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En realidad, empecé a matar a Alicia cuando se percató de que yo no la necesitaba. Lo demás quedó en sistema, en trámite, en procedimiento más o menos vulgar.
Pero el abogado sigue pensando que soy inocente:
– Si al menos me explicara detalladamente lo que ocurrió…
– Aunque quisiera hacerlo, no podría. Es demasiado complicado.
No mentía: la memoria inmediata estaba atascada. Ni siquiera podía recordar cuánto tiempo había transcurrido desde que me habían detenido como presunto autor de la muerte de mi esposa. Cuando se traspasa la barrera de un cataclismo, el tiempo y el espacio carecen de valor.
Sólo he podido recordar con exactitud el cuerpo tendido, el estupor de Victoria, las insistencias de Paco, la aglomeración de rostros, los empujones, las increpaciones de la masa…
– Nunca en la vida me he encontrado con un caso como el suyo. ¿Por qué ese empeño en parecer culpable?
Servando Fuentevella disimula mal su nerviosismo. Ha esgrimido un argumento tajante:
– Tengo coartadas que prueban su inocencia.
Era lo último que pensaba oír. La vida es así de arbitraria. Coartadas, documentos, pruebas… Todo se reducía a eso. La conciencia no cuenta. Lo importante no son los hechos, sino las pruebas de los hechos. Las inducciones, las insinuaciones y el silencio no son pruebas lo bastante sólidas para convencer a un letrado cabezota como Servando Fuentevella.
En cambio, las coartadas sí.
– ¿Cuántos días llevo en la cárcel? -le he preguntado.
– Tres.
– ¿Por qué no he sido incomunicado?
– El juez no lo ha considerado oportuno.
– Me niego a recibir más visitas -le he dicho.
– ¿Ni siquiera a su hija?
– Ésa menos que nadie.
Conocía el empeño de mi suegra en que yo la viera:
– Dígale a doña Alicia que le prohíbo terminantemente que me traiga a Carlota. La cárcel no es lugar apropiado para ella.
Bastante había sufrido cuando le comunicaron que su madre había muerto. Era un sufrimiento injusto, desmadejado, impropio de su edad: «¿Por qué? ¿Por qué?» y me miraba con los ojos llenos de lágrimas: su dolor abrasándole las mejillas: «Yo no quería que muriese…» También ella debía de considerarse un poco culpable de la muerte de Alicia. «Que se lleven a la pequeña, que no suba al torreón…»
El cuerpo de mi mujer debía permanecer allí hasta que el juez llegase. Había que levantar acta, estudiar los pormenores… Fue preciso que el sol diera en sus ojos durante más de una hora, fue preciso que las moscas revoloteasen inquietas en torno a su rostro, y que los cuervos, hambrientos, batieran el aire con sus enormes alas, ahuyentando gaviotas y jilgueros…
Dolores continuaba acariciando su cabello como si únicamente durmiese. Había comentarios: «Estaba enferma, llevaba mucho tiempo trastornada.» Y el guarda repetía: «Me pareció ver una sombra que subía por el monte, pero imaginé que era un perro…» Todo antes que confesar que no podía haber visto a Alicia escalando la colina, porque, como tenía por costumbre, en cuanto yo había entrado en la casa se había echado a dormir.
La finca se llenó de curiosos: gentes «abnegadas» que se ofrecían «al señor Hondero» para lo que hiciera falta. En realidad, querían «ver» el cadáver, querían satisfacer su morbosa curiosidad a costa de altruismos falsos.
Recuerdo que Victoria, con el rostro hinchado y la mente nublada, pedía aspirinas. «El disgusto me estalla en la cabeza», repetía. Se negaba a reconocer que la cabeza le dolía por culpa de la resaca.
La guardia civil formaba un cerco en torno a la colina: «Nadie puede subir hasta que se apersone el juez…» Al fin llegó el juez con el forense: «Habrá que hacerle la autopsia», decían.
Miraban el torreón: «Alto, muy alto…» Las piedras nuevas se unían con las antiguas por el moho y el desgaste: «¿Cómo se le ocurriría venir hasta aquí para matarse…?» Había que explicar las razones: «Arriba tenía su estudio: Alicia pintaba…» El juez miraba las piedras como si en ellas fuera posible encontrar la clave de la tragedia.
Envuelta en una sábana, la trasladamos a la casa. Dolores preparó la cama: «Ni siquiera se había acostado», comentó tragándose un sollozo.
Pedí un whisky. Necesitaba beber aunque la resaca de la noche anterior estuviera atormentándome. Lo necesitaba para soportar aquello.
De repente surgieron los recuerdos: «Alicia siente una gran predilección por ti, Victoria…» Y la mención de aquel test, que jamás se realizó: «Un largo y lamentable test.» Los ojos de Victoria abriéndose golosos: «No te preocupes, Carlos: haré cuanto pueda por tu mujer.» Así había empezado la complicidad de Victoria: acusando a Alicia de algo que no era cierto.
Luego el papel…
– ¿Sabía usted que había dejado un papel en la mesa de su cuarto?
El aturdimiento me permitía mentir sin demasiado esfuerzo:
– Debió de dejarlo cuando entró a darme las buenas noches…
– Pero usted, naturalmente, no lo leería…
– Es la primera vez que lo veo.
A pesar de todo, el juez me miraba con recelo. Reaccioné a tiempo:
– Por descontado. Si lo hubiera visto, Alicia no estaría muerta -dije gravemente.
Y sostuve la mirada con firmeza, como si la sombra de aquella posible duda fuera un insulto para mí.
– Por supuesto, comprendo…
El cuarto de Alicia se llenó de gente: rostros extraños que me compadecían, que se empeñaban en consolarme: «Un golpe duro, muy duro…» Y yo asentía, mirando de soslayo el cuerpo de la muerta: la habían colocado sobre una colcha bordada; su melena cuidadosamente peinada por Dolores, el hilillo de sangre lavado, sus mejillas amarillas, cuarteadas ya por algún morado. «Es mi única hija», había dicho don Alberto al presentarla al personal… «Se llama Alicia…» Y Alicia había saludado doblando la rodilla, porque en aquella época las niñas de casa bien saludaban así: «Buenos días, señor.» Pero entonces yo era aún inocente. Entonces yo no sabía que aquella niña era la cabeza del Bautista. Por eso el tío Rodolfo me había dicho entusiasmado: «Pídeme lo que quieras, Carlitos.»
Lo peor fue afrontar la llegada de mi suegra. Bajó del coche acompañada de Juan Villoria: el rostro congestionado de tanto llorar, las piernas, endebles ya, caminando inseguras y apresuradas por la arena del jardín. «Ésa es la madre», susurraba la gente. Se echó en mis brazos sollozando, imposibilitada para toda palabra.
Yo mismo la llevé al cuarto de Alicia. Se quedó allí, abrazada a su hija, regando con sus lágrimas aquellos ojos secos.
Un cosquilleo invadía los míos: no sé aún por qué lloré. Tal vez porque comprendía que a partir de aquel momento algo en mi iba a morir para siempre.
El doctor Cordal llegó a Can Pou aquella misma tarde. Habló con el juez. Desarrolló una larga teoría sobre el proceso «lógico» del desequilibrio de Alicia. Sacó a relucir una serie de datos y nombres técnicos relacionados con el caso. El forense asentía. «El doctor Cordal tiene razón…» Luego vinieron las preguntas de rigor. De nuevo el maldito papel: «¡Gran Dios! ¡Ojalá lo hubiera leído a tiempo!»
– Cuando entró en su cuarto, ¿no advirtió usted en ella algo extraño?
– Estaba tranquila, demasiado tranquila… Ahora caigo en aquella tranquilidad, era sospechosa… Me dio las buenas noches y cerró la puerta.
– ¿Discutieron ustedes? Perdone, señor Hondero, pero no tengo más remedio que hacerle esa pregunta.
– Anoche, no. Por la tarde sí. Ya le habrán dicho que mi mujer llevaba un infierno dentro. Por la tarde estuvo a punto de estrangularme.
Había testigos: Dolores, la niña. Y el doctor Cordal insistía: «Era mi paciente y puedo garantizar que vivía en un perpetuo desequilibrio: el trauma del parto suele causar repercusiones síquicas en algunas mujeres. Se empieza por una gran melancolía, a veces reforzada por manías religiosas (ya sabe usted: misticismo exasperado) luego viene la fase del estupor, y, al fin, la violencia.»
Preguntaron a Victoria:
– Últimamente se había desquiciado. Me llamó a altas horas de la noche para que viniera a esta casa. Decía que se encontraba sola…
– ¿Dónde estaba usted, señor Hondero?
– Tenía una cita en Cala Rosa: asuntos Salcedo… Negocios.
Victoria continuó:
– Luego…
No arrancaba a explicarse. El juez insistía: «¿Luego qué?»
– Me hizo proposiciones raras: ya sabe usted, señor juez…
El juez no sabía. Fue preciso detallarle la situación: «Todo el mundo le podrá decir que la pobre Alicia era una perturbada…»
Y yo permití que el juez se tragara aquello. Es decir: dejé que Alicia muriese otra vez.
Después abordaron a su madre:
– Llevaba mucho tiempo ensimismada. No se confiaba a nadie. Ni siquiera al médico, ni siquiera a mí, que soy su madre…
El dolor no la dejaba expresarse: quería justificarla, pero la estaba inculpando.
El papel bastaba para realzar la inocencia de todos. El papel era un testimonio inapreciable.
Comenzaron a llover pésames, justificaciones, arrepentimientos: «Debimos internarla cuando estábamos a tiempo…»
– La pobre arrastraba una melancolía crónica.
Fue preciso luchar para que la enterrasen en un cementerio católico. Había que hacer hincapié en la locura de Alicia: firmar documentos, buscar influencias eclesiásticas, agarrarse a su irreprochable conducta, a sus «sólidas» tendencias religiosas… El párroco del pueblo se mostró bien dispuesto: «Dios no habrá tomado en cuenta su acto. La señora Hondero no estaba en sus cabales. Todos sabemos que era una enferma…»
Había que evitar vericuetos complicados y poco edificantes. Había que perderse en verdades abstractas, apañadas con oratorias convincentes. Y Alicia fue enterrada en el cementerio católico.
La verdadera comedia empezó cuando Victoria y yo nos encontramos a solas:
– Estoy consternada -me dijo-. Jamás hubiera creído que Alicia fuese capaz de una insensatez semejante: al fin y al cabo, nuestra conversación no fue tan terrible. Las dos estábamos sopladas.
Desvié la cuestión. Pregunté si había avisado a su marido.
– Paco me llamó esta mañana desde Cala Rosa. No creo que tarde en llegar.
Y de nuevo volvió a la carga:
– Tal vez no debí contarte lo que hubo entre nosotras antes de que tú regresaras. Tal vez debí callar lo que Alicia me propuso…
Ni siquiera después de saberla muerta era capaz de apearse. Continuaba acusándola como si jamás hubiera mentido. Estuve a punto de desenmascararla: Victoria ya no me hacía falta. Ya no podría servirme en aquel maldito proyecto de separación.
Probablemente, la muy incauta suponía que, al decirme aquello, yo la estaba creyendo. Probablemente no sospechaba siquiera que la mentira urdida por ella, para defenderse de las acusaciones de Alicia, no había sido realmente asimilada por mí.
Opté por callar. Lo contrario hubiera sido casi lo mismo que declararme culpable. Y Alicia fue asesinada por tercera vez.
Lo verdaderamente difícil fue afrontar a Carlota. Le habían dicho que su madre había sufrido un accidente: «Subió a la torre y, al asomarse al balcón, tuvo un mareo.» Pero Carlota no se contentaba con aquello: quería saber algo más. «¿Por qué? ¿Por qué subió a la torre, papá?» Y se aferraba a mi cuello, llorando, sin darse cuenta de que aquellas lágrimas suyas iban adentrándose en mi sangre como un veneno que me fuera debilitando.
– Ya nunca podré pedirle perdón por haberla llamado mala.
– No llores, hija mía: mamá te perdona. En estos momentos te está escuchando.
– Pero no contesta.
– Algún día te contestará.
No sabía cómo consolarla.
– Mamá está en el cielo, ¿sabes, hija? Mamá no te abandona…
Pero las manos de Carlota seguían aferrándose a mi cuello, desesperadas. No se contentaba con aquel lejano cuidado de la madre; quería el mío, mi protección.
– No me dejes, papá.
– Nunca te abandonaré, hija.
– ¿Me lo prometes, papá? No quiero quedarme sola nunca, nunca.
Y yo se lo prometí: la garganta seca, el cuello tenso y dolorido por la presión de sus brazos.
Fueron días angustiosos, desusados y saturados de niebla. Can Pou se llenó de amigos: caras familiares y extraños a la vez que hasta aquel momento jamás se habían mostrado compungidas.
Eran personas de «otros momentos», gentes que siempre habían definido su amistad gastando bromas o comentando vaciedades. De pronto sus facciones adquirían rictus distintos: gestos amargos que lo volvían todo insólito y patético. Y yo debía seguirles la corriente porque, a pesar del sol, todo en Can Pou era niebla, desconcierto y sordidez. La verdad no contaba. Nadie parecía interesarse por la verdad. La servidumbre social exigía que la verdad permaneciese oculta y amordazada.
Vino Paco: me abrazó presuroso, delante de todos. Dio palmadas en mi espalda, me dijo: «Horrible, chico: nunca imaginé que acabaría así.»
Y yo:
– Ya lo ves: la vida… Ayer todavía estaba aquí, contemplaba ese paisaje: el mar, los árboles…
Y Paco asentía, achicando la ceja porque en cuanto la sensiblería mediaba entre nosotros, el tic de la ceja se hacía inevitable.
«Ayer.» ¡Qué lejos estaba ya el ayer! Era un cúmulo de recuerdos sin retorno, una sinfonía de errores que lentamente iban asentándose en la húmeda frialdad de la masía, en los objetos que Alicia había dejado, en los cuadros que yacían amontonados en su estudio (un estudio que ya no olía a trementina porque Alicia había dejado de pintar hacía mucho tiempo), en el cielo que ella contemplaba cuando Carlota y yo subíamos a la colina: «Va a llover.»
A pesar de todo, la casa, sin Alicia, estaba vacía. Había huecos suyos en todas partes. Huecos llenos de su tristeza, de su propio vacío, de aquella necesidad de ser necesitada que nadie había recogido cuando aún vivía. Huecos llenos de su incomunicación. Huecos que reclamaban y exigían con mayor insistencia que antes.
Lo peor de aquel «ayer» era hablar en pasado: saber que el presente no podía afectarla: «Qué pronto se vuelve todo pasado para los que mueren», dijo doña Alicia. Y yo la miré como si aquella frase no la perteneciera, como si, en realidad, la estuviera robando de mi propia mente.
– Esta finca ya no será la misma -continuó diciendo mi suegra.
Y Paco asentía. Enseguida pidió un alkaseltzer: «El disgusto me ha revuelto el estómago…» Juan Villoria se apresuró a complacerlo. Juan era servicial y su eficacia iba convirtiéndose en la envidia de mis amigos:
– Quién tuviera un «juan» como el tuyo.
Paco tragó su alkaseltzer con avidez. Luego me dijo por lo bajo:
– Espero que a tu suegra no se le ocurra lanzarnos una poesía sobre la soledad de los muertos y el «pasado de los que mueren…»
Y enseguida eructó su primera burbuja estomacal.
Dos días después del entierro, regresé a Barcelona. Había un sinfín de asuntos pendientes que debía resolver. Mi suegra se quedó en Can Pou con la niña.
– Vete tranquilo, hijo: yo cuidaré de Carlota.
Mi hija lloraba, no podía soportar que me fuera: «Me prometiste que no me dejarías…» Tuve que explicarle que la muerte de su madre había causado alteraciones insospechadas que no debía descuidar. Carlota insistía: «Pero tenías vacaciones…» Mi suegra la censuraba por aquella insistencia: «Bastante sufre tu padre… No se lo hagas todo más difícil.»
Se había vestido de negro y, al decirme adiós desde el atrio, el sol verdeaba su luto, no sé si a causa de la arboleda o al tinte apresurado de la tela:
– Volveré pronto -prometí.
La canícula se cernía implacable sobre Barcelona. Recuerdo que, al entrar en la ciudad, el pavimento asfaltado parecía oscilar inmerso en dunas de vapor.
Llegué hasta el paseo de Colón. Detuve el coche en la esquina de una calle discreta. Luego anduve hasta la casa de Serena. Llegué a su rellano. Metí la llave en la cerradura.
Serena estaba en el vestíbulo: erguida, sus brazos caídos, el rostro moreno; los ojos abiertos, verdes, rasgados, brillantes. Nos miramos unos instantes en silencio: su olor a Arpège, entre ambos. No hablamos: nos abrazamos.
A través del balcón abierto, se escuchaba una radio vecina. La voz del locutor hablaba de Caryl Chessman: se hacían conjeturas sobre su inocencia. Decía que si lo ejecutaban iba a cometerse una injusticia. Serena lloraba:
– Pensaba que nunca ibas a venir.
La radio insistía: «Chessman asegura que es inocente.»
– También yo lo he asegurado -dije.
Serena cogió mi cara con sus dos manos:
– Tú lo eres -exclamó.
Negué con la cabeza. Pero sus ojos insistían. «Lo eres, lo eres…»
Me desasí de ella. Me acomodé junto al ventanal. El mar era un retazo de cielo volcado a la tierra; un cielo líquido que centelleaba con guiños demasiado alegres para que no dañaran.
– A ti no puedo mentirte, Serena. Sería como mentirme a mí mismo.
Me llevé la mano a la frente. Contemplaba los dibujos de la alfombra, la sombra que los barrotes del balcón proyectaba sobre ella…
Al final le confesé:
– Yo pude evitar la muerte de Alicia, pero no lo hice.
Serena se sentó en mis rodillas. Escondió su cara en mi cuello. Su voz era un susurro:
– ¿Por qué no lo evitaste?
– No lo sé: eso es lo peor. Tal vez porque imaginé que Alicia me tendía una trampa. O quizá porque era la única ocasión que tenía de eliminarla. Sea por lo que fuere, no soy inocente.
Volvió a besarme, frenética, crispada: «Lo eres, lo eres», repetía casi gritando.
Y yo quise convencerme de que lo era. Por eso, cuando recibí la carta de Lolita, me sentí, en cierto modo, vindicado:
Quisiera estar a tu lado, Carlos, para ayudarte a soportarte a ti mismo. Sé lo mucho que debes de estar sufriendo. Te conozco lo bastante para saber que, a estas horas, te habrás fabricado un mundo de reproches vagos que sólo conseguirán torturarte. Los suicidios siempre dejan en los vivos un amargo regusto de culpabilidad. No permitas que la muerte de Alicia te hunda. Por mucho que la conciencia se empeñe en atormentarte con lucubraciones absurdas, no olvides que los suicidas son también homicidas: casi siempre se quitan la vida para matar a su modo a los que continúan viviendo…
Aquel mismo día contesté a Lolita: Gracias, querida amiga: Tu carta ha sido un remanso para mí. ¡Qué bien has captado mi estado de ánimo! Efectivamente la muerte de Alicia ha sido un golpe duro, muy duro… Más de lo que puedes suponer…
Y me convencí de que, efectivamente, Alicia, al quitarse la vida, había atentado descaradamente contra la mía.
Cuando llegué al Banco, me miraron todos como si contemplaran a un héroe recién llegado de la guerra. «Don Carlos: tómese un respiro.» Querían descargar mis problemas, ser útiles, sustituirme en los asuntos enojosos: «No debería volver por aquí hasta que se haya repuesto del todo.» Yo les agradecía sus propuestas: «Pero el trabajo me distrae, me quita preocupaciones…»
Regresé en el coche a Can Pou cuando hube puesto al día los asuntos de la herencia. Serena, para cubrir apariencias, aquella vez no viajó conmigo. Se fue en el tren y, al llegar al pueblo, alquiló un taxi para dirigirse a la urbanización donde vivían los Moraldo.
Carlota me recibió con cierto rencor en las pupilas:
– Has tardado mucho, papá.
Por unos instantes tuve la impresión de que Alicia había reencarnado en ella: «Has estado con Serena, ¿verdad, Carlos?»
– Los asuntos Salcedo son sagrados, hija mía.
Doña Alicia abogó en mi favor:
– No se puede ser tan exigente, Carlota. Tu padre es un hombre muy ocupado, un hombre trabajador… Todo lo hace por ti.
Aquel día lo pasé entero con ella. Hasta que la dejé en la cama, no me trasladé al bungalow de Paco. Serena estaba allí: sonriente, ansiosa de saber qué había ocurrido. Le dije que todo en la finca continuaba igual.
Nunca como aquel día Serena se había mostrado tan sumisa ni tan avergonzada de sus ramalazos de ira: «Fui absurda, Carlos: me porté como una niña estúpida.» Se lamentaba de su ida a Perpignan: «Una cabezonada idiota. Una frivolidad provocada por mis celos.»
De aquellos días recuerdo, sobre todo, el empeño de Serena en amoldarse a todas mis decisiones. «De ahora en adelante, jamás te ocasionaré problemas, ya lo verás, Carlos», el regusto ácido de un remordimiento que lentamente iba perdiendo virulencia y los ojos ansiosos de cariño de mi hija Carlota. Lo demás (aquellos detalles que más tarde adquirieron un volumen insospechado) apenas alcanza relieve: las miradas entre furtivas y directas de un Paco «distinto» cuando, por las noches, nos quedábamos los cuatro frente al televisor de su casa, o jugando al bridge: los ademanes cada vez más nerviosos y bruscos de Victoria al barajar los naipes; sus indirectas agresivas a los comentarios de Serena…
Poco a poco, nuestros encuentros fueron afianzándose. Como Alicia ya no podía interferirse en nuestras vidas, nada impedía que los Moraldo se llegaran a la playa de Can Pou acompañados de Serena. Mi suegra los recibía siempre risueña: «Habéis caído del cielo, hijos míos -decía-. Sois una bendición de Dios… Desde que ocurrió la desgracia, Carlos y yo nos hemos quedado tan solos…»
Y se tragaba aquellas lágrimas rebeldes que parecían nacerle en la garganta.
– Nunca olvidaremos vuestra amabilidad, vuestra compañía…
Decía «Carlos y yo» como si formáramos un clan, como si «ellos» fueran miembros de otros clanes y otros ambientes. La pobre mujer vivía de utopías así: optimismos absurdos que la ayudaban a soportar las derrotas de su vida. Se había acostumbrado a las tragedias y cualquier muestra de afecto le parecía un regalo.
Incapaz de dañar a nadie, creía a pies juntillas que nadie, a su vez, podía causarle daño a ella. Para doña Alicia, las desgracias de su vida habían sido «males inevitables» pero nunca intencionados. Todo el mundo era bueno, noble y abnegado, y si alguna vez alguien intentaba abstraerla de aquella ingenua concepción de la vida, inmediatamente reaccionaba: «Mentiras, envidias: nada más que envidias.»
Después cambiaba de conversación.
Fue aquella faceta optimista e ilusa lo que, en realidad, la había distanciado tanto de su hija. Alicia jamás pudo acostumbrarse a la insustancialidad de su madre. No comprendía cómo una mujer tan azotada por la adversidad podía vivir sin acusar la huella: «Arrastra su dolor como si arrastrase una maleta pesada sin querer averiguar lo que hay dentro de ella», decía Alicia cuando se refería a la resignación de su madre.
– Ahora sólo me quedan mi nieta y mi hijo -seguía explicando doña Alicia señalándonos a Carlota y a mí-. Dos tesoros que por nada del mundo quisiera perder… Espero que Dios se apiade de mí y me lleve antes de perderlos.
Le emocionaba mucho saber que Victoria había estado con su hija poco antes de morir: «Pensar que tú fuiste de las pocas personas que la vieron…»
Y al decir aquello, cogía la mano de Victoria, como si el contacto de aquella mano pudiera devolverle un poco a la hija.
– Nunca podré olvidarlo, nunca…
A veces, cuando Victoria se ponía a tiro, se volvía confidencial:
– Entre tú y yo: sabrás ya que mi hija me rehuía. Sobre todo últimamente…
Y le repetía mil veces las conversaciones íntimas que en algún momento dado habían mantenido ella y Alicia: «La pobre se encerraba en sí misma: "Déjame en paz, mamá… No tengo nada que contarte…"»
Y los Moraldo, a medida que el tiempo pasaba, se iban afianzando más y más en el beneplácito de mi suegra. Pronto las mañanas playeras se extendieron al día entero. Los invitaba a almorzar, recorría la finca con ellos, los llevaba a la huerta: «Fijaos en esos tomates: parecen granadas.» Y daba órdenes al colono para que los «queridos amigos Moraldo» se llevaran un cesto lleno. En cuanto regresábamos a la masía, le decía a Juan Villoria que sirviera whisky. Había descubierto que a Victoria le gustaba beber y se hacía comprar para ella el mejor whisky que había en el pueblo.
Pero los progresos amistosos tuvieron su culminación en Serena. Fue un proceso lento, incisivo y tremendamente eficaz.
Empezó por la niña. Carlota encontraba en Serena la «persona mayor» dispuesta a complacerla en todo: «Quiero bañarme contigo Serena.»
Y Serena la cogía en los brazos, la metía en el agua, jugaba con ella: «Vamos a sorprender a papá», decía mientras me salpicaban aposta. Yo me hacia el sorprendido, el atacado. Y Carlota reía…
El mundo se llenaba de luz cuando Carlota reía: «A la canoa…» Doña Alicia era feliz cuando observaba la alegría de su nieta: «Hay que evitar a toda costa que le ocurra lo que a su madre…»
Fueron quince días completos. Carlota ya no concebía la vida sin Serena. «¿Vendrá hoy, papaíto?» Nunca faltaba. Y doña Alicia repetía: «Esa señora es un ángel… Me refiero a la viuda de Fuentes…»
Hacia principios de septiembre, el padre Celestino fue a visitarme al Banco. No lo esperaba. A decir verdad, me había olvidado de él. Llevaba mucho tiempo sin tener noticias suyas. Lo hice pasar a mi despacho. Entró con paso todavía ligero, su sotana de nuevo reluciente y la mano tendida: «¡Dios mío, cuántas cosas…!»
– Me hubiera gustado verte antes -dijo-, pero no ha sido posible. He estado fuera de España…
Al parecer se había enterado hacía poco de la muerte de Alicia.
Lo hice sentar en el butacón frente al mío: «Me enteré tarde, una desgracia… Una verdadera lástima.» Con los años la voz se le estaba volviendo más aguda y menos convincente. Pero su mirada continuaba siendo penetrante como en los tiempos en que me llamaba a sus habitaciones para «dialogar».
– No quisiera robar tu tiempo, Carlos: debes de andar muy ocupado -y miraba en torno como si el lujo de mi despacho le estorbara-. Únicamente quería darte el pésame y decirte que he rogado mucho por ella.
– Ya sabrá usted que Alicia se quitó la vida.
El padre Celestino respiró hondo y asintió con la cabeza:
– Lo sé -dijo fríamente-. Confiemos en la misericordia de Dios. Alicia era profundamente religiosa.
Recordé la conversación que habíamos mantenido el día que Carlota fue bautizada. «Ahora me sacará a relucir lo del contagio.» Pero el padre Celestino tenía demasiadas horas de vuelo para provocar impertinencias que nos hubieran alejado definitivamente.
– No merecía esa muerte -terminó diciendo.
– Alicia era una enferma -dije-. Supongo que ya sabía usted eso.
– ¿Enferma de qué?
– Tenía obsesiones.
– ¿Fundadas?
– Veía fantasmas donde no los había.
El padre Celestino cruzó las manos sobre su regazo y habló como si se dirigiera a ellas:
– De cualquier forma, siempre hay algo de verdad en lo que nos obsesiona. También Job era un obsesivo… Y ya ves: estaba cargado de razón.
Opté por afrontar directamente sus diatribas:
– No irá usted a decirme que Alicia era una especie de Job.
– En la vida hay muchas clases de Job, Carlos; y de Herodes y de Caín… Únicamente cambian los sistemas, los procedimientos.
Se detuvo de pronto. Me miró, asustado. Mudó enseguida de conversación. Preguntó por mi hija.
– Carlota se está haciendo mayor: va a cumplir cinco años.
– ¿Cómo aceptó lo de su madre?
– Los niños olvidan enseguida.
El padre Celestino frunció los labios.
– No estés tan seguro de eso, Carlos: tendrás que vigilar estrechamente a tu hija. A su edad se experimenta una especie de pudor que impide demostrar el dolor que se siente. Es como si sufrir fuera un espectáculo feo al que hubiera que rehuir. Pero, por dentro, se vive un infierno.
– Haré cuanto esté en mi mano para evitar que sufra. Aunque le parezca extraño, yo quiero a mi hija.
El padre Celestino movió la cabeza asintiendo:
– De todos modos, no basta querer a una persona para cumplir como es debido con ella… para evitar que se hunda. Acuérdate de tu mujer: si no me equivoco, también la querías…
Encendí un cigarrillo: necesitaba humo para esconder mi cara:
– …y a pesar de todo, llegó a suicidarse.
Después vino un silencio incómodo. Sonó el teléfono de mi mesa: era la consigna que yo le había dado a la secretaria para interrumpir nuestra conversación: «De acuerdo: ahora mismo lo recibo.»
– ¿Te reclaman?
Asentí. Se levantó. Me tendió la mano sonriendo:
– Si quieres algo de mí, ya sabes donde me tienes.
– Se lo agradezco.
Lo acompañé hasta la puerta.
A los dos meses de aquella entrevista, ejecutaron a Caryl Chessman. Hasta el último instante de su vida, estuvo manteniendo la tesis de su inocencia.
– Es horrible -comentaba Serena- pensar que han podido ejecutarlo por un crimen que no ha cometido…
Se le acusaba de ser el «asesino de la luz roja». Eso era cuanto la ley podía imputarle. Los restantes crímenes no contaban porque ninguno podía probarse con exactitud.
La ley era astuta: terriblemente astuta. La ley se hacía la dormida cuando las pruebas no eran rotundas. Dejaba que la vida se encargara del zarpazo. En el fondo, la ley no se equivocaba: ni siquiera cuando decretaba una sentencia falsa.
– No me hubiera gustado estar en el pellejo de Caryl Chessman -dijo Serena.
Y yo, no sé por qué, pensé que tal vez le hubieran hecho un favor matándolo aunque no fuera el asesino de la luz roja.
La Navidad de aquel año resultó mucho más boyante que las anteriores. El auge turístico se percibía en todos los detalles. España iba enriqueciéndose poco a poco. El fluido eléctrico ya no era un problema: las calles se veían iluminadas y los escaparates empezaban a matizarse de estilos europeos. Era necesario ocuparse de los regalos de Carlota. Mi suegra no sabía por dónde empezar. «Podría ayudarme Serena…»
Y Serena la ayudaba; comenzaba a ser el brazo derecho de nuestra casa, la mujer indispensable en los asuntos domésticos. También mi hija iba aficionándose a ella: «¿Por qué no le dices a Serena que se venga a vivir con nosotros, papá?» Y yo me hacía el agobiado: «Vamos, Carlota… No seas insensata…»
– ¿Sabes lo que dice la abuela, papá? Que Serena te quiere mucho.
Un día doña Alicia me abordó sin rodeos:
– Deberías casarte otra vez, Carlos.
Me proponía aquello como si se tratara de una cura de aguas o un viaje «para olvidar»:
– Carlota necesita una madre y yo necesito una hija.
Se me helaba la sangre al oírla. No podía concebir que en el mundo hubiera seres tan poco egoístas como aquella mujer.
– Es demasiado pronto -dije.
Doña Alicia ignoraba lo que había entre nosotros. Me proponía aquello porque Serena era la mujer que veía todos los días, porque no conocía otra para sustituir a su hija. «¿Te has fijado en Serena, Carlos? Aunque no es rubia como Alicia, hay momentos en que se parece a ella…»
Victoria y Paco se desternillaban de risa cuando escuchaban aquel tipo de frases: «Una mujer deliciosa -decían-. Cualquier día te dedica una poesía, Serena…»
Sin embargo a veces, Victoria se rebelaba: «Le estáis haciendo un lavado de cerebro. No tardará mucho en suplicarte de rodillas que te cases con Carlos», le decía a Serena.
Y volviéndose a mí me increpó abiertamente:
– Si llega a ese extremo, todo habrá sido obra tuya.
– No irás a considerarme un Rasputín, Victoria.
– No -dijo-, te considero un Carlos Hondero. Es suficiente.
Y salió de la estancia sin más comentarios.
Fueron aquellas pequeñas cosas las que lentamente me iban poniendo en guardia contra Victoria. Pero entonces no llegaba a captar íntegramente lo que se escondía en el fondo de aquella mujer.
Intenté sondear a Serena. «Una mujer extraña…» Serena la defendía:
– A veces pienso que eres la gran estafa amistosa, Carlos. ¿Qué te ha hecho Victoria para que estés continuamente lanzándole pullas? Seguro que la hermana de Paco habrá influido en ti…
– Hace un siglo que no la veo.
– Pero te carteas con ella.
– Es muy difícil influir por carta.
Serena y yo nos casamos aquella primavera: faltaban unos meses para que se cumpliera el aniversario de la muerte de Alicia. Fue una boda secreta, sin boato y sin pastel de boda. Firmaron como testigos Paco y Juan Villoria.
Mi suegra se empeñó en asistir a la ceremonia: tenía la presunción de que aquella boda había sido un «arreglo suyo». Entró en la iglesia dando la mano a su nieta. Las dos iban radiantes, convencidas de que su presencia era imprescindible para que yo accediera a casarme.
Recuerdo que, al salir de la iglesia, fuimos todos al aeropuerto. Pregunté por Victoria; me extrañaba no verla allí. «Ha tenido un ataque de hígado», me dijo Paco. Los ataques de hígado, en Victoria, eran siempre resultados de una borrachera.
Fue una despedida cordial. Mi suegra parecía contenta: «Cuídala mucho», le encomendé a Paco. Y doña Alicia, al oír aquello, se esponjaba.
Carlota se pegaba a mi cuello:
– Vuelve pronto, papá.
Subimos al avión que debía conducirnos a Niza: los dejamos allí a los tres, agitando pañuelos.
Queríamos rehacer nuestro primer viaje juntos: aquel que se había camuflado tras un campeonato de golf.
Faltaban Paco y Gladys Goulden. Lo demás era todo igual. De nuevo el Paseo de los Ingleses. Y el sol, y los barcos… «¿Recuerdas, Serena? ¿Recuerdas la risa de Gladys cuando la llamaban madame Moraldo?»
– ¿Dónde andará Gladys Goulden?
Se había marchado a América hacía ya dos años y nadie se acordaba de ella.
– Quién sabe…
Gladys era ya una página leída en la historia de nuestras vidas, un personaje olvidado que probablemente nunca íbamos a recobrar.
– Sería magnífico volver a aquellos días -dijo Serena.
No se percataba de que «aquellos días» eran sólo crispaciones anhelosas abocadas a conseguir lo que ya tenía.
– ¿Por qué añorar lo conseguido? -pregunté.
– Tal vez lo que esté echando de menos sea el afán de conseguirlo.
El amor debía de ser eso: adorar las pequeñas cosas que nos arrastraban al amor; algo más sutil que el amor mismo.
El caso es que a mí me ocurría algo parecido. En realidad, no podía quejarme. Tenía lo que tanto había anhelado. Me había casado con Serena sin perder la fortuna de Alicia. Por si fuera poco, tenía a Carlota, prestigio, cargos importantes, responsabilidades de resonancia pública. Era lo que se llamaba un prócer; un V.I.P. en potencia. Además había adquirido la suficiente experiencia para no sentirme cohibido ante ninguna situación difícil: sabía desenvolverme con holgura, conocía exactamente lo que en cada momento debía hacer o no hacer. ¿Qué era lo que estaba fallando?
– Finjamos ser una pareja clandestina.
Serena rompió a reír:
– Imposible -dijo-. Somos ya una pareja respetable.
– Entonces habrá que ir pensando en dejar de serlo.
Nos encontrábamos en la terraza del Negresco y en torno a nosotros había un grupo de gente joven que reía y voceaba. Sorprendí a Serena mirándolos con envidia.
– Se divierten -dijo. Y se volvió hacia mí:
– ¿Qué nos falta, Carlos?
– Tal vez juventud.
– No: no es exactamente eso…
Yo sabía muy bien lo que nos faltaba: la costumbre de sabernos en falso, la inquietud de unas aspiraciones que ya eran realidades, la imposibilidad de anhelar un equilibrio porque nos habíamos adentrado de lleno en él. Estábamos saturándonos de sosiego: por eso nos aburríamos.
Fue un descubrimiento doloroso: algo parecido a una amputación.
– ¿Recuerdas cuando Paco se tragó un hueso de aceituna?
La broma del hueso había durado dos días. Y Paco había fingido un cólico que ninguno de los cuatro había tomado en serio.
– Gladys decía que también ella tenía un hueso clavado en la garganta. ¿Te acuerdas? Un hueso que se llamaba Paco…
Sonreíamos al recordar. Nuestros vecinos, en cambio, sonreían para crear recuerdos. Ésa era la diferencia.
El camarero se llegó hasta nosotros con aire severo. No parecía el mismo hombre que servía a los de la mesa de al lado.
– Nos ha tomado por una pareja caduca -comentó Serena.
– En realidad, lo somos.
Serena contempló su vaso:
– ¿No te habrás cansado de mí, Carlos?
– ¿Cómo puedes decir eso?
– No lo sé, una idea repentina…
Todavía no era cansancio: era decepción. Comprender que Serena y yo no nos bastábamos para ser felices.
Alcé mi vaso:
– Por nuestra felicidad.
Una vez más nos empeñábamos en ser reyes del presente, como lo habíamos sido antes, cuando resultábamos inéditos el uno para el otro.
– Por nuestra felicidad -brindó ella.
Salimos de allí algo confortados. Cenamos en un lugar que no conocíamos. Pero tampoco los escenarios nuevos servían para crear emociones nuevas. También allí arrastrábamos esperanzas antiguas, las que ya no podían saciarse porque se habían saciado.
Hubo días en que nos quedamos mudos, frente a frente, observando las cosas que nos rodeaban como si únicamente en lo que no nos pertenecía, pudiéramos hallar la clave de nuestro bienestar.
Sólo al beber resucitábamos un poco. Pero la euforia duraba lo que el efecto del alcohol.
Cierta noche me desperté gritando. Serena me miraba asustada.
– ¿Qué te ocurre, Carlos?
– No lo sé: estaba soñando algo terrible.
Se acurrucó en mi pecho:
– El corazón te late deprisa, ¿recuerdas lo que soñabas?
Era imposible concretarlo. Se trataba de un siniestro inevitable:
– Algo que tenía que ver con un avión caído en picado…
Serena bromeó: «A lo mejor es un aviso para que volvamos en tren.» Serena era supersticiosa, como Victoria, como Paco, como el noventa por ciento de los ateos.
– Sería ridículo prestar atención a un sueño.
– Quizá, pero me has asustado. Nos queda un recurso, Carlos: duérmete otra vez, recupera el sueño. Acércate al lugar del siniestro, procura hacerte con la caja negra: conociendo las causas, será más fácil evitar el daño.
Pero había daños irreparables, daños que «debían producirse» aunque se supieran de antemano los motivos que iban a provocarlos. Yo aún no los conocía; sin embargo, ahora sé que estaban en mí de forma difusa. Empezaron a surgir en la infancia y continuaron vigentes hasta la madurez.
No pude dormir. Contemplé el rostro de Serena de nuevo traspuesto, a mi lado. Era como si aquel sueño la estuviera aislando de mí. «No habría que dormir nunca junto a la persona querida» Así, dormida, era imposible llegar hasta ella, penetrar en su vida; la que resultaba exclusivamente suya. Hubiera querido despertarla para preguntarle: «¿Qué estás escondiendo cuando duermes, Serena?» Me acordaba de Alicia: de todo lo que me había dicho antes de morir: «Tú nunca fuiste cruel, Carlos»; sin embargo, había sido mi crueldad lo que la había arrastrado a la muerte.
Salí al balcón. Abajo, un mundo de criaturas vivientes se agitaba en la vorágine del ir y venir callejero. Hasta mí llegaban retazos de frases inconexas, ruidos medio frustrados por la lejanía, silencios que se apagaban enseguida con sonidos inconcretos y sordos. Todo subía hacia mí en espiral, como un torbellino que fuera a arrollarme.
«Imposible conocer a nadie -pensé-. Imposible saber con exactitud cómo somos, cómo podemos reaccionar…»
– Cierra el balcón -dijo Serena-. Está entrando frío.
La obedecí. Volví a la cama. Miré al techo:
– ¿Crees que soy un hombre cruel, Serena?
– Pero ¿de qué estás hablando?
– De Alicia. Ella no creía que yo pudiera ser cruel…
– ¿No te parece que resulta poco oportuno nombrarla ahora? Déjala que duerma en paz. Alicia ya no existe.
– Ella me creía inocente.
– También yo.
– Sin embargo, no lo soy.
A lo lejos se oían las sirenas de los barcos y el motor ametrallante de un fuera bordo. Pensé que no había nada como el mar para evadirse. «Compraré un yate.» Sentía envidia de aquella lancha que se perdía en el horizonte.
– Decididamente, nadie conoce a nadie.
Pero Serena no me oía. Se había vuelto a dormir. Un sabor amargo invadía la concavidad de mi boca. La noche anterior había bebido demasiado: era estúpido pasar la vida así: bebiendo para sentirse vivo y morirse al día siguiente para volver a beber. Era estúpido crear personalidades sin saber cómo somos realmente y tener fe en los demás cuando nadie podía fiarse ni siquiera de sus propias reacciones.
Imaginé lo que, en adelante, iba a ser mi vida con Serena. Me vi a mí mismo junto a ella, bostezando ante el televisor, discutiendo pequeñeces, insertos de lleno en la horrible sociedad de consumo que estábamos inaugurando, sorteando pequeños problemas domésticos, defendiendo derechos arbitrarios, ideas sin importancia. Y comprendí que nada de aquello había sido previsto por mí antes de casarme por segunda vez.
Me levanté de la cama. Volví a salir al balcón.
De pronto vi a Serena apoyada en el quicio: tenía el sueño en las facciones y el ademán aletargado. Distraídamente se rascaba la cintura y al alzarse el camisón dejó al descubierto una celulitis incipiente en sus piernas.
– ¿Qué te ocurre, Carlos?
– No puedo dormir. El maldito sueño del avión siniestrado me ha dejado hecho polvo.
– Estás deseando regresar a Barcelona, ¿verdad?
– No exactamente.
Serena bostezó y dejó de rascarse la cintura.
La amanecida era lenta. Ya no había canoas rasgando el agua, ni barcos lejanos camino del horizonte. Había una paz mortuoria, como de cementerio, y aquel otro recuerdo de otro amanecer en que los árboles, todavía impregnados de noche, se inclinaban negros sobre las rocas de Can Pou.
– Bonito -dijo ella-. Igual que un cromo. ¡Todo tan detenido!
– Por favor, Serena… Esa comparación no es digna de ti.
– ¿Te parezco trivial?
– Manida. Todo el mundo dice esas cosas.
Pareció molestarse:
– Quiéraslo o no, todos formamos parte de ese «todo el mundo».
Sin embargo, hasta entonces yo siempre había imaginado que Serena era distinta.
– No -dije-. Tú no puedes ser «como todos.»
– ¿Por qué?
– Porque si fueras como los demás yo no me habría enamorado de ti.
– Un razonamiento muy alentador y, sobre todo, humilde.
– También yo soy distinto.
– Y por eso me he enamorado de ti, ¿verdad?
Hubo un silencio largo. Dijo luego:
– Ha sido un error venir a Niza. Nunca segundas partes fueron buenas. Me siento igual que una vieja recuperando una luna de miel acartonada para celebrar sus bodas de oro. Debimos elegir otro lugar para hacer este viaje.
Y yo pensé que era inútil: no era el sitio lo que fallaba.
– Haremos otro -le contesté.
Regresamos a Barcelona a los pocos días.
Aquel verano perdimos las colonias de Marruecos. Pero ganamos una enorme cantidad de turistas.
Para evitar que Carlota se quedara sola durante los meses de calor, habíamos decidido que Serena la acompañase a Can Pou. «Tendrás a los Moraldo cerca y no te sentirás tan aislada.» Serena no puso reparos. La perspectiva de tomar el sol y disfrutar a sus anchas de la finca la seducía.
Yo solía visitarlas los fines de semana. Unos fines de semana dilatados (no como los de antes, que empezaban el sábado al atardecer y terminaban el domingo después del baño).
Al llegar solía encontrarme la finca llena. Serena no se parecía a Alicia y, aunque yo estuviera ausente, recibía constantemente visitas de amigos comunes. No eran sólo los Moraldo los que invadían la playa. Para la mayoría de la gente que conocíamos, nuestra boda había sido un acierto. Nadie se atrevía a criticarla: «Por fin han podido regularizar su situación: ya era hora de que la pobre Serena ocupase el puesto que merecía…» Y se hacían lenguas alabando los años en que «por culpa de Alicia» había tenido que vivir sacrificada.
Aquel verano empezamos las obras de la masía. «Hay que remozarla, convertirla en un lugar agradable…» Había que borrar todo vestigio de Alicia, perder para siempre su huella. Carlota era la primera en aplaudir aquel cambio: «Serena va a decorar mi dormitorio…»
Carlota quería ya a mi mujer casi tanto como a mí. Yo mismo había contribuido a aquel afecto. También doña Alicia encomiaba aquel modo tan diplomático de acercar a Carlota hacia su madrastra: «Conviene que se quieran…»
Lo peor de Can Pou era mirar hacia la colina y ver el torreón: «Si fuera posible taparlo con árboles…»
– Hay que saber afrontar las cosas desagradables -respondía Serena-. Por mucho que lo taparas el torreón seguiría allí.
Muchas veces soñaba con él: lo veía enhiesto, majestuoso, rodeado de aves negras. Era como un falo enorme que tuviera ojos. A veces expelía algo que se deslizaba lento hacia el suelo: era un papel minúsculo que al ir a cogerlo, rompía a volar…
Doña Alicia intuía mi desasosiego: «Cuando haya pasado más tiempo, yo misma te acompañaré allí, para que te cure.»
Doña Alicia, como siempre, había superado (o fingía superar) el dolor que le causaba la constante presencia de aquel edificio.
– Derruirlo sería un crimen, Carlos; pero también lo es que Serena se percate de lo mucho que te acuerdas de mi hija…
Sin embargo, el verdadero punto negro de aquel verano lo constituía Victoria: en cuanto podía, se apresuraba a recordarme la escena de aquella noche: «Cuando pienso en todo lo que me propuso…» Seguía hablando de Alicia como si no estuviera muerta y ella se viera en la precisión de defenderse. Victoria iba volviéndose cada vez más repulsiva: «Deberías hacer régimen, Victoria: estás engordando…»
El vicio de la bebida la había puesto como un tonel. Ello no le impedía continuar con la vida de siempre. Casi todas las noches nos íbamos los cuatro a Cala Rosa o a otras boîtes parecidas. Paco solía quedarse hasta muy tarde. Victoria regresaba con nosotros: «Paco ha ligado con la francesa…» Era evidente que los devaneos de Paco le salían por una friolera. Ni siquiera cuando lo veía entusiasmado con alguna jovencita yeyé (entonces estaban en pleno auge) daba síntomas de disgusto: «Déjalo que se divierta… Al fin y al cabo, no hace daño a nadie.»
Y si permanecíamos callados, añadía: «El tiempo pasa volando; dentro de poco habrá perdido facultades; los hombres ya se sabe…» Su desprecio por el sexo masculino era cada vez más notable. Hablaba del «hombre» como si hablara de un fenómeno extraño de la naturaleza: «Más vale que se divierta con mujeres…» Aludía a la redada de homosexuales que había tenido lugar aquel año en Madrid: «Mira lo que le ha pasado a Esteban… ¡Quién lo hubiera dicho: tan culto, tan hombre…! ¡Pervertidor de menores!» Luego se acercaba a mi hija:
– Tú no puedes comprender esas cosas. Pero cuando seas mayor, acuérdate de mi consejo: deja libre a tu marido.
Las borracheras de Victoria eran peligrosas. Por eso no podía sufrir que se acercara a mi hija cuando había bebido. Pero mis suspicacias exasperaban a Serena: «Cualquiera diría…»
Aquel año intenté convencer a Serena para que se vendiera el piso del paseo de Colón. Alegaba que era insensato desprenderse de algo que día a día iba subiendo de valor. Comprendí que tenía razón; los efectos públicos eran entonces numerosos: la ciudad estaba en vías de gran desarrollo y resultaba pueril llevar a cabo una operación que tan abiertamente contradecía nuestro programa bancario. España estaba dando sus primeros pasos hacia la expansión exterior: la Comunidad Económica Europea se alzaba en nuestro horizonte como una promesa de estabilidad, y los rumores de que el ministro de Asuntos Exteriores iba a intentar una apertura en las negociaciones con aquella entidad, eran cada vez más insistentes.
Insensiblemente habíamos entrado en una nueva era: teníamos el Concilio en puertas y la gente se agarraba a él para cacarear sus más ocultas esperanzas, posibilidades que hacía pocos años ni siquiera hubiese soñado con ellas. «Habrá divorcio, se limitarán los nacimientos, el aborto será legalizado, los curas podrán casarse y las confesiones serán suprimidas…»
Lo que más tarde fue debate público, se comentaba en privado. Para la mayoría, Juan XXIII era el gran renovador; el futuro paladín de un mundo feliz, exento de ataduras y escrúpulos: «Ya es hora de que la Iglesia rehaga sus estructuras…»
Yo era el primero en abogar por las nuevas ideas: «Hay que adaptarse a los tiempos. Resulta absurdo vivir como se vivía en la Edad Media.» Había una sicosis grande de futurismo y una necesidad de declarar la guerra a las ideas crónicas y enquistadas.
Pero la angustia vital crecía: la prensa extranjera era un reflejo fiel de aquella realidad. Como contrapartida, se cacareaba continuamente la palabra «libertad». La libertad era ya el ídolo del tiempo; la meta abstracta de todas las mentalidades. Había que «ser libre» a costa de lo que fuera. «El cambio de Gobierno nos traerá la libertad», decían todos. Y se alababa mucho la participación de los exiliados españoles en el Congreso del Movimiento Europeo, celebrado en Munich. En realidad, los exiliados ya no estaban «mal vistos». Se hablaba de ellos con gran condescendencia y hasta se les alababa la valentía de haberse alejado de su propio país para defender sus ideas políticas.
La condesa de Trigo no perdía ocasión de abordar el tema: «Un día u otro tendrán que volver: son tan españoles como nosotros…» Se refería especialmente a la fuga de cerebros que tanto habían dado de sí en el extranjero: «Los mejores científicos y escritores están fuera de España. Parece imposible que Franco no lo remedie.»
A pesar de las audacias liberales de algunos intocables, los Repecho y los Sobrado no se apeaban: continuaban siendo líderes de aquel mundo (ya en franca decadencia) y se aferraban a sus derechos con intransigente tenacidad: «No haberse marchado…»
Pero Francisca Repecho (siempre condicionada a su amor imposible) seguía celebrando fiestas «originales» para tener ocasión de deslumbrar a Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor) sin que aquél diera jamás muestras de haber sido deslumbrado.
Manuel Bruton era inmutable. Nada lo alteraba. Únicamente pareció reaccionar un poco cuando las inundaciones del Vallés asolaron la comarca barcelonesa. Las lluvias lo habían pillado en Tarrasa y su comportamiento fue digno de un verdadero valiente. Según Francisca, había salvado viejos, niños, mujeres embarazadas: «Un hombre: lo que se dice un hombre auténtico.»
Aquella noche Francisca no había cesado de llamar por teléfono a todos sus amigos: «Es horrible, Dios mío, ¿qué va a ser de Manuel?» En la radio daban noticias alarmantes: incomunicaciones, muertes, situaciones extremas… «Parece el fin del mundo», decía Serena. Me acordé de Alicia, de sus diatribas contra Teilhard de Chardin: «El mundo no se reduce a la comarca del Vallés.»
Carlota tenía miedo: «¿Qué va a ocurrir, papá?» Corría hacia el balcón; miraba la lluvia brusca y furiosa que caía a chorros sobre la ciudad: «Tengo miedo.»
Llamó por teléfono a su amiga Sofía. No pudo comunicar mucho rato con ella. Las líneas telefónicas se averiaron enseguida. «¿Qué va a ocurrirle a Sofía, papá?»
Sofía era entonces la gran constante de Carlota. «Mi mejor amiga», decía al referirse a ella.
Pero yo estaba aún lejos de saber quién era, en realidad, Sofía. (Lo supe el día que ambas hicieron la primera comunión.) Entonces, aquella fecha parecía lejana.
Cierto día Carlota me dijo que las monjas de su colegio deseaban hablar con Serena y conmigo. Se trataba de formalizar ciertos puntos relacionados con la ceremonia.
– Las monjas dicen que debo comulgar contigo y con Serena.
– No veo la razón.
– Es la costumbre.
Serena me miraba a hurtadillas.
– Está bien: hablaré con las monjas.
Carlota me contemplaba extrañada. Serena añadió:
– Naturalmente, Carlota: comulgaremos contigo.
Aquella misma noche le reproché a Serena su ligereza.
– Tú sabes perfectamente que no estoy en condiciones de comulgar -le dije-. Llevo años sin hacerlo.
Serena se encogió de hombros:
– ¿Y eso qué importa? No irás a decirme a esas alturas que todavía crees en esas cosas…
– Ni creo ni dejo de creer. Pero nunca he comulgado sin confesarme antes.
– Pues confiésate.
– No sabría por dónde empezar.
Serena rompió a reír:
– Verdaderamente eres un hombre complicado, Carlos. Nada más sencillo, le dices a un cura: «Hace tantos años que no me he confesado, ayúdeme.» Y te ayudará. A los curas les encanta encontrar «almas arrepentidas».
– No me gusta fingir.
– ¿Ni siquiera para contentar a Carlota?
– Algún día podría reprochármelo.
– ¡Bah! Tampoco ella creerá cuando sea mayor. Solamente los niños y los ingenuos pueden ser religiosos.
– Mi madre no era ingenua y acabó sus días entregada de lleno a la religión.
– Los viejos se parecen a los niños. Tú verás lo que haces. Yo pienso comulgar.
– ¿Sin confesarte?
– Conozco a un cura que me absolverá sin confesión.
– ¿Qué clase de cura es ése?
– Lo conocí hace un mes en casa de los Moraldo. Un hombre inteligente, sensato y lleno de caridad.
– ¿Cómo se llama?
– Padre Antonio.
– De acuerdo: preséntamelo.
Y a los pocos días el padre Antonio se presentó en mi casa.
Era un cura de mediana edad, sin tonsura, de aspecto alegre y maneras desenvueltas: uno de esos curas que todavía escaseaban, muy puestos en aires mundanos y en tolerancias familiares. Contaba chistes subidos de tono y reía por cualquier cosa, pero jamás dejaba de bendecir la mesa y añadía en sus frases un «si Dios quiere» lleno de garantías.
– Conque ¿tú eres el marido de Serena? -dijo tendiéndome la mano.
Hice ademán de besársela, pero la bajó enseguida.
– Eso queda para los obispos -exclamó-. Considérame un amigo.
Recuerdo que Serena me miraba satisfecha como diciendo: «Te advertí que era un tío simpático.»
Lo que más me chocaba en él era aquel empeño suyo en tutearnos: «Hay que barrer convencionalismos», decía. «Veréis cómo todo eso cambia cuando se abra el Concilio. En la época de Cristo no existía el usted. Así que llamadme como queráis, pero tratadme de tú.»
Fue un almuerzo ameno en que el padre Antonio llevó la voz cantante. Se refirió a la enfermedad del Papa: «Mira que si ahora nos hace la faena de morirse, después del tinglado que ha armado…» Y habló mucho del amor: de la necesidad de amarnos los unos a los otros. «Todo lo que sea amar, justifica la vida.» Citaba a San Agustín y repitió varias veces la famosa frase de «Ama y haz lo que quieras».
– Gran persona San Agustín.
Disertó también sobre el futuro Concilio:
– Veremos grandes cambios, Carlos: prepárate a sorprenderte. Por lo pronto, nos quitarán esto -y señalaba, displicente, su sotana-; al fin y al cabo los curas tenemos la obligación de ser humildes y parecemos a los demás.
Insistió mucho en que no había que establecer barreras entre los seglares y los sacerdotes: «Cristo fue el primero en unirse a los pecadores.» Y repetía que la misión del cura moderno era imitarlo.
– En este mundo no estamos para ser admirados sino para cooperar con el progreso. ¡Otro gallo nos cantara si el Concilio hubiese empezado hace treinta años!, ni guerra civil ni nada… Ni un mal convento se hubiera quemado…
Luego se lió a criticar a los curas «retro». Los llamaba inmovilistas y decía que hacían mucho daño a los cristianos de buena fe.
– Demasiado boato, demasiados tabúes, demasiadas opresiones, demasiadas censuras… Lo que interesa no es tanto lo que no se debe hacer como lo que falta por hacer.
Añadía que España estaba fuera de órbita, que vivía en gran retraso con relación a los restantes países y que adolecía de un defecto terrible:
– La envidia. Un pecado del que nadie se confiesa. Aquí el único pecado que cuenta es el sexto. Ya lo sabemos todos. Menudas cosas tenemos que oír en el confesionario relacionadas con el famoso sexto. Unos obsesivos. Igual que si tuviéramos el sexo en la cabeza.
Sorbía coñac despacio, paladeando el sabor con sibaritismo.
– Todo por culpa de la represión… No quiero pensar en lo que va a ocurrir cuando se ensanche la manga.
Cogió su copa entre las manos para calentar el líquido:
– Porque tened por seguro que se ensanchará… Así no es posible continuar. No hay razón para que los curas no se casen. Al fin y al cabo, los primeros apóstoles estaban casados… Acordaos de la suegra de Pedro.
– A lo mejor era viudo -insinué yo.
– Vaya: estoy barruntando que eso de los curas casados no te gusta.
– Si se casan perderán clientela. A las mujeres no les divierte que los maridos anden cuchicheando con otras mujeres.
Y miré a Serena con aire de guasa.
– ¿Te refieres a la confesión? No te preocupes: también eso va a desaparecer. ¿Para qué tanto regodeo sobre el pecado? Lo importante es arrepentirse.
Pidió más coñac: lo tomó de un trago.
– La vida no ha de ser una cárcel. La vida es hermosa, y desdeñar sus posibilidades es ofender a Dios.
Entonces intervino Serena:
– Me alegra que se haya suscitado ese tema, padre Antonio. Carlos quisiera comulgar cuando Carlota haga su primera comunión y no se atreve.
El padre Antonio volvió a llenar su copa:
– Eso lo resuelvo yo en un segundo. No te preocupes, Carlos. Podrás comulgar tranquilamente.
Y acabé confesándome: fue una confesión extraña, lacónica e informal. Ni siquiera me arrodillé ante el cura. La realizamos en mi despacho, fumando cigarrillos.
– Adivino tus pecados, Carlos: menos robar y matar, todos entran en la lista. ¿Me equivoco?
De pronto recordé. Me costaba decirlo:
– No, padre; también he matado.
– No te preocupes -dijo-. Puedo arreglar eso.
Y comulgué junto a Carlota.
Fue aquella mañana cuando conocí a Sofía. Tenía la edad de mi hija y recuerdo que corría por el jardín de las monjas mientras un sol inclemente reverberaba sobre su vestido blanco.
Había una abigarrada confusión de voces y de risas cuando salimos de la capilla. Las monjas se habían afanado para que los familiares de las niñas comulgantes se llevaran buen recuerdo de aquel día.
El jardín era grande, profuso de árboles y flores. Junto al edificio se alzaban puestos de refrescos, bocadillos y churros. Sofía y Carlota se acercaron a nosotros con las manos llenas. Mi suegra (peineta y mantilla) las miraba complacida: «Si Alicia las viera…» Carlota jadeaba ilusionada: «Ésta es Sofía, papá…» Y Sofía me presentó a sus padres: eran una pareja sonriente, sin excesivo relieve, de mirada directa. De pronto fue como si algo reviviera en el recuerdo. Una especie de aviso que aún no llegaba a concretar. El padre de Sofía me tendió la mano:
– Me llamo Rodolfo Tramacho.
Luego la vi: estaba tras ellos, con un cargamento de años encima y una expresión estúpida en los ojos.
– Dios Santo… ¿No serás el hijo del doctor Tramacho?
– ¿Conocías a mi padre?
Eché un vistazo a la vieja que tenía detrás. Ya no llevaba un sombrero con cerezas ni reparaba en nosotros.
– Naturalmente -repuse-. Tu padre era el médico de la familia Salcedo.
La vieja me intrigaba. Rodolfo me aclaró por lo bajo: «Mi madre padece arteriosclerosis y apenas se entera de las cosas…»
Rodolfo Tramacho era simpático: se parecía notablemente a su padre.
– ¡Cuántos años!
La vieja no apartaba los ojos de los míos, pero estoy seguro de que no me veía. Probablemente no podía saber que el hombre que tenía enfrente era aquel niño que, en tiempos, ella había humillado. «Este lugar apesta…»
También, en aquellos momentos, el lugar apestaba a churros, a recuerdos, a nostalgias.
Rodolfo Tramacho habló de sus hijos: me explicó que Sofía era la menor de cinco hermanos. Su mujer apenas hablaba. Tampoco Serena se sentía elocuente.
– Nosotros sólo tenemos a Carlota -aclaré.
Han transcurrido más de diez años desde aquella mañana de mayo. Carlota y Sofía ya no son niñas. Fue una amistad larga y triste. Una de esas amistades que, de puro firmes, corren el peligro de quebrarse. Pero en aquellos momentos ninguna de las dos podía barruntar lo que ocurriría. Reían, correteaban, jugaban a pillarse. Y mi suegra las recriminaba: «Vais a ensuciaros el vestido…»
Fue aquella mañana cuando inicié mi amistad con Rodolfo Tramacho: «Una amistad tardía», pensé. Una amistad prometida hacía infinidad de años por un hombre que ya no existía.
Aquella misma primavera murió Juan XXIII. El mundo entero experimentó una especie de hundimiento. Se comprendía que algo muy cimentado iba a sufrir una convulsión. En España habían ocurrido dos catástrofes señaladas: las inundaciones de Cataluña y las de Andalucía.
Sin embargo, la pujanza de la empresa Salcedo estaba en pleno apogeo. Una vez más los desastres públicos habían servido para incrementar nuestras posibilidades. Había que potenciar de algún modo los esfuerzos de reconstrucción y desarrollo de la comarca del Vallés. Al margen del apoyo estatal, las iniciativas privadas precisaban nuestra ayuda: la solicitud de hipotecas se incrementaba, los créditos se volvían necesarios y la Junta administrativa decidió abrir la mano generosamente.
La actividad en nuestro Banco crecía cada vez más. Sin embargo aquella mañana, todo en el Banco parecía muerto. La elección del nuevo Papa mantenía en vilo a la mayor parte de los ejecutivos. Se especulaba con varios nombres y se hacían apuestas.
En el sector conservador, Montini no tenía partidarios. La espina del documento que hacía poco tiempo había enviado a Franco, estaba aún muy clavada en ellos: «Es un cardenal marxista», decían. En cambio los «avanzados» cifraban sus esperanzas en él.
Fue la condesa de Trigo la que me dio la noticia: «¿Sabes, Carlos? Ya tenemos Papa…» Me había llamado por teléfono para que lo supiera «antes que nadie» (en realidad me había llamado para presumir de «enterada»). «Ha salido Montini. Acaba de comunicármelo un periodista.» La radio no tardó en divulgarlo.
También en el Obispado andaban soliviantados con aquel nombramiento. (Los proyectos del socorro a la ancianidad eran ya hechos consumados y nuestras reuniones solían ser periódicas.) Paco y Sobri-Sobra también presumían de enterados. Desde que formaban parte de la Junta, todo se les iba en comentarios sobre el clero. Especialmente desde que el padre Antonio se había convertido en cura de la «alta sociedad».
– Curas como el padre Antonio es lo que está necesitando España -decían.
Y confiaban que el nombramiento de Montini nivelara aquella necesidad rápidamente.
El padre Antonio era ya un personaje indispensable entre los intocables. Decir en las reuniones: «Hoy he almorzado con el padre Antonio» era como decir: «Hoy me he puesto al día.» Era indudable que el padre Antonio tenía soluciones para todo.
Bastaba con que se abriese la bolsa para atender caridades. Rampardal, como siempre, era el número uno entre los altruistas. Daba gusto ver cómo asumía el papel del publicano: «Yo jamás me he considerado dueño de mi fortuna», decía. «Sólo administrador…» Y el padre Antonio asentía: «Eso es bueno, amigo: eso es bueno.»
Indudablemente el padre Antonio fue el gran promotor de la unificación de ideas, costumbres y actitudes en el núcleo, todavía algo anquilosado, de nuestra mejor sociedad.
– Hay que democratizarse -decía-. Únicamente democratizándonos podremos afrontar los peligros futuros.
Se refería a la tercera guerra mundial. Hacía pocos meses, la posible futura guerra había rozado la piel del mundo y sólo el contacto directo entre Jruschov y Kennedy había podido evitarla. Pero la moral disminuía. La gente no confiaba en el futuro. Todo se volvía inestable, todo parecía volatilizarse.
Paco andaba preocupado por los continuos cambios ministeriales.
– Te aseguro que si no fuera por esos constantes relevos de ministros, ya tendrías tu medalla.
Pero en cuanto se granjeaba la amistad de la persona clave, ésta renunciaba a su cargo.
– Antes esas cosas eran mucho más fáciles. Con decirte que hasta mi suegro tiene esa medalla y jamás ha dado golpe -seguía diciendo Paco.
– Algo haría para merecerla.
– Te lo diré: financiar parte del primer horno de Avilés y poner a disposición de los ministros de entonces sus coches y sus propiedades de Asturias.
Paco no podía referirse a sus suegros sin destrozarlos. No les perdonaba la escasa pensión que le pasaban a su mujer. Más de una vez me lo había comentado: «Parece imposible que sean tan tacaños…»
Los dos eran muy viejos, pero gozaban de una salud envidiable. Tampoco aquello era fácilmente perdonado por su yerno:
– Ya ves en lo que consiste la gran medalla del conde de Remo.
Paco, con los años, se iba volviendo cada vez más amargado. Desde que Gladys Goulden había roto con él, sus ingresos habían disminuido notablemente y el bridge no daba para superar el aumento del coste de vida.
Cierta mañana, mientras tomábamos el sol en la playa de Can Pou, me dijo, señalando la finca que se extendía en torno a nosotros:
– ¡Pensar que todo eso se lo debes a Alicia!
Fue un golpe oír aquello. Paco, hasta entonces, jamás se había atrevido a lanzarme una impertinencia tan directa.
– Olvidas que fui yo quien levantó la empresa cuando amenazaba hundirse.
– De cualquier forma, ninguno de los que estamos aquí podríamos disfrutar de esta finca si no te hubieses casado con ella.
Se puso en pie, sacudió la arena que se le pegaba al cuerpo y añadió:
– Un acierto, un verdadero acierto.
– Tampoco tú te has quedado manco -repuse.
– Eso se verá más adelante… Por ahora mi negocio no es bueno.
De pronto señaló el torreón:
– Cuando herede, te pediré la receta.
– ¿Qué receta?
Paco volvió a sentarse a mi lado y me dio un manotazo en el brazo:
– Vamos, no te hagas el santo, Carlos. La que llevó a Alicia a la tumba.
Recuerdo que sobre el mar había un vapor ligero que temblaba, que lo convertía en un mar denso, demasiado fantasmagórico para ser real.
– ¿De qué estás hablando?
– Vamos, Carlos, no te hagas el inocente. A mí no puedes engañarme. Conozco a la perfección el proceso.
Me incorporé. Busqué su mirada. Me rehuía…
La sangre se me agolpaba en las sienes. Tenía la impresión de que mi cabeza iba a estallar.
– Quisiera que me aclararas eso, Paco; no entiendo lo que quieres significar…
Paco continuaba mirando la finca, el torreón, las rocas:
– No irás a decirme que tú querías a Alicia. Con franqueza, creo que jamás has querido a nadie, ni siquiera a Serena.
– Explícame, entonces, por qué me he casado con ella.
– Por inercia. Porque así se había previsto, y hubiera resultado feo dar marcha atrás.
– Así que, según tú, no la quiero.
– Has acertado. Nunca la has querido. A decir verdad, sólo te quieres a ti mismo.
Me subía un coraje grande por el cuerpo; una especie de frío que me nublaba la mente:
– La persona que te ha informado miente como un bellaco.
Paco cambió de expresión. Encogió la ceja:
– ¡Serás ganso! ¿No te das cuenta de que estaba bromeando?
– Ese tipo de bromas no me gusta.
Recuerdo que, en aquellos momentos, Serena se acercaba a nosotros corriendo y Carlota la seguía gritando: «Te he ganado, te he ganado…» Serena se dejó caer jadeante a mi lado. Reía y Paco comentaba: «Te has casado con un hombre picajoso, Serena. Desconoce el sentido del humor…» Pero ni siquiera aquella aclaración podía borrar el punto clave de aquella charla: «Conozco a la perfección el proceso…» Era evidente que Paco ocultaba algo.
– Eso es lo malo de los banqueros -comentó Serena-. Las finanzas y el humor no se compaginan.
Entonces intervino Victoria. Intervenía siempre que la situación se ponía tensa:
– ¿Por qué no te dejas de filosofías y nos sirves un buen martini muy cargado, Serena?
Aquella noche no pude dormir. Una y mil veces iba repasando la conversación que por la mañana habíamos mantenido Paco y yo. Había un dato que no conseguía asir. Se me escapaba de las manos. Tardé algún tiempo en averiguarlo.
Un día, al fin, me condecoraron. El homenaje que me dedicaron fue sonado y nutrido. No faltó ninguna representación social: los Sobrado, los Repecho, los Moraldo…, todos estaban allí, comiendo, bebiendo y aplaudiendo. Se trataba de un relieve importante en la ciudad: «Hay que estar bien con los banqueros…», decía Plácido Rampardal. Sobre todo había que estar bien conmigo: Carlos Hondero y Ruiz de la Argamasa, «amigo de sus amigos», dueño de un yate envidiable que, de vez en cuando, transportaba graciosamente a Grecia y a Italia clientes importantes como él.
– Siempre se encuentra gente divertida en el Serena -decía.
Fue mi noche apoteósica: la de los halagos desorbitados, la de los saludos ceremoniosos, la de la servidumbre financiera. «Ese Carlos merece todas las medallas de este mundo… Pensar que empezó de botones… Y ahí lo tenéis: convertido en un personaje…»
A partir de entonces no había una comida relevante sin que se me reservara un puesto de honor, ni criado «antiguo» que al verme no se inclinara ante mí para darme la «bienvenida». Eran muchos años de propinas para que no reaccionaran de aquel modo.
También aquella noche hubo discursos: algunos torpes, otros brillantes. Se dijeron los tópicos de siempre con acentos distintos: «Tú, Carlos (y perdóname por llamarte así, pero sabes que no es por falta de respeto, sino porque te conozco desde que usabas pantalón corto), que tanto te has desvivido siempre por el lustre de nuestra querida ciudad…», dijo el alcalde, como si, efectivamente, hubiera sido amigo de la familia desde la peste bubónica.
Y el vicepresidente, Rosendo Falstat: «Sabíamos dónde pisábamos cuando la Junta acordó nombrarte presidente…»
Y el delegado del Ministerio: «Hombres como el señor Hondero son los que necesita España…»
Y yo, con mi medalla a cuestas, mi cinismo prensado y mi odio a Paco (que parecía decirme: «todo eso me lo debes a mí»), lancé un discurso aprendido de memoria en el que ensalzaba la gentileza de «todos», la laboriosidad de mis compañeros, las buenas costumbres de los que me rodeaban y, sobre todo, «la amistad». «Porque la amistad y sólo la amistad ha hecho posible que nos reunamos aquí esta noche, en fraternal convivencia…»
Se oían voces de «muy bien», «así se habla», para animarme, para que siguiera. Y yo seguía: la amistad era la cumbre de los sentimientos nobles, la meta de todo bien nacido, la esperanza de los desesperados.
Y Paco me miraba, con su ceja encogida, su calvicie brillante y sus labios llenos de guasa. Recuerdo que Serena, a su lado, tenía los ojos gachos, como si le avergonzara verme tan encumbrado.
En la mesa contigua, distinguí al padre Antonio, con su clergyman recién estrenado y su alzacuellos almidonado (no como los curas vulgares que lo utilizaban de plástico) asintiendo, complacido, a todo lo que yo apuntaba.
– No creo merecer el favor que se me ha dispensado, pero doy palabra de que en adelante me haré digno de tan alto honor.
El primer aplauso arrancó de Plácido Rampardal (candidato a una medalla parecida), siguieron los de la condesa de Trigo (aristócrata socialista, de ínfulas marxistas y resentimientos antifranquistas) y enseguida corearon todos con entusiasmos realmente alentadores.
Cayeron sobre mí fotógrafos, cámaras de televisión, periodistas. Las preguntas llovían: «¿En qué momento económico se encuentra España en la actualidad? ¿Cuál es su opinión respecto del futuro? ¿Qué concepto le merece la supresión del S. E. U.? ¿Cree usted que el petróleo burgalés será lo bastante abundante para cambiar la economía española?»
También había representantes de las revistas del corazón: «¿Cuándo empezó su idilio con su segunda esposa? ¿Cuál fue su primer coche? ¿Y el último?»
Saqué a relucir el Renault con motor de Chevrolet que me había costado quince mil pesetas y un saco de harina. Cité luego mi Jaguar dos plazas. Contestaba deprisa, demasiado excitado para detenerme a pensar. Me sentía inspirado, la medite ágil y el espíritu flotante.
Creo que fue en aquellos momentos cuando todas las humillaciones de mi infancia murieron repentinamente. No había en mí recuerdos sórdidos. Todos ellos se esfumaban con aquella medalla: las bajezas de Urritamendi y Soldázar, la vergüenza de Estrella, la falsa posición de mi madre, los regalos del tío Rodolfo, el desplante de la señora Tramacho…
La gente me miraba embobada. Eran ídolos añejos que, gracias a mi medalla, perdían su condición de ídolos. Nadie era ya «nada» al lado del excelentísimo señor don Carlos Hondero y Ruiz de la Argamasa. De pronto vi un muchacho joven que me sonreía, me tendía la mano y me llamaba pariente. Paco decía: «Es el marqués de la Triponna.»
– Vaya por Dios, conque tú eres…
Abrazos, risas. Recuerdos infantiles…
– Al fin conozco a la familia…
También vi a Rodolfo Tramacho:
– Has estado magnífico.
Y me daba palmadas eufórico, las pupilas encogidas y el rictus tenso.
Hubiera pagado una fortuna con tal que mi madre estuviese allí. Me preguntaba qué hubiera dicho al contemplar a su hijo tan encumbrado. Recordé la última vez que la había visto. Fue el día de mi boda. Sus ojos censuraban, estaban tristes… «No tenías razón, mamá…»
Me preguntaba si el hijo del tío Rodolfo estaría al corriente de la historia de nuestras familias. «No he querido faltar, Carlos: mi padre era tan amigo de los Salcedo…» Sin embargo, aquella noche no había más representación Salcedo que mi suegra: un manojo de ilusiones frustradas, agarrándose a los éxitos de su yerno, para no morirse de horror.
– ¡Qué bien has hablado, hijo mío! ¡Si Alicia pudiera verte! ¡Y Alberto, mi pobre Alberto…!
Me sobaba, me besaba, me machucaba.
– Me hubiera gustado dedicarte una poesía… Pero llevo tanto tiempo seca…
– No se preocupe, doña Alicia…
Y después… La vi de pronto, como si fuera una Venus que brotase de una espuma sintética: un mar de cuerpos que le hubiesen dado a luz repentinamente.
– Vengo a felicitarte, Carlos.
Me tendía la mano pretendiendo ser una más entre aquel cargamento de insulseces, como si su presencia allí tuviese algo que ver con la vaciedad que nos estaba rodeando.
– ¡Tú!
– ¿Por qué no?
Se había convertido en una mujer madura: con la gravedad y la madurez de los seres eternos, aquellos que el tiempo no deteriora ni marca.
Tenía una mano cálida, todavía flexible, todavía llena de vibraciones.
– Debiste avisarme…
– ¿Para qué?
Sonreía y era como si sus labios fueran jóvenes, como si el tiempo se hubiera detenido para ellos.
– Todavía me cuesta comprender que eres tú… ¿No estaré soñando?
– A lo mejor…
La gente nos interrumpía, nos miraba.
– ¿Cuándo has llegado?
– Ayer.
– ¿Cuándo piensas marcharte?
– Mañana.
– No habrás venido para asistir al homenaje…
Negó. Tenía un asunto pendiente. El homenaje la había pillado por pura casualidad.
De repente tropecé con la mirada de Serena: nos estaba observando. Lolita dijo:
– Se me olvidó felicitarte por tu nueva boda…
Murmuré un «gracias» opaco y restringido. Me remití a la carta que me había escrito cuando murió Alicia.
– La conservo -dije-. Fue muy consoladora.
– Lo celebro.
Enseguida llegó Paco: gastaba bromas a su hermana y Lolita parecía incómoda.
– Te llamaré mañana -dije-. No quisiera que te fueras sin que volviésemos a vernos.
El resto de la noche fue agobiante. Todo se me antojaba postizo. Yo no había contado con la presencia de Lolita en aquel lugar. De repente tenía la impresión de que lo que hasta aquel momento me había parecido glorioso, se volvía ridículo.
Cuando al día siguiente llegué al Banco, me faltó tiempo para llamarla por teléfono. Sabía por Paco que se hospedaba en casa de sus padres. Me contestó una voz tímida y apagada:
– Supuse que te habrías olvidado de mí.
Le pregunté cuándo se iba: «A las cinco debo estar en el aeropuerto.» Le propuse que almorzáramos juntos:
– Luego te acompañaré al Prat.
Pareció vacilar. Aceptó con alguna reserva.
– ¿Solos o con Serena?
– Serena está ocupada -mentí.
– De acuerdo: almorzaremos juntos.
Enseguida comuniqué con Serena. Le dije que tenía un compromiso ineludible y que no me esperase a almorzar.
– ¿Americanos? -preguntó ella con ironía.
– Españoles -contesté-. Altos Hornos: Bilbao.
– Entiendo.
– Nos veremos por la noche.
– Vale.
La palabra «vale» me molestaba. Entonces empezaba a circular y me parecía postiza, como si despersonalizara a quien la emitía.
Después vino el encuentro. Su perfume. El silencio de un rodar hacia el pasado, hacia lo que jamás se había conseguido, hacia aquella especie de sueño aletargado que de vez en cuando daba en brotar como si continuase latente.
– ¿Dónde me llevas?
Le hablé de un restaurante en Castelldefels, cercano al aeropuerto. Lolita reía. Vista a la luz del día, los años la traicionaban. Tenía arrugas junto a las comisuras de los párpados y de los labios. Pero sus ojos continuaban siendo los mismos: negros, aterciopelados, bañados en nostalgias.
– Conviene de vez en cuando volver a la infancia, ¿no te parece?
– Si tú lo dices…
– Es una forma de redimir el presente.
– ¿Tan malo es, Carlos?
No contesté. Cogí su mano. Conduje con ella pegada al volante.
– A veces me pregunto qué existe en ti para que las demás cosas desaparezcan cuando estoy a tu lado.
– Sólo «saudades».
– Lo malo viene después: cuando nos separamos.
Continuamos en silencio hasta llegar al restaurante. Estaba casi vacío. Nos sentamos junto a un ventanal que daba al jardín.
Era mayo y olía abiertamente a primavera.
Encargamos una comida frugal, indiferente. Lolita miraba los árboles y el negro de sus ojos castañeaba:
– Háblame de tu presente -le dije.
– No es bonito.
Se le abrillantaron los ojos y temí que fuera a llorar.
– A veces me asusta… Está lleno de amenazas.
Hablaba con la vaguedad de los que no son vagos, de los que no precisan detallar las cosas para describirlas.
– Cuesta imaginarte miedosa.
Asintió.
– La vida me asusta… Está llena de incógnitas, de incertidumbres.
– Mientras no sean realidades…
Desvió el rostro. Cambió el sentido de la frase:
– Se habla de que pronto pisaremos la luna… Tal vez descubramos algo bueno en ella, pero en cuanto el hombre la pise, la contaminará de bajezas.
Me habló entonces de sus hijos. Los sentía a los tres clavados en el alma: «Son tres espinas que difícilmente podré superar algún día.» No la entendía. Jamás me había hablado de ellos del modo que lo estaba haciendo.
– Cuida de tu hija, Carlos: cuando sea mayor, podría convertirse en enemiga tuya.
Decía que había una confusión grande y que lo único que estaba consiguiendo el Concilio era desorientar al profano: «Para unos resulta ñoño, para otros, demasiado avanzado…»
– No hay acuerdo siquiera entre el propio clero. Todos quieren imponer sus ideas…
Sorbió un poco de agua y aclaró la voz:
– Entre los jóvenes empieza a ser dogma lo que sólo se puso a debate. Eso es peligroso, Carlos; resulta difícil retroceder cuando se han dado según qué pasos.
Enseguida me habló de su hija. Y supe la causa de aquella tristeza suya. La fue expeliendo suavemente como un grano maduro que diera en reventar. Salía el pus de ella desgarrando sus tejidos, como un pequeño parto que no tuviera fin.
No lloraba, pero su voz era un puro gemido, un continuo destilar lágrimas: «¿Te acuerdas de aquel embarazo mío?» Lo recordaba: las manchas de su cara, la hinchazón de sus facciones… «A pesar de todo, lo daba por bien empleado… ¡Había esperado tanto tener una hija!»
Se detuvo, se miró las manos. Parecía como si aquella hija estuviera en ellas, otra vez pequeña, otra vez recién nacida.
– La fui dando a luz año tras año, día tras día…
Tragó saliva, miró el mantel.
– No sé aún cómo ocurrió, ni por qué ocurrió, únicamente sé «que ocurrió». De pronto se desmoronó todo. Se perdió todo. No quedó nada: ni la solidez, ni el amor, ni la esperanza, ni la fe… Ni mi hija.
Cogí su mano: la tenía helada. Volvió a mirarme.
– No debería explicarte nada de eso -dijo-. Estoy amargando nuestro encuentro.
Llegó el camarero. Lolita intentó comer. Dejó el cubierto en el plato y cruzó las manos bajo su barbilla.
– Te lo ruego: no te detengas.
Miró su plato:
– Creció… Eso es lo malo de los hijos: crecen, ¿sabes, Carlos?
Y al crecer había ido averiguando su vida: la que le ocultaba, la que la iba apartando, insensiblemente, de ella.
– De pronto descubrí que hablábamos dos lenguajes distintos. Fue casi repentino: como una torre de Babel en miniatura… Empezó a reprocharme mi intransigencia, mi rigidez, mi falta de comprensión… Yo no la entendía hasta que un día me llamó «vieja».
Se detuvo. Clavó la vista en el jardín. Nunca me había parecido tan joven y deseable como en aquel momento.
– Tenía razón, Carlos; en el fondo yo era una vieja: una mujer que retrocedía, dejando el paso libre a los que venían detrás y lamentándose, como toda persona caduca, del panorama atroz que nos cae encima.
– ¿Eso fue todo?
Lolita negó:
– No… Hubo mucho más. Raimunda se estaba destruyendo y no podía perdonarme que yo me diera cuenta de aquella destrucción.
– ¿Qué edad tiene?
– Diecisiete años.
– ¿Qué le ha ocurrido?
Lolita cerró los ojos. Dos lágrimas casi gemelas le caían de los párpados. Le cedí un pañuelo para que se las secara.
– Se droga.
– Comprendo.
– No -dijo ella-. No puedes comprender. Tu hija es todavía pequeña. También la mía lo fue. También la mía, cuando yo entraba en su cuarto para darle las buenas noches, me sonreía y me besaba y me aseguraba que me quería… Jamás hubiera podido comprender entonces todo lo que estoy comprendiendo ahora.
– ¿Cuál fue la causa?
Lolita movió la cabeza negativamente y encogió los hombros.
– No lo sé. Era algo que estaba en el ambiente. Algo que sigue creciendo día a día… Una especie de llaga, Carlos. Una llaga social que nos está devorando.
Respiró hondo, tragó saliva y carraspeó:
– El caso es que Raimunda sabe de la vida mucho más de lo que puedo saber yo. Pertenece a una generación desesperada que no se entiende a sí misma… Una generación madurada a la fuerza, a destiempo, una fruta pocha y corrompida antes de madurar de verdad… -volvió a llevarse el pañuelo a los ojos-. Una fruta verde agusanada.
Me fijé en su alianza: le venía grande. Recordé aquellos dedos cuando todavía estaban desnudos: «Voy a ser heroica por cobardía, Carlos.» Así había empezado su desgracia.
– Lo peor de todo es verla sufrir. Sabes que no tiene remedio, que ha llegado al límite, sin haber aprendido a caminar…
– ¿Cuándo empezó?
Lolita cambió de expresión. Tensó las mandíbulas. Era lo mismo que si masticara su ira:
– Empezó cuando Victoria se acercó a ella… Fue en San Sebastián… Yo no sabía la verdad de Victoria…
Y de pronto evoqué a Carlota, su mirada nítida, su amistad con Sofía, su traje de primera comunión. Lolita agarró mi brazo:
– No permitas que esa mujer destruya a tu hija, Carlos; no lo permitas.
– ¿Has hablado con tu marido?
Lolita juntó las manos y las volvió a separar:
– ¡Mi marido! ¿Crees tú que ese hombre ha sido alguna vez mi marido»?
Dejó escapar una risita hueca, sarcástica y penosa: «Un señorito elegante que sólo piensa en los toros, en el fútbol y en acostarse con mujeres los sábados por la tarde, a la hora del Club, para que nadie ponga en duda su reputación.»
– No, Carlos: los hijos de mi marido son «problemas» a los que él no tiene acceso. No quiere tenerlo.
Intenté tomarlo a broma:
– Así que te has casado con un imbécil a escala nacional.
– No, Carlos: a escala internacional -bromeó-. Todo lo reduce a sus cruceros, a sus partidas de golf, a sus viajes a Suiza para tratarse con los jet-set, los V.I.P. y los play-boys. Sus hijos le salen por una friolera.
Guardó silencio unos instantes.
– ¿Por qué no te separas de él?
Lolita respiró hondo y cerró los ojos. No era fácil. Había demasiadas vallas de por medio: «Mis padres jamás me lo perdonarían…» Vivían excesivamente sujetos a sus convencionalismos. Pertenecían a una generación en que los «separados» eran signos de mal gusto.
– Además, están mis hijos… Ninguno de ellos lo comprendería…
Le pregunté cómo habían reaccionado frente a su hermana.
– La consideran una especie de mártir de nuestro tiempo, una víctima de los convencionalismos nuestros…
Por si fuera poco, no tenía medios económicos: «Me educaron para ser un objeto de lujo y una máquina de reproducción… Era una más entre el número de muñecas que la sociedad española de mi época había puesto en venta: sin derechos, sin posibilidades…»
– ¿Has consultado con un abogado?
– Me aconsejó que desistiera. Los cargos contra mi marido son inconsistentes. No sirven. Las leyes, en España, protegen al hombre. Tú lo sabes bien.
Se detuvo repentinamente, se llevó la mano a los labios:
– Perdóname -murmuró-, no quise ofenderte.
Bebí un sorbo de vino. Sentía seca mi garganta. Lolita callaba, miraba de nuevo el mantel.
Y yo recordaba a Alicia; su deseo angustioso de separarse de mí: «Te lo prevengo: saldrás perdiendo, Alicia…»
– Debió de sufrir mucho…
No contesté. En aquellos momentos Alicia parecía encarnarse en ella.
– Estaba enferma -dije.
Lolita me miró, como si quisiera taladrar aquella frase mía.
– Todos los desesperados están enfermos. -Se detuvo. Añadió luego-: Muchas veces pienso que también mi marido es un vulgar desesperado… Nos falta algo, Carlos; algo que no queremos recobrar.
– ¿Te refieres a Dios?
– Tal vez sea Dios, tal vez nuestra capacidad de amar… En el fondo, viene a ser lo mismo.
Volvió a mirar el jardín.
– Se empeñaban en decir que Dios había muerto. Pero si estuviera muerto cabría la posibilidad de resucitarlo… Por eso ahora nos lo pintan grave, canceroso, impotente… Es nuestro modo de considerarnos dioses.
Consulté el reloj. Le dije que era hora de marcharnos.
Rodábamos, camino del aeropuerto, en silencio. Lolita tenía el rostro vuelto hacia la ventanilla. El cristal reflejaba un par de ojos abiertos y centelleantes.
– Nunca olvidaré el día de hoy -le dije.
No contestó. Sostuvo mi mano. Al llegar abrió la portezuela del coche. Llamó a un maletero: «Madrid», indicó.
Nos acomodamos junto a la puerta de embarque. La tarde declinaba, pero los días eran todavía largos y llenos de luz. Allá a lo lejos, un sol rojo y grande teñía el firmamento de sangre.
– ¿Hasta cuándo?
– No lo sé…
Los altavoces alertaron a los pasajeros. Lolita se puso en pie. Me tendió la mano: quedamos frente a frente, silenciosos, abstraídos, como si lo que estuviéramos viviendo fuese una utopía. Luego me abrazó.
– Adiós, Carlos.
– Adiós, Lolita.
Salió disparada para unirse al grupo. Caminaba ligera, rumbo al avión, el paso firme y decidido. «Lolita, escucha…» Pero estaba ya demasiado lejos para escucharme.
La vi subir deprisa la escalinata. Se detuvo unos instantes en el rellano. Agitó la mano sin verme. Luego cerraron la portezuela.
Otra vez el mundo de coches, la barahúnda callejera, los semáforos y los peatones.
Serena me recibió tosca, casi enfurruñada:
– Me gustaría saber dónde has estado.
Le expliqué que había almorzado en Castelldefels y que luego había acompañado a los bilbaínos al aeropuerto.
No me creyó:
– Mientes mal, Carlos.
La dejé con la duda. Corrí al cuarto de juegos: Carlota estaba allí, haciendo los deberes. Al verme me echó los brazos al cuello. «Todavía es mía -pensé-. Tengo que luchar para que lo sea siempre…»
Serena, bajo el dintel, me increpaba por haber molestado a la niña: «Las horas de estudio son sagradas.»
Aquella noche los Moraldo recibían en su casa. «Será una noche perdida», recuerdo haberle dicho a Serena cuando nos dirigíamos allí. Mi mujer se había puesto un traje corto (empezaba a estilarse la minifalda) y pretendía recobrar su aspecto infantil peinándose con la melena suelta.
El coche olía aún a Lolita. Pero el perfume de Serena era más fuerte.
– Perdida o no, hay que estar amable con los Moraldo. No olvides que la medalla se la debes a Paco.
Contemplé las desnudas piernas de mi mujer, su perfil de trazos perfectos, y un malestar grande me iba creciendo por dentro.
– Agradezco tu franqueza, Serena.
Victoria misma nos abrió la puerta. Tenía una copa en la mano y se comprendía que estaba ya borracha: «Os habéis retrasado», dijo.
Había los de siempre, con las historias de siempre y el divertido aburrimiento de siempre. Se hablaba de mi homenaje, de mi discurso, de mi nueva condición de excelentísimo.
Paco dio unas palmadas en mi espalda mientras me ofrecía un whisky: «Aquí tenemos al prócer.» Empezaban las bromas, las ironías, los comentarios ácidos que la noche anterior jamás se hubieran atrevido a iniciar. Era preciso ser original con tópicos, con mediocridades… Nadie perdonaba que otro «nadie» hubiese atravesado la barrera de lo corriente. Por eso era obligado hacerle purgar su osadía.
A pesar de todo, aún me respetaban. De repente me había convertido también en un hombre influyente. «Por favor, Carlos, cuando vayas a Madrid, ¿querrás acercarte al ministerio de…?»
Siempre había una petición coleando entre guasa y guasa. Y siempre una guasa entre petición y petición. Además existía mi yate. Todos se pirraban por darse un garbeo en mi Serena cuando se aproximaba el verano.
En cuanto entramos, Serena se separó de mí. Era como si quisiera vengarse de la mentira que le había dicho. Un grupo de hombres se acercaba a ella: admiraban sus piernas, se metían con la brevedad de su falda…
Me sentía cansado: tenía el cansancio de la noche anterior metido en el cuerpo. La conversación era abigarrada, estridente y desagradable. Se mezclaban conceptos, se confundían ideas. «¿Habrá vida en Venus?» Alguien decía que se había descubierto una fórmula para alargar la juventud. Y Paco reía: «Entonces se podrá hacer el amor a los ochenta años…» Añadía también que el tejido de los cerdos se acoplaba a la perfección al del ser humano… «Un gran animal el cerdo.» Lo peor era la plaga de la arteriesclerosis: todo depende de las suprarrenales… «Pero el Papa, ¿qué iba a decir el Papa? El mundo se arreglaría si nombrasen Papa al padre Antonio…»
– Vamos, Carlos; no pongas esa cara: algo te pasa esta noche -decía Victoria-. ¿Qué te ha ocurrido?
Agarró mi brazo, lo acariciaba.
– ¿No será por culpa de ella?
Y señalaba a Serena. Continuaba rodeada de hombres, riendo, coqueteando, haciéndose la despechada.
– No puede evitarlo -dijo Victoria-. Se siente excelentísima. ¡Quién tenía que decirle a nuestra bailarina que algún día iba a convertirse en la señora de Hondero!
De repente se plantó en medio del salón: «Propongo música.»
Se llegó hasta el tocadiscos a trompicones, abriéndose paso entre los invitados. Era estereofónico y se oía desde todos los rincones. Luego se lanzó en medio del salón dando palmadas y contoneándose: «Vamos, seguidme: hay que estar alegre…» Eran bailes nuevos, sin pareja, bailes agitados y lánguidos a un tiempo, extraídos de no se sabía dónde, ritmos asincopados y anárquicos, que permitían moverse sin reglas fijas ni limitaciones concretas.
Enseguida la imitaron. Se unían a ella, a racimos, hombres y mujeres, mirándose a sí mismos en todos los demás, copiándose mutuamente movimientos y jadeos, muecas y exclamaciones. Victoria continuaba jaleando: «Vamos, los del sofá: nada de flirteos caducos; a bailar, que es lo sano.»
Era preciso obedecer, cansarse mucho, para que, al día siguiente, todo el mundo comentara: «Fue lo más divertido del mundo: sudamos a rabiar…»
De pronto tuve a Serena frente a mí: «Hola, Carlos…» Hablaba agitada, el aliento entrecortado. Pensé: «Si el baile fuera una penitencia, nadie querría bailar.» Y la voz de Paco: «Retira la lámpara, Manolo, que voy a eclipsarte.» Me empujaba para colocarse frente a Serena. Y yo tuve que reír porque todos reían.
– Déjalos que se pudran -me gritó Victoria.
Los miraba con asco, como si los detestara. «¿Te diviertes, Carlos?» Era la eterna pregunta de todos. No se esperaba la respuesta. Plantearla era suponer que uno se divertía.
– Mañana tendrán colitis.
No importaba: ni la intoxicación, ni las jaquecas, ni las náuseas podían evitar que al día siguiente se volviera a beber y a fumar y a bailar sin pareja.
De pronto me encontré frente a frente con Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor). «¿Te gusta el Cordobés, Carlos?» Y yo le dije que sí, moviendo la cabeza insistentemente, marcando el compás. «Es nuestro torero del desarrollo», dijo. Y reía. Luego di de lleno con la condesa de Trigo: «¿Sabes que Franco tiene Parkinson?» Francisca Repecho contestaba: «Vaya noticia: es más vieja que bailar.»
También nosotros teníamos Parkinson: una estúpida parálisis agitante que inspiraba conversaciones idiotas. «Dicen que el padre Arrupe se va a cargar el Vaticano…» Y Teresa Rampardal: «¿Vas mañana al golf?» Tenía cuerpo de vieja y cara de niña. «Depende de la resaca.»
La noche pasó lenta entre gimnasias bailables y comentarios idiotas. Cuando regresamos a casa, amanecía. Tuve que desnudar a Serena porque no se mantenía en pie. Al echarse en la cama, se quedó dormida.
Aquel verano Sofía Tramacho fue invitada a la finca. Llegó una mañana acompañada de su padre. Rodolfo venía preocupado por el cambio de Gobierno:
– El reajuste no me parece descabellado, pero las causas son alarmantes.
Se refería a las convulsiones universitarias y al progresivo descontento de los campesinos. «Todo eso venía provocando tensiones entre los gubernamentales.»
– Por eso Franco ha querido añadir otro remiendo ministerial. Una forma de tapar lacras y hacernos tragar el Plan de Desarrollo…
Era indudable que Rodolfo había heredado la vena política del padre. Y como aquél mantenía que, hasta que el país no implantase una verdadera y sólida democracia, andaría siempre a la deriva.
Pregunté por su madre:
– Cada vez más ida.
Era un consuelo saber aquello. Era casi tan consolador como saberla muerta. Rodolfo se quedó poco en la finca. Decía que su mujer lo esperaba… Me causaba envidia verlo tan unido a la familia.
También Paco me habló del cambio ministerial: «Si nos descuidamos un poco, te vuelves a quedar sin medalla…»
– Doce cambios en veintiocho años… No es mala cifra.
Serena, aquel día, no tardó en llegar; venía con su bikini puesto y un albornoz corto color malva. Preguntó distraídamente por Victoria:
– Ya sabes: uno de sus ataques de hígado…
Luego empezó la discusión. Fue a propósito de mis continuos viajes a Barcelona. Paco decía: «Eso te ocurre por ser esclavo de tu trabajo.» Respondí que sin «aquella esclavitud» ninguno de los que estaban en Can Pou podrían disfrutar de la finca. Serena saltó enseguida:
– También Paco tiene ocupaciones; parece que lo hayas olvidado.
– ¿Qué clase de ocupaciones? ¿Las de agenciarse influencias?
– No deja de ser un trabajo como otro cualquiera. Otro gallo nos cantara si no hubiera sido por él.
El tono de Serena era agresivo. Miré a Paco. Sonreía satisfecho, como alguien que se sabe dueño de la situación. Hubiera querido abofetearle por aquella sonrisa y aquella actitud. Me limité a meterme en el agua. Y Paco se quedó allí, junto a Serena, viendo cómo mi furor se diluía en el agua.
Anduve braceando hasta el islote. Carlota me reclamaba desde la orilla: «Papá, vuelve, vuelve, papá…» Quería pasear con Sofía en la canoa, enseñarle la finca desde el mar: contemplar el torreón de la colina… A veces Carlota se olvidaba de que en aquel torreón su madre había encontrado la muerte.
El Concilio se cerró definitivamente poco antes de la Navidad de aquel mismo año.
La incertidumbre flotaba en el aire. La crisis de la Iglesia se había puesto al desnudo y el desconcierto invadía a los creyentes. Un mundo de interrogantes flotaba en el panorama de nuestra civilización. Las novedades escandalizaban, chocaban y creaban dilemas. Las opiniones eran libres, las voluntades eran libres, los hechos y las actitudes empezaban a serlo.
Ya no era sólo el padre Antonio el que hablaba descaradamente de «libertad», de amor, de caridad y de pureza de intenciones. De repente, un aluvión de curas nuevos planteaban soluciones nunca oídas hasta aquellos momentos.
El principio de autoridad eclesiástica comenzaba a tambalearse: la obediencia al Papa se ponía en tela de juicio, la oración se descartaba: «Más vale actuar que perder el tiempo en rezos.» Y si alguna beata se escandalizaba, le salían al paso con un «en el cielo se cansan de oír tantas avemarías… Lo que hace falta es socorrer, ayudar, poner remedio a las calamidades que agobian al mundo.»
Y se referían a las guerras, al hambre, a las injusticias sociales: «¿Sabía usted que, desde que terminó la guerra mundial, no ha habido ni un solo día de paz completa en esta condenada tierra?»
Luego había la «píldora», el gran remedio oculto de las familias pobres, de las señoras ricas y de las solteras algo putas. La píldora ya no era secreta. Infinidad de mujeres en activo recurrían a ella para evitar problemas. Los propios curas (tipo padre Antonio) eran los primeros en aconsejarla. «Mientras el Papa no se defina…» Todo podía hacerse «tranquilamente» y a conciencia: abortar, fornicar, comulgar sin confesarse… «Lo importante es la intención.» La intención era la clave de todo.
Después, los teólogos de la nueva ola: los que hacían declaraciones públicas sobre la Iglesia en el año 2000; los que vaticinaban que acaso entonces los matrimonios no fueran insolubles y la procreación libre y la paternidad responsable, y los pecados sexuales pecadillos de poca monta… Se esgrimían frases literarias de gran efecto público: «Los españoles, a fuerza de ser fieles a la Iglesia, no están ya en ella. La Iglesia "se les ha ido…"» Y todo aquello se decía, naturalmente, a la luz o a la sombra del Concilio. Del Papa todavía se hablaba poco. Lo esencial éramos nosotros, los que formábamos la Iglesia. Porque, andando el tiempo -decían-, los sacerdotes iban a desaparecer. «Sólo secularizando a los sacerdotes podremos conseguir que los seglares se clericalicen…» De pronto, las sotanas estorbaban: «Si Cristo hubiese nacido en esta época, jamás hubiera llevado sotana.» Lo curioso del caso era que los hippies la adoptaban y hasta había algún artista como Titín que utilizaba alzacuellos en las galas de la alta sociedad.
De vez en cuando se leían retractaciones; súplicas de perdón: «Rogamos a la cristiandad que perdone nuestra antigua intransigencia…» Era como si pidieran permiso para convertirse en pecadores, en publicanos oficiales.
Fue una Navidad alterada, sensibilizada por los recientes cambios. Paco insistía: «Tal como van las cosas, el próximo año se nos dirá que Cristo nunca existió…»
Serena reía: abonaba las ideas de Paco. Un día nos anunció que en Italia había ocurrido un hecho insólito: «Un cura ha anunciado su boda desde el púlpito.»
– No quiero deciros la que se armó. Al parecer, la novia estaba en el primer banco…
Entonces había púlpitos (tardaron algunos años en suprimirlos) y sagrarios centrales e imágenes de la Virgen presidiendo el altar.
– Tal como van las cosas, cualquier día veremos curas mujeres…
Y Paco gastaba bromas sobre la posibilidad de que andando el tiempo Serena echara sermones sobre la moralidad de los bikinis y el amor libre.
Aquel año tuve que realizar varios viajes por el extranjero. Serena casi nunca me acompañaba. Decía siempre que eran «demasiado cortos, o demasiado aburridos, o demasiado serios: Cuando decidas hacer viajes extraoficiales, iré contigo.» Comprendí pronto que mis ausencias no sólo no la inmutaban sino que la complacían. Entre ella y yo se iba abriendo una sima cada vez más acentuada. Podía percibirlo en su forma de mirarme, de responderme, de atacarme con torneos verbales. Especialmente cuando había testigos: «Carlos sabe utilizar tácticas persuasivas. Cuando desea algo muy intensamente, se limita a averiguar qué clase de ambición mueve al contrincante. Cuando las conoce, no tiene más que retorcerle el pescuezo e inutilizarlo.»
Su agresividad iba en aumento. Y a veces resultaba peligroso llevarle la contraria. Enseguida buscaba la forma de desmontarme: «Como tú jamás quisiste a Carlota…» Decía cosas así para evitar que le tomase la delantera:
– Te ruego que, al menos delante de Carlota, no hagas uso de esa teoría…
– Como si Carlota no lo supiera.
Era doloroso oír aquello. Era doloroso y temible. Había un mundo de amenazas acechando en aquella afirmación.
– Tú sabes que no es cierto.
– Vamos, Carlos; todo el mundo recuerda tu desilusión cuando nació tu hija…
Fue aquella tesitura de Serena lo que, sin darme cuenta, me iba acercando cada vez más a Lolita. Eran encuentros breves, todavía amparados por el ineludible matiz de la amistad. Almuerzos tranquilos en lugares tranquilos, saturados de conversaciones tranquilas.
Jamás mencionábamos a Serena. Era como si los dos nos hubiéramos puesto de acuerdo para no hablar de ella.
Aquel día Lolita habló de su marido: me dijo que ya no soportaba vivir con él, que el ambiente de su casa era cada vez más irresistible.
– Los errores se pagan caros, Carlos.
– En efecto… Sobre todo cuando se reincide.
Estábamos sentados a una mesa cercana a la cristalera. El invierno discurría lento y la gente circulaba fosca, desafiando el frío con paso activo.
Lolita se mordió los labios igual que si se mordiera la voz. No se atrevía a decirme lo que estaba pensando.
– ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué volviste a casarte?
– No me quedaba otra solución, Lolita.
Veía sus manos jugando con el salero: tenía las venas abultadas y los nudillos prominentes.
– Si no me hubiera casado con ella, tendría la convicción de haber errado también… Es como si el ser humano no tuviera más destino que el de equivocarse.
– ¿Le has sido fiel?
– No.
– ¿Por qué?
Me encogí de hombros.
– Supongo que por costumbre. El hombre se acostumbra a su infidelidad.
– ¿Lo sabe ella?
– Probablemente lo sospecha.
– ¿Y Paco? ¿Lo sabe Paco?
– Es posible.
Lolita bajó la vista, volvió a mirar el salero:
– Procura que no se entere.
– ¿Por qué?
– Es peligroso.
Cogí su mano: temblaba.
– ¿A qué te refieres?
Lolita palideció. Retiró la mano:
– A nada. Conoces a Paco de sobra… Es inconsistente, y además vive amargado.
También entonces se encendió una luz, pero duró un segundo. No era posible mantenerla encendida. Lolita volvió a hablarme de ella. Dijo que estaba dispuesta a marcharse de Madrid una temporada: «Mi marido me ignora, mis hijos no se acuerdan de que existo…»
Le propuse que la pasara en Barcelona.
– Lo pensaré -dijo.
Me acompañó luego al aeropuerto: «Te espero, Lolita: no tardes.»
Cuando llegué a Barcelona encontré a Serena en el salón con mi hija. Me comunicó que Carlota había estado muy rara y que lloraba por cualquier cosa. Lo decía de un modo brusco, como si me echara en cara mi viaje a Madrid.
– Supongo que habrás almorzado con esa… Lolita.
No contesté. Cogí a Carlota y la senté en mis rodillas: «¿Qué te pasa, hija?»
Carlota tenía el entrecejo fruncido y me miraba con hostilidad.
– ¿Quién es Lolita?
– La hermana del tío Paco.
Serena añadió:
– El gran amor de tu padre.
Lo pronunció con ritintín, arrastrando la erre para que resultara más impertinente.
– No hagas caso, hija mía: Serena está bromeando.
– No bromeo: hace muchos años, antes de conocer a tu madre, antes de conocerme a mí, ese amor ya existía.
Carlota saltó de mis rodillas. Me miraba furiosa:
– ¿Te has ido con ella…?
Volví a cogerla:
– No seas absurda… Lolita es como una hermana.
Carlota era ya una niña espigada, de rostro definido y perfil maduro. Tenía el rictus de su abuelo cuando se esforzaba en pronunciar la erre.
– Tiene nombre de niña sádica, ¿verdad, Carlota?
Carlota no entendía la palabra «sádica». Serena intentaba definírsela.
– Basta -dije furioso.
La niña rompió a llorar. La cogí en los brazos. Le dije que no debía hacer caso de aquellas tonterías… Corrió pasillo adentro hacia su cuarto. La seguí. Se había echado en la cama; continuaba llorando. «No sé qué tengo, papá…» Pensé que tenía sólo desilusión, tristeza… Pero al besarla noté que su frente ardía: «Tienes fiebre, Carlota.»
Le dije a Serena que avisara al doctor Cordal. Serena se negaba: «Pamplinas: eso es lo que tiene Carlota. Una rabieta nada más…»
Aquella noche volvíamos a estar invitados en casa de los Moraldo y Serena alegó que tenía el tiempo justo para arreglarse.
Lo ocurrido después fue una sucesión de hechos insospechados: un continuo «no puede ser» siendo. Un sentir la vida horadada sin posibilidad de rehacerse del taladro. Sin embargo, fui capaz de sobrevivir, de soportar… de contemplar todo aquello sin cegarme ni morirme.
Cuando Serena se fue, avisé al médico. El aspecto de Carlota no me gustaba. Decía que le dolía la garganta, que la cabeza le estallaba… Pero el doctor Cordal me tranquilizó enseguida: «Simples anginas…» Le recetó sulfamidas y dijo que volvería a pasar por mi casa al día siguiente.
Me acosté relativamente pronto. Me sentía cansado. Olvidé a la niña y dormí. No puedo precisar cuánto rato estuve durmiendo. Me despertó el sonido lento y apagado de unos pasos que se deslizaban furtivos hacia la sala de estar. Miré el reloj: «Las dos de la madrugada.» Comprendí que Serena había vuelto. Lo que no entendía era por qué motivo, en vez de entrar en el dormitorio, se quedaba allí en el salón, silenciosa, dejando que la noche discurriese sin prisas.
Agucé el oído y me di cuenta de que no estaba sola. Hablaba con un hombre. Eran cuchicheos susurrantes y lejanos, sin ecos. Estuve a punto de levantarme, pero no lo hice: «No merece la pena -pensé-; no tardará en despedirse de quien sea…» Las voces se volvían cada vez más etéreas y lamentosas… Y el tiempo las iba absorbiendo, minuto tras minuto, con la velocidad absurda de las cosas que ocurren sin motivo.
Cuando volví a mirar el reloj, eran las tres. Seguían hablando. De pronto escuché una frase muy clara: «Aparta la lámpara, Manolo, que voy a eclipsarte.» Pensé: «El imbécil de Paco está con ella.» No había nada peyorativo en aquel descubrimiento. Era un hecho normal, como las borracheras de Victoria. Después vino un silencio largo, un silencio que acogotaba, que impedía razonar, ni moverse, ni respirar… Y el silencio se volvió latidos: los míos. Unos latidos desbocados que descorrían cortinas y emponzoñaban el ambiente. Me sentía paralizado: incapaz de saltar de la cama, de correr hacia ellos, de presentarme en el salón y descubrirlos. Quería aún convencerme de que aquellos latidos eran infundados. Todavía pensé: «Mañana, Serena me dirá: Estuve charlando con Paco en el salón más de una hora…» Y luego me repetiría todo lo que se habían dicho mientras yo dormía. Pero el silencio se prolongaba y las voces no volvían. Sólo se oían roces, crujidos de telas, gemidos medio sofocados… Fui a saltar de la cama, corrí el embozo… Me detuve: de nuevo los oía hablar. Miré el reloj: eran ya las cuatro. Me quedé inmóvil, reloj en mano, los latidos como detenidos… La vergüenza aprisionando mi voluntad.
Y el miedo: un miedo nuevo, rotundo, como de alguien que se ve empujado al abismo. «De ahora en adelante serán mis enemigos…», pensé. Lo vi claro: como si todas las luces de la casa se hubieran encendido repentinamente. Bastaría demostrarle que «yo sabía», para que inmediatamente ellos se pusieran en guardia.
Súbitamente me acordé de Carlota, de su devoción por Serena, de su llanto por todo lo que ella le había dicho sobre mí… Mi cabeza era un molino triturando ideas. Las sentía todas agolpadas en las sienes. «Paco es peligroso», me había dicho Lolita. «Te pediré la receta…», había dicho él.
Eran ya las cinco de la madrugada cuando escuché la puerta de la calle. Me volví de lado y fingí dormir. Serena entró en el dormitorio sigilosa. Se desnudó en el cuarto de baño y se deslizó en la cama contigua a la mía, procurando evitar que yo me despertara.
No dejé transcurrir ni un minuto. Quería probarla. Necesitaba saber enseguida cómo reaccionaba. Pensé: «Todo dependerá de lo que me conteste.» Al fin y al cabo. Serena y Paco eran lo suficientemente amigos para poder charlar horas y horas sin despertar sospechas. Lo grave iba a ser que lo negara, que me dijera: «No es cierto; lo has soñado.»
Bostecé ruidosamente, como si acabara de despertarme y extendí el brazo para rozar su cuerpo:
– ¿Qué hora es? -pregunté.
Serena no contestó. Se hacía la dormida. Incluso respiraba fuerte para justificar su sueño. Encendí la luz y volví a mirar el reloj.
Luego comenté:
– Son las cinco.
Ella se frotó los ojos, daba a entender que acababa de despertarse en aquellos momentos.
– ¿Qué estás haciendo, Carlos?
– Miraba la hora.
– ¡Vaya ocurrencia! Me has despertado.
– ¿Desde cuando estás ahí? No te he oído llegar.
– Debían de ser las dos.
– ¿Has venido sola?
– Naturalmente. ¿Con quién iba a venir? ¿Por qué lo preguntas?
– Por nada.
Apagué la luz.
No fue cobardía. Fue que, por primera vez, tuve conciencia de lo que iba a ocurrir. Era preciso retardar el estallido. Antes debía pensar, meditar lo que convenía hacer. Esperé a que Serena durmiera para levantarme. Anduve por el piso. Todo estaba en silencio. Entré en el salón. Vi el sofá ahuecado, terso; como si nadie hubiera yacido en él. «Los muy puercos se han tomado la molestia de arreglarlo.» También aquello evidenciaba su culpa. Si no hubieran hecho el amor en aquel sofá, las huellas de sus cuerpos hubieran continuado allí. Recordé súbitamente mil detalles: los vi corriendo por la playa, bailando, mirándose furtivamente cuando todavía yo confiaba en ellos: «Los insultaré hasta quedarme sin aliento…» Hablaba solo, mascullaba insultos: «Pregonaré a todo el mundo lo que han hecho…»
De pronto surgía la duda: No era posible. Serena siempre había despreciado a Paco… Serena no podía yacer con un hombre al que despreciaba… Y Paco… Mi mejor amigo. «Un imbécil cobarde y fanfarrón, pero amigo…» Lo difícil era saber cómo era, en realidad, Serena. Nunca lo había podido saber. Recordé a Victoria: Victoria llevaba muchos años lanzando pullas contra mi mujer. «Si al menos supiera cuándo ha empezado ese lío…» Victoria debía de saberlo. Victoria, desde sus borracheras, solía averiguar siempre ese tipo de cosas.
Era como si todo hubiese cambiado repentinamente, como si nadie fuera ya real. «Tengo que pensar.» Debía medirlo todo muy bien antes de adoptar una decisión. Y saber: sobre todo necesitaba «saber». Sin estar seguro de algo era imposible proyectar, ni prever, ni admitir.
Me acerqué al ventanal. El día estaba ya en la calle: era un día débil y vacío. Había beatas apresurando el paso camino de la iglesia, había barrenderos que regresaban del trabajo, algún coche atravesaba la calle.
Tenía un aspecto raro: como si fuera una calle antigua, una calle superviviente de mi adolescencia: sin Serena, sin Alicia… Una calle blanca, con la blancura de los amaneceres fríos.
Salí del salón: entré en el cuarto de mi hija. Dolores me comunicó que había pasado buena noche. Besé a mi hija: la frente continuaba ardiendo.
– Voy a salir -le dije a Dolores-. Si la niña me necesita, llámeme usted a la oficina. Si es posible, no moleste a la señora. Se ha acostado muy tarde.
Cuando entré en el Banco muchos de los empleados aún no habían llegado. Subí a mi despacho y cerré la puerta. Allí, en aquel lugar, era más fácil pensar. Debía trazarme un plan. Un plan concreto, con soluciones concretas y dignidades concretas.
A las nueve agarré el teléfono y pedí conferencia con Madrid. Fue un sosiego grande oír la voz de Lolita:
– ¿Qué te ocurre, Carlos?
– Debiste ser más franca conmigo, Lolita.
Guardó silencio. Preguntó:
– ¿A qué te refieres?
– Resulta difícil abordar esas cosas por teléfono… Si pudieras venir…
– Lo intentaré. Pero ¿qué te pasa?
– Es muy sencillo. Tu hermano y mi mujer están liados.
Pensé: «Ahora lo negará.» Casi lo estaba deseando. Pero no lo negó. Permaneció callada:
– Tú lo sabías, ¿verdad?
– Lo imaginaba.
– ¿Desde cuándo?
Tardó en contestar:
– Lo ignoro. Pero Serena no es mujer de un solo hombre. -Se detuvo un instante. Añadió-: Debiste comprenderlo cuando aún vivía su marido.
Hablaba con aspereza, casi agresiva:
– ¿Te has olvidado ya del pobre Fuentes? ¿Por qué supones que malogró su carrera? No irás a creer lo de la renuncia altruista… Sencillamente su mujer no encajaba. Todo el mundo sabía eso. Todo el mundo menos tú.
– ¿Y él? ¿Lo sabía él?
– Naturalmente.
Era duro oír aquello. Era duro que fuera precisamente Lolita la que me hablase así.
– De modo que era eso…
Escuché una respiración anhelosa, como si el corazón de Lolita se hubiera pegado al auricular.
– ¿Por qué no me lo advertiste? ¿Por qué no me dijiste que estaba arrimándome a una zorra?
– No me hubieras creído. Ningún hombre considera zorra a la mujer que engaña a su marido con él.
Mi silencio la alarmaba:
– ¿Estás ahí, Carlos?
– Sí -repuse-, supongo que tienes razón.
– ¿Qué piensas hacer?
– Aún no lo sé.
– ¿Cómo te has enterado?
– Ellos mismos se han delatado.
– Entonces saben que tú estás enterado.
– No. Lo ignoran.
– ¿Pudiste impedirlo?
– Sí.
– ¿Por qué no lo hiciste?
– Tuve miedo.
– ¿De qué?
– De todo.
– Nunca fuiste cobarde…
Pero empezaba a serlo. Me sentía atrapado en aquel miedo. Imaginé los años que tenía por delante: sanguijuelas chupando mi vida. Instintivamente recordé las confidencias que le había hecho yo a Serena. Ya no debían de ser mías. Probablemente las habría traspasado todas a Paco: «Te pediré la receta…»
– Decidas lo que decidas, debes hablar con ellos: poner las cosas en su punto, amenazarlos. De lo contrario, acabarán contigo. Conozco a mi hermano: es un hombre sin escrúpulos, como Serena.
– Demasiado tarde -repuse-. Serena domina a mi hija… También ellos pueden amenazarme.
– Te advertí que Paco era peligroso.
– Por favor, Lolita: no dejes de venir… Cuanto antes.
– ¿Crees que podré ayudarte?
– No lo sé, pero te necesito.
– De acuerdo. Iré hoy mismo a Barcelona.
Colgó el auricular. Hacía frío. Los radiadores funcionaban mal y en la calle se notaba el invierno.
Otra vez el teléfono: sonaba fuerte, insistente, machacón. Lo dejé sonar un buen rato antes de descolgarlo. A pesar de todo, la vida proseguía, y el Banco funcionaba y la gente precisaba comunicar conmigo…
– Diga.
– ¿Es usted, señor?
– Sí, Dolores, la escucho.
Hubo un carraspeo extraño que demoró la respuesta. Luego la voz de Dolores angustiada, llena de urgencia:
– Venga usted enseguida, señor. La niña empeora.
– ¿Han llamado al doctor Cordal?
– Está de camino.
– ¿Qué ocurre?
El carraspeo otra vez:
– No lo sabemos. La niña dice que no puede ponerse en pie.
Salí del despacho sin colgar.
Después fue un amasijo de horrores en un mundo sin esperanzas. Un rastreo de ritmos extraños, inéditos, completamente desligados de toda lógica. Un verlo todo sin color, como si se tratara de una fotografía siniestra: Carlota en la cama, asustada, sus ojos abiertos, sus manos aferrándose a Serena. «¿Qué me ocurre? ¿Por qué no puedo andar?» El doctor Cordal no respondía. Le miraba las piernas, las palpaba, las martilleaba…
– No hay reacciones.
Tampoco nosotros las teníamos. Éramos como muñecos de cera parodiando actitudes. Tres vidas detenidas, pugnando inútilmente por volver al tiempo.
Había una palabra terrible que no se pronunciaba. Había un temor-certeza, que se imponía, y una espantosa seguridad que mandaba, que engullía todas las esperanzas del mundo.
– ¿Cree usted que podrá ser transitorio?
Era extraño oír la voz de Serena preguntando aquello.
De pronto vi a Dolores. Tenía la misma expresión que el día en que Alicia murió.
– Fue al saltar de la cama. Cayó enseguida.
En cambio aquella vez había dicho: «Ni siquiera se había acostado…»
El doctor Cordal irguió el busto. Se llevó una mano a la cadera. Hizo un movimiento negativo con la cabeza. Repitió inflexible:
– Hay que hacer un recuento. Rápido. Podría ser poliomielitis.
Mi suegra llegó jadeante, desmaquillada, los labios encogidos: «¿Cómo ha sido? ¿Qué ha pasado?»
Se lo explicaron. No lo creía:
– Prueba otra vez, Carlota: La abuela te sostendrá… Vamos: ponte en pie…
Apartaba a Serena, quería sostenerla ella. El doctor la disuadió:
– Ya se ha probado, señora. Es mejor que no lo intente.
– ¿Por qué? Un día u otro tendrá que andar…
No podía aceptar que aquello fuera eterno. Recordé a Carlota la noche anterior, corriendo, pasillo adentro, camino de su cuarto. Escuchaba sus pasos precipitados, ágiles y bruscos, como si quisiera huir de ella misma: «No sé qué tengo, papá.»
Probablemente había llorado por eso, porque algo debía de decirle que, a partir de entonces, nunca podría correr, ni trepar, ni ser como las demás personas.
Salí del cuarto. Llegué al mío. Me lancé contra la cama. Los pasos de Carlota trepidaban en mi cerebro: «Los últimos, los últimos.» Lloré hasta extenuarme.