38648.fb2 La gardenia blanca de Shangh?i - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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9

EL TIFÓN

Una semana más tarde, Ruselina y yo nos dirigíamos por el camino arenoso hacia la tienda de su amiga en el distrito noveno. Tras el concierto de Irina, la salud de Ruselina se había deteriorado y, por eso, andábamos despacio. Utilizaba mi brazo como apoyo y se ayudaba con un bastón que le había comprado a un vendedor en la playa por un dólar. El esfuerzo excesivo le aceleraba la respiración y la hacía doblarse y resollar. Y aun así, a pesar de su debilidad, aquella tarde sentía que era yo la que me estaba apoyando en ella, y no al revés.

– Cuéntame algo sobre tu amiga -le pedí-. ¿Cómo conoció a mi madre?

Ruselina se detuvo y utilizó el dorso de su manga para secarse el sudor de la frente.

– Se llama Raisa Eduardovna -me contestó-. Tiene noventa y cinco años, residió en Harbin durante la mayor parte de su matrimonio, hasta que su hijo y su nuera la trajeron a Tubabao. Creo que se encontró con tu madre una sola vez, pero aquella ocasión parece haberle causado mucha impresión.

– ¿Cuándo se fue de Harbin?

– Después de la guerra. Justo cuando tú te marchaste.

Sentí una punzada de anhelo en el corazón. El silencio impuesto por Serguéi sobre mi madre me había herido, a pesar de que él lo hizo por mi bien. Había leído que algunas tribus africanas se enfrentaban al dolor si una persona dejaba la tribu o fallecía no volviendo a hablar de ella nunca jamás. Amar a alguien significa estar pensando en esa persona continuamente, con independencia de si está contigo. No poder hablar con libertad sobre mi madre en aquel primer período de separación la había convertido en algo mítico y remoto para mí. Como mínimo, unas cuantas veces al día trataba de evocar el tacto de su piel, el timbre de su voz o cuántos centímetros me sacaba la última vez que la vi. Me aterrorizaba la idea de que si olvidaba alguno de aquellos detalles, comenzaría a olvidarla del todo.

Íbamos sorteando los árboles de plátano por un camino que nos conducía hacia una tienda de diez plazas. Cuando llegamos hasta la valla de paja que la rodeaba y abrimos la puerta, sentí la presencia de mi madre. Fue como si me estuviera atrayendo hacia ella. Quería que yo la recordara.

Ruselina había visitado a su amiga en muchas ocasiones, pero ésta era la primera vez que entraba en la vivienda. La tienda era la «mansión» de la isla de Tubabao. Habían ampliado la ya espaciosa carpa con un toldado de hojas de palmera entretejidas, que hacía las veces de cocina y salón. Un cuidado césped de cola de zorra cubría todo el espacio hasta los bordes del porche, que estaba rodeado por una fila de hibiscos. En la otra esquina del patio, crecía un huerto de verduras con especies tropicales, y, frente a él, cuatro pollos picoteaban un montículo de sobras. Ayudé a Ruselina a entrar en el porche y nos dedicamos una sonrisa mutua al ver la fila de zapatos en él, cuidadosamente ordenados en orden decreciente de tamaño. Los más grandes eran un par de bofas de paseo masculinas y los más pequeños, unos zapatitos de bebé. Alguien estaba dando golpes en el interior de la tienda. Ruselina llamó, y los pollos se sorprendieron, batiendo las alas y armando jaleo. Dos de ellos comenzaron a pelearse, posándose en el techo del toldado. Ya había oído que la variedad de pollos que vendían los filipinos podían volar muy alto. También me habían dicho que los huevos que ponían sabían a pescado.

La solapa de la tienda se levantó y tres niñas salieron desordenadamente. Tenían los cabellos dorados. La más pequeña era un bebé en pañales y apenas acababa de aprender a andar. La mayor tenía aproximadamente cuatro años. Cuando sonreía, los hoyuelos de sus mejillas me recordaban a Cupido. «¡Pelo rosa!», dijo entre risitas, señalándome. Su curiosidad me hizo reír a mí también.

En el interior de la tienda, la nuera de Raisa y su nieta estaban acuclilladas sobre unos tablones de madera. Cada una tenía un martillo en la mano y una fila de clavos entre los dientes.

– ¡Hola! -saludó Ruselina.

Las mujeres levantaron la mirada, con los rostros colorados por el esfuerzo. Se habían metido las faldas por dentro de la ropa interior, convirtiéndolas en pantalones cortos. La mujer de más edad escupió los clavos y sonrió.

– ¡Hola! -contestó, poniéndose de pie para saludarnos-. Tenéis que disculparnos. Estamos construyendo el suelo.

Era regordeta, con una nariz respingona y pelo castaño que le caía en ondas sobre los hombros. Debía de tener unos cincuenta años, pero lucía un rostro tan terso como el de una chica de diecinueve. Le entregué las latas de salmón que Ruselina y yo les habíamos traído de regalo.

– ¡Dios mío! -exclamó, cogiéndomelas de las manos-. ¡Cocinaré pastel de salmón y tendréis que volver para coméroslo con nosotros!

La mujer se presentó como Mariya y a su rubia hija, como Natasha.

– Mi marido y mi yerno están pescando para la cena -explicó-. Mi madre está descansando. Se alegrará de veros.

Se oyó una voz que llamaba detrás de una cortina. Mariya descorrió la tela y vimos a una anciana tumbada en una cama.

– Menos mal que está medio sorda, madre -le dijo Mariya, inclinándose para besar en la cabeza a la mujer-, porque si no, no habría podido dormir la siesta con el alboroto que estábamos armando.

Mariya ayudó a su suegra a incorporarse y después colocó dos sillas para Ruselina y para mí a ambos lados de la cama.

– Vamos -nos apremió-, sentaos. Ahora ya está despierta y lista para charlar.

Tomé asiento junto a Raisa. Era mayor que Ruselina y se le distinguían las venas a través de la piel como gusanos azulados. Se le habían echado a perder las piernas y tenía los dedos de los pies tan doblados por la artritis que casi estaban retorcidos sobre sí mismos. Me incliné para besarle la mejilla y me agarró la mano con una fuerza que contrastaba con su frágil complexión. No sentí lástima por ella del mismo modo que, a veces, la sentía por Ruselina. Raisa estaba enferma y no le quedaba mucho tiempo en este mundo, pero la envidiaba. Una anciana rodeada por su feliz y productiva familia. Tenía muy poco de lo que lamentarse en la vida.

– ¿Quién es esta niña tan guapa? -preguntó, volviéndose hacia Mariya mientras todavía me apretaba la mano.

Su nuera se inclinó sobre ella y le habló al oído.

– Es una amiga de Ruselina.

Raisa contempló nuestros rostros, en busca de Ruselina. Reconoció a su amiga y sonrió ampliamente, mostrando unas encías desdentadas.

– Ah, Ruselina. He oído que no te encontrabas muy bien.

– Ahora ya estoy mejor, querida amiga -respondió Ruselina-. Ésta es Anna Victorovna Kozlova.

– ¿Kozlova? -Raisa me observó con más detenimiento.

– Sí, la hija de Alina Pavlovna. La mujer a la que crees conocer -le contestó Ruselina.

Raisa enmudeció, distraída por sus propios pensamientos. El ambiente de la tienda era caluroso, incluso a pesar de que Manya hubiese enrollado las solapas de las ventanas traseras y laterales. Me senté en el borde de la silla para que las piernas no se me pegaran a la madera. Una gota de saliva colgaba de la barbilla de Raisa. Natasha se la limpió cuidadosamente con la punta de su delantal. Pensé que la anciana se había quedado dormida cuando, de repente, se sacudió, se puso derecha y me miró fijamente.

– Vi a tu madre sólo una vez -me contó-. La recuerdo bien porque era muy llamativa. Todo el mundo se quedó prendado de ella aquel día. Estaba tan esbelta, con aquellos ojos tan preciosos…

Me fallaron las piernas. Pensé que iba a desvanecerme al escuchar a alguien mencionar el secreto que yo había estado guardando durante tanto tiempo: mi madre. Me agarré al borde de la cama, sin prestar atención a los que me rodeaban. Desaparecieron de mi mente tan pronto como Raisa habló. Solamente podía ver a la anciana tumbada frente a mí y anhelar cada una de sus balbuceantes palabras.

– Fue hace mucho tiempo -Raisa suspiró-. En una fiesta de verano en la ciudad. Tenía que ser 1929. Acudió con sus padres y llevaba puesto un elegante vestido color lila. Pensé que era una chica muy desenvuelta y me gustó porque se interesaba por todo lo que los otros decían. Era muy buena escuchando.

– Eso fue antes de que se casara con mi padre -le dije-. Ha debido de costarle mucho recordar algo que pasó hace tanto tiempo.

Raisa sonrió.

– Entonces, yo creía que ya estaba vieja. Pero ahora lo estoy mucho más. Lo único que puedo hacer es pensar en mi pasado.

– ¿Ésa fue la única vez que la vio?

– Sí. No volví a encontrármela después de aquella fiesta. Éramos bastantes en Harbin, y no todos nos movíamos en los mismos círculos. Pero sí que oí que se había casado con un hombre muy culto, y que vivían en una bonita casa a las afueras de la ciudad.

Raisa dejó caer la barbilla contra el pecho y se hundió un poco más en la cama, tumbándose como un globo desinflado. La rememoración de mi madre parecía haber agotado todas sus fuerzas. Mariya sumergió un vaso en un barreño de agua y lo acercó a los labios de su suegra. Natasha se disculpó y fue a vigilar a las niñas. Escuché los gritos de sus juegos que provenían del patio. También pude oír a los pollos cloqueando cuando Natasha pasó entre ellos. De repente, el rostro de Raisa se desfiguró. El agua le goteó fuera de la boca y le chorreó sobre el pecho como una fuente. Comenzó a llorar.

– Cometimos una estupidez al quedarnos allí durante la guerra -dijo-. Los inteligentes se fueron a Shanghái mucho antes de que llegaran los soviéticos.

Su voz era áspera y se le distorsionaba por el dolor.

Ruselina trató de ayudarla a ponerse cómoda, pero Raisa la apartó de ella.

– He oído que los soviéticos se llevaron a tu madre -me dijo, cubriéndose la frente con su vieja mano llena de manchas-, pero no sé adónde. Quizás fuera lo mejor. Les hicieron cosas terribles a los que se quedaron atrás.

– Descanse un poco, madre -le recomendó Mariya, poniendo de nuevo el vaso de agua en sus labios, pero Raisa le retiró la mano. Estaba tiritando a pesar del calor, y yo le cubrí los hombros con su chal. Tenía los brazos tan delgados que temí que se me quebraran entre las manos.

– Está cansada, Anya -dijo Ruselina-. Quizás pueda contarnos algo más otro día.

Nos levantamos para marcharnos. Sentía que se me desgarraba el corazón por la culpabilidad. No quería hacer sufrir a Raisa, pero tampoco deseaba marcharme hasta que me hubiera contado todo lo que sabía sobre mi madre.

– Lo siento -dijo Mariya-. A veces tiene días más lúcidos que otros. Os contaré si dice algo más.

Recogí el bastón de Ruselina y le estaba ofreciendo mi brazo, cuando Raisa nos llamó. Se esforzó por apoyarse en los codos. Tenía los ojos enrojecidos y una mirada delirante.

– Tu madre tenía unos vecinos, Boris y Olga Pomerantsev, ¿verdad? -preguntó-. Decidieron quedarse en Harbin cuando vinieron los soviéticos.

– Sí -le respondí.

Raisa volvió a hundirse en los cojines y se tapó la cara con las manos. Un gemido grave brotó de su garganta.

– Los soviéticos se llevaron a todos los jóvenes, a los que podían hacer trabajar -dijo, dirigiéndose en parte hacia mí y en parte hacia sí misma-. Oí que se lo habían llevado a él, porque todavía estaba fuerte, incluso siendo un hombre mayor. Pero a su mujer la fusilaron. Padecía del corazón, ¿lo sabías?

No recuerdo el camino de vuelta hacia la tienda de Ruselina. Mariya y Natasha debieron de ayudarnos de algún modo, porque no entiendo cómo Ruselina pudo llevarme ella sola. Me sentía conmocionada y la mente se me había quedado en blanco, excepto por una imagen: Tang. Lo que el destino les había deparado a Boris y Olga llevaba su marca. Recuerdo que me hundí en la cama de Irina y presioné el rostro contra la almohada. Anhelaba dormir, perder el conocimiento, liberarme de aquel dolor agonizante que me atenazaba las entrañas. Pero no podía. Mis hinchados párpados se abrían de par en par cuando trataba de cerrarlos. El corazón me latía como una bomba dentro del pecho.

Ruselina se sentó a mi lado y me acarició la espalda.

– No era lo que yo esperaba -me confesó-. Yo deseaba hacerte feliz.

Levanté la mirada para ver su rostro demacrado. Tenía los ojos hundidos y los labios azulados. Detestaba estar provocándole tanta angustia. Pero cuanto más trataba de calmarme, más fuerte era el dolor que sentía.

– Fui una estúpida al pensar que nada malo les ocurriría -le confesé, recordando los aterrados ojos de Olga y las lágrimas recorriendo las mejillas de su marido-. Sabían que iban a morir por ayudarme.

Ruselina suspiró.

– Anya, tenías trece años. La gente mayor sabe que tiene que tomar decisiones. Si hubierais sido tú o Irina, yo habría hecho exactamente lo mismo.

Apoyé la cabeza en su hombro y me sorprendí de que fuera más firme de lo que yo esperaba. Parecía que mi necesidad le daba fuerzas a Ruselina. Me acarició el pelo y me abrazó como si fuera su propia hija.

– Durante mi vida he perdido a mis padres, a un hermano, a un bebé, a mi hijo y a mi nuera. Una cosa es morirse de mayor, otra, muy diferente, es fallecer cuando todavía se es joven. Tus amigos querían que vivieras -me dijo.

La abracé aún con más fuerza. Deseaba decirle a Ruselina que la quería, pero las palabras se me perdieron en algún lugar de la garganta.

– El sacrificio que hicieron fue su regalo para ti -me dijo, besándome la frente-. Hónrales viviendo con valentía. No podrían pedir más que eso.

– Desearía poder agradecérselo -le confesé.

– Sí, también puedes hacer eso -me dijo Ruselina-. Estaré bien hasta que Irina vuelva. Vete y haz algo para rendir honores a tus amigos.

Me dirigí dando traspiés por el sendero hacia la playa, cegada por las lágrimas. Pero me consolaron el sonido de los grillos y los gorjeos de los pájaros entre los arbustos. En su música, podía oír la alegre voz de Olga. Me estaba diciendo que no me apesadumbrara, que ella ya no sentía dolor y que ya no tenía miedo. El sol implacable del día se había suavizado y, filtrado a través de los árboles, me acariciaba suavemente. Deseaba esconder mi rostro contra el pecho manchado de harina de Olga y decirle cuánto había significado para mí.

Cuando llegué a la playa, el mar tenía una tonalidad gris y sombría. Un grupo de gaviotas que volaban haciendo círculos gritó sobre mi cabeza. El último rayo de sol marcó una línea brillante en el centro del océano, y una bruma se levantó flotando por el aire. Me dejé caer de rodillas en la arena e hice un montículo que me llegaba a la altura del pecho. Cuando terminé, coloqué una guirnalda de conchas en torno a la parte superior. Apretaba los dientes con rabia cada vez que me imaginaba cómo habrían sacado a Olga de su hogar para después fusilarla. ¿Habría gritado? No podía pensar en ella sin pensar también en Boris. Eran como una pareja de cisnes. Unidos de por vida. Seguro que no había aguantado ni un día sin ella. ¿Le obligaron a mirar mientras la mataban? Mis lágrimas dejaron unas marcas en la arena que parecían gotas de lluvia. Construí otro montículo e hice un puente de arena entre ambos. Hice guardia junto al monumento que acababa de construir, escuchando el movimiento y el siseo de las olas, hasta que el sol desapareció en el océano. Cuando se atenuó el espejismo naranja y el cielo comenzó a oscurecerse, dije al viento los nombres de Boris y Olga tres veces, para que supieran que les recordaba.

Encontré a Iván esperándome bajo una farola del camino de vuelta a mi tienda. Llevaba una cesta cubierta con un pañuelo de cuadros. Cuando me acerqué a él, levantó el pañuelo y destapó una ración de pryaniki frescos. El aroma a miel y jengibre de los pastelillos se mezcló con el aire marino y la esencia de las hojas de palmera. Una tradición como ésa, típica de un clima más frío, parecía fuera de lugar en la isla. No tenía ni la más remota idea de cómo había conseguido los ingredientes, por no mencionar cómo los había cocinado.

– Mis mejores pryaniki, para ti -me dijo, tendiéndome la cesta.

Traté de sonreír, pero no pude.

– Ahora no soy buena compañía, Iván -le respondí.

– Lo sé. Le llevé los pryaniki a Ruselina y me contó lo que había sucedido.

Me mordí el labio. Había llorado tanto en la playa que ya no podía pensar en seguir llorando. Y aun así, una lágrima enorme se me resbaló por la cara hasta caerme sobre una muñeca.

– Hay un saliente de roca justo por encima de la laguna -me dijo-. Yo voy allí cuando estoy triste, porque me hace sentir mejor. Te llevaré.

Dibujé con el pie una línea en la arena. Estaba siendo amable conmigo, y me sentía conmovida por su compasión. Pero no sabía si quería estar acompañada o si prefería quedarme sola.

– Vale, mientras no hablemos -le contesté-. No tengo ganas de hablar.

– Pues no hablaremos -respondió-. Simplemente, nos sentaremos.

Seguí a Iván a lo largo del sendero arenoso hasta una agrupación de rocas. Las estrellas habían salido y su reflejo brillaba formando flores borrosas en el agua. El océano se había vuelto color malva. Nos sentamos en un saliente protegido en sus dos extremos por grandes pedruscos. La superficie de la roca aún estaba cálida por el sol, y me tumbé sobre ella, escuchando las olas arremolinándose y rompiendo en las grietas justo debajo de nosotros. Iván me ofreció la cesta de pastelillos. Cogí uno, aunque no tenía hambre. La dulce masa se desmenuzó en el interior de mi boca y trajo a mi mente recuerdos de las Navidades en Harbin: el calendario de adviento de mi madre sobre la repisa de la chimenea; la frialdad de los cristales contra mi mejilla cuando miraba por la ventana y contemplaba cómo mi padre cortaba leña; y cuando me miraba los pies para ver los copos de nieve en los pliegues de mis botas. No me podía creer que hubiera viajado tan lejos desde el mundo cristalizado de mi niñez.

Cumpliendo su promesa, Iván no intentó hablar. Al principio, me parecía extraño estar sentada junto a alguien al que no conocía demasiado bien sin decir nada. Por lo general, la gente normal se hace preguntas de presentación sencillas para conocerse mejor, pero, a medida que yo pensaba en lo que podría preguntarle a Iván, me di cuenta de que había pocas cosas de las que pudiéramos hablar sin infligirnos más o menos daño. Yo no podía mencionar su panadería, ni él podía referirse a mi vida en Shanghái. Ninguno de los dos podía tratar de averiguar si el otro había estado casado. Incluso un comentario inocente sobre el océano podría convertirse en una salida desafortunada. Galina me había contado que las playas de Tsingtao eran mucho más bonitas que las de Tubabao. Y, sin embargo, ¿cómo podía empezar una conversación sobre Tsingtao con Iván sin recordarle lo que allí había perdido? Respiré el aroma salobre de las olas y presioné las palmas de las manos contra mi barbilla. Para gente como Iván y como yo, que vivíamos las secuelas de nuestras respectivas desgracias, nos resultaba más fácil quedarnos callados que arriesgarnos a violar los frágiles recuerdos del otro.

Me rasqué la mejilla. La lombriz de mi rostro había muerto y me había dejado una mancha alunarada en la piel. Había muy pocos espejos en Tubabao y poco tiempo para la vanidad, pero siempre que atisbaba la marca en el reflejo de una lata o en un cubo de agua, me sorprendía mi apariencia. Ya no era yo. La cicatriz era como la marca de Dimitri, una grieta en un vaso que le recuerda a su dueño, una y otra vez, cómo se le cayó de las manos antes de que pudiera salvarlo. Siempre que la veía, el recuerdo de la traición de Dimitri me aguijoneaba como un latigazo. Trataba de no pensar en él y Amelia en Estados Unidos, en su vida fácil de coches, grandes casas y agua corriente.

Escudriñé el cielo y encontré la pequeña pero hermosa constelación que Ruselina me había señalado hacía unas noches. Le ofrecí una plegaria en silencio e imaginé que Boris y Olga estaban allí. Después, pensando en ellos, volví a notar las lágrimas escociéndome en los ojos.

Iván estaba sentado con la espalda ovillada, abrazándose las rodillas, perdido en sus propios pensamientos.

– Allí está la Cruz del Sur -comenté-. Los marineros del hemisferio meridional la utilizan para guiarse.

Iván se volvió hacia mí.

– Estás hablando -comentó.

Me sonrojé, aunque no tenía ni idea de por qué debía sentirme avergonzada.

– ¿No puedo hablar?

– Sí, pero has dicho que no querías hablar.

– Eso fue hace una hora.

– Yo estaba disfrutando del silencio -contestó-. Creía que te estaba empezando a conocer mejor.

Aunque estábamos a oscuras, tuvo que verme sonreír. Noté que él también lo hacía. Me volví hacia las estrellas. ¿Qué pasaba con aquel curioso hombre que me hacía sentir valiente? Nunca había pensado que podría ser tan cómodo sentarse con alguien durante tanto tiempo sin decir nada. Iván tenía presencia. Estar con él era como tumbarse contra una roca que sabías que nunca iba a ceder. Él también había sufrido mucho, pero su pérdida parecía haberle fortalecido. Por el contrario, yo pensaba que si padecía alguna pérdida más, me volvería loca.

– Sólo estaba bromeando -me dijo, pasándome la cesta con los pastelillos-. ¿Qué querías contarme?

– Oh, no -le contesté-. Tienes razón. Se está bien en silencio y sin moverse.

Enmudecimos de nuevo y resultó tan cómodo como antes. Las olas se calmaron y, una a una, las luces del campamento fueron apagándose. Contemplé a Iván. Estaba reclinado sobre la roca con el rostro vuelto hacia el cielo. Me preguntaba en qué estaría pensando.

Ruselina me había dicho que la mejor manera de honrar a los Pomerantsev era vivir con valentía. Había esperado a mi madre, pero no había vuelto, ni había sabido nada de ella. Pero ya no era una niña dominada por las decisiones de otros. Ya era lo suficientemente mayor como para buscarla por mi cuenta. Y sin embargo, a pesar de lo mucho que la echaba de menos, me aterrorizaba la idea de poder llegar a descubrir que a ella también la habían torturado y ejecutado. Me apreté los ojos cerrados y le pedí un deseo a la Cruz del Sur, rogándoles a Boris y Olga que me ayudaran. Utilizaría toda mi valentía para encontrarla.

– Ya estoy lista para volver -le dije a Iván.

Él asintió y se puso en pie, ofreciéndome la mano para ayudarme a levantarme. Alcancé sus dedos, y me agarró con tal fuerza que fue como si me hubiera leído la mente y me estuviera apoyando en mi decisión.

– ¿Adónde podría acudir para encontrar a alguien en un campo de trabajo soviético? -le pregunté al capitán Connor cuando llegué al trabajo a la oficina de la OIR al día siguiente. Estaba sentado ante su escritorio comiendo un huevo escalfado con beicon. La yema del huevo se extendía por todo el plato, y él remojó una rebanada de pan antes de contestarme.

– Es muy difícil -respondió-. Estamos en un punto muerto con los rusos. Stalin es un maníaco.

Levantó la mirada para contemplarme. Era un hombre con muy buena educación, por lo que no me preguntó nada.

– El mejor consejo que puedo darte -continuó- es que te pongas en contacto con la Cruz Roja en tu país de acogida. Han estado haciendo un trabajo maravilloso ayudando a la gente a rastrear a sus familiares después del Holocausto.

Los países de acogida eran el otro asunto que ocupaba los pensamientos de todo el mundo. Después de Tubabao, ¿adónde iríamos? La OIR y los responsables de la comunidad habían enviado solicitudes a muchos países, rogándoles que nos acogieran, pero no habían recibido respuesta. Tubabao era frondosa y cultivable, y deberíamos haber disfrutado de aquel receso, pero nuestro futuro era incierto. Incluso en una isla tropical, nos acechaba la sombra de la melancolía. Ya se había producido un suicidio y dos intentos. ¿Cuánto tiempo se suponía que debíamos esperar?

Sólo después de que las Naciones Unidas ejercieran su presión, los países comenzaron a responder. El capitán Connor y los otros oficiales se reunieron en la oficina. Colocaron las sillas en círculo, se ajustaron las gafas y encendieron cigarrillos antes de discutir las diferentes opciones. El gobierno de Estados Unidos solamente aceptaría a gente que tuviera algún tipo de apoyo en su país; Australia estaba interesada en gente joven, a condición de que firmaran un contrato de trabajo en cualquier tarea que el gobierno les exigiera durante los dos primeros años de estancia; Francia ofrecía camas de hospital para los ancianos o enfermos, para que pasaran allí sus últimos días o para que se recuperaran hasta estar listos para marcharse a otro lugar; Argentina, Chile y Santo Domingo abrían sus puertas sin restricciones.

Me senté ante la máquina de escribir, observando el folio en blanco, paralizada. No tenía ni la menor idea de adónde iría o de qué pasaría conmigo. No podía imaginarme a mí misma en otro lugar que no fuera China. Me di cuenta de que incluso desde que había llegado a Tubabao, había mantenido el anhelo secreto de que finalmente nos dejarían volver a casa.

Esperé a que los oficiales se marcharan antes de preguntarle al capitán Connor si pensaba que sería posible regresar a China algún día.

Me miró como si le hubiera preguntado si pensaba que sería posible que algún día a todos nos crecieran alas y nos volviéramos pájaros.

– Anya, ya no hay ninguna China para tu gente.

Unos días más tarde, recibí una carta de Dan Richards, apremiándome para que me fuera a Estados Unidos gracias a su aval. «No te vayas a Australia -escribía-, están poniendo a los intelectuales a trabajar en las vías del tren. Sudamérica no es una opción para ti. Y no te puedes fiar de los europeos. No olvides cómo traicionaron a los cosacos de Lienz.»

Irina y Ruselina estaban desanimadas. Deseaban ir a Estados Unidos, pero no tenían dinero ni cumplían la exigencia de tener un garante. Me apenaba ver su entusiasmo cada vez que escuchaban a alguien hablar de los animados clubes nocturnos y cabarés neoyorquinos. Le respondí a Dan que aceptaría su oferta y le pregunté si podría hacer algo por mis amigas.

Una noche, Ruselina, Irina y yo estábamos jugando a las damas chinas en su tienda. El cielo había estado encapotado todo el día, y la humedad era tan opresiva que nos vimos obligadas a llamar a una enfermera para que le diera un masaje a Ruselina en los pulmones que la ayudara a respirar. Estábamos en la época seca, que en Tubabao significaba que sólo llovía una vez al día. Temíamos la llegada de la temporada húmeda. Incluso cuando apenas llovía, todo tipo de criaturas de la jungla trataba de guarecerse en nuestras tiendas. En dos ocasiones, una rata había brotado de la maleta de Calina, y nuestra tienda estaba atestada de arañas. Los lagartos transparentes eran conocidos porque ponían sus huevos en la ropa interior y en los zapatos de la gente. Una mujer del distrito segundo se despertó una mañana para descubrir una serpiente enroscada en su regazo. Se había enrollado allí en busca de calor, y la mujer tuvo que mantenerse inmóvil durante horas hasta que la serpiente se marchó, deslizándose por decisión propia.

Todavía no había llegado la época de las tormentas tropicales, pero aquel día había algo amenazante en el cielo. Ruselina, Irina y yo lo contemplamos y divisamos siluetas aciagas formándose en las nubes. Primero, vimos una especie de criatura con forma de trasgo y ojos encendidos, a través de los cuales brillaba el sol; después, percibimos el rostro redondeado de un hombre con una sonrisa maliciosa y las cejas en punta, y, finalmente, una silueta que se movía por el cielo como un dragón. Después, aquella tarde, se levantó un fuerte viento que volcaba los carteles y tiraba abajo las cuerdas de la ropa.

– No me gusta esto -sentenció Ruselina-. Algo malo se aproxima.

Entonces comenzó a llover. Esperamos a que parase, cosa que normalmente ocurría al cabo de media hora aproximadamente, sin embargo, la lluvia no sólo no cesó, sino que se intensificó. Contemplamos cómo desbordaba las zanjas, llevándose calle abajo el barro y todo lo demás que se encontraba en su camino. Cuando comenzó a inundar la tienda, Irina y yo corrimos al exterior y, con la ayuda de nuestros vecinos, cavamos zanjas más profundas y surcos que se alejaban de las tiendas. La lluvia nos fustigaba la cara como si fuera arena, enrojeciéndonos la piel. Las tiendas que no tenían buenos postes centrales se vinieron abajo a causa del aguacero, y sus ocupantes tuvieron que luchar contra el viento para volver a levantarlas. Al anochecer, se fue la corriente.

– No te vayas a casa -me dijo Irina-. Quédate aquí esta noche.

Acepté su invitación sin dudarlo. El camino hacia mi tienda estaba bordeado por cocoteros y, siempre que se levantaba viento, docenas de frutos tan duros como rocas se estrellaban contra el suelo. Tenía miedo de que uno de ellos pudiera caerme encima, por eso siempre recorría la arboleda corriendo y tapándome la cabeza con las manos. Las chicas de mi tienda se reían de mi comportamiento paranoico, hasta que, un día, a Ludmila le cayó un coco en el pie, y tuvieron que escayolárselo durante un mes.

Encendimos una lámpara de gas y continuamos jugando a las damas, pero a las nueve en punto, ni siquiera los juegos aliviaban los pinchazos de hambre de nuestros estómagos.

– Tengo algo -dijo Irina, revolviendo en el interior de una cesta que estaba en la parte superior del armario. Sacó un paquete de galletas y colocó un plato en la mesa. Inclinó el paquete y un grueso lagarto cayó entre las migas, seguido de docenas de serpenteantes bebés lagarto.

– ¡Arrrrgh! -gritó Irina, tirando el paquete al suelo. Los lagartos corrieron a refugiarse en todas direcciones y Ruselina se rió tanto que comenzó a jadear.

La sirena del campamento ululó y nos quedamos inmóviles. Volvió a sonar otra vez. Un toque indicaba las doce del mediodía y las seis de la tarde. Dos significaba la llamada de los responsables de distrito para una reunión. La sirena repitió su estridente lamento. Tres era para que todo el mundo se reuniera en la plaza. Nos miramos las unas a las otras. ¡Seguramente no esperarían que nos reuniéramos con un tiempo tan terrible! La sirena volvió a sonar. Cuatro significaba que había un incendio. Irina se arrodilló ante su cama, buscando frenéticamente sus sandalias. Yo cogí una manta de repuesto del armario. Ruselina se sentó estoicamente en una silla, esperándonos. El quinto toque me produjo un escalofrío que me recorrió la espalda. Irina y yo nos volvimos para mirarnos, encontrando en la otra la misma incredulidad. El último toque fue largo y siniestro. La quinta llamada nunca se había utilizado antes. Significaba que se aproximaba un tifón.

Podíamos sentir el pánico aumentar en las tiendas que nos rodeaban. Se oían voces gritando a través de la tormenta. Unos minutos más tarde, el oficial del distrito apareció en nuestra tienda. Sus ropas estaban completamente empapadas y se le pegaban al cuerpo como una segunda piel. Nos contagió el temor que se reflejaba en su rostro. Nos arrojó unos trozos de cuerda.

– ¿Qué quiere que hagamos con esto? -le preguntó Irina.

– Os he dado cuatro trozos para atar las cosas de vuestra tienda. Los otros son para que los traigáis a la plaza en cinco minutos. Os vais a tener que atar a los árboles.

– Debe de estar de broma -le respondió Ruselina.

El oficial del distrito tiritó, con los ojos desencajados por el terror.

– No sé cuántos de nosotros vamos a sobrevivir. La base del ejército ha recibido el aviso demasiado tarde. Creen que el mar va a cubrir por completo la isla.

Nos unimos a la multitud de gente que corría frenéticamente a través de la selva hacia la plaza principal. El viento era tan fuerte que teníamos que enterrar los pies en el suelo arenoso para poder avanzar. Una mujer se cayó de rodillas cerca de nosotros, llorando de miedo. Corrí hacia ella, dejando que Irina cuidara de Ruselina.

– Vamos -le dije, tirándole del brazo. El faldón de su abrigo se abrió y vi al bebé que llevaba colgado de un cabestrillo contra el pecho. Era minúsculo, tenía los ojos cerrados y debía de haber nacido hacía unas horas. Me dio un vuelco el corazón al ver lo indefenso que estaba.

– Todo irá bien -le dije a la mujer-. Yo te ayudaré.

No obstante, estaba paralizada por el terror. Se agarró a mí, desestabilizándome y reteniéndome. Nos estábamos ahogando en la furiosa ventisca.

– Coge a mi bebé -me rogó-. Déjame a mí.

«Todo irá bien», le había dicho. Pensé en la cantidad de veces que había pensado que todo iría bien y me odié a mí misma. Había creído que, a estas alturas, ya me habría reunido con mi madre, me había convencido de que mi matrimonio sería feliz, había confiado en Dimitri, había acudido a ver a Raisa esperando escuchar historias maravillosas sobre mi madre. Nunca antes había vivido un tifón. ¿Con qué derecho podía decirle a la gente que todo iba a ir bien?

En la plaza, los voluntarios se habían subido a tocones de árboles y sostenían focos para que nadie se tropezara con las cuerdas y las bolsas de los suministros de emergencia. El capitán Connor estaba sobre una roca gritando instrucciones por un megáfono. Los oficiales de distrito y la policía estaban distribuyendo a la gente en grupos. Se separaba a los niños de sus padres para meterlos en una cámara frigorífica de la cocina principal. Una enfermera polaca estaba a cargo de ellos.

– Por favor, hágase cargo de ellos también -le pedí a la enfermera, llevando a la mujer y a su bebé hasta ella-. Acaba de dar a luz.

– Llévala al hospital -me contestó la enfermera-. Allí es donde se van a resguardar los enfermos y las madres con bebés muy pequeños.

Ruselina cogió al niño de los brazos de la mujer, e Irina y yo la ayudamos a llegar hasta el hospital.

– ¿Dónde está el padre? -preguntó Irina.

– Se ha ido -respondió la mujer, con una mirada ausente-. Me dejó por otra mujer hace dos meses.

– ¿Y ni siquiera ha vuelto para ayudar a su hijo? -Ruselina sacudió de un lado a otro la cabeza y me susurró-. Los hombres no son buenos.

Pensé en Dimitri. Quizás era cierto.

El hospital ya estaba atestado cuando llegamos. Los médicos y los enfermeros agrupaban las camas en una esquina haciendo sitio para más camillas. Reconocí a Mariya y a Natasha, ocupadas clavando tablones en las ventanas. Iván estaba arrastrando un armario hacia una puerta. Una enfermera de aspecto abrumado cogió al niño de los brazos de Ruselina y condujo a la mujer a un banco en el que otra joven madre estaba meciendo a su hijo.

– ¿Puede quedarse mi abuela también? -le preguntó Irina a la enfermera.

La enfermera se echó las manos a la cabeza y me di cuenta de que estaba a punto de negarse cuando Irina le dedicó una de sus deslumbrantes sonrisas. No llegó a emitir su negativa. Sus labios se curvaron, como si quisiera contener la sonrisa que iba a brotar en su propio rostro. Asintió mientras señalaba unas habitaciones en la parte trasera del hospital.

– No le puedo dar una cama -respondió la enfermera-, pero la instalaré en una silla en una de las consultas.

– ¡No me quiero quedar aquí yo sola! -protestó Ruselina cuando la ayudé a sentarse en una silla-. Estoy lo bastante bien como para irme con vosotras.

– ¡No sea tonta, abuela! Este edificio es el mejor de la isla -Irina golpeó con los nudillos la pared-. ¡Mire! Está hecho de madera maciza.

– ¿Dónde vais a ir vosotras? -preguntó Ruselina. La fragilidad de su voz me dio un pinchazo en el corazón.

– La gente joven tiene que correr hacia la parte superior de la isla -le dijo Irina, tratando de sonar animada-. Así que tendrá que imaginarnos a Anya y a mí haciendo eso.

Ruselina extendió la mano y cogió la de Irina, entrelazándola con la mía.

– No os separéis. Sois lo único que tengo.

Irina y yo besamos a Ruselina y nos apresuramos a internarnos en la lluvia para unirnos a la fila de gente que recogía cuerdas y linternas y emprendía la subida del camino de la montaña. Iván se movió con dificultad entre la multitud para alcanzarnos.

– En realidad, he reservado un lugar especial para vosotras dos -nos dijo. Dejamos las cuerdas, pero conservamos una linterna y le seguimos hacia un pequeño cobertizo de metal semicilíndrico en un claro detrás del hospital.

El cobertizo tenía tres ventanas con rejas, y su interior estaba oscuro. Iván revolvió en su bolsillo y sacó una llave. Me atrajo hacia él y puso la llave en mi mano.

– No, no podemos -le dije-. Éste es un edificio sólido. Deberías reservarlo para los enfermos o los niños.

Iván enarcó las cejas y se echó a reír.

– Oh, así que te crees que os estoy concediendo un privilegio especial, ¿verdad, Anya? -me dijo-. Estoy seguro de que vosotras dos recibís muchos favores gracias a vuestra belleza, pero ahora os estoy poniendo a trabajar.

Iván me indicó por señas que abriera el cobertizo. Introduje la llave en la cerradura y abrí la puerta, pero no pude ver nada más que oscuridad en el interior.

– Ya no me quedan más voluntarios para cuidar de ellos -nos dijo-. Todas las enfermeras están ocupadas en otras cosas. Pero no os preocupéis, son inofensivos.

– ¿Quiénes son «ellos»? -preguntó Irina.

– Ah, querida Irina mía -le contestó Iván-. Tu voz se ha ganado mi corazón. Pero necesitarás ganarte mi respeto también si quieres que te admire de verdad.

Iván se echó a reír otra vez y saltó de nuevo a la lluvia, sorteando las ramas caídas y los escombros con la agilidad de un ciervo. Le contemplé mientras se metía en el bosquecillo y desaparecía de mi vista. Se oyó un crujido en el cielo, y una palmera se estrelló contra el suelo, salpicando nuestros vestidos de barro y casi cayéndonos encima, a falta de treinta centímetros escasos. Irina y yo entramos a gatas en el cobertizo y nos esforzamos por cerrar la puerta a nuestras espaldas.

El aire del interior apestaba a ropa de cama cuarteada por el sol y a desinfectante. Di un paso adelante y choqué contra algo duro. Recorrí el borde con la mano. Era una mesa.

– Creo que es un almacén -dije, mientras me frotaba la magulladura del muslo. Algo se deslizó junto a nosotras. Un pelaje me rozó los pies-. ¡Ratas! -grité.

Irina encendió la linterna y nos encontramos cara a cara con un gatito sorprendido. Era blanco con ojos rosáceos.

– ¡Hola, gato! -saludó Irina, poniéndose en cuclillas y alargando la mano. El gatito corrió hacia Irina y restregó la mejilla contra sus rodillas. El pelaje del gato era brillante, no polvoriento, como el de la mayoría de los animales de la isla. Pegué un salto al mismo tiempo que Irina, porque ambas vimos lo mismo: un par de pies humanos iluminados por el círculo de luz de la linterna. Estaban apoyados en una sábana, con los dedos mirando hacia arriba. Mi primer pensamiento fue que estábamos en un depósito de cadáveres, pero me di cuenta de que hacía demasiado calor para eso. Irina rastreó con el haz de la linterna y fue iluminando desde unos pantalones de pijama a rayas hasta el rostro de un joven. Estaba dormido, con los ojos firmemente cerrados y un hilillo de saliva cayéndole por la barbilla. Me acerqué a él y le toqué el hombro. El chico no se movió, pero su piel aún estaba caliente.

Le susurré a Irina:

– Debe de estar sedado, porque si no, no puedo entender cómo ha conseguido seguir durmiendo con toda la conmoción del exterior.

Irina enroscó sus dedos alrededor de mi muñeca, haciéndome crujir los huesos, y movió rápidamente la linterna por todo el resto de la habitación. Había una mesa de madera con un montón de novelas de pasta blanda cuidadosamente apiladas sobre ella y un armario de metal cerca de la puerta. Nos dimos la vuelta y ambas pegamos un salto cuando vimos a una anciana mirándonos con ojos entornados desde la otra esquina de la habitación. Irina apartó el haz de luz de la linterna de los ojos de la mujer.

– Lo siento -le dijo Irina a la anciana-. No sabíamos que hubiera nadie más aquí.

Sin embargo, en el mismo instante en que el rayo de luz iluminó el rostro de la anciana, la reconocí. Estaba mejor alimentada y más limpia que la última vez que la había visto, pero no había duda. Lo único que le faltaba era su tiara y su semblante preocupado.

– Dusha-dushi -dijo la anciana.

De pronto, una voz de hombre surgió desde una de las esquinas en sombra.

– Me llamo Joe -dijo-. Joe, como Poe, como Poe, como Poe, como Poe. Aunque mi madre me llamaba Igor. Es Joe como Poe.

Irina me presionó la muñeca, haciéndome daño.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

Pero yo estaba demasiado ocupada tratando de creerme lo que Iván nos había hecho como para contestar a su pregunta. Estábamos a cargo de los enfermos mentales.

Para cuando la cabeza de la tormenta sacudió la isla, el cobertizo traqueteaba y se removía como una motocicleta por una carretera llena de baches. Una piedra atravesó una de las ventanas formando una grieta zigzagueante en el cristal. Miré en el armario en busca de cinta adhesiva para sellarla. Logré pegar un poco antes de que la rotura siguiera creciendo y alcanzara el marco. No podíamos oír nada del exterior a causa del aullido del viento. Sólo una vez el joven se despertó, mirándonos con ojos vidriosos.

– ¿¿¿Qué es esooooo??? -preguntó.

Pero antes de que pudiéramos responderle, se puso boca abajo y volvió a caer en un profundo aletargamiento. El gatito saltó sobre su cama y, tras una pequeña deliberación sobre el lugar más cómodo en el que aposentarse, se hizo un ovillo en un hueco entre las rodillas del joven.

– ¡Deben de estar sordos! -exclamó Irina.

La anciana se deslizó fuera de la cama y dio varias vueltas al cobertizo ejecutando una especie de ballet silencioso. Queríamos ahorrar luz de la linterna, de modo que Irina la apagó, pero tan pronto como lo hizo, la mujer comenzó a sisear como una serpiente y a sacudir el picaporte de la puerta. Irina volvió a encender la linterna y mantuvo el haz enfocado hacia la mujer, que bailaba bajo la luz igual que una muchacha de dieciséis años. «Joe» detuvo su monótona presentación para aplaudir el espectáculo y después anunció que quería ir al baño. Irina miró debajo de las camas en busca de un orinal y cuando encontró uno, se lo entregó. Pero él negó con la cabeza e insistió en que le dejáramos salir. Le hice ponerse de pie en la puerta y agarré la chaqueta de su pijama mientras orinaba contra la pared exterior del cobertizo. Me aterrorizaba la idea de que fuera a escaparse o a salir volando en medio de la tormenta. Cuando se hubo aliviado, miró al cielo y se resistió a volver a entrar. Irina tuvo que mantener la luz de la linterna sobre la anciana mientras me ayudaba a arrastrar a Joe de vuelta al interior del cobertizo. Su pijama estaba totalmente empapado y no teníamos nada con que cambiarlo. Luchamos con él para quitarle las ropas mojadas y lo envolvimos en una sábana. Pero, una vez que estuvo seco, se quitó la sábana e insistió en quedarse desnudo.

– Me llamo Joe, como Poe, como Poe, como Poe -murmuraba, desfilando arriba y abajo a lo largo del cobertizo con sus huesudas piernas al aire, tan desnudo como cuando vino al mundo.

– Tú y yo nunca seremos buenas enfermeras -sentenció Irina.

– Y encima, están sedados. Eso hace que seamos incluso más negadas -le respondí.

Irina y yo nos echamos a reír. Fue el único momento de alegría que conoceríamos durante toda la noche.

El aullido del exterior pasó a ser un rugido frenético. En una ráfaga, el aire propulsó un árbol arrancado contra el cobertizo. Se clavó en la pared, abollando el metal hacia dentro. Las puertas del armario se abrieron, y las bandejas y las tazas se estrellaron contra el suelo. La anciana dejó de bailar, espantada como un niño al que han sorprendido fuera de la cama después de la hora de acostarse. Se encaramó a su lecho, cubriéndose la cabeza con las mantas.

El viento golpeaba el árbol contra el cobertizo. Surgieron pequeñas fisuras por todas partes, y las hojas comenzaron a asomarse entre los huecos. Irina y yo tiramos los libros que había encima de la mesa, la volcamos sobre un costado y pegamos el tablero a la pared, como refuerzo.

– Esto no me gusta nada -dijo Irina, apagando la linterna-. Estoy oyendo cómo se acercan las olas.

– No, no es posible -le contesté-. Tiene que ser otra cosa.

– No -replicó Irina-. Es el océano. Escucha.

– ¡¡¡Es Joe, como Poe, ya lo sabéis!!! -gritó Joe.

– ¡Shhhhh! -le reñí.

Joe se sorbió las lágrimas, se metió debajo de su cama y siguió murmurando en voz baja.

Las gotas de lluvia golpeaban los laterales del cobertizo y sonaban como si fueran balas. Los tornillos que mantenían unidas las paredes al suelo de cemento gimieron bajo la presión del viento. Irina me cogió de la mano. Le apreté la suya, recordando lo que Ruselina había dicho sobre que no debíamos separarnos. La anciana se echó a mis brazos y me agarró tan fuerte que me impedía cualquier movimiento. El joven y su gato dormían tranquilamente. Joe se arrinconó aún más en las sombras. No podía oírle.

De repente, la puerta dejó de repiquetear y todo se quedó en silencio. Las paredes se volvieron a colocar en su posición. Las lonas y los árboles dejaron de agitarse. Pensé que me había quedado sorda. Tardé un momento en darme cuenta de que el viento se había calmado en el exterior. Irina levantó la cabeza y encendió la linterna. Joe salió de debajo de la cama. Podía oír voces en las colinas, gemidos y vítores. La gente se estaba llamando mutuamente desde donde estaba en la jungla. Un hombre le gritaba a su esposa:

– ¡Valentina! ¡Te quiero! ¡Después de todos estos años, sigo queriéndote!

No obstante, nadie se movió. Incluso aquella calma tenía algo de maligno.

– Voy a ir a ver qué tal está la abuela -dijo Irina.

– ¡No salgas! -Había perdido toda la sensibilidad en las piernas. No habría podido ponerme de pie aunque lo hubiera intentado-. Todavía no ha terminado. Es sólo el ojo.

Irina me miró frunciendo el ceño. Apartó la mano bruscamente del picaporte de la puerta, con la boca abierta mostrando una expresión de horror. El mango estaba vibrando. Lo observamos fijamente. En la distancia, el océano emitió un rugido. Se elevó el pánico de las voces en la jungla. El viento se levantó de nuevo, gimiendo a través de los árboles desvencijados. En poco tiempo, cambió y comenzó a chirriar como un demonio, moviéndose en dirección contraria y recogiendo todos los escombros producidos por la cabeza de la tormenta. Unas ramas se estrellaron contra el cobertizo. Irina sacudió al joven dormido para despertarlo y lo arrastró bajo la cama. Colocó firmemente al gato en el hueco del brazo de él. Juntas, pusimos de pie la mesa y empujamos a Joe y a la anciana debajo. Nosotras también nos metimos allí.

– Soy Joe, como Poe. Como Poe. Como Poe -me gimoteó Joe al oído.

Irina y yo presionamos nuestros rostros el uno contra el otro. Nos envolvió una peste fétida. Joe se había hecho de vientre.

Algo se estrelló contra el techo. Trozos de metal cayeron a nuestro alrededor. La lluvia comenzó a entrar en el cobertizo. Al principio sólo eran unas gotas, que luego se convirtieron en una auténtica cascada. El viento producía un ruido sordo contra las paredes. Exhalé un grito cuando vi cómo el lateral del cobertizo se levantaba, manteniéndose unido al resto de la estructura solamente por los tornillos del otro lado. El metal chirrió y el cobertizo se abrió como una caja de zapatos. Miramos boquiabiertas el enfurecido cielo. Los libros revolotearon a nuestro alrededor antes de caer en todas las direcciones. Nos agarramos a las patas de la mesa, pero ésta comenzó a avanzar lentamente por el suelo. Joe se zafó de mi mano y se puso en pie, mirando hacia arriba.

– ¡Agáchate! -le gritó Irina.

Pero era demasiado tarde. Una rama arrastrada por el viento le golpeó en la parte posterior de la cabeza. El golpe le hizo caer. El viento lo arrastró por el suelo de cemento como si fuera una hoja. Irina logró cogerle, haciendo un movimiento de cizalla con las piernas, antes de que saliera volando entre las enormes mandíbulas de metal y el suelo. Si en ese momento la pared volvía a caer, Joe acabaría cortado por la mitad. Pero estaba mojado y se deslizó entre las piernas de Irina. Traté de agarrarle la mano, pero la anciana me retenía y no logré alcanzársela. Lo que sí pude cogerle fue el pelo. Joe comenzó a gritar, porque mis dedos le desgarraban el cuero cabelludo.

– ¡Suéltalo! -gritó Irina-. ¡Te arrastrará con él!

Logré deslizarle una mano bajo el brazo y lo aferré por el hombro, pero, en aquella posición, mi cabeza quedaba al descubierto. Las hojas y las ramas se me clavaban en el rostro, hiriéndome la piel como nubes de insectos. Cerré los ojos, preguntándome qué objeto acabaría conmigo. Qué escombro terminaría con mi vida…

– ¡Me llamo Joeeeeeee! -gritaba el enfermo. Se desprendió de mí y salió despedido contra el armario. El mueble se vino abajo, pero cayó encima la cama bajo la que se guarecía el joven del gato. El armario se había quedado a apenas unos centímetros de la cabeza de Joe. Él estaba atrapado, pero, mientras la cama no se moviera, estaría a salvo.

– ¡No te muevas! -le grité. Mi voz se ahogó en un chirrido ensordecedor. Contemplé como la pared se desprendía definitivamente de sus últimos puntos de unión. Me dio la sensación de que giró durante una eternidad, una siniestra sombra flotando en el cielo. Me preguntaba adónde iría a parar. A quién mataría.

– ¡Dios, ayúdanos! -gritó Irina.

Entonces, sin previo aviso, el viento paró. La pared del cobertizo cayó y se ensartó en un árbol cercano, enganchándose entre sus ramas. Aquel árbol había dado su vida por nosotros. Podía oír el océano agitarse y rugir, mientras atraía la tormenta de nuevo a su seno.

Algo cálido me goteó por el brazo. Me lo froté. Era pegajoso. Sangre. Pensé que debía de ser de Irina, porque yo no sentía nada. Encendí la linterna y tanteé con los dedos en busca de su cabeza, pero no encontré ninguna herida. Y aun así, la sangre seguía goteando. Me volví hacia la anciana. Me dio un vuelco el estómago. Se había mordido el labio inferior. Me rompí las enaguas, doblé la tela para formar una bola y la presioné contra su boca, para detener la pérdida de sangre.

Irina se apretó el rostro contra las rodillas, tratando de no llorar. Yo parpadeé para apartarme el agua de los ojos y examiné los daños. Joe estaba tumbado en el suelo como un pez varado en la playa. Tenía rasguños en la frente y en los codos, pero, por lo demás, parecía ileso. El joven estaba despierto, pero inmóvil. Su gato estaba empapado, con el lomo arqueado, siseando en una esquina.

– Me llamo Joe como Poe, como Poe -murmuró Joe.

Durante la siguiente media hora, nadie más pronunció ni una sola palabra.