ocurrido: «Han bebido mucho…» Enseguida vi a Serena: temblaba y miraba a los dos con terror en las pupilas. Me acerqué a ella: «¿Qué ha ocurrido?»

Me refirió, nerviosa, que Sobri-Sobra estaba charlando con ella cuando de repente se había acercado Victoria: «Se ha puesto como una fiera porque Sobri-Sobra se ha metido con mi escote.» Después todo había ocurrido en pocos segundos: Tico, furioso, ¡había lanzado la copa de champaña al vestido de plástico y entonces Victoria se había liado a tortas con él.

Paco escuchaba la explicación sereno, sin emitir comentarios. Sus padres, circunspectos, charlaban a pocos metros de distancia con los Sobrado, para no dar importancia al asunto: «Cosas la juventud -decían-. En cuanto toman unas copas…» Evidentemente, querían justificar a su nuera.

Tico Sobrado se acercó a Serena: «Tú sabes perfectamente: mi comentario era una broma…»

– Será mejor que te la lleves -le dije a Paco, refiriéndome a su mujer.

No tardó en hacerlo. Victoria salió de la casa dando tumbos. Serena, tranquila, continuó departiendo con el supuesto causante de la reyerta.

La noche prosiguió como si nada hubiera ocurrido. Fue años más tarde cuando tuve conciencia plena del incidente. Pero nadie se acordaba ya de él.

Al día siguiente nos enteramos de que Valencia había sufrido la inundación más catastrófica de la historia de España.

Francisca Repecho suspiró aliviada: «Imagínate que el Turia le da por desbocarse un día antes; menudo desastre: todo se hubiera perdido. Hubiera estado mal visto celebrar una fiesta en plena inundación.»

Y a nadie se le ocurrió pensar que la frase de Francisca Repecho era tan catastrófica como las inundaciones de Valencia.

A los pocos días, y para contentar a Serena, le propuse hacer con ella un viaje al extranjero. «Tengo una buena excusa -le dije-. Los campeonatos de golf en Niza. Alicia no querrá acompañarme. Le meteré en la cabeza que se trata de un viaje aburrido, cansado y rápido.» Serena temía que, a última hora, Alicia cambiara de parecer, como había ocurrido otras veces: «Entonces le diré que el viaje se ha limitado a hombres solos. Paco puede acompañarnos para reforzar la tesis.»

– ¿Crees que lo tragará?

– Alicia se traga cualquier cosa: todo se reduce a comprarle un regalo cuando regrese. Tú puedes encargarte de elegirlo.

Fue un viaje excitante, una especie de luna de miel, con miel y con luna. Paco y Gladys Goulden nos acompañaban. De aquellos días destacan, sobre todo, las mañanas (increíblemente cálidas) en la terraza del hotel, los paseos nocturnos bajo los focos, el aire salobre y excitante que venía del mar… El tono acerado del agua hacia el atardecer, cuando el sol perdía virulencia y estrellaba el agua de frío. Sobre todo, la risa nasal de Gladys Goulden cuando Paco la presentaba como la señora Moraldo, y el rostro de Serena, ligeramente contraído, al oírse nombrar por el conserje señora Hondero. También detalles insignificantes como la contracción de la ceja de Paco cuando nos daba a entender que Victoria estaba al corriente de aquel viaje. «Victoria es una mujer comprensiva…» (Luego comprendí que no era cierto.) Y, especialmente, el número de Paco cuando dijo que se había tragado un hueso de aceituna.

En realidad, tanto Victoria como Alicia creían que Serena había regresado a Madrid y que nuestra escapada era simplemente un capricho de hombres modernos e inquietos.

Pasamos una semana vagabunda e indolente, invadida de situaciones límites para recordarlas más tarde, cuando la realidad nos devolviera a la vida cotidiana: la de nuestras mujeres, nuestras casas y nuestras ocupaciones. Para mí, la vida normal era el Banco, con su complicado tinglado financiero, sus efectos públicos, sus valores, sus fondos, sus bonos, sus pólizas, sus financiaciones, los arbitrajes caprichosos de las juntas generales… Y las defensas astutas contra las dichosas crisis (aquellas crisis que empezaban a tener ínfulas internacionales). Las futuras inmobiliarias ya sometidas a estudio. Y las propuestas: las innumerables propuestas de todos los días, con su porción de riesgo superado siempre por mi buena suerte: «Todo lo que tocas lo conviertes en oro, Carlos.»

Entonces mis ideas eran siempre «aciertos». Podía olfatear de lejos quiebras futuras, cambios de Ministerios, destinos de embajadores. Y la gente decía: «Pareces un brujo.» Yo no sé si mi clarividencia era producto de un desenfrenado delirio de grandeza, pero reconozco que mi visión era preclara, algo que me permitía sentirme dueño del mundo.

En cambio, Paco carecía de ocupaciones. Lo suyo era el bridge, el golf, las veladas liceísticas, los amoríos fugaces con mujeres esporádicas que, entre amor y amor, le deslizaban al oído confidencias políticas, chismes sociales, secretos graves, que luego él, haciéndose el enterado, repetía a sus amigos. Pero entonces su verdadera ocupación era Gladys Goulden. Probablemente, al margen de sus encantos, como buena americana caprichosa y ya entrada en años, forraba los bolsillos de Paco hasta la saciedad. Victoria todavía no era una mujer rica (mientras su padre viviera, no podía tocar su fortuna: el viejo Remo se había caracterizado siempre por una implacable tacañería) y los Moraldo padres escasamente tenían el dinero suficiente para mantenerse vivos con cierta dignidad.

Por las tardes íbamos los cuatro a Montecarlo: jugábamos a la ruleta y al bacarrá. Paco casi siempre ganaba. A pesar de todo, fui yo quien costeó íntegramente aquel viaje.

Tal como habíamos previsto, Serena compró el regalo de Alicia: un par de jerseis que mi mujer jamás llegó a ponerse porque le venían grandes.

El día que nos fuimos de Niza, llovía. La ciudad se veía muerta sin la luz de siempre. Un tufo húmedo lo invadía todo. Y las nubes que se cernían sobre el mar corrían veloces tierra adentro.

Al llegar a mi casa, pregunté por Alicia: la encontré junto a Carlota, cambiándole la ropa y preparándole el biberón.

Me dijo que la pequeña había estado algo indispuesta, pero que ya se había repuesto. Yo le hablé de todo lo que se podía hablar llegando de Niza: el golf, la princesa de Mónaco, Onassis… Le dije que me había aburrido mucho y que acababan de inventar un baile francamente tonto: «Se llama Rock-and-Roll.» Alicia me escuchaba en silencio, dándome a entender que mi verborrea era innecesaria, que, a su modo, sabía todo lo que yo intentaba ocultarle. Aquella actitud suya, pasiva y desnaturalizada, me sacaba de quicio.

No tardaron en surgir los altercados. Venían siempre arropados por poquedades, excusas absurdas que, en el fondo, ocultaban verdaderos recelos, los que ella presentía y yo pretendía transformar en manías persecutorias. A veces ella me espetaba:

– ¿No te das cuenta, Carlos, que de un tiempo a esta parte te has vuelto muy susceptible?

La alusión a mi susceptibilidad bastaba para espolear mi mal humor:

– Nadie es perfecto -le dije-. En cambio, tú cada vez te pareces más a tu madre: te falta la dimensión del ridículo.

Era lo que más podía herirla: la estaba llamando tonta, cursi, vulgar.

– Nadie puede evitar los cromosomas.

También aquello tenía visos de ataque; aludía a mi familia, a la baja extracción de los míos.

– Te prohíbo que te metas con mi madre.

Los ataques mutuos duraron más de un año, el tiempo preciso para que Serena se instalara definitivamente en Barcelona. Conseguí un piso para ella lejos de nuestra casa, en el paseo de Colón, un departamento antiguo, con vistas al mar y sonidos apagados de sirenas y abordajes. Serena lo había reformado a su gusto. Aunque se tratara de un piso trasnochado, ella había sabido darle toda la gracia de una vivienda moderna.

Allí, en aquel lugar, las horas pasaban veloces: «Quisiera quedarme aquí siempre…» Pero Serena empezaba ya a rebelarse: «De ti depende que se cumpla tu deseo.»

Intentaba yo hacerle comprender que era prematuro, que si la gente se enteraba abiertamente de nuestras relaciones, todo iba a venirse abajo… Cuando Serena y yo rozábamos aquel tema, llegaba a mi casa malhumorado, furioso contra mí mismo por no hallar solución al problema. Entonces la presencia de Alicia se volvía realmente insoportable. Todo en ella se me antojaba odioso, inoportuno, insufrible.

Al verme tan soliviantado, Alicia optaba por callar: había comprendido al fin que mis arrebatos de furia jamás podrían ser paliados con violencias.

Así empezó su declive: cediendo. Se volvió taciturna, recelosa, apenas me dirigía la palabra. Era como si sus resortes se hubiesen agotado. Sistemáticamente dejó de frecuentar la sociedad: «No me encuentro bien», era siempre su excusa. Adelgazaba y sus ojos, desvaídos, eran una sombra que pretendiera en vano absorber la luz.

Mis suegros andaban preocupados por aquel cambio: «Alicia no es la misma desde que ha nacido la niña», me decían. Achacaban a Carlota el decaimiento de su hija. Ni por asomo se les ocurría pensar que la causa de aquel desajuste estaba en mí.

Una noche, cuando me disponía a acostarme, Alicia me preguntó súbitamente:

– ¿Por qué te casaste conmigo, Carlos?

Estaba ya en la cama y fingí tener sueño. Bostecé:

– Eso mismo me pregunto yo de ti.

– No desvíes la cuestión.

– Probablemente imaginas que me casé contigo por tu dinero…

– No te equivocas.

Me volví hacia ella. Me incorporé:

– Muchas gracias, Alicia.

Y volví a darle la espalda.

– Perdóname, Carlos -dijo ella-, a veces creo que mi cabeza no funciona bien.

– Deberías ir a un médico.

– Ya lo he hecho.

– ¿Y qué te ha dicho?

– Que estoy anémica: que debo cuidarme.

– Pues adelante: cuídate.

Tardó en contestar.

– ¿Para qué?

Volví a bostezar.

– Y tú presumes de religiosa… ¡Vaya modo de obedecer a Dios!

Alicia cogió mi cara con las dos manos y me obligó a mirarla:

– Dios me da miedo, Carlos… Exige demasiado de mí.

Y se echó en la cama. Miraba al techo.

Recordé lo que me había dicho el padre Celestino: «Podrías contagiarla, Carlos…»

Alicia insistió:

– Además, Dios no me escucha.

– ¿Qué pretendes decirme?

Me miró a los ojos: nunca los había visto tan asustados ni tan llenos de desesperación.

– No tengo fuerzas para seguirlo si no me escucha.

– Eso suena a blasfemia, Alicia.

– No tengo valor para soportar lo que estoy soportando -susurró.

Volví a atacarla para hacerla reaccionar:

– De modo que ahora te consideras víctima… ¿No puedes soportar lo que soportas? Si al menos me dijeras qué cuernos te obligo yo a soportar… Por lo visto ahora no te basta que sea yo únicamente el que «no te comprende». Ahora quieres involucrar a Dios…

Alicia volvió a incorporarse. Me miró fríamente. Entonces me dio un bofetón.

Luego, avergonzada, se llevó las manos a la cara y se volvió al otro lado hincando el rostro en la almohada. Lloró un buen rato sin sollozos. Apagué la luz. Aquella noche tardé mucho en dormirme.

Su bofetón fue mi gran argumento: la causa de todas mis futuras justificaciones. «Alicia está perdiendo la razón», le dije a sus padres: «El otro día, sin más ni más, me pegó.» Don Alberto movió la cabeza, descorazonado: «A veces las mujees se desquician cuando tienen hijos… Debes amate de paciencia, Calos…»

Pronto los amigos empezaron a mirar a Alicia con recelo. Tenían miedo de ella. Mis confesiones de alcoba los dejaba perplejos. Fue una época incómoda, pero eficaz. La idiosincrasia de mi mujer adquiría unas dimensiones nuevas para todos: «Verdaderamente, hay que tener la paciencia de Carlos para soportar a ese monstruo», decían.

Mi suegro redobló sus muestras de cariño: «¿Te das cuenta. Calos? ¿Te das cuenta de lo peligoso que puede se el que mi hija se adueñe de su popia fotuna?» Y repetía que yo era la única persona que podía en conciencia manejar el patrimonio Salcedo.

A veces, para hacerme el solícito, me atrevía a aconsejarle a Alicia que volviera a pintar: «Era una gran distracción para ti…»

Sabía que mis argumentos la ofendían. Ella no admitía el arte como distracción: «El arte es una imposición -solía decirme-. No un devaneo.» Pero ni siquiera aquella especie de insulto la obligaba a reaccionar.

Doña Alicia se desesperaba. Quería granjearse la confianza de su hija, intentar que se desahogara con ella. Pero yo sabía que Alicia la rehuía, que la presencia de su madre la ponía nerviosa. El único peligro era su padre. Con él Alicia tal vez se hubiera confiado. Por eso yo le hablaba tanto del riesgo que suponía para don Alberto cualquier disgusto: «Guárdate mucho de disgustar a tu padre: podrías matarlo.»

En cuanto llegó el calor, mi mujer se fue a Can Pou con sus padres. Decía que no podía resistir la ciudad. Mi libertad entonces fue absoluta. Barcelona en verano era una ciudad alegre y llena de posibilidades. Ni siquiera me importaba que me vieran con Serena. Sabía que nadie iría a explicar mi conducta a mi suegro (estaba demasiado enfermo para preocuparlo con mis devaneos); en cuanto a mi suegra, tenía la seguridad de que jamás hubiera creído lo que podía desprestigiarme. La muy incauta tenía la seguridad de que yo era el mejor marido del mundo.

Cuando llegaba a la costa, Alicia me recibía con desgano, sus resortes atrofiados y sus ojos cada vez más desvaídos:

– ¿Qué tal estás, Alicia?

Apenas contestaba. Me enseñaba la niña. La obligaba a decir «papá» y se iba.

Pronto me di cuenta de que Alicia no practicaba su fe como antes. Aunque todavía asistía a las misas domingueras, ya no leía la Biblia, ni comulgaba, ni se encerraba en su cuarto, al atardecer, para rezar el rosario. No quise darme por enterado de aquel cambio.

– ¡Qué suerte tienes, Alicia, pudiendo disfrutar de Can Pou sin pensar en la ciudad…!

Estábamos en la playa. Aquel día el mar era casi dorado de puro refulgente. No se parecía al mar de Niza: invernal e impregnado de luz blanca. Ardía como la arena, como el cielo y como el rostro pigmentado de Alicia.

– No te hagas el amable, Carlos: estamos solos.

Me enderecé: la arena caía lentamente de mi cuerpo y el codo me dolía por culpa del pliegue de la toalla:

– ¿Qué quieres decir?

– Que si tanto te gustara Can Pou, no pasarías tanto tiempo en Barcelona.

Volví a recostarme, crucé mis manos bajo la nuca:

– Insinúas que estoy en Barcelona por gusto…

Hubo un lapso largo.

– Mírame, Carlos.

Me incorporé con desgana, entornando los ojos para evitar la luz. Hice ademán de ponerme las gafas de sol.

– No, sin antifaz.

Y me arrancó el adminículo de las manos:

– ¿Qué mosca te ha picado, Alicia? ¿Qué diantre te ocurre?

– Quiero que me contestes sin velos en la cara.

Pensé: «Ya se ha enterado…» Aunque Alicia no era muy inteligente, poseía una pasmosa facilidad para deducir, para intuir y para averiguar.

– En estos momentos desearías tenerme a mil leguas de este lugar -dijo-. Probablemente te gustaría que otra mujer estuviera en mi sitio.

– ¿Qué mujer?

– Eso quisiera yo saber.

Entonces rompí a reír.

Alicia no se inmutó:

– Hace tiempo que vengo observando que sólo te ríes cuando quieres ocultarme algo.

Me puse repentinamente serio. Le arranqué las gafas de las manos y me las coloqué:

– Al menos no impidas que me proteja los ojos. Sería una lástima que, por culpa del sol, no pudiera ver los tuyos cuando se enfadan.

En aquel tiempo, la playa era un hervidero de gente. No se parecía a la playa de antaño. Empecé a mirar en torno para hallar una excusa y mudar de conversación.

– Estoy segura de que existe otra mujer.

– Por el amor de Dios, Alicia: vas a acabar por enloquecerme.

Me puse en pie:

– No voy a tolerarlo -le dije-. Si continúas recelando de ese modo te aseguro que acabarás acertando. Un hombre tiene sus límites.

Alicia se recostó sobre la toalla:

– Es una lástima -dijo-. Tenía la esperanza de que no te sulfurases. Te estás delatando, Carlos. Solamente se reacciona del modo que tú lo estás haciendo cuando no se tiene razón.

Traté de burlarme de ella:

– Encima sicóloga… ¿Desde cuando, Alicia? ¿Quién te ha metido esas ideas en la mollera?

– Tú mismo, Carlos. Todo lo que sé lo he aprendido de ti. ¿Recuerdas? Yo era una niña cuando me casé contigo.

La arena me estaba quemando los pies, me atravesaba el cuerpo… llegaba hasta mis ideas. Quería correr hacia el mar para refrescarme:

– Te lo ruego Carlos: sé franco conmigo. No deseo otra cosa. No me importa lo que vayas a decirme. Sólo te pido franqueza. Si quieres abandonarme, hazlo, pero no me mientas…

Me quité las gafas, las eché sobre mi toalla:

– Esto no se puede resistir -dije.

Y me lancé al mar braceando y levantando espuma.

Pero el verdadero calvario empezó con mis vacaciones: aquellos quince días reglamentarios de los que nunca podía zafarme. De nuevo los paseos con mi suegro al torreón románico (Alicia ya no subía allí), las consabidas explicaciones sobre la repoblación forestal, las evocaciones de su abuelo: «Una peseta po ábol», la vena poética de mi suegra. La tristeza de Alicia, sus miradas llenas de reproches, su falta de interés por todo, incluso por la niña… Y, sobre todo, la ausencia de Serena. Aquellos días era imposible verme con ella. Como Paco y Victoria veraneaban en San Sebastián, se había ido con ellos hasta que yo regresara a Barcelona. Por si fuera poco, la enfermedad de mi suegro nos mantenía aislados. El médico había decretado reposo absoluto.

Lo peor era la dejadez de Alicia, aquel quedarse todo el día cruzada de brazos, sin dar muestras de interés por nada, desligada hasta de sus propias amigas…

– No deberías aislarte del modo que lo haces.

– ¿Quién puede interesarse por mí?

– Tú tenías amigas, Alicia…

– Yo no creo en la amistad.

Y volvía a los ataques de Paco, a su doble juego, a la odiosa costumbre que tenía de mentir: «Si eso es un amigo…»

– Pides demasiado a la vida -le repuse-. Paco no es malo, te lo he dicho mil veces: sólo frívolo y tonto.

– La frivolidad no puede unirse a la amistad.

Y continuaba inmersa en sí misma, en aquel mundo suyo inaccesible, en el que ni sus padres ni yo teníamos ya cabida.

Nuestras continuas rencillas jamás acababan: surgían por la menor causa: «¿Dónde has dejado los cigarrillos?» Los tenía delante. «Pareces ciego, Carlos.» Y yo, enseguida saltaba: «Cualquiera diría que la pregunta te ha ofendido… De un tiempo a esta parte tus nervios son preocupantes, Alicia.»

Una mañana tuvimos una discusión violenta a causa de la niña. La niñera se quejaba de que Carlota tomaba demasiado sol. Pero la niña se negaba a instalarse bajo el toldo.

– Deberías ayudar a esa pobre chica -le dije a Alicia-. Ella sola no puede dominar a esa fiera.

Alicia se acercó a su hija y la cogió con evidente desgana. Carlota no cesaba de llorar, golpeaba el rostro de su madre y me llamaba a voz en grito para que la rescatara de los brazos de Alicia.

– Le estás haciendo daño -le reproché-. Procura ser más cuidadosa…

– Pues tómala tú. -Y me lanzó la niña entre furiosa y agotada.

Carlota se aferraba a mi cuello, señalaba el mar, quería que la metiese en el agua y seguía gritando desaforadamente.

La bañé y se calmó. Cuando salimos del agua, Alicia me esperaba de pie bajo el toldo:

– Una bonita forma de educar a tu hija.

– No seas tan quisquillosa.

La niña, agradecida, me besaba la mejilla: «Te quiero, papá.»

– Así es muy fácil ser padre -dijo ella-. Primero me incitas a que la corrija, luego me desautorizas.

– Todo eso son chiquilladas, Alicia: carecen de importancia.

– No la tendría si tú no me odiaras.

– Ahora resulta que te odio.

– Con toda tu alma, Carlos: no hace falta que disimules.

Se ponía excitada y el mentón comenzaba a temblarle:

– Procura calmarte, Alicia. Vas a dar el espectáculo.

– No me importa: estoy cansada de andar sufriendo en silencio. No puedo más, Carlos: necesito un desahogo.

– Lo que tú necesitas es una amiga, alguien sensato que te haga comprender lo muy equivocada que estás.

– Ya te dije que no creía en la amistad. Lo que voy a hacer es hablar con papá. No puedo soportar más tus malos tratos.

– Adelante -le dije-. Habla con tu padre. También yo hablaré con él. Tengo mucho que decirle, Alicia. Lo primero, que debería encerrarte. Si no lo he hecho aún es porque no quiero matarlo. Aprecio demasiado a tu padre para llevarlo al sepulcro.

La vi palidecer.

– Pero que conste -añadí-. Tú habrás tenido la culpa de lo que pueda ocurrirle.

Aquella misma tarde me despaché a gusto con doña Alicia.

– Su hija está enferma -le dije-. A veces su cerebro desvaría.

Mi suegra frunció la frente:

– No te falta razón, hijo. También yo me doy cuenta de eso. Ya nunca sonríe, ya nunca pinta, ya no habla de religión… Hay algo muy raro en su mente: algo que la está atormentando y que se niega a confesar.

– Se lo diré yo, doña Alicia: su hija cree que yo la engaño.

– Dios Santo… ¡Lo que faltaba! Debes perdonarla, hijo; Alicia es una enferma. Todos sabemos que no hay marido mejor que tú.

– Tendría que examinarla un médico… un siquiatra.

– El otro día se lo insinué.

– ¿Qué le contestó?

– Se fue del cuarto dando un portazo.

Y desde aquel día doña Alicia se convirtió en mi aliada.

Al llegar el invierno don Alberto se agravó. Cierta madrugada nos despertó el sonido del teléfono. Cuando los teléfonos suenan en las noches avanzadas tienen otro sonido, otra duración, otra insistencia. Era la típica llamada de los casos perdidos, los que invaden la casa de urgencia.

Alicia y yo nos vestimos a toda prisa, nos metimos en el coche y atravesamos las calles desiertas con el alma más desierta todavía: teniendo la convicción de que íbamos hacia lo irremediable, hacia un hombre que ya no existía.

Sin palabras: entre Alicia y yo cabían ya muy pocas palabras. Habíamos ingresado de lleno en el lote de los matrimonios de habitaciones separadas, de ideas separadas y de actividades separadas. Una pareja más, destronada de su condición de pareja. Si en aquellos momentos estábamos juntos era porque nos habían despertado al mismo tiempo, porque el coche era nuestro y porque don Alberto era su padre y mi suegro. Por nada más. Ni siquiera nos unificaba el dolor. El mío era un dolor agridulce, un «al fin», casi grato, y un «lo siento» provocado por el horror de la nada, aquel terror congénito que me inspiraba siempre la muerte: la certeza de que también yo, algún día, había de pasar por aquel trance.

El de Alicia, en cambio, era un dolor desgarrado, egoísta y profundo. Probablemente le resultaba insufrible comprender que el único apoyo de su vida había desaparecido para siempre y que yo, el hombre que la odiaba, iba a convertirme, para ella, en su protector; así debía de ser el dolor de Alicia en aquellos momentos: irreversible, rotundo, uno de esos dolores que brotan en los cimientos y se enroscan vida arriba, para devorarlo todo.

Pero no la vi llorar. Se hubiera dicho que el estupor de su nueva situación la había dejado seca.

En cambio, yo lloré (con lágrimas silenciosas y discretas), lloré mi primer encuentro con aquel hombre, mi uniforme de botones, mi desengaño de Estrella… Lloré todos mis recuerdos ligados a él.

Era inaudito ver a don Alberto inmóvil, entre sonriente y triste, sin la posibilidad ya de comerse la erre, ni de asestar puñetazos sobre su mesa. Era extraño que un muerto tan respetable como aquél hubiera tenido una amante que se llamara Irene: «Estoy hecho un Sísifo.»

También doña Alicia parecía un Sísifo escalando cimas y volviendo a bajarlas: tres hijos muertos, una belleza enmustiada, un marido perdido, una hija enferma… y una vena poética desprestigiada.

Doña Alicia explicaba su muerte: «Quería despedirse de vosotros, quería veros…» Se fue sin conseguirlo, llevándose la convicción de que su hija quedaba en buenas manos, de que yo era el mejor yerno del mundo y de que su nieta Carlota era sólo el principio de una nutrida y sólida sucesión de Hondero-Salcedo.

Alicia miraba a su padre sin pestañear, sobrecogida. Doña Alicia se acercó a ella para consolarla. «Déjame en paz, mamá.»

La rechazaba. No quería a su madre. No quería su conmiseración. Quería la mía.

– Ya lo ves, Carlos, ni siquiera me queda el consuelo de poder consolarla -me dijo mi suegra.

Rocé su espalda; era ya la espalda de una vieja, abultada, deforme:

– No se preocupe: algún día volverá a ser la Alicia de antes.

Pero nunca llegó a serlo. Empezó su verdadero declive tras la muerte de su padre.

Cuando escuchó la lectura del testamento, tenía la mirada fija hacia un vacío que sólo ella captaba: el rostro pálido, desencajado.

Su madre se alarmaba: «No es normal», decía. «Estoy seriamente preocupada por ella.»

Echamos mano del doctor Cordal. Desde que el tío Rodolfo había muerto, el doctor Cordal se había convertido en médico de la familia. Era un hombre de media edad, con estudios brillantes y dedicación total a la carrera.

Decretó neurastenia, anemia y «fenómenos hormonales propios de la mujer». Ni por asomo le pasó por el magín que aquella actitud de Alicia obedecía a una insatisfacción interna.

– Lo mejor sería que la llevarais una temporada al campo… El cambio de aires puede ser muy beneficioso.

– ¿Sola?

– Si fuera posible que la acompañara una amiga…

Pero Alicia ya no tenía amigas. No tenía a nadie.

Muchas veces pienso que si yo no hubiera encontrado a Lolita en aquel viaje rápido a Madrid, nada de lo que ocurrió más tarde hubiera sucedido, y la situación que llevó a mi mujer al límite de su aguante jamás se habría producido.

Pero a menudo los eslabones de nuestra vida se entrelazan solos, como si nuestras fuerzas no intervinieran, como si estuvieran esperando el momento adecuado para reajustarse y formar la cadena.

En todo caso, la cadena está ahí; la veo clarísima; sólida, fundamental, sujeta a mi cuerpo sin posibilidad de liberarme de ella.

Más tarde, cuando Lolita se introdujo de nuevo en mi vida, intenté varias veces explicarle el desarrollo exacto de sus palabras. Pero no lo hice: se hubiera sentido culpable sin serlo.

En aquellos momentos Lolita era para mí sólo un recuerdo grato: algo que sólo existía en función de sí misma; un ser muy querido que todavía no podía ser «ella», una mujer desorientada que se aferraba a la vida sin saber exactamente cuál era su verdadera misión. La encontré hacia el mediodía por la calle de Serrano: llevaba (lo recuerdo muy bien) un traje gris de chaqueta, y su aspecto, aunque ya no tenía la estallante apariencia de la mujer que había yo admirado hacía dos años en la fiesta de los Calzado, continuaba despertando en mí aquella extraña sensación de permanencia que nada, ni siquiera el tiempo, podía destruir.

– Carlos…

Quedamos frente a frente, el bullicio en torno a nosotros, el sol achicando sus pupilas, su sonrisa tímida buscando la mía.

Fue como naufragar de nuevo en mi pasado, como sentirme inmerso otra vez en aquel mar inmenso de cosas muertas, que se empeñaban en mantenerse vivas.

– Buscaba un taxi, pero no hay forma de encontrarlo -dijo.

Estuvimos un buen rato de pie, aguardando juntos, hablando de mil cosas sin sentido, como si sólo el hecho de hablar fuera importante.

Le propuse sentarnos a una mesa del bar cercano. Pareció vacilar. Decía que tenía prisa: «Sólo unos instantes…» Aquel día Lolita no pidió whisky. Quería, sin duda, mantenerse lúcida. Me confesó que el alcohol le hacía daño. Comenzamos una conversación circunspecta, apagada, estrangulada por la inevitable nostalgia que me crecía cada vez que me encontraba con aquella mujer.

En un momento dado Lolita preguntó por mi hija: «Ahora ya no te falta ninguna dimensión, Carlos…» Aludía a la conversación que habíamos mantenido en casa de los Calzado. Entonces yo no sabía aún que Alicia estaba encinta. Era curioso que siempre entre nosotros surgieran temas caducos, situaciones sin presente, comentarios que ya no servían…

Le rogué que hablase de ella. Lolita parecía resistirse.

– Lo de siempre -dijo con tono despectivo-; canasta, golf, estrenos teatrales, cócteles de Embajadas…

Miraba su vaso como si todo aquello estuviera allí.

– Una vida estúpida -terminó diciendo.

No parecía sentirlo. Sencillamente flotaba en aquella vida estúpida, como flotan los barquitos de papel en una bañera, sabiendo que de un momento a otro van a naufragar.

– ¿Por qué no la cambias?

Lolita frunció los labios y me lanzó una mirada guasona:

– ¿Cómo?

– De cualquier forma: tú la elegiste.

Asintió ella sin dejar de mirarme. Aceptando de lleno el hecho consumado de su error.

– En cierta ocasión hablamos de eso, ¿recuerdas? Uno se lanza al vacío precisamente porque tiene miedo al vacío. Los seres humanos somos así: contradictorios. De cualquier forma, ¿crees que de no haberme casado con Raimundo hubiera sido feliz?

– Al menos no serías desgraciada.

– O quizá fuera peor.

Desvió la vista al decir aquello. Probablemente pensaba en Alicia, en Serena…

– La vida es tremendamente larga, Carlos; la gente se cansa. Todo el mundo se cansa de lo que tiene… Quizá también tú te hubieras cansado de mí.

No le llevé la contraria. En aquellos momentos no habría podido decir qué era lo que me hurgaba por dentro. Serena continuaba siendo una presencia demasiado viva, excesivamente acuciante, para descartarla de mi programa.

– Pero al menos hubieras evitado casarte con alguien que de antemano podía cansarte a ti…

– Eso no basta -dijo ella.

– ¿Qué puede haber en la vida capaz de bastar?

– No deberías hablar así, Carlos: tú pareces haberlo encontrado.

– ¿Aludes a Serena?

No contestó. Le dolía aquel nombre. Le estaba doliendo en las arrugas de su frente y en aquellos aladares que empezaban a blanquear.

– A pesar de todo, no puedo quejarme: tengo un marido rico y no me falta nada.

– ¿Te quiere?

– No.

– ¿En qué te fundas para decir eso?

Lolita rompió a reír. Sorbió un trago de su vaso:

– Me engaña. Y lo que es peor: no está enamorado de nadie; sólo de sí mismo.

Se produjo un silencio viscoso, molesto; un silencio que nos iba amordazando. Dijo de pronto:

– Tampoco mi hermano es feliz.

Recordé a Paco; era ridículo que Lolita hablara así de su hermano. «Paco hace lo que le da la gana», le dije. «Paco tiene una mujer cómoda: una mujer que jamás se permite el lujo de fisgar en sus asuntos…»

– No vuelvas a mencionarme a Victoria.

No la entendía. Lolita se había puesto súbitamente seria, como si nuestra conversación se hubiese vuelto repentinamente odiosa, como si todo lo que fuéramos a decir en adelante pudiera herirla demasiado para continuar.

– Victoria es deleznable: el ser más abyecto que existe sobre la tierra -fue lo único que dijo.

– Sin embargo, Paco la respeta.

– La soporta. Ella le obliga a soportarla.

– ¿A qué te refieres? ¿A sus borracheras?

Fue entonces cuando me abrió los ojos. Recordé a Victoria hacía muchos años, vestida con su traje de novia, frente al tocador; el ramo que yo le había llevado, posado displicentemente sobre la repisa: «Joven o vieja, estaba condenada al suicidio.»

– Es hora de marcharme, Carlos.

Me tendió la mano.

– ¿Volveré a verte, Lolita?

– ¿Para qué?

Sentía perderla de nuevo… Intenté decírselo.

– No merece la pena provocar encuentros sin motivos lógicos. Deja que la vida nos traiga y nos lleve… A lo mejor, cualquier día, tropezamos de nuevo…

Detuvo un taxi antes de que yo pudiera evitarlo. Se metió en él:

– Adiós, Carlos.

Tardé mucho en volver a verla, pero su confidencia sobre Victoria quedó en mí como grabada al fuego.

Fue aquella confidencia lo que me indujo al desastre. Cuando ahora pienso en aquello, siento necesidad de disculparme, de buscar atenuantes para convencerme a mí mismo de que mi actitud no era tan despreciable como yo suponía. Sin embargo, no valen razones: de todos mis actos vergonzosos, quizá fue aquel el más vergonzoso de todos, el más servil y el más inhumano…

Y lo que es peor: nadie ha podido jamás culparme de él. La gente lo ignora. Ni siquiera valdría explicarlo: no lo aceptarían como culpa (tampoco Irrutamendi y Soldázar hubieran sido considerados culpables si de repente hubiesen dado en confesar que mi herida, en el frente, era culpa de ellos). Se limitarían a decir: «Mala suerte.»

Solamente yo sé a ciencia cierta que aquella «mala suerte» fue provocada.

Aquel año la Costa Brava tenía ya un turismo decidido, copioso; un turismo que exigía expansiones y suscitaba proyectos. Hacía diez meses que Paco y yo habíamos empezado a urbanizar un terreno que yo había comprado a unos cinco kilómetros de Can Pou, cuando la tierra todavía se cotizaba poco. «Un negocio redondo», le había yo dicho. «El Banco te abre un crédito y cuando hayamos vendido las viviendas, lo devuelves.» En el fondo, Paco sólo tenía que desembolsar los intereses. Era mi forma de pagarle los favores que venía prodigándonos a Serena y a mí. «Seguramente podrás adquirir una de esas viviendas para ti, y, al mismo tiempo, ingresar algo de dinero…» Se trataba de pequeños bungalows, cuya construcción corría a cargo de un arquitecto de origen vasco, pero que cuando hablaba de arquitectura moderna decía siempre: «Pues en Italia…»

Aquellas construcciones coincidieron con las reformas de la finca. Al morir don Alberto, ya no había razón para conservar «todo aquello» tal como lo habían dejado sus abuelos. Abrí avenidas, tracé carreteras, edifiqué una casa con garaje en el rellano que daba a la playa y convertí la finca en uno de los lugares más bellos de la Costa.

Aquel invierno, Paco, Victoria y yo solíamos trasladarnos con frecuencia al lugar de las obras. Era gracioso ver a Paco paseándose ufano con el arquitecto, como si el dueño absoluto de aquella urbanización fuera él. Victoria y yo nos quedamos rezagados junto a la construcción que más adelante iba a convertirse en su vivienda particular. Frente a nosotros teníamos el mar. Un mar de nuevo helado, rígido y metálico.

– Alicia estará de enhorabuena -dije señalando la casa a medio construir-. Por fin tendrá una amiga cerca de la finca.

Victoria me miró extrañada.

Insistí:

– Supongo que te habrás dado cuenta de que todo el odio que siente por tu marido, se transforma en simpatía al tratarse de ti.

Pero Victoria no comprendió lo que intentaba decirle hasta que le cité la intervención del doctor Cordal: le referí que había tenido una conversación «larga y delicada» conmigo:

– Acaba de hacerle un test a Alicia… Me ha revelado ciertas facetas. Tendencias oscuras que prefiero olvidar…

Recuerdo la mirada de Victoria: respiraba deprisa, el pecho agitado…

– No irás a decirme…

No lo dije: dejé que lo pensara. Victoria tenía las manos sumergidas en un montón de arena. Alzó la mano y la abrió repentinamente. La arena cayó sobre el otero.

No preguntó: meditaba. Tal vez intentara recordar, minimizar situaciones, desmenuzar las reacciones de aquella nueva Alicia que yo le estaba describiendo. Solamente dijo: «Parecía tan religiosa…» Me encogí de hombros: «Son las peores…», repuse.

Luego, para evitar el mal efecto de mi frase, añadí:

– Alicia está enferma: necesita alguien que la centre. Una amiga que la ayude…

Y Victoria asentía, pensativa.

Aquella misma noche abordé a mi mujer; le hablé de Victoria: «Me ha reprochado que te deje tanto tiempo sola: es una buena amiga tuya, Alicia.» Abrió los ojos sorprendida; creía que le estaba gastando una broma.

– Aunque no lo creas, Victoria siempre te ha defendido. Sin duda alguna contigo es mucho mejor de lo que tú eres para ella.

Al poco tiempo, Victoria empezó a llamarla por teléfono: se citaba con mi mujer, salían juntas… Y Alicia parecía recuperarse de aquel decaimiento suyo que nada podía disipar.

Por entonces Carlota era todavía una niña pequeña: una Salcedo que se parecía a su abuelo y que había heredado de él la tendencia a eliminar la erre.

– Hay que educar su dicción -insistí yo-. A su edad aún se está a tiempo de evitar defectos de ese tipo.

Pero Alicia opinaba que lo que se heredaba era imposible que pudiera modificarse.

Empecé a darle clases: «Veamos, Carlota; pon la lengua así. Ahora repite conmigo: Reus, Rosa, Remedios…» Y Carlota, con tal de sentarse en mi pierna, podía repetir todas las palabras del mundo sin cansarse: «Tragedia, trigo, tricornio…»

Carlota aprendió la erre y aprendió a quererme. Y yo aprendí a quererla a ella. A veces me entraban remordimientos por no haberla deseado. Me sentía igual que un asesino que a última hora descubre que la víctima es su hijo.

– Como sigas mimándola de ese modo, se pondrá insoportable -decía Alicia.

Tal vez sintiera celos de la niña, tal vez empezara a comprender que Carlota era ya mi gran horizonte.

A menudo le hablaba de mi hija a Serena: «Ojalá hubiera sido tuya…» Y Serena, circunspecta, todavía insegura en aquel futuro gris que nos atenazaba, me respondía: «Si en España hubiera divorcio, podría serlo.» La idea del divorcio iba resultando obsesiva para Serena. «Si al menos consiguieras la separación legal…» Todavía no se especulaba con la anulación como ahora. Intentaba yo entonces hacerle comprender que mi fuerza radicaba en aquel matrimonio. Desde que mi suegro había muerto yo era el manipulador legal de cualquier actividad económica de mi mujer y de mi suegra. Hubiera sido insensato echar por la borda aquella situación.

– ¿Qué ocurriría si Alicia muriese?

– Me casaría contigo.

Era igual que matarla, pero sin riesgo. A partir de aquel día, nuestra diversión más destacada consistía en fingir que Alicia había muerto. Realizábamos proyectos: «Desalojaré su habitación, cambiaré el mobiliario de toda la casa, quemaré sus cuadros…» De pronto me acordaba de Carlota: «Tú serás su madre…»

– A veces tengo celos de tu hija.

– Nuestra hija. ¿Lo has olvidado?

No: Serena era incapaz de olvidar esas cosas.

Al llegar la primavera se inauguraron las nuevas instalaciones del Banco. Fue un acontecimiento relevante, con obispo, autoridades catalanas y representación directa del ministro de Hacienda.

También aquel día lancé un discurso. Hablé de «los recios pilares de nuestra economía», de «la sólida tradición Salcedo que tanto lustre había dado a nuestra ciudad», de la «gran eficacia de nuestros ejecutivos» (algunos de ellos eliminados gracias a las computadoras electrónicas; pero, naturalmente, aquello no lo dije), señalé la gran expansión financiera que nuestra empresa había conseguido gracias al apoyo de los consejeros, allí presentes, embadurné de jabón al director general, don Pascual Romero, al director de la Banca de Madrid, señor Figueruela, y a mi querida esposa, que tanto se había afanado siempre por los asuntos Salcedo.

El público era nutrido y los aplausos duraron bastante. Luego recorrimos los tres pisos renovados: «Aquí la sala de Juntas…» «Aquí el despacho del director.» «Aquí mi despacho…» Oficinas, lavabos, cocina… Todo fue enseñado, admirado y, naturalmente, criticado.

La decoración había corrido a cargo de Titín. Era divertido verlo pulular entre toda aquella gente, con sus finos aires de artista «comprendido» y agasajado: «Pues todo, todo, todo, me sale de aquí…», decía dándose golpecitos en la frente con la mano en forma de abanico. Recuerdo que Paco, harto ya de tanta mariconería, lanzó la consabida frase mientras le hacía un corte de mangas disimulado: «Aparta la lámpara, Manolo, que voy a eclipsarte…» Y se puso a imitarlo para que los iniciados coreásemos su broma.

Hubo refrigerio con vino español en la Sala de Juntas. Hubo apretones de manos y chistes honestos, muy del régimen, muy a lo Arias Salgado: chistes de escotes cerrados y discriminación de sexos. Y hubo bromitas entre seniles y de primera comunión emitidas por Paco para divertir a mi hija: «Aquí se fabrican las rubias, ¿sabes, Carlota?» Y la niña insistía: «Quiero verlo, tío Paco: quiero ver cómo se fabrican…»

Aquel día, Paco estaba realmente insoportable. No podía disimular su envidia. La dejaba entrever en todo: en aquella forma suya de pasear de un salón a otro, con las manos en los bolsillos y el mentón alzado; en aquella sonrisa enigmática que parecía enseñorearse de todos y de todo, en aquel meterse constantemente con Titín, para aguarle su alegría: «Anda, chico… Qué modo de achuchar: ni que te hubieran dado pimienta… Pues no estás tú poco nervioso…»

Recuerdo que mi suegra, al observar aquel cambio, se llevó el pañuelo a los ojos: «Si el pobre Alberto pudiera verlo…»

Fue aquel día cuando empecé a sondear el terreno para que se me concediera la medalla del mérito al trabajo. Paco, de acuerdo conmigo, había lanzado la «posibilidad», como quien lanza una afirmación: «Nadie como tú merece una distinción de ese tipo…» Yo me hacía el remolón: «Vamos, hombre: no digas tontadas…» Y el representante del ministro ponía cara de circunstancias: «No es mala idea, no, señor: sería muy justo, muy justo…» Y yo: «De ninguna manera: yo nunca he sido partidario de esas cosas… El trabajo se demuestra trabajando: no con medallas.» Tan aferrado me vio Paco a mi negativa que llegó a recriminarme cuando nos quedamos un instante solos: «Serás animal… A lo mejor te toman en serio y adiós medalla.»

– Para eso estás tú, idiota: para contradecirme. Siempre se ha hecho así.

También el obispo puso su granito de arena:

– Hombres como el señor Hondero son los que necesita España para prosperar…

Y yo, hinchado de orgullo, agachada la cabeza como si me abrumase el peso de tanta adulación.

Como era de esperar, mi efigie fue reproducida en los periódicos. Mi suegra recortó cuidadosamente todas las alusiones de la prensa al «Acto de inauguración de las nuevas dependencias de la Banca Salcedo.» Y repetía que había sido un día memorable que difícilmente se podría olvidar.

Pocos días después, recibí una carta del obispo: me felicitaba, me auguraba grandes éxitos y me rogaba que fuera a visitarlo al Palacio Episcopal para tratar de un asunto de sumo interés para la ciudad.

– Querrá pedirte un donativo -opinó Alicia-. No me extraña. ¡Tanta ostentación, tanto tapiz y tanta «tintinería…» tienen su parte adversa…!

Paco, en cambio, fue menos suspicaz y más agorero:

– Ése se ha enterado de tu lío y quiere sermonearte.

Serena fue más idealista:

– A lo mejor quiere consultarte sobre la posibilidad del divorcio. Se está hablando mucho de un futuro Concilio: vete a saber si quiere saber la opinión de los seglares.

Ninguno de ellos acertó. El obispo quería verme para hablarme de un proyecto importante relacionado con la indigencia de los ancianos.

Se había propuesto fundar una especie de institución (por barrios) para atender las necesidades de los viejos que careciesen de fortuna. Un tipo de seguro distinto al que se venía aplicando hasta aquel momento… «Algo que dignifique a los ancianos indigentes y los rescate del lamentable abandono en que la mayoría están sumidos…»

Me pareció una idea plausible. Esbocé esquemas, di ideas, proyecté posibilidades, propuse estructuras. Primeramente había que reunir a unas cuantas potencias de la región para nombrar una Junta Administrativa: «Una Junta que diera nombre y fama a la persona que perteneciese a ella.» Luego sería preciso dividir el trabajo en zonas: cada zona debería regirse de una forma autónoma, pero dependiendo de la Junta Central. Lo esencial debía consistir en que los asegurados consiguieran todas las garantías mediante una cuota mínima…

El obispo se entusiasmaba: «Por supuesto, usted, Hondero, sería el presidente.» Protesté: yo no era digno… Pero el obispo también protestó: «Una organización de esa envergadura requiere hombres de envergadura…»

Me rogó que le diera nombres. Confeccioné allí mismo una lista convencional: «Todavía prematura…»

Encabecé la lista con Plácido Rampardal, por honesto y millonario (por supuesto omití el episodio de Christian Dior). Seguí con Sobri-Sobra. Por parte de padre, representante de la nobleza catalana. Por parte de madre, sobrino segundo del ministro de Trabajo (me acordé de la medalla y pensé que favor con favor se paga). Introduje a Paco Moraldo (por influyente y futuro conde de Remo, lo cual equivalía a ser un futuro Onassis). Y, por descontado, añadí innumerables nombres de industriales, banqueros y gente pudiente, que estarían encantados de colaborar con Su Ilustrísima en cuanto se les ofreciera la posibilidad de formar parte de la Junta.

Cuando Paco se enteró de la proposición del obispo, empezó su acostumbrada retahíla de aspavientos: «Así que ahora te tratas con obispos… Dentro de poco te veo disfrazado de cardenal. ¡Y tú eras el que decía que los obispos sólo servían para adornar procesiones…!»

– No te desboques, Paco: también tú formarás parte del Consejo…

Se quedó perplejo:

– ¿Y eso por qué? ¿Qué has alegado? ¿Que soy un burgués devoto? ¿O acaso un campeón de bridge dispuesto a merendarse las fortunas de las viejas viciosas?

– He alegado que eras amigo mío. Al obispo le basta.

Me apuntó con el índice y rompió a reír:

– ¡Menuda jugarreta le has gastado a ese señor…! ¿De dónde voy a sacar el dinero…?

– Eso corre de mi cuenta -le dije-. La cuestión es que tú figures entre los consejeros.

Sabía que aquello iba a halagarlo mucho. Era el único Consejo al que Paco podía aspirar.

Serena, cuando supo aquella nueva actividad mía, dio muestras de preocupación:

– Intuyo lo que va a pasar: los curas van a influir en ti… Un buen día me dirás: «Serena, hay que ser precavido…»

– No seas absurda: el obispo no se mete en la vida privada de la gente.

– Sin embargo, ahora no podrás separarte de Alicia.

– Nunca tuve intención de separarme. Te he explicado mil veces la causa. A lo máximo que aspiro es a que Alicia me deje en paz. Y desde que sale tanto con Victoria debo reconocer que lo consigo.

Era cierto; el repentino interés que Victoria demostraba por ella, había modificado nuestra situación. Aunque todavía áspera, me había liberado algo de sus continuas insidias, de su decaimiento y de sus reproches.

Pero su desconfianza crecía. Podía apreciarlo en las indirectas que me lanzaba, en la adustez de sus frases: «Nunca imaginé que un tipo de tu clase fuera capaz de embobar a un obispo…»

Se burlaba de mis continuas visitas al obispado, de las llamadas telefónicas de los curas: «Vivir para ver…»

De pronto se liaba a hablar sola: «Daba gusto verlo campar por sus respetos en el Banco de mi padre… Desplegando un abanico de plumas prestado…»

– ¿Qué andas rezongando?

– Pensaba, Carlos. Pensaba en que la vida ha sido siempre eso para ti: un préstamo. Un préstamo para escapar a tu condición de pelagatos.

Y como yo no chistara, continuó pensando en voz alta: «Gestionándose medallas, haciéndose nombrar presidente de todos los Consejos imaginables…»

– Basta, Alicia.

– ¿Por qué, Carlos? ¿Por qué no permites que hable conmigo misma?

Se le habla puesto un tono de voz tranquilo, de mujer ecuánime y dueña de sus actos:

– Todo lo admito en ti, todo menos una cosa: el fraude que me has hecho valiéndote de mi padre.

– No sé a qué te refieres.

Alicia cruzó las piernas, miró al techo y respiró hondo:

– No voy a tolerar que mi fortuna esté en tus manos -dijo escuetamente-. Así que vete preparando porque vas a perderla.

– Fue una disposición de tu padre.

– En primer lugar, mi padre no te conocía. En segundo lugar, la ley dejará de ampararte en cuanto yo pida la separación.

Me fijé en ella: no bromeaba. Ni siquiera sonreía. Continuaba sentada frente a mí, algo recostada en el respaldo del sofá, los brazos tendidos a lo largo del asiento.

– ¿Así que vas a pedir la separación…? ¿Y qué piensas alegar?

– Adulterio, malos tratos, sevicias… Abuso de confianza.

– Estás mal informada, Alicia: en primer lugar, el adulterio hay que probarlo. Y tú no puedes probar nada. Los malos tratos exigen hechos; jamás te he pegado. En todo caso ha sido al revés. Las sevicias hay que especificarlas: siempre has hecho tu santa voluntad. En cuanto al abuso de confianza… Podrías quejarte si os llevara a la ruina, pero precisamente está ocurriendo todo lo contrario. Nunca la empresa Salcedo ha estado tan alta como ahora. Además -añadí- perderías a Carlota.

– Carlota me pertenece hasta los siete años. Luego veremos lo que ocurre.

– Te equivocas; el juez nunca te dará la razón, Alicia. Todo el mundo sabe que eres una desequilibrada. Seria un mal negocio para ti.

A partir de aquel día empecé a preocuparme. Hablé con el doctor Cordal. «Un proceso muy corriente -explicó-. A ese tipo de enfermas les ocurre siempre lo mismo; primero les da por la religión, luego se hunden en abismos de apatía y por último se vuelven belicosas… Alicia está peor de lo que suponía.»

Cuando le expliqué a Paco lo que me había dicho el médico, se vio en la precisión de intervenir: «Métela en un sanatorio y termina de una vez con ella. Vas a acabar enloqueciendo tú.»

Lo peor era referirle todo aquello a Serena. Ella ignoraba que Alicia quería separarse de mí. Probablemente hubiera contestado:

«Pues aprovecha la ocasión y sepárate.»

En cuanto a Victoria, me extrañó que adoptase una actitud pasiva, como si quisiese ignorar lo que estaba ocurriendo.

– Al fin y al cabo, todos tenemos derecho a defendernos -dijo.

Aquel mismo verano inauguramos la urbanización cercana a Can Pou. Casi todos los bungalows habían sido vendidos y Paco pudo instalarse en el suyo sin gastar un céntimo. Tal como habíamos previsto, Serena se quedaría en Barcelona conmigo hasta que llegara la fatídica fecha de mis vacaciones. Entonces Serena se trasladaría a casa de los Moraldo para estar cerca el uno del otro.

Mi suegra había sido descartada. El doctor Cordal le había recomendado que viera poco a su hija. «No conviene excitarla, y usted suele ponerla nerviosa…»

Can Pou era ya un lugar agradable. Una carretera ancha cruzaba la finca de parte a parte. La vivienda se había reformado y el jardín empezaba a tener un aspecto de parque italiano. Alicia, en cuanto podía, me echaba en cara aquel cambio:

– Te ha faltado tiempo para realizar tus planes. En cuanto papá ha muerto…

No le contestaba. Pero un día cometí la debilidad de hacerlo:

– En el fondo he mejorado la finca, deberías estar contenta.

– Para tus amigos. La has mejorado para eso.

– También son los tuyos.

Rompió a reír estrepitosamente:

– ¡Amigos! Ni siquiera me fío de Victoria. Nadie tiene amigos. Veríamos lo que iba a ocurrirte si no fueras rico y poderoso…

A pesar de las diatribas de Alicia, aquel verano la finca se llenó de gente. Todos querían ver «las mejoras». Iban sólo cuando podían encontrarme a mí, pero ningún sábado y domingo dejaban de visitarnos.

Aquellas incursiones ajenas molestaban a Alicia. Casi siempre se encerraba en su cuarto cuando llegaban, no quería participar del bullicio. La atosigaba tanto ajetreo, tanta canoa rápida, tanto griterío y tanto cuerpo medio desnudo pululando por la playa.

Luego, cuando todos se iban, cuando el domingo se adentraba hacia el lunes y las carreteras (todavía estrechas e incómodas) serpenteaban saturadas de coches camino de la ciudad, yo recogía a Serena en el bungalow de los Moraldo: «Ha sido un día agotador, Serena…» Y Victoria nos decía adiós desde el atrio de su casa.

Hacia finales de julio, Serena se refirió a mis quince días de vacaciones. En vano intenté explicarle que, una vez que ella se hubiera instalado en casa de los Moraldo, yo podría visitarla con frecuencia:

– Por lo visto mi destino es recoger las migajas…

Agarré sus hombros y la obligué a mirarme:

– No vuelvas a hablarme de esa forma. Serena: no lo merezco.

Aquel día Serena estaba inquieta:

– En efecto, te debo mucho, Carlos: mi piso, mis trajes, mi estómago alimentado; no tengo derecho a reprocharte nada.

Me dolía que hablase de aquella forma. Descorazonado, salí al balcón. La canícula se cernía sobre el puerto y el paseo de Colón tenía un ritmo lento y fatigoso. Serena quedó dentro. Sollozaba. Podía escuchar sus quejidos fundidos al runrún de la calle. El horizonte tenía barcos y un conjunto de azules entre el mar y el cielo que parecían postizos: «Algo se está estropeando», pensé. Miré la estatua de Colón, enhiesta, su dedo señalando el mar. También Serena me señalaba a mí: me delataba, me descubría.

Entré de nuevo en la alcoba. La encontré echada en el lecho. Le juré que todo iba a cambiar entre nosotros.

– De ahora en adelante se acabarán las simulaciones y los juegos de escondite… Si Alicia se entera, tanto peor -dije-. Nos separaremos.

Serena dio un suspiro largo y me abrazó con fuerza:

– No te arrepentirás, Carlos. Nunca permitiré que te arrepientas.

Llegó agosto. Era difícil olvidar que se estaba en pleno verano. La ciudad vacía y el pegajoso destilar del cuerpo lo estaban recordando continuamente. Los periódicos se llenaban de noticias peculiares: redadas de drogadictos, turistas insolados, accidentes masivos…

Habíamos acordado marcharnos pronto a la Costa cuando me comunicaron que Mr. Rosmund, de Filadelfia, se disponía a trasladarse a España con su plana mayor, para tratar conmigo de un asunto que no admitía demora.

Mr. Rosmund era importante: imposible eludir la entrevista. Se lo dije a Serena: «No podré cenar contigo: han venido los americanos.»

La primera vez me creyó. Pero cuando le comuniqué que míster Rosmund y yo todavía no habíamos llegado a un acuerdo y debíamos cenar juntos al día siguiente, Serena dejó de creerme.

– Será mejor que inventes otra excusa -repuso con aspereza-. ¿No era precisamente hoy cuando debías empezar tus vacaciones?

Me vi incapaz de persuadirla: «Conozco de memoria los embustes de los hombres. Tú mismo me has enseñado a aprenderlos mintiendo a Alicia.»

Le juré por mi hija que le decía la verdad.

– Pues entonces llévame contigo.

– Imposible: Rosmund conoce a Alicia.

– ¿En qué quedamos? ¿No dijiste que ya no te importaba que lo nuestro se supiera?

– Prefiero que Alicia se entere de otro modo.

Serena cambió de voz.

– De acuerdo, haz lo que te plazca. Pero te lo advierto, Carlos: no respondo de lo que pueda ocurrir.

A pesar de todo, cené con los americanos. Soporté estoicamente sus bromas infantiles y ruidosas. Me esforcé en emitir sonidos nasales para que se sintieran más cómodos, repetí cien veces sus O. K. sus «Oh yaaa» e imité a la perfección sus ademanes. Hablamos de millones, de la gigantesca máquina financiera que estábamos proyectando, soporté las cursilonas sonrisas de sus mujeres (muñequitas peripuestas, asépticas y relamidas) vestidas a «lo Saks» (es decir, a lo U.S.A. elegante), tuve que inventar excusas para justificar la ausencia de Alicia: «No ha podido venir a Barcelona… Se encuentra algo delicada.» Me enseñaron la fotografía de sus hijos. Mr. Rosmund aclaró: «Éste es de mi primera mujer…»

Comentamos fríamente el atraso que suponía para un país prescindir del divorcio, emitimos chistes manidos sobre el encadenamiento matrimonial, y se fueron a dormir la melopea después de asegurarme reiteradamente que, a pesar de no tener divorcio, España era un país magnífico, y que, como aún no se había explotado, podría sacarse un gran partido de nuestro incipiente desarrollo. En suma, llegué a un acuerdo con Mr. Rosmund.

Aquella noche me sentía feliz. La operación con los americanos suponía un gran paso adelante y la culminación de muchos años míos.

En cuanto los hube dejado, me encaminé al paseo de Colón. Subí la escalera contento, el cuerpo ligero, la mente excitada. Al llegar al rellano, vi un letrero en la puerta de Serena: «No estoy.» Imaginé que era una broma. Metí la llave en la cerradura y entré en el piso. Efectivamente, Serena no estaba allí. Consulté la hora: era la una de la madrugada. «No debí dejarla sola.» La conciencia me remordía. Había ciertos desplantes que las mujeres no perdonan.

Pensé que se habría ido a la costa y que estaría en casa de los Moraldo. A pesar de lo avanzado de la hora, pedí una conferencia. Me contestó la voz de Victoria, espesa y adormilada:

– ¿Qué te ocurre?

– ¿Está ahí Serena?

Victoria, a aquellas horas, siempre andaba confusa.

– Serena tenía que venir contigo…

– Lo sé; pero las cosas se torcieron y ahora ha desaparecido.

– Me alegro.

– ¿Qué dices?

– Que ya va siendo el momento de que Serena ponga las cosas en su punto.

– No sé de qué estás hablando. Lo que yo quiero es encontrarla.

– Pues tú verás dónde la buscas.

Escuché un bostezo prolongado. Luego su voz irritada:

– Otra vez procura llamar a una hora más oportuna. Estaba en el mejor de los sueños.

Y colgó.

Aturdido y desorientado, salí otra vez a la calle. No podía imaginar dónde se había metido Serena. Los cines habían terminado y en la ciudad apenas quedaban amigos para salir con ellos. En el paseo de Colón escaseaba el tránsito. Algún coche cruzaba veloz la avenida, algún borracho zigzagueaba por la acera, y el mar se veía seco, quieto, sin brisa. Todo parecía asumir el bostezo de Victoria. Me dirigí a mi casa. Me sentía cansado. Me acosté con la desazón que provocan siempre las incógnitas.

A las diez de la mañana me despertó el teléfono:

– ¿Qué tal tus famosos americanos?

La voz de Serena se oía lejana, casi inasequible.

– ¿Desde dónde me llamas?

– Estoy en Cadaqués.

Era lo último que esperaba oír.

– ¿Y qué cuernos fabricas en Cadaqués?

– En Barcelona me aburría. Recibí una invitación y aquí estoy.

– ¿Quién te ha invitado?

– Adivínalo.

– Te exijo que me lo digas.

Escuché una carcajada.

– Todavía no, Carlos; todavía no tienes derecho a ser exigente.

Cambié de tono:

– Entonces, te lo ruego.

– Eso me gusta más; estoy en casa de los Rampardal. Me ha traído Sobri-Sobra. Te lo explicaré cuando te vea.

Su voz se volvía melosa. Ya no era la voz áspera que me había advertido: «No respondo de lo que pueda ocurrir.» Volvía a ser la Serena de siempre: la Serena sumisa.

– Debiste esperarme… Fui a tu casa en cuanto acabé con esos americanos.

– Lo imagino. Perdóname, Carlos. Ahora te creo. Pero estaba furiosa y no supe lo que hacía.

– Supongo que ese imbécil de Sobri-Sobra no se habrá tomado libertades.

Serena adoptó un tono zumbón:

– Descuida; sigues siendo tú el hombre de mi vida.

– ¿Y hasta cuándo esperas quedarte ahí?

– Tenemos intención de trasladarnos esta noche a Cala Rosa. Está a mitad de camino entre Cadaqués y Can Pou. Podríamos encontrarnos allí y regresar juntos.

Cala Rosa era un lugar recientemente inaugurado donde la gente bien acudía para hallar un medio de acabar mal. Orquesta buena, poca luz, alguna atracción insinuante y una buena dosis de alcohol en todas las mesas.

– De acuerdo -le dije-. Nos veremos en Cala Rosa.

– Espero que tu mujer no ponga el grito en el cielo. Se supone que hoy empiezas tus vacaciones.

– Si lo pone, tanto mejor: te juré que Alicia iba a acabarse y voy a demostrarte que tengo palabra.

Silencio. Un suspiro entrecortado. Luego:

– Te quiero, Carlos.

Y el susurro silbante de un beso prolongado.

Procuré llegar a Can Pou antes de que Carlota abandonase la playa. Aquel día también era soleado. La playa estaba atestada. Era la gente de los sábados agosteños, la que pedía a gritos aire y luz para vivir.

– Carlota…

Corría hacia mí dejando huellas minúsculas en la arena.

– Papá…

Olía a salitre, a piel tostada, a niña limpia.

– Has tardado mucho, papá… Te esperábamos esta mañana.

Me besaba frenética, tiraba de mí hacia el agua.

– Mamá se está bañando…

Y la señalaba, para que yo la viera. Luego dijo:

– Mamá está triste. Esta semana ha estado muy sola.

Pregunté por la «tía Victoria».

– No ha venido -contestó la niña.

Alicia estaba cambiada. De nuevo parecía sumergida en aquella impavidez de antes, los ojos hundidos, las mejillas chupadas.

– ¿Por qué no besas a mamá?

Me acerqué a ella y rocé su frente con mis labios.

Carlota agarró mi mano:

– Iremos al torreón, ¿verdad, papá?

Le prometí complacerla. Me metí en el agua; me bañé con ella. Alicia nos miraba desde la playa, con aquella expresión muerta que parecía robada de la misma desolación.

Cuando subimos a la casa, Dolores me comunicó que Alicia había vuelto a las andadas: «No ha salido de su cuarto; ni siquiera ha bajado a la playa. Hoy es el primer día.»

Pregunté por Victoria. Dijo que Alicia la había llamado por teléfono alguna vez pero que «la señora Moraldo» no había pisado la finca.

Dolores sufría por Alicia. Decía que estaba enferma, que había que adoptar medidas: «Así no puede continuar.»

– ¿Y Carlota? ¿Cómo ha estado Carlota?

– Contaba las horas para que el señor viniera. Esa niña necesita cariño y su madre no sabe dárselo…

Se le escurría una lágrima que secó con el delantal.

– Todo se arreglará -dije yo por decir algo.

Fue un día largo, desabrido y demasiado caluroso. Alicia vagaba por la casa como una sonámbula, sin hablar, sin una finalidad concreta. Yo la miraba a hurtadillas, procurando no coincidir con sus ojos, fingiendo leer.

Carlota se sentó a mi lado:

– Me has prometido llevarme al torreón.

Agarré su mano. Alicia miró el cielo y dijo: «Va a llover.»

Pero Carlota corría ya cuesta arriba, dando brincos y hablando con el aire, como si hablara conmigo: «Allí está la torre, allí está la torre…»

Fue una tarde feliz para Carlota. Le divertía ver cómo imitaba yo el batir de alas de un pájaro, o el rebuzno del burro, o el cloqueo de una gallina. Creo que nunca la he visto tan feliz como aquel día. De repente rompía a reír, con aquella risa desbocada que a veces la dejaba sin aliento. Después se plantaba ante mí, firme, seria, para recitarme palabras que tuvieran erres: «Rocas, trigo, rubia, rosa, madera…», sólo para que yo le dijera: «Muy bien, hija, muy bien.» Aquella recitación era el premio que Carlota me reservaba por haberla hecho reír.

– ¿Por qué le gusta tanto esa torre a mamá?

Le expliqué que, allá arriba, su madre tenía un estudio.

– Es una torre musulmana. Románica.

Ella repetía: «Torre, románica, torre románica.»

Había lagartijas correteando por el muro. Carlota las perseguía con un palo. Había ortigas que era necesario eludir: «Son plantas enfurecidas, Carlota, apártate de ellas.» Había saltamontes, mariposas y silencio… Un silencio denso que dejaba al desnudo el sordo rumor del bosque.

– ¿Te gusta que haya venido?

Asintió ella sin mirarme. A Carlota no le complacía exteriorizar sus sentimientos.

– ¿Vas a quedarte con nosotros quince días enteros, papá?

– Quince largos días.

Luego miré al cielo:

– Mamá tenía razón: va a llover.

Caían las primeras gotas.

– Rápido, Carlota; hay que llegar a casa antes de que nos pille el chaparrón.

Corrimos como gamos, cuesta abajo, sorteando matorrales para llegar antes.

Alicia nos esperaba en el mismo sitio que la habíamos dejado.

– Os lo advertí -dijo-, aquel calor no era normal.

Y su hija la miró como si le echara la culpa de aquella lluvia. No tardó en estallar la tormenta. Daba gusto verla desde el salón. Carlota tenía miedo; se refugiaba en mis brazos. «Vamos, hija: el trueno no hace daño.» Pero Carlota lloraba. Le asustaba aquel continuo bramar de un cielo cuarteado de relámpagos, de estallidos y de lluvia.

– Tranquilízate, Carlota; ese rayo ha caído lejos: la tormenta está amainando.

– ¿Dónde se va?

Le dije que se iba a otro planeta, un lugar remoto donde tenía su casa.

Carlota era imaginativa y le gustaba oír cosas fantásticas aunque no las creyera.

– Explícame el cuento de la tormenta, papá.

Y yo se lo expliqué: «Una vez era un trueno que buscaba compañera para casarse…»

– ¿Era guapo el trueno?

– Era normal.

– ¿Cómo tú?

– Más o menos.

– Entonces era guapo.

– El trueno estaba triste porque todas las fuerzas de la naturaleza huían de él… ¡Era tan rudo y poseía una voz tan potente…! Hasta que un día encontró una luz muy hermosa: se llamaba Relámpago. Lo aceptó, se casaron y nació la tormenta.

Así conseguía yo amortiguar el miedo de Carlota; inventando para ella historias fantásticas. A veces me interrumpía: «¿Es rubia la tormenta, papá?» Estoy seguro de que pretendía identificarse con ella, ser un poco hija del trueno y del relámpago: «Sí, Carlota: es rubia y tiene los ojos azules, como tú y como mamá.»

Pero Alicia no se ablandaba. Continuaba inmersa en aquella especie de adustez helada, sin defensas ni ataques. Probablemente intuía que aquella amabilidad mía era prenuncio de algo que no iba a gustarle.

Cuando Carlota se hubo ido a la cama, cenamos los dos solos. Al llegar al postre, le dije que había de marcharme: «Me esperan unos americanos en Cala Rosa.»

Alicia no respondió. Se limpió los labios con la servilleta.

– ¿Me has oído, Alicia?

Tardó en responder:

– Te he oído.

Luego se acercó al ventanal. Tras el cristal se veía una noche oscura, sin estrellas ni luna.

– No supondrás que me he tragado la excusa de los americanos -dijo-. Vas a verte con ella…

No contesté. Alicia se volvió hacia mí:

– Eso es nuevo, Carlos. Nunca había ocurrido que te fueras de casa el mismo día que empiezas tus vacaciones.

Me senté para esperar el café.

– Un ejemplo precioso para la niña. Por la tarde juegas a ser padre amantísimo y por la noche…

Me levanté. Me encaminé a mi cuarto y cerré con llave por dentro. Nunca imaginé que, al salir de él, Alicia continuaría allí.

– Mañana llamaré a mi abogado.

– Llama a quien quieras -le dije-. Eres muy dueña, pero vuelvo a repetirte que vas a salir perdiendo. En España, las mujeres perdéis siempre.

– No puedo perder más de lo que ya he perdido.

– Está bien: ahora déjame pasar.

Se plantó delante, abrió los brazos.

– No -dijo fríamente-, antes quiero saber «quién» es.

La empujé para que me dejara el paso libre. Pero al llegar al vestíbulo comprobé que la puerta estaba atrancada. Alicia me contemplaba desde el fondo del salón con ojos turbios y obstinados:

– No te canses, Carlos. He cerrado todas las puertas de la casa, incluida la del servicio.

– Eres diabólica, Alicia. ¿Qué te propones?

– Saber la verdad.

– La verdad es que ya no te soporto, Alicia; estás loca, ¿me oyes bien? Completamente loca…

Todavía hablábamos bajito. Miré el reloj: la noche avanzaba deprisa y Cala Rosa estaba lejos. Alicia carraspeó con fuerza:

– Yo estaré loca, pero tú irás a la cárcel por ladrón.

– De acuerdo; iré a la cárcel por ladrón, pero ahora déjame salir.

Le hablaba como se habla a los niños o a los dementes, acentuando mi aparente tolerancia. Fue entonces cuando Alicia perdió el dominio de sí misma. Se acercó a mí y agarró con las dos manos mi corbata: «Quiero su nombre, ¿me oyes? Quiero su nombre.»

El nudo se encogía y yo me ahogaba. Grité para que me soltara. Fue un grito ronco que atravesó la estancia y trepó escalera arriba. Caímos los dos en el sofá, ella sobre mi cuerpo, sin soltar la corbata, sin apartar su aliento del mío: «Quiero su nombre…» Y tiraba de la corbata para mantener mis manos ocupadas. Era su defensa. Su lamentable y pobre defensa. Era evidente que yo precisaba mis dos manos para que el cerco de la corbata no me ahogase. «No pienso soltarla hasta que me des su nombre.» Hablaba gritando, sin importarle que la oyeran.

– Vas a matarme -grité yo también-. ¿No te das cuenta de que vas a matarme?

– Mejor, mucho mejor: ojalá murieras, ojalá…

Fue entonces cuando ocurrió lo imprevisto. Lo que ni ella ni yo habíamos imaginado que pudiera suceder. No sé aún cómo nos dimos cuenta. De pronto la vimos allí, en lo alto de la escalera, su cara asustada, pegada a los barrotes de la baranda, su camisón hecho un ovillo, su pelo suelto, sus ojos desorbitados: «No, no, no…»

También ella gritaba. También ella quería defenderse de lo que estaba viendo: «No, no, no…»

Alicia soltó mi corbata y fue corriendo a su lado: «¿Qué estás haciendo, Carlota? Te he dejado en la cama…» La niña no respondía. La miraba con horror, como si no fuera su madre, como si la viera por primera vez. Luego me miró a mí. Bajó corriendo por la escalera, se echó en mis brazos: «Papá, papá, papá…»

Y Alicia nos contemplaba desde el rellano, rígida, pálida… Llegó Dolores. No entendía lo que estaba ocurriendo. Veía a la niña llorando en mis brazos. Quería saber lo que había pasado.

– Carlota debía dormir a estas horas -dijo Alicia.

Daba la impresión de que se estaba diciendo aquello a sí misma, para convencerse de que, efectivamente, Carlota estaba allí, que no era una pesadilla sino una realidad.

– Voy a buscar a la niñera -dijo Dolores.

La atajé:

– No; yo mismo llevaré a Carlota a su cuarto.

Pasé junto a Alicia con la niña en los brazos, la metí en su cama. Luego me senté a su lado. Su llanto se iba sosegando poco a poco:

– Mamá quería matarte, ¿verdad, papá?

Intenté disuadirla; fingir que estábamos jugando.

– Le he oído decir: «Ojalá murieras…»

Le crecía un sollozo grande, retardado… Tendía sus brazos hacia mí, acariciaba mi cuello.

– No quiero que mueras, papá…

– No voy a morir, Carlota…

– Mamá es mala, ¿verdad, papá? No te quiere. No te quiere porque es mala…

Se durmió así, repitiendo una y otra vez que su madre era mala. Cuando se quedó dormida, salí del cuarto. Alicia estaba allí, tras el batiente de la puerta: pálida, desencajada. Me detuve unos instantes:

– Estarás satisfecha…

Alicia se llevó la mano a la frente. Era una mano nervuda, envejecida, delgada.

– ¡Dios mío! -dijo-. Ya ni siquiera me queda la niña.

Tal vez esperara aún que yo le replicase, o la sostuviese, o la consolase. No lo sé. (Cada vez que recuerdo aquel momento tengo la impresión de que fue crucial, definitivo…) Pero yo no repliqué. Ni siquiera me volví hacia ella cuando me dijo que la puerta estaba abierta y que podía marcharme cuando quisiera.

La noche seguía brumosa y húmeda. En la carretera apenas había tránsito. Consulté el reloj: era ya muy tarde.

Estaba próximo a Cala Rosa cuando el cielo empezó a clarear. Lentamente las estrellas iban destapándose de nubes. Por unos instantes llegué a olvidar la escena recién vivida.

Un mundo de coches húmedos rodeaba el recinto de Cala Rosa. Coloqué el mío alejado de la entrada. La música se escuchaba en sordina, envuelta en el brusco estallido del mar al romperse contra las rocas.

Tras el vestíbulo (de paredes oscuras y luces cavernosas) se veía el jardín, cubierto con una lona y cuajado de mesas. En el centro, la pista de baile rebosando parejas. Más allá el mar: un mar oscuro que levantaba espuma.

Alicia desapareció. Allí, como en todos los «allís» semejantes, Alicia ya no era nadie. Busqué a Serena. Recorrí una por una las mesas, los rincones más ocultos, me asomé al acantilado para ver si habían bajado a la playa.

Ni Serena, ni los Rampardal, ni Tico Sobrado estaban allí. Pregunté a los camareros si habían dejado un mensaje para mí. Nadie tenía mensaje. Nadie sabía nada. Aguardé un buen rato sentado a una mesa lejana de la pista. Me dije que, a pesar de lo avanzado de la hora, acaso no hubieran llegado aún de Cadaqués. Pedí un whisky. Bebí tres. Me sentía chasqueado, furioso contra Serena, contra Alicia, contra el maldito llanto de Carlota, que tanto había retrasado mi salida de Can Pou.

De pronto vi a Paco avanzando hacia mi mesa junto a Gladys Goulden: «Al fin; creíamos que no venías…»

– ¿Habéis visto a Serena?

Se sentaron a mi mesa; también ellos habían bebido.

– Serena ha estado aquí: te esperaba…

– ¿Dónde está ahora?

– Probablemente a estas horas habrá atravesado la frontera. Se ha ido a Francia con Tico Sobrado y los Rampardal.

Creí que bromeaba. Paco insistió: «Juro que no miento.»

– Ha sido una idea repentina. Serena estaba furiosa contigo. Dice que es la segunda vez que la plantas.

– No es cierto.

– En vista de eso, han decidido irse a Perpignan sin ti. Tenían la intención de pasar allí la noche y regresar mañana.

– Si supieras lo que me ha costado llegar hasta aquí…

– Lo imagino -dijo Paco-. Supongo que la «pintora» te habrá puesto inconvenientes…

– Ha organizado una escena increíble. Quería estrangularme. Por si fuera poco, ha conseguido que la niña se enterase…

Gladys se puso seria. Las tragedias familiares no entraban en su ética: «Estos españoles…»

– Pero Serena debió esperarme. Nunca le he fallado.

Paco encogió la ceja, hinchó el tórax y exclamó:

– En eso Victoria es civilizada. Ni por asomo se le ocurriría hacerme una escena por un quítame allá esas pajas. Al fin y al cabo, todos tenemos derecho a vivir… -Y se apoyó en el hombro de Gladys para besarle el cuello-. ¿No es cierto, darling?

Y Gladys asintió, porque «en mi país, cuando una pareja no se quiere, cortan por lo sano y se acabó».

– A ver si con el Concilio la cosa cambia -dijo Paco.

Pidió otro whisky. Los dejé. Salí de Cala Rosa furioso y defraudado. Una noche perdida. La jugada de Serena se me antojaba injusta, tanto como las exigencias de Alicia y el llanto de Carlota: «Así no es posible continuar.»

Alicia había dicho: «Mañana llamaré a mi abogado.» De acuerdo, que lo llamara. También yo llamaría al mío. Aquella idea me tranquilizaba. «Se acabó…»

La carretera era sinuosa y estaba mal pavimentada. De vez en cuando había que amortiguar el acelerador por culpa de las obras: el paso se estrechaba y los vehículos circulaban en fila india.

Llegué a Can Pou jadeante y sudoroso. El guarda abrió la portezuela de mi coche: le rogué que lo metiera él mismo en el garaje.

Me sentía agotado y quería acostarme cuanto antes. Al entrar me extrañó ver luz en el salón. Pensé que se habían olvidado de apagarla. Pero cuando me dispuse a dar el conmutador, vi a Alicia, todavía vestida, de pie junto a la chimenea:

– Has tardado menos de lo que esperaba.

– Te lo advertí: no se trataba de una velada divertida.

– Así que el asunto te ha salido mal. Lo siento por ti.

– No, hemos llegado a un acuerdo.

– ¿Con quién? ¿Con los americanos o con Serena?

Era extraño oír aquel nombre en labios de mi mujer. Comprendí entonces que lo sabía todo.

– Serena no estaba.

– No pretenderás que te crea, Carlos. Acabo de enterarme.

Volví a desmentirlo.

– No había razón para invitar a Serena. Apenas la veo.

Alicia respiró hondo.

– ¿Por qué eres tan falso, Carlos?

Y como viera que yo continuaba callado, insistió:

– Ahora el proceso de separación va a resultar más fácil. Ya es hora de que pongamos la verdad sobre el tapete, ¿no te parece?

Hablaba con la firmeza de los desesperados. Era evidente que lo sabía todo, pero yo no llegaba a captar cómo diablos se había enterado en el espacio de aquellas pocas horas.

– Una vez más estás desvariando, Alicia.

No me miraba; fijaba la vista en la puerta que yo tenía a la espalda. Era lo mismo que si contemplara una aparición.

– Mañana hablaremos -dije-. Esta noche estoy demasiado cansado.

De pronto noté como si una sombra avanzase tras de mí. Y al volverme, vi a Victoria envuelta en una bata rosa.

– ¿A qué has venido? -pregunté.

Comprendí enseguida que Victoria se había ido de la lengua. «La muy puerca ha sido capaz de traicionarme», pensé. Nadie más que ella podía haberle soplado a Alicia lo que hasta entonces se había mantenido en secreto.

– Puedes suponerlo -respondió.

Se ladeaba como si fuera a caerse. Había bebido. Sobre la mesa de cristal se veían los restos del whisky que las dos habían ingerido.

– Efectivamente -dijo Victoria-, ahí tienes el cuerpo del delito.

Anduvo hasta la mesa para servirse otro trago. Alzó luego el vaso:

– Por nuestra amistad -brindó.

– ¿No te parece que has bebido demasiado? Es ya muy tarde, Victoria; deberías estar en tu casa.

– Lo siento -dijo-, pero tu mujer me ha invitado a pasar aquí la noche.

Se dejó caer en el sofá. Contempló su vaso vacío:

– Decía que se sentía sola y enferma, y que tú te habías marchado…

– ¿Es cierto eso?

Alicia bajó la vista; se negó a contestar. Me acerqué a ella y sacudí sus hombros:

– ¿Qué pretendías? -le grité.

Alicia alzó el rostro; parecía una máscara de sí misma.

– Efectivamente -contestó-. Victoria no te ha mentido.

– Así que tú…

– Quería verla a solas, hablar con ella, averiguar de una vez lo que ocurría entre tú y yo… Llevo demasiado tiempo metida en un pozo, ¿sabes, Carlos? No podía resistir más. Quería saber cuál de vosotros miente, cuál de vosotros me apoya o me traiciona…

– ¿Y lo has averiguado?

– Completamente.

– Te habrás quedado satisfecha… Una hazaña muy tuya, Alicia -dije-. Armar tanto barullo sólo para satisfacer tu maldita curiosidad… ¿No podías esperar a mañana? ¿Era necesario obligar a Victoria a que viniera a estas horas?

Alicia miró a la aludida: una mueca de asco se le dibujaba en los labios.

– Yo creí que Victoria era amiga mía.

En aquellos momentos Victoria parecía un fardo. Se había quedado arrebujada en el sofá, los brazos cruzados, las piernas encogidas en el asiento.

– Y, como es lógico, a las amigas hay que explotarlas y tratarlas desconsideradamente, ¿no es así, Alicia? Por eso te apresuraste a llamarla en cuanto me marché.

Victoria abrió los ojos. Nos oteaba a los dos con mirar extraviado.

– Eso mismo le he dicho yo: para averiguar una sandez semejante no se obliga a nadie a recorrer cinco kilómetros.

Alicia levantó la voz.

– No es cierto -dijo-, sabes muy bien que te ofreciste tú misma a venir. Yo sólo te llamé por teléfono. Te dije que estaba desesperada. Te expliqué lo de la niña. Tú me contestaste: «Voy a Can Pou enseguida…»

Victoria esgrimió un ademán para atajarla y asintió con la cabeza.

– Es posible -admitió-. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Qué hace una buena amiga cuando la otra reclama un S.O.S.? Atenderla. Correr a su lado. Es una forma de obligar.

Hubo un lapso breve. Un lapso lleno de dudas, de suspicacias y de temores. Era un lapso muy parecido al silencio del bosque poco antes de estallar la tormenta. Miré a través de la cristalera: la luna estaba allí, sobre el mar, tardía, pálida y enorme.

– Si al menos se hubiera tratado de algo serio -comentó Victoria.

– Lo era -protestó Alicia-. No podía haber nada más serio para mí. Tú eras la única persona en quien podía confiar.

– Te lo agradezco -dijo Victoria con ironía.

Estaba borracha, pero no perdía el hilo. Alicia tragó saliva con dificultad y aclaró la voz:

– No podía más, Carlos: estaba cansada de vivir como si fuera un mueble…

Victoria cogió su vaso y volvió a llenarlo:

– Bueno: supongo que te habrás convencido de que mi amistad es auténtica: ya conoces el nombre de la mujer que está robándote al marido…

Y me miraba desafiándome al decir aquello.

– No me lo has dicho por amistad, Victoria.

– ¿Por qué entonces?

– Porque estás borracha.

Victoria rió sin ganas y aclaró su voz:

– Seamos sinceras, Alicia. Sabes muy bien por qué me has obligado a venir. Lo de Serena era una excusa… Había algo más. Confiésalo. Querías vengarte de tu marido. Querías aprovecharte de su ausencia. Querías engañarlo conmigo.

Lo que vino después se confunde en insensateces inimaginables, en temores fugaces que iban creciendo sin lógica, apoyados por una sola idea: salir ileso del atasco. Vi las manos de Alicia pegadas a sus mejillas: «¿Por qué, Dios Santo? ¿Por qué todos tenéis que mentir?» Y sus ojos buscando en los míos un rastro de comprensión, de ayuda. Y los míos negándose a ello. Y los de Victoria implacables, contemplando su vaso vacío otra vez.

– Supongo que no le harás caso, Carlos: ni tú ni yo desconocemos los famosos motivos de Alicia.

Y sonreía de un modo extraño, como si abriese la boca, no para sonreír, sino para enseñarme los dientes.

Era evidente que Victoria mentía. Sin embargo, no le llevé la contraria. Victoria, en aquellos momentos, era una arma de dos filos: una posible y aterradora enemiga, o una aliada eficacísima cuando llegase el proceso de nuestra inevitable separación legal.

Me fijé en Alicia: su cara era como aquella luna que asomaba más allá de la cristalera. Acerqué mi rostro al suyo y le lancé como si escupiera:

– Atreverte a eso, a eso… Tú, mi mujer…

Cerró los ojos para abrirlos enseguida. Los vi llenos de horror. Yo estaba en ellos. Era un yo desconocido para ella, un yo que nada tenía que ver con el hombre que su padre admiraba… Un yo nuevo que nunca hubiera podido imaginar.

Todavía reaccionó. Todavía encontró fuerzas para agarrarse a una hipotética comprensión mía. Todavía quiso creer que yo iba a ayudarla: «No irás a creer eso, Carlos. Mírame bien… Dime que no lo crees…»

Hubo un chispeo de esperanza en aquellos ojos suyos. Un destello que hería: «Por nuestra hija, Carlos… Por ella te suplico que no creas a Victoria…»

– ¿Cómo te has atrevido?

Alicia se agarró a mis brazos, me sacudió:

– Reacciona, por favor, reacciona. No puedes creerla: está mintiendo… Tiene miedo de que yo diga la verdad de lo que ha ocurrido. Por eso se ha presentado aquí en cuanto ha oído tu coche. Tiene miedo de que yo te explique lo que me ha propuesto…

– ¡Cállate!

– No puedo callar, Carlos: Victoria está loca, completamente loca.

Se acercó a ella, tiró de su bata, la sacudió como acababa de sacudirme a mí: «Confiesa la verdad, Victoria… Dile a mi marido lo que tú eres. Vamos: repíteselo. Repítele a él todo lo que me has confesado a mí…»

Victoria palideció, se llevó la mano al pecho. Me miró asustada:

– Juro que te engaña, Carlos. Quiere echarme la culpa de lo que ha hecho ella… Te está engañando… Quería traicionarte conmigo para vengarse de ti.

Me crecía un asco infinito. Un asco que nacía de mí mismo y se extendía por la tierra como una lepra que no tuviese cura.

Alicia se replegaba, se llevaba la mano al vientre: daba la impresión que iba a quebrarse de dolor allí mismo.

– No es posible, Dios mío: no es posible.

Enseguida rompió a llorar. Ahogándose, con sollozos precipitados, como si no le diera tiempo a echarlos todos fuera.

Y yo la dejé llorar, sin dar un paso para calmarla. «Tú nunca fuiste cruel, Carlos, nunca…» Volvió a agarrarme por los brazos. Tenía el rostro lleno de lágrimas: «Los seres humanos tenemos derecho a un apoyo…» Se trabucaba. No sabía qué hacer para convencerme.

– Supongo que no serás tan ingenuo como para creerla -decía Victoria.

Había que decantarse. No me quedaba otra solución.

– Habéis bebido demasiado -dije.

Fue entonces cuando Victoria sacó las uñas:

– Evidentemente una de las dos está falseando la verdad. Carlos, bebidas o no, tenemos conciencia de lo que está ocurriendo. De ti depende que se aclare ese maldito embrollo. Si no me crees, dilo francamente y saldré de esta casa ahora mismo.

Me amenazaba, sin rodeos, sin la menor condescendencia.

Era lo mismo que si me dijera: «O finges creerme, o no cuentes conmigo…» Me tendía una trampa. Y caí en ella: porque tenía miedo. Porque el horror de perder a Serena era demasiado acuciante.

No pensé en el daño que podía causar. Pensé únicamente en el daño que podían nacerme a mí. Me acerqué a Victoria condescendiente:

– Por favor, Victoria, no te alteres.

Los ojos de Alicia eran dos fieras desbocadas, dos pedazos de hielo. Era como si mirasen más allá de toda razón y de todo recato. Ya no pedían ayuda: estaban pidiendo a gritos que los cegaran para no ver lo que estaban viendo.

– Te creo, Victoria. Conozco a la perfección las reacciones de esa pobre loca… Esta tarde ha estado a punto de estrangularme… -Victoria empezó a llorar. Le ofrecí mi pañuelo-. Te lo ruego, no vayas a llorar…

Victoria respiró hondo y se secó los ojos con el pañuelo que yo le tendía.

De soslayo eché una mirada a Alicia. Su expresión era indefinida: como prestada. Algo postizo que sobraba. Por primera vez me había atrevido a declararle la guerra ante un tercero. La había llamado loca sin dirigirme a ella. La había descartado sin paliativos, decididamente. Como un enemigo cualquiera.

Victoria se ceñía la bata, me pedía el brazo para sostenerla:

– Por favor, Carlos: acompáñame a mi cuarto.

Y yo la obedecí por inercia, por servidumbre, por cobardía. Ni siquiera volví la cabeza para contemplar a Alicia. Al llegar a su cuarto, Victoria se dejó caer en la cama:

– ¡Vaya nochecita! -dijo llevándose la mano a la frente-. ¡Quién tenía que decirlo! ¡Venir a esta casa en son de paz y encontrarme metida en un lío semejante…!

La ayudé a quitarse la bata, las zapatillas… Le abrí el embozo de la sábana. «Tenías tú razón, Carlos: tu mujer está loca, completamente loca…»

Le pedí disculpas, le rogué que olvidara… Amanecía. Tras el batiente cerrado se filtraba una luz azulada fría y apagada.

– ¿Crees que podrás dormir?

– Perfectamente: gracias por todo.

Antes de llegar a mi cuarto, me detuve en la terraza. El mar tenía el color del día que nace indeciso. «Como los ojos de Alicia.» Las aguas encalmadas parecían hechas de acero. Era la calma típica de las horas muertas, aquellas que asisten al relevo del sol y de la luna.

Los árboles estaban aún llenos de noche y oscurecían las rocas mientras cabeceaban lentos. Observé el cable telefónico que atravesaba la finca: despacio y soñoliento, goteaba su relente. Allá, a lo lejos, había un barquito lejano, todavía encendido, jugando a ser un farol de papel. Todo era inofensivo y sereno. Alicia ya no podía dañarme: tenía a Victoria para atestiguar en contra de ella; tenía a Paco para protegernos de cualquier ataque suyo; tenía mi prestigio avalado incluso por un obispo…

Al entrar en mi cuarto divisé la silueta de Alicia.

– Todavía estás aquí…

Caminaba como sonámbula. Sin llorar. Dijo solamente: «Lo he comprendido todo.»

No le contesté. Empecé a desnudarme como si ella no estuviera delante. Alicia todavía insistió:

– Te ruego que me escuches… No voy a exigirte nada: sólo que me escuches…

– Vengo escuchándote hace demasiado tiempo.

– Lo sé…

– Adelante -le dije-. Aunque no lo parezca, te escucho.

Y continué desvistiéndome mostrando fastidio.

– Nadie me necesita.

Lancé un bostezo prolongado y sonoro.

– Ni siquiera mi hija…

No había patetismo en su frase: sólo certidumbre. Una recia y consolidada certidumbre.

– Creo que lo mejor para todos será…

Bostecé, eructé, me rasqué la cabeza:

– Toma -dijo tendiéndome un papel-. Al menos, eso te servirá…

– Ahora no puedo leerlo: déjalo en la mesa.

Alicia se dirigió a la puerta. La abrió sin hacer ruido y salió de la estancia. Antes de cerrar todavía me dijo: «Buenas noches.» Después me metí en la cama e intenté dormir.

De pronto me acordé del papel. Tenía curiosidad por ver lo que había escrito. Me levanté de la cama. La letra de Alicia era desigual y denunciaba la alteración de su pulso. Leí su contenido: Me quito la vida por mi propia decisión. Que no se culpe a nadie de mi muerte. Luego venía la firma y la fecha.

Tuve un instante, un brevísimo instante de alarma. Luego, el blanco total. La imposibilidad de moverme. La incapacidad de reacción. Quise convencerme de que aquello era una trampa. Miré de nuevo el mar. Su calma lo borraba todo. Lo volvía todo inocuo.

El resplandor del día iba ya delatando el cielo y los árboles ya no tenían noche: verdeaban.

Lo cierto es que no intenté evitarlo. Volví a acostarme. Incluso dormí.

Me despertaron unas voces angustiosas que venían de abajo. Hablaban alto, parecían pelearse. Luego golpearon mi puerta. Era igual que la tormenta de la tarde anterior, sólo que sin rayos: con sol. Un sol estallante que hería la retina.

Todavía embrutecido por el sueño, fui distinguiendo los rostros que irrumpían en mi cuarto. Eran caras pálidas, estupefactas, cuerpos asustados que parecían huir de una catástrofe irremediable.

Vi a Victoria, envuelta en la bata que yo mismo le había quitado hacía unas horas; vi al guarda con la guerrera entreabierta y el rifle colgando de su hombro, apuntando al suelo; vi al colono con la camisa manchada, y a la cocinera ocultando las manos bajo el delantal.

No pregunté. No me decían nada, pero yo no pregunté.

El guarda fue el primero en hablar:

– Rápido, señor: ha ocurrido una desgracia.

Salté de la cama a toda prisa. No miré el papel que Alicia había dejado sobre la mesa. No quise mirarlo.

Me arrastraban todos hacia el torreón, hacia la colina, hacia el lugar del siniestro. Por el camino iban explicándome a retazos lo que había ocurrido. Se había lanzado desde lo alto de la torre. Había caído de espaldas. El perro del guarda aulló…

No tardé en verla. Yacía en tierra: la melena esparcida, los ojos abiertos, sin fluido, apuntando a un cielo que absorbía su color, la mueca de sus labios acentuada por un hilillo de sangre coagulada, que prolongaba la comisura. Dolores, arrodillada a su lado, le acariciaba la melena y sollozaba bajito.

Un sol impúdico y rutilante caía de lleno sobre su cuerpo inmóvil.