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Nosotros, los rusos, creemos que si un cuchillo se cae de la mesa, se aproxima la llegada de un visitante varón, y que un ave que entra volando en una habitación es la señal de la muerte inminente de alguien cercano. Sin embargo, ningún presagio de cuchillos tirados al suelo o de aves extraviadas me previno cuando ambos acontecimientos tuvieron lugar en 1945, cerca de mi decimotercer cumpleaños.
El general apareció el décimo día tras la muerte de mi padre. Mi madre y yo nos manteníamos ocupadas retirando las cortinas de seda negra que habían adornado los espejos y los cuadros durante los nueve días de luto. El recuerdo de mi madre aquel día nunca se me borrará de la memoria. Su piel marfil bordeada por mechones de cabello oscuro, los pendientes de perla en los lóbulos de las orejas y sus ardientes ojos color ámbar forman una nítida fotografía ante mí: mi madre, una viuda de treinta y tres años.
Recuerdo sus delgados dedos doblando la tela negra con una languidez que no era habitual en ella. Pero entonces, ambas estábamos profundamente conmocionadas por nuestra pérdida. Cuando mi padre se fue la mañana de su muerte, le brillaban los ojos mientras sus labios acariciaban mis mejillas con besos de despedida. No podía imaginarme que, la siguiente vez que lo viera, estaría dentro de un pesado ataúd de roble, con los ojos cerrados y el rostro encerado y distante a causa de la muerte. La parte inferior del ataúd permanecía cerrada para ocultar sus piernas, mutiladas en el mortal accidente de coche.
La noche en la que se instaló el cuerpo de mi padre en el recibidor, con cirios blancos a ambos lados del ataúd, mi madre cerró con llave las puertas del garaje y les colocó una cadena con un candado. La observé desde la ventana de mi cuarto mientras caminaba arriba y abajo frente a la puerta del garaje y movía los labios como si estuviera conjurando un silencioso encantamiento. De vez en cuando, se detenía y se colocaba el pelo por detrás de las orejas, como si estuviera escuchando algo, pero después sacudía la cabeza y continuaba paseándose. A la mañana siguiente, salí sigilosamente para mirar la cadena y el candado. Comprendí lo que había hecho: cerrar con la misma firmeza las puertas del garaje con la que nosotras tendríamos que habernos asido a mi padre, de haber sabido que permitirle conducir bajo la copiosa lluvia significaría dejarle marchar para siempre.
En los días posteriores al accidente, nuestro dolor se difuminó a causa del flujo constante de visitas de nuestros amigos rusos y chinos. Llegaban y se iban cada hora, andando o en rickshaws, [1] dejaban sus granjas vecinas o casas de la ciudad para llenar nuestro hogar con el aroma del pollo asado y el murmullo de las condolencias. Los que venían del campo acudían cargados de regalos, como pan y bollos, o flores silvestres que habían sobrevivido a las heladas tempranas de Harbin, mientras que los que venían de la ciudad traían marfil y seda; una manera educada de darnos dinero, ya que, sin mi padre, mi madre y yo nos enfrentaríamos a tiempos difíciles.
Luego celebramos el entierro. El sacerdote, de facciones surcadas y nudosas como un viejo árbol, trazó el signo de la cruz en el aire glacial antes de que clavaran la tapa del ataúd. Los rusos de anchas espaldas hundieron sus palas en el suelo y arrojaron paladas de tierra congelada dentro de la tumba. Trabajaron duro con las mandíbulas apretadas y los ojos bajos, con el sudor resbalándoles por el rostro, ya fuera para mostrar respeto por mi padre o para ganarse la admiración de la joven viuda. Mientras tanto, nuestros vecinos chinos se mantenían a respetuosa distancia en el exterior de las puertas del cementerio, comprensivos, pero recelosos de la costumbre que teníamos de enterrar a nuestros seres queridos abandonándoles así a la merced de los elementos.
Más tarde, los asistentes al funeral volvieron a reunirse en nuestro hogar, una casa de madera que mi padre había construido con sus propias manos después de huir de Rusia y de la Revolución. En el velatorio, nos sentamos a tomar pasteles de sémola y té servido con un samovar. Originalmente, la casa era un chalé de tejado inclinado con las chimeneas sobresaliendo de los aleros, pero, después de casarse con mi madre, mi padre construyó seis habitaciones más y una segunda altura, que llenó de armarios lacados, sillas antiguas y tapices. Talló marcos ornamentales en las ventanas, levantó una gruesa chimenea y pintó las paredes de amarillo botón de oro, como el palacio de verano del zar. Los hombres como mi padre hacían de Harbin lo que era: una ciudad china llena de nobleza rusa expatriada. Gente que trataba de recrear el mundo que había perdido mediante esculturas de hielo y bailes de invierno.
Después de que nuestros invitados dijeran todo lo que se podía decir, seguí a mi madre hasta la puerta para verles marcharse. Mientras se ponían los abrigos y sombreros, me percaté de que mis patines de hielo estaban colgados en un perchero de la entrada principal. La cuchilla izquierda estaba suelta y me acordé de que mi padre había tratado de fijarla antes del invierno. La parálisis de los últimos días dio paso a un dolor tan agudo que me dañaba las costillas y me revolvía el estómago. Cerré los ojos con fuerza para luchar contra aquel dolor. Observé el cielo azul que se precipitaba sobre mí y un débil sol de invierno que relucía en el hielo. El recuerdo del año anterior volvió a mi mente. El río Songhua solidificado; el griterío alegre de los niños esforzándose por mantenerse de pie sobre sus patines; los jóvenes amantes deslizándose por parejas y los ancianos arrastrando los pies por el centro del río para buscar peces en las zonas donde la capa de hielo era más delgada.
Mi padre me subió a sus hombros; las cuchillas de sus patines arañaban la superficie por el peso añadido. El cielo se convirtió en un borrón aguamarina y blanco. La cabeza me daba vueltas de la risa.
– Bájame, papá -dije, sonriendo abiertamente a sus ojos azules-. Quiero mostrarte algo.
Me bajó, pero no me soltó hasta haberse asegurado de que yo era capaz de mantener el equilibrio. Busqué una zona despejada y patiné hasta ella, levantando una pierna del hielo y girando como una marioneta.
– ¡Harashó, harashó! -exclamó mi padre aplaudiendo. Se restregó la mano enguantada por el rostro y me dedicó una sonrisa tan amplia que las líneas de expresión de su rostro parecieron cobrar vida. Mi padre era mucho mayor que mi madre, acabó sus estudios universitarios el año en que ella nació. Fue el más joven de los coroneles del Ejército Blanco y, de alguna manera, muchos años después, sus gestos seguían teniendo una mezcla de entusiasmo juvenil y de precisión militar.
Estiró los brazos y los abrió hacia mí para que patinara hasta donde él estaba, pero yo quería volver a exhibirme. Me impulsé aún más fuerte y comencé a girar, pero mi cuchilla tropezó contra un bache y el pie se me dobló. Mi cadera chocó contra el hielo y expulsé todo el aire que tenía en los pulmones.
Mi padre estaba junto a mí en un instante. Me cogió y patinó hacia la orilla del río conmigo en brazos. Me sentó en el tronco de un árbol caído y me pasó las manos sobre los hombros y las costillas antes de quitarme la bota rota.
– No hay fracturas -dijo, moviendo el pie entre las manos.
El aire era glacial y mi padre me frotó la piel para calentarla. Miré fijamente los mechones de pelo blanco que se mezclaban con su cabello color jengibre en la coronilla, y me mordí los labios. Las lágrimas de mis ojos no se debían al dolor, sino a la humillación de haberme puesto en ridículo. Mi padre apretó el dedo pulgar contra la zona hinchada del tobillo y yo me estremecí. Ya se estaba empezando a formar un moratón debido al golpe.
– Anya, eres como una gardenia blanca -me dijo sonriendo-. Bella y pura. Pero tenemos que tratarte con cuidado, porque te magullas con facilidad.
Apoyé la cabeza en su hombro, a punto de reír, pero llorando al mismo tiempo.
Una lágrima me salpicó la muñeca y resbaló hasta las baldosas de la entrada. Me sequé rápidamente la cara antes de que mi madre se diera la vuelta. Los invitados estaban saliendo, les saludamos con la mano una vez más y les dijimos «Da svidaniya» antes de apagar las luces. Mi madre cogió uno de los cirios funerarios del recibidor y nos dirigimos a la planta de arriba, guiadas por el suave resplandor. La llama tembló y noté la rapidez de la respiración de mi madre en la piel. Pero temía mirarla y contemplar su sufrimiento. Se me hacía tan duro soportar su dolor como el mío propio. Le di un beso de buenas noches en la puerta de su cuarto y me apresuré escaleras arriba hacia mi habitación, que estaba en el desván, para dejarme caer inmediatamente después en la cama y cubrirme la cabeza con la almohada, para que no me oyera sollozar. El hombre que había dicho que yo era una gardenia blanca, que me había llevado en sus hombros y me había hecho girar hasta que la cabeza me había dado vueltas de la risa, no volvería nunca más.
Una vez que la época de luto oficial hubo terminado, todo el mundo pareció dispersarse de nuevo en sus respectivas vidas cotidianas. Mi madre y yo nos quedamos desamparadas, dejadas a nuestra suerte para aprender a vivir de nuevo.
Tras doblar las telas y amontonarlas en el armario ropero, mi madre decidió que debíamos llevar flores al cerezo favorito de mi padre. Mientras me ayudaba con los cordones de las botas, escuchamos como ladraban nuestros perros Sasha y Gogle. Me apresuré a acercarme a la ventana, suponiendo que sería otro grupo de personas que venían a darnos el pésame, pero distinguí a dos soldados japoneses que esperaban junto a la verja. Uno era de mediana edad, y llevaba un sable colgado del cinturón y grandes botas de general. Su cara cuadrangular de expresión solemne estaba marcada por profundas arrugas, pero hizo ademán de sonreír con las comisuras de la boca cuando se fijó en los huskies que correteaban junto a la verja.
Desde una rendija en la puerta principal entreví como mi madre hablaba con los hombres: primero trató de hacerlo despacio en ruso y luego en chino. El soldado más joven parecía entender el chino con facilidad, mientras que el general dirigía la mirada hacia el patio y la casa, y solamente prestaba atención cuando su ayudante le traducía las respuestas de mi madre. Le estaban pidiendo algo y hacían reverencias al final de cada frase. Esta muestra de cortesía, que normalmente no se empleaba con los extranjeros que residían en China, parecía poner a mi madre aún más incómoda. Asentía con la cabeza, pero su miedo se delataba en que se le sonrojaba la piel alrededor del cuello, y le temblaban los dedos mientras retorcía y tiraba de los puños de sus mangas.
En los últimos meses, muchos rusos habían recibido visitas similares. El alto mando japonés y sus asistentes se habían ido trasladando a los hogares de la gente, en lugar de vivir en el cuartel del ejército. En parte, lo hacían para protegerles de los ataques aéreos de los aliados, pero también para sofocar cualquier movimiento de resistencia local de los rusos blancos convertidos a soviéticos, o bien, de los simpatizantes de los chinos. La única persona que conocíamos que los había rechazado era un amigo de mi padre, el profesor Akimov, que poseía un apartamento en Modegow. Desapareció una noche y nunca volvimos a oír de él. Sin embargo, ésta era la primera vez que se habían alejado tanto del centro de la ciudad.
El general murmuró algo a su ayudante, y cuando vi que mi madre tranquilizaba a los perros y abría la verja, me escabullí hacia el interior de la casa y me escondí bajo un sillón, presionando mi rostro contra las frías baldosas del recibidor. Primero entró mi madre y sostuvo la puerta para dejar paso al general. Él se limpió las botas antes de pasar al interior y colocó el sombrero en la mesa que estaba junto a mí. Escuché como mi madre lo conducía hacia el salón. Murmullaba frases en japonés como muestra de su aprobación y, aunque ella seguía intentando trabar una conversación elemental en ruso y chino, él no parecía entenderla. Me preguntaba por qué habría dejado a su ayudante junto a la verja. Mi madre y el general se dirigieron a la planta de arriba, y pude oír el crujido del suelo en la habitación desocupada y el sonido de los armarios abriéndose y cerrándose. Cuando regresaron, el general parecía complacido, pero la ansiedad de mi madre se había desplazado hasta sus pies: trasladaba el peso de uno a otro y golpeaba el suelo con el zapato. El general hizo una reverencia y murmuró «Doomo arigatoo gozaimashita». Gracias. Cuando recogió el sombrero, notó mi presencia. Sus ojos no eran como los del resto de los soldados japoneses que yo había visto hasta entonces. Eran grandes y saltones, y cuando los abrió mucho y me sonrió, las arrugas de su frente se comprimieron hacia el nacimiento del pelo, confiriéndole el aspecto de un enorme y simpático sapo.
Todos los domingos, mi madre, mi padre y yo nos reuníamos en casa de nuestros vecinos, Boris y Olga Pomerantsev, para comer borscht y pan de centeno. Eran una pareja de ancianos que se había dedicado toda la vida a vender los productos agrícolas que producía, pero los dos eran muy sociables y mostraban interés por mejorar sus conocimientos, por lo que a menudo invitaban a sus conocidos chinos a que se sumaran a nuestras reuniones. Hasta la invasión japonesa, dichas reuniones solían ser muy animadas, con música y lecturas de Pushkin, Tolstói y poetas chinos; sin embargo, a medida que la ocupación se volvió más represiva, la animación de estos encuentros fue atenuándose. Todos los ciudadanos chinos estaban bajo continua vigilancia, y cualquiera que abandonara la ciudad debía mostrar su documentación y bajarse de su automóvil o rickshaw para postrarse ante los guardias japoneses si quería seguir su camino. El señor y la señora Liu eran los únicos chinos que estaban dispuestos a hacerlo por un acontecimiento social diferente de un funeral o una boda.
En otra época, los Liu habían poseído una próspera industria, pero los japoneses ocuparon su fábrica de algodón, por lo que sobrevivían sólo gracias a que habían sido lo suficientemente prudentes como para no gastar todo lo que habían ganado.
El domingo siguiente a que terminara el luto por mi padre, mi madre esperó hasta después de la comida para hablarles a nuestros amigos sobre el general. Susurraba con voz entrecortada, mientras pasaba las manos por encima del mantel de encaje que Olga utilizaba para las ocasiones especiales y miraba de soslayo a la hermana del señor Liu, Ying-ying. La joven dormitaba en un sillón cerca de la puerta de la cocina, mientras respiraba pesadamente y un hilo de saliva le colgaba de la barbilla. Era poco común que el señor Liu trajera a su hermana en esas ocasiones, prefería dejarla al cuidado de sus hijas mayores siempre que él y su mujer salían de casa. No obstante, parecía que la depresión de Ying-ying se estaba agravando: pasaba de estar indiferente durante días a sufrir repentinos arrebatos de llanto y a arañarse la piel de los brazos hasta sangrar. El señor Liu la había sedado con hierbas chinas y la había traído con él, porque no confiaba en que sus hijos pudieran hacer frente a la situación.
Mi madre nos habló escogiendo las palabras con cuidado, pero su ensayada tranquilidad no hizo más que empeorar la sensación de desazón de mi estómago. Nos explicó que el general iba a alquilar la habitación desocupada de nuestra casa. Subrayó la importancia de que su cuartel general estuviera en otro pueblo a cierta distancia, y de que pasaría la mayor parte del tiempo en él, de manera que no nos impondría su presencia constantemente. Nos explicó que habían acordado que ningún soldado o agregado militar podría visitar la casa.
– ¡Lina! ¡No! -exclamó Olga-. ¡Precisamente esa gente!
El rostro de mi madre palideció.
– ¿Cómo puedo rechazarle? Si lo hago, perderé la casa. Lo perderé todo. Tengo que pensar en Anya.
– Mejor no tener casa a vivir con esos monstruos -replicó Olga-. Anya y tú podéis venir a vivir aquí.
Boris apretó el hombro de mi madre con su mano de labrador, rosácea y callosa:
– Olga, Lina perderá mucho más que la casa si se niega.
Mi madre levantó la cabeza hacia los Liu, disculpándose con la mirada, y dijo:
– Mis amigos chinos no lo verán con buenos ojos.
La señora Liu bajó la vista, pero su marido dirigió la atención hacia su hermana, que se removía y farfullaba una serie de nombres mientras dormitaba. Eran siempre los mismos nombres, independientemente de que Ying-ying los gritara mientras la señora Liu y sus hijas la sujetaban en la consulta del médico, o los exclamara entre sollozos antes de caer en uno de sus trances comatosos. Había llegado de Nanking con el resto de los refugiados heridos y arruinados que habían huido de la ciudad tras la invasión japonesa. Los nombres que pronunciaba eran los de sus tres niñas, a las que los soldados japoneses habían abierto en canal con sus espadas. Cuando los soldados amontonaron los cuerpos de las niñas junto con los cadáveres de los otros pequeños del mismo edificio, uno de esos hombres sujetó firmemente la cabeza de Ying-ying entre sus manos forzándola a mirar cómo los minúsculos intestinos de sus hijas se derramaban por el suelo y los perros de los guardias acababan peleándose por ellos. Arrastraron a su marido y al resto de los hombres a la calle, los marcaron y los ataron a unos postes; entonces, los generales japoneses ordenaron a los soldados que se entrenaran traspasándoles con sus bayonetas.
Me levanté de la mesa sin que se dieran cuenta y corrí afuera para jugar con el gato que vivía en el jardín de los Pomerantsev. Era un gato callejero con las orejas desgarradas y un ojo ciego, pero estaba poniéndose gordo y satisfecho gracias a las atenciones de Olga. Presioné mi rostro contra su pelaje almizcle y lloré. Historias como la de Ying-ying se rumoreaban por todo Harbin, e incluso yo misma había sido testigo de suficientes muestras de crueldad por parte de los japoneses como para odiarlos.
Los japoneses se anexionaron Manchuria en 1937, aunque, en realidad, la habían invadido seis años antes. A medida que la guerra se fue recrudeciendo, los japoneses publicaron un edicto para que todo el arroz se destinara a su ejército. Los chinos se vieron forzados a alimentarse básicamente de bellotas, que los más jóvenes y los enfermos no podían digerir. Un día, volvía corriendo de la escuela por el serpenteante y frondoso sendero que flanqueaba el río al lado de nuestra casa. El nuevo director japonés nos había dejado salir temprano, y nos había ordenado que volviéramos a casa y les contáramos a nuestros padres las últimas victorias japonesas en Mancharía. Llevaba puesto mi nuevo uniforme blanco, y me entretenía observando los motivos que la luz del sol dibujaba sobre mí al filtrarse entre los árboles bajo los que correteaba. Me crucé con el doctor Chou, el médico del pueblo. El doctor Chou conocía tanto la medicina occidental como la tradicional, y en ese momento llevaba una caja de frascos bajo el brazo. Era conocido por su elegancia en el vestir, y aquel día iba engalanado con un traje entallado y una gabardina al estilo occidental, y con un sombrero panamá. El tiempo suave parecía complacerle a él también, y nos sonreímos mutuamente.
Después de cruzarme con el médico, llegué al recodo del río. Allí el bosque era más oscuro y las plantas trepadoras envolvían los árboles. Me sorprendí al oír un chillido penetrante, y me paré en seco cuando un agricultor chino con el rostro magullado y herido pasó tambaleándose junto a mí. Un grupo de soldados japoneses saltó de entre la vegetación tras él y nos rodeó a ambos, agitando las bayonetas. El jefe sacó su espada y la presionó bajo la barbilla del hombre, dejando una marca en la piel de su cuello. Le obligó a que le mirara directamente a los ojos, pero yo pude percibir en la turbiedad de aquellos ojos y en la flacidez de su boca que la luz se había extinguido en su ser. La chaqueta del agricultor estaba chorreando, y uno de los soldados sacó un cuchillo y rasgó la parte izquierda. Montones de arroz húmedo cayeron al suelo.
Los soldados obligaron al hombre a arrodillarse, riéndose de él y aullando como lobos. El jefe de la cuadrilla hundió la espada en la otra parte de la chaqueta del hombre y el arroz brotó mezclado con sangre. Un hilo de vómito surgió de los labios del hombre. Escuché un ruido de cristales rotos y me volví para ver de dónde procedía. El doctor Chou estaba detrás de mí, con sus frascos rotos cuyo contenido se derramaba por el sendero pedregoso. El horror quedó grabado en los surcos de su rostro. Di un paso atrás, sin que los soldados se dieran cuenta, hacia sus brazos extendidos.
Los soldados gruñían, excitados por el olor a sangre y miedo. El jefe tiró de la camisa del prisionero, dejando al descubierto su cuello. De un solo mandoble, cortó la cabeza del hombre a la altura de los hombros. La masa de carne sanguinolenta rodó hacia el río, coloreando sus aguas como el vino de sorghum. El cadáver se mantenía erguido, como si estuviera rezando, y de él manaba la sangre a borbotones. Los soldados seguían observándolo tranquilamente, sin un ápice de culpabilidad o de repugnancia. Los charcos de sangre y fluidos se mezclaban a nuestros pies, tiñéndonos los zapatos, y los soldados se echaron a reír. El asesino levantó la espada para observarla a contraluz, y frunció el ceño al ver la sangre mugrienta goteando. Miró a su alrededor buscando algo con lo que limpiarla hasta que posó la mirada en mi vestido. Me agarró, pero el doctor, enfurecido, me empujó bajo su abrigo mientras murmuraba maldiciones contra los soldados. El jefe sonrió, confundiendo las maldiciones del doctor por protestas, y limpió la espada reluciente en el hombro del médico. Esto debió de repugnar al doctor Chou, que acababa de presenciar el asesinato de un compatriota chino, pero él permaneció en silencio para protegerme.
En aquel entonces, mi padre todavía estaba vivo y, esa misma noche, después de acostarme y escuchar mi historia conteniendo la rabia, oí como le decía a mi madre en el rellano:
– Sus propios líderes les tratan de un modo tan cruel que han perdido cualquier parecido con los seres humanos. La culpa es de sus generales.
Al principio, el general no significó un cambio esencial para nuestras vidas y se mantuvo apartado de nosotras. Apareció con un futón, un hornillo de gas y un gran baúl. Sólo nos percatábamos de su existencia cada mañana, justo después del amanecer, cuando el coche negro se acercaba a la verja y las gallinas del patio revoloteaban al pasar el general entre ellas. Y después, por las noches, cuando volvía tarde con el cansancio en los ojos, y dirigía un saludo con la cabeza a mi madre y a mí me sonreía antes de retirarse a su habitación.
El general demostraba unos modales sorprendentemente buenos para ser un miembro del ejército de ocupación. Pagaba el alquiler y todo lo que utilizaba y, al poco tiempo, comenzó a traer a casa objetos que estaban racionados o prohibidos, como por ejemplo, arroz y pastelillos de soja. Colocaba estos manjares envueltos en un paño sobre la mesa del comedor o la encimera de la cocina antes de irse a su cuarto. Mi madre observaba estos paquetes con recelo y nunca los tocaba, pero no impedía que yo aceptara los regalos. El general acabó por entender que la buena voluntad de mi madre no podía comprarse con objetos que se les habían confiscado a los chinos, por lo que pronto comenzó a complementar los regalos con pequeñas reparaciones anónimas. Un buen día, nos encontrábamos con que una ventana que antes estaba atascada había sido reparada; otro día, una puerta que chirriaba había sido engrasada, o una esquina por la que entraba el aire había sido sellada.
Sin embargo, la presencia del general no tardó en hacerse más invasiva, como la de una planta enredadera que se abre camino para acabar conquistando todo el jardín.
El decimocuarto día tras la muerte de mi padre, hicimos una visita a los Pomerantsev. La comida resultó más alegre de lo habitual, aunque sólo estuviéramos los cuatro, ya que los Liu ya no aparecían cuando se les invitaba.
Boris logró comprar vodka, e incluso me dejaron beber un poco para «calentarme». Boris nos entretenía quitándose repentinamente el sombrero y mostrándonos su cortísimo pelo. Mi madre le dio unas afectuosas palmaditas en la cabeza y bromeó:
– Boris, ¿quién te ha podido hacer algo tan cruel? Pareces un gato siamés.
Olga, que nos estaba sirviendo un poco más de vodka mientras se mofaba de mí, disimulando olvidarse de mi vaso varias veces, frunció el ceño y replicó:
– ¡Le pagó a alguien para que le hicieran eso! Un extravagante barbero chino del casco antiguo.
Su marido sonrió mostrando una dentadura amarilla y feliz, y explicó alegremente:
– Está disgustada porque estoy mejor que cuando me lo corta ella.
– Cuando te vi con esa pinta de idiota, por poco le dio algo a mi viejo y débil corazón -replicó su mujer.
Boris cogió la botella de vodka y sirvió otra ronda a todo el mundo menos a su mujer. Cuando ella le miró contrariada, él arqueó las cejas y dijo:
– Cuida ahora un poco de tu viejo y débil corazón, Olga.
Mi madre y yo volvimos a casa a pie, cogidas de la mano y dándoles patadas a los cúmulos de nieve recién caída. Ella me cantó una canción sobre la recogida de champiñones. Siempre que se reía, de la boca le salían flotando pequeñas bocanadas de vapor. Estaba preciosa, a pesar de la pena que se reflejaba en su mirada. Me hubiera gustado parecerme a ella, pero yo había heredado el pelo rubio rojizo, los ojos azules y las pecas de mi padre.
Cuando llegamos a nuestra casa, la mirada de mi madre se endureció al ver un farolillo japonés colgado en la verja. Me introdujo en casa apresuradamente, despojándose de su propio abrigo y botas antes de ayudarme con los míos. Saltó hasta alcanzar la puerta del salón, apremiándome para que me diera prisa y no cogiera un resfriado por pisar descalza las baldosas del suelo de la entrada. Cuando se volvió hacia la habitación, se erizó como un gato aterrorizado. Entré detrás de ella. Amontonados en una esquina estaban nuestros muebles bajo un paño rojo. Junto a ellos, la ventana de la habitación se había convertido en un santuario completo con un pergamino japonés y un arreglo floral de ikebana. Las alfombras habían desaparecido y habían sido sustituidas por alfombrillas de tatami.
Mi madre recorrió furiosa la casa en busca del general, pero no estaba en su habitación ni en el patio. Esperamos hasta el anochecer junto a la estufa de carbón, mientras mi madre ensayaba airadas palabras para dedicárselas al general. Sin embargo, aquella noche, no volvió a casa y mi madre fue cayendo en un estado de silencioso abatimiento. Nos quedamos dormidas, acurrucadas las dos junto a los rescoldos del fuego.
El general no volvió a casa hasta dos días después y, para entonces, el agotamiento prolongado había extenuado la belicosidad de mi madre. Cuando apareció por la puerta, cargado con puñados de té, tela para vestidos e hilo, parecía esperar que nos mostráramos agradecidas. Fue como si en sus ojos satisfechos y traviesos estuviera viendo a mi padre, cuando se deleitaba en ofrecerles tesoros a sus seres queridos.
El general se cambió, se puso un kimono de seda gris y comenzó a cocinar verduras y tofu para todos. Las elegantes sillas antiguas de mi madre estaban guardadas, así que no tuvo más remedio que sentarse con las piernas cruzadas sobre un cojín con la mirada fija en el infinito, los labios fruncidos e indignada, mientras la casa absorbía el aroma del aceite de sésamo y de la salsa de soja. Yo miraba boquiabierta los platos lacados que el general había dispuesto sobre la mesa baja y no podía hablar, pero me sentía agradecida por la pequeña amabilidad que demostraba cocinando para nosotras. Hubiera detestado presenciar la escena si, en su lugar, le hubiera ordenado a mi madre que cocinara para él. Obviamente, no era como los hombres japoneses que había visto en nuestro pueblo, cuyas mujeres tenían que servirles en cuerpo y alma, caminar varios pasos por detrás de ellos y cargar con el peso de cualquier objeto adquirido en el mercado. Mientras, los hombres se pavoneaban más adelante, con las manos vacías y las cabezas bien altas. Una vez, Olga comentó que los japoneses no tenían mujeres, sino burros de carga.
El general colocó los fideos frente a nosotras y, con nada más que un gruñido de Itadakimasu, empezó a comer. Aparentemente, no notó que mi madre no tocaba el plato o que yo estaba allí sentada, mirando fijamente los jugosos fideos, que me hacían la boca agua. Me sentía dividida entre las punzadas de hambre y la lealtad para con mi madre. Tan pronto como el general acabó de comer, me apresuré a lavar los platos para que no notara que no nos habíamos comido sus viandas. Era lo mejor que podía hacer, porque no quería que el enojo de mi madre pudiera afectarla o causarle ningún daño.
Cuando volví de la cocina, el general estaba alisando un rollo de pergamino japonés. No era blanco y brillante como el papel occidental, ni tampoco era del todo mate. Era luminoso. El general estaba a cuatro patas, mientras mi madre lo observaba con una expresión exasperada en el rostro. La escena me recordó a una fábula que me había leído mi padre sobre la primera recepción de Marco Polo ante Kublai Khan, el soberano de China. Con la intención de demostrar la superioridad europea, los ayudantes de Marco Polo desenrollaron un rollo de seda frente al emperador y a sus cortesanos. El tejido se desplegó en una cascada brillante, que comenzaba desde el punto en que se encontraba Marco Polo y terminaba a los pies del soberano. Después de un breve silencio, él y su corte estallaron en una carcajada. Marco Polo pronto descubrió que era difícil impresionar a quienes habían estado produciendo fina seda durante siglos, incluso antes de que los europeos dejaran de vestirse con pieles de animales.
El general me indicó por señas que me sentara junto a él y sacó un bote de tinta y un pincel de caligrafía. Mojó el pincel y lo aplicó al papel, produciendo femeninas espirales de hiragana japonés. Reconocí las letras de las lecciones que habíamos recibido cuando los japoneses ocuparon la escuela en un primer momento, antes de que decidieran que era mejor no educarnos en absoluto y la cerraron.
– Anya-chan -dijo el general en su torpe ruso-, te enseño símbolos japoneses. Importante que tú aprendas.
Le observé mientras daba hábilmente forma a las sílabas. Ta, chi, tsu, te, to. Sus dedos se movían como si estuviera pintando en lugar de escribiendo, y sus manos me tenían hipnotizada. Su piel era suave y lampiña, y las uñas, tan limpias como pequeños guijarros blanquecinos.
– ¡Debería avergonzarse de usted y de su gente! -gritó mi madre, arrebatándole el papel al general.
Trató de rasgarlo, pero era resistente y flexible. Por eso, lo arrugó hasta hacerlo una bola y lo lanzó a la esquina opuesta de la habitación. El papel cayó al suelo en silencio.
Aguanté la respiración. Ella me miró y se contuvo de añadir nada más. Temblaba por la ira, pero también por el temor de lo que nos costaría aquel arrebato.
El general permanecía sentado con las manos en las rodillas, sin moverse ni lo más mínimo. La expresión de su rostro era neutra. Era imposible saber si estaba enfadado o, simplemente, pensativo. La punta del pincel goteaba tinta en la alfombrilla del tatami, donde se extendía formando una mancha oscura, como una herida. Después de un momento, el general rebuscó en la manga de su kimono, sacó una fotografía y me la dio. Era el retrato de una mujer con un kimono negro y una niña pequeña. La niña llevaba el pelo recogido en un moño alto, y sus ojos eran tan bonitos como los de un ciervo. Parecía tener aproximadamente la misma edad que yo. La mujer miraba ligeramente fuera del encuadre. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, para que no le cayera sobre el rostro. Tenía los labios empolvados de blanco y perfilados para formar un arco estrecho, que no podía ocultar el grosor de su boca. La expresión de su bello rostro era formal, pero algo en la ligera inclinación de su cabeza sugería que estaba sonriéndole a una persona que quedaba fuera del objetivo de la cámara.
– Tengo una niñita en mi hogar, en Nagasaki, que tiene madre, pero no padre -dijo el general-. Y tú eres una niñita sin padre. Tengo que cuidarte.
Tras decir esto, se levantó, hizo una reverencia y abandonó la habitación, dejándonos a mi madre y a mí allí de pie, boquiabiertas y sin palabras.
Cada segundo martes del mes, el afilador pasaba por nuestra calle. Era un viejo ruso de rostro arrugado y ojos afligidos. No llevaba sombrero, por lo que se enrollaba la cabeza en trapos para mantenerla caliente. La rueda de afilar estaba unida por correas a un trineo tirado por dos pastores alemanes, y yo jugaba con los perros mientras mi madre y los vecinos se reunían a su alrededor para afilar cuchillos hachas. Uno de esos martes, Boris se acercó a mi madre y le susurró que uno de nuestros vecinos, Nikolái Botkin, había desaparecido. El semblante de mi madre se congeló por un instante antes de que le susurrara:
– ¿Los japoneses o los comunistas?
Boris se encogió de hombros.
– Precisamente, me lo encontré anteayer en la barbería del casco antiguo. Hablaba demasiado. Se jactaba de cómo los japoneses están perdiendo la guerra y simplemente nos lo están ocultando. Al día siguiente -explicó Boris, apretando el puño y abriéndolo bruscamente en el aire-, había desaparecido. Sin dejar rastro. Ese hombre tenía la boca demasiado grande como para serle útil. Nunca se sabe de qué lado están el resto de los clientes. Algunos rusos desean que los japoneses ganen.
En ese momento, se oyó un grito agudo, «Kazaaa!», las puertas de nuestro garaje se abrieron de par en par y a través de ellas salió corriendo un hombre. Estaba desnudo, excepto por un pañuelo anudado en la parte baja de la frente. No me percaté de que era el general hasta que le vi lanzándose a la nieve y brincando de alegría. Boris trató de taparme los ojos, pero entre los huecos de sus dedos, me sorprendí al ver su arrugado apéndice colgándole entre las piernas.
Olga se golpeó las rodillas y profirió una serie de agudas carcajadas, mientras que los demás vecinos contemplaban la escena asombrados, con la boca abierta. Pero mi madre vio la piscina de agua caliente construida en su sagrado garaje y gritó. Este último insulto era demasiado para que pudiera soportarlo. Boris dejó caer las manos y me volví para ver a mi madre, tal y como era antes de la muerte de mi padre: con las mejillas ardientes y los ojos encendidos. Corrió por el patio, agarrando una pala mientras pasaba al lado de la verja del jardín. La mirada del general iba de la piscina a mi madre, como si esperara que ella fuera a maravillarse de su ingenio.
– ¿Cómo se atreve? -le gritó.
La sonrisa murió en el rostro del hombre. Comprendí que no podía entender la reacción de ella.
– ¿Cómo se atreve? -le chilló de nuevo, golpeándole en la mejilla con el mango de la pala.
Olga ahogó un aullido sofocado, pero el general no parecía preocupado porque los vecinos estuvieran presenciando la insurrección de mi madre. No apartaba los ojos de su cara.
– Ésta es una de las pocas cosas que me quedan para recordarle -le dijo mi madre, sin aliento.
El rostro del general se enrojeció, mientras él se incorporaba y se retiraba hacia el interior de la casa sin una sola palabra.
Al día siguiente, el general desmanteló la piscina y nos ofreció la madera para hacer fuego. Retiró las alfombrillas de tatami y colocó nuevamente las alfombras turcas y las esteras de piel de carnero por las que mi padre había cambiado su reloj de oro.
Aquella tarde, me preguntó si podía tomar prestada mi bicicleta. Mi madre y yo observamos a través de las cortinas al general dirigirse lentamente hacia la carretera. Mi bicicleta no era lo bastante grande para él. Los pedales le quedaban pequeños, de modo que a cada rotación de las piernas, sus rodillas se elevaban por encima de las caderas. Pero montaba en bicicleta con habilidad y, a los pocos minutos, desapareció entre los árboles.
Para cuando el general regresó, mi madre y yo ya habíamos colocado los muebles y las alfombras prácticamente en el mismo lugar en el que estaban antes.
El general miró con atención a su alrededor. Una sombra pasó por su rostro.
– Deseaba embellecerla para ustedes, pero no lo he conseguido -dijo mientras examinaba con el pie la alfombra magenta que ocupaba el lugar en el que había estado su tatami-. Quizás somos demasiado diferentes.
Mi madre estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo. Pensé que el general iba a marcharse, pero se volvió una vez más para mirarla, no como un digno militar, sino más bien como un niño tímido al que su madre acababa de regañar.
– Puede que haya encontrado algo sobre cuya belleza podamos ponernos de acuerdo -dijo, mientras se rebuscaba en el bolsillo y sacaba de él una caja de cristal.
Mi madre vaciló antes de cogérsela de las manos, pero, al final, no pudo resistirse a su propia curiosidad. Me incliné hacia delante, obligándome a ver lo que el general había traído. Mi madre abrió la tapa, y un delicado aroma fluyó por el aire. Supe lo que era instantáneamente, aunque no lo había experimentado nunca antes. El perfume se intensificó, flotando por toda la habitación y envolviéndonos en su encanto. Era una mezcla de magia y romance, de exotismo oriental y decadencia occidental. Me provocó un dolor en el corazón y hormigueo en la piel.
Mi madre me miraba fijamente. Sus ojos brillaban a causa de las lágrimas. Me tendió la caja y pude contemplar en su interior la flor de un blanco cremoso. La imagen de aquella flor perfecta envuelta en un follaje de satinadas hojas verdes evocó en mí la imagen de un lugar envuelto en luz moteada, donde las aves cantaban día y noche. Deseaba llorar al ver tanta belleza, porque supe en seguida el nombre de la flor, aunque hasta entonces no la había visto más que en mi imaginación. La planta era originaria de China, pero era tropical, por lo que no crecía en Harbin, ya que las heladas allí eran brutales.
La de la gardenia blanca era una leyenda que mi padre nos había contado a mi madre y a mí infinidad de veces. La primera vez que había visto la flor había sido cuando acompañó a su familia al baile de estío del zar en el Gran Palacio. Nos describía a las mujeres con vestidos largos y joyas que chispeaban adornando sus cabellos; a los lacayos y los carruajes; y la cena, servida en mesas de cristal redondas, y compuesta por caviar fresco, ganso ahumado y sopa de sterlet. Más tarde, hubo una exhibición de fuegos artificiales coreografiada por la música de La bella durmiente, de Tchaikovsky. Tras presentarse ante el zar y su familia, mi padre entró en una habitación cuyas puertas de cristal se abrían de par en par al jardín. Aquélla fue la primera vez que las vio. Los tiestos de porcelana con gardenias habían sido importados de China especialmente para la ocasión. En el aire veraniego, su delicado aroma resultaba embriagador. Daba la sensación de que las flores asentían y recibían a mi padre con elegancia, como la zarina y sus hijas acababan de hacer momentos antes. A partir de aquel instante, mi padre había quedado prendado del recuerdo de las noches blancas septentrionales y de una seductora flor cuyo perfume evocaba un paraíso.
Más de una vez, mi padre había tratado de comprar un frasco del perfume para que mi madre y yo también pudiéramos revivir aquella remembranza; pero nadie en Harbin había oído hablar de aquella fascinante flor, y todos sus esfuerzos fueron siempre en vano.
– ¿Dónde la ha conseguido? -le preguntó mi madre al general, mientras rozaba con la punta de los dedos los pétalos cubiertos de rocío.
– De un chino llamado Huang -contestó-. Tiene un invernadero en las afueras de la ciudad.
Sin embargo, mi madre apenas escuchó la respuesta, porque su mente estaba a un millón de kilómetros en una noche de San Petersburgo. El general se dio media vuelta para marcharse. Le seguí hasta el pie de las escaleras.
– Perdone, señor -le susurré-. ¿Cómo lo sabía?
Arqueó las cejas y me miró fijamente. El cardenal de su mejilla había adquirido un tono de color ciruela.
– ¿Cómo sabía lo de la flor? -insistí.
Pero el general simplemente suspiró, me tocó el hombro y dijo:
– Buenas noches.
Para cuando empezó la primavera y la nieve comenzó a derretirse, abundaba el rumor por todas partes de que los japoneses iban a perder la guerra. Por la noche, podía oír los aviones y los tiroteos, que, según nos explicó Boris, pertenecían a los soviéticos en lucha contra los japoneses a lo largo de la frontera. «Que Dios nos ayude -decía- si los soviéticos llegan aquí antes que los estadounidenses.»
Decidí descubrir si era verdad que los japoneses estaban perdiendo la guerra, y tramé un plan para seguir a nuestro inquilino hasta su cuartel general. Mis dos primeros intentos de levantarme antes que él fueron infructuosos, porque me dormí incluso hasta más tarde de mi hora habitual de despertarme; pero el tercer día, amanecí soñando con mi padre. Estaba de pie ante mí, sonriendo, y me decía: «No te preocupes. Te dará la impresión de que estás sola, pero no será así. Enviaré a alguien». Su imagen se desvaneció, y yo parpadeé a causa de la luz del alba que se filtraba entre las cortinas. Salté de la cama y noté el aire frío, pero sólo tuve que ponerme el abrigo y el sombrero, ya que me había preparado bien y había dormido totalmente vestida, con las botas puestas. Me deslicé afuera por la puerta de la cocina y por el lateral del garaje, donde tenía escondida la bicicleta. Me puse en cuclillas sobre la nieve fangosa y esperé. Unos minutos más tarde, el coche negro se acercó a la verja. La puerta principal se abrió y salió el general. Cuando el coche se marchó, salté sobre la bicicleta y pedaleé furiosamente para lograr mantener una discreta distancia. El cielo estaba encapotado y el camino, oscuro y embarrado. Cuando llegó al cruce de caminos, el coche se paró, y yo me escondí detrás de un árbol. El conductor retrocedió unos metros y cambió de dirección, apartándose del camino que conducía al pueblo más cercano, donde el general nos había dicho que iba cada día, para tomar la carretera principal rumbo a la ciudad. Me monté en la bicicleta de nuevo, pero cuando llegué al cruce, tropecé contra una piedra y me caí, golpeándome el hombro contra el suelo. Me estremecí por el dolor, y miré hacia donde había caído la bicicleta. Mi bota había doblado los radios de la rueda delantera. Las lágrimas se me escaparon de los ojos mientras cojeaba colina arriba, llevando junto a mí la chirriante bicicleta.
Justo antes de llegar a casa, distinguí a un hombre chino asomándose furtivamente de entre la arboleda junto al camino. Parecía que me estaba esperando, así que crucé al otro lado y comencé a correr con mi desbaratada bicicleta. Pero pronto me alcanzó, saludándome en perfecto ruso. Había algo en sus ojos vidriosos que me daba miedo, y mi respuesta fue el silencio.
– ¿Por qué -preguntó, suspirando como si estuviera hablándole a una hermana traviesa- dejáis que los japoneses se queden con vosotros?
– Nosotras no pudimos hacer nada -le contesté, todavía sin mirarle-. Sencillamente, él vino y no pudimos negarnos.
El chino cogió el manillar de la bicicleta, aparentando que me ayudaba a empujarla, y fue entonces cuando advertí sus guantes. Eran abultados y, por la forma que tenían, parecían contener manzanas en lugar de manos.
– Los japoneses son muy malos -continuó-. Han hecho cosas terribles. El pueblo chino no olvidará quiénes le ayudaron y quiénes ayudaron a los japoneses.
Su tono era amable y amistoso, pero aquellas palabras me produjeron un escalofrío, y me olvidé del dolor en el hombro. El hombre dejó de empujar la bicicleta y la apartó a un lado. Yo quería correr, pero el miedo me paralizaba. Lenta y deliberadamente elevó un guante a la altura de mis ojos y lo retiró con la elegancia de un mago. Sostenía frente a mí un amasijo destrozado de carne mal cicatrizada, retorcida en un muñón sin dedos. Grité de horror al verlo, pero sabía que no estaba enseñándomelo sólo para impresionarme, sino también a modo de advertencia. Dejé la bicicleta y corrí hacia la verja de mi casa.
– ¡Mi nombre es Tang! -gritó el hombre a mis espaldas-. ¡Recuérdalo!
Me volví cuando alcancé la puerta, pero él ya se había ido. Volé escaleras arriba en dirección al dormitorio de mi madre, con el corazón atronándome en el pecho. Advertí que aún estaba dormida, con su cabello negro extendido por la almohada. Me quité el abrigo, levanté cuidadosamente las mantas y me acosté a su lado. Suspiró y me acarició antes de volver a sumirse en un sueño tan profundo como la muerte.
Agosto era el mes de mi decimotercer cumpleaños y, a pesar de la guerra y de la muerte de mi padre, mi madre estaba decidida a mantener la tradición familiar de ir al casco antiguo a celebrarlo. Boris y Olga nos llevaron a la ciudad ese día; Olga quería comprar especias y Boris iba a cortarse el pelo de nuevo. Harbin era mi ciudad natal y, aunque muchos chinos sostenían que nosotros, los rusos, nunca pertenecimos o tuvimos derecho sobre ella, yo sentía que, de algún modo, formaba parte de mí. Cuando entramos en la ciudad, contemplamos toda una serie de detalles que me eran familiares y que me hacían sentir en casa, como las iglesias con sus cúpulas en forma de cebolla, los edificios de color pastel y los elaborados peristilos. Igual que yo, mi madre también había nacido en Harbin. Era hija de un ingeniero que había perdido su trabajo en el ferrocarril después de la Revolución. De algún modo, era mi padre el que nos había conectado con Rusia y había hecho que nos identificáramos con la arquitectura de los zares.
Boris y Olga nos dejaron en el casco antiguo. Aquel día, hacía un tiempo extrañamente caluroso y húmedo, así que mi madre sugirió que nos tomáramos el dulce típico de la ciudad: el helado de semillas de vainilla. Nuestra cafetería favorita estaba muy concurrida y mucho más animada de lo que la habíamos visto en años. Todo el mundo hablaba sobre el rumor de que los japoneses estaban a punto de rendirse. Mi madre y yo nos sentamos en una mesa cerca de la ventana. Una mujer en la mesa de al lado le comentaba a su acompañante, mayor que ella, que había oído el bombardeo de los estadounidenses la noche anterior y que un oficial japonés había sido asesinado en su barrio. Su acompañante asintió con solemnidad, mesándose la barba grisácea, y declaró:
– Los chinos no se atreverían a hacer algo así si no tuvieran la sensación de estar ganando.
Tras acabarnos el helado, mi madre y yo dimos un paseo por el barrio, fijándonos en las tiendas nuevas y acordándonos de las que habían desaparecido. Un buhonero que vendía muñecas de porcelana trató de atraerme con su mercancía, pero mi madre me sonrió y me dijo:
– No te preocupes, tengo algo para ti en casa.
El poste rojo y blanco de la barbería, con su cartel en chino y ruso, atrajo mi atención.
– ¡Mira, mamá! -exclamé-. ¡Ésa debe de ser la barbería de Boris!
Corrí hasta el escaparate para mirar el interior. Boris estaba sentado en la silla, con su cara cubierta de espuma de afeitar. Unos pocos clientes más esperaban, fumando y riéndose como hombres que no tenían mucho que hacer. Boris me vio reflejada en el espejo, se volvió y me saludó. El barbero, que llevaba una bata bordada, también levantó su cabeza afeitada. Lucía un bigote como el de Confucio y una barba de chivo, y llevaba unas gafas de gruesa montura, que eran muy comunes entre los hombres chinos. Pero cuando vio mi rostro pegado al escaparate, se dio rápidamente la vuelta.
– Vamos, Anya -exclamó entre risas mi madre, tirándome del brazo-. A Boris le van a cortar mal el pelo si sigues distrayendo al barbero. Podría cortarle la oreja, y entonces Olga se enfadaría contigo.
Seguí a mi madre obedientemente, pero antes de doblar la esquina, me volví una vez más hacia la barbería. No podía ver al barbero a causa del reflejo del escaparate, pero me di cuenta de que conocía aquellos ojos: eran redondos, saltones y me resultaban muy familiares.
Cuando regresamos a casa, mi madre me sentó delante de su tocador y me deshizo con reverencia las trenzas infantiles, para cepillarme el cabello y hacerme un elegante moño como el suyo, con la raya a un lado y el pelo recogido en la base de la nuca. Me aplicó un toque de perfume detrás de las orejas y después me mostró una caja aterciopelada que reposaba sobre el tocador. La abrió y pude ver en su interior un collar de oro y jade que mi padre le había obsequiado como regalo de bodas. Lo cogió y lo besó antes de ponérmelo sobre la garganta y abrochar el cierre.
– ¡Mamá! -protesté, ya que sabía cuánto significaba para ella aquel collar.
Ella frunció los labios.
– Ahora quiero dártelo a ti, Anya, porque te estás convirtiendo en una joven muy hermosa. A tu padre le habría gustado verte llevándolo en las ocasiones especiales.
Toqué el collar con dedos temblorosos. Aunque echaba de menos estar con mi padre y hablar con él, sentí que nunca se había alejado de mí. El jade parecía cálido contra mi piel, nada frío.
– Él está con nosotros, mamá -le dije-. Estoy segura.
Ella asintió y contuvo una lágrima.
– Tengo algo más para ti, Anya -me dijo mientras abría uno de los cajones cerca de mi rodilla y sacaba un paquete envuelto en un paño-. Algo que te haga recordar que siempre serás mi niña pequeña.
Le cogí el paquete de las manos y desaté el nudo, emocionada por ver qué había dentro. Era una muñeca matrioska con el rostro sonriente de mi difunta abuela. Me volví para mirar a mi madre, entendiendo que lo había pintado ella. Sonrió y me instó a que la abriera, para ver la siguiente muñeca. Desenrosqué la cintura de la muñeca y descubrí que la segunda muñeca tenía cabello oscuro y ojos color ámbar. Sonreí por la broma de mi madre y supe que la siguiente muñeca tendría cabello rubio rojizo y ojos azules, pero cuando advertí que también tenía un sinnúmero de pecas por todo su divertido rostro, me entró la risa. Abrí esa muñeca para encontrar una más pequeña y volví a mirar a mi madre. «Tu hija, que será mi nieta -me dijo-, y su bebé dentro de ella.»
Volví a cerrar todas las muñecas y las alineé sobre el tocador, contemplando nuestro viaje matriarcal y deseando que mi madre y yo pudiéramos permanecer exactamente donde estábamos en aquel momento.
Después, en la cocina, mi madre colocó un pirog de manzana ante mí. Estaba a punto de cortar el pastelillo cuando oímos cómo se abría la puerta principal. Miré el reloj y supe que era el general. Tardó mucho tiempo en pasar de la entrada al interior de la casa. Cuando finalmente apareció en la cocina, tropezó; su rostro era de un color enfermizo. Mi madre le preguntó si se encontraba mal, pero él no contestó y se desplomó sobre una silla, apoyando la cabeza entre los brazos doblados. Mi madre se puso en pie, horrorizada, y me pidió que fuera a buscar un poco de té caliente y pan. Cuando se los ofrecí al general, levantó la cabeza para mirarme con ojos enrojecidos.
Observó mi pastel de cumpleaños y se me acercó para acariciarme la cabeza torpemente. Podía oler el alcohol en su aliento cuando me dijo:
– Tú eres mi hija.
Se giró hacia mi madre y, con las lágrimas resbalándole por las mejillas, le dijo:
– Y tú eres mi esposa.
Se volvió a sentar en la silla, y se recompuso limpiándose la cara con el dorso de la mano. Mi madre le ofreció el té, y él bebió un sorbo y comió una rebanada de pan. Su rostro se desfiguró por el dolor, pero, tras un momento, se relajó y suspiró como si hubiera tomado una decisión. Se levantó de la mesa y, volviéndose hacia mi madre, escenificó el momento en el que ella le había golpeado con el mango de la pala cuando descubrió su piscina secreta. Entonces se rió, y mi madre le miró atónita durante un instante antes de reírse a su vez.
Le preguntó lentamente en ruso a qué se dedicaba antes de la guerra, si siempre había sido general. Él pareció confundido durante un momento, y después se señaló la nariz con un dedo y preguntó:
– ¿Yo?
Mi madre asintió y repitió la pregunta. Él negó con la cabeza mientras cerraba la puerta a sus espaldas, y murmuró en un ruso tan bien pronunciado que podría haber sido cualquiera de nosotros:
– ¿Antes de esta locura? Yo era actor. Actor de teatro.
A la mañana siguiente, el general se había marchado. En la puerta de la cocina, había prendida una nota escrita en perfecto ruso. Primero la leyó mi madre, estudiando las palabras con ojos asustados varias veces antes de entregármela. El general nos ordenaba que quemáramos todo lo que había dejado en el garaje y que destruyéramos la nota después de haberla leído. Decía que había puesto nuestras vidas en un gran peligro, cuando su único deseo había sido protegernos. Nos indicaba que debíamos desunir cualquier rastro suyo por nuestro propio bien.
Mi madre y yo corrimos a casa de los Pomerantsev. Boris estaba cortando leña, pero se detuvo cuando nos vio, se secó el sudor de su rubicundo rostro y nos condujo al interior de la casa.
Olga estaba junto al horno, retorciendo su labor entre las manos. Saltó de la silla en cuanto nos vio.
– ¿Os habéis enterado? -preguntó, lívida y temblorosa-. Los soviéticos están en camino. Los japoneses se han rendido.
Fue como si aquellas palabras destrozaran a mi madre.
– ¿Los soviéticos o los estadounidenses? -preguntó, con una agitación creciente en su voz.
En mi fuero interno, podía sentir el deseo de que fueran los estadounidenses los que vinieran a liberarnos con sus amplias sonrisas y sus coloridas banderas. Pero Olga negó con la cabeza.
– Los soviéticos -aclaró-. Vienen a ayudar a los comunistas.
Mi madre le entregó la nota del general.
– ¡Dios mío! -exclamó Olga tras leerla. Se desplomó en la silla y le pasó la nota a su marido.
– ¿Hablaba ruso así de bien? -inquirió Boris-. ¿Y no lo sabíais?
Boris comenzó a hablarnos sobre un viejo amigo de Shanghái, una persona que podría ayudarnos. Según nos explicó, los estadounidenses estaban de camino, y mi madre y yo debíamos partir hacia allí inmediatamente. Mi madre preguntó si Boris y Olga vendrían también, pero Boris negó con la cabeza y bromeó:
– Lina, ¿qué van a hacerles a un par de viejos renos como nosotros? La hija de un coronel del Ejército Blanco es un premio mucho más jugoso. Tienes que sacar a Anya de aquí inmediatamente.
Con la madera que Boris cortó para nosotras, hicimos una hoguera y quemamos la carta junto con la ropa de cama del general y sus utensilios de cocina. Observé el semblante de mi madre mientras las llamas se avivaban y sentí la misma soledad que vi reflejada en su rostro. Estábamos incinerando a un compañero, a una persona a la que no habíamos llegado a conocer ni a comprender, pero que considerábamos un compañero, al fin y al cabo. Mi madre estaba cerrando de nuevo las puertas del garaje cuando se percató de la existencia del baúl. Estaba encajado en una esquina y camuflado bajo unos sacos vacíos. Lo arrastramos fuera de su escondite. Era un baúl antiguo y estaba bellamente tallado con la imagen de un anciano de largos bigotes que sostenía un abanico y contemplaba un estanque. Mi madre rompió el candado con un hacha, y levantamos la tapa entre las dos. En su interior, estaba doblado el uniforme del general. Mi madre lo cogió y entonces descubrí la bata bordada en el fondo del baúl. Bajo la bata, encontramos un bigote y una barba falsos, algo de maquillaje, unas gafas de gruesa montura y una copia del Nuevo atlas de bolsillo de China doblado dentro de una antigua hoja de periódico. Confiaba en que si yo era la única que conocía el secreto del general, estaríamos a salvo.
Una vez que hubimos quemado todo, removimos el suelo y aplastamos el hollín con el reverso de nuestras palas.
Mi madre y yo acudimos a la delegación oficial del distrito para conseguir un permiso para viajar a Dairen, donde esperábamos poder embarcarnos rumbo a Shanghái. Había docenas de otros rusos esperando en los pasillos y en los rellanos, algunos extranjeros de otras nacionalidades y también chinos. Todos ellos conversaban sobre los soviéticos y sobre cómo algunos de ellos ya habían llegado a Harbin, acorralando a los integrantes de la Rusia blanca. Una anciana que estaba junto a nosotras le contó a mi madre que los miembros de la familia japonesa que vivían en la casa al lado de la suya se habían suicidado, aterrorizados por la venganza de los chinos. Mi madre le preguntó por qué se habían rendido los japoneses, y la mujer se encogió de hombros; pero un joven contestó que había oído rumores sobre que se había lanzado una nueva bomba sobre algunas ciudades japonesas. Salió el ayudante del oficial y nos comunicó que no se emitiría ningún permiso hasta que todos los que lo solicitaban hubieran sido entrevistados por un miembro del partido comunista.
Cuando volvimos a casa, no se veía a nuestros perros por ninguna parte y la puerta estaba entreabierta. Mi madre se detuvo antes de empujarla para abrirla y, del mismo modo que el recuerdo de su rostro el día después del entierro de mi padre permanece en mi memoria, también quedó grabado en mi mente ese momento, como una escena de película repetida una y otra vez: la mano de mi madre en la puerta, la puerta que giraba sobre sus goznes lentamente hasta abrirse, la oscuridad y el silencio del interior y la sensación increíble de saber que alguien estaba allí dentro, esperándonos.
Mi madre dejó caer la mano hacia un lado y buscó la mía. No temblaba tanto como por la muerte de mi padre, sino que se mantenía cálida, firme y decidida. Entramos juntas, sin quitarnos los zapatos en la entrada, como siempre hacíamos, sino que seguimos hasta el salón. Cuando lo distinguí junto a la mesa, con sus manos mutiladas descansando frente a él, no me sorprendí. Fue como si lo hubiera estado esperando todo el tiempo. Mi madre no dijo nada. Su mirada marcada por una expresión vacía se cruzó con la de aquellos ojos vidriosos. Esbozó una amarga sonrisa y, con un gesto, nos invitó a que nos sentáramos con él a la mesa. Fue entonces cuando me percaté de la presencia del otro hombre, que estaba de pie junto a la ventana. Era alto, con brillantes ojos azules y un bigote que cubría sus labios como una estola de visón.
Aunque era verano, aquella noche cayó la oscuridad rápidamente. Recuerdo la sensación de la mano de mi madre apretando la mía firmemente, con la luz atenuada de la tarde retrocediendo por el suelo y el silbido de la tormenta golpeando las ventanas sin postigos. Tang nos entrevistó primero, y su tensa sonrisa aparecía siempre que mi madre contestaba a sus preguntas. Nos dijo que el general no era en absoluto un general, sino un espía que también se disfrazaba de barbero. Hablaba correctamente chino y ruso, y era un maestro del disfraz que utilizaba sus habilidades para reunir información de la resistencia. Debido a que los rusos pensaban que era chino, se sentían bastante cómodos reuniéndose en su barbería, hablando frente a él de sus planes y revelando los de sus homólogos chinos. Me alegré de no haberle contado a mi madre que había comprendido quién era el general tan pronto como descubrí el disfraz en el baúl. Tang tenía la mirada clavada en el rostro de mi madre, y ella parecía estar tan sorprendida que me convencí de que el chino pensaría que no estaba al tanto de las actividades del general.
Pero, aunque era obvio que mi madre no sabía quién era el general, que no habíamos recibido a ningún visitante mientras él había permanecido con nosotras y que no sabíamos que hablaba otros idiomas aparte del japonés, todo ello no podría borrar el odio que Tang sentía por nosotras. Todo su ser parecía enfervorizado por ese odio. Tanta malicia ardía solamente en pos de un objetivo: la venganza.
– Señora Kozlova, ¿ha oído hablar de la Unidad 731? -preguntó, mientras la ira contenida desfiguraba su rostro. Parecía satisfecho cuando mi madre no le dio respuesta-. No, por supuesto que no. Ni tampoco su general Mizutani. Su culto y bien hablado general Mizutani que se bañaba una vez al día y que nunca en su vida ha matado a un hombre con sus propias manos. Sin embargo, parecía bastante satisfecho de mandar a morir a gente allí, así como lo parecía usted de alojar a un hombre cuyos compatriotas han estado masacrándonos. Usted y el general han derramado tanta sangre como cualquier ejército.
Tang levantó un muñón y agitó la infectada masa frente al rostro de mi madre.
– Ustedes los rusos, protegidos por su piel clara y sus modales occidentales, no saben nada de los experimentos con personas que se realizaban en el barrio de al lado. Yo soy el único superviviente. Una de las muchas personas que ellos ataron a un poste en la nieve, de modo que sus amables y limpios médicos pudieran observar los efectos de la congelación y la gangrena y así evitarlas en sus propios soldados. Pero tal vez nosotros fuéramos los más afortunados. Siempre tuvieron la intención de fusilarnos al final. No como a los otros, a los que infectaron con peste para luego abrirles las tripas sin anestesia y observar los efectos. Me pregunto si usted imagina la sensación de que le sierren la cabeza estando todavía viva. O de que un médico la viole y la deje embarazada para poder cortarla por la mitad y estudiar el feto.
El horror atenazó el semblante de mi madre, pero en ningún momento retiró la mirada de la de Tang. Al ver que no había quebrantado su ánimo, esbozó de nuevo su sonrisa cruel y sacó una fotografía de una carpeta que estaba sobre la mesa, ayudándose con el muñón y el codo. Aparentemente, era de alguien atado a una mesa y rodeado de médicos, pero la luz del techo se reflejaba en mitad de la imagen y yo no podía verla con claridad. Le dijo a mi madre que la cogiera; ella la miró y la apartó en seguida.
– ¿Quizás debería mostrársela a su hija? -le dijo-. Son aproximadamente de la misma edad.
Los ojos de mi madre refulgieron y su ira encontró el odio de los de Tang.
– Mi hija es sólo una niña. Ódieme si lo desea, pero ¿qué tiene que ver ella con todo esto?
Volvió a dirigir la mirada hacia la fotografía y las lágrimas aparecieron en sus ojos, pero las contuvo. Tang sonrió, triunfante. Estaba a punto de añadir algo, cuando el otro hombre carraspeó. Casi me había olvidado del ruso, porque se había sentado tranquilamente, mirando por la ventana, y puede que ni siquiera estuviera escuchando la conversación.
Cuando el oficial soviético interrogó a mi madre, fue como si hubieran cambiado el guión y de repente se estuviera representando otro drama. Se mostraba indiferente hacia la sed de venganza de Tang o los detalles sobre el general. Actuaba como si los japoneses no hubieran estado nunca en China. En realidad, había venido a por la cabeza de mi padre y, ya que él no estaba allí, la había tomado con nosotros. Las preguntas que le hizo a mi madre eran todas sobre su entorno familiar y sobre mi padre. Preguntó por el valor de nuestra casa y las pertenencias de mi madre, acompañando cada respuesta con un pequeño resoplido, como si estuviera rellenando un formulario.
– Muy bien -comentó, evaluándome con sus ojos moteados por manchas amarillentas-, no tendrá todas esas cosas en la Unión Soviética.
Mi madre le preguntó a qué se refería, y él le contestó con repugnancia:
– Ella es la hija de un coronel del ejército imperial ruso. Un simpatizante de los zares que amenazó a punta de pistola a su propia gente. Ella lleva su sangre. Y usted -sonrió despectivamente a mi madre- no es de ningún interés para nosotros, pero tiene un gran valor para los chinos. Necesitan ejemplos de lo que se les hace a los traidores. La Unión Soviética solamente pretende llevar a casa a sus trabajadores. Sus trabajadores más jóvenes y capaces.
El semblante de mi madre no cambió de expresión, pero me apretó la mano más aún, cortándome la circulación y magullándome los huesos. Pero no demostré el dolor que sentía, ni lloré. Deseaba que me mantuviera agarrada así para siempre, que no me dejara marchar.
La habitación me daba vueltas, y estuve a punto de desmayarme del dolor por la presión de la mano de mi madre, mientras Tang y el oficial soviético sellaban su pacto con el diablo: nos intercambiarían. El ruso consiguió a su trabajador capaz, y el chino, su venganza.
Me mantuve de puntillas para alcanzar las yemas de los dedos que mi madre extendía a través de la ventanilla del tren. Se había pegado a ella para poder estar cerca de mí. Por el rabillo del ojo veía a Tang junto al oficial soviético al lado del coche. Se paseaba de arriba abajo como un tigre hambriento a la espera de hacerse con su presa. Había mucho revuelo en la estación. Una pareja mayor abrazaba a su hijo. Un soldado soviético los separó, obligando al joven a meterse en el vagón y empujándole como si fuera un saco de patatas y no una persona. Ya en el atestado vagón, el chico trató de volverse para mirar a su madre por última vez, pero estaban empujando a otros hombres detrás de él y perdió su oportunidad.
Mi madre se agarró a los barrotes de la ventana y se incorporó un poco más para que pudiera ver mejor su cara. Estaba demacrada y ojerosa, pero, aun así, seguía estando preciosa. Me relató mis cuentos favoritos y me cantó la canción sobre champiñones una y otra vez para calmar mis lágrimas. Otras personas también sacaban los brazos de las ventanillas para despedirse de sus familias y vecinos, pero los soldados les golpeaban para que retrocedieran. El guardia más próximo era joven, casi un niño, con la piel de porcelana y los ojos cristalinos. Debimos de darle lástima, porque volvió la espalda y ocultó nuestro último momento juntas a la vista de los otros.
El tren emprendió la marcha. Mantuve cogidos los dedos de mi madre todo el tiempo que pude, sorteando a la gente y los obstáculos del andén. Traté de seguir agarrada a ella, pero el tren comenzó a ganar velocidad y tuve que desistir. Estaban alejando a mi madre de mí. Ella se volvió, cubriéndose la boca con el puño porque ya no podía contener su propio dolor. Las lágrimas me escocían en los ojos, pero no podía parpadear. Observé el tren hasta que desapareció de la vista. Me dejé caer contra una farola, debilitada por el vacío que se estaba abriendo en mi interior. Pero una mano invisible me mantuvo erguida. Escuché a mi padre diciéndome: «Te dará la impresión de que estás sola, pero no será así. Enviaré a alguien».
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Cochecito ligero de dos ruedas arrastrado por una persona. (N. de la T.)