38647.fb2 La gangrena - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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CARLOTA

– De modo que tiene usted una coartada que prueba mi inocencia…

Servando Fuentevella ha encendido un cigarrillo. No se tragaba el humo, lo ha expelido bruscamente, casi triunfalmente:

– Según usted sólo se es culpable en la medida en que los demás conocen nuestra culpa -he continuado diciendo-. Por lo tanto, si usted prueba mi inocencia, todo quedará arreglado. ¿No es así?

– En efecto.

Ya no había rayo de sol atravesando la estancia. La luz que asomaba por el ventanuco alto era débil y mortecina. Parecía como si los gérmenes que el sol había alumbrado, ya no existieran, como si al marcharse el sol, los gérmenes se hubieran ido con él. Sin embargo (no había duda), continuaban allí, ocultos, vitales, exactamente igual que mi culpa.

– Se equivoca, amigo: mientras haya una sola persona que conozca la verdad, el peligro persiste.

– ¿El peligro de qué?

– El peligro de la amenaza, del chantaje.

Fuentevella ha aplastado el cigarrillo contra el cenicero:

– Usted pretende inmiscuirse en el terreno de la moral. Yo me muevo en el terreno de la ley.

– ¿Y para qué se hizo la ley? ¿Para destruir la moral o para salvaguardarla?

Se ha levantado del asiento. Caminaba a lo largo de la estancia con pasitos cortos y preocupados. Se ha detenido, me ha mirado fijamente.

– ¿Quiere usted decirme, de una condenada vez, quién lo amenaza?

– Sólo puedo decirle que si usted «me salva», me habrá hundido definitivamente.

– ¿Por qué?

– A veces ninguna dictadura puede ser más cruel que nuestra propia libertad.

– Sofismas… Si es grave dejar una culpa sin castigo, más grave sería recibir un castigo sin culpa. Además -ha añadido-, ¿dónde caray deja usted mi reputación?

Al fin lo había soltado. Su orgullo profesional, su oportunidad hollada. ¿Quién era yo para entorpecer la reputación de un hombre que se ganaba la vida pleiteando?

– Le pagaré bien, pero, por favor, pierda usted su causa.

– No me dejo sobornar, señor Hondero. El soborno no encaja en mi ética.

Se ha marchado con la esperanza de su coartada atenazando mi recuerdo. Todo volvía a estar como al principio: inútil, igual que las piernas de Carlota.

Era difícil hacerse a la idea de su inmovilidad. Los primeros días el aturdimiento me impedía comprender aquello: «Te curarás», le prometí. «Te llevaré a los mejores médicos del mundo.»

También aquel día fue preciso soportar visitas. Venían a manadas como si Carlota hubiera muerto. Eran gentes alicaídas que explicaban casos similares, que ponían ejemplos, llenos de insustancialidad: «Luego creció y llegó a casarse…»

Fue un día largo y odioso. Un día desarraigado de todo. Lolita no tardó en venir. Se presentó en casa con su madre, los ojos hundidos, las mejillas pálidas. Apenas hablaba: me miraba. Serena la recibió compungida. «Ya lo ves, Lolita, un golpe terrible…»

Me preguntó si podía ver a la niña:

– Imposible -dijo Serena-, el médico lo ha prohibido.

Cogí a Lolita del brazo:

– Vamos: yo te llevaré a su cuarto.

Serena protestó: convencionalismos. La aparté de un manotazo. Carlota continuaba teniendo mucha fiebre. «Tú eres Lolita…», decía. Y cerró los ojos, como si no quisiera verla.

Lo difícil fue soportar la presencia de Paco. Llegó a mi casa de improviso, soplando, encogiendo la ceja. «Acabo de enterarme: horrible. Pero ¿cómo ha sido?» No le contesté. Dejé que Serena se lo explicara. Paco agarró mi brazo: «Espantoso, chico, espantoso… Un tremendo golpe bajo…» Me desasí bruscamente de él:

– Pero ¿qué te ocurre?

Serena dijo: «Déjalo: está preocupado por lo de la niña…»

Después fue Victoria: «Nuestra pobre pequeña…

No le contesté. Me limité a prohibirle que entrase en el dormitorio de mi hija:

– De ahora en adelante, seré yo quien se ocupe de Carlota.

Serena provocó una discusión aquella misma noche:

– Tu comportamiento con los Moraldo no ha podido ser más grosero: digno de un patán o de un loco.

La agarré del brazo y la llevé al salón. La lancé contra el sofá: cerré la puerta.

– Ahora grita lo que se te antoje.

Serena se quedó mirándome como si yo fuera un monstruo. Jamás me había visto tan furioso. Agarré su falda para bajársela: me repugnaba ver tanta pierna.

– Creo que has perdido la razón -decía.

Me acerqué al ventanal: un mundo de estrellas iluminaba la noche.

– Ahora vas a explicármelo todo -dije sin mirarla.

– ¿Explicarte qué?

Me volví hacia ella. Señalé el sofá.

– ¿Desde cuándo dura ese lío tuyo con el imbécil de Paco?

Creí que se abochornaría, que algo en ella iba a traicionarla.

– Repite eso otra vez: temo haber entendido mal.

– Me has entendido perfectamente. Anoche te oí llegar a las dos. Venías con Paco y me dijiste que habías llegado sola. Te pregunté a qué hora te habías acostado y me respondiste que hacía tres horas que dormías… Mentías, Serena. Os estuve escuchando, os estuve «soportando» hasta que todo acabó.

– Decididamente tú no estás en tus cabales, Carlos. Naturalmente que me trajo Paco. Naturalmente que estuvimos charlando un buen rato en el salón… Pero no estábamos solos. Victoria nos acompañaba. Pregúntaselo. Verás lo que te contesta.

– Entonces, ¿por qué me mentiste?

– Sencillamente: estaba cansada. No tenía ganas de dar explicaciones. Por eso te mentí. Me pareció más sencillo.

Hablaba tranquila, como si no mintiera: «Pregúntale a Victoria…» Sabía que era inútil. Victoria era la gran alcahueta de su propio marido.

– Supongo que ahora me darás una explicación.

Se le había puesto una expresión severa de mujer ultrajada.

Señalé el sofá:

– Hiede -dije-. Deberías cambiar de tapicería.

– Será porque esta tarde Lolita se ha sentado en él.

Lo dijo crecida, firme el habla y la actitud:

– La conozco bien: es una lagarta con aires de mosca muerta.

Hice ademán de marcharme. Se plantó ante la puerta:

– No, Carlos: esto no puede quedar así… Te exijo que me pidas perdón.

Nos miramos en silencio. Su odio tropezando con el mío. La aparté de mi lado. A partir de aquel día dormimos en habitaciones separadas.

Después vino el largo peregrinaje hacia lo imposible. Pero había que intentarlo todo. Recorrí con Carlota países lejanos, clínicas destacadas, médicos famosos. La respuesta era siempre la misma: «Sólo un milagro…» Me hablaron de recuperación: «Con tenacidad podría mejorar un poco.» La metieron en piscinas, idearon para ella aparatos especiales (rodrigones antiestéticos) que resultaron siempre ineficaces: muletas complicadas que dañaban sus sobacos sin conseguir mantenerla en pie. Carlota se desesperaba: «Me canso, papá…» Era como dejarla morir esperando que viviera, o darle vida para que agonizara.

Pero los desengaños no bastaban para desengañarnos del todo. Siempre surgía una nueva posibilidad, una brecha nueva abriendo paso a la esperanza. El mundo para mí se reducía a eso: buscar ayuda para mi hija.

Después vino la renuncia: la aceptación de aquel tremendo «inevitable». Fue una conformidad lenta, como la erosión de una colina baqueteada por la lluvia, y la realidad se fue imponiendo crudamente, sin atenuantes, con la renuncia a luchar y la costumbre de verla siempre en la sillita de ruedas.

Poco a poco la gente dejó de preguntar por ella: Carlota había recuperado la salud y sus piernas ya no contaban. Insensiblemente se había ido convirtiendo en esa «pobre chica que prometía tanto», en «una lástima»: alguien que pudo ser pero que nunca «sería». Una flor artificial que no precisaba agua en su vaso, una criatura de rostro bellísimo descartada de su condición de mujer.

Y la olvidaban: no era posible andar recordando siempre lo que dolía, lo que obligaba a sabernos limitados.

A veces Carlota se quedaba mirando a Sofía como si jamás la hubiera visto: examinándola de arriba abajo. Se detenía en las piernas: cerraba los ojos… «Nunca, ¿verdad?»

– Quién sabe, hija.

– ¿Para qué engañarnos?

Aquel año prometí llevarla en el barco a Italia.

– Podemos invitar a Sofía.

– No, papá: prefiero ir sola con vosotros.

Le daba reparo compartir con su amiga aquella invalidez.

Fue a partir de aquella renuncia cuando empezó mi declive. La vida tenía ya otro sentido, otro matiz. Nada conseguía el relieve de antaño. Había algo mortuorio en todo lo que me rodeaba. Recuerdo las calles: tenían la tristeza de los días sin sol, de la vejez prematura… El campo: era como un erial infecundo. El mar: una extensa llanura de recuerdos ahogados.

Y mi trabajo, mi estúpido trabajo, que en un momento dado llegó a parecerme importante… Era imposible vivir «como antes». El antes era ya una parodia de mi vida real: la de los domingos huecos y los proyectos cercenados. Me faltaba la urgencia. La urgencia era patrimonio de los otros, los que todavía esperaban «metas». Las mías se habían acabado para siempre. Sin embargo, era necesario continuar en el engranaje, improvisar sonrisas, dar ideas, opinar: mantener conversaciones: «Carlos, ¿has oído hablar de…?» «Deberías presentarte mañana en…» «¿Cuándo finalizará el informe…?» La gente actuaba, vivía, moría: «Fulano ha muerto…» Había que asombrarse y sentirlo: «A tal hora, el entierro…» Siempre había algún entierro pendiente, algún enfermo moribundo, algún «mal» peor que el mío. Y las consultas: «Carlos, por favor, ¿podrías recibirme?» Recibía, hablaba, opinaba. Pero todo quedaba en el mismo sitio.

Naturalmente, había recursos para aturdirse: el alcohol, las noches de luna junto a una mujer fácil, las mañanas soleadas en el yate Serena. «Vamos, Carlota, ahora te tenderé boca abajo para que tuestes tu espalda», y las drogas para dormir: «Mañana llegaremos a Portofino.»

Pero los recursos tenían también un límite. Luego venía la lucidez: la que desnudaba costumbres y señalaba vacíos.

Serena, en aquel viaje, se aburría. «Si al menos hubieras invitado a los Moraldo…» Alegaba que era un derroche escandaloso fletar un barco tan grande sólo para tres personas: «El próximo año invitaremos a los amigos de siempre: Carlota lo pasará mejor con ellos…»

Carlota asentía para no llevarle la contraria.

Lo mejor del crucero era la hora del baño. En el agua, las piernas de mi hija se reactivaban. Cierta vez llegó a creer que podía moverlas: «Mira, papá…» Era el oleaje, la corriente: esas pequeñas cosas de la naturaleza que a veces daban en parodiar ilusiones. Al subirla a cubierta, las piernas continuaban inservibles, fláccidas y descoyuntadas.

Al principio Serena había aceptado el viaje con aparente entusiasmo. De algún modo debía mostrar lo que, a todas luces, iba resultando indemostrable. «Esas ridículas sospechas tuyas…» se podían atenuar agregándose al viaje con sonrisas postizas: «Al fin y al cabo, veinte días pasan pronto…» Pero su aguante tenía un límite. No tardó mucho en dar a entender su fastidio. Especialmente cuando el mar se embravecía: «Buena la hemos hecho con este maldito viaje…»

Se cansaba: le faltaba público, admiraciones, motivos de estrenar atuendos, ojos que la desearan, comentarios que acariciasen su vanidad. Entonces rompía su cerco, desataba la lengua: se volvía agresiva. Rompía lanzas contra la gente: se quejaba de todo, sacaba a relucir retazos de vidas vergonzosas «para decir algo, para salir de esta horrible modorra». En sus labios había siempre una crítica: «Ese marinero que parece una mujer», «Aquella soltera que tuvo un hijo», «Aquel cura que colgó los hábitos…»

– Por favor, Serena: no conviene que hables así delante de Carlota.

– Carlota ya no es una niña: tiene derecho a enterarse de lo que es la vida.

– La vida no es sólo «eso».

Había otras cosas, otros caminos, otras mentalidades.

– ¿Cuáles? ¿Las de tu suegra, las de Dolores, las de Juan Villoria?

– También son seres humanos.

– No interesan.

– Pero viven.

Hasta aquellos momentos tampoco yo me había preocupado demasiado por el núcleo de «los otros», los que se reducían a respirar, a mirar las cosas sin codicia, a esperar sin inquietud el discurrir del tiempo… «Como Carlota…»

Habíamos puesto ya rumbo a Barcelona cuando un día Carlota me preguntó por su madre.

– ¿La recuerdas? -indagué.

Carlota asintió:

– A veces sueño con ella. -De pronto fijó su vista en la mía-. Tú la querías mucho, ¿verdad, papá?

Miré el mar. Me aterraba tropezar de nuevo con su mirada.

– ¿Te estoy haciendo daño? Lo siento. Nadie me habla de mi madre. Ni siquiera la abuela. Sólo me dice que tú fuiste muy bueno con ella.

– ¿Cómo la recuerdas?

– Triste, muy triste. También la recuerdo violenta, como si sufriera mucho.

– Tu madre era buena.

– Lo sé. Dolores me lo ha dado a entender varias veces. Pero tampoco quiere hablar de mi madre. Ni siquiera me ha dicho cómo murió.

– Sufrió un accidente.

– En la torre, ¿verdad?

Asentí.

– No entiendo por qué se niega a concretarme eso… Me refiero a Dolores. Cuando se lo he preguntado, me ha dicho siempre: «Déjate de preguntas…»

– ¿Y Serena? ¿No te habla Serena de tu madre?

– Procuro evitar que lo haga. Probablemente sufre al recordarla. Todo el mundo dice que tú querías más a mi madre que a Serena.

Hubo un lapso largo, ondulante, lleno de sonidos sordos: el mar cortado por la quilla, el motor rodando monótono:

– Entonces cayó de la torre…

Asentí.

– ¿Estás seguro, papá? ¿Estás seguro de que no…?

Me volví bruscamente hacia ella:

– No se te ocurra pensar eso de tu madre -dije-. La injuriarías, Carlota. Tu madre era religiosa. Jamás hubiera hecho lo que estás pensando.

Carlota bajó los párpados. Miró sus piernas:

– Perdóname, papá.

– Si quieres cerciorarte, puedes visitar su tumba. Fue enterrada cristianamente. Ningún suicida puede ser enterrado en cementerio católico.

Me acerqué a la popa. La estela que el barco dejaba trazaba un camino blanco, abultado y arisco:

– Le gustaba pintar… ¿No es así?

– Tenía su estudio en el torreón.

– Pintaba mal, ¿verdad? No hay un solo cuadro suyo en las paredes de la casa.

– Era doloroso verlos… Tu abuela los guardó en el estudio.

Me daba cuenta de que, sin querer, le iba explicando una Alicia extraña, una Alicia que hasta aquel momento nunca había intentado imaginar: con ilusiones, con afición artística, con esperanzas y deseos de vivir.

– Seguramente debo de parecerme a ella. También a mí me gustaría dedicarme a la pintura.

– ¿Estás segura?

– Llevo algún tiempo dibujando cosas.

Metió la mano en el bolsillo de la silla y extrajo una carpeta:

– ¿Quieres verlos?

Eran apuntes rápidos, de trazos firmes, de rasgos concretos.

– Esto es magnífico, Carlota.

– No: todavía no. Necesito estudiar…

No me había comprendido. No me había referido a sus dibujos; me refería a su afición. Era un recurso para proyectar su vida, para ser algo más que una inválida inservible.

– Sentiría que mi afición fuera sólo un recurso -dijo ella.

Parecía que hubiese leído mi pensamiento. También Alicia había dicho algo parecido.

– No lo será: tienes talento. Mucho talento.

Se le coloreaban las mejillas al decirle aquello.

– ¿Por qué no lo has dicho antes? En cuanto lleguemos a España me ocuparé de tus clases.

Carlota sonrió. Tenía unos dientes blancos, bien alineados, y unos labios suaves que a veces se fruncían en un mohín cómico:

– ¿Qué tal si me convirtiera en una pintora famosa?

– ¿Por qué no?

– Es bonito soñar… ¿Verdad, papá?

Respiraba hondo: miraba el horizonte.

– Y vivir… Sobre todo, vivir.

Fueron sus ganas de «vivir» las que poco a poco iban devolviéndome las mías. No era ya la costumbre de verla inválida lo que me conformaba: era precisamente aquella superación inconformista de mi hija lo que me estaba dando fuerzas para superar mi propia inconformidad. Lentamente la vida se fue acoplando a su parálisis, a su silla de ruedas, a sus límites. Le había puesto una mujer a sus órdenes para ayudarla y un mecánico para transportarla donde quisiera. Nunca le ponía trabas a sus movimientos. Y Carlota sacaba jugo de todo aquello. Salvo caminar, todo lo demás era patrimonio suyo. Había comprendido que vivir era, en cierto modo, incorporarse a la sociedad, formar parte de ella, ser algo más que un ente individualista y aislado.

Volvió a unirse a Sofía; salían juntas, trataban a otras personas de su edad…

Aquel año nos cambiamos de casa. Compré un chalé desahogado en la avenida Pearson. Lo mandé reformar para que Carlota pudiera recorrer la casa entera sin hallar impedimentos. Confeccioné rampas, instalé un ascensor, construí una piscina y destiné una habitación muy amplia, en lo alto de la vivienda, para ella sola. Allí tenía su estudio, allí tomaba clases y allí recibía a sus amigos.

Recuerdo que Serena despertó en ella el gusto de la decoración. Más de una vez salieron juntas a recorrer tiendas, como si Carlota tuviera piernas y no precisara la escolta del mecánico. «Lo que importa es el cerebro, las ideas, la gimnasia mental…», le decía Serena. Carlota le agradecía aquellas frases animosas:

– Quisiera ser como Serena -me decía a veces-. Bonita, inteligente, elegante…

La admiraba. Para ella Serena era la encarnación de todo lo deseable y no comprendía mi evidente falta de interés por lo que ella juzgaba esencial.

– Sólo le falta algo…

Aquel día era otra vez primavera. Y la tierra del jardín despedía efluvios suaves de brotes recientes. Junto a la piscina, había un ciprés nutrido; tras la verja un sauce llorón, y al filo de la casa, un largo seto de rosas.

– ¿Qué? -pregunté.

Estábamos los dos solos echados en las tumbonas tomando un sol todavía algo enclenque:

– Confiar en Dios.

– ¿Tú confías en Él, Carlota?

Asintió con firmeza:

– ¿Sabes una cosa, papá? A veces le doy las gracias por mantenerme sujeta a esta silla.

La acariciaba como si fuera un ser viviente. Sonreía y en sus ojos había una luz extraña:

– ¿Cómo puedes decir eso, hija mía?

– Es preferible estar sujeto a una silla que estar sujeto a la locura.

– Existe un término medio.

Negaba. Se aferraba a su idea:

– El término medio siempre se decanta hacia la tentación de dudar.

– ¿Tú no dudas?

– No, papá: creo más que nunca.

Quería preguntarle por qué. Pero temí que no supiera contestarme.

– Veo a Dios en todo. Míralo, está ahí, en ese ciprés, en ese seto, en ese sauce… Desde mi silla es muy fácil ver esas cosas… Lo malo es estar absorbido por lo que llaman vida normal…

Respiró hondo: abrió los ojos, sonrió.

– No quisiera ser una de esas personas que se preguntan por qué viven, por qué sufren, por qué luchan…

– ¿Te lo has preguntado alguna vez?

Asintió. Volvió a mirarme:

– Hasta que un día Dios dijo: «Basta, Carlota: ya no habrá más preguntas para ti. Quiero ser tu única pregunta y tu única respuesta.»

– ¿Estás segura de eso?

– A veces Dios señala -continuó diciendo-. Pone su dedo sobre una persona… ¿No lo sabías? Y cuando hace eso, es inútil resistir. Se queda el dedo grabado para siempre…

No había tristeza en sus frases. Sólo una gran serenidad y una especie de alegría temblorosa que las volvía vibrantes:

– No he vivido mucho -siguió diciendo-. Pero conozco la vida. Ya te he dicho que desde mi silla todo se ve mucho mejor… El mundo está lleno de miserias: la guerra del Vietnam, las drogas, las rebeliones de los exaltados, las extravagancias de los yeyés, los asesinatos, incluso la desabrida paz de esa gente nueva que llaman hippies… No los envidio, papá: prefiero continuar en mi silla.

No me convencía. Había demasiada utopía en todo lo que me estaba diciendo. Por un momento olvidé que estaba hablando con ella.

– ¿Por qué a ti? ¿Por qué has tenido que ser tú la que Dios marcara? ¿Por qué no otra persona?

Carlota rompió a reír.

– No irás a decirme que intentas comprender los motivos de Dios.

– Eso es lo que me rebela: no comprenderlos.

– Pero, papá… ¿No te das cuenta de que si tú los comprendieras Dios iba a ser tan pequeño como tú?

Lo que más me sorprendía era la tranquilidad con que abordaba el tema; la paz que brotaba de sus palabras.

Me habló de pronto de su futuro. Decía que no le asustaba: «Yo sé que nunca conoceré el amor humano…»

– Pero, papá, ¡qué poca gente lo conoce…!

Era extraño que una muchachita de su edad fuera capaz de pensar de aquel modo: «Todo el mundo habla de él, pero nadie sabe lo que es el verdadero amor… Fingen quererse, fingen ser felices…»

– Yo he elegido el amor completo: el que no regatea nada.

Me puse en pie. Algo en mí se rebelaba. Me enfrenté a ella:

– A cambio de tenerte sujeta… Un precio caro, hijita.

– No, a cambio de mi libertad, de mi esperanza, de mi fe.

– ¿Puede bastar eso, Carlota?

Rompió a reír:

– No lo sé, papá: estoy empezando a probarlo -dijo bromeando-. Me queda una vida por delante para averiguarlo.

Al llegar la noche volví a recordar la conversación que había mantenido con Carlota: «Se agarra a su fe para no morirse de tristeza -pensaba-. Para soportarse a sí misma…» Y acabé diciéndome que si Dios existía, era injusto que hubiese tolerado aquella desgracia.

Encendí la luz. Recorrí la estancia con la mirada: vi el televisor, las fotografías de Carlota cuando corría por el césped de Can Pou, cuando se bañaba en la playa, cuando jugaba con Sofía…

No podía admitir que Carlota me hubiera expuesto su pensamiento de un modo tan rotundo y tan sencillo y que, al contemplar sus piernas, sonriera y, en un arranque de sinceridad, me hubiera confesado: «Prefiero estar sujeta a esta silla…»

Al día siguiente llegué al Banco enervado, laso, el insomnio adherido a mis piernas; me sentía viejo, con la extraña vejez de los vagabundos sin rumbo o de los exiliados solitarios. El teléfono, aquel día, sonaba persistentemente. Fue un día agitado, de ritmo delirante. Había mil cosas que aprobar, o discutir, o poner a debate… Pero de vez en cuando todo se detenía. Brotaba la voz de Carlota: «No irás a decirme que intentas comprender los motivos de Dios…»

A decir verdad, tampoco comprendía los motivos de los hombres. Era un mundo absurdo el que vivíamos, un mundo atosigado por el propio atosigamiento. Había sucesos, reacciones, violencias… Los años pasaban cada vez más deprisa, acumulando noticias, atropellando ideas… ¿Para qué?

Recordaba las bromas de Paco, las borracheras de Victoria, las estúpidas reuniones de Francisca Repecho, las teorías vindicativas de la condesa de Trigo… Todo seguía igual, copiándose a sí mismo, ridículamente exacto a su propia exactitud. Pero entre Serena y yo todo era ya distinto. Incluso había veces en que nada de lo que ella pudiera hacer, me importaba. Su asunto con Paco era una certeza que oficialmente se había quedado en duda, en una apariencia oficiosa que, sólo al recordarla vagamente, me afectaba. Tampoco las noticias mundiales lograban mantenerme en vilo como antes: tenía la impresión de que el tiempo pasaba deprisa sin dejar huella: todo iba quedando en agua de cerrajas: los temblores de tierra del Brasil y del Perú, la muerte de los famosos, el terremoto del Irán…

Montini ya no era el predilecto: su Humanae vitae y sus frecuentes suspensiones a divinis le habían restado popularidad entre sus afectos: «Está chocheando», afirmaba la condesa de Trigo. Ya no se acordaba de lo mucho que se había alegrado el día en que lo habían nombrado Papa. Probablemente se hallaba influida por el padre Antonio: «No es ni convincente ni definitiva», decía aquél al referirse a la encíclica, y defendía «las iglesias reprimidas» cuando se aliaban a los disidentes del Norte: «No hay que ser inmovilista…»; de vez en cuando alguien se hacía cruces cuando se hablaba de la ETA, pero, en definitiva, nadie sabía aún qué significaban aquellas tres letras.

El Banco prosperaba: la fuga de capitales había dado un vuelco. Repentinamente España se había vuelto receptora y los capitales extranjeros encontraban un encaje perfecto en Torremolinos y Marbella.

A veces, al recordar al tío Rodolfo y a mi madre, me pregunte cómo hubieran asimilado ellos el cambio enorme que estaba experimentando el país, Europa, el mundo entero… Las sordas rebeliones de la juventud. «Hay que desconfiar de todos los mayores de treinta años» contra el estancamiento y la tradición. La inquietud por lo nuevo espoleaba a todos: «En julio llegaremos a la Luna…» Parecía como si el hecho de llegar a la Luna fuera a transformar la faz de la Tierra. «Nixon será el presidente de la Luna…» Y los ovnis: «avisos del cielo», decían algunos. «Sugestión colectiva», decían otros. «Gentes de otros planetas», aseguraban los soñadores.

Cuando llamó Paco para rogarme que lo recibiera, estuve a punto de negarme. Había tenido una mañana agotadora y su presencia en aquellos momentos no era precisamente lo que estaba deseando. «Serán cinco minutos.»

Llegó puntualmente, se sentó frente a mi butaca y me ofreció un cigarrillo. Despotricó contra el ordenanza: «No me dejaba subir: es un asqueroso fascista…», decía. Le rogué que despachara pronto porque tenía mucho trabajo:

– Serán cinco minutos.

Enseguida abordó el tema. Me preguntó si conocía la firma norteamericana High Woodmade and Company:

– Una gran empresa: una cadena hotelera de gran renombre universal. Van a construir en Marbella un hotel monstruo: algo nunca visto…

Añadió luego que lo habían elegido a él mediador en las negociaciones:

– Ya sabes: tengo influencias y eso se cotiza… Esperan que me convierta en una especie de consejero delgado… Esas gentes son así: exigen garantías. Un representante español que los resguarde, alguien que esté estrechamente vinculado a la empresa para que se tome interés.

– Y te han elegido a ti.

– Así es: se han informado. Saben que mis suegros son personas solventes.

– ¿Y tus suegros se han enterado?

– Todavía no. Están con un pie en la tumba. Sobre todo mi suegro, que es el interesante. El médico le ha dado un año de vida.

Lo decía satisfecho saboreando el remate de aquel año como si estuviera ya a punto de cumplirse.

– En cuanto se esfume, ya lo sabes: Victoria heredará una fortuna. No es ningún secreto.

– Así que vas a convertirte en hombre de empresa.

Causaba risa que aquella calvicie y aquellas cejas pudieran algún día tener relieves de fundador, de hombre serio perorando sobre los derechos del capital (el que nunca había tenido ni iba a tener), aceptando adulaciones de los que, hasta entonces, sólo habían recibido condescendencias, y presumiendo de cosmopolita por unir su apellido a una empresa hotelera con nombre de cadencia americana.

– Menos coña, que esta vez va en serio.

– Así que vas a alinearte en Marbella… ¿Qué pretendes? ¿Erotizar la sociedad de consumo?

– Hasta cierto punto no te equivocas. El desarrollo del país confía mucho en esa erotización.

– Pues adelante.

Se llevó la mano al cogote. Lo rascaba.

– Todo depende de ti.

– Me lo temía -repuse-. ¿Qué debo hacer?

Comenzó atacando a sus suegros. (Paco llevaba ya una temporada en que, en cuanto se terciaba, iniciaba las conversaciones con aquel tipo de ataques.) «Sólo piensan en ellos, en su maldito dinero… La pobre Victoria se pudra.»

– La verdad es que cuando la gente llega a cierta edad debería morirse: simplemente por buen gusto, por sentido del deber, por no molestar a los que vienen detrás, ¿estás de acuerdo? Yo me pregunto, ¿qué diantre pueden hacer ya en la vida ese par de momias carcomidas?

Y acabó diciendo que la mayoría de las gentes que sus suegros habían tratado, o se habían muerto o habían cambiado. «Son como fantasmas…»

En aquellos momentos tenía la impresión de que todos éramos fantasmas: Incluso yo. Y acababa de cumplir cincuenta y tres años.

– ¿Dónde caray quieres ir a parar?

Paco encogió la ceja. Pensé: «Ahora me incluirá en el lote.» Había llegado el momento de pedirme dinero. Podía olfatearlo en su modo de fumar, de rascarse el mentón y de aplastar el cigarrillo.

– Necesito que me concedas un crédito.

– ¿Cuánto?

– Tres millones de pesetas.

– ¿Contra qué? ¿Cuál es tu garantía?

– La herencia de mi mujer.

Paco cambió de expresión, tragó aire sin saliva y esperó impaciente mi respuesta.

– Por lo que me has confiado, deduzco que esperas la muerte de tu suegro para cancelar la deuda. ¿Has pensado en los intereses?

– Confío en que los acumules hasta poderlos pagar.

– ¿En razón de qué?

Paco hinchó el tórax y carraspeó nervioso:

– En razón de nuestra amistad.

– Nuestra amistad -repetí-. Comprendo… Pero el Banco no es sólo mío: existen otros accionistas. Lo primero que objetarán es la precariedad de esa famosa herencia.

– Un año -me interrumpió-. Puedo garantizarte que sólo transcurrirá un año… Si quieres informarte habla con el médico. Verás lo que te dice. Mi suegro es ya un muerto en potencia.

– ¿Quién no lo es? -repuse fríamente-. También tú lo eres.

– Hombre: no seas cenizo. -Y buscó madera ansiosamente para rozarla con el índice y el meñique.

– ¿Quién no te dice que al salir de aquí te atropella un coche y te quedas frito? ¿Me quieres explicar qué pasaría entonces con tu famosa garantía?

– No irás a desearme la muerte, Carlos Hondero.

– Hombre, si te murieses ahora evitarías a los otros el bochornoso espectáculo de tu decrepitud futura… Ya no eres un niño, Paco.

Se miró al espejo que tenía delante, volvió la cabeza a un lado y puso cara de fotografía:

– Tampoco soy un vejestorio… Acuérdate de nuestras enamoradas del golf.

Paco se refería a dos niñas medio bobas que cuando pasábamos él y yo por delante de ellas cuchicheaban y reían.

– Todavía somos alguien, todavía, bueno: tú me entiendes.

Lo entendía. Quería hacerse el cachondo, el compañero de juergas, el potente, para atraerme a su terreno y convencerme.

– Además, habría que hablar con Victoria. No olvides que la heredera es ella.

– Pero yo soy su marido.

– Estamos en Cataluña, Paco: si ella quiere puede cortarte el suministro.

– Victoria hará lo que yo le diga.

– ¿Tanto la dominas?

Empezaba a mosquearse. No le gustaba mi forma de tratar el asunto.

– Victoria confía en mí.

Le dije que no prometía nada, pero que expondría el caso en el próximo Consejo.

Paco insistió:

– Necesito saberlo ahora. Me han dado tres días de plazo.

Me fijé en sus manos: lo delataban. Eran unas manos inestables, llenas de desazón.

– El Banco necesitará informarse sobre la solvencia de la Compañía. ¿Cómo has dicho que se llamaba?

– High Woodmade… -vaciló-. ¿No te basta mi palabra?

– No, Paco: no me basta.

Cambió repentinamente de expresión. Era otra vez la cara de Paco niño, la que ocultaba mal su miedo a fracasar en los exámenes, la que se encorajinaba cuando lo suspendían.

– Entonces tendré que recurrir a Lolita: tal vez ella te convenza.

– ¿Qué pretendes insinuar, Paco?

Me puse en pie de un salto. Me acerqué a él.

– No me mires así, Carlos: esta vez no bromeo.

Estuve tentado de agarrarlo por la solapa y levantarlo del sillón. Me reprimí. Quedé frente a él viendo cómo cruzaba las piernas y encendía otro pitillo.

– Hasta tu propia hija se ha dado cuenta de lo que hay entre vosotros.

– ¿Qué clase de reptil eres, Paco? ¿A qué viene meter a Carlota en ese maldito lío?

– Carlota puede saber más de lo que tú imaginas.

– ¿Qué es lo que puede saber?

– Lo que salta a la vista, Carlos: tus desaires a Serena. Es evidente que, últimamente, la tienes muy abandonada.

Lo peor era ver su ceja encogida, su párpado entornado, como si la ceja le pesara, su forma de mover las pupilas, como si no pudiera fijarlas de una vez.

– Carlota quiere mucho a Serena -continuó diciendo-. No creo que le gustara saber lo mucho que Serena sufre por culpa de su propio padre…

– Tendrás valor…

– No te sulfures, Carlos: Serena sufre mucho contigo. Dice que desde la enfermedad de Carlota, te has vuelto muy raro, que la tienes atenazada, que no le das dinero, que le regateas hasta cien pesetas…

– Eso es mentira: Serena tiene todo lo que precisa.

– Pero con humillaciones.

Recordé conatos de escenas fugaces entre mi mujer y yo: sus constantes peticiones a fondo perdido, sus sablazos sin justificación: «De ahora en adelante deberás especificar para qué quieres el dinero», le había dicho yo en un arrebato de furia. Y el comentario de Serena: «Con razón tu hija dice que eres un tacaño…»

– Yo no la humillo, pero quiero saber qué hace con el dinero que le entrego.

– Es una manera de humillarla.

– ¿Y tú cómo sabes eso?

– Serena me lo cuenta todo… No te extrañe, Carlos. Siempre fuimos buenos amigos. ¿Has olvidado ya que la conociste gracias a nosotros?

Era imposible olvidar aquello. Venía recordándolo día tras día y noche tras noche.

– Supongamos que yo sea, efectivamente, tacaño con Serena. ¿Me quieres explicar qué caray te importa a ti lo que yo hago o dejo de hacer con mi mujer?

Paco lanzó una anilla de humo y miró al techo:

– A mí nada. Al único que ha de importarle es a ti. Sería muy lamentable que tu hija se enterase de ciertas cosas ocultas…

Se puso en pie. Aplastó el cigarrillo contra el cenicero y volvió a mirarse al espejo. Se arreglaba la corbata, y contemplaba su perfil de reojo, poniendo cara de fotografía:

– Todos tenemos algo que ocultar, Carlos… Especialmente a las personas que mejor concepto tienen de nosotros.

Me tendió la mano:

– Piensa bien lo que te he dicho.

Miré su mano: no era la de un chantajista o la de un atracador. Pero estaba llena de amenazas.

– De acuerdo -repuse-, lo pensaré.

– No olvides el plazo -recordó-. Son tres días. Sólo tres días.

Se fue alzando la mano que yo no había estrechado: «Ciao, bambino. Hasta más ver.»

Creo que fue aquel día cuando empezó el largo calvario de mis temores. Hasta entonces habían surgido esporádicamente, de un modo aislado, sin que llegaran a prender mi atención.

Había en juego varios elementos, pero todos giraban en torno a Carlota: Lolita, mi prestigio como marido de Serena y, sobre todo, el elocuente silencio de «aquello que se ocultaba» y que Carlota no sabía…

Comprendí enseguida que de nada iba a valer plantarles cara o hacerme el ofendido: la espada de Damocles estaba sobre mi cabeza y sobre la de mi hija. Aquélla visita de Paco me había traído el aviso. Por la tarde llamé por teléfono a Lolita. «Tenías razón, Lolita: tu hermano es un perro sarnoso.» Le conté la conversación que habíamos mantenido en el Banco aquella mañana: «Ahora más que nunca creo que Serena y él están liados. Su forma de hablar lo ha puesto en evidencia.»

– ¿Qué vas a hacer?

– No lo sé.

– Piénsalo bien, puedes perder ese dinero. Puedes perder a tu hija…

– Lo haré: te lo prometo.

Hubo un silencio prolongado. Escuché un sonido que podía ser un sollozo.

– Lolita, ¿estás ahí?

– Sí, Carlos.

– Escúchame.

– Te escucho.

Ni yo mismo sé por qué me subió a la boca. Necesitaba decírselo. Necesitaba que lo supiera.

– Es un poco ridículo hablarte de esas cosas por teléfono… Pero quizá sea mejor: Te quiero, Lolita. Te quiero tanto como a Carlota.

– Lo sé, Carlos. También yo te quiero a ti.

– Me parece idiota no habértelo dicho antes.

– No importa: yo lo sabía.

– ¿Desde cuándo?

– Desde siempre.

Otra vez el silencio. Y su respiración. Y la cercanía de centenares de kilómetros resumidos en un hilo.

– Quisiera tenerte a mi lado.

– ¿Para qué?

– Para decírtelo cara a cara, para no separarme de ti, para…

– Por favor, Carlos, no sigas.

– ¿Por qué?

– Sería inútil.

– Mañana iré a Madrid. Necesito hablar contigo.

Un silencio largo. Un gemido casi imperceptible.

– No, Carlos: mañana saldré de viaje. Iré a París con mi marido.

– ¿Te lo ha pedido él?

– Se lo voy a pedir yo.

– No lo hagas, Lolita. Espera a que vaya yo a Madrid. Quiero hablar contigo.

– Ya lo estás haciendo.

– Te lo suplico.

– No insistas.

De nuevo el silencio. Y la tristeza de la lejanía. Y el sinsabor de no saber por qué estaba ocurriendo lo que ocurría, o por qué no ocurría lo que debería haber ocurrido hacía mucho tiempo.

– He sido un imbécil, Lolita: un perfecto imbécil.

– No te culpes -dijo ella-. Sería darle la razón a la trampa.

– ¿Qué trampa?

Lolita dejó escapar un suspiro casi brusco:

– La de nuestros errores. Hay que sacar el mejor partido posible de ellos. De lo contrario, nos hundiremos.

– Yo estoy ya hundido.

– Todavía no, Carlos. Debes luchar.

– ¿Para qué?

– Piensa en tu hija.

– No hago más que pensar en ella.

– Es lo único que importa.

– También tú importas.

– Yo soy el pasado, Carlos. No quieras convertirlo en presente. Cometerías otro error.

– Me estás pidiendo que renuncie a vivir.

– No: únicamente te estoy pidiendo que renuncies a verme.

– ¿Por qué, Lolita? No tienes derecho. No puedes exigirme eso.

– No te lo exijo -murmuró ella-. Sólo te lo pido.

– Por favor, no cuelgues aún. Escúchame… Aquella tarde en San Sebastián… ¿Recuerdas? ¿Sabes a lo que me refiero? Aquella tarde…

– No conviene hurgar cadáveres, Carlos. Ni tú ni yo somos ya los mismos. Aquella mujer era una niña alocada y aquel hombre era un pobre ambicioso cargado de vanidad. Los dos han muerto.

– Pero seguimos latiendo.

– Es curioso… -rió sin ganas-. Supongo que a eso se le llama sobrevivir.

– Para mí significa más. Significa tener esperanza.

– ¿De qué?

La voz se le iba:

– No vuelvas a engañarte, Carlos…

– Por favor, no te vayas aún.

– Adiós, Carlos.

– ¿Lolita? ¿Estás ahí, Lolita?

No hubo respuesta. Colgué el auricular. Al día siguiente llamé a Paco para decirle que podía contar con el crédito. «Yo mismo avalaré el préstamo.»

Llegó al Banco satisfecho, otra vez sumiso:

– Una buena inversión, Carlos: no te pesará. A lo mejor puedo devolverte el dinero antes de que mi suegro palme.

Aquel año la primavera volvió a llenarse de festejos entre los intocables. Se hablaba mucho de que los Rampardal iban a celebrar un baile «monstruo» en su finca de Cadaqués. Los Rampardal eran ya los amos de la situación. En cierto modo sus millones estaban sustituyendo al aristocrático bullir de los Sobrado, los Repecho y los Cabeza de Moro. Muchos apellidos ilustres comenzaban a ser desguazados por apellidos como el suyo: plebeyos, pero cargados de «posibles». Además los Rampardal eran todavía jóvenes mientras que los Sobrado y los Repecho (padres) comenzaban a declinar visiblemente. Los Cascote ya no iban a Estoril y Tico Sobrado iba perdiendo sin remedio su categoría de conquistador.

Había un mundo de diferencia entre los intocables de mi adolescencia y los de aquel momento. A nadie interesaban ya los martes de los viejos Moraldo, ni la opiniones de Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor) ni los chistes facilones del conde de Trigo. Interesaban los nuevos, los que llegaban a España a lomos de la ola turística, los artistas del momento, los avanzados… Por eso Francisca Repecho no ofrecía ya festejos sin una figura destacada capaz de divertir: «Habrá mucha mezcla», decía. Precisamente lo contrario de lo que años atrás hubiera dicho.

Serena no perdía ocasión de asistir a todos los festejos que Francisca organizaba: «Es la única que ha sabido cambiar el panorama de la sociedad», decía.

Y me arrastraba con ella, «para que la gente no murmurase», para que todo el mundo se diera cuenta de que nuestro matrimonio había sido un éxito.

Pero me aburría. Era una tortura para mí escuchar noche tras noche las sandeces de aquellos que hablaban sin oír, o presenciar las borracheras de Victoria (cada vez más fofa y desbocada), o contemplar las miradas furtivas que se dirigían Paco y Serena cuando suponían que yo no reparaba en ellos. Y soportar las opiniones de los que no se resignaban al cambio, los que juzgaban que el «turismo barato» estaba destruyendo a España, o los que se remontaban a su juventud para contar anécdotas que no interesaban, que nada tenían que ver con el vertiginoso presente que nos estaba acogotando.

Luego, «los elegantes venidos a menos» que presumían de boutiques, o los nuevos pobres que se dedicaban a gorronear, y los aprovechados, que sacaban partido de todo para medrar a fuerza de lugares comunes: «Voy a abrir una mini-tienda.» «Fulanito ha puesto un mini-bar.» Desde que se había puesto de moda la mini-falda, todo se había vuelto repentinamente «mini». La falta de imaginación era evidente, pero todos los dueños de algún «mini» se sentían emocionadamente originales cuando mencionaban sus «minerías».

Era muy cansador soportar todo aquello. Era casi tan desmoralizador como recordar a Lolita lejana o a Carlota en su silla de ruedas. Era como si también aquellas gentes anduvieran en sillas de ruedas, como si todos viviesen paralizados.

Al llegar a casa Serena siempre reprochaba mi actitud: «Siento decírtelo, pero estás perdiendo puntos…» Y añadía que los amigos empezaban a encontrarme tostón, que ya no era el de antes, que la gente se aburría cuando estaba a mi lado…

– ¿Me has oído, Carlos? La gente se está cansando de ti.

También yo me estaba cansando de la gente. Había sentimientos irremediablemente mutuos.

Pero mi aguante llegó al extremo cuando me vi obligado a soportar el crucero de aquel verano.

Serena, escarmentada por su tedio del año anterior, se había desquitado invitando ella sola a los amigos. «Como Carlota prefiere quedarse…» Había los de siempre más algún elemento nuevo. Uno de aquellos elementos era una mujer extranjera. Una otoñal de pelo descolorido, cogote recio y mirada dura que acababa de separarse de su marido. «La pobre Marión está muy triste», decía Serena y se había propuesto «consolarla».

Fueron veinte días agotadores. El tema principal lo encabezaba siempre el padre Antonio. Nadie podía asimilar aún que hubiera colgado repentinamente los hábitos: «Al parecer, se ha fugado con su secretaria.» Francisca Repecho estaba verdaderamente consternada: «Pensar que hace poco más de un mes me confesé con él…» Victoria la tranquilizaba: «No te preocupes, ya se habrá olvidado de tus pecados.» Teresa Rampardal se hacía la escandalizada: «Pero si parecía un santo…» «Tanto hablar de amor…» Y Paco aprovechó la coyuntura para largar uno de sus chistes de mal gusto sobre los curas yeyés. Recordé a aquel hombre cuando todavía llevaba clergyman… Entonces aún era «alguien». Luego había ido perdiendo categoría social. La gente, en cuanto lo vio vestido de seglar, dejó de invitarlo.

No tardé mucho en percatarme de lo que estaba ocurriendo entre Victoria y la nueva del cogote recio. Tras su apariencia de valquiria rubia, se escondía una lesbiana como una catedral.

Cuando regresé a Barcelona le comuniqué a Serena rotundamente que aquél era el último año de barco.

– Pienso venderlo.

Me miró de soslayo: frunció el labio inferior.

– Tú verás lo que haces -me dijo-. Los amigos no van a perdonártelo.

– Cualquiera diría que he comprado el Serena para los amigos.

– ¿Para quién si no?

– En principio lo compré para ti.

– Entonces, ¿cómo te atreves a venderlo sin consultarme?

La miré de arriba abajo.

– Tú ya no me perteneces.

Lo dije sin nostalgia, sin dolor: únicamente con asco.

– ¿Qué intentas darme a entender?

– ¿Para qué describirte lo que sabes mejor que yo?

No había violencia entre nosotros: únicamente una repugnante frialdad:

– Lo que me admira -dijo ella- es cómo imaginando lo que imaginas tienes el cinismo de tolerarlo.

– Entonces ¿lo admites?

– No he dicho que lo admitiera. Sólo me intriga saber lo que pasa por tu torturado cerebro.

– Todo -dije-, todo lo imaginable.

– ¿Y cuál es la consecuencia?

– Eso está aún por ver.

– ¿Me amenazas?

Esbocé una sonrisa despectiva:

– Es demasiado peligroso amenazarte, Serena. Prefiero dejar las cosas tal como están.

– ¿Hasta cuándo? -cambió de voz-, ¿No pretenderás deshacerte de mí como hiciste con Alicia?

Fue la primera vez que lo dijo abiertamente.

– ¿Cómo te atreves? Sabes muy bien que yo no maté a Alicia.

– Hay muchas formas de matar, querido Carlos. ¿Te has olvidado ya del famoso papel que dejó en tu dormitorio?

Me acerqué a ella. La agarré por los hombros. La vi de pronto con el rostro de Estrella; tenía la misma sonrisa, el mismo odio en la mirada.

– Me repugnas, Serena, me repugnas.

La empujé contra el sofá y salí de la estancia.

No fueron sólo las amenazas. Hubo mucho más: un continuo desprestigiarme entre los amigos: «Ese Carlos es un celoso empedernido… No me deja dar un paso…» Un continuo sacarme dinero: «Además, se vuelve tacaño.» Un continuo prescindir de mí: «Es mejor que no me acompañes, Carlos: te aburrirías demasiado…» Todo se repetía. Sólo que los papeles se habían trastrocado.

A veces, cuando me miraba al espejo era como si estuviera asumiendo la expresión triste de mi primera mujer: «¿Por qué te casaste conmigo, Carlos?» También yo me estaba preguntando por qué motivo se había casado conmigo Serena.

Incluso los amigos empezaban a tratarme como en tiempos habían tratado a Alicia. En cambio, la personalidad de Serena crecía; Serena era divertida; Serena era animada; Serena no tenía una hija paralítica que estuviera paralizando su vida.

Así me fui introduciendo en el silencio, en la misantropía, en la soledad. Lo peor era los reproches de Carlota. Ella no sabía: «Papá, estás descuidando a la pobre Serena… Deberías acompañarla.»

Aquel verano me sentía cansado y prolongué mis vacaciones más de lo habitual. Me quedé en Can Pou con mi suegra y con Carlota. Serena se resistía a «enclaustrarse», como decía ella. Tenía proyectos: viajes al sur de España. «La cadena hotelera de Paco costeará mis viajes…» Y yo fingía creerla, para no violentarla, para que mi hija continuase suponiendo que las ausencias de Serena eran lógicas y normales.

Lo más difícil de soportar era el distanciamiento de Lolita, la falta de cartas suyas, su total aislamiento. Por primera vez me sentía viejo, desgastado, sin empuje para vivir. La hora mejor era la del baño; cogía a Carlota en los brazos, la metía en el agua. La obligaba a bracear. Y Sofía nos contemplaba sonriendo.

– Lo estás haciendo muy bien, Carlota…

También Carlota sonreía. No tenía ya ni prejuicios ni complejos. Por las tardes solían llegar chicos y chicas de su edad a Can Pou. Mi suegra los recibía con su proverbial entusiasmo. Se creía joven como ellos, les preparaba la merienda, los obligaba a reír…

Serena llegó hacia finales de agosto: venía morena, esbelta, cargada de regalos. «Un día te llevaré al hotel del tío Paco -le anunció a Carlota-. Está quedando precioso», y afirmaba que la empresa le había encargado que asesorara gran parte de la decoración.

Cuando entró en su cuarto, Carlota y yo la seguimos. Abría la maleta, colocaba las prendas sobre la cama. Pregunté directamente:

– Supongo que el suegro de Paco continuará vivito y coleando.

Serena cambió de expresión:

– Si no se ha publicado la esquela, es de suponer que continúa vivo.

Tras el ventanal se veía una tierra guijarrosa cercando la explanada del jardín. Era un paisaje empapado de verano, de sequedad, de torridez.

– Paco afirmó que tenía un año de vida -insistí.

Carlota también miraba el paisaje. Decía que iba a sacar un apunte desde el balcón de Serena. Serena continuó extrayendo prendas de la maleta.

– Si el conde de Remo te estorba… Ya sabes lo que debes hacer, Carlos.

Carlota se volvió hacia nosotros. No entendía. Reaccioné pronto. Lancé una carcajada, me acerqué a Serena, acaricié su brazo: «Estás muy guapa -le dije-. La estancia en Marbella te ha probado.»

Y la soga de mi cuello se iba estrechando.

Regresamos a Barcelona muy cerca del otoño. Desde la avenida Pearson, Barcelona se veía ya envuelta en frío y humedad.

Aquella temporada Paco solía pasar muchas horas en nuestra casa. A Carlota solía divertirle su charla; sobre todo cuando lanzaba sus noticias inéditas. Fue él quien primero habló del asunto Matesa. Conocía a fondo los pormenores:

– Ahora es cuando podemos afirmar que España está avanzando: hasta tenemos nuestro escándalo público a nivel de los países pudientes… -Serena reía-. Sólo nos falta un buen secuestro de aviones para completar nuestro prestigio internacional.

Todavía no me resultaba demasiado difícil mantener una conversación con aquel hombre. Todavía, cuando pensaba en su lío con Serena, no llegaba a exasperarme. Todavía nos tolerábamos, como si yo no «supiera» y él no supiera que yo «lo sabía».

Fue el año de las alarmas bancarias y de los sondeos de créditos desmedidos. El asunto Matesa había despertado conciencias y provocado suspicacias.

Fue entonces cuando le insinué a Paco que empezara a devolver su crédito. «Los intereses acumulados están preocupando a los consejeros.»

Paco no se inmutaba: «Mi suegro no puede tardar en morirse», me contestó fríamente.

No obstante, el tiempo pasaba y el conde de Remo, contra todas las previsiones, continuaba vivo. Al fin decidí intervenir. Me puse en contacto con la compañía High Woodmade de Málaga. Averigüé entonces lo que ya había supuesto: Paco sólo había intervenido como mediador entre los dueños del terreno y los compradores. Lo demás había sido puro invento. El crédito que había pedido no formaba parte del capital de la empresa.

Lo llamé por teléfono. Le dije que deseaba hablar con él en mi despacho. Se presentó en el Banco con aires sosegados, sin dar muestras de la menor alteración. Venía galleando sobre el viaje de Nixon a España, decía que lo había conocido en Madrid: «Un gran tipo ese Nixon.» Últimamente Paco ya no se contentaba con el roce de los importantes nacionales. Necesitaba presumir también de internacional, de hombre influyente más allá de nuestra esfera política.

– Celebro que hayas conocido a Nixon -le dije-. Siempre es una ayuda intimar con presidentes.

Mi tono burlón debió de mosquearlo, pero no dio muestras de enfado.

– En la vida nunca se sabe lo que puede ocurrir.

Aguardé a que se sentara para lanzarle la bomba:

– Me he puesto en contacto con la Compañía hotelera de Marbella -le dije.

Paco se pasó una mano por la calvicie y, por supuesto, encogió la ceja:

– Lo imaginaba: tarde o temprano tenía que ocurrir.

– Así que admites tu mentira.

– Hasta cierto punto. Necesitaba una excusa para que me prestaras el dinero. Te lo pagaré religiosamente cuando mi suegro muera.

Enseguida hinchó el busto, sacó las gafas, se las colocó y desplegó el periódico que llevaba consigo.

Se lo arranqué de las manos de un manotazo.

– No te he llamado para que leas en mi presencia.

Se quitó las gafas y volvió a guardarlas en el estuche.

– Ahórrate los malos modos, Carlos: no encajan en mi estilo.

– Tampoco en el mío encajan los embustes.

Respiro hondo. Miró el techo:

– Has dado pruebas de ello: toda tu vida no ha sido más que un prolongado y miserable embuste.

– ¿Y la tuya? ¿Qué ha sido la tuya, Paco?

Se encogió de hombros. Dejó escapar un soplido y cruzó los brazos.

– De acuerdo; tampoco yo he sido un dechado de virtudes: pero al menos no he presumido nunca de intachable como has presumido tú.

Comprendí que ganaba terreno. Corté por lo sano:

– Me gustaría saber para qué me pediste el crédito.

– Sencillamente para vivir.

– Y no vacilaste en urdir ese maldito enredo…

– Todos caemos en eso, Carlos. Dime, ¿jamás has enredado a nadie? ¿Te has olvidado de cómo conseguiste el puesto que ocupas ahora? ¿No fue a costa de engaños, embustes y adulaciones?

– Fue a costa de mi trabajo, de mi esfuerzo, de mis estudios…

– Y de algo más, Carlos. Nos conocemos bien… En cierta ocasión me dijiste que Alicia te había llamado ladrón. No andaba equivocada. Hay muchas formas de robar, Carlos… Una de ellas consiste en hacerse nombrar administrador de los bienes de la propia mujer.

– Alicia no estaba en condiciones de administrar sus bienes.

– Eso es lo que tú le hiciste creer a tu suegro.

Las piernas me flaqueaban. Me senté en el sofá. Paco continuaba atacando:

– Nos conocemos demasiado para que yo ignore tus puntos flacos. Siempre fuiste ambicioso. ¿Recuerdas? Querías prosperar, querías ser un Freudman, un hombre de pro, con medallas, con propiedades, con descapotables extranjeros y consejos de administración. Bien. ¡Ya has conseguido todo eso! ¿Te satisface? ¿Puede satisfacer la gloria al precio que la has pagado?

Recuerdo el tono de su voz: tenía la monotonía de la dulzaina, la sequedad de sus notas, el chirriante susurro de sus falsetes. Y, sobre todo, su toque de alerta.

– Te has valido de nosotros -siguió diciendo-, nos has exprimido hasta la saciedad: nada se te ponía por delante. Querías dinero y te casaste con Alicia. Querías medalla y me sobornaste para obtenerla. Querías ser libre y eliminaste a Alicia.

– ¡Basta!

Pero la voz de Paco no se interrumpía; seguía hablando como un disco que no tuviera fin: fanfarroneando, jactándose de hombre razonable.

– Todo te parecía poco para satisfacer tus estúpidos delirios de grandeza, tus complejos de advenedizo, tus interminables lacras de la infancia…

Me tapé los oídos. No podía soportar su voz. Devoraba, hurgaba, roía. Lo vi de pronto de pie, frente a mí: alto, erguido, los puños crispados.

– Y todavía te quejas porque te pido un miserable crédito con garantías. ¿No te parece que resulta un poco fuerte tu desfachatez?

Estuve a punto de levantarme y emprenderla a bofetadas con él. Todo en Paco se me antojaba ya insufrible: su cara de cobarde envalentonado, sus labios finos, moteados de burbujas de saliva reseca, su calvicie brillante, sus cejas, por primera vez unificadas, sin dar síntomas de encogimiento.

– No eres razonable, Carlos; no lo eres.

Se volvió de espaldas, se acercó al balcón. Miraba la calle: una calle pletórica de miasmas, de ruidos de vehículos exudando tóxicos, de gente angustiada intentando abrirse paso para llegar… ¿Llegar adónde, Dios Santo? Tal vez llegar al punto de partida, a la conciencia de que nada tenía sentido, a la meta de los que nunca alcanzan lo que buscan, la que se anhela sin razón y se ríe de nosotros cuando la rozamos con la mano.

– Escucha, Paco.

No se volvió; continuó imperturbable, respirando anheloso, su furia desatada, prestando vaho al cristal.

– No es tu petición lo que me indigna. Es la excusa que diste para que yo la atendiera.

Rompió a reír.

– ¿Y a ti qué caray puede importarte el empleo que yo vaya a darle al dinero que me pertenece?

– No era tuyo ni mío: era del Banco.

Volvió a mirarme. Se había congestionado y los ojos le brillaban como los de un perro rabioso.

– Ahí quería yo pillarte, Carlos Hondero Ruiz de la Argamasa -decía señalándome con el dedo-. El dinero del Banco… El que tú manejas.

– Me pertenece hasta cierto punto.

– Como le pertenece al cazador la carnada de una loba. Es muy fácil hacerse con ella manejando un rifle. Bien: pongamos que yo también lo he manejado. ¿Qué tienes que alegar, señor puritano? Analicemos la situación: ¿cuál de los dos ha salido ganando a lo largo de nuestra vida con esa maldita amistad nuestra? ¿Crees que todo lo que yo te he dado a ti vale menos que ese cochino crédito que me has dado tú a mí? ¿Quién te metió en sociedad? ¿Quién te consiguió la medalla? ¿Quién dio brillo a tu sucia casta de chupatintas? ¿Quieres decírmelo? Pero ¡si ni siquiera sabes quién era tu padre…! Y tu madre… ¿Quién era tu madre? Una pobre costurera de fama un tanto dudosa…

Fue entonces cuando salté. Lo cogí por las solapas; lo empujé hasta la pared: clavé mi aliento contra su rostro.

– O retiras lo de mi madre, o te dejo seco -le grité.

No se defendió. Me miraba; sólo me miraba.

– Retíralo, ¿me oyes? Te lo mando, te lo ordeno.

Paco se llevó un dedo a los ojos.

– Está bien: lo retiro. Al fin y al cabo, tu madre era una infeliz… Ningún delito pudo ser peor en ella que el de haberte traído al mundo.

Me aparté de su lado. Me dejé caer en el sofá. Tenía la impresión de que los pulmones iban a estallarme.

No sé cuánto rato estuvimos en silencio, como dos gatos enemigos que aguardan el ataque del contrario. Al fin, Paco volvió a hablar:

– Estarás satisfecho…

Lo decía mientras se arreglaba la corbata y estiraba su chaqueta.

– Siempre fuiste dado a la violencia: un gesto muy Carlos Hondero. Muy tuyo.

No contesté. La garganta me dolía de tanto gritar.

– Afortunadamente te conozco -continuó diciendo-, por eso no tomo en consideración tus estúpidos arrebatos de soberbia.

Emitía un odio frío, un odio acumulado durante años y años: un odio con nubes, con humedad, con invierno.

– Voy a decirte algo, Carlos Hondero: algo que probablemente nadie se ha atrevido a decirte. Creo que ya es hora de que lo sepas: si no fuera por ese maldito dinero que tienes en las manos, si no fuera porque te has convertido en un hombre influyente, nadie, ¿me oyes bien?, nadie se tomaría la molestia de tratarte. Te quedarías sin un solo amigo. La gente te ha calado: ya no engañas a nadie.

– Jamás he creído en la amistad -lo atajé-. No me forjo ilusiones sobre un sentimiento tan precario como ése…

– Lo cual no impide que, de vez en cuando, lances discursos azucarados y melifluos ensalzándola.

Recordé lo que me había dicho Alicia: «Eres un fraude, Carlos.»

– Por eso te prevengo: guárdate de la maledicencia. No exprimas a la gente; en cualquier momento puedes verte atosigado por la opinión ajena.

– Como si la opinión ajena me importara… Tengo la conciencia limpia.

Paco me miró: los labios prietos, la sonrisa irónica apuntando en ellos otra vez.

– ¿La tienes, Carlos?

– Naturalmente.

Paco se rascó de nuevo el cogote:

– Yo, en tu lugar, no estaría tan seguro.

– ¿Qué pretendes insinuar? ¿Te has propuesto enloquecerme?

– La verdad. Sólo la verdad.

– La verdad no me asusta: no tengo nada que esconder.

– ¿Ni siquiera a tu hija?

– Carlota confía en mí. Ninguna insidia puede dañarla.

– Eso está por ver.

– Serías capaz de…

No me dejó terminar la frase. Se acercó a mí. Me plantó cara directamente:

– No le preguntes a un hombre atosigado de lo que podría ser capaz, Carlos. La mente humana no tiene límites cuando intentan coartársela como estás haciendo tú. Es un aviso: un simple aviso. Todo depende de tu comportamiento.

– ¿Me estás haciendo chantaje?

– Estoy utilizando tus propios procedimientos. ¿Lo has olvidado? También tú le hiciste chantaje a Alicia. También tú especulabas con su silencio frente a tu suegro. La muerte de don Alberto pesaba mucho… ¿Recuerdas? No debe extrañarte que ahora haga yo lo mismo contigo… Ya sabes a qué atenerte: mi silencio a cambio de tu tolerancia.

Fue la última dentellada de aquel día; el último aviso. No contesté. Hubiera sido ocioso contestar. Me dolía la cabeza, me sentía febril. Notaba un malestar grande en todo el cuerpo. Yo ignoraba aún que estaba enfermo. Imaginaba que mi estado angustioso se debía sólo a la disputa que acababa de tener con aquel hombre.

Llegué a casa con la sensación de que Alicia acababa de morir. Más de una vez me había ocurrido aquello. Era como si volviera a tenerla delante, junto al torreón, la cabellera esparcida, los ojos abiertos mirando un sol que ya no podía cegar sus pupilas…

Me sentía débil, bañado en soledad. Pensé que había culpas imborrables, incapaces de vindicación. Culpas eternas que desposeían de todo derecho, de toda excusa.

Me dije entonces que yo mismo hablaría con Carlota. «No permitiré que lo hagan los otros.» Pero ¿cómo decirle a Carlota: «Tu madre murió porque yo dejé que muriese»? Carlota indagaría, preguntaría, querría saber… Y sabría. Paco y Serena se encargarían de que lo supiera todo sin omitir detalle. Y Victoria: también ella aportaría su grano de arena. La imaginaba ya volcando sobre mi hija la escena de aquella noche: «Tu madre me llamó por teléfono porque se sentía sola: tu padre no la quería, tu padre la torturaba…» Y Carlota me contemplaría como había contemplado la tormenta de aquella tarde; horrorizada, buscando un apoyo que nadie podría darle…

Después… ¿Qué iba a ocurrir después? No podía haber un después. No podía existir nada: ni siquiera el derecho a ser considerado víctima.

Aquel día Serena no almorzó en casa. No era la primera vez que se adjudicaba el privilegio de ausentarse a la hora de almorzar.

Subí al estudio de mi hija. Desde allí, la ciudad era un gran bloque gris, cercado por el azul de un mar que a veces se volvía negro. Recuerdo que hacía mucho viento y los árboles se balanceaban goteando restos de una lluvia reciente.

Carlota estaba allí, su silla encarada hacia un caballete donde se alzaba el cuadro que estaba haciendo. Tenía el tocadiscos en marcha y no me había oído llegar. Detuve el mecanismo y me acerqué a ella: «¿Cómo va ese cuadro?» Abandonó los pinceles, me tendió los brazos: «¿Qué hora es?», preguntó. Decía que cuando pintaba las horas se le pasaban volando, que se olvidaba de todo. Era un sosiego escuchar su voz (todavía alegre): «Fíjate en ese paisaje, papá: ¿no te parece sobrecogedor?»

– Pintas mejor que tu madre -le dije-. Algún día podrás hacer una exposición.

Carlota entornaba los ojos: retrocedía, volvía al lugar donde yo la había encontrado. Era consolador comprobar su forma tan ágil de manipular la silla. A veces uno llegaba a olvidarse de que no podía caminar.

– ¿Sabes, papá? Cuando pinto a menudo imagino que la tengo al lado, que me está insuflando lo que debo hacer… No deja de ser un acicate saber que también mi madre era artista. Es una forma de prolongarla.

Pensé otra vez: «Voy a decírselo todo. Si no lo hago ahora, no lo haré nunca…» Pero Carlota dio vuelta a su silla y me tendió la mano.

– Mira, papá… Contempla el paisaje. ¿Qué te está diciendo?

Tenía una mano cálida y suave. Una mano llena de sueños. Apretaba la mía, me arrastraba hacia el ventanal:

– ¿Crees tú que el paisaje puede hablar?

– Todo puede hablarnos, papá.

– Suponte que te diga algo terrible, algo que tú ni siquiera sospechas… ¿Cómo reaccionarías?

– Quizá pensara: el paisaje está mintiendo.

– Suponte que no mintiera.

– Entonces pensaría: «No volveré a mirarlo.» No me gusta que me digan cosas feas.

– ¿Aunque te vieras obligada a tenerlo siempre delante?

Carlota frunció el entrecejo y torció la cabeza:

– ¿Qué tratas de decirme, papá? ¿Qué llevas entre ceja y ceja?

– Nada. Era una hipótesis.

Carlota volvió a sonreír.

– Ya sé lo que haría; correría hacia ti. Te buscaría, te diría: «Defiéndeme contra el paisaje, papá; acaba de atentar contra mi vida.»

Cogí su cara entre las manos. Besé su frente.

– Y yo te diría: confía en mí, Carlota; jamás toleraré que nadie ni nada la destruyan.

Almorzamos allí mismo en una mesa portátil. A Carlota le gustaba contemplar el jardín mientras comía. Había tilos balanceándose, había hojas correteando secas por la planicie de arena y había una extraña crispación en la hierba y en las ramas.

– No quisiera parecerme al jardín de ahora -dijo ella-. Es como un borrón en un escrito.

Le gustaba decir cosas así, peculiares; cosas que la gente normal no captaba, como si el hecho de su contemplación forzosa le hubiera descubierto unas dimensiones nuevas.

– Si aguzas el oído, podrás oír sus bramidos.

Intenté bromear:

– Nosotros, los que no somos artistas, lo llamamos viento.

– No -dijo-, más allá del viento… ¿No oyes?

Miré mi plato. Apenas comí aquel día. Me sentía inapetente, destemplado.

– Algo te ocurre, papá. ¿Por qué no me dices lo que te preocupa?.

– Estoy cansado: eso es todo. Quisiera hacer un largo viaje contigo. Marcharme lejos de aquí: tú y yo solos.

– ¿Y Serena?

Me llevé la mano a la frente: la tenía ardiendo.

– Serena no querrá acompañarnos.

– Te equivocas, papá… Serena nos quiere mucho. -Se detuvo. Apartó el plato, cruzó las manos sobre la mesa-: Tú, en cambio, jamás la has querido, ¿verdad, papá?

– No es eso.

– ¿Entonces qué es? Suele quejarse de que la dejas sola, de que nada de lo que ella hace te interesa… Tiene razón, papá.

– Tampoco lo que yo hago le interesa a ella.

– Apariencias.

– Me duele que hables así de Serena.

Me levanté:

– Perdóname, hija mía; no me encuentro bien.

Me dirigí a la puerta. Carlota quería seguirme. Escuchaba tras mí las ruedas de su carrito avanzando rápidas y suaves sobre la alfombra del vestíbulo.

– Escucha, papá…

Llegué a la escalera. Bajé al rellano de mi dormitorio. Me coloqué el termómetro. Temblaba. Tenía fiebre, mucha fiebre. Pensé aún que podía ser una reacción nerviosa. «Cuida de tu hija, Carlos: podría convertirse en tu enemigo…» Me eché en la cama. La habitación daba vueltas: «El hombre ha llegado a la Luna…» Había que ver la televisión, asistir a los consejos, comer platos típicos, leer best-sellers, romper lanzas por una idiotez y forjar metas estúpidas. «La meta, Carlos; la meta…» En aquellos momentos la meta era protegerse contra Paco, contra Victoria, contra Serena. Intenté levantarme de la cama. No podía. Pulsé el timbre. Pensé que acudiría Dolores. Pero cuando se abrió la puerta, entró Serena:

– No, por favor… Tú no.

– ¿Qué le has dicho a Carlota? -preguntó fríamente.

– Tengo fiebre, Serena; estoy enfermo.

– Te conozco, Carlos; siempre aduces esas cosas cuando quieres desviar el tema.

Cogí su mano y la llevé a mi frente; Serena la retiró enseguida.

– La has dejado hecha un mar de lágrimas.

Intenté incorporarme. Serena era una mota difusa en la penumbra de la habitación.

– ¿Dónde has estado? -pregunté.

– No creo que a estas alturas te importe demasiado saber dónde paso mis horas libres.

– Has almorzado con ese imbécil.

– No sé a qué imbécil te refieres. En todo caso, sea quien fuere, nunca lo será tanto como tú. Lo que importa ahora es saber con exactitud qué le has dicho a Carlota.

– No temas: no le he explicado el lío que os traéis entre manos. Si es eso lo que te preocupa, quédate tranquila. Es demasiado arriesgado hablar con Carlota de esas cosas. Le he propuesto que hagamos un viaje juntos.

Serena carraspeó:

– Así que pensabas huir con ella… ¿Hasta cuándo?

– Hasta siempre.

– ¿Y dejarías tu trabajo?

– No soy insustituible.

Serena respiró hondo:

– Te has vuelto loco.

– Es posible.

– ¿Qué te ha contestado Carlota?

– No me ha entendido. No puede entenderme. Imagina que tú eres poco menos que una santa.

– A ti lo que te ocurre es que tienes celos de tu hija. No puedes tolerar que me quiera tanto como te quiere a ti.

No contesté. Su maldita voz era ya un flagelo.

– Me he enterado de todo, Carlos. Has tenido la desfachatez de echarle en cara a Paco el préstamo del Banco. Por si fuera poco lo has agredido… No, es inútil que protestes. Paco me ha puesto al corriente.

– Por lo menos confiesas haber estado con él.

– No es ningún delito almorzar con un amigo de toda la vida.

– Lo es cuando ese amigo atenta contra tu propio marido.

– ¿Atentar? ¿Quién atenta contra quién? ¿No estarás invirtiendo los términos, Carlos? ¿Has olvidado ya todo lo que Paco ha hecho por ti a lo largo de la vida?

Volví a incorporarme. No podía ver su rostro. La penumbra me lo impedía.

– Te lo ruego, Serena; no vuelvas a sacar lo de la maldita medalla… ¿Crees tú que todos esos favores le dan derecho a acostarse con mi propia mujer?

Serena no se inmutó. Dio un respingo y se quedó inmóvil.

– Por menos te acostabas tú con la mujer de Justo Fuentes. Por menos te acuestas todos los días con la primera furcia que se arrima a ti por dinero. Paco está bien enterado de todas esas correrías tuyas.

– Luego… lo reconoces. Reconoces que eres una puta…

– Más vale ser puta que asesino.

Me puse en pie. No sé de dónde saqué fuerzas para llegar hasta ella. La percibí apelotonada en el sillón: sus ojos de pantera brillando en la penumbra.

– Vuelve a repetir eso.

– No tengo inconveniente -dijo-. Tú mismo me lo confesaste.

Y de pronto Serena fue otra vez Estrella. Sólo veía sus ojos. Dos brillos agudos en la oscuridad del cuarto. «¿Qué pretendes?» Me incorporaba hacia ella, las manos enristradas, mi odio en la fiebre.

– De modo que soy un asesino.

La cogí por los brazos y la obligué a levantarse. Quedamos frente a frente, el vaho de mi boca invadiendo el suyo.

– Hiedes -dijo ella-. Tienes un aliento putrefacto.

Entonces la abofeteé una, dos, tres veces.

Serena cayó en la butaca llorando. «Asesino, asesino…» Lo repetía entre sollozos: la voz agarrotada.

Tras el cristal apuntaba ya la noche. Las tardes invernales eran cortas. Recordé lo que me había dicho Carlota: «El jardín está bramando.» Carlota era intuitiva. Carlota adivinaba.

– Si vuelves a decir eso, te mataré -le dije entre dientes.

Serena dejó de llorar. Se llevó las manos a la boca y fijó los ojos en los míos.

– ¿Serías capaz de hacer conmigo lo que hiciste con Alicia?

– Todo depende de lo que hagas tú con mi hija. Una palabra, ¿lo oyes bien? Una sola palabra, una ligera insinuación y te juro que acabaré matándote.

Se levantó. Se estiraba la falda, se arreglaba el cabello.

– Saldré hoy mismo de España -me anunció-. Pienso tomarme unas vacaciones largas. Espero que al regresar te hayas calmado lo suficiente para no correr yo peligro viviendo a tu lado.

Me tambaleaba… Volví al lecho.

– Estás borracho -dijo-. Todos los borrachos pegan a sus mujeres. Pero ten cuidado, Carlos. No involucres a Carlota. Mientras sepas callar, yo también callaré…

La dejé salir del cuarto sin intentar retenerla. Volví a pulsar el timbre. Le dije a Dolores que me encontraba enfermo, que destapara la cama y que avisara al doctor Cordal.

Estuve ocho días con fiebres altas, tiritando, sudando, sufriendo pesadillas. Recuerdo que, de vez en cuando, alguien abría el batiente del ventanal. Había un hueco en la pared de la terraza que se llenaba de palomas. Era extraño tener palomas cerca del cuarto. Escuchaba sus arrullos, sus aleteos… La fiebre debía de ser muy alta; perdía la noción de las cosas… Mis ideas se diluían en imágenes sin sentido, encabritadas y dispersas.

Lo peor eran las noches. Había miles de ojos oteándome en la oscuridad, y torreones enormes escupiendo papeles, y cuerpos de mujer caídos en la tierra… También había sollozos y manchas moradas invadiendo el rostro de mil Lolitas. Y arrullos de palomas. Y batas blancas junto a carritos de ruedas. Y susurros: infinidad de susurros. Comentarios que rastreaban recuerdos. Frases que dejaban huellas efímeras: «Virus, cansancio, exceso de trabajo…» Palabras obligadas para darle un sentido a la fiebre. Y consultas. Veía a los médicos entre sombras. Escuchaba sus voces. Preguntaban cosas como si hablaran con un niño: «Vamos a ver, don Carlos… ¿Dónde le duele?»

Quería decirles que me dolía el alma, la vida, el horror de perder a Carlota. ¿Cómo explicar todo aquello? Palpaban mi hígado, mi estómago… Me auscultaban.

Cierta tarde la enfermera me pinchó el brazo y me rogó que no me moviera. Comprendí que me estaban administrando suero. No tardé mucho en salir del caos, en concretar relieves y desligar las pesadillas de las realidades.

Primeramente vi a Carlota, pálida, desencajada, con dos cercos morados bajo sus ojos azules. Tenía el carrito de ruedas pegado a mi lecho y en las manos sostenía un rosario.

– ¿Qué estás haciendo, Carlota?

Dejó el rosario en la falda y tendió su mano hacia la mía:

– Creí que dormías.

– ¿Qué hora es?

Consultó el reloj.

– Mediodía. El doctor no tardará en llegar. ¿Cómo te encuentras?

Me sentía mejor, pero aún tenía fiebre. Pregunté qué había tenido.

– Una infección hepática. Te pusiste amarillo.

Comprendí enseguida que mi hepatitis había sido grave.

– No deberías acercarte: es contagioso.

– Si lo es, ya no tengo remedio -bromeó ella-. He estado contigo durante toda la enfermedad.

No pregunté por Serena. Carlota me lo dijo: «Salió de viaje la tarde que caíste enfermo, se fue a París con tía Victoria y tío Paco…»

Me recalcaba que «la pobre Serena no sabía nada», que no habían querido alarmarla para no estropear su viaje.

– Pensé que tú lo preferías así.

– Es mejor… A Serena también le conviene descansar… Se llevó un gran tute con el traslado de casa.

Carlota me dijo que doña Alicia había estado a visitarme todos los días.

– Tampoco a ella la recuerdo.

– Estuviste delirando.

– ¿Qué dije?

Carlota esbozó una risa que murió enseguida, señaló el rosario que tenía en el halda y dijo:

– Pedías un sacerdote.

– Gracioso. No lo recuerdo.

– Hablabas mucho del padre Celestino. Me tomé la libertad de avisarle. Estuvo aquí hace dos días.

– ¿Qué más dije?

– Incongruencias. Frases sin sentido. Mencionabas el torreón. La abuela dice que te acuerdas mucho de mi madre.

– ¿Qué más ha ocurrido…?

– Tus amigos han llamado por teléfono… Tengo los nombres apuntados.

– Así que el padre Celestino ha estado aquí…

– Intentó hablarte, pero tú no respondías. Quedó en volver cuando mejorases.

Y volvió.

Compareció una tarde mientras Carlota me acompañaba. Había cambiado. Era ya un hombre que frisaba en los setenta, entrado en carnes y escaso de pelo.

– Al fin puedo hablar contigo.

Le tendí la mano desde la cama:

– Conque ¿has tenido ictericia? La enfermedad de los taciturnos. Ya sabes la receta: reposo, mucho reposo.

Le dije que el doctor Cordal me había prescrito dos meses de cama.

– Un panorama espléndido para la meditación.

– El caso es que no tengo muchas ganas de meditar.

Carlota nos dejó solos: «Gran muchacha», dijo el padre Celestino cuando la vio salir. «Puedes estar orgulloso de tu hija, Carlos.»

Me fijé en su rostro: la nariz le había crecido y sus ojos habían perdido viveza. Pero su mente continuaba tan lúcida como en la juventud.

– Según dicen, estuviste llamándome.

– No lo recuerdo.

– Sería el subconsciente.

Pensé: «Ahora me pedirá que me confiese», pero olvidaba que el padre Celestino no era un cura normal. Me habló del Banco, de la situación política, del giro escandaloso que se estaba produciendo en el clero.

– Sin embargo, no debemos preocuparnos demasiado -añadió-. El extraño apoyo de Dios consiste casi siempre en dejar que el hombre se tambalee y caiga, para levantarlo luego y darle mayor estabilidad.

Personalizaba, pero de un modo ambiguo. Era su forma de encauzar la conversación.

– A decir verdad, la era espacial que hemos inaugurado no resulta muy prometedora. Ya ves lo que está ocurriendo: antes perseguían a los curas por inmovilistas, ahora se mueven para ser perseguidos… -dijo riendo-. Resulta un mal negocio llevar sotana.

Era de los pocos que no se la habían quitado.

– Aunque te parezca una aberración, hoy día presumir de anticlerical es presumir de retrógrado… No hace falta que nadie nos desprestigie: nos estamos desprestigiando nosotros mismos… Una curiosa paradoja.

Carraspeó ligeramente:

– Pero vendrá una reacción; no te quepa duda. La carga religiosa no puede volar de España por un simple soplido.

Decía que había cosas inamovibles. Cosas que jamás podrían desaparecer.

– Es inútil que retiren la imagen de la Virgen: Pablo VI la ha nombrado Madre de la Iglesia. Es inútil que aparten los sagrarios de los lugares preeminentes: donde los coloquen, allá estará siempre la presidencia. Es inútil que prediquen el amor sin Dios; Cristo se hartó de decirlo: «Como el sarmiento se halla unido a la vid…»

Se detuvo repentinamente, esbozó una sonrisa y se llevó la mano a la sien:

– Perdóname: estoy empezando a sermonear.

Me acordé del padre Antonio, de sus diatribas contra la Iglesia triunfante, de sus largas peroratas sobre la humildad…

Le hablé de aquello al padre Celestino:

– Sí, ya lo sé; se critica mucho el triunfalismo, pero ¿has visto nada más triunfalista que un cura desacralizado predicando la humildad? ¿Y has visto nada menos humilde que un cura antitriunfalista? ¿Y los teólogos? A veces uno se pregunta cómo se las arreglan para enredar tanto las cosas… ¡Con lo sencillo que resulta limitarse al Evangelio! Afortunadamente, como decía una escritora francesa. Dios no sabe leer.

– Lo malo -dije yo- es la duda… Nadie hace nada para evitarla.

– Dudar no equivale a ser ateo.

– Son primos hermanos. Pero ¿cómo salir de ese ateísmo si todo lo que nos rodea lo está pregonando?

– Ése es el error: se habla demasiado de Dios para demostrar que no existe. Nadie habla de aquello que de antemano se considera inexistente. ¿Hablas tú de los hijos que no has tenido? ¿Hablo yo de los nietos que jamás tendré? Böll lo dice muy claro: «Nadie habla tanto de Dios como un ateo.» ¿Sabes por qué, Carlos? Para que lo convenzan de que tiene razón. No está seguro y espera estarlo. Ésa es su terrible pesadilla. Por eso quiere hacer una religión de su falta de fe.

Se expresaba sin énfasis. Se limitaba a volcar aquello que desde hacía años estaba deseando volcar.

Hubo un lapso molesto: demasiado prolongado.

– Si al menos hubiera conocido a Cristo… -dije.

– ¿Crees tú que, de haberlo visto, las cosas hubieran cambiado?

– No lo sé; pero resulta duro creer sin ver, ni oír, ni conocer.

– Hubo un tiempo en que pudiste conocerlo, Carlos. ¿Lo recuerdas? Desgraciadamente te negaste. Te contentaste con subir al árbol, como Zaqueo, para observarlo a distancia…

– ¿No era eso bastante?

– No, Carlos; no lo era. Te negaste a escuchar la voz que te ordenaba bajar del árbol y preparar tu casa para ser recibido en ella.

– Era difícil, era muy difícil atender aquella voz…

¡Había tantas voces apagando la suya! ¡Había tantas incongruencias atosigándome a la vez! ¡Había tantas cimas por escalar, tantos obstáculos que derruir, tantos egoísmos que saciar…!

– Había un mundo de cosas impidiendo que la oyera -dije.

– Dios también sabe eso. Pero no se cansa. Es muy posible que cuando en tu delirio me llamabas, lo único que hicieses fuera atender Su voz.

Recordé a mi madre; también ella había reclamado a un sacerdote cuando creyó que iba a morir: «Hay erratas que nunca podrán ser corregidas… Pero pueden compensarse…» Eso me había dicho don Pablo Daniel mientras señalaba su rostro comido de viruelas: «Ahora podré ser algo más que un cura renegado… Ahora podré dejar de inventar cosas para vivir…» Luego se había perdido para siempre en la vida sin inventos: la de su realidad, la de un destino sellado desde su juventud.

– Yo estaba lleno de propósitos, padre… Pero no podía cumplirlos: no me dejaban…

– Tu vida ha sido azarosa, Carlos. Un tipo de vida que encallece y envara. No es extraño que te encuentres desorientado.

– A veces pienso que me gustaría volver a la fe… Pero no puedo.

– Basta que lo desees para recobrarla.

– No me veo con ánimos de abrazar la cruz, padre.

– Sin embargo, todos la abrazamos aunque no queramos, Carlos. Nadie deja de estar clavado a su cruz particular… Lo único que nos cabe hacer es elegirla. Si eliges la de Cristo, puedes ser feliz. Si eliges la del mal ladrón, estás perdido.

– No sabría por dónde empezar.

– Deja que sea Dios el que empiece.

Recordé a Carlota arrastrando su carrito como si arrastrase un trofeo. Me daba miedo que Dios hubiera querido empezar por ahí:

– ¿Cree usted que las culpas de los padres recaen en los hijos?

El padre Celestino sonrió moviendo la cabeza:

– No irás a culparte por la parálisis de Carlota… Más de una vez te lo he dicho: Dios no castiga, sólo ayuda…

– Según qué ayudas pueden ser terribles.

– No puedes quejarte… Dudo de que en el mundo haya una muchacha más feliz que tu hija. Podrías considerarlo castigo si Carlota estuviera desesperada: tiene paz. Tiene fe. Tiene a Dios.

– ¡Pero le falta tanto!

– Más te falta a ti, hijo mío; incluso teniendo dos piernas.

Se levantó. Se inclinó hacia mi cama. Me tendió la mano: «Volveré otro día», dijo.

Escuché sus pasos mientras se alejaba. Le oí bajar la escalera. Ya no tenía la agilidad de antaño. Cerré los ojos. Soñé que moría. Era una muerte dulce, casi alegre. Alguien me decía: «Por fin has dejado de temer…» Y yo me sentía liberado, ingrávido, feliz.

Serena regresó de su viaje cuando yo todavía continuaba en la cama. La vi entrar en mi cuarto como si entre nosotros no hubiese ocurrido nada. No me besó: alegaba que las enfermedades hepáticas eran contagiosas. Luego rompió a hablar con naturalidad como si entre nosotros no se hubiera producido ningún tipo de choque. Carlota la escuchaba encantada. Serena tenía un sinfín de argumentos para justificar su viaje. Había que ver el «subido» que había dado París: «Una ciudad preciosa…» Habían cambiado el nombre de la Place de l’Ètoile… «Ahora se llama de Charles de Gaulle.» De vez en cuando se dirigía a mi hija: «Debiste decirme que tu padre estaba tan enfermo… Hubiera suspendido mi viaje.» No dejaba argumentar. Volvía a sus novedades: «Teníais que haber visto el duelo que se formó cuando enterraron a Nina Ricci: todo un espectáculo.» Carlota le seguía la corriente. Sonreía, bromeaba. Le complacía vernos a los dos en buena armonía. Serena repartió regalos: «Eso es para ti, Carlos», y dejó sobre mi cama un jersey de cachemir: «Pensé que te gustaría.» Enseguida comentó que los precios estaban por las nubes, que no era posible vivir en París sin ser millonario… Me acordé de los jerseis que le había traído yo a Alicia cuando viajaba con Serena. Pregunté por Paco con toda intención. Serena no pareció alterarse. Me dijo que Victoria y Paco se habían preocupado mucho al enterarse de mi trastorno hepático y que tenían intención de verme enseguida. Le repuse que el médico había prohibido las visitas. Carlota intervino:

– Pero Victoria y Paco no pueden ser considerados visita, papá.

– De acuerdo: diles que vengan cuando quieran.

Y los recibí, como si entre ellos y yo jamás se hubieran producido roces, como si Paco continuara siendo el amigo indispensable y Victoria la incondicional compañera de siempre. También ellos hablaron mucho. También coincidían en que París era el lugar más caro del mundo. También deseaban que «yo mejorase rápidamente», para volver a salir juntos y «divertirnos», como siempre habíamos hecho. Y de pronto, Paco regresó a sus bromas, las que lo hacían insoportable:

– Me han dicho que ahora te tratas con curas retro. La verdad es que no se te puede dejar solo. En cuanto vuelvo la espalda, te desmandas.

Y lanzó la risotada «bromista» especialmente reservada para sus chistes.

– Espero que no te salga rana como nos salió el padre Antonio. Poco le faltó para ser terrorista de la ETA. Es curioso: ¿quién iba a decirnos que ser cura y ser terrorista iba a parecerse tanto?

Y al decir aquello, alzaba el mentón como si olfatease el aire.

No le repliqué.

– Así que te han recetado reposo. No es mala cosa. Ojalá me lo recetaran a mí…

Y enseguida arregló las rencillas a su modo:

– Ahora comprendo lo nervioso que estabas aquella mañana en el Banco. Por lo visto, tenías ya mucha fiebre…

Era su forma de darme a entender que todo había sido olvidado, que, por él, «borrón y cuenta nueva». Pero también suponía una amenaza: la de mi posible desequilibrio. Era como si me advirtiese: «Mucho cuidado: la primera vez ha podido ser enfermedad, pero la segunda será locura.»

A pesar de todo, soporté aquella escena sin violentarme. La presencia de Carlota me frenaba, me impedía desfogar todo el odio que me iba creciendo por dentro.

Serena propuso enviarme un mes a Can Pou para reponerme. «Allí tendrías mejores aires…» Doña Alicia reforzaba su propuesta: «Nadie es insustituible, Carlos -decía cuando yo alegaba que me esperaba un gran trabajo-. Lo que no puede hacerse durante tu ausencia, se hará después…»

Y me llevaron a Can Pou. Me instalé allí con mi suegra, con Carlota, Dolores y Juan Villoria.

Serena dijo que iría los fines de semana. «El campo en invierno me resulta insufrible…» Era realmente insufrible aquel paisaje helado, rodeado de un mar hostil y agresivo. Resultaba abrumador ver aquellos cristales empañados y goteando continuamente. Y aquel mar desteñido que sólo se animaba un poco al brillo de un sol blanco y apagado.

Carlota me decía que allí iba a recobrar la salud. Pero yo sabía que la salud no podía recobrarse cuando la vida se envolvía en zozobras, el pensamiento en miedo y la respiración en ahogos. «Estoy viviendo una tregua», pensaba. En cualquier momento podía acabarse el plazo.

Afortunadamente, desde mi cuarto no se veía el torreón: sólo el cable eléctrico y los árboles negruzcos y la tierra enlodada junto a una hierba mustia.

Sin embargo, prefería aquella soledad a las visitas semanales de Serena. Jamás llegaba sola. Iba siempre acompañada de algún matrimonio amigo, aparte de los Moraldo. Recalaban en la finca avasallando, disponiendo a su antojo de cuanto había en la casa. Pedían whisky, tapas «para picar», hacían sonar el tocadiscos, contaban chismes subidos de tono, y, por supuesto, se olvidaban de mí. En el fondo, aquella invasión era una diversión nueva que Serena había ideado para sus amigos: un acicate semanal «distinto». A veces ni siquiera me dirigía la palabra. Alegaba que me había vuelto misántropo y que resultaba muy difícil mantener una conversación conmigo: «La enfermedad te ha dejado hecho un pingajo, Carlos…» Y se liaba a discurrir con los otros, como si yo no existiera.

Cierta noche, cuando Serena y yo nos quedamos solos, volvimos a tener un conato de pelea: le dije que sus amigos me parecían fundamentalmente estúpidos. Serena tenía un libro en la mano y fingía leer. Ni siquiera levantó la vista para responderme.

– Fuiste tú el que me los presentó.

– Lo reconozco: la culpa es mía. Pero ¿sería mucho pedir que no volvieras a traérmelos?

Serena dejó el libro en la falda y me miró fijamente:

– ¿Qué pretendes? ¿Que pase los fines de semana contigo a solas?

– Si tanto te molesta, puedes quedarte en Barcelona.

– ¿Es así como pretendes tranquilizar a Carlota? ¿Demostrándole a las claras nuestras diferencias personales?

– Haz lo que te parezca mejor, pero no me traigas a esas gentes.

– Con razón me aconsejan que te recluya.

Se arrepintió de haber dicho aquello. Lo intuí por la mirada furtiva que dirigió a mis manos.

– De modo que ésa es la amistad que me profesan…

Serena se puso en pie; dejó el libro sobre la mesa.

– Todo aquel que pega a su mujer o es un loco o está borracho.

Comprendí que todavía no me había perdonado. «Lo ha ido pregonando a los cuatro vientos.» Podía imaginarla explicando a «sus amigos» aquel despropósito mío: «De pronto se echó sobre mí como un loco y empezó a pegarme. No es la primera vez que pega a una mujer… Hace muchos años…»

– Así que les has contado la escena de aquella tarde…

– No veo por qué no había de hacerlo. Al fin y al cabo, tú estabas enfermo…

– No te preocupes -le dije-. ¡Olvídalo!

Y me dirigí a mi cuarto.

Había momentos en que yo mismo creía de verdad que acabaría enloqueciendo. Aquel lugar iba resultándome cada vez más insufrible. Fue un mes interminable. Un mes con categoría de siglo.

Pero lo resistí. Cuando llegué a Barcelona, estaba completamente curado. Enseguida vino Navidad: una fecha triste que Carlota en vano se empeñaba en hacer alegre. «Dicen que Franco va a conmutar nueve penas de muerte…» Se aferraba a cosas así para convencerse a sí misma de que la vida era bella y que, a pesar de todo, aquellos activistas de la ETA podían también pensar lo mismo.

Recuerdo que aquel día el padre Celestino había estado a vernos (procuraba hacerlo cuando Serena no estaba allí) y por primera vez me insinuó la posibilidad de que yo comulgara en la misa del Gallo.

Empezó hablando del atentado contra el Papa:

– De hecho están atentando contra él todos los días. Y lo que es peor: desde la propia Roma.

Se refirió luego a la puñalada trapera que había supuesto para Pablo VI la aprobación de la ley Fortuna-Baslini, que introducía el divorcio en Italia, mientras él viajaba por Filipinas.

– Un duro golpe para el Pontífice.

Carlota nos miraba inquieta: probablemente sabía ya que el padre Celestino iba a abordar el tema de la comunión.

– El Papa no puede admitir el divorcio -acabó diciendo-. Me refiero a cuando se efectúa religiosamente.

Abordó el tema de los sacramentos y acabó recordándome la escena de mi infancia cuando yo caí enfermo poco antes de inaugurarse la Exposición de Barcelona.

– Tampoco entonces quisiste comulgar. Si he de serte franco, me gustó que fueras sincero: entonces costaba serlo…

Nunca había hablado tan claramente delante de mi hija sobre mis ideas religiosas:

– Lo siento -le dije a Carlota-. Daría un mundo por tener tus ideas, pero no puedo: me resulta imposible.

Carlota hizo chascar la lengua:

– Por eso estás tan solo, papá.

Y salió de la estancia.

El padre Celestino cambió enseguida de conversación.

En aquella época era tal vez la única visita que yo toleraba. Sin embargo, no me veía con ánimo aún para confiarme a él. Había varias cosas que lo impedían: mi horror a explicarle lo que apenas me atrevía a pensar, la vergüenza de rebajarme, la convicción de que iba a hacer el ridículo…

Aquellas visitas exasperaban a Serena. Decía que me estaba volviendo beato y que los amigos no hacían más que gastar bromas a propósito de «San Carlos Hondero».

– Se pasan la vida diciendo: «Grave peligro tratar a un arrepentido; en cualquier momento puede hacernos arrepentir de haberlo conocido.»

Por experiencia sabía que las diatribas de Serena eran totalmente ciertas. Nada desacreditaba tanto a un hombre como tratar asiduamente a curas con sotana: «Atención con lo que se diga delante de Carlos Hondero: es de los intransigentes…»

– Quién iba a decirme que mi marido iba a parar en beato…

Pero sus comentarios más o menos ácidos se volvieron mordaces cuando averiguó que había puesto el Serena a la venta.

– ¿Se puede saber qué mosca te ha picado? ¡A quién se le ocurre! ¡Vender ese barco! Además, sin consultármelo…

– ¿Desde cuándo tengo por costumbre consultarte mis negocios?

– Dijiste que el barco era mío.

– Lleva tu nombre, pero los barcos suelen pertenecer al que los mantiene. ¿Podrías tú mantenerlo. Serena?

– Si no fueras tan rematadamente tacaño, podría.

Evoqué las insinuaciones de Paco al referirse a mi mujer: «Le regateas hasta el último céntimo.» Era evidente que me había pedido los tres millones de crédito para darle a Serena lo que yo no le daba, y asegurarla para él a costa de mi propio dinero.

– ¿Te parece poco tres millones? Me gustaría saber qué habéis hecho con ellos…

Serena palideció. Tensó la barbilla y abrió los ojos.

– Me estás insultando, Carlos.

– No tanto como me insultas tú a mí. ¿Te imaginas que ignoro lo que os traéis entre manos los Moraldo y tú?

De nuevo se enristraba:

– Vas a tener que aclarar eso… No toleraré que, después de tu desfachatez, sigas atacándome.

– No te preocupes. Dile a Paco que no pienso reclamar esos tres millones hasta que muera el conde. De momento pagaré yo la deuda.

Y la dejé plantada.

Aquella futura muerte era una obsesión para todos. Y la reserva de los tres millones iba agotándose. Fue un lapso interminable; un continuo rastrear situaciones cobardes, un insistente soportar escenas, un permanente desplegar claudicaciones.

Por fin, cierta mañana nos comunicaron que el conde había muerto. Aquel día se había declarado una huelga en el Banco. Era una huelga-parodia; una comedia que venía repitiéndose esporádicamente como los resfriados en invierno y las conjuntivitis en primavera. Ningún empleado abandonaba su puesto, pero se cruzaban de brazos y dejaban pasar la hora convenida como si aquel fragmento de tiempo no existiera.

Carlota me llamó por teléfono para decírmelo: «El padre de Victoria ha muerto.»

– ¿Cuándo ha sido?

– Supongo que la noche pasada. Serena me ha dejado el encargo de que te lo comunicara.

– Iré en cuanto pueda: ahora tengo problemas.

– ¿Qué clase de problemas?

– El Banco está en huelga. Ya sabes: esas huelgas de pacotilla que de repente lo trastornan todo.

– ¿Qué alegan?

– Lo de siempre: descontento.

– ¿No hay forma de contentarlos?

– No es tan sencillo, pero se procurará remediarlo.

– ¿Qué hacen?

– Nada: se limitan a no hacer nada. Ni siquiera aprovechan para tomarse el bocadillo. Es una hora en blanco.

Me acordaba de aquellas otras huelgas, las de mi infancia: con somatenes y disturbios.

– Son seres humanos: de alguna forma han de protestar si no están de acuerdo…

– Supongo que tienes razón. Supongo que el país necesita, de vez en cuando, menstruar de alguna manera.

Escuché su risa.

– Vuelves a ser tú, papá.

Probablemente la noticia de la muerte del conde de Remo me había puesto contento.

Aquella misma mañana me presenté en el palacete del difunto. De nuevo los Repecho y los Sobrado y los Cabeza de Moro y los Rampardal y los Trigo… Y Victoria, hecha una uva, con su llantina floja de beoda terca, repitiendo por milésima vez que «más valía que Dios se lo hubiera llevado para soportar la vida que soportaba…» Y la condesa viuda babeando, cabeceando y saludando sin tener noción de lo que ocurría: creyendo, tal vez, que aquella reunión era un festejo más entre los muchos que, a lo largo de los años, se habían celebrado en aquella casa «Hola, Toñita: tan guapa como siempre…»

Del marido muerto, ni siquiera se acordaba. De vez en cuando lo nombraba como si estuviera vivo: «Pepito no tardará en bajar: se está poniendo el esmoquin.» Y la gente asentía, le seguía la corriente: «Recuerda el día que nos casamos: también se vistió de esmoquin para celebrar nuestra noche de bodas… Pepito siempre ha sido un hombre extremadamente ceremonioso y educado.» Se llevaba la mano a la boca porque la dentadura se le caía, y sus dedos temblaban descontrolados, como si cada uno fuera independiente y quisiera separarse de las manos.

Era horrible presenciar el espectáculo que ofrecía aquella mujer. Seca, de piel apergaminada, ojos apagados y tupé postizo, se apoyaba en un bastón para no caer: «Lo malo es que se cree enfermo: toda la vida ha tenido esa manía; siempre dice que los médicos no lo comprenden.»

Pero cuando veía a su hija, se daba cuenta de que Pepito había muerto: «No llores, Victorita: ahora vas a ser condesa y millonaria.»

Enseguida encontré a Paco. Ponía cara de circunstancias y se mostraba compungido: «Ya lo ves, Carlos: no somos nadie.»

Aquella vez no pude contenerme:

– La ceja, Paco, la ceja: te está delatando la ceja.

Fingió no enterarse de lo que le insinuaba porque había demasiados testigos observándonos. La familia Remo en peso se había trasladado allí.

De nuevo vi a los Moraldo padres: eran ya dos seres caducos (casi tanto como la condesa viuda), encorvados y temblorosos, que, arrastraban la ese más que nunca, no por pedantería, como antes, sino por deficiencia dental: dos terrones de tierra que a duras penas dejaban traslucir sus aires marciales de intocables engallados.

– Horrible espectáculo el de la vejez, ¿verdad, Carlos?

Era Francisca Repecho, todavía conservada, todavía aferrada a una apariencia decente:

– Produce grima, miedo, dentera -terminó diciendo.

– Todos acabaremos así -le repuse.

– Si no morimos antes.

– De cualquier forma -le repliqué-, hagamos lo que hagamos, puedes tener la seguridad de que ni tú ni yo podemos ya morir jóvenes.

Pretextó una excusa y se apartó de mi lado. A las Franciscas Repecho no les gustaba que se les pusiera por delante aquel tipo de realidades. Se aferraban a la juventud de espíritu, la invicta y manoseada juventud de espíritu que obliga al ridículo sólo para demostrar que los años no estancan.

Imaginaba que Lolita se trasladaría a Barcelona para asistir al funeral del suegro de su hermano. Pero la señora Moraldo se encargó de desilusionarme: «Hablé con Lolita esta mañana: está desolada; no puede venir…»

Fue una reunión muy elegante la de aquel día: muy al estilo Remo; se habló de todo, del primer hijo de los Cádiz, del viaje de los príncipes de España a América, de los famosos desplazamientos de Kissinger, de la vuelta de Perón, de las medallas de Spitz, de Liza Minnelli, de El Padrino, de Septiembre Negro, de la muerte del estudiante de Compostela, de don Cicuta, de las caras de Bélmez…, de todo, menos del difunto conde de Remo.

Remo era un muerto demasiado muerto para ser recordado. Aunque lo enterrasen al día siguiente, podría decirse que había dejado de existir hacía infinidad de años: mucho antes de la era espacial o la era del terrorismo… En realidad era como si no hubiese existido nunca.

Me fijé en Serena: a pesar de sus tentativas por mostrarse compungida, no podía disimular su contento. También ella debía de tener presente la famosa «herencia», también ella debía de sentirse un poco «heredera».

Salí de allí con el ánimo encogido: el frío de la calle se calaba en los huesos. Respiraba gasolina quemada, tufos de gasoil, polvillo de chimeneas… Una amargura irritante brotaba de los ojos de los transeúntes: caminaban todos automatizados, siguiendo las indicaciones del tránsito (riadas de cuerpos malhumorados), camino de no se sabía dónde y por no se sabía qué.

Me metí en el coche que había dejado en el parking cercano, y enfilé hacia la avenida Pearson.

Yo ignoraba lo que iba a encontrar en mi casa aquel día. Pero en cuanto metí la llave en la cerradura, me di cuenta de que algo funcionaba mal. Me crucé con Sofía en el vestíbulo. Iba llorosa y tenía intención de salir. La cogí del brazo y la llevé al salón.

Me confesó que había discutido con Carlota. «A propósito de Serena», confesó.

Me costó mucho convencerla para que me explicara lo que había ocurrido: Sofía se resistía: «Quizá no debí hacerlo: quizá debí ser más discreta…» Me sentía agarrotado. No me atrevía a preguntar. Al final acabó diciendo: «Serena no juega limpio con Carlota.»

La tranquilicé:

– Efectivamente: estás en lo cierto, Serena no juega limpio con Carlota, ni conmigo, ni con nadie…

Parecía aliviada. Enseguida prosiguió:

– Está procurando separarla de ti. Y eso a mí me subleva.

Me senté a su lado. Temblaba: «Vamos, Sofía: cálmate…»

Empezó a desahogarse: «Seguramente quiere justificarse echando por delante que tú no la quieres, que la engañas… Y Carlota está adquiriendo una imagen deformada de ti. Ya era hora de que alguien le hiciera ver la verdad…»

– ¿Qué verdad?

Sofía se mordió los labios, enrojeció: no se atrevía a hablarme claro: «Todo el mundo dice que tú estás enterado…» Bajé la cabeza, coloqué los codos en mis piernas y me cubrí la cara: «No te preocupes, Sofía: estoy enterado de todo.»

Hubo un silencio largo, interminable: un silencio lleno de suspicacias, de alarmas, de pavor.

– Entonces, Carlos… ¿Por qué toleras que Carlota admire tanto a esa mujer? ¿Por qué no te impones de una vez y le descubres la verdad? ¿No comprendes que tu hija está empezando a desconfiar de ti?

Respiré hondo. Me dolía el pecho: lo sentía oprimido, acribillado de agujas.

– ¿Qué más le has dicho?

– ¿Qué más podía decirle? Carlota se ha enfadado conmigo. No consiente que nadie desacredite a Serena. La quiere como si fuera su madre. No es capaz de darse cuenta de su egoísmo, ni de su crueldad, ni de su indecencia… Cree que todo es culpa tuya. ¿Comprendes?

Me fijé en Sofía: rostro simpático, casi tan bello como el de mi hija.

– ¿Qué edad tienes, Sofía?

– Voy a cumplir dieciocho años… ¿Por qué?

La edad de Carlota; la edad de las franquezas, de las realidades hirientes… La edad directa: la que no admitía recovecos, ni hipocresías, la que a fuerza de poner puntos sobre las íes, era capaz de llenar de puntos todo el abecedario.

– No te culpo por lo que hayas podido decirle. Más aún: te lo agradezco. Pero, por favor, no vuelvas a desacreditar a Serena delante de mi hija. Carlota la quiere: yo mismo fomenté ese cariño. No puedo dar marcha atrás.

– Pero Serena no lo merece. Está haciendo lo posible para que tu hija te aborrezca.

– Lo sé.

Miraba al jardín. Una vez más era como un cementerio de árboles:

– Es una larga historia, Sofía…

Me apoyé en el cristal. Los puños cerrados, enristrados de ira.

– Debo aguantar, soportar, tragar… Aunque Serena me hunda, aunque se burle de mí, aunque me destruya… No me queda más remedio.

Sofía no me entendía. Rozó mi codo con su mano.

– Lo siento -dijo-. Yo no sabía…

No la miré. Me daba vergüenza mirarla.

– ¿Le has hablado de Paco?

– Sí.

– ¿Cómo ha reaccionado?

– Me ha echado de esta casa.

– Dios Santo… debe de estar pasando un infierno.

Era como si el dolor de Carlota se adelantara al mío, como si también lo tuviese yo dentro.

– ¿Te das cuenta, Sofía? De ahora en adelante Carlota va a ser desgraciada… Te necesita. Te necesita mucho más que tú a ella.

Era imposible imaginar una Carlota sin Sofía.

– Necesita tu vitalidad, necesita tus piernas…

– Cállate, Carlos.

– Eras su segundo «yo»…

– ¿Qué vas a hacer, Carlos?

– No lo sé aún… Hablaré con ella. Tantearé el terreno. Trataré de que se sincere conmigo.

– No lo hará. Es demasiado prudente. Temería herirte.

– Buscaré una solución. Haré lo que sea para encontrarla…

Subí al estudio de mi hija con el alma encogida. La encontré frente al caballete, cabizbaja: los pinceles en la mano, decaída, descorazonada.

– ¡Hola, Carlota!

Intentó sonreírme, pero no lo conseguía. Dejó los pinceles sobre el mueble contiguo y acercó su carrito al lavabo.

– ¿Cómo está Victoria?

– Eso importa poco -le dije-. Hay cosas más graves que la muerte del conde Remo.

– Entiendo: has hablado con Sofía.

– Acabo de dejarla.

Encaró su silla hacia mí. Preguntó directamente:

– ¿Qué te ha dicho?

– Que os habéis peleado.

– ¿Nada más?

– Estaba llorando: no ha querido hablar.

Carlota respiró hondo y tragó saliva. Dos rodales rojos iluminaban sus mejillas.

– Ha intentado rebajar a Serena -dijo-. Comprenderás que no puedo tolerarlo.

– ¿Qué te ha dicho de ella?

– Prefiero olvidarlo.

– Escucha, Carlota…

Pero no quiso escucharme. Se dirigió al ascensor. Se metió en él. Bajé por la escalera para esperarla.

– Prefiero no abordar ese tema contigo, papá.

– ¿Por qué?

– Es demasiado sucio.

Nos metimos en la sala. Vinieron a decirnos que «la señora había telefoneado para comunicamos que no la esperásemos a almorzar».

– Se ha quedado en casa de los señores Moraldo -dijo el criado.

Carlota frunció el entrecejo: dudaba. Probablemente la semilla que Sofía había dejado caer, empezaba a hurgar su tierra.

– Atiéndeme, Carlota; a veces las cosas se dicen sin mayor trascendencia, sin pensar en las consecuencias. No debes tomar en serio lo que se habla por hablar.

Quería restarle importancia: aligerar su carga.

– Ciertas cosas nunca pueden ser superfluas: tanto si son ciertas como si son falsas, matan al que las escucha.

Sin duda recordaba mil detalles que nunca había considerado importantes; los viajes de Serena con los Moraldo, su impavidez ante mi enfermedad…

– Sofía ha insultado a Serena. ¿Comprendes?

– Quizá lo haya hecho para defenderme a mí.

– Ni aun así podría justificar su insulto.

No contesté.

Fue un almuerzo sombrío, apagado. Ninguno de los dos arrancábamos a hablar. Sofía estaba en la mente de ambos: Sofía y su aturdimiento, su franqueza, su terrible y brutal sinceridad.

Fue a partir de aquel día cuando Carlota empezó a dar el cambio. Ya no había alegría en sus ratos vacíos, ni risas en sus conversaciones, ni proyectos en sus panoramas… Se acabó el teléfono sonando para ella, los encuentros con muchachos de su edad, las interminables veladas con Sofía…

Se encerraba horas y horas en su estudio, sola, taciturna… Había las salidas matutinas (con el mecánico y la sillita plegable en el coche) para trasladarse a la iglesia… Y los silencios cada vez más prolongados. Y los cuadros tristes y los almuerzos melancólicos frente a un jardín helado.

Fue una época sin vida para Carlota. Era como si dejara pasar el tiempo sin percibir su paso, sin aprovechar las horas; dejándose morir un poco en cada segundo.

Serena no entendía aquella ruptura:

– Algo ha ocurrido entre Sofía y Carlota.

Más de una vez intentó sondearla. «¿Se puede saber qué diablos está pasando entre vosotras?» Pero Carlota rehuía la respuesta: se aferraba a su mutismo, a su vergüenza, al pánico de herirla. Cierta vez llegó a decirle:

– No vuelvas a hablarme de Sofía, Serena. Es una chica normal y no tiene por qué encadenarse a una inválida como yo.

Pero Serena no cejaba: «Aquí hay gato encerrado.» Y me miraba como si yo le ocultase algo. «Deberías hablar con Sofía, Carlos. Tu hija ya no es la misma desde que esa niña estúpida la ha dejado.»

En cierto modo la ausencia de Sofía era un conflicto para ella: le impedía moverse con la libertad de antes. Se notaba obligada a cubrir de algún modo el hueco que la amiga de Carlota había dejado.

– No debemos interferimos en su vida privada.

– Muy cómodo, Carlos…

– Nadie puede forzar a nadie -insistí-. No creo que a Carlota le gustara tener al lado una Sofía obligada.

– Pues si no le hablas tú, le hablaré yo.

La llamó varias veces por teléfono. Sofía jamás atendía las llamadas de Serena. Cuando comprendió que la rehuía, empezó a atacarla: «Un mal bicho esa niñita Tramacho, una egoísta de tomo y lomo…»

Y se liaba a ponerla tibia como si Sofía, efectivamente, fuera una desaprensiva, una aprovechada, que, una vez harta de Carlota, hubiese optado por abandonarla sin escrúpulos.

– A eso llaman caridad. Para que vaya presumiendo de niña cristiana. Te digo yo que la juventud, hoy día, es un manojo de egoísmos.

– No creo que a Carlota le satisfaga la caridad de Sofía.

Entonces fue cuando dijo lo que decantó la balanza de Carlota:

– ¿Y te conformas? ¿No comprendes, desgraciado, que tu hija, sin Sofía, no vale ni un duro?

No se dio cuenta de que Carlota la estaba escuchando. La aparté de un manotazo y me acerqué a mi hija. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Quise consolarla. No sabía por dónde empezar.

Carlota se fue hacia él ascensor. Subió a su estudio. Se encerró en él. A partir de aquel día, cuando Serena almorzaba en casa ella no bajaba al comedor.

Fue una temporada amarga: día tras día veía yo cómo el rostro de mi hija iba demacrándose. Apenas me hablaba. Le propuse hacer un viaje para visitar museos, para conectarla con pintores famosos. A Carlota no parecía entusiasmarle nada de lo que le proponía.

Hablé con su maestro: «Tal vez podría exponer…» El maestro se negó: «No está preparada, hay que esperar…» Decía que las posibilidades de Carlota eran demasiado importantes para echarlas a perder adelantando acontecimientos.

Y la efigie de Carlota triste, de Carlota taciturna, iba siguiéndome como una pesadilla. Se acabaron las conversaciones desenvueltas. Ya no había ingenio en sus frases. Ya no había rumores más allá del viento, ni colores más allá del colorido… «La gente cambia, papá…»

Me acordé de lo que me había dicho Lolita en cierta ocasión al hablar de un sobrino de su marido: «Murió de viejo a los veinte años…» También Carlota parecía una vieja y todavía no había cumplido los dieciocho…

A veces incluso se volvía hostil, sobre todo cuando mi suegra se empeñaba en «saber»: «Vamos, Carlota: confíate a tu abuela…» Pero Carlota la rehuía. Y doña Alicia se quejaba: «Igual que mi hija… Exactamente igual…»

Aunque no me lo decía, temía que su nieta acabara como Alicia. A decir verdad, también yo había pensado aquello.

Hasta que un día me atreví a abordarla. Estábamos los dos en el estudio. No sé cómo empezó. Creo que fue al decirle yo que no debía dejarse llevar por la misantropía:

– ¿Qué temes, papá? ¿Que haga lo que hizo mi madre?

Fue como recibir una descarga eléctrica. Todo en mí quedó abrasado, fulminado.

– ¿Por qué dices eso?

Me miró fijamente: bruscamente, con el azul de sus ojos oscurecido de coraje:

– ¿No te parece que ya me habéis mentido bastante? ¿Por qué no he de saber yo lo que sabe todo el mundo? ¿O es que por vivir con una silla a cuestas debéis tratarme como si fuera imbécil?

Nunca la había oído expresarse con tanta dureza. Era una versión nueva de Carlota, de su voz, de sus ademanes, de su mirada.

Me dejé caer en la butaca contigua y escondí la cara en las manos.

– ¿Quién te lo ha dicho?

Carlota dejó escapar un soplido que imitaba una risa falsa:

– La pregunta de rigor: ¿Quién? ¿Cómo? ¿Por qué? Como si eso fuera lo único importante. ¿Quién me lo ha dicho? Nadie, papá. Nadie, tranquilízate. Podría haber sido Serena, pero no ha sido ella. Pudo haber sido Sofía, pero tampoco ella me habló jamás de eso. Infinidad de gente pudo habérmelo dicho. Todos los que me rodean lo saben, todos conocen a fondo la historia de su muerte… No hay más que ver cómo hablan cuando se refieren a la «pobre Alicia». Siempre se escapa un guiño furtivo, una mueca elocuente, un índice a los labios para que yo «no averigüe, para que yo no sepa». La gente disimula mal cuando se trata de ocultar una verdad demasiado conocida.

Era horrible escuchar aquella voz, cada vez más áspera, más ronca.

– Habéis sido todos. ¡Compréndelo de una vez, papá! Todos tenéis la culpa de que yo lo haya averiguado: Serena, la abuela, Dolores, el doctor Cordal… Me lo habéis estado repitiendo día tras día, con vuestros disimulos, vuestros embustes y vuestras falsedades…

– Por Dios, hija…

– Y encima nombras a Dios; como si Dios existiera para ti.

Jamás me había hablado de aquel modo. Manipulaba la silla, alterada, trasladándose de un lugar a otro de la habitación, como una persona que camina para desfogarse, como si el movimiento de su carrito fuera preciso para soportar todo lo que llevaba dentro Dios sabía desde cuándo. De pronto se detuvo. Se plantó ante mí, los ojos secos:

– Ahora te corresponde a ti, papá. También yo tengo en reserva mis «cómo», mis «por qués», mis «quiénes» y mis «cuándo». Necesito saber la verdad: sin velos ni tapujos. La verdad total.

– Ahora no, hija mía… Ahora no puedo…

– De acuerdo, papá: se lo preguntaré a Serena. El otro día me insinuó que mi madre estaba enferma. Ya me entiendes: enferma de la mente. ¿Es cierto eso?

Carlota había olvidado. Carlota ya no recordaba la escena de la corbata… «Mamá quería matarte, papá… Mamá es mala…» Eran aquellas cosas las que creaban en torno a Alicia la fama de su locura. Nadie podía comprender que su modo de actuar era una consecuencia y no un motivo.

– Serena te ha mentido -dije-. Tu madre no estaba loca.

Y de pronto callé. Serena estaba allí, en el umbral del estudio. Había llegado furtivamente sin que ni Carlota ni yo nos hubiéramos dado cuenta de su presencia.

– De modo que Serena miente -dijo con la frialdad de un témpano, mientras se acercaba a nosotros-. No protestes, Carlos. Lo he oído perfectamente. Según tú le he mentido a Carlota al decirle que su madre había enloquecido en los últimos años de su vida… No tengo inconveniente en rectificar. Pero… ¿no era ésa la versión que todos aceptaban? ¿Qué otro motivo podía haberla impulsado aquella noche a subirse al torreón? Tal vez Victoria pueda aclararnos esas razones. ¿No pasó con ella la última noche de su vida?

Contemplé a Carlota; nos miraba extrañada; los ojos abiertos, los labios lívidos, las mejillas repentinamente secas, chupadas hacia adentro.

Titubeé.

– Lo admito -claudiqué-. Alicia era una enferma.

– ¿Por qué lo has callado, papá? ¿Por qué no me dijiste nunca que mi madre estaba loca?

Dios… ¡qué difícil era aquello! «Vamos, defiéndete sin mentir, Carlos…» No podía. Era imposible defenderme sin poner a Serena en trance de volcárselo todo a Carlota:

– No quería que te sintieras acomplejada -me excusé.

Carlota retrocedió. Se fue al fondo de la estancia. Miraba el paisaje, miraba el estudio, se miraba las manos:

– Entiendo -dijo-. Esas cosas se heredan.

– No -grité-. Eso no.

Corrí hacia ella, me arrodillé junto a su silla. La obligué a que su cabeza se apoyara en mi pecho. Carlota lloraba: «Por favor, Carlota… Te lo suplico: no llores…» La besaba, con su dolor fundido al mío, no podía soportar verla tan abatida, tan llena de desesperación.

– Te juro por lo más sagrado que no puedes heredar «eso» de tu madre. Te lo juro.

– ¿Por qué?

Y volví a mentir. Improvisé de nuevo la historia urdida hacía ya mucho tiempo: «Fue al nacer tú…» Y Carlota me daba golpes con el puño: «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué tuve que enloquecerla yo?» Se miró sus piernas: «Nunca debí nacer, nunca debí existir…»

Era inútil calmarla. El dolor acumulado durante aquellos meses debía brotar de ella como fuera. Contemplé a Serena:

– ¿Estás ya satisfecha?

No contestó: salió del estudio. Se encerró en su cuarto.

Agarré la cabeza de Carlota: «No vuelvas a confiar en Serena -le dije-. Pase lo que pase, nunca vuelvas a escucharla…» Carlota continuaba llorando, no podía sosegarse: «Serena no es lo que tú imaginas. Serena es egoísta, falsa, sucia…»

Carlota aún la defendía:

– Tú nunca la has querido -decía-. Por eso la atacas.

– Piensa lo que quieras; pero, por el amor de Dios, no te fíes de ella. No lo merece.

– Es la única que me ha dicho la verdad.

– Una verdad engañosa. Una verdad que sólo puede hacerte daño.

Se apartó de mí, se llevó el pañuelo a los ojos; suspiró con doble resuello.

– Es espantoso -dijo-. ¿Cómo saber quién miente y quién es sincero? ¿Qué nos pasa a los humanos, papá? ¿Por qué vivir siempre en plena duda, en plena tiniebla…?

Seguía suspirando, el aire entrecortado, los ojos todavía brillantes:

– No me resigno a ser yo también un enigma. Quiero ser real y saber a qué atenerme…

Tragaba saliva, se atragantaba:

– Yo quería a Serena -siguió diciendo-. Yo ignoraba muchas cosas de ella. Solamente sabía que la quería, que la necesitaba… De pronto intervino Sofía…

Se detuvo, frunció la frente:

– Dejé de verla tal como la había visto siempre. -Se volvió hacia mí-. La duda es terrible, papá. Es casi peor que la certeza. Todo la delata. Todo va convirtiéndola en algo horrible, en esa persona extraña que me había descrito Sofía…

– No hables más, Carlota, tranquilízate.

Pero continuaba hablando:

– Me acordé de tu propuesta, ¿recuerdas? Querías marcharte de España conmigo a solas, sin contar con ella… Pensé: «Papá quiere alejarme de Serena por algo…» Me acordé de su comportamiento cuando llegó del viaje… cuando estabas enfermo, me acordé de sus visitas a Can Pou con esos horribles amigos…

Se tapó la cara: dejó escapar un suspiro prolongado.

– Tengo miedo de haber sido injusta con Sofía, papá. Pero ¿cómo saberlo? ¿Cómo averiguar hasta qué punto Sofía me dijo la verdad? ¿La sabes tú acaso?

No contesté. Volví a sentarme en la butaca contigua. Miré al suelo: había manchas de pintura en la madera. Unas manchas caprichosas que parodiaban un cuadro abstracto.

– No te canses, Carlota: la verdad que yo pueda conocer acaso sea también falsa… Siempre hay algo engañoso en nuestras verdades.

Carlota acercó su silla, cogió mi mano:

– Quiero confiar en ti, papá. Lo necesito. Por lo que más quieras, no me defraudes.

Su mano estaba fría, temblaba. La cogí entre las mías: la calenté con mi vaho:

– No te defraudaré, Carlota: te lo juro. Pase lo que pase…

A partir de aquella escena empezó a precipitarse todo.

Primero fue la desfachatez de Paco. Se presentó un día súbitamente en mi despacho, congestionado, nervioso, la voz atiplada y tremola: «Lo siento, Carlos: me temo que nunca podré devolverte el dinero.» No lo entendía. Victoria, al fin, había heredado. Victoria era ya millonaria. Victoria disfrutaba de una fortuna incalculablemente mayor que la de la mayoría de los intocables.

Recuerdo que estábamos en mi despacho los dos solos: abril finalizaba y los árboles del paseo de Gracia empezaban a rebrotar. Un punto de aflicción volvía la expresión de Paco, por primera vez, sincera:

– Temo haber comprendido mal -le dije-. ¿No lo habíamos basado todo en la muerte de tu suegro?

– En efecto.

– Entonces ¿qué diantre te impide devolvérmelo?

Paco retrocedió: le asustaba mi tono, mi actitud, mi conato de violencia.

– ¿No te has convertido ya en el conde de Remo consorte? -insistí-. ¿No estás plagado ya de millones? ¿Se puede saber a qué estás jugando ahora?

Palideció, se achicó, puso la misma cara de infeliz que había puesto ante sus padres cuando recibía un suspenso:

– Tú lo dijiste una vez, Carlos: estamos en Cataluña. Victoria tiene derecho a manejar su fortuna sin que yo intervenga…

Todavía pensé que me estaba engañando, todavía supuse que se trataba de una trama urdida por ambos para burlarse de mí.

– No voy a consentirlo -dije-. No toleraré que me hagáis esa cabronada. Prepárate, Paco; eso es una estafa con todas las de la ley. Voy a pleitear contra ti. Veremos cómo reacciona Victoria.

Paco sudaba: le brotaban burbujas en las sienes y el bigote.

– Haz lo que quieras. No conseguirás nada. Victoria es inflexible. Antes de apechugar con la deuda, sería capaz de separarse de mi

Me acerqué a él: de nuevo lo agarré por las solapas, de nuevo lo empujé contra la pared.

– ¿No te bastan aún todas las guarradas que me has hecho? ¿Necesitas más? ¿Qué pretendes? ¿Sacarme de quicio? Vamos, dilo de una vez: ¿Qué cuernos pretendes ahora?

No se defendía. Bajó la vista. Ni siquiera se inmutó cuando le agarré el mentón para que me mirase a los ojos.

– Nada -dijo-. No pretendo nada. Tómalo como mejor te plazca. Soy un hombre acabado, Carlos.

Lo empujé contra el diván. Me causaba asco verlo tan cobarde, tan vencido:

– Me asqueas -le dije-, eres un cubo de basura.

Se llevó la mano al pecho: decía que le dolía el costado, que le costaba respirar:

– No me convencen tus comedias… Las conozco al pie de la letra. ¡Como si los gusanos pudiesen tener infartos!

– Eres egoísta -me dijo-. Sólo piensas en ti… No te das cuenta de lo que estoy sufriendo.

Y por primera vez en la vida tuve la impresión de que no mentía. De pronto dijo algo que jamás había oído en sus labios: «Victoria es un monstruo.»

Tenía la vista fija en la alfombra, los brazos apoyados en las piernas y las manos colgando.

– Tú no puedes saber de lo que es capaz esa mujer -repitió-. No has tenido que padecerla como la he padecido yo.

Causaba escalofríos escuchar aquello en labios de Paco. Nunca, hasta aquel momento, se había atrevido a hablarme de ella en tales términos.

– La culpa es tuya -le dije-. Debiste separarte de esa virago el mismo día que te casaste.

– Imposible -susurró-. Habíamos hecho un pacto. Victoria me tenía cogido… Me dominaba. Me juró que si no me separaba de ella, cuando heredase, su dinero pasaría a mis manos.

– Conque ¡era eso!… Te dejaste comprar…

Pensé que iba a responderme: «También tú fuiste comprado», pero no lo dijo. Continuó mirando al suelo, sudando, palideciendo:

– Nunca imaginé que iba a heredar tan tarde… Eso ha sido lo malo. Se ha servido de mí como tapadera a cambio de nada.

– No te preocupes: estáis nivelados. También ella ha sido una tapadera tuya.

Asintió: me daba la razón. No podía negarlo: «Era un odio mutuo que nos apoyaba…»

– Un espléndido intercambio de tolerancia, ¿verdad? Ninguno de vosotros estorbaba al otro. Perfecto, no veo la razón de tus quejas. Al fin y al cabo, todo sigue en su lugar. Nada ha cambiado.

– Te equivocas -dijo Paco-. Nada es lo mismo.

Supe entonces que no todo en aquel imbécil era simple desfachatez: había algo más, algo que todavía no me decía, pero que pronto, muy pronto, iba a volcar sobre mí.

Había detalles inequívocos: la normalidad de sus cejas, la obsesiva mirada de sus ojos, el pedacito de pavimento que estaba horadando con ella… Todo se volvía elocuente, todo volvía a recrudecerse para amenazar, para prevenir. Y supe que el verdadero horror de mi vida aún no había empezado, que el siniestro temido debía aún cumplirse, que todo lo que hasta entonces había ocurrido eran preliminares inocentes de lo que había de suceder.

Estuve a punto de rogarle que no me lo dijera, que lo callara. Pero Paco no sabía callar. Me necesitaba: «Ese problema, Honde… ¿Cómo se resuelve ese problema?»

Y al final lo dijo, con su vergüenza mezclada a su cobardía. Como si confesara un suspenso, el mayor suspenso de su vida.

– Victoria me ha desbancado.

Todavía no caía en la cuenta. Todavía supuse que se refería a la dichosa herencia.

– Victoria ha conquistado a Serena -confesó.

Me dejé caer en la silla estupefacto. Era lo más estúpidamente grotesco que había oído en la vida:

– Repítelo, por favor; temo no haber comprendido.

Paco se apoyó en el respaldo. Cerró los párpados. Probablemente le aterraba mirarme.

– Está muy claro, Carlos. No es ningún secreto que a Victoria le gustan las mujeres. Toda su vida ha sido una perpetua cadena de vicios lesbianos. Serena la obsesionaba… Siempre intentó conseguirla… ¿Para qué imaginas que Serena nos acompañaba en todos los viajes? ¿Por qué supones que iba con nosotros aquel día en Can Pou cuando Alicia vivía aún? Victoria entonces no tenía más idea que llevarla a su terreno.

– De modo que era eso…

Paco continuó: «Pero Serena se resistía. Serena no es como ella. Serena sólo baila al son del dinero…» Y los recuerdos, a medida que Paco hablaba, surgían nítidos, cada vez más convincentes: «Quién tenía que decirle a la antigua bailarina que algún día iba a convertirse en excelentísima…» Y sus borracheras continuas: «La obsesión de su vida», decía Paco.

– El maldito dinero lo consigue todo -insistió Paco.

– Es lo más ridículo que he oído en toda mi puerca existencia -repuse.

Y me eché a reír con risa fuerte, incontrolable.

– No entiendo cómo puedes reírte, Carlos… ¿No lo comprendes? Victoria es un vampiro.

– Eso es precisamente lo gracioso, Paco. También lo es Serena. ¿Te imaginas? Dos vampiros chupándose la sangre mutuamente. Una historia digna de risa. Es lo más asquerosamente jocoso que uno puede imaginar. ¿Cómo lo has averiguado?

– Las he pillado in fraganti. No lo han negado. Me han desafiado.

Podía suponer la escena: el estupor de Paco, su vanidad herida, el cinismo de Serena, la agresividad de Victoria…

– ¿Cómo has reaccionado?

– Les he dado una buena paliza… Luego he venido a verte.

Como antes, como siempre. Cuando Paco no sabía a quién recurrir, acudía a mí.

– Por eso se niega a darme dinero: quiere tener la sartén por el mango.

– Ahí te duele: confiesa la verdad.

No contestó: se sentía herido, insultado, chasqueado, como un novato impotente y grotesco.

– A la mierda el dinero, a la mierda todo…

Saqué la pitillera. Le ofrecí un cigarrillo. Las manos le temblaban al encenderlo.

– ¿Qué piensas hacer? -le pregunté.

– Matarlas: eso haré.

– No es rentable -le dije en son de burla-. Perderías rápidamente tu suministro.

Me miró expulsando humo y furia:

– En el fondo, también tú estás involucrado. También tú vas a llevar cuernos lésbicos.

– Lésbicos o normales ¿qué más da? Estoy acostumbrado a llevarlos. Hace mucho tiempo que tú y Serena tuvisteis la gentileza de coronarme.

Retorció su cigarrillo aplastándolo contra el cenicero:

– Si quieres que te sea franco -continué diciendo-, me importa poco lo que Serena haga o deje de hacer.

– A mí no.

– Pues defiéndete. Yo no pienso mover un dedo por evitarlo.

– Victoria es perversa. No imaginas siquiera de lo que puede ser capaz. Cuando bebe se transforma en una fiera.

– Pues si tanto te duele, sepárate de ella. Hoy día las separaciones carecen de importancia. Todo el mundo se separa.

– Ya es tarde -dijo.

Paco no quería la separación. Se había acostumbrado a vivir como soltero bajo la cómoda bandera de un matrimonio respetable. Además, acababa de convertirse en conde. El sueño de su vida. ¿Cómo renunciar a tanta ventaja?

– No tengo un duro -confesó-. No sabría qué hacer con mis huesos. Mientras sea el marido de Victoria tengo la vida resuelta.

– Trabaja…

– ¿En qué? Nunca lo he hecho. No sabría por dónde empezar.

– ¿Has pensado en lo que puede ocurrir cuando ella muera?

– Ésa es otra -dijo furioso-. Se niega a testar en favor mío. Y aquí, tú lo sabes muy bien, no existen bienes gananciales.

– Amenázala.

– ¿Cómo? ¿No lo comprendes? Es ella la que me amenaza a mí. Sabe demasiadas cosas de mi vida.

– Pues entonces no te queda más solución que resignarte.

Se resignó. Fue una resignación próspera y ventajosa. Victoria no reparaba en «chiquitas» para que su marido la dejara en paz.

Lentamente iba desprendiéndose de él con la misma facilidad que él se había desprendido de ella en tiempos de los tres millones.

Finalizaba mayo cuando me enteré de que el Serena había sido vendido. Me lo comunicó el administrador con aires triunfales: «Por fin lo hemos conseguido.» Pregunté el nombre del comprador. Me dieron un apellido extranjero. Al llegar a casa se lo comuniqué a Serena: venía de la piscina y tenía el rostro congestionado por el sol.

– Ya lo sabía -me contestó fríamente.

– ¿Conoces al comprador?

– Naturalmente.

Tuve una sospecha fugaz. Serena prosiguió:

– La persona que lo ha comprado ha tenido la delicadeza de poner el barco a mi disposición. Dentro de una semana zarparemos para Grecia.

– Par de zorras…

– Desahógate lo que te plazca, Carlos. Tú te lo has buscado. Decidiste venderlo, ¿no es así?

– Pero no a esa tortillera.

– Por eso lo adquirió a través de un alemán. Tenía la seguridad de que tú no querrías vendérselo. Ahora ya es suyo… y mío, naturalmente.

Subió a su cuarto. Tras ella dejaba una estela de agua. No le importaba ensuciar la casa, ni provocar desorden, ni abusar de mi paciencia. Se sabía dueña de la situación y ya no se molestaba en hacerse «la perfecta».

Carlota, al fin, la había calado: ya no confiaba en ella. Serena se daba cuenta: «Un día u otro tenía que enterarse de que no he nacido para víctima…», solía decirme cuando comprobaba que Carlota ya no era la de antes con ella. «Una se cansa de andar fingiendo de la mañana a la noche.»

Por aquella época Sofía volvió a frecuentar mi casa. La propia Carlota la habla llamado por teléfono. Ignoro lo que se dijeron. Pero comprendí que sus rencillas habían terminado cuando vi bajar a Sofía del estudio de mi hija con el rostro radiante: «Carlota ya no tiene una venda en los ojos», me dijo. No supe qué replicarle. A pesar de todo, mi temor persistía. Todo cuanto se relacionaba con Serena se volvía temor. Probablemente, tanto Carlota como Sofía continuaban creyendo que Serena seguía siendo amiga de Paco. Todo el mundo lo creía. Nada importaba que Paco lanzara diatribas contra mi mujer y que de vez en cuando se desahogara con la primera que le saliera al paso: la sociedad no solía reparar en ese tipo de trivialidades; las consideraban veleidades normales, peleas de enamorados. Al fin y al cabo, para la mayoría de aquellas gentes vivir era eso: bandearse, brujulear, buscar caminos nuevos, renovar circuitos y acabar regresando al redil: «Hay que ser comprensivo…» Victoria era sólo la inevitable sombra de Paco, la entrañable y comprensiva compañera que lo toleraba todo, por bondad, por sentido del deber, porque «al fin y al cabo Paco y Victoria son un matrimonio modelo…»

Nadie sospechaba la sordidez que se había escondido tras «la paciencia de Victoria». La creían simplemente eso: un payaso que elige la borrachera para representar su número, más o menos cómico, pero honesto. Un relleno de millones, que acaso hubiera caído «de vez en cuando» en deslices medio turbios, sólo por aburrimiento, porque no era demasiado agraciada, y porque en la vida algo había que hacer para seguir…

De hecho, Victoria no era nadie: sólo una figura establecida en la establecida sociedad de los establecidos privilegiados. Un ente amorfo e indispensable que no suscitaba recelos, ni prevención, ni dudas excesivamente graves.

Una especie de Manuel Bruton (si se pronunciaba Briuton, mejor), sólo que casada, respaldada por un marido guapo, unos millones muy sólidos y un título nobiliario que, desde tiempos remotos, venía dando lustre a una familia algo degenerada. «Al fin y al cabo, no hace daño a nadie… Es una infeliz.» Paco era el primero en mantener aquel principio. No le convenía adoptar otra tesitura. Delatarla hubiera sido delatarse, perder todas sus ventajas, hundirse definitivamente.

Nadie comprendía, ni siquiera yo, hasta qué punto aquella inaudita aceptación podía arrastrarnos al desastre. No era posible saber entonces que todos nosotros estábamos viviendo sobre un volcán. Y la vida se iba acoplando de nuevo a la normalidad cotidiana, la que siempre parece inofensiva, aun cuando por dentro los rugidos de la futura lava fueran horadando cada vez más el cuello del cráter.

Aquel verano habíamos proyectado celebrar un festejo en Can Pou para que Carlota fuera presentada en sociedad. La propia Sofía había dado la idea y Carlota la había aceptado.

Era un año clave para España. Un año de posibilidades que, no por controladas, dejaban de parecer halagüeñas. Franco, al fin, había renunciado a la Presidencia del Gobierno para cedérsela al hombre de su confianza. Era preciso dejar los cabos muy atados en espera de la hora de la sucesión. Recuerdo que en el último Consejo del Banco estuve bromeando sobre aquella circunstancia: «También yo debería renunciar a la presidencia: hay que saber retirarse a tiempo y dejar el paso libre a los jóvenes.» Y contemplé a Falstat, el vicepresidente de los discursos engolados y estereotipados, que tanto me habían halagado cuando don Alberto decidió que yo debía remplazarle. Pero Falstat no se había dado por aludido. Ni siquiera se enteraba de lo que se decía.

Falstat era ya un fardo de vaguedades, sin criterio, un pobre disminuido mental, comido de arteriesclerosis, inflado de grasa y de colesterol. Era un hecho que aquel hombre sobraba. Pero nadie se atrevía a arremeter contra él. Confiaban en que muriese pronto. Pero mientras tanto Falstat estaba «siempre allí», fluctuando en dispersiones mientras se abordaban temas sobre la insolvencia de los clientes, las transacciones, los contratos electrónicos, las defensas contra las crisis, los arbitrajes, la tensión creditiva, la baja bursátil… consumiendo un puro que siempre se apagaba: «Al menos si Franco muere, el Gobierno no se quedará sin presidente…»

En aquellos momentos Carrero Blanco era la esperanza de los conservadores, los que temían que el cacareado aperturismo pudiera repetir un 18 de julio. «A poco que se abra la mano… vamos a estar listos», decían. Falstat, de vez en cuando, hacía chistes: «De todos modos este Gobierno es el número 13… Mal número.»

Del Banco hablaba poco. No estaba al corriente de las nuevas exigencias, ni de los nuevos rumbos sociales. La esfera de la rentabilidad masiva (la que se pretendía alcanzar armonizando la rentabilidad privada con la rentabilidad social) escapaba a sus principios y a su comprensión. «Explíquenme eso de las finalidades comunes…»

Fue aquel día cuando me enteré de que Jesús Salcedo (uno de los J. J.) acababa de llegar a España «con todos los honores». Alguien (que lo sabía de buena tinta) se había enterado de que los millones de su nueva mujer le habían permitido servir de intermediario entre el Grupo Europartners y ciertas entidades bancarias de grandes perspectivas internacionales: «Como se trata de un exiliado, todos se han volcado a recibirlo con grandes muestras de simpatía.»

Los exiliados eran ya los grandes mimados de la nueva España, la que desdeñaba rencores para sentirse paternalista. No había día sin que algún cerebro «fugado», o algún político «inhibido», o algún intelectual «incomprendido» se permitiera el lujo de reencontrarse con su patria recibiendo halagos de hijo pródigo.

Me acordé de lo mucho que había tenido que padecer don Alberto cuando «tener un hermano exiliado» era prácticamente un delito. Entonces el apellido Salcedo era una lacra: «Su Banco apoyó la campaña electoral de la República…» Era malo llamarse Salcedo.

Tenía curiosidad por verme de nuevo con don Jesús. Me divertía imaginar la conversación que sin duda iba a mantener con los periodistas. Probablemente adoptaría la actitud, entre ofendida y gloriosa, que adoptaban todos los que pisaban la España de Franco después de haberla combatido desde «el otro lado», como si la satisfacción que sentían al regresar fuera simple condescendencia, pura y generosa claudicación personal.

Se hospedaba en el hotel Ritz y no fue difícil localizarlo.

Me presenté tras de haber concertado una cita. Me recibió el hijo. Apenas hablaba español. Lo chapurraba sobrecargándolo de galicismos. Le dije que éramos primos. «Mi primera mujer era una Salcedo…»

René era simpático, joven: de aspecto desenfadado. «Tú sabes: cuando on ma dicho que tú desirabas vermé, me he preguntado: "¿qué es que querrá ese monsieur Honderó?"» Le expliqué la historia de su tío. Le detallé lo mucho que había tenido que sufrir cuando la guerra. «Los rojos le mataron tres hijos.» René Salcedo frunció el entrecejo: «Pas posible: un malentendú… Les republicanós no mataban…» Intenté explicarle que no era precisamente la República sino las fuerzas anarquistas que dominaban entonces: «Los republicanos eran sages. Todós saben esó.» Y decía que su papá se lo había explicado muy bien. «Tu sabes, Caglós: Ça sent le sabotage

Me dio a entender que se había llevado una gran desilusión al llegar a España. «Yo la imaginabá más farouche. ¿Me comprendés tú? Menos cosmopolit… Papá deciá siempré que ella estaba vraiment subdevelolapadá…» Para René el desarrollo español consistía en ver parejas abrazadas por las calles, mujeres sin sostén y anuncios naturalistas: «Una sorpresá este país… Un país como el faltá…»

Le propuse hablar francés. Me lo agradeció. Supe entonces que su padre estaba enfermo y «no quería morir sin volver a su tierra». En aquellos momentos estaba descansando: tenía delicado el corazón.

Le di mi tarjeta, me ofrecí para lo que le hiciera falta y lo invité a la fiesta de Can Pou. «Conocerás a tu prima…»

No le advertí que Carlota era inválida. René prometió asistir. Quería conocer la Costa Brava.

Habían transcurrido treinta y tantos años desde que don Jesús había elegido el exilio. Cuarenta años de luchas, de incomprensiones, de rencores, de claudicaciones personales. Recordé lo que se había dicho de él hacía ya varios años: se divorció de la primera mujer para casarse con una millonaria francesa. Y allí estaba el resultado: un René de pantalón ajustado, melenas lacias, aspecto pop y un respaldo capitalista de considerable volumen.

Al llegar a casa Serena me anunció que al día siguiente se iba: «Al fin todo está preparado para zarpar…» Me dijo que tardaría en volver. No le contesté. Ni siquiera le recordé la fiesta de Carlota. Fue ella la que la sacó a relucir: «Procuraré estar de vuelta para la fecha del festejo…»

Se iba con Victoria en el Serena, rumbo a Grecia. Paco, aquella vez, «no estaba invitado». Iban los amigos de siempre, con la indispensable «nueva» y la consabida maritornes que Victoria había «alquilado» para que la invitada de honor no careciese de ayuda.

La fiesta se había previsto para finales de julio.

Fueron invitadas gentes de toda España, personajes de relieve que, a lo largo de los años, había ido yo coleccionando, para casos de ese tipo.

Escribí a Lolita: tenía la esperanza de que, después de tanto tiempo, no rehusara mi invitación. «Espero que esta vez no me falles…»

Tardó algún tiempo en contestar. Envió una tarjeta comunicándome que Raimundo y ella aceptaban gustosos la invitación y que Carlota recibiría un regalo por correo.

Fue una respuesta protocolaria y escueta, sin concesiones de ninguna especie.

Me molestaba que viniera con el marido. Hubiera preferido encontrarme a solas con ella. Pero Lolita no cedía. Se aferraba a aquel hombre como si su inútil presencia pudiera defenderla de todo peligro.

Carlota parecía contenta. Desde que Sofía volvía a ser amiga suya, todo había cambiado otra vez para ella. A veces, cuando creía que yo estaba distraído, se quedaba mirándome como si quisiera averiguar lo que se escondía tras mi apariencia de hombre indiferente. Probablemente no concebía que yo tolerase aquellos manifiestos despropósitos de Serena; aquel continuo ir y venir que casi siempre la mantenía fuera de nuestra casa.

No podía comprender que yo no era más que un ciego tanteando dudas, perseguido por temores, esperando la muerte con terror y afrontando la vida como si afrontase un enemigo.

Durante aquel mes de julio, Can Pou se llenó de ajetreos. Había un maestro de ceremonias que ordenaba cambios, planeaba situaciones y disponía de la finca como si se tratara de un guiso que a toda costa debía condimentarse en su punto. «Allí colocaremos la orquesta, ahí el tablado, allá las mesas…» Lo dejaba actuar sin intervenir, dándole carta blanca y remitiendo a Carlota y a Sofía la responsabilidad del éxito. Mi suegra, como siempre, estaba de acuerdo en todo: «Será una fiesta preciosa…» De Serena hablaba poco. Ya no la encomiaba, pero tampoco la censuraba.

Carlota volvía a tener ilusiones. Aquello era lo importante. Se había fabricado un mundo a su gusto, un mundo en que las cosas pequeñas podían adquirir dimensiones grandes y en el que las cosas grandes podían ser diminutas.

Los días transcurrieron vertiginosamente, matizándose de mil novedades: el traje de Carlota, la iluminación, los puestos de feria…

Serena llegó una semana antes de la fecha señalada: se había puesto morena y con ella traía un cargamento de indumentarias nuevas. Hablaba mucho de Atenas, del Partenón, de la civilización griega: «Te convendría conocer aquel país, Carlota, muy apropiado para tus aficiones: allí todo el mundo es artista.» Y relataba minucias del barco, de los cambios que Victoria había realizado: «Le ha quitado aquel maldito cuadro que parecía un vómito… ¿Recuerdas, Carlos?» Oyéndola parecía como si su viaje hubiera sido un acontecimiento inofensivo, como si la suciedad que lo había caracterizado fuera puro afán turístico y sana curiosidad cultural: «Además son gente civilizada, muy civilizada; tienen el empaque olímpico de los dioses. No hay duda, Papadopoulos es un gran hombre; nadie podría decir que Grecia ya no es una monarquía. Todo sigue igual.» Y para remachar más la civilización de Grecia arremetía contra Italia, contra sus disturbios: «Veremos cómo se maneja ese tal rumor con eso del racionamiento de la gasolina…»

Enseguida dio en criticar los detalles de la fiesta: «No acaba de convencerme el menú; ahora nadie sirve pollo; demasiado barato.» Pretendía modificar parte de la comida, la distribución de las mesas, los focos del jardín: «Va a ser una fiesta camp. Lo importante sería que fuese in.» Le rogué que dejara sus ridículas expresiones para sus amigas y que procurase no meter sus narices donde nadie la llamaba. Pero Serena no cejaba; quería opinar, decidir, gravitar sobre nosotros como había hecho siempre.

El maestro de ceremonias se molestaba: «Señor Hondero, no puedo tolerar que a estas alturas…» Tuve que imponerme. «Si pretendías dirigir la fiesta de Carlota, debías no haberte marchado…» Se mostró ofendida. «Como si no tuviera derecho a permitirme un descanso… Tú sabes cuánto me relajan los viajes por mar…»

Para sosegar su enfado decidió marcharse al bungalow de los Moraldo. Regresó con Victoria cuando el día declinaba. Paco, al parecer, continuaba en Barcelona.

Los días que siguieron sólo tuvieron una preocupación seria: la posible lluvia. Mi suegra mandó huevos a Santa Clara: «Te aseguro que tendremos buen tiempo.» La vida, para ella, se medía por cosas así: infantiles y milagreras. El caso es que lo decía convencida y no solía equivocarse. El día señalado amaneció radiante. También Carlota lo estaba. Recuerdo que aquella mañana no bajamos a la playa. Recorrimos los lugares preparados: calculamos por milésima vez los coches que cabían en el espacio dispuesto para ellos. Probamos los altavoces. Revisamos el toldo de los mecánicos, los puestos de comida, las cocinas ambulantes… Todo estaba a punto. Nada podía fallar.

Me notaba cansado. Tenía el cansancio de las tensiones reprimidas y los nervios atados. Pero me sentía feliz. Bastaba echar un vistazo a Carlota para comprender que también ella lo era. «Faltan sólo dos horas…» No había más que mirar aquel cielo despejado, hinchado de luz, para sentirse tranquilo.

Hacia el atardecer el cielo se volvió rojo. Era como si de repente se hubiera llenado de brasas. El mar ni siquiera se oía. Allá abajo, la arena de la playa también rojeaba, y las olas…

Cuando bajé a la explanada vestido ya de esmoquin vi a Carlota y a Sofía junto al arco que delimitaba la casa. También ellas se habían vestido con traje largo. «Estás preciosa, Carlota…» Costaba comprender que aquella silla de ruedas estuviera allí por culpa de sus piernas. Era difícil acordarse de ella viendo su rostro y su busto.

– Sofía tiene razón -dije-. Vas a ser la más guapa de la fiesta.

El crepúsculo estaba agonizando cuando empezaron a escucharse los primeros coches subiendo la cuesta. Recuerdo que los focos quedaban aún neutralizados por la luz diurna.

La gente venía a oleadas, acicalada, olorosa… Besaban a Carlota. Algunos (los que no la conocían) la compadecían: «Pobrecilla, tan joven y estropeada.» Más de uno habría considerado que aquella fiesta era algo fuera de tono: «En vez de presentarla en sociedad, deberían esconderla…» Pero Carlota era distinta. Carlota podía llegar a borrar su silla de ruedas. Bastaba hablar con ella unos instantes para olvidarse de que sus piernas eran inservibles.

De pronto vi a René Salcedo: se había puesto un esmoquin rojo y una camisa de chorreras; le presenté a su prima. Carlota le tendió los brazos para besarlo. René se volvió hacia mí sorprendido, pero reaccionó enseguida: «Yo soy encantadó, querida prima», después le presenté a Sofía… «Ocúpate de él», le rogué.

Recuerdo que Serena (vestida con traje naranja de escote pronunciado y falda abierta hasta la cadera) repartía saludos con la desenvoltura de siempre: «Estás radiante, Serena…»

Victoria llegó sola. Pregunté por Paco:

– Ha preferido independizarse -dijo-. Ya lo conoces. Tenía un asunto internacional -y me guiñó.

Pretendía hacernos creer que Paco había vuelto a su costumbre de ligar con extranjeras. Aunque Victoria supiera que yo «sabía», le gustaba jugar a los ignorantes.

– No tardará en llegar.

El rodar de los coches se incrementaba: era un continuo ronquido de motores cuesta arriba, de frenazos, de aceleraciones.

Fueron llegando los invitados de relieve: los Rampardal con su Mercedes último modelo. Y los Cascote y los Trigo…

– Falta Tico Sobrado.

Alguien dijo que la vieja Sobrado estaba agonizando.

– Vaya ocurrencia -comentó Serena- ponerse a morir precisamente hoy… ¡Pobre Tico!.

También llegaron los Tramacho: los padres de Sofía. Ella iba un poco anticuada; el escote recoleto, el peinado demasiado perfecto: «No se puede aguantar -alegó Serena-. Esa Tramacho es una retrospectiva.»

Serena, desde hacía una temporada, había adoptado un léxico especial, que la rejuvenecía y la renovaba. No se resignaba a envejecer, y cuando algún hombre de mi edad le lanzaba algún piropo, enseguida decía: «Vaya con el abuelito, pretende ligar conmigo.»

Las mesas del jardín empezaban a llenarse. Al fondo, la orquesta y el aparato tocadiscos remataban el rellano. Más abajo venía el declive, la carretera que conducía al bosque y a la playa.

Todo había sido discretamente iluminado con tonos verdes y amarillentos. Luego las estrellas, cada vez más concretas, limitaban una bóveda que, a pesar de la oscuridad, continuaba siendo azul.

En el patio de la casa, frente a la explanada, se habían instalado los puestos del aperitivo.

No vi llegar a Paco; me enteré de que estaba allí por mi suegra.

Había autoridades, todas las que pude conseguir, había extranjeros ilustres, había artistas… Las voces crecían, la música ambiental las amalgamaba, la euforia del alcohol las recogía.

Me acordé de los Moraldo padres, de los viejos Repecho, de los Cabeza de Moro… Se habían retirado todos de la circulación. Ya no figuraban en las listas de los invitados activos: «Pronto seré yo quien me retire…», pensaba. Los jóvenes empujaban; nos estaban convirtiendo poco a poco en una generación caduca.

De pronto vi a Lolita; llevaba un vestido blanco y, a pesar de no ser ya ninguna niña, continuaba llamando poderosamente la atención. Me extrañó que el marido no la acompañara. Alegó ella que a última hora había decidido no moverse de Madrid.

– Por fin, Lolita.

Se quedó mirándome, sin palabras, sonriendo. Le pregunté dónde se hospedaba. Me dio el nombre del hotel de un pueblo vecino.

– No has cambiado.

– Tampoco tú.

– Así que has venido sola.

– Fue una decisión de última hora. Teníamos previsto venir los dos.

Le rogué que se sentara a mi mesa. Me dijo que se había comprometido con unos amigos de Madrid.

– Nos veremos luego.

Desapareció entre la masa de gente. Ignoraba dónde se había sentado. Vi a Serena, rodeada de autoridades. Cuatro mesas más allá estaba Victoria: una Victoria sonriente, todavía serena. Y Paco: un Paco circunspecto, encarado hacia mi mujer, con el rostro contraído y la ceja encogida.

En el centro, rozando la pista, se hallaba la mesa de Carlota. René se había sentado al lado de Sofía: charlaban, reían. Me preguntaba yo cuántas de aquellas muchachas que la rodeaban eran todavía vírgenes. Probablemente muchas de ellas utilizaban la píldora. «He ahí algo que Carlota jamás utilizará», pensaba yo. Parecía feliz. Más feliz que ninguna.

Ni siquiera cuando empezó el baile dio muestras de decaimiento. Seguía el ritmo con la cabeza, bailaba con los ojos.

La gente de mi mesa se había enfrascado en una conversación plúmbea: hablaban de asuntos trascendentales que «vestían», que reflejaban cultura informativa, que dejaban bien sentada la imprescindible nota social de «estar al día».

Entre los comensales de mi mesa, había un banquero que se mostraba entusiasmado con Yugoslavia por haber abierto un mercado libre de divisas: «¿Te das cuenta, Carlos? Es el primer país socialista que ha adoptado esa medida…»

Hablaban, hablaban, hablaban… Se referían al Lute, al alcalde negro de Los Ángeles, a la pornografía de El último tango… Todo mezclado, todo masticado a medias, digerido deprisa, sin paladear.

Y yo esperaba impaciente el momento de levantarme, de escapar de allí. Quería dar con Lolita, hablarle, sacarla a bailar. Invité a mi vecina de mesa para liberarme de aquella tortura. Era una hembra gorda, todavía joven, de pechuga prolífera y carne dura. Decía que le gustaban mucho los bailes agitados. Era un alivio saber aquello. Imposible soportar una melodía sentimental con aquella mujer.

Pero Lolita no estaba en la pista. Estaba Paco bailando con Serena. Un Paco de nuevo eufórico, que al verme guiñó otra vez, como si olvidara que la mujer que tenía en los brazos era mi propia mujer…

La melodía volvía a ser acaramelada y yo acompañé a mi pareja a la mesa. La dejé allí sin excusarme. Necesitaba dar con Lolita. Atravesé la pista de baile. Tropecé con Sofía, bailaba con René. No repararon en mí; daba la impresión de que se habían conocido hacía mucho tiempo. De pronto escuché la voz de Paco: «Aparta la lámpara, Manolo, que voy a eclipsarte…» y al mirarlo me hizo señas como dándome a entender que estaba en vías de reconquistar a Serena… Le di un empujón: «Apártate tú, pedazo de corcho.» Al salir de la pista tropecé con Victoria. Había vuelto a beber y empezaba a mostrarse agresiva: «¿Los has visto? -preguntó-. ¿Has visto a ese par de estúpidos?» Daba traspiés y se aferraba a mi brazo para no caerse.

Resulta curioso que todos esos detalles salgan a relucir ahora con tanto relieve. Entonces eran sólo eslabones sin destino, fragmentos circunstanciales que únicamente jerarquizaban la ausencia de Lolita. Me olvidé de Paco, me olvidé de Serena, me olvidé de Victoria. Incluso me olvidé de mi hija. Todo se ceñía a Lolita. Casi no me atrevía a preguntar por ella. Vi a mi suegra, vi a Juan Villoria, vi a Dolores, con su uniforme negro, atendiendo a la gente que se dirigía a los lavabos…

Era ya muy tarde cuando al fin di con ella. Recuerdo que las luces habían disminuido notablemente y que la noche se iluminaba prácticamente con las estrellas.

– ¿Dónde diablos te has metido hasta ahora?

Venía de la casa y estaba nuevamente sola.

– He tenido una conversación muy animada con mis compañeros de mesa -contestó.

La invité a bailar. Necesitaba tenerla en los brazos.

– Lo siento, Carlos, ya no bailo.

La cogí de la mano y la arrastré hasta la pista:

– A partir de esta noche no podrás decir lo mismo.

Reía. Apenas ofreció resistencia. La música, en aquellos momentos, era tranquila. Percibí otra vez su perfume: «Si supieras cuánto he esperado este momento…» No contestó. Respiraba inquieta. Temblaba.

– Háblame de ti, Lolita… Tanto tiempo…

Continuaba silenciosa. Llevé su mano a mis labios.

– Es absurdo -dije-… No entiendo ese empeño tuyo en mantener esa lejanía… ¡Queda ya tan poco tiempo!

– ¿Para qué?

– Para todo. ¿No lo comprendes? Estamos terminando la vida.

– No, Carlos, ya la hemos terminado.

Se le quebraba la voz al decir aquello.

– Mientras hay vida, puede haber futuro, Lolita.

– ¿A qué le llamas tú vivir? -preguntó.

– A lo que en estos momentos estamos haciendo tú y yo -repuse-. ¿No lo entiendes? Volvemos a ser jóvenes: terriblemente jóvenes.

Notaba el roce de su pelo en mi mejilla, sus labios junto a los oídos.

– Cerrando los ojos, quizá…

Me aparté de ella para mirarla. Tenía los ojos brillantes, ligeramente aguanosos. Volví a estrecharla contra mi pecho:

– ¿Recuerdas nuestra última conversación telefónica?

– Palabra por palabra.

– Todo en mí sigue igual… -dije.

Lolita se detuvo.

– Dejemos eso, Carlos.

Bajamos de la pista. Anduvimos hasta el borde del acantilado. Se veían parejas pululando por entre los árboles del bosque. Desde allí la música se escuchaba en sordina.

Miré el mar: tenía el tinte de las cosas que perduran, que prometen, que nunca defraudan.

– Por unos instantes he llegado a creer que te habías marchado… Que volvías a rehuirme.

– Estaba a punto de irme cuando nos hemos encontrado.

– ¿Cómo? No tenías coche…

– No lo sé; le hubiera pedido a un amigo que me acompañara.

Lolita bajó la cabeza. Contemplé su nuca: hacía mil años, cuando éramos niños, yo había besado aquella nuca.

– No debí venir a esta fiesta, Carlos.

– ¿Por qué?

Cogí su mano: temblaba.

– Es peligroso.

La atraje hacia mí. Apoyó su cabeza en mi pecho:

– Toda la vida he luchado para mantenerme digna -dijo-; sería estúpido perder esa dignidad al borde del ocaso.

– Cuando hay amor, nunca hay ocaso.

– Cuando hay amor, siempre hay renuncia. No existe un amor sin ella.

– Entonces ¿por qué has venido, Lolita?

– Quería verte. Sencillamente eso.

Se llevó las manos a la cara. Luego volvió a mirarme.

– Te he mentido, Carlos: Raimundo nunca pensó acompañarme. Raimundo y yo vamos a separarnos.

La cogí del brazo, la llevé hacia la explanada. Lolita caminaba como sonámbula, sin preguntar adonde íbamos, sorteando gentes, mesas, gritos.

– Quiero hablar contigo a solas -le dije-. Te llevaré al hotel.

Fue al llegar junto a la casa cuando Juan Villoria me detuvo. Tenía el rostro demudado: «La señora condesa está muy enferma», decía.

Recordé a Victoria cuando se tambaleaba:

– Avisa a don Paco -repuse.

– Lo siento, señor. Don Paco no aparece por ningún lado.

– ¿Y doña Serena? ¿Se lo has dicho a doña Serena?

Juan Villoria bajó la voz:

– Doña Serena no está en la finca. Llevamos mucho rato buscándola.

Miré a Lolita.

– Por lo visto, tu cuñada Victoria está enferma.

Le rogué que me acompañara. Seguimos a Juan Villoria. Nos condujo hasta el dormitorio de Serena.

Victoria estaba allí, vestida, echada sobre la cama de mi mujer, el rostro vuelto hacia la almohada, el cuerpo encogido.

Sollozaba. Era un tipo de sollozos histéricos, nerviosos y entrecortados. Me incliné hacia ella; un fuerte olor a whisky invadió mi olfato:

– Está como una cuba -le dije a Lolita.

Juan Villoria explicó: habían tenido que trasladarla entre varios. «Doña Victoria parecía fuera de sí…»

– ¿Qué hacía?

– Gritaba, decía incongruencias, golpeaba todo lo que encontraba.

Juan Villoria enrojeció. Era gracioso que, a su edad, todavía se ruborizase de aquel modo.

– Decía cosas irrepetibles, señor. Insultos.

– Habrá algún médico en la fiesta.

– El doctor Cordal; él mismo la ha atendido.

– ¿Dónde está ahora?

– Se ha marchado. Dice que la señora condesa ha bebido demasiado. Le ha suministrado unas gotas de amoníaco. Asegura que se le pasará enseguida.

– Procura que no se mueva de aquí -le dijo a Juan Villoria-. No creo que esté en condiciones de conducir hasta su casa… Que decida la señora cuando vuelva.

– El doctor Cordal ha dicho lo mismo, señor.

Recuerdo la mirada de Lolita. Había un horror grande en sus ojos al contemplar a su cuñada.

– Vámonos -le dije.

Era preciso olvidar a Victoria… Era preciso olvidar a Paco, a Serena, a Raimundo… todo lo que convertía nuestras vidas en un charco de miserias.

Al salir de la casa, la música llegaba tenue hasta nosotros. Nos metimos en mi coche. No hablábamos. La carretera de Can Pou se veía nítida y blanca a la luz de las estrellas. Cogí su mano y la coloqué sobre el volante: «Como aquel día, ¿recuerdas?»

Fue entonces cuando Lolita habló. Lo volcó todo. La vergüenza que había tenido que soportar en su propia casa por culpa de aquel marido… Los desprecios de sus hijos, el horror de las últimas escenas: «Estoy cansada, Carlos; terriblemente cansada…»

Me confesó luego que había consultado con un abogado. Estaba decidida al pleito: «Son demasiadas injurias…» El abogado le había asegurado que Raimundo llevaba las de perder: «No puede alegar nada contra mí…»

Contemplé su perfil: el cabello cuidadosamente recogido en la nuca. La evoqué joven: su pelo suelto, sus mejillas tersas.

– Es curioso -dije-. Hemos querido huir de nuestro destino… Y ya lo ves: volvemos a estar juntos.

– ¿Crees de verdad que yo he sido tu destino?

– Año tras año he ido creyéndolo.

– Sin embargo hemos envejecido separados.

– Todavía no, Lolita; todavía podemos envejecer juntos.

Respiró hondo. Dijo:

– La vejez no es bonita.

– Todo es cuestión de empeñarse en que lo sea. La nuestra va a serlo.

Bordeamos el mar. Había dunas en el agua: unas dunas llenas de estrellas. Y había un olor refrescante a salitre y a brea:

– Quisiera hacerte feliz, Lolita. Tienes derecho a serlo.

Apoyó su cabeza en mi hombro:

– Queda ya tan poco tiempo…

– Habrá que aprovecharlo.

Al llegar al pueblo enfilé hacia su hotel. El tránsito de las calles era escaso. Sólo noctámbulos aburridos, parejas despistadas, gentes que buscaban de local en local lo que sin duda ninguno podía darles. Seres vagabundos que no pensaban en lo estéril de sus merodeos ni en la incongruencia de sus vidas…

– También yo anduve merodeando así, desperdiciando la vida sin comprender que el tiempo pasaba…

Había prostitutas veraniegas que se arrimaban a un hombre cualquiera para no perder la costumbre. Borrachines inofensivos que hablaban solos para no sentirse solos.

– También yo hablaba solo y pensaba solo y vivía solo…

Y algún perro furtivo hurgando en las esquinas o en los sumideros para ganar el sustento que durante el día no había podido hallar.

Alineé mi coche tras la larga fila que se arrimaba al recinto del hotel. Entramos juntos al vestíbulo. Lolita pidió la llave de su cuarto. El conserje nos saludó con ojos adormilados. Luego nos metimos en el ascensor.

Todo era normal. Todo obedecía a un impulso lógico, a una situación acompasada, matemática, como esos sueños en que todo está previsto.

Al entrar en la habitación, Lolita se acercó al balcón y lo abrió de par en par. Quería que la noche entrase en el cuarto, que el mar estuviera allí. «¿Por qué hemos esperado tanto tiempo?»

Todo era sosiego. Un sosiego grande que venía del mar, del cielo estrellado, de la incipiente claridad que asomaba tímida tras las rocas.

– De nada ha servido luchar tanto…

Era extraño tener a Lolita en los brazos. Era como abarcar la vida entera con sus años vacíos, sus triunfos ridículos y sus errores acabados. Era detener el tiempo y plasmarlo para siempre en aquel amor nuestro que jamás moriría. Era conseguir la plenitud sabiendo que la esperanza nunca seria ya frustración, ni el vacío un reproche. «Resulta extraño vivir el sueño de toda una vida…»

Cuando la amanecida entraba por el balcón abierto, el cuarto se llenó de azules, de rumores marinos, de humedad salobre. Fue preciso entornar el batiente, porque entraba frío. Abajo se veían pescadores dispuestos a hacerse a la mar: manipulaban con las amarras, empujaban los botes hacia el agua y sus voces flotaban en la quietud de la playa como globos sonoros.

– Será difícil olvidar ese paisaje…

Era un paisaje tranquilo, sin miedo acechando ni amenazas hiriendo. No era posible sentir temor al contemplarlo. No era posible intuir que al separarme de Lolita nunca volvería a recuperarlo.

– Descansa -le dije al marcharme-. Volveremos a vernos dentro de unas horas.

Cuando bajé al vestíbulo eran ya las seis de la mañana. Pasé por delante del conserje. Estaba seguro de que no había reparado en mí. El coche continuaba junto a la acera, pegado al bordillo, ligeramente bañado en relente.

El sueño me vencía cuando llegué a la finca, los invitados se habían marchado. Había un grupo de camareros recogiendo mesas, sillas, cestas… Recordé la borrachera de Victoria. Su coche ya no estaba allí. Pensé: «Alguien se habrá encargado de llevarla a su casa…» Pregunté por ella: nadie la había visto salir. Luego subí a mi cuarto.

Me tumbé en la cama vestido. Fue en aquel momento cuando sonó el teléfono. Pensé que sería Lolita. Escuché la voz de Paco.

– Ven a mi casa enseguida -dijo-. Es muy urgente.

– ¿Qué pasa?

– No hagas preguntas. Ven enseguida.

Colgó sin que me diera tiempo a preguntarle algo más. El tono de su voz me alarmaba.

Me quité la corbata, el cuello duro… Cambié mi americana por un jersey y salí de casa.

La carretera continuaba vacía. Llegué a la urbanización: me detuve junto al bungalow de Paco. Me abrió la puerta él mismo antes de que yo hiciera uso del timbre.

Recuerdo que Paco llevaba una bata amarilla, y el tono de su rostro se fundía al de la tela:

– ¿Qué ocurre?

Tiró de mí hacia adentro y cerró tras él. Jadeaba. Tenía la boca seca y en las comisuras de sus labios se le amontonaban porciones de saliva espesa.

– Serena ha muerto -me dijo.