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Me resultaba imposible comportarme con normalidad mientras estaba esperando la carta proveniente de Estados Unidos. Incluso cuando me sentía tranquila, un momento después comenzaba a darle vueltas a la cabeza de nuevo. En el periódico, podía leer un artículo hasta tres veces sin prestarle ninguna atención. Cuando iba a comprar, apilaba latas y paquetes de productos en la cesta, y al llegar a casa, me percataba de que no había traído nada de utilidad. Tenía la piel cubierta de magulladuras porque me chocaba contra las sillas y las mesas. Me bajaba de la acera en calles concurridas sin mirar, hasta que los bocinazos y los gritos de los conductores furiosos me devolvían a la realidad. Me puse las medias al revés para acudir a un pase de modelos y, si no me paraba a pensarlo, llamaba «Betty» a Ruselina, «Ruselina» a Betty e «Iván» a Vitaly. Tenía el estómago revuelto como si hubiera bebido demasiado café. Me despertaba por las noches bañada en sudor. Me sentía completamente sola. Nadie podía ayudarme. Nadie podía consolarme. Era más que probable que la carta trajera malas noticias, porque, si no, no hubiera estado lacrada y dirigida a mí personalmente. Quizás los padres de Vitaly la habían leído y habían preferido reenviármela sin más, en lugar de transmitirme ellos mismos su triste contenido.
Sin embargo, a pesar de haber intentado racionalizar el asunto y haber tratado de prepararme para lo peor, anhelaba contra toda esperanza que mi madre estuviera viva y que la carta fuera suya. No obstante, no lograba ni imaginarme lo que podría leer en una carta así.
Después del séptimo día, mi tiempo giraba en torno a las visitas diarias a la oficina de correos en compañía de Irina, donde nos poníamos a la cola para enfrentarnos a las miradas hostiles de los empleados.
– No, su carta no ha llegado. Le enviaremos una notificación a su domicilio cuando llegue.
– Pero es que es una carta muy importante -les decía Irina, tratando de ganarse un poco de comprensión-. Por favor, comprendan nuestra inquietud.
Sin embargo, lo único que hacían los empleados era mirarnos con suficiencia, descartando nuestro drama personal con un gesto de la mano, como si fueran reyes y reinas en lugar de simples funcionarios. E, incluso cuando la carta no llegó en diez días y yo sentía que las costillas se me iban a quebrar, aplastándome los pulmones y cortándome la respiración, no se dignaron a mostrar un mínimo de amabilidad para llamar a otras oficinas de la zona y preguntarles si mi carta les había llegado por error. Se comportaban como si tuvieran toda la prisa del mundo, incluso cuando no había nadie más a quien atender, excepto a Irina y a mí.
Vitaly envió un telegrama a sus padres, pero lo único que pudieron hacer fue verificar la dirección.
Para tratar de quitarme de la cabeza la carta, fui con Keith una tarde a Royal Randwick. Keith estaba ocupado con la temporada de deportes de verano, además de con los acontecimientos habituales, pero trataba de salir conmigo cuando podía. Diana me había dado el día libre, y Keith iba a entrevistar a un entrenador hípico llamado Gates y a elaborar un reportaje sobre las carreras de la tarde. Ya había estado muchas veces en las pistas para realizar reportajes de la sección femenina, aunque en ninguna ocasión había permanecido allí más que lo que se tardaba en hacer las fotografías del atuendo de los asistentes. Nunca me había interesado lo suficiente como para quedarme a ver las carreras, pero era mejor que pasarme el día sola.
Miraba desde la terraza del bar del hipódromo mientras Keith entrevistaba a Gates en la zona de ensillado. Su caballo, Stormy Sahara, era un alazán purasangre con una veta de pelaje blanco y unas patas tan largas como el cuerpo entero de su jinete. Su entrenador era un hombre curtido, con un anzuelo en el gorro y un cigarrillo medio consumido colgado del borde de los labios. Diana a menudo repetía que se podía decir cómo de bueno era un reportero por el modo en el que la gente contestaba a sus preguntas en las entrevistas. Aunque Gates debía de tener muchas cosas en la cabeza, le estaba prestando a Keith toda su atención.
Una mujer estadounidense y su hija, vestidas con trajes y sombreros de Chanel, se aproximaron a la línea amarilla que delimitaba la zona de apuestas y la zona privada del bar, y echaron un vistazo desde allí, como si estuvieran tratando de localizar un pez en un estanque.
– ¿Es cierto que las mujeres tienen prohibido traspasar esta línea? -me preguntó la madre.
Asentí con la cabeza. En realidad, aquel borde no era una línea de prohibición para las mujeres, era una línea para marcar la zona exclusiva de los socios. Sin embargo, estaba claro que las mujeres no podían ser socias.
– ¡Es totalmente increíble! -comentó ella-. ¡No había visto una cosa así desde que estuve en Marruecos! Y dígame, ¿qué hago si deseo apostar?
– Bueno -le respondí-, su acompañante masculino puede hacer la apuesta por usted o puede usted salir al exterior y hacer su apuesta desde el lado que no está reservado para socios. Pero, aun así, no estaría bien visto.
La mujer y su hija se echaron a reír.
– Eso es mucha molestia. ¡Qué país más machista es éste!
Me encogí de hombros. Nunca me había parado a pensarlo antes. A fin de cuentas, lo que a mí me interesaba siempre había estado en la zona de mujeres.
Mi primera parada solía ser el tocador. Allí, las mujeres se afanaban en dar los toques finales a su maquillaje, aplicarse el lápiz de ojos, colocarse bien el sombrero o el vestido y estirarse las costuras de las medias. Era un buen lugar para ponerse al día de los cotilleos y enterarse de quién llevaba vestidos de Dior verdaderos y quién imitaciones. Allí solía encontrarme con una mujer italiana llamada Maria Logi. Tenía un tipo parecido al de Sofía Loren, de piel dorada y una silueta voluptuosa. Su acaudalada familia lo había perdido todo durante la guerra y, al llegar a Australia, había intentado introducirse de nuevo en los círculos adecuados. Sin embargo, no había sido capaz de casarse con ningún miembro de la alta sociedad y, en cambio, se había convertido en la esposa de un famoso jinete. Había una regla no escrita en la sección femenina que consistía en que, aunque era aceptable retratar en los artículos a las mujeres e hijas de los entrenadores y los dueños de caballos, no lo era fotografiar a las esposas de los yoqueis, independientemente de lo ricos que fueran o de los triunfos que obtuvieran.
Maria trató de sobornarme una vez para que publicara su fotografía. No acepté, pero le dije que, si se compraba un vestido de un buen diseñador australiano, saldría en mi especial sobre la moda en las carreras. Apareció con un vestido de lana color crema confeccionado por Beril Jents. El color le sentaba muy bien, en contraste con su bronceada piel, y lo llevaba con un pañuelo amarillo al cuello y con mucho glamour italiano. ¿Cómo podía negarme a convertirla en el centro de atención de mi cámara?
– Me has hecho un favor, así que tengo que devolvértelo -me dijo después, cuando me la encontré en el tocador-. Mi marido tiene muchos amigos. Te encontraré un guapo jinete para que te cases con él. Son buenos maridos. No son agarrados cuando toca gastar en sus mujeres.
Me eché a reír y le dije:
– Mira qué alta soy, María. Ningún jinete se interesaría por mí.
Maria negó con el dedo y me contestó:
– Te equivocas. Les encantan las mujeres esculturales. Mira, si no, sus caballos.
Me volví hacia la mujer estadounidense y su hija.
– El césped no siempre es más verde al otro lado -les dije-. Las mujeres aficionadas a las carreras son conocidas por su belleza, encanto e ingenio. Sin embargo, rara vez he oído comentar algo así sobre sus maridos.
– ¿Qué pasaría si cruzáramos la línea? -preguntó la hija. Pisoteó la línea y puso un pie del lado de los socios. Su madre la imitó. Se quedaron allí, con las manos en las caderas, pero la carrera de la tarde estaba a punto de comenzar y, excepto por una mirada obscena que les dedicó un anciano, nadie más les prestó demasiada atención.
Keith corrió hacia mí, ondeando en el aire su cartilla de apuestas.
– He apostado por mis favoritos para ti. -Me colgó sus prismáticos al cuello y me guiñó un ojo-. Volveré a buscarte cuando haya terminado de trabajar.
Abrí la cartilla de apuestas y vi que había apostado tres monedas de cinco chelines para mí en apuestas combinadas, lo cual se consideraba adecuado para una dama. Valoraba su esfuerzo, pero no me interesaban demasiado las carreras. Incluso cuando uno de los caballos que había elegido para mí, Chaplin, que se había pasado la mayor parte de la carrera en mitad del pelotón, repentinamente se adelantó en la recta, se puso en cabeza y ganó la carrera, no pude unirme al entusiasmo general.
Después de que Keith llamara al periódico para transmitir su historia y los resultados, me encontré con él en el bar para tomar una copa. Pidió para mí una cerveza con gaseosa, que traté de beberme educadamente, mientras él me explicaba en qué consistía la vida en el mundo de las carreras: los desconocidos y los favoritos, los pesos y los sorteos de los puestos, las tácticas de los jinetes y las apuestas de los corredores. Por primera vez, aquella tarde, me di cuenta de que me llamaba Anne, en lugar de Anya. Me preguntaba si estaba anglicanizando mi nombre a propósito, o si simplemente no era capaz de percibir la diferencia. Cuando le hablé sobre la carta y mi madre, me pasó el brazo por los hombros y me dijo: «Es mejor que no pensemos en cosas tristes».
A pesar de todo, echaba de menos su compañía. Anhelaba que me cogiera de la mano, que me sacara del remolino que me estaba engullendo. Quería decirle: «Keith, mírame. Mira cómo me estoy ahogando. Ayúdame». Pero él no se daba cuenta. Me acompañó hasta la parada del tranvía, me dio un beso en la mejilla y me envió de vuelta a mi absurda soledad mientras él seguía bebiendo en el bar del hipódromo y buscando historias para sus reportajes.
Abrí la puerta de mi piso. El silencio en el interior era cómodo y opresivo al mismo tiempo. Encendí la luz y vi que Ruselina y Betty habían hecho la limpieza. Habían sacado brillo a mis zapatos y los habían colocado en fila junto a la puerta. Mi camisón estaba doblado a los pies de la cama junto a un par de chinelas de tela. Sobre mi almohada, habían colocado una pastilla de jabón de lavanda y una toalla de manos. La toalla estaba bordada con flores y pajarillos. La desdoblé y vi que también tenía bordadas las palabras: «Para nuestra niña preciosa». Se me llenaron los ojos de lágrimas. Quizás las cosas acabarían mejorando. Incluso aunque algo en mi interior me decía que la llegada de la carta empeoraría la situación, seguía manteniendo viva la esperanza de que no fuera así.
Betty había cocinado una tanda de galletas de jengibre y me las había dejado en un tarro sobre el escritorio. Cogí una y casi me rompí los dientes tratando de morderla. Puse el hervidor a calentar y preparé un poco de té para ablandar las galletas antes de comérmelas. Me tumbé en la cama con la intención de descansar sólo un instante, pero me quedé profundamente dormida.
Me desperté una hora después porque estaban llamando a la puerta. Me esforcé por incorporarme, pues tenía las extremidades adormecidas por el sueño y la tristeza. Vi a Iván por la mirilla. Abrí la puerta y él entró de una zancada en el piso, cargado de pasteles congelados. Se dirigió directamente a la cocinilla y abrió la puerta de la mininevera. La única cosa que había en su interior era un bote de mostaza en la balda superior.
– Mi pobre Anya -me dijo, mientras colocaba los paquetes en la nevera-. Irina me habló sobre tu terrible espera. Mañana mismo voy a ir a la oficina de correos y me quedaré allí delante hasta que rastreen el paradero de esa carta. -Iván cerró la nevera y me rodeó con sus brazos, apretándome como un enorme oso ruso. Cuando nos separamos, me miró la cintura-. Te estás quedando muy delgada -señaló.
Me senté en la cama y él se sentó ante mi escritorio, frotándose la barbilla y mirando fijamente el océano.
– Eres muy amable -le dije.
– Me he portado fatal contigo -replicó, sin mirarme-. He tratado de obligarte a sentir cosas que tú no sentías.
Nos sumimos en el silencio. Ya que él no me miraba a mí, yo le contemplé a él. Sus grandes manos, con los dedos apoyados en la mesa, la espalda ancha y familiar, el pelo ondulado. Deseé poder amarle como él quería, porque era un buen hombre y me conocía bien. Me di cuenta de que la carencia de sentimientos por Iván estaba en mí misma, no tenía nada que ver con él.
– Iván, tú siempre me importarás.
Se puso en pie, como si le hubiera dado razones para marcharse, aunque en realidad, yo quería que se quedara. Quería que se tumbara junto a mí, para que yo pudiera acurrucarme a su lado y dormirme apoyada en su hombro.
– Me vuelvo a Melbourne en dos semanas -me dijo-. He contratado a alguien para que se haga cargo de la fábrica en Sídney.
– Oh -exclamé. Era como si me hubiera apuñalado.
Después de que Iván se marchara, me tumbé de nuevo en la cama, sintiendo como el vacío dentro de mí se ensanchaba y se agrandaba, como si me estuviera muriendo desangrada.
Al día siguiente de la visita de Iván, estaba en mi despacho en el periódico, trabajando en un artículo sobre una variedad de algodón que no necesitaba planchado. Nuestra oficina daba al oeste. El sol estival entraba a raudales por los cristales de las ventanas y convertía la sección femenina en una especie de invernadero. Los ventiladores de pared zumbaban patéticamente tratando de mitigar el opresivo calor. Caroline trabajaba en un artículo sobre lo que le gustaba comer a la familia real cuando estaba en Balmoral. Cada vez que la miraba, notaba que se estaba cayendo lentamente hacia delante, como una flor marchitándose. Incluso Diana parecía desvaída, y minúsculos mechones de su cabello se le adherían a la frente, que le brillaba por el sudor. Pero yo no conseguía entrar en calor. Mis huesos eran de hielo y me congelaban desde dentro. Diana les dijo a las reporteras de menor antigüedad que podían arremangarse si lo necesitaban, mientras que yo me puse un jersey.
Mi teléfono sonó y me dio un vuelco el corazón cuando escuché la voz de Irina: «Anya, ven a casa -me dijo-. La carta está aquí».
En el tranvía de vuelta a casa, apenas podía respirar. El terror se estaba volviendo cada vez más real. Una o dos veces, pensé que me iba a desmayar. Esperaba que Irina hubiera llamado a Keith, tal y como le había pedido. Quería que él e Irina estuvieran allí cuando leyera la carta. El murmullo del tráfico me hizo recordar el ronroneo del coche de mi padre cuando nos llevaba de paseo a mi madre y a mí los domingos. De repente, la imagen de ella frente a mí surgió mucho más clara que durante todos aquellos años. Me desconcertó la viveza de su pelo oscuro, sus ojos color ámbar y los pendientes en los lóbulos de sus orejas.
Irina estaba esperándome fuera del apartamento. Me quedé mirando el sobre que tenía en la mano y di un traspié. Estaba sucio y era muy fino.
– ¿Quieres estar sola? -me preguntó.
Le cogí la carta de la mano. La sopesé entre los dedos: era liviana. Quizás no dijera nada en absoluto. Puede que simplemente fuera un panfleto del tío de Vitaly sobre la probidad del partido comunista. Quería despertar de aquella pesadilla y encontrarme en cualquier otro lugar.
– ¿Y Keith? -pregunté.
– Dijo que tenía que terminar un artículo urgente, pero que trataría de acabar lo antes posible.
– Gracias por llamarle.
– Estoy segura de que son buenas noticias -me dijo Irina, mordiéndose el labio.
Al otro lado de la calle, junto a la playa, había una zona de césped bajo un pino. Señalé con la cabeza hacia allí.
– Te necesito -le confesé-. Más que nunca.
Irina y yo nos sentamos a la sombra del árbol. Mis manos parecían de gelatina y tenía la boca seca. Rasgué el sobre y contemplé la caligrafía rusa, sin poder leer una frase después de otra, sino mirando todas las palabras a la vez, sin entender nada. «Estimada Anna Victorovna» fue lo único que pude leer antes de que se me nublara la vista y la cabeza comenzara a darme vueltas.
– No puedo -dije, pasándole la carta a Irina-. Por favor, léemela.
Irina me cogió el papel de las manos. Tenía una expresión seria en el rostro y le temblaban los labios. Comenzó a leer.
Estimada Anna Victorovna:
Mi hermano me ha informado de que busca noticias sobre su madre, Alina Pavlovna Kozlova, después de que se la llevaran de Harbin para su traslado a la Unión Soviética. Cuando a su madre la deportaron aquel día de agosto, yo volvía a Rusia de manera voluntaria, así que iba en el último vagón de pasajeros junto con los oficiales rusos que supervisaban la deportación.
Aproximadamente a medianoche, cuando el tren se dirigía hacia la frontera, se detuvo de manera repentina. Recuerdo la cara de sorpresa en el rostro del oficial que se sentaba a mi lado, por lo que me imaginé que aquella parada no estaba planeada. En la penumbra en la que estaba sumido el exterior, sólo pude vislumbrar un automóvil militar aparcado cerca de la locomotora y la silueta de los cuatro chinos que estaban situados delante de los faros del automóvil. Aquella escena me pareció escalofriante: los cuatro hombres y el coche en medio de la nada. Tras una breve discusión con el maquinista del tren, la puerta de nuestro vagón se abrió de par en par y los hombres entraron. Por sus uniformes, supe que eran comunistas. Los oficiales del vagón se levantaron para saludarles. Tres de los hombres eran chinos normales y corrientes, pero el cuarto nunca jamás se me borrará de la memoria. Tenía un semblante serio, solemne, y una mirada inteligente, pero sus manos… sus manos eran muñones cubiertos por guantes almohadillados, y juro que pude percibir el olor de la carne descomponiéndose. Supe inmediatamente quién era, aunque nunca antes me había encontrado con él. Un hombre llamado Tang, el más conocido de los líderes de la resistencia comunista en Harbin. Había sido internado en un campo japonés, fue enviado allí por un espía que simulaba ser uno de sus camaradas comunistas.
No parecía tener tiempo para saludos porque inmediatamente preguntó por su madre y en qué vagón estaba. Parecía nervioso por algo y miraba continuamente por las ventanillas. Declaró que tenía órdenes de sacarla del tren. Yo también conocía la historia de su madre. Había oído hablar sobre una mujer rusa que había alojado a un general japonés. Sabía que había perdido a su marido, pero entonces no estaba al tanto de que aquella mujer tenía una hija.
Uno de los oficiales se opuso. Declaró que todos los prisioneros estaban detenidos y que debían ser transportados a la Unión Soviética. Pero Tang se mostró inflexible. Se le habían encendido los ojos por la furia y comenzó a preocuparme que pudiéramos presenciar alguna escena violenta. Al final, el oficial accedió, suponiendo, me imagino, que discutir con los chinos no haría más que demorar el tren. Se puso el abrigo y les hizo a Tang y a los otros chinos una señal con la cabeza para que le siguieran.
Poco tiempo después, vimos a los hombres abandonar el tren. La mujer que supongo que era su madre los acompañaba. El oficial soviético volvió a nuestro vagón y nos ordenó que cerráramos los postigos de las ventanillas. Así lo hicimos, pero la última tablilla de la mía estaba rota, por lo que pude ver algo de lo que estaba ocurriendo en el exterior. Los hombres condujeron a la mujer hacia el coche. Se escuchó una especie de pelea, y entonces las luces del tren se apagaron y sonó una serie de disparos que atravesó el aire de la noche. El ruido fue ensordecedor, pero el silencio posterior resultó incluso más espeluznante. Algunos de los prisioneros comenzaron a gritar, querían saber qué estaba sucediendo. Pero, unos minutos más tarde, el tren arrancó de nuevo. Me incliné hacia la ventana y miré al exterior a través de la tablilla rota. Lo único que pude distinguir fue el cuerpo de alguien, según creo, el de su madre, tendido en el suelo.
Anna Victorovna, permítame asegurarle que la muerte de su madre fue rápida y sin torturas. Si le sirve de consuelo, piense que el destino que le esperaba en la Unión Soviética hubiera sido mucho peor…
El sol se escondió detrás del horizonte como una gran bola de fuego, y el cielo se oscureció. Irina paró de leer y, aunque sus labios seguían moviéndose, no profería ningún sonido. Betty y Ruselina nos estaban observando desde las escaleras, pero, cuando miré hacia ellas, comprendieron mi expresión y se desmoronaron. Betty se aferró a la barandilla y se miró los pies. Ruselina se desplomó sobre los escalones, cogiéndose la cabeza entre las manos. ¿Qué habíamos esperado? ¿Qué esperaba yo? Mi madre estaba muerta y lo había estado durante años. ¿Por qué había mantenido la esperanza? ¿De verdad había creído que volvería a verla viva de nuevo?
Durante unos instantes, no sentí nada. Estaba esperando que alguien llegara y dijera que la carta estaba equivocada, o que era otra mujer a la que habían sacado de aquel tren. Se llevarían la carta y borrarían todo lo que decía, y yo podría seguir viviendo como antes. Entonces, repentinamente, como una casa que sufre una explosión, me derrumbé por dentro. El dolor me sobrecogió con tanta fuerza que supe que me iba a partir por la mitad. Me caí contra el árbol. Irina se aproximó hacia mí. Cogí la carta y la rompí en pedazos, lanzándolos al aire. Contemplé cómo flotaban, como copos de nieve, en el cielo estival.
– ¡Maldito seas! -grité, amenazando con el puño al hombre sin manos que probablemente ya llevaba mucho tiempo muerto, pero que, aun así, había logrado hacerme daño-. ¡Maldito seas!
Las piernas me cedieron bajo mi propio peso. Me golpeé un hombro contra el suelo, pero no sentí nada. Vi el cielo sobre mí, y las primeras estrellas. Ya me había caído así dos veces antes. Una en la nieve, cuando estaba siguiendo al general el día que me encontré con Tang por primera vez. La otra fue cuando Dimitri me confesó que amaba a Amelia.
Betty y Ruselina se inclinaron sobre mí.
– ¡Llama al médico! -le gritó Ruselina a Irina-. ¡Está sangrando por la boca!
Apareció ante mí la imagen de mi madre en la solitaria planicie de China, tendida boca abajo en la tierra. Su cuerpo estaba lleno de heridas producidas por los disparos, como un precioso abrigo de pieles arruinado por las polillas, y sangraba por la boca.
Hay gente que dice que es mejor saber que ignorar. Pero para mí, no fue así. Después de la carta, no tenía esperanzas de ningún tipo. No atesoraba recuerdos a los que pudiera recurrir, ni felices fantasías para el futuro. Todo lo que había dejado atrás o lo que me deparaba el porvenir se detuvo con el silbido de las balas resonando en la noche.
Los días transcurrían envueltos en el implacable calor veraniego sin respiro.
– Anya, tienes que levantarte -me regañaba Irina diariamente. Pero yo no quería moverme. Bajé las persianas y me hice un ovillo en la cama. El olor del algodón húmedo y la oscuridad eran mis únicos consuelos. Ruselina y Betty me traían comida, pero no conseguía alimentarme. Además de no tener apetito, me había mordido la lengua al caerme al suelo y la tenía dolorosamente hinchada. Incluso cuando me cortaban el melón en cachitos, me hacía daño. Keith no vino a verme la noche que recibí la carta. Acudió un día más tarde y se quedó en la puerta, mirando a medias hacia mí y a medias hacia el vestíbulo, con un ramo de flores marchitas en la mano. «Abrázame», le pedí, y lo hizo durante unos minutos, aunque ambos sabíamos que no había nada sólido entre nosotros.
«No importa, no importa», me dije a mí misma cuando se marchó, y supe que todo había terminado entre nosotros. Él estaría mucho mejor con una alegre muchacha australiana.
Traté de comprender la secuencia de las cosas, cómo todo había podido llegar hasta aquella decepción final. Solamente unas semanas antes había estado en el ayuntamiento, hablando con Hades. Parecía que Keith y yo nos estábamos enamorando y, aunque mi búsqueda estaba en un punto muerto, todavía existía la posibilidad de que pudiera encontrar a mi madre. Me atormentaba, rememorando todas las veces que había pensado que me estaba aproximando de algún modo a ella. Recordaba a la gitana de Shanghái que me robó el collar, y, después, en Tubabao, cuando había tenido la certeza de que podía sentir la presencia de mi madre. Sacudí la cabeza por la ironía de lo enfadada que me había sentido con la Cruz Roja y con Daisy Kent porque me había asegurado que no podían ayudarme. Y resultaba que mi madre jamás había abandonado China: había sido ejecutada apenas unas horas después de que yo la viera por última vez. Luego recordé el rostro entristecido de Serguéi y la advertencia de Dimitri sobre mis esperanzas. Me preguntaba si ellos conocían la noticia de la muerte de mi madre, pero habían optado por no decírmelo.
Había creído, durante tanto tiempo, que el inmenso vacío provocado en mí por la ausencia de mi madre acabaría por cerrarse un buen día que, ahora, me resultaba imposible admitir de repente que aquel vacío nunca se cicatrizaría.
Una semana más tarde, Irina se presentó ante mi puerta con una toalla y una pamela en la mano.
– Anya, no puedes seguir tumbada en la cama eternamente. Tu madre no habría querido que lo hicieras. Vamos a la playa. Iván va a competir durante el festival. Es la última vez que lo hará antes de regresar a Melbourne.
Me senté, incluso ahora me pregunto por qué lo hice. La propia Irina pareció sorprendida cuando me moví. Quizás, después de una semana acostada, me daba cuenta de que la única cosa que detendría aquel dolor era ponerse en pie. Sentía la cabeza nebulosa y las piernas débiles, como las de alguien que ha guardado cama durante mucho tiempo por una larga enfermedad. Irina interpretó mi movimiento como una autorización para levantar las persianas. La luz del sol y los sonidos del océano me causaron un gran impacto debido al estado espectral en el que me encontraba, y levanté la mano para protegerme la vista. Aunque íbamos a nadar, Irina insistió en que me duchara y me lavara el pelo.
– Eres demasiado bonita como para salir a ningún sitio con este aspecto -me dijo, mientras señalaba con un dedo mi melena enredada y me empujaba hacia la puerta del baño.
– Deberías haber sido enfermera -murmuré, y entonces recordé lo malas enfermeras que habíamos sido la noche de la tormenta. Tan pronto como entré en la ducha y encendí los grifos, el agotamiento volvió a vencerme. Me dejé caer en el borde de la bañera, enterré la cara entre las manos y me eché a llorar.
«Todo es por mi culpa -pensé-, Tang fue tras ella porque yo me escapé.»
Irina me apartó el pelo de la cara, pero no prestó atención a las lágrimas. Me empujó bajo el agua y comenzó a enjabonarme firmemente el cabello. El champú olía a caramelo y era del color de la yema de huevo.
El festival supuso para mí un brusco regreso al mundo de los vivos. La playa estaba llena de personas tomando el sol con la piel totalmente untada de aceites, mujeres con sombreros de paja, niños con flotadores a la cintura, hombres con crema de cinc en la nariz, ancianos sentados en mantas y los socorristas de todos los clubes de Sídney. Me había sucedido algo en los oídos durante la última semana. Mis conductos auditivos estaban bloqueados. Los sonidos me parecían insoportablemente altos y, un segundo después, se desvanecían en el silencio. El malestar que me causó el llanto de un bebé hizo que tuviera que taparme los oídos, pero cuando dejé caer las manos, no podía oír nada en absoluto.
Irina me cogió de la mano para que no nos perdiéramos mientras nos abríamos paso para llegar al frente de la muchedumbre. El sol que se reflejaba aquella mañana en el agua era engañoso, porque el océano estaba plagado de turbulencias y las olas eran altas y peligrosas. Ya habían rescatado del agua a tres personas, incluso aunque estaban nadando en la zona delimitada por las boyas. Se había hablado de cerrar la playa y cancelar el festival, pero el barco guardacostas había considerado que las condiciones eran lo bastante seguras.
Los socorristas marcharon con sus banderas detrás, tan orgullosos como militares. Manly, Mona Vale, Bronte, Queensliff. Los socorristas del Club de Salvamento y Surf de Bondi Norte llevaban mono de baño con los colores del club: marrón, rojo y blanco. Iván era el encargado de la correa. Llevaba la cabeza bien alta y su cicatriz era invisible a la brillante luz del sol. Me sentí como si fuera la primera vez que estuviera viendo su rostro de verdad, con la mandíbula fija en una expresión decidida como la de un héroe clásico. Dispersos entre la multitud, grupos de mujeres gritaban palabras de ánimo a los hombres. Al principio, Iván se encogió avergonzado por sus atenciones, suponiendo que no iban dirigidas a él, pero, animado por los otros vigilantes, aceptó un abrazo de una mujer rubia y los besos que sus amigas le lanzaban en el aire. Verle disfrutar tan tímidamente fue lo único que me produjo felicidad en toda la semana.
Si hubiera sido más inteligente, más sana de corazón, podría haberme casado con Iván cuando me lo pidió, pensé. Quizás podríamos habernos dado algo de felicidad y consuelo mutuos. Pero era demasiado tarde para eso. Era demasiado tarde para todo, salvo para el arrepentimiento.
Iván y su equipo aproximaron su barco al borde del agua. La multitud de la playa los vitoreó, silbando y gritando: «¡Bondi, Bondi!». Irina llamó a Iván, él se volvió hacia nosotras y nuestras miradas se encontraron. Me sonrió, y sentí la calidez de su sonrisa recorriéndome hasta alcanzarme el corazón. Sin embargo, un instante después, él se volvió, y yo sentí frío de nuevo.
Sonó el silbato y los equipos se lanzaron al agua. Chocaron contra las altas olas que rompían contra las proas de los barcos. Un barco viró de lado contra la ola y volcó. La mayoría de los socorristas saltaron a tiempo, pero uno de ellos se quedó atrapado debajo, y tuvieron que rescatarle. El juez de la carrera se aproximó a la orilla corriendo, pero era demasiado tarde para ordenar a los demás que regresaran, porque ya habían sobrepasado el rompeolas. La multitud enmudeció, porque todo el mundo comprendió que la emoción había terminado, que la carrera podía tener un final fatídico en aquellas condiciones. Durante diez minutos, no pudimos ver a los cuatro barcos restantes porque estaban más allá de las olas. Se me hizo un nudo en el pecho. ¿Qué ocurriría si perdía también a Iván? Entonces, oteé los remos de los barcos que volvían, elevados sobre la espuma. El barco de Iván iba a la cabeza, pero a todo el mundo había dejado de importarle la carrera. Luché por deshacerme del sentimiento de pánico que me atenazaba. Escuché el gemido de la madera y me di cuenta de que el barco estaba empezando a resquebrajarse, como las briznas de paja que se sueltan de un sombrero. Los socorristas tenían los rostros petrificados por el miedo, pero la expresión de Iván era tranquila. Les gritaba órdenes a los miembros de su equipo y, gracias a algún tipo de milagro, consiguieron mantener el barco unido con sus propias manos mientras Iván sostenía firmemente el timón, hasta que, al final, logró dirigirlos de vuelta a la playa. Los simpatizantes del equipo de Bondi Norte enloquecieron. Pero Iván y sus compañeros no se preocuparon por haber ganado. Saltaron fuera del barco y de nuevo al mar, para ayudar a los otros participantes a regresar sin incidentes a la playa. Cuando todo el mundo estaba de nuevo sobre la arena, la multitud comenzó a aclamarles. «¡Queremos ver al hombre! -coreaban-. ¡Queremos ver al hombre!» Los vigilantes que estaban alrededor de Iván lo auparon en el aire, como si fuera tan ligero como una bailarina. Lo llevaron a hombros entre la muchedumbre y lo lanzaron sobre un grupo de chicas que saltaron sobre él, regocijándose y retorciéndose.
Irina se volvió hacia mí, riéndose. Pero no podía oírla. Había perdido totalmente el sentido del oído. Su piel bronceada brillaba bajo la luz del sol y en su cabello salado por la brisa marina se habían formado unos atractivos rizos de sirena. Corrió hacia Iván y comenzó a jugar a arrebatarle el gorro. La multitud avanzó y me fue empujando hasta que me encontré de pie fuera del gentío, totalmente sola.
El miedo volvió a mí como un puño contra el estómago, incluso con más fuerza e intensidad que antes. Me agarré el vientre y caí de rodillas. Sentí náuseas, pero no conseguí expulsar nada. Era culpa mía que mi madre estuviera muerta. Tang la había fusilado por mi causa. Me había escapado y, como no podía dañarme a mí, partió en su busca. Y a Olga también. Los había matado a todos ellos. Incluso a Dimitri. Habría venido a buscarme si no me hubiera cambiado el nombre.
– ¡Anya!
Me puse en pie y corrí al borde del agua, sintiendo alivio por notar la arena mojada bajo mis abrasados pies.
– ¡Anya!
Ella estaba gritando mi nombre.
– ¿Mamá? -grité, andando silenciosamente sobre la arena húmeda. Cuando llegué al arrecife de coral, me senté. El sol del mediodía estaba alto en el cielo. Hacía que el agua estuviera tan clara como un espejo, y podía ver bancos de peces bajo las olas y la sombra oscura de las rocas y las algas pegadas a ellas. Miré atrás, a la playa. La muchedumbre del festival se había dispersado, y la mayoría de los socorristas estaban tomándose un descanso, bebiendo refrescos y charlando con las chicas. Todos excepto Iván, que se había quitado el gorro y corría por la playa. No podía ver a Irina.
Oí la voz, llamándome otra vez, y me volví hacia el océano. Mi madre estaba de pie sobre las rocas y me miraba. Sus ojos eran tan transparentes como el agua. Llevaba la melena suelta a la altura de los hombros, y su cabello ondeaba con la brisa como un velo negro. Me puse en pie y cogí aire profundamente, comprendiendo al fin lo que tenía que hacer. Una vez que permití que el primer pensamiento tomara forma en mi cabeza, todos los demás me vinieron rápidamente. Me sentí eufórica porque me di cuenta de lo fácil que sería, y comprendí cuál era la solución a todos mis problemas. El dolor se detendría, y yo vencería a Tang. Y mi madre y yo volveríamos a estar juntas de nuevo.
Sentí ligera y suave la arena húmeda bajo mis pies, como si fuera nieve. El torrente de agua gélida que me recorrió la piel me resultó estimulante. Al principio, tuve que luchar contra el océano, lo cual me fatigó mucho. Pero entonces pensé en los barcos oponiéndose a las olas y usé todas mis fuerzas para abrirme camino hacia aguas más profundas. Una ola se cernió sobre mí como una sombra y rompió, enviándome en un remolino hacia las profundidades arenosas. Me golpeé la espalda contra el fondo del océano. El golpe me dejó sin aliento, y sentí como el agua se me filtraba desde la garganta hasta los pulmones. Al principio, me dolió, pero luego miré hacia arriba, vi a mi madre sobre las rocas y noté que me estaba trasladando a otro mundo. Cerré los ojos, escuchando el murmullo y el burbujeo marinos a mi alrededor. Me sentía como si estuviera en el vientre de mi madre otra vez. Durante un momento, me entristecí, pensando en cómo me extrañaría Irina. Pensé en todos ellos, en Betty, en Ruselina, en Iván, en Diana. Todos dirían que tenía muchas cosas por las que seguir viviendo, que era joven, guapa e inteligente. Me sentí culpable al pensar que todas aquellas cosas no habían significado tanto para mí como deberían. Nunca acabaron con mi soledad. Y, a partir de entonces, dejaría de estar sola para siempre.
De repente, algo tiró de mí y me propulsó hacia la superficie, elevándome por encima de la cresta de la ola, como un niño mecido entre los brazos de su madre. Por unos instantes, volví a recuperar el oído y pude escuchar los gritos y la risa de la gente, y las olas rompiéndose en la playa. Pero, al momento siguiente, me hundí de nuevo. Esta vez, el agua se me introdujo por las aletas de la nariz y por la garganta más deprisa, como si yo fuera un barco naufragando.
– Mamá, ya voy -grité-. ¡Ayúdame!, ¡ayúdame!
El agua me pesaba en los pulmones, y dejaron de salirme burbujas por la boca y la nariz. Podía sentirlo, el frío trepándome por las venas, el agotamiento. Cerré los ojos contra el dolor y dejé que la corriente me meciera de un lado a otro.
Percibí un movimiento a mi lado. Un destello de luz solar sobre la piel. Me pregunté qué sería: ¿quizás algún tiburón o algún delfín que había venido a presenciar mis últimos momentos? Pero entonces, unos brazos humanos se deslizaron bajo mis axilas y me arrastraron hacia la superficie.
La luz del sol me quemó los ojos llenos de agua salada.
A través de la distancia, oí a una mujer gritando:
– ¡No! ¡Oh, Dios mío! ¡No!
Era Irina.
Una ola me pasó sobre la cabeza. El agua del océano me recorrió el rostro y el cabello. Pero aquellos brazos me elevaron más y más alto, y alguien me cargó sobre sus hombros. Sabía quién era mi salvador. Otra ola se estrelló sobre nosotros, y, aun así, él me mantuvo firmemente agarrada, clavándome los dedos en los muslos. Tosí y balbuceé. «Déjame morir», quise decirle, pero no me salió más que agua por la boca.
Sin embargo, Iván no me oyó. Me dejó en la arena y apoyó la cabeza contra mi pecho. Su pelo húmedo me rozó la piel, pero no debió de oír nada. Me puso boca abajo y me presionó con las manos contra la parte de atrás de las costillas, después me frotó las extremidades vigorosamente. La arena pegada a las palmas de sus manos me arañó la piel, y sentí los granos en los labios. Sus dedos temblaban, y la pierna que había colocado sobre la mía se estremeció.
– ¡Por favor, no! -me gritó, con las lágrimas ahogándole la voz-. ¡Por favor, no lo hagas, Anya!
Aunque tenía una mejilla apoyada en el suelo, pude ver a Irina de pie en la orilla, sollozando. Una mujer le había puesto una toalla sobre los hombros y estaba tratando de consolarla. Sentí dolor en el corazón. No quería hacerles daño a mis amigos. Pero mi madre me estaba esperando en las rocas. Yo no era la persona fuerte que todos pensaban, y ella era la única que lo sabía.
– Déjala ir, compañero. Déjala ir -escuché que decía otro socorrista, mientras se arrodillaba para examinarme-. Mira el color de su rostro. La espuma de su boca. Ya se ha ido.
El otro me tocó el hombro, pero Iván lo apartó de un empujón. Él no me dejaría marchar. Me resistí cuando me apretó contra su cuerpo, luché contra todo lo que estaba haciendo para salvarme. Pero su voluntad era más sólida que la mía. Me golpeó con los puños cerrados hasta que algo parecido a un viento feroz entró como un soplo en mis pulmones. Sentí un espasmo agudo y el agua del océano dio paso a una ráfaga de aire. Alguien me recogió. Vi una aglomeración de gente y una ambulancia. Irina e Iván estaban sobre mí, sosteniéndose mutuamente y llorando. Volví la cabeza hacia las rocas. Mi madre se había marchado.
Todas las noches de la semana siguiente, Iván vino a visitarme al Hospital de San Vicente, el cabello le olía a jabón Palmolive y traía una gardenia en la mano. Su rostro estaba quemado por el sol, y caminaba lenta y rígidamente, agotado por el traumático fin de semana. Cuando Iván llegaba, Betty y Ruselina, que pasaban los días leyéndome o escuchando la radio mientras yo dormía, se levantaban para marcharse. Siempre se comportaban como si Iván y yo tuviéramos cosas importantes de las que hablar, y corrían la cortina verde a nuestro alrededor para proporcionarnos privacidad antes de escabullirse a la cafetería. Pero Iván y yo nos dijimos muy poco. Compartíamos una comunicación que iba más allá de las palabras. El amor, como pude comprobar, era más que un sentimiento. También estaba en los actos que uno llevaba a cabo. Iván me había salvado y había insuflado vida en mí con tanta decisión como una mujer dando a luz. Había introducido vida en mi interior a golpe de puños y no me iba a dejar morir.
Durante mi última noche de hospitalización, cuando los médicos opinaron que mis pulmones estaban de nuevo limpios y fuertes, Iván extendió la mano y tocó la mía. Me miró como si yo fuera un tesoro de valor incalculable que había sacado del mar y no una joven suicida. Recordé lo que me había dicho sobre que comprender era más importante que olvidar.
– Gracias -le dije, entrelazando mis dedos con los suyos. Entonces supe que, fuera lo que fuese lo que antes me impedía amarle, había desaparecido. Cuando me tocó, quise volver a vivir. Él tenía la suficiente fuerza como para sostenernos a ambos.