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Libro tercero: Levítico

La ciudad de los reyes

64

Lorenzo Valdés y Francisco Maldonado da Silva ingresaron a Lima por el Sur y se toparon con la guardia de caballería montada sobre altos corceles con chapetones de metal dorado sobre los relucientes arneses. Levantaban globos de tierra en su avance hacia la plaza de Armas. El colorido desfile con las alabardas verticales y el estandarte desplegado provocaba la atención de las gentes que, no por habituadas, dejaban de admirar su lujo y apostura. Las calesas de dos ruedas, tiradas por una mula, se apartaban hacia las calles adyacentes o se introducían en portal cuando advertían la proximidad de la tropa. La guardia de caballería iba en busca del virrey Montesclaros para escoltar su paseo y nada podía estorbarla. Recorrió la ruidosa calle de los Espaderos; Francisco y Lorenzo la siguieron. Fraguas y martillos enderezaban hojas de acero y moldeaban empuñaduras artísticas que se exponían sobre panoplias con forma de escudo. Infanzones e hidalgos que gozaban la evaluación de esta mercadería se corrieron de mala gana para dejar paso a la guardia del virrey. Los enjaezados corceles torcieron al callejón de los Petateros. Aquí se elevaban pirámides de cofres, arcones, arquetas y petacas. La guardia penetró luego en la espaciosa calle de los mercaderes, atiborrada de tiendas con géneros, especias, vinos, zapatos, botas de cordobán, tinturas, joyas, menaje, aceite, cirios, monturas, sombreros. Los esclavos corrieron apresuradamente los tablones de exhibición para que no los voltease la espuela de un soldado. Lorenzo aprovechó el caos para meter en su bolsillo un mazo de naipes.

La guardia iluminó la colosal plaza de Armas. Al frente se alzaba el palacio Virreinal cuyas líneas sobrias disimulaban el lujo interior. A un lado estaba la catedral, en el sitio de la primitiva iglesia que mandó construir el fundador de Lima. Al otro lado el Cabildo. Eran el poder político, religioso y municipal tocándose, empujándose. El mismo despliegue que en Ibatín, Santiago, Córdoba y Salta.

La grandiosa plaza deslumbró a Lorenzo y a Francisco. No sólo servía para efectuar procesiones y corridas de toros como en las otras ciudades, sino para los Autos de Fe. «Aquí fue reconciliado mi padre.»

– ¡Quisiera ser contratado por la guardia de caballería! -suspiró Lorenzo mientras palpaba los hurtados naipes.

«No quisiera llegar al Callao», pensó Francisco.

Tras ellos, la rueda de una calesa mordió el borde de la acequia que corría por el centro de la calle, y volcó. El carruaje siguiente intentó esquivada, pero enganchó su estribo de bronce y quedó cruzada. En seguida se produjo un amontonamiento de carruajes y berlinas. Dos oficiales se abrieron paso con las armas en alto. De las ventanas asomaron rostros enojados y algunos puños. Numerosos hidalgos corrieron para observar de cerca el desarrollo del incidente. A Francisco le sorprendió la elegancia de los hidalgos. Muchos de ellos vestían calzones rematados en la rodilla con una charretera de tres dedos de ancho. Usaban zapatos de doble suela para protegerse mejor de la humedad. De un ojal del chaleco pendía una cadena de oro con un escarbadientes también de oro.

Francisco preguntó por el convento de Santo Domingo. Allí debía encontrar a fray Manuel Montes, tal como le había indicado en Córdoba el comisario Bartolomé Delgado.

Entraron con el recogimiento que exige un lugar sagrado y encontraron un interior fastuoso. El altar relucía y en su extremo opuesto se elevaba el coro de cedro tallado. Francisco se persignó y rezó. Caminó en puntas de pie hacia una puerta lateral y movió la tranca sin hacer ruido. Entonces lo asaltó la maravilla, una selva de luces: donde imaginó estaría el patio brillaban zafiros y rubíes sobre paneles de oro. Parpadeó encandilado. En el centro del claustro se levantaban palmeras entre macizos de flores azules, amarillas y rojas. Avanzó con miedo de romper un hechizo, se acercó a la pared y acarició la fresca superficie. Los azulejos estaban fechados en Sevilla. Recién los habían traído y colocado.

Lorenzo Valdés se abalanzó sobre el tesoro y hurgó con las uñas: tal vez pudiera extraer algunas de las gemas que parecían disimularse bajo la capa vidriada. Decepcionado, exigió a su amigo que volvieran a la plaza Mayor: era más divertido.

– Ya encontrarás a tu fraile.

No apareció ningún sacerdote y Francisco prefirió seguirlo hacia la calle que los envolvió con ruidos.

Cruzaron el flamante puente de piedra, llegaron a la Alameda refrescada con árboles y fuentes y contemplaron el majestuoso paseo del virrey Montesclaros con su corte de nobles, pajes e hidalgos que competían por estar cerca suyo y dirigirle algunas palabras. Después bajaron hasta el río Rímac y bebieron junto a sus cabalgaduras. El virrey, de regreso al palacio, se detuvo junto a los torreones del puente para leer su nombre y sus títulos grabados sobre la piedra. Luego su mirada descendió hacia unos aguateros, las negras lavanderas y los dos amigos junto al Rímac.

Lorenzo Valdés lo advirtió. En voz baja proclamó su alegría:

– ¡Me ha visto! ¡El virrey se ha fijado en mí!

Ya se sintió parte de la milicia real. Su futuro de gloria estaba asegurado.

65

Le angustiaba llegar al Callao, aunque su extenso viaje tenía ese puerto como meta: allí estaba su padre; le angustiaba encontrarse con Manuel Montes, pero había prometido hacerlo; no quería pasar ante el palacio del Santo Oficio, aunque la curiosidad lo devoraba. Se dispuso a afrontar tres desafíos. Lorenzo Valdés le regaló una de sus mulas: las dos restantes y el hermoso caballo le alcanzaban para presentarse con dignidad ante el jefe de la milicia. La mirada del virrey ya era su certificado de admisión: iría a extirpar idolatrías, luchar contra incursiones piratas o domesticar indios alzados. Empezaba su carrera militar. Francisco prometió reencontrarlo y, arrastrando la mula, fue hacia el edificio de sus pesadillas: el palacio de la Inquisición.

Caminó por la arteria que seguramente habían recorrido su padre y su hermano cuando fueron llevados a la cárcel. Era una calle activa donde no quedaban rastros de cautivos. Sobre el lomo de su mula estaban bien atadas las alforjas con el instrumental, el estuche y la Biblia. Al dar vuelta la esquina el jumento se detuvo. Francisco sintió el mismo choque. La fachada imponente lo frenó. Bajo la elevada imagen religiosa centellaba el apotegma Domine Exurge et judica Causa Tuam (Levántate Señor y defiende tu causa). Un par de columnas salomónicas hacían guardia de honor a las hojas de la puerta monumental. Por ahí entraban y salían los dignatarios y su temible poder. Un ala negra batió la puerta, que se entreabrió para permitirle penetrar raudamente. La hoja volvió a cerrarse. En torno a Francisco el aire se había tensado: había entrado el inquisidor Gaitán. Francisco llevó la mano al equipaje y se asustó: había desaparecido el instrumental y el estuche. Palpó de nuevo, aflojó una correa, metió la mano. Allí estaban, sin embargo su frente se cubrió de gotas. El palacio se extendía bordeado por una larguísima y siniestra muralla que separaba al Santo Oficio de la ciudad.

Oprimido, retornó al convento. Cruzó la bella iglesia y entró en el claustro. Los azulejos ardían. Fray Manuel Montes lo recibió con lacónica amabilidad. ¿Lo estaba esperando? Su tez evocaba una máscara de muerto. Los ojos escondidos en la profundidad de las órbitas parecían cubiertos por una película también blanquecina. Había algo de momia en su conformación. Era un hombre seco. ¿Por qué fray Bartolomé le ordenó presentarse ante un clérigo tan desagradable?

Fray Manuel, sin formular preguntas -ya conocía lo necesario-, guió a su joven huésped hasta una celda vacía de gente y de cosas: ni jergón, ni estera, ni banco, ni mesa. Era un tugurio estrecho con una ventanilla en lo alto. Quedaba en los fondos.

El fraile entró primero y se quedó mirando el piso de tierra apisonada como si contase las baldosas que no existían. Después, con una lentitud que aumentaba la opresión, recorrió cada una de las cuatro paredes cuyo adobe se encogía de vergüenza. ¿Qué buscaba? Finalmente examinó el techo de cañas bajo las cuales se cruzaban unas vigas.

– Dormirás aquí -dijo sin emoción; su voz era fúnebre como su rostro-. Dentro de tres días, irás al Callao -hizo una pausa y lo miró de frente por primera vez-. Dentro de media hora cenarás en el refectorio.

Francisco depositó sus bultos sobre el piso y fue a lavarse. ¿Por qué debía aguardar tres días aún para reunirse con su padre? Descubrió el pasillo que conducía al hospital del convento. Tenía buena reputación, según oyó decir en Chuquisaca y el Cuzco. Su padre había deseado instalar uno en Potosí, para los indios, pero no obtuvo respaldo. Éste, en cambio, se destinaba a los frailes y, especialmente, a los prelados y hombres importantes de Lima. Tal vez aquí podría aprender medicina. Se deslizó tímidamente por el pasillo. Desembocaba en un traspatio alrededor del cual se alineaban las habitaciones de los pacientes. Vio la botica: un cuarto tapizado de botellas, frascos, vasijas, cacharros y tubos. Sobre una mesa se tocaban un balancín con alto ástil y un reloj de arena. Al costado viboreaban las serpentinas del atanor.

Sintió que alguien respiraba a su lado. ¿Una alucinación? Un negro vestido con el hábito de la orden lo miraba con ojos mansos. ¿Podía un fraile dominico ser negro? ¿Tan distintas eran las normas en Lima? La alucinación habló con amabilidad. Preguntó si podía servirle en algo.

– N… no. Estaba recorriendo. Pernoctaré en una celda, por indicación de fray Manuel Montes.

– Está bien, hijo.

No era negro, sino mulato. Y vestía el hábito de los terciarios, el nivel inferior de la orden, con gastada túnica blanca, escapulario y manto negros, pero sin la capucha de los sacerdotes. Su raíz africana impedía convertirlo en un fraile regular, seguramente.

– ¿Necesitas algún remedio? -insistió el mulato.

– No, de veras. Sólo deseaba conocer el hospital. Nunca vi uno.

– Oh, es muy simple. Creo que todos los hospitales son iguales. Yo soy el barbero de éste.

– ¿Sí? También quiero ser barbero, o cirujano, o médico.

– ¡Enhorabuena! Necesitamos médicos y cirujanos piadosos. Hay muchos charlatanes, ¿sabes? Y producen gran daño -sus ojos emitían un fuerte brillo-. ¿Estudias?

– Quiero empezar.

– Enhorabuena, hijo. Enhorabuena.

– Fray Manuel Montes me ordenó concurrir al refectorio. Discúlpeme, voy a prepararme.

– Está bien. Debes hacerlo.

Francisco regresó a su celda y extrajo la ropa que había lavado en el camino. Se cambió y fue a cenar.

Buscó a fray Montes y al mulato. Otro fraile le indicó dónde ubicarse como si le hubiesen reservado lugar. ¿Toda la orden estaba enterada de su presencia? Decenas de ojos confluían en él. ¿Qué importancia tenía?, ¿por qué lo miraban con tanta seriedad?, ¿acaso ya acusaban de algún crimen?

Conocía el ritual del refectorio. Lo había incorporado en el convento dominico de Córdoba. Pero esta sala lucía más suntuosa. Aquí los bancos eran de madera labrada y el piso estaba embaldosado. Había también más clérigos. Grandes antorchas iluminaban la sala. Los religiosos permanecían de pie junto a las mesas con la capucha sobre el rostro y las manos escondidas bajo el escapulario. Un fraile pronunció el Benedicte. Otro cantó el Edente pauperes. Todos tomaron asiento.

Mientras un fraile leía en latín desde un púlpito, los sirvientes se desplazaban en silencio con las bandejas llenas. Traían cazos con humeante mondongo. Las cucharas de los comensales empezaron a moverse después de la bendición y una plegaria especial por el restablecimiento del prior de la orden, padre Lucas Albarracín.

La palabra de Dios descendía monótonamente y era interferida por el sorber gozoso de las bocas hambrientas. Alimento del espíritu y del cuerpo simultáneo y disonante. Francisco oteaba a los lados y advertía que los frailes seguían espiándolo.

Identificó a fray Montes. No al mulato, quien ingresó después con una bandeja. Era miembro de la orden, pero también oficiaba de sirviente. Su porción africana no lo dejaba ascender en la jerarquía sacerdotal y tampoco desprenderse de la maldición que Noé descargó en el principio de los tiempos sobre su tiznado hijo Cam. Lo llamaban -con mezcla de afecto e ironía- «hermano Martín».

66

Después del servicio de completas -narraría Francisco- retorné al cubo desolado que me asignó fray Manuel. Conseguí una vela, corrí hacia un ángulo mi equipaje y me tendí junto a la pared. Su húmeda rugosidad aminoraba mi desamparo. Sentí el adobe del muro como el lomo de la mula: resistente y confiable. Su grosor de un metro ¿me separaba de otra celda?, ¿dormía allí algún criado, probablemente? Me pregunté a qué se debía el misterioso aislamiento en que fray Montes prefería mantenerme durante la noche. No quería que nada me acompañase, sino los contornos de esta cueva. Me pregunté por qué me retenía en esta ciudad otro poco aún, como si no fuesen bastantes los años que viví lejos de mi padre o los meses que me llevó viajar hasta aquí. Dijo que sería mi confesor y entonces también me pregunté si debía tomarlo como gesto de cariño o de vigilancia.

Me pareció oír los ronquidos del criado que dormía al otro lado del muro. La oscuridad era levemente clareada por el alto y estrecho ventanuco. Unos sapos croaban cerca del aljibe. Aumentaron los ronquidos. No eran de una, sino de varias personas. El muro adelgazó: se había transformado en una lámina que transmitía y agrandaba los ruidos. Ya no sonaban rítmicos ni apacibles, sino en torrente. Evoqué las crecidas del río del Tejar. Eran ratas que corrían por las cañas, las vigas, el muro, el piso, mis piernas, mi cuello. Desencadenaron un estrépito de alud. Necesitaban explorar el territorio que yo les había invadido.

Me moví despacio. No convenía declararles la guerra y sí convencerlas de que me aceptaran como vecino. Alternaban las caricias de sus cuerpos aterciopelados que disparaban por mi pecho, con los fugaces pellizcos de sus uñitas. De vez en cuando se detenían y, al girar bruscamente, me abofeteaban con su larga cola. Dejé que me recorrieran e identificaran. Tras unas horas de actividad me venció el sopor.

Las demás noches fueron más tranquilas.

Fray Manuel me confesó antes de mi partida hacia el mar. Quería saber qué había tocado.

– Ratas -dije; y me asusté por la irónica insolencia de mi respuesta.

El cadavérico fraile permaneció en silencio. Sus largas pausas me hacían doler. Después formuló un pedido, extrañamente gentil:

– Reza por la salud de nuestro prior.

67

Francisco atravesó la población portuaria del Callao sin detenerse, pero mirando con ansiedad: cualquier espalda podría ser la de su padre. Los carruajes transportaban cestas desbordantes de pescado cuyas escamas plateadas enardecían la codicia de los aventureros. Junto al muelle se bamboleaban varios galeones con el velamen enrollado. Viviendas chatas se arracimaban junto al puerto y en la plaza aparecieron los cañones encargados de la defensa.

Nunca estuvo tan cerca del mar. El aire fresco y salobre le exaltó. Esa superficie azul que se extendía hasta la recta línea del horizonte era de una majestad sobrecogedora. No muy lejos se elevaba el lomo de una isla. Entre esa isla y la costa se desplazaban chalupas y botes de pescadores. Había llegado al punto donde embarcaban y desembarcan desde virreyes hasta negros angoleños, desde el sebo de las velas hasta los metales preciosos de las minas. Por aquí van y vienen riquezas y ambiciones. Es el portón magno que une el Virreinato del Perú con el resto del mundo. Oficiales armados controlaban la documentación de la incesante mercadería. Caminó hacia el Sur. Quería tocar el agua. Las olas se desenrollaban como alfombras sobre la arena. Bandadas de aves descendían a la resaca. Ingresó en la playa; sus pies se hundieron en la blanda superficie. Era una sensación inédita. Se dirigió al ondulado festón de espuma e introdujo un pie en el agua fría. Tocaba algo que posiblemente besó las costas de España, China, Tierra Santa, Angola. Se arremangó el pantalón de brin, avanzó más y se mojó la cara. Lamió gotas saladas. Un pescador le hizo señas desde su inestable embarcación como si lo saludase en nombre de los fabulosos habitantes submarinos. Giró y tuvo acceso a un paisaje diferente: la chata Callao, legendario puerto por donde fluían la plata y el oro, era un conjunto de poliedros cenicientos pegados a un vasto muelle en una punta y a la iglesia mayor en la otra. Ahí tendría que estar su padre; así lo ordenó la Inquisición y así lo dijo Manuel Montes. Pero no se atrevía a preguntar por él, tan fuertes eran sus ganas de verlo y su temor a una sorpresa. Era un reconciliado. Y los reconciliados, aunque se acogiesen al perdón, cargaban el estigma de un crimen que nada ni nadie podía borrar. Seguramente vestía el sambenito, ese escapulario infamante que llegaba hasta las rodillas y vociferaba su condición repudiable. Quienes eran humillados con esta prenda terrible debían usarla a perpetuidad para que los fieles los discriminaran. Y tras su muerte el sambenito sería colgado junto a la puerta de la iglesia con su nombre en letras gigantescas para que su descendencia también sufra la debida mortificación.

Retornó al muelle, cruzó el caleidoscopio de embarques y se detuvo junto a un par de cañones. Sus órbitas contraídas recorrieron a la multitud en movimiento. ¿Por qué lo buscaba en la calle si su lugar de trabajo era el hospital? Francisco tenía conciencia de su voluntario rodeo: temía descubrirlo.

Sentado en un rincón de la explanada, un mendigo desgranaba sus mendrugos bajo una corona de moscas. Su ropa estaba cubierta por el espantable sambenito. Los sucios cabellos blancos caían desordenadamente sobre su rostro punteado de verrugas. ¿Eso era lo que quedaba de su padre? Se acercó lentamente al escombro. Estaba aislado por una frontera invisible que sólo cruzaban las moscas. Francisco se detuvo a un par de metros. El mendigo lo miró con indiferencia. No podía ser su padre: no eran los ojos, ni la nariz, ni los labios, ni las orejas, ni los pómulos que recordaba. Dio media vuelta. «Debo prepararme -reflexionó-: tal vez lo hayan devastado como a este infeliz.»

Arrastró a su mula. Se internó en la callejuela del Este. Los excrementos lo obligaron a cruzar varias veces las acequias. Divisó la iglesia y el convento. Allí, tras la ondulada tapia, funcionaba el hospital del Callao. Su pulso aumentó la velocidad. Tuvo que repetir el nombre de su padre al sirviente que hacía inexplicable guardia ante la puerta. El sirviente se dirigió a un hombre de espalda doblada, quien vino al encuentro de la visita. Se inclinaba mucho hacia izquierda y derecha, como si le fallasen los pies. A medida que la luz exterior clarificaba su imagen, Francisco pudo reconocerlo. Parecía que los años hubiesen prensado su estatura, encanecido los cabellos y la barba, arrugado su piel, afilado sus pómulos. Se miraron con perplejidad.

Tembló su labio al musitar: «Francisco.» Para convencerse, necesitó repetir el nombre: «Francisco.» Francisco le besó el rostro con la mirada, pero su mirada veía también el pintarrajeado sambenito que hada escarnio de su dignidad. Se tomaron de las manos. Francisco percibió que eran las de antes, pero huesudas, débiles. Permanecieron como dos árboles en el centro de una tormenta que aullaba recuerdos, preguntas, júbilo y pavor. Cada uno sintió chicotazos de una emoción fuera de dique. Aguantaron con estoicismo el borbotón de palabras y llanto que pujaban por derramarse. Diego Núñez da Silva dio un paso y abrazó a su hijo. Rompió la cautela que se había prometido mantener para no mancharlo con su sambenito. Después lo invitó a sentarse en el poyo de piedra.

Se siguieron mirando a hurtadillas. El padre, mareado de sensaciones, gozaba la apostura de su hijo: su breve barba cobriza, los ojos profundos e inteligentes, sus hombros viriles. Era la réplica de sus años mozos. Le querría preguntar por Francisquito, el niño curioso, travieso y osado que quedó atrás, que escuchaba con embeleso sus historias y sacaba de quicio al maestro Isidro Miranda.

Francisco observó a través de la refracción que producían las lágrimas las secuelas del sufrimiento en su padre. ¿Qué restaba de aquel hombre poderoso y culto? Sólo las cicatrices del tormento y la degradación.

Permanecieron en silencio.

Las gargantas apretadas. Las palabras nada podían expresar en ese momento.

68

El virrey del Perú movió la cabeza y su barbero le infligió un rasguño en la mejilla. Pidió encrespadas disculpas y con un algodón detuvo la sangre. Después repasó con la navaja el corte de las patillas y puso esmero en la barbita afinada que descendía desde el labio inferior como una cinta. Usó tijeras, peine y clara de huevo perfumada para estirar los largos bigotes, imprimiendo a sus extremos un optimista giro hacia arriba.

Su ayudante de cámara le presentó la ropa. Su Excelencia lo miraba de soslayo sin moverse para que el barbero no reincidiera. Aprobó con señas los guantes de gamuza, los zapatos de pana, el chaleco de terciopelo y la camisa de seda. Usaría, como siempre en estas recorridas, el sombrero de alta copa, la golilla forrada con tafetán y una reluciente capa azabache. Luego regresaría al palacio para agregarse los atributos de su investidura: recibiría al Inquisidor Andrés Juan Gaitán, que parecía malhumorado. Este hombre era como una astilla bajo la uña. «Actuaré con prudencia», pensó.

El marqués de Montesclaros, virrey del Perú, provenía de la mejor nobleza de Castilla la Nueva. Tenía suficientes títulos para demoler a cualquier adversario, Pero en estas tierras salvajes abundaban quienes le hacían zancadillas a su gestión e intentaban cuestionar los usufructos que con pleno derecho obtenía el poder. A los 32 años de edad Su Majestad Felipe III lo había nombrado virrey de México, país que gobernó durante cuatro años, tras los cuales fue designado virrey del Perú. El soberano solía decirle con simpatía «mi pariente».

«Cuando Su Majestad me nombró para el Virreinato México -evocaba-, embarqué con mi esposa, mi confesor y capellán, y veintiocho criados y pajes. México es la mejor escuela para los futuros virreyes del Perú porque ofrece menores escollos para gobernar, fácil comunicación con España y poca extensión. El Virreinato del Perú, en cambio, es una superficie ilimitada que se abre en las calderas del Ecuador y se pierde en el Polo Sur, ahíto de vallas y misterio.

»Antes de completar mi cuarto año de gobierno en México el rey decidió mi nuevo destino: Perú. Tenía que retornar a España antes de asumir en Lima. Volví a embarcarme, pues, pero enfundado por el duelo: mi esposa acababa de perder nuestro único hijo. En el trayecto murió ella también. La enterré en La Habana. El océano se ocupó de lavar mi tristeza con tal eficacia que a poco de retornar a Madrid conocí a la dama que puso una castañuela a mi corazón. Contraje segundas nupcias, escuché las instrucciones reales y confeccioné un séquito parecido al que años atrás llevé a México. Penetré en Lima el 21 de diciembre de 1607, fecha que tengo bien grabada porque al día siguiente presenté el juramento de estilo y tuve el choque que arriesgó el éxito de mi gestión. En efecto, se tenían que elegir los alcaldes ordinarios: las fiestas de recibimiento que me ofrecieron y las afirmaciones sobre la impostergabilidad de la elección me sonaron a encubrimiento. Pensé que estas gentes se habían acostumbrado a timar virreyes. Les agrié sus expectativas al ordenar en forma inconsulta que la elección se haría trece días más tarde en mi palacio y ante mi presencia. Se inclinaron cariacontecidos: tuvieron que deglutir la primera lección. Les apliqué la segunda unos días más tarde. Examiné las Cajas Reales y descubrí su apabullante desorden. Los pícaros y los negligentes trataron de confundirme con explicaciones sibilinas y yo les retribuí la atención con un golpe de maza en el pecho: les dije que ese mal tenía un remedio llamado Tribunal de Cuentas. Varios dignatarios movieron la lengua para decirme, con los labios cerrados, vade retro, Satanás. No me acobardé ante estos bandidos refinados. Establecí el Tribunal en sala aparte, con la debida autonomía. Me odiaron por el Tribunal de Cuentas y me maldijeron por el que instalé después: el Tribunal del Consulado que mis antecesores no habían conseguido poner en marcha a pesar de la cédula real que se había firmado más de una década atrás. La oposición venía de los encomenderos que sobornaban a los regidores y oidores para que no creciera la influencia de los comerciantes. Yo estaba decidido a establecer el orden en este colosal desorden que tanto beneficia a los bellacos.

»Atribuyen a mi juventud que sea expeditivo. Error. No se trata de años, sino de asumir en plenitud la autoridad. En el Perú yo represento al Rey: no sólo tengo el derecho sino la obligación de actuar como si fuese el soberano, como si él en persona estuviese aquí. Pero me limitan las cédulas reales que sólo se firman en España y el riesgo de ser destituido por el combustible de las intrigas palaciegas. Contra el primer inconveniente no tengo más alternativa que la negligencia (sobre la cual aprendo a diario de mis subordinados). Contra el segundo aplico a rajatabla mi axioma de que nadie es más útil que el despensero: por lo tanto me he propuesto ser el despensero del Rey; tapo a Su Majestad con gruesas sumas, al extremo de que sus enajenadas y agónicas rentas dependan cada vez más de mis envíos. En sólo ocho armadas le remití diez millones de pesos oro.

»TAmbién atribuyen a mi juventud los pecados de la carne. Como si no los tuvieran los seniles que, además de inducir al vicio, dejan insatisfechas a las mujeres. En Lima abundan las damas atractivas que hacen lo necesario para desplazarse hasta mis aposentos reservados. Y a ellos les da envidia. También envidian mis dotes poéticas. Son la hez la miseria humana. Nada me perdonan, los bribones. Ya he oído que aspiran a impulsar un juicio de residencia [26] cuando termine mi mandato. Me aborrecen por las obras buenas que realizo, pero me denunciarán por las malas. Las malas a veces me permiten llevar adelante las buenas: si no me hubiera enriquecido y no hubiera enriquecido a mi corte, no habría tenido la energía material y espiritual para continuar al frente de este infecto Virreinato.»

El barbero quitó la toalla que rodeaba el cuello del apuesto marqués y el paje le ayudó a vestirse. Tras la puerta hacían guardia los alabarderos. Esperaban varios dignatarios. Todo estaba dispuesto para la visita al flamante puente de piedra, una de sus obras más costosas y queridas.

Mientras, a la vuelta del palacio, el inquisidor Gaitán ultimaba la estrategia de su enojosa entrevista con el virrey.

La comitiva oficial se desplazó hacia el nuevo puente de piedra tendido sobre el río Rímac. Unía el casco de la capital con el barrio de San Lázaro. El torrente que dividía a Lima tenía un bello nombre: «río que canta». Sus aguas rodaban sobre piedra y desiguales alfombras de arena. Provenía nutrición y frescura a los alrededores secos. Pero dificultaba las conexiones con los valles del Norte y mantenía relativamente aislados importantes sectores de la ciudad. El marqués de Montesclaros se había propuesto construir una obra que resistiera la corrosión del tiempo. "Que sea una estrofa inmortal.» Había escuchado sobre un maestro de cantería que vivía en Quito y edificaba obras admirables. Le previnieron, sin embargo, que no existían recursos para efectuar un gasto de esa envergadura. El marqués de Montesclaros reflexionó con su habitual rapidez y, antes de que sus interlocutores acabasen de enumerar los escollos, se dirigió a su ayudante de la derecha: "Pida al Cabildo que mande venir a ese iluminado alarife.» Se dirigió a su ayudante de la izquierda: «Obtendremos los recursos de nuevos impuestos: no voy a tocar una moneda del Rey.» Llamó a su consejero económico y resolvió que, para el nuevo puente, se cobrasen dos reales por cada carnero en Lima y demás ciudades del Perú, y un real adicional sobre el impuesto que ya existía sobre cada botija de vino. El consejero se atrevió a preguntar si había oído bien, y si el marqués de Montesclaros deseaba que, efectivamente, se cobrase en otras ciudades para un puente que sólo embellecería a la capital.

– Desde luego -rió el marqués-. Porque en Lima estoy yo. Es un impuesto educativo.

La parte del puente cercana al palacio se abría con un airoso arco. Caminando sobre su sólida extensión podía escucharse el canto incesante del Rímac que trotaba bajo los pies. El pretil de ambos lados era suficientemente grueso para detener las embestidas de los carruajes sin control. En el extremo que desembocaba sobre el barrio de San Lázaro se elevaban dos torreones donde fueron grabadas las inscripciones alusivas a la ejecución de la obra. El virrey se detuvo a leerlas con atención, no vaya a ser que una mano traviesa haya distorsionado su nombre u olvidado alguno de sus títulos más sonoros.

Sus acompañantes creyeron que concluía la visita. Pero el virrey prefería seguir caminando, Necesitaba más distensión para su entrevista con el inquisidor Gaitán. Siguió, pues, hacia la Alameda. Era el hermoso paseo que había mandado construir simultáneamente con el puente. (Los clérigos austeros deploraban que gastase una fortuna en mejorar el paisaje de este mundo.) La corte virreinal, los ministros, los oficiales y soldados de la milicia, así como las damas de Lima, se habituaron a pasear por su Alameda. El solaz y la conversación facilitaban el cruce de miradas; las miradas creaban sutiles códigos; los códigos solían concluir en furtivas transgresiones. Cuando se criticó libremente al marqués de Montesclaros, se dijo que inventó la Alameda para «censar y cazar» a las mujeres de Lima.

El virrey ordenó regresar a palacio. Saludó otra vez a los esbeltos torreones del puente y miró el río. Hasta sus márgenes descendían los aguateros y las negras lavanderas. También algunos jinetes para dar de beber a sus cabalgaduras. Entre éstos apenas vio a dos jóvenes que llegaban del Sur, uno montado en corcel rubio y el otro en una mula.

69

«Es penoso discutir con estos cuervos -pensó el marqués de Montesclaros mientras se acomodaba en su dorado sillón para soportar la inminente batalla-. Nada les alcanza. Si pudieran, acapararían el poder absoluto del reino y de la Iglesia. Los inquisidores son como monstruos de dos cabezas y pretenden dominar tanto la jurisdicción civil como la eclesiástica. Desde la teta se los llenó de prerrogativas. Ahora ya no es posible frenarlos. Además, exigen que todos sus funcionarios, sirviente y esclavos deban responder únicamente al Santo Oficio por el solo hecho de servirlo. Es como si los barberos pretendieran ser juzgados por los barberos y las putas por las putas.

»Varios de mis predecesores rogaron al Rey que pusiera límites a la prepotencia de los inquisidores. Fue en vano. Con intrigas y terror arrancaron una cédula real tras otra en su beneficio. Lejos de Lima, los familiares de la Inquisición se exceden más aún. Tan es así que el arzobispo pidió moderación a los inquisidores en la defensa de familiares que no son pacíficos ni prudentes. Inútil. El Santo Oficio es una cofradía donde basta ser miembro de ella para coronarse ángel. ¡Qué despropósito!

»El conde de Villar, mientras era virrey del Perú, denunció los abusos de los inquisidores que tienen amedrentadas a las repúblicas -decía- y temerosos y oprimidos a los ministros de Su Majestad. Ante un ataque por mar de unos navíos ingleses ese virrey ordenó acudir a defender el puerto del Callao como era lógico, pero el inquisidor emitió una contraorden: que los ministros y familiares del Santo Oficio vigilasen primero la casa inquisitorial. El virrey hizo notar que si él había ordenado defender la ciudad, miedosos del inquisidor, se excusaron de obedecer al virrey. Tuvieron su buena razón, porque el conde de Villar, por desafiar al Santo Oficio, fue excomulgado (luego absuelto). Al dejar su cargo pretendió hacer las paces con los inquisidores. Les mandó decir que, para ofrecer buen ejemplo a los vecinos, él daría el primer paso yendo al Tribunal para despedirse, pero los inquisidores no aceptaron recibirlo. En su última carta al Rey le confesó que los inquisidores denigraban la cristiandad y él se declaraba, por lo tanto, "indevoto" del Santo Oficio.

»De ahí la necesidad de las concordias, que son una especie de emplasto jurídico para sosegar a estas fieras. Urge impedir que devoren el Virreinato íntegro. Quieren la superioridad civil y eclesiástica; quieren funcionar como hermanos mayores de la Audiencia; quieren que todo sea de su competencia y dominio; quieren tener al virrey bajo la suela de sus zapatos.

»Por fin se firmó la concordia de 1610. ¡Qué alegría cuando la recibí! ¡Qué decepción más tarde!: tan sólo introducía restricciones menores. Pero gracias a esta concordia los negros de los inquisidores ya no pueden ir armados y los inquisidores, aunque tienen aún derecho a enterarse sobre la salida de los correos, no pueden vedar su partida como antes. La concordia aconseja tener especial cuida en la selección de los familiares y ministros (a varios yo hubiese mandado a la horca). Tampoco puede ya el Santo Oficio prohibir que los obispos trasladen a los religiosos calificadores sin su consentimiento. Y se les bloquea, además, su intervención en los asuntos universitarios.»

El marqué de Montesclaros vio la temida figura del inquisidor Andrés Juan Gaitán en el vano de la puerta. Su rostro parecía una calavera apenas forrada por la piel tirante. Su palidez contrastaba con la túnica negra de su investidura. Avanzó con paso firme y lento. Hasta en el andar proclamaba soberbia.

Pronunciados los saludos de estilo, se ubicaron frente a frente. Eran adversarios manifiestos que no podían expresar el monto de su desconfianza y antipatía. Las cargas de hostilidad debían intercambiarse con envoltorios de terciopelo.

– Fue usted muy gentil al difundir la concordia con tambores y atabales -dijo el inquisidor.

– Todo lo que atañe al Santo Oficio es de primera importancia -retrucó el virrey.

– Distribuyó, además, copias entre particulares -agregó irónicamente.

– El pueblo debe estar informado.

– La concordia tiene muchos puntos que merecen corrección, Excelencia.

– Todo es perfectible, desde luego.

– Por eso he venido. Presumo que reconoce cuánto necesita del Santo Oficio la salud del Virreinato.

– Presume usted bien.

– Las idolatrías siguen alterando el alma de los indios y las herejías el alma de los blancos. Tenemos noticias sobre el continuo ingreso de judaizantes: no hay portugués que merezca eximirse de sospechas. Abunda la bigamia. Crece el amancebamiento. Circulan libros llenos de inmundicias. ¡Hasta se encuentran luteranos entre nosotros!

– Es un catálogo atroz. Y exacto, además -concedió el virrey.

– Por eso he venido a verle.

– Lo escucho con interés y devoción.

– Por eso, Excelencia, es peligroso mellar la autoridad del Santo Oficio.

– ¡Quién se atrevería!

– La concordia…

– Creo que es un documento tibio.

– ¿Poco duro con el Santo Oficio?

– ¡No quise decir eso, válgame el Señor! Quise decir que no modifica la situación previa en grado significativo, para bien del Santo Oficio, y para bien del Virreinato, obviamente.

– Algunos oficiales reales creen que esta concordia los faculta para apresar a los oficiales de la Inquisición. Ya se han producido hechos aberrantes, en los que se evidenció resentimiento y crueldad.

– No estaba enterado -protestó el virrey.

– Olvidan que atentar contra los miembros del Santo Oficio es como atentar contra la Santa Sede. Es un sacrilegio.

– Por supuesto. Castigaré a quienes cometieron ese atropello imperdonable.

– Me complace tan viril reacción.

– Es mi deber.

– Gracias, Excelencia -estiró los pliegues de su túnica y acomodó la pesada cruz que llevaba al pecho-. Tengo otra queja, si Su Excelencia lo permite.

– Desearía conocerla. Ilústreme.

– La concordia nos prohíbe dar licencias para salir del Perú; nos quita esa prerrogativa.

– En efecto.

– Es un error muy grave.

– Si usted lo dice… Pero ¿qué puedo hacer yo? Es la voluntad del Rey -estiró los labios enigmáticamente.

– La licencia para viajar nos permite descubrir herejes fugitivos, Cuando alguien solicita una licencia en el Santo Oficio, se busca su nombre en el registro de testificaciones. Si existe una denuncia, ese reo no escapa.

– Tiene usted razón. Y es lamentable que se haya privado al Santo Oficio de un instrumento tan eficaz. Yo sin embargo, no puedo modificar ese artículo -concluyó con repentina, firmeza.

El inquisidor le clavó sus pupilas envenenadas durante un largo segundo. Después bajó los párpados y con forzada amabilidad replicó:

– Puede… En todo caso, volveremos a conversar sobre ello. Ahora quiero formular otra queja: la concordia prohíbe que tengamos negros o mulatos armados.

– Efectivamente.

– No se debe anular este privilegio. La Inquisición funciona en Lima desde hace cuarenta años. Suena a vejación. ¡Qué es eso de desarmar al Santo Oficio!

– Me asombra usted.

Los ojos de Andrés Juan Gaitán eran moharras de acero.

– Me asombra usted -repitió el virrey-. Y me entristece: ¿quién sería tan puerco de intentar vejar al Santo Oficio?

– Pero esto debe ser corregido, entonces.

– Pero los negros armados a veces cometen tropelías. Son un peligro real.

– No cuando acompañan a funcionarios -replicó el inquisidor.

– En esas condiciones disminuye el peligro, sí.

– Le pido un decreto de excepción, entonces.

– ¿Un decreto de excepción?

– Que los negros puedan llevar armas cuando acompañan a los inquisidores, al fiscal y al alguacil mayor del Santo Oficio.

– Lo pensaré.

Gaitán acarició su cruz. No le satisfizo la respuesta.

– ¿Puedo solicitar a Su Excelencia un plazo?

– No le doy un plazo, sino mi promesa de contestarle a la brevedad.

El inquisidor advirtió que la audiencia llegaba a su fin. Este maldito poeta metido a virrey -pensó- quiere tener la última palabra y sacarme de aquí sin un compromiso. Pues no me iré antes de refregarle un recordatorio en su carita de malviviente.

El marqués de Montesclaros se incorporó. Era la señal inequívoca. El inquisidor debía hacer lo mismo y despedirse, según las normas del protocolo. Pero el inquisidor pareció víctima de una súbita ceguera: ni lo vio ni se movió, abstraído en la cruz que ocupaba la superficie de su pecho. Competían el poder del César y el poder de Dios. Andrés Juan Gaitán, representante de Dios, era casi Dios. Con estudiada voz de ultratumba le descerrajó el debido discurso. Habló sentado, como si gozara de la cátedra, a un virrey crispado y prisionero.

– Desde la fundación de la Iglesia -dijo como si le hablara a sus propias flacas manos ocupadas en acariciar la cruz-, castigo del crimen de herejía estuvo a cargo de los sacerdotes. Para que no hubiera descuidos, el papa Inocencio III creó el Tribunal de la Inquisición. Gran Papa, gran santo. Y para que la Inquisición no padeciera vallas en su tarea sublime, tanto los papas como los reyes la han eximido de la jurisdicción civil e incluso de la eclesiástica ordinaria. Todos sus miembros gozan de prerrogativas. Prerrogativas, privilegios e inmunidades para que su tarea redunde en el aumento de la fe. Como los asuntos relativos a la fe pertenecen en última instancia al Papa, la jurisdicción principal del Santo Oficio es eclesiástica. La jurisdicción civil, en cambio, y la de un virrey, y la de una Audiencia por extensión, están por debajo de aquélla. Así como la tierra está debajo del cielo.

Elevó lentamente la cabeza. Simuló sorprenderse. Como si no hubiera advertido que le estaba faltando el respeto al virrey. Hizo una reverencia disfrutando su pequeña victoria. Giró y caminó con estudiada majestad hacia la puerta, dueño del tiempo y del espacio.

El marqués masticaba algunas frases: todas las prerrogativas… todas las prerrogativas.

70

El tabuco de mi padre -contaría Francisco- quedaba a la vuelta del hospital portuario. Me costó disimular la pena que sentía por este hombre vencido que adoptó, incomprensiblemente, una marcha bamboleante y grotesca. Me dolía su sonrisa, de perpetua disculpa. Era una lastimosa reproducción del médico que años atrás pisó firme en Ibatín. Sus manos terrosas colgaban como trapos. Miraba el suelo, desconfiado de su vista. Cuando me llevó por primera vez a su casa se detuvo frente a una puerta formada por listones que unían dos travesaños.

– Aquí es -murmuró avergonzado.

Empujó y entró. No tenía llave ni candado ni tranca una de las tres bisagras estaba rota. Me abochornó el agujero negro que era su vivienda. De repente se iluminó el portal de Ibatín y el patio de naranjos. El color pastel era revuelto con círculos azulinos. La intensidad de esa imagen me produjo un mareo. Avancé hacia el rectángulo oscuro y olí la salobre humedad del interior. A medida que se apagaba el' relumbre de Ibatín, empecé a divisar las paredes de adobe parcialmente encaladas, el piso de tierra y el techo cañizo por donde se filtraba la nubosidad del Callao.

– Nunca llueve -justificó mi padre.

Vi sus objetos. Pocos y ruinosos. Una mesa sobre la que se apilaban papeles, libros, una jarra de latón y un cazo de barro. Un estante con más libros. Un jergón de paja bajo ese estante con un blandón de bronce junto a la cabecera. Dos bancos, uno adherido a la mesa y el otro a la pared. En el fondo se tocaban un cofre y una alacena sin puertas. Varios clavos fijados en el muro eran los percheros. Se quitó el sambenito y lo colgó de uno de esos clavos.

Abrió los brazos huesudos: «Estás en tu casa», quería decir. Una casa lúgubre, testimonio de su caída. Corrió el segundo banco hasta la mesa. Después abrió el cofre: buscaba elementos que mejorasen la fisonomía del recinto y expresaron su alegría por mi llegada. Su preocupación por mi bienvenida resultaba intolerable. Enfatizaba su decadencia.

Descargué mi equipaje y la mula agradeció con un estremecimiento. Lo instalé en el centro de la pieza. El golpe sordo llamó la atención de mi padre. Su mirada pretendía decir: «¿Qué traes?» Extraje mis ropas, la gruesa Biblia y una talega. Le invité a que se acercara. No entendió. Que se acercara, que abriese la talega. «¿Un regalo?», supuso conmovido. Sí -quería explicarle, pero mis labios no podían emitir sonido-, es un regalo que viene de Córdoba; me lo entregó tu fiel esclavo Luis antes de mi partida y lo he vigilado como un tesoro de rey a lo largo del viaje.

Papá se inclinó, palpó el rústico saco e inmediatamente refulgieron sus ojos con la intensidad de otros tiempos. Reconocí el relámpago fugaz. Sus dedos abrieron el nudo y en seguida extrajo un escoplo; lo frotó contra su manga y lo acercó a la luz. Una sonrisa que por fin no era disculpa llenó su cara. Lo dejó cuidadosamente sobre la mesa como si fuera de cristal. Sacó una cánula, también la frotó e hizo chispear junto a la luz. Recogió, acarició el estuche de brocato y lo agitó para oír la respuesta de la llave española. Meneó la cabeza con una expresión de gratitud infinita.

Entonces le conté de Luis. Correspondía narrarle su prodigio: cómo escondió las piezas, cómo soportó el castigo del capitán Toribio Valdés y el interrogatorio del comisario. Pero me detuve cuando iba a describir sus escapadas al matadero para calmar nuestra hambre con sus hurtos. Aún no podía descender al pozo de la tragedia. Me mantuve, pues, en los límites anecdóticos del viaje. Debía circunvalar el árbol hasta adquirir aliento y atreverme a seguir una rama, y finalmente deslizarme por el grueso tronco hasta la raíz. Mejor comenzar por lo reciente; era menos doloroso.

– Vi al virrey, ¿sabes?; estaba cruzando el puente de piedra. Lorenzo insistía en que él lo miró; y que esa mirada era una invitación concreta para incorporarse a su cuerpo de oficiales.

Nada dije, en cambio, del palacio inquisitorial ni la aparición del inquisidor Gaitán. Lorenzo era un buen amigo -volví a hablar de él para diferenciado de su padre, el capitán de lanceros-. Creo que hará carrera, que oiremos de sus hazañas. Luego rememoré otras peripecias del viaje. Mencioné personas que papá conocía: Gaspar Chávez, Juan José Sevilla y Diego López de Lisboa. Ante sus nombres le tembló el mentón y bajó los párpados. No hizo comentarios. No hizo comentarios sobre nada. Se limitaba a escuchar con interés. A menudo se retorcía los dedos. Durante horas, en su húmedo tabuco resonó mi monólogo. Parecía lo mejor, lo soportable.

Cuando se agotó mi viaje retrospectivo y llegué al comienzo, a los detalles de mi partida, me encontré hablando del convento dominico de Córdoba. Me despedí de fray Bartolomé -dije-, a quien efectué una sangría. Sí, una sangría… Y me dispersé contando la hazaña porque era duro narrar otras cosas como el triste fin de Isidro Miranda, encerrado en su celda por demente. En forma salteada le conté de mis lecturas, la confirmación y el aprecio que me brindó el formidable obispo Trejo y Sanabria. Después no pude resistir y hablé de mis hermanas. «Estaban bien» (repetí expresiones de mi madre), bajo el amparo de un monasterio.

Los párpados de papá se empezaron a levantar con más frecuencia. Pero su mirada transmitía pesadumbre. Un dolor intenso y misterioso paralizaba su lengua. No podía contar. No podía preguntar. Pero agradecía mi relato fragmentado y zigzagueante como agua de una fuente amarga, imprescindible. Quería saber de Aldonza, lo decían sus ojos. Quería saber, porque ya le enteraron de su muerte en forma abstracta, como a nosotros nos habían enterado de sus tormentos y reconciliación. Yo aún no podía hablar de mamá. Reconstruí, en cambio, la mágica visita de fray Francisco Solano. Fue una aparición -exclamé-. Lo acompañaba su giboso ayudante, durmió en un canasto y… criticó la denominación de cristiano nuevo, papá. Me esforcé por recordar la brillante argumentación del fraile contra esa calificación discriminatoria. Aseguré que era un santo, que realizó milagros vistos por miles de personas. Y era un santo porque, además de los milagros, desafió a la chusma acompañándonos a la iglesia por la calle invadida de curiosos. Conté sobre el pintoresco vicario que tuvo en La Rioja y a quien acusaron de judaizante.

– Y el aprecio que tuvo por tu gesto, papá, cuando compraste la vajilla del procesado Antonio Trelles.

Otra vez izó los ojos, estremecido. Pero no habló.

Conseguí narrarle las atrocidades que padecimos tras su arresto y el de Diego. Entré a saco en la dolorosa profundidad.

– A propósito, papá, ¿qué sabes de Diego?

Hundió la cabeza entre los hombros y se llevó una mano al costado. Esa pregunta fue una estocada. Se tapó el rostro contraído. Empezó a llorar. Era la primera vez que lo veía llorar, con sacudidas y ahogo.

Yo no supe qué hacer con mis palabras, mis dedos, mis piernas. ¿Qué le habría pasado a Diego? ¿Murió?, ¿perdió la razón?, ¿lo encerraron nuevamente? La cordillera derrumbándose no me habría producido más angustia que ver a mi padre roto en cascajos. Me acerqué. Tímidamente apoyé mi mano sobre su espalda temblorosa y húmeda. Era un saco lleno de sufrimiento. Se apaciguó apenas y me devolvió la caricia.

– Partió -dijo con voz arenosa-. Después de cumplir la penitencia en un convento, pidió autorización para irse del Perú. Embarcó hacia Panamá. Evitó despedirse… Vaya a saber dónde estará ahora; qué es de su castigada vida.

Apoyó sus puños sobre las rodillas y se irguió con dificultad. Me pareció oír el crujido de sus envejecidas articulaciones. Se balanceó hasta el brasero, donde estaba a punto de hervir el agua. Sin mirarme por la vergüenza, pidió que le alcanzara unos trozos de tasajo, coles y ají.

Mientras cocinaba en esa primera noche que pasamos juntos, dijo que había velas en la alacena, una manta para mí en el cofre y pan de la mañana en un cesto junto al anaquel. No me di cuenta en ese momento de que habíamos empezado el diálogo. Elemental y exangüe, pero diálogo al fin.

71

¡Hipócritas! -maldijo por lo bajo el virrey-. El inquisidor Gaitán dedicó su sermón a condenar la vanidad y la soberbia mirándome fijo. Citó el capítulo VI de San Mateo: Cuando oras no seas como los hipócritas, pues ellos aman orar en las sinagogas y en las calles, en pie, para ser vistos por los hombres; de cierto os digo que ya tienen su pago. ¿Quiénes son los que gustan exhibirse ante los hombres y recibir sus honores sino los inquisidores mismos?

A poco de mi llegada ya tuve que soportar sus insolentes reclamos. En el primer domingo de Cuaresma se iba a leer el edicto de fe en la iglesia mayor, tal como era la costumbre. Los alcaldes fueron a buscar y escoltar a los inquisidores directamente a la sede de la Inquisición y no a sus residencias. ¡Para qué diablos se les ocurrió innovar en esta ridícula materia! Los inquisidores se sintieron agraviados por el cambio de protocolo y, al organizarse el cortejo, no permitieron que los alcaldes se pusieron a su lado: les ordenaron pasar adelante como Funcionarios inferiores que abren paso y anuncian a los superiores. Los alcaldes se sorprendieron por la dureza del trato y, con palabras respetuosas, expresaron que debían conservar sus lugares en razón de su investidura. Los inquisidores les hablaron con odio, los insultaron y amenazaron. Los alcaldes tuvieron miedo, pero creían que aún estaban en condiciones de llegar a un acuerdo. Los inquisidores se manifestaron más ofendidos aún y mandaron prenderlos y encarcelarlos con grillos. Los alcaldes azorados, abandonaron la comitiva y corrieron a mi palacio. Yo les brindé protección porque, de lo contrario, perdía mi autoridad y los inquisidores pondrían la bota sobre mi cabeza. Esto no terminó ahí, por cierto: ahí empezaba.

Escribí a los inquisidores (con halagos y cortesías de introducción, ya que si entre hipócritas estamos…) diciéndoles que, mi juicio, los alcaldes al defender su jurisdicción y preeminencias no habían cometido desacato. En cambio (no podía frenar mi gozo de hundirles la espada), dije ellos sí se excedieron al mandar prender a los alcaldes, uno de los cuales era digno caballero de Calatrava. Les infligieron insultos, los hicieron derribar del caballo y amenazaron ponerles grillos, medida que sólo se usa para delitos graves. Por todo ello les proponía olvidar el caso.

El Inquisidor Verdugo (acertado apellido para un hombre tan piadoso) contestó al día siguiente. Relampagueaba cólera. Pero con fina ironía (ya que entre hipócritas estamos…) elogió mis esfuerzos por fortalecer la autoridad del Santo Oficio, a la cual estaba obligado (también me hundió la espada) como particular, como virrey, y para cumplir la voluntad de Su Majestad (de paso me recordaba que soy un subordinado). Verdugo calificaba el hecho (de no haber ido los alcaldes a buscarlos a sus casas sino a la sede de la Inquisición) como gravísimo y escandaloso. Según su punto de vista, la actitud de los alcaldes revelaba subversión contra la autoridad del Santo Oficio, deseos de obstruir su sagrada obra y un mal disimulado odio. El comportamiento de los alcaldes tuvo el agravante de humillarlos públicamente por abandonar la comitiva sin autorización ni dejarse prender. En consecuencia -concluía su carta-, yo debía limitarme a permitir que el Santo Oficio hiciera lo suyo y sólo brindar mi auxilio cuando me lo solicitasen.

La insolencia del inquisidor me puso los pelos de punta y, sin calcular el riesgo que implicaba para mi cargo y mi vida, respondí en el acto, sin las corteses mentiras de estilo. Dije que no podía consentir se metiera en mi jurisdicción porque aquí, en Lima, el representante de Su Majestad era yo. También le dije, con todas las letras, que en este caso era difícil separar lo esencial de lo generado por el amor propio. Le volví a clavar la espada pero hasta el mango (y se la revolví en las tripas), expresándole que era posible amar y respetar al Santo Oficio aunque no se acompañe a los ilustrísimos inquisidores desde el zaguán de su casa para un acto tan ordinario como la lectura de un edicto de fe. Y que me parecía una exageración calificar la conducta de los alcaldes como desacato, escándalo público, oposición y odio al Santo Oficio. Propuse remitir el asunto a Su Majestad.

El inquisidor tardó en contestar esta vez y evaluó cada palabra. Escribió que el caso de los alcaldes pertenecía al Santo Oficio (el muy perro tenía como norma no ceder nunca) y que si yo hubiese permitido el arresto de los alcaldes, todo ya se habría solucionado. Que gustosamente pondría la causa en mis manos, pero se lo impedían sus obligaciones.

Consulté con la Real Audiencia, naturalmente, y algunos oidores opinaron que no había razón para ceder. Fue entonces cuando tuve noticia de los cargos que los perros iban a levantar en mi contra, fabricando calumnias que llegarían oblicuamente a la Suprema de Sevilla. Decidí aflojar (contra mis convicciones y sentimientos), no vaya a ser que una estulticia de protocolo se convirtiese en mi irrefrenable desgracia. Sentí tanto asco que escribí al Rey: dije que estos venerables padres (me esforzaba por mantener las formas) eran muy celosos de su jurisdicción; tras las críticas de protocolo se escondía un celo en ascuas por el espacio de poder. No sólo compiten conmigo y toda la jurisdicción secular: también con la Iglesia. Me alivió enterarme poco después de que el arzobispo Lima pensaba igual. Escribió -¡el arzobispo, no yo!- que los inquisidores pretenden gozar de las mismas preeminencias que el virrey.

¡Menos mal que el arzobispo se llama Lobo Guerrero! No es un hombre que se acobarde. Pero uno de los inquisidores se llama Francisco Verdugo… ¿Qué ha pretendido Dios de mí al ponerme entre un Lobo Guerrero y un Verdugo? No debe ser simple casualidad.

72

Francisco volvió a instalarse en la celda vacía del convento dominico de Lima. Fray Manuel Montes lo acompañó, como de costumbre, entró primero y corroboró la ausencia de objetos. Ignoraba a las ratas.

– Dormirás aquí -dijo fríamente como si fuese la primera vez.

Las ratas saludaron con su precipitación de torrente.

A la madrugada pasó el hermano Martín. Los contornos de los árboles recién empezaban a mostrarse. No lo saludó, lo cual era extraño en él; algo grave ocurría. Francisco se deslizó hacia el hospital. Vio la botica abierta e inspiró sus fragancias. Volvió el hermano Martín a la carrera y tropezó con fray Manuel, quien avanzaba lentamente con paso rígido. Martín cayó de rodillas y le besó la mano. El fraile la retiró bruscamente. Martín le besó los pies y el fraile retrocedió.

– ¡No me toques!

– ¡Soy un mulato pecador! -dijo Martín a punto de quebrarse en un sollozo.

– ¿Qué has hecho?

– El prior Lucas se ha enojado porque traje un indio al hospital.

Fray Manuel permaneció callado, los ojos perdidos en lontananza. Después se curvó para que no lo alcanzaran los dedos implorantes del mulato y se escabulló a la capilla. Francisco se acercó a Martín, que yacía tendido boca abajo.

– ¿Puedo ayudarte?

– Gracias, hijo.

Le ofreció su mano.

– Gracias. Soy un pecador impenitente -rezongó-. Un pecador inmundo.

– ¿Qué ha pasado?

– Desobedecí. Eso ha pasado.

– ¿Al prior?

– Sí. Para salvar a un indio.

– No entiendo.

– Un indio cubierto de heridas y de llagas se desvaneció anoche frente a la puerta del convento. Corrí a levantarlo; estaba vivo, pero exhausto -movía nerviosamente los dedos-. Sólo gemía. Fui a pedir permiso al prior, que está enfermo también. Lo negó; me recordó que éste no es un hospital de indios -levantó un pliegue de su túnica y se secó la cara-. No pude dormir, me pareció entender que el Señor, a través de mis sueños, me ordenaba prestar ayuda a ese pobre infeliz. Fui a la puerta. Era la mitad de la noche y ahí estaba, tendido, cubierto de insectos. Las sombras me confundieron, porque a vi Nuestro Señor Jesucristo después de la crucifixión -ahogó el llanto-. Lo cargué sobre mi hombro. Era tan liviano… Lo llevé a mi celda, lo recosté, lo atendí. Pequé miserablemente.

– ¿Por qué pecaste?

– Desobedecí a mi prior. Introduje al indio y éste no es un lugar para indios. Hay un orden en el mundo.

– ¿Qué harás ahora?

– No sé.

– Estás en pecado.

– Sí. Fui a contarle al prior, como corresponde. Recién fui a contarle. Se enojó mucho. Y está muy enferme. El enojo le hará mal.

– ¿Por eso te arrojaste a los pies de fray Manuel?

Lo miró perplejo.

– Fray Manuel es un ministro de Dios -dijo, asombrado de que Francisco mezclara los temas.

– Pero él no sabía de tu desobediencia.

– Claro que no: se lo acabo de decir. Me arrojaría a sus pies porque edifica humillarse ante un ministro Dios. Francisco: ¡qué tonto eres!… Hubiera hecho lo mismo aunque no tuviera el problema del indio. Cada sacerdote me genera amor, devoción. Es un ministro del Todopoderoso y yo siento alegría arrojándome a sus plantas. ¿No te ocurre lo mismo?

Francisco no pudo responder. Lo llevó al hospital.

– ¿Quieres ayudarme? -su invitación era tan apagada y triste como su rostro.

– Sí.

– Lavaremos a los enfermos. Después les serviremos el desayuno.

Por todas partes hervían hierbas aromáticas. Las nubes de vapor medicinal se imponían a las vaharadas hediondas que emitían algunos pacientes. Recogieron las bacinas con excrementos y las lavaron. Algunos hombres dormitaban entre fiebres, otros se quejaban. Martín le cambió el vendaje a un mercader que había sido recientemente amputado por una gangrena. Después curó a un oficial del Santo Oficio apuñalado en el muslo por negro demente. Atendieron a un par de frailes desdentados, puro hueso, que trajeron de la jungla. Ya otro mercader con verrugas infectadas.

El hermano Martín estaba inusualmente sombrío, pero mencionaba a cada enfermo por su nombre, les acariciaba la frente y murmuraba plegarias, les acomodaba los jergones, atendía los reclamos. Después llamó a la servidumbre para que barriese los cuartos. También agarró una escoba. Se fijó si había agua en las jofainas, si repusieran las bacinas individuales y nuevas hierbas en los calderillos. Se secó la frente con la manga de su hábito.

– ¿Qué harás con el indio? -preguntó Francisco nuevamente.

– Vuelvo junto al prior. Le suplicaré una pena severísima, por desobedecerle, por comportarme como un mulato despreciable.

– ¿Y el indio?

– El indio… -caviló-. Desobedecí. Eso es pecado. Pero el indio… ¿Es acaso la caridad inferior a la obediencia? Se lo preguntaré de rodillas.

Marchó lentamente, cabizbajo. Siguió preguntándose cuál era la jerarquía de la caridad. Le quemaba saberlo.

El prior estaba muy débil para resolver enigmas. Le ordenó azotarse, ayunar y ponerse guijarros bajo la estera. Pero autorizó que el indio siguiese en el hospital, aunque recluido en la pequeña celda de Martín.

Martín se arrastró como un perro en torno al catre de fray Lucas para agradecerle su piedad y prometió aplicarse las penitencias.

73

La enfermedad del prior se había convertido en un problema agobiante del convento y de la orden dominica. Aunque se alimentaba y bebía copiosamente -los criados se ocupaban de prepararle guisados nutritivos y escogerle el agua fresca del amanecer-. Empeoraba de día en día. A su rápido decaimiento se añadió una acelerada pérdida de la vista.

Francisco se sentía incómodo. Rodaban espectros; todos tenían mal humor; en el refectorio se comía tensamente. A cada lado se efectuaban servicios religiosos extras; y cada uno debía sentirse culpable de la enfermedad. Francisco también. Por si no lo sabía, fray Manuel Montes se lo descerrajó de frente: debía hacer actos de contrición y liberarse de algo peligroso que habitaba en su sangre abyecta y que había empezado a crecer seguramente desde que reencontró a su padre en el Callao. Francisco se retorció los dedos y rezó mucho.

Nadie se atrevía a mencionar la complicación que ensombrecía el pronóstico. Los frailes debían azotarse para eliminar los pecados que descendían transformados en enfermedad sobre el estragado cuerpo del prior. Se realizaban procesiones nocturnas en torno al claustro bajo la trémula luz de los cirios. Se flagelaban en grupos. Los látigos giraban sobre las cabezas y golpeaban pesadamente en los hombros y espaldas hasta hacerlos sangrar. Las rogativas crecían de volumen hasta conmover el cielo. Algunos caían al piso enladrillado y lamían las gotas de sangre, emblema de la derramada por Cristo, hasta que las lenguas se convertían en otra fuente de hemorragia purificadora.

Francisco presenció uno de los solemnes ingresos del doctor Alfonso Cuevas, médico del virrey y la virreina. Fue su primer contacto con la alta medicina oficial. Tras el fracaso de los tratamientos que recomendaron varios físicos, cirujanos, herbolarios, especieros y ensalmadores, la orden dominica había decidido solicitar su concurso, previa autorización de Su Excelencia. El virrey Montesclaros accedió, por supuesto, y el facultativo empezó a asistirlo. Anunciaba su hora de arribo con antelación para que le preparasen buena luz y una muestra de orina en recipiente de cristal. Los frailes se excitaban, discutían sobre qué candelabros y qué recipientes, quién aguardaría al médico en la puerta de calle, quién en el primer patio, quién ante la celda de fray Lucas y quién dentro de la celda para escuchar sus palabras. El convento se alborotaba desde que anunciaban su visita. Martín corría con la escoba y sus criados ayudantes para limpiar otra vez el cuarto que ya había sido limpiado.

El doctor Cuevas llegaba en su carroza, como era habitual, un criado le abría la portezuela y otro le ayudaba a descender. Parecía la recepción a un agasajo. Vestía calzón de paño negro a media pierna y zapatos con gruesas hebillas de bronce. De un chaleco de terciopelo pendía una cadena de plata con sellos relucientes. Se quitaba la capa y el alto sombrero, que recogía un fraile con tres reverencias. Atravesaba el claustro como un ángel de la victoria. Francisco corrió tras los frailes y, a través de hombros y cabezas, pudo atrapar fragmentos de su embriagadora visita.

El doctor, tras examinar aspecto y olor del paciente, estudió su orina y se dispuso a formular su impresión. Esta vez -señaló con el ceño nublado- reconocía que fray Lucas Albarracín estaba decididamente grave.

Los sacerdotes rumorearon alarma, congoja. Martín se mordió los labios y oprimió el brazo de Francisco un par de veces. Según la Articella de Galeno, el Canon de Avicena y las opiniones de Pablo de Egina -agregó el facultativo-, Lucas Albarracín acumulaba síntomas que existían más oraciones que sangrías (indirecta alusión al mal pronóstico). Dijo que se habían acumulado cinco trastornos que empezaban con la letra «pe»: Tenía una «pentape». Levantó su delgado bastón y señaló partes del cuerpo yacente. Enumeró y tradujo para su audiencia: prurito (picazón), poliura pálida (meadas frecuentes e incoloras), polidipsia (sed), pérdida de peso (eso lo entienden), polifagia (hambre exagerada). Además, ha desaparecido el pulso que late sobre el pie. Hizo otra pausa y se dispuso a clarificar el valor de las amenazas en la clínica. Para ello citó a Hipócrates, Alberto Magno y Duns Scoto. Debía proveerse calor a la pierna. Si el pulso no retornaba en un tiempo prudencial, habría que tomar medidas heroicas. Explicó entonces, con renovadas citas de los clásicos (pero incluyendo esta vez una parrafada del gran cirujano Albucasis), que las medidas heroicas tenían muchas veces el premio de una satisfactoria curación. No dijo aún cuál sería la medida heroica. Extrajo su perfumado pañuelo, rozó elegantemente su boca y su nariz e indicó el régimen alimenticio: tisanas, verduras y caldo de gallina.

Recuperó su sombrero y su copa. Caminó por entre el enjambre de sacerdotes hacia la puerta con más apostura que al llegar. Parecía un general romano después del triunfo. Los frailes sonreían contentos y reiteraban sus gracias al Señor. No hicieron preguntas, porque significaría insolencia. En cambio rebotaba el vocablo esperanzado «curará», «curará». Con semejante doctor el Demonio se retorcía como una cucaracha en el brasero.

Francisco también sintió alivio. Cuevas tenía habilidad para apaciguar el entorno, aunque la salud del enfermo no acusara modificación. Poco después Cuevas ordenaría la medida heroica y Francisco tendría acceso a la ferocidad de un acto quirúrgico en la Ciudad de los Reyes, a metros de la Universidad de San Marcos, en este mismo antiguo convento de Lima.

74

No olvidaré -se regodeaba el elegante marqués de Montesclaros- la pulseada que tuve con los inquisidores Verdugo y Gaitán con motivo del último Auto de Fe.

Los recursos del Tribunal y de los reos eran escasos para desplegar la pompa que tanto les gusta. Entre los reos había miserables de variada naturaleza y unos pocos valiosos; recuerdo a un médico portugués que arrestaron en la lejana Córdoba, apoyado sobre muletas y que, a pedido mío, fue enviado después de la reconciliación a trabajar en el hospital del Callao para aliviar nuestra crónica carencia de facultativos. Los inquisidores decidieron efectuar el Auto de Fe en la catedral. Me opuse y ordené que se realizara con el mismo ceremonial del inmediato anterior. Yo sabía que, al elegir la catedral, pretendían obtener por lo menos otra ganancia a cambio, esta vez a costas del pobre Lobo Guerrero. Dije: no les daré el gusto. Los inquisidores, simulando hipócritamente buena disposición, trataron de torcer mi voluntad. Propusieron, los muy viles, que si yo me sentía incómodo en la catedral, que no me molestase en concurrir… Mi mirada llena de cinabrio cerró la entrevista. Entonces llamaron a mi confesor y le exigieron que me persuadiera. ¡Son increíbles!

Claro. Los Autos de Fe implican un acontecimiento que combina miedo y diversión. El pueblo es convocado mediante pregones y las personalidades con invitaciones especiales. Pero antes de comenzar, las autoridades civiles y eclesiásticas, ¡deben ir en busca de los inquisidores! (aquí empieza la pública genuflexión que tanto aman), para después marchar en procesión hacia la plaza Mayor. Primero camina el virrey junto a los inquisidores (segunda genuflexión: significa que su poder se homologa al mío). Delante va el estandarte de la fe, llevado ¿por quién?: el fiscal del Santo Oficio (tercera genuflexión). Siguen la Audiencia, los Cabildos, la Universidad. Una vez llegados a la plaza escalamos solemnemente el tablado donde también se sigue un riguroso protocolo. El virrey y los inquisidores se sientan juntos en la grada más alta bajo un dosel, igualándose nuevamente al representante de Su Majestad con ellos (cuarta genuflexión). A los lados y delante se distribuyen las demás autoridades, con la misma secuencia que en la procesión. En las gradas inferiores los religiosos de las órdenes; es decir, muy por debajo de los inquisidores y demás funcionarios del Santo Oficio (quinta genuflexión). Enfrente del tablado oficial se sitúa a los penitentes, hasta donde llega una pasarela que ocupan los reos de uno en uno cuando se da lectura a las sentencias. En torno se distribuyen las gradas para el resto de la multitudinaria concurrencia.

Cuando me explicaron este ceremonial por primera vez y concurrí a uno de ellos en España, estaba lejos de sospechar cuántos conflictos de preferencia y etiqueta pican como ronchas a cada funcionario: se desesperan por ganar un centímetro de ventaja. Esto ocurre en Madrid, México, Lima o cualquier otra parte donde se celebre un Auto de Fe. Algunas pretensiones tocan el cielo de ridículas.

Todos mis antecesores padecieron la insolencia de los inquisidores y éstos siempre se han quejado de que los virreyes les querían socavar la autoridad. Los puntos más sensibles se reiteran en polémicas salvajes. ¿Cuáles son esos estúpidos puntos que nadie quiere ceder? Recuerdo algunos: el lugar que debe ocupar el virrey: si a la derecha, al medio o a la izquierda de los inquisidores; las almohadas que puede usar el virrey y no los inquisidores o las almohadas que los inquisidores desean homologar con el virrey… Cada una de estas idioteces se defiende con cañones. Yo mismo, advirtiendo la enorme estulticia, no puedo dejar de pelear como una fiera.

Domina la puja desorbitada. Y un horror -también desorbitado- a perder cada oportunidad, como si fuese la única o la última. Para ser ecuánime, debo reconocer que esta locura me atenaza con igual fuerza que a los inquisidores. Les aventajo sólo porque en mi alma predomina la miel sobre la hiel y el amor a la vida sobre la obsesión de la muerte. No tengo vocación de santo.

¿Quién no recuerda el desaire que les hizo a los inquisidores mi esclarecido antecesor, el conde de Villar? Ese hombre era un virrey-genio. Supongo que después de aquel desaire los funcionarios del Santo Oficio no se pudieron dormir por años sin antes rogar que su alma sea despedazada con carbones y molida con mierda en las cuevas del infierno. Días antes de aquel memorable Auto de Fe, el Santo Oficio mandó pregonar que nadie, excepto las personas principales, llevaran armas ese día (para poder diferenciarse mejor del populacho). Villar, enterado de la retorcida sutileza, decidió aprovecharla para desacreditarlos. Pretextando una latente insurrección de negros, ordenó movilización general: que los fieles concurriesen armados. Los inquisidores volaron a pedirle que se retractase y llegaron a expresar frontalmente que esta medida agraviaba al Santo Oficio. El conde de Villar no accedió, por supuesto. Los inquisidores tampoco: mandaron repetir su pregón y agregaron que ninguna persona anduviese a caballo durante la ceremonia (para diferenciarse también con esto, porque ellos irían montados). El virrey protestó, pero ahora los inquisidores se hicieron los sordos. Cuando llegó el día del Auto, ¿qué hizo el conde de Villar? Se presentó junto con su hijo a caballo, se adelantó a los inquisidores (los dejó atrás, los abandonó) y subió al tablado solo, sin aguardar su acompañamiento. Hizo algo peor aún: en lugar de ubicarse en el sitial previsto y compartirlo con los inquisidores, se sentó en un aparte. Dijo que estaba allí como representante del Papa, no como virrey. Les cambió el libreto. Los inquisidores le suplicaron que se aviniese al protocolo, que no los ofendiera públicamente. Contestó que no era su ánimo ofender, sino manifestar que los respetaba y amaba. ¡Era un genio, indudablemente! Apenas empezó el sermón ocurrió lo que ni siquiera un adivino podía imaginar: se levantó y abandonó el acto. Para que no lo castigase la Suprema de Sevilla, el conde suministró las debidas excusas: dijo que estaba enfermo, que permaneció en el acto cuanto pudo y que, a punto de perder el conocimiento, se tuvo que retirar.

Este magnífico virrey inspiró mi comportamiento en el Auto de Fe que ahora evoco. Me opuse a que lo hicieran en la catedral con la misma firmeza que él hubiera tenido, y exigí que repitiesen el ceremonial del anterior, que no les había resultado tan oneroso. Solicitaron ayuda económica, los desvergonzados. Les demostré (con artilugios) que estaba más pobre que ellos. En fin, irritados a más no poder, amenazaron con suspender el Auto. Está bien -dije-, que lo suspendan.

Avanzaba el día. La gente se había volcado a la calle. Los reos estaban listos, con sus corozas, sambenitos y cirios verdes. Se sucedían las idas y venidas de funcionarios entre mi palacio y el de la Inquisición. Conseguí doblegarlos (¡gracias, conde de Villar, que me ayudaste desde el otro mundo!). Recién al mediodía se puso en marcha la comitiva hacia el Tribunal. Antes, ya habían hecho desfilar a los reos ante las puertas del palacio para que mi mujer los pudiese ver desde la celosía de una ventana. El espectáculo no es demasiado frecuente. La ceremonia se cumplió de acuerdo a mi voluntad. Gaitán y Verdugo trituraron sus muelas. En el tablado sólo yo gocé de almohadas a los pies. Se lo tenían merecido. Fue un enérgico tirón de orejas.

Pero no les hizo gran efecto. Mis espías pudieron leer la carta tempestuosa que escribieron a la Suprema de Sevilla. Dijeron que no pudieron dilatar más la celebración del Auto de Fe porque los relajados tenían mala salud, y que se podían morir antes de la ejecución, con lo que el Auto de Fe perdía su fuerza aleccionadora. Tampoco podían romper conmigo. Escribieron que soy colérico y tenaz (¡no les pude agradecer el elogio!) y su enfrentamiento, de seguir, podía derivar en disturbio y escándalo. Dijeron que las cosas iban mal en el Virreinato por mi culpa. Que había que poner remedio urgente porque mi brazo acá es poderoso y la Suprema, aunque más poderosa que yo, estaba lejos.

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Fray Manuel Montes -recordó Francisco- había anunciado su decisión de gestionar mi admisión a la Universidad de San Marcos. La voz monocorde y apagada no entró en detalles. Era la misma voz que en el confesionario, mediante esporádicas puñaladas, me extraía el tuétano de los pecados y lograba hacerme expresar una desesperada adhesión a la religión verdadera. El temor de no ser aceptado en San Marcos incrementaba mis esfuerzos por agradar. Pero nunca podía enterarme, por su expresión de ultratumba, si había tenido éxito. Sospeché que habló con el rector de San Marcos y el Real Tribunal del Protomedicato. Así como la Universidad se encargaba de la enseñanza, el Protomedicato era responsable del control profesional: perseguía a los charlatanes, reconocía títulos, vigilaba el funcionamiento de los hospitales.

Fray Manuel me notificó que debía presentarme a clase. Lo dijo con la misma indiferencia de siempre. Alternaría entre Lima y el Callao: seguiría los cursos en Lima y podría entrenarme en el hospital del Callao junto a mi padre; en Lima pernoctaría en el convento. Me conmovió la generosidad escondida tras su apariencia de cadáver. Sentí gratitud e imité a Martín: caí de rodillas y tomé su mano para besarla. Su piel era fría y blanduzca como la de un reptil. La retiró espantado.

– ¡No me toques! -reprochó.

– Quiero expresarle mi felicidad.

– Reza, entonces.

Se limpió en el hábito la mano que rocé.

Fui a la Universidad con excitación. Se abría un mundo deslumbrante. Existía una biblioteca grandiosa con todos los libros que conocí en Ibatín y Córdoba y muchísimos cuya existencia ni sospechaba. Por sus claustros circulaban eruditos en ciencia natural, filosofía, álgebra, dibujo, historia, teología, gramática. Flotaban los espíritus de Aristóteles, Guy de Chauliac, Tomás de Aquino, Avenzoar. Y existían remembranzas de las viejas Universidades de Bolonia, Padua y Montpellier. Referencias salpicadas unían a esta casa de estudios con las famosas escuelas médicas de Salemo, Salamanca, Córdoba, Valladolid, Alcalá de Henares y Toledo. Desde la cátedra se leían durante hora y media los textos luminosos que, de cuando en cuando, el profesor glosaba con elegancia. Algunos nombres sonaron familiares y yo me exaltaba: Plinio, Dioscórides, Galeno, Avicena, Maimónides, Abulcasis, Herófilo.

Supe que Abulcasis, el cirujano más grande de España, también fue cordobés de nacimiento, y reunió sus experiencias en una enciclopedia de treinta libros que pronto fue traducida del árabe al griego y latín. Me encandiló el reencuentro con Plinio, de quien sólo había captado sus narraciones fantásticas; era más que eso: era un empíreo de sabiduría. El pensamiento saltaba por encima de las barreras: los egregios padres y santos de la Iglesia alternaban con las ideas de moros, judíos y paganos.

A las clases no sólo asistían estudiantes, sino doctores, licenciados, bachilleres, clérigos y nobles. La lectura de los grandes textos constituía un acontecimiento solemne. En religioso silencio escuchábamos las frases que goteaban el oro de la verdad.

76

Es odioso reconocerlo -pensaba el iracundo inquisidor Andrés Juan Gaitán-, pero negarlo sería mentir. Los obispos del Virreinato no tienen simpatía por el Santo Oficio. Desde el comienzo nuestras relaciones fueron tensas. Y no por culpa del Santo Oficio, que llegó a estas tierras salvajes para poner orden en las costumbres disolutas y defender la fe.

El Señor, que lee en el interior de las almas, sabe que pienso con justicia al indignarme con el primer arzobispo de Lima, Jerónimo de Loaysa, porque no nos acogió amorosamente. Publicó un edicto nombrándose inquisidor ordinario. Quería retrotraer la sagrada guerra por la fe a los tiempos primitivos en los que aún no se había creado el Tribunal del Santo Oficio y eran ellos, los prelados, quienes se encargaban de perseguir las herejías. Con ese gesto evidenció que competía con nosotros y deseaba marginarnos.

Tampoco perdonaré a otro obispo, el del Cuzco, Sebastián de Lartaun, quien manifestó públicamente que le pertenecían los asuntos del Santo Oficio… Me hubiera gustado ponerle una antorcha en la lengua. Fue tan injusto y provocador que prendió a un comisario y lo afrentó encerrándolo engrillado en una mazmorra.

Ocurre que los obispos estaban acostumbrados a que todos los asuntos fueran de su jurisdicción y el Santo Oficio les cercena una cuota de poder. En algunos casos nos peleamos (lo reconozco horrorizado) como mercaderes por un cliente. ¡Qué indigno!

El hueso más duro de pelar es la competencia por nuestros propios funcionarios. ¡Quisiera descuartizar a los obispos que nos disputan incluso este campo! ¡Deberían arder como los marranos! ¿Puede haber algo más injusto y perjudicial? El Santo Oficio, para cumplir su sagrada misión, necesita colaboradores sacrificados y eficientes. Entre los más notables, por su distribución estratégica, están los comisarios. Conforman el brazo largo que puede atrapar en lugares inverosímiles a esos excrementos del demonio que son los herejes. Pero resulta que los comisarios, por su delicada función, deben ser clérigos y, en consecuencia, sujetos también al obispo. Pero ni el obispo ni su tribunal ordinario quieren entender que, desde el momento en que un clérigo pasa a integrar el Santo Oficio (tribunal extraordinario), queda incorporado a una legión superior. La legión superior, el Santo Oficio, tiene sobrados instrumentos para controlar, juzgar y castigar sus faltas, sin el concurso del nivel inferior. Pero no. Desconfían y perturban. Aprovechan cualquier error y artilugio para menoscabar nuestra autoridad.

Como si no fuera suficiente la antipatía de los obispos, también sufrimos la de las órdenes religiosas… Muchas veces hemos tenido que encomendar ciertas tareas a los miembros de las órdenes; lo hacemos para salvaguardar la religión verdadera. ¿Y qué dicen sus superiores? Que encomendamos las tareas sin consultados, y por ende, producimos escándalo y alboroto. Pero ¿cómo los vamos a consultar si las misiones, para ser eficientes, necesitan permanecer en secreto?

Las injurias no tienen límite. De ahí que muchas veces procedamos con violencia. Es el único lenguaje que atraviesa su sordera tenaz. El Santo Oficio es la mejor arma de Nuestro Señor Jesucristo y no vamos a permitir que se la ignore, margine y estropee. Por el contrario, redoblaremos nuestro celo y combatividad.

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¿Era mi padre otra vez un sincero cristiano? ¿Había abandonado definitivamente sus prácticas judaizantes? ¿Aceptaba vestir el sambenito como una merecida sanción? En mis plegarias rogaba que así fuera. Sufrió demasiado. Necesitaba paz. Asistía a misa en ayunas para recibir en mejores condiciones la comunión. En la iglesia se arrodillaba, persignaba y permanecía aislado. Su sambenito facilitaba el aislamiento porque los demás fieles se apartaban de él, como si hediera. Era un réprobo que se consumía lentamente. Quizá en las alturas recibían con dulce sonrisa su dolor, pero en la tierra incrementaba el desprecio de los soldados de Roma soltaron carcajadas cuando Jesucristo cayó bajo el peso de la cruz y los parroquianos del Callao hubieran reído en pleno ofertorio si a mi padre le hubiese caído una viga sobre la nuca.

También asistía a las procesiones. No llevaba las andas (se lo hubiesen prohibido) ni se acercaba a las sagradas imágenes para evitar los empellones de rechazo. Se instalaba en la periferia de la multitud, aislado siempre, y movía los labios. Los familiares del Santo Oficio que desde escondidos ángulos se encargaban de su vigilancia no podrían formular críticas a su conducta.

Pasaba casi todo el día en el hospital. No lo cansaba examinar pacientes, controlar sus medicinas, cambiar vendajes, consolar desesperados, anotar observaciones clínicas. Sus enfermos eran los únicos que lo recibían con amabilidad. El sambenito no los disponía mal, lo tomaban como la ropa del doctor. Su presencia no era un eructo del demonio, sino esperanza de salud. Muchas veces se sentaba junto a un enfermo grave y lo acompañaba en sus oraciones.

Le debo gran parte de mi formación médica. Lo acompañé y asistí en sus recorridas incesantes. Gustaba repetir un aforismo de Hipócrates que nadie acata: Hipócrates exigía usar los propios ojos, cosa que no ocurre casi. Y me daba un ejemplo tragicómico. Aristóteles sostuvo (vaya uno a saber por qué) que las mujeres tenían menos dientes que los varones. La Biblia, por su lado, nos cuenta que Adán perdió una costilla cuando el Señor creó a Eva. En consecuencia, las mujeres tienen menos dientes según Aristóteles y los varones menos costillas según la Biblia. A partir de este seudodogma surgieron discursos elegantes sobre la sublime compensación de dientes por costillas… A nadie se le ocurrió contar las costillas y los dientes de varios hombres y mujeres sanos. Si lo hubieran hecho sabrían que el defecto de Adán no es hereditario y que la boca examinada por Aristóteles no ha sido la de una mujer intacta.

Conversando sobre el mismo tema, dijo mi padre que al hechicero nunca se le ocurre que una herida cure sola. Supone que debe mediar el tratamiento y, cuando las cosas marchan mal, debe encontrar al enemigo responsable: un espíritu u otro hechicero. Quienes leen correctamente a Hipócrates y observan con atención, en cambio, se enteran de que muchas heridas, para curar más rápido, sólo necesitan que se las deje en paz. Esto se aprende en la clínica.

Mucho más adelante me habló del juramento hipocrático. No sospeché a dónde quería llegar. Era el más antiguo, dijo, el que impone dignidad a nuestra profesión. Pero no es el más correcto. Existe otro que él prefería y recitaba de cuando en cuando. Me aseguró que conmueve, que despierta, que dispone a emprender la tarea diaria con fuerza y lucidez. Hizo un silencio largo. Necesitaba prepararme. Pregunté a cuál juramento u oración se refería. Alzó sus profundos ojos negros, repentinamente agrandados y dijo con solemnidad:

– Maimónides [27].

Si pretendió estremecerme, lo logró. Aunque hablábamos de medicina, elípticamente puso entre nosotros a un judío. Aunque no se trataba de religión, sino de ciencia.

Esa noche buscó unas hojas manuscritas en latín. Eran la famosa oración. En lugar del nombre Maimónides -que podía suscitar inconvenientes-, decía Doctor fidelis, Gloria orientis et lux occidentis.

Mientras yo lo leía, mi padre no retiró su mirada de mi cabeza.

78

Caminaron por la orilla del mar, alejándose del Callao y su ruidoso puerto. Ambos querían desprenderse de la vigilancia ubicua que los aherrojaba día y noche. En el hospital no podían hablar porque un barbero, el boticario, un fraile, un sirviente, podrían malinterpretarlos y pronunciar la frase que operaría como relación. Se pondría entonces en movimiento la maquinaria que rueda hacia un funcionario del Santo Oficio. La delación es una virtud; y don Diego era un penitenciado, un sospechoso vitalicio; como dice el refrán: «Quien peca una vez, peca dos.» El Tribunal apreciaría a quien se acercase para contar que dijo esto o aquello. Su vivienda tampoco era segura: en las casas de los penitenciados se instalaban orejas invisibles de gran poder. En la cárcel muchos reos decían haberlas logrado identificar.

Francisco conocía la playa: aquí había venido antes de reencontrarse con su padre; había necesitado hacerle una reverencia al océano e impregnarse de eternidad antes de poner a prueba su fortaleza espiritual.

Las olas se estiraban como lenguas. Dibujaban una línea ondulada, inestable. ¿Eran otro alfabeto de Dios? Quizá ese trazo móvil era el relato maravilloso de otra vida tan compleja como la que se desarrolla sobre la tierra. ¿No sería la inconmensurable loza azul de superficie marina el cielo de otra humanidad que respira agua y recibe el hundimiento de los barcos como blandas caídas de meteoritos?

Diego Núñez da Silva caminaba con esfuerzo. Sus pies habían quedado dañados definitivamente.

Llegaron hasta los acantilados: una muralla de rocas y canela construida por las olas en milenios. Don Diego se quitó el sambenito y lo enrolló prolijamente hasta convertirlo en un cilindro delgado. Lo afirmó bajo la axila. Desprovisto de esa prenda humillante, a Francisco le pareció más alto. El lejano Callao se convirtió en una cresta que, por momentos, desaparecía tras las anfractuosidades. Estaban libres. Sólo se oía el rodar de las aguas y los chillidos de las gaviotas. El cielo eternamente encapotado era una gruesa lámina de cinc. El viento le abrió la camisa a don Diego que disfrutó el amistoso masaje en torno al cuello. También le abrió tules íntimos. Pudo hablar de su miedo al dolor físico. Nadie lo escuchaba, sino Dios, Francisco y la naturaleza.

– Desde niño me ha aterrado el dolor, ¿sabes, Francisco? Crecí escondiéndome en sótanos y tejados cuando asaltaban el barrio judío de Lisboa; sufría palizas en la Universidad; presencié un Auto de Fe; envolví mi cabeza con mantas para no escuchar el clamor de quienes eran quemados vivos.

Disminuyó la marcha; los recuerdos agitaron su respiración; inspiró varias veces por la boca y, sonriéndole apenas a Francisco, se impuso concluir el dramático panorama.

– Apenas pude sostener a mi amigo López de Lisboa cuando ejecutaron a sus padres. ¿Había consuelo? Estudié medicina para matar el dolor en los otros, con la secreta ilusión de que así eliminaría el mío, tan agudo. Fue entonces -se desvió hacia la medicina, necesitaba oxígeno- cuando descubrí a Ambrosio Paré. ¿Sabes quién fue ese cirujano genial?

Francisco negó con la cabeza.

Le contó sobre la habilidad de Paré para ligar los vasos sangrantes en vez de cauterizarlos bárbaramente con una antorcha o el hierro al rojo. El enfermo, además de sufrir la herida -explicó-, debía aguantar las quemaduras del tratamiento. Eso no tenía lógica.

– Yo mismo no tenía conciencia del monto de pavura que me producía el dolor -insistió sin empacho.

Recordó el instante en que los inquisidores ordenaron enviarlo a la cámara de torturas. Era su primera referencia frontal sobre el tema. Francisco se tensó. Don Diego, como si hubiera logrado atravesar el muro que le impedía expresarse, siguió narrando mientras caminaban.

– Hasta ese momento, en la prisión había mantenido una relativa serenidad. Pero cuando empezaron a sugerirme la tortura imaginé golpes, quemaduras, retortijones, calambres y puntadas. Transpiré, se me nublaba la vista. Los inquisidores exigían nombres, delaciones. No bastaba arrepentirse, volver a ser un buen cristiano y cargar para siempre el estigma de una falta; debía aportar, como ofrenda insoslayable, el nombre de otros judaizantes. La Inquisición no cumple su sagrada misión limitándose a enmendar a los extraviados: tiene que aprovechar cada extraviado para atrapar muchos más. Así depura la fe.

El majestuoso paisaje contrastaba con la lúgubre evocación. Era un marco demasiado bello para una pintura demasiado oprimente. Rememoró la noche atroz.

– Me revolcaba en la celda como un niño. Gemía, temblaba. Nunca había descendido a tanta indignidad. Esperaba que vinieran a buscarme. Cada ruido me sobresaltaba. Me quebré estas uñas arañando los muros. Tiritaba de frío. ¡Ah, qué espantoso! A la madrugada sonaron las trancas metálicas; era el sonido que aguardaba minuto tras minuto. Los esbirros me palparon el sayal: como si hubieran visto cuando me oriné y vomité encima. Me entregaron otro. Yo no tenía fuerzas ni para preguntar. Dejé que me arrastrasen por los pasillos siniestros hasta una cámara vasta, iluminada por antorchas. El resplandor sacaba brillo a extraños aparatos. A la vera de cada uno había una mesa y una silla. Eran escritorios donde un notario de la Inquisición tomaba nota de cada palabra que se pronunciase. El acto cruel estaba revestido de minuciosa legalidad y obedecía a una secuencia pautada. Todo perfectamente organizado. Los funcionarios procedían de acuerdo a normas.

Francisco le aferró el antebrazo para transmitirle su aflicción y, al mismo tiempo, alentarle a continuar hablando: debía sacarse esos bloques de oprobio. Don Diego le devolvió la viril caricia.

– La luz reverberaba en el sudor de los verdugos -evocó cabizbajo-. Los cuerpos de los pecadores se retorcían como lagartijas. Había orden: un notario, un verdugo y algunos ayudantes para cada reo. Oí aullidos entre las sombras. Y entre los aullidos y el pánico se filtraba una voz imperiosa reclamando a las víctimas que hablen, que hablen, que hablen; si no lo hacían aumentaba la intensidad. Decía «intensidad» a secas. Pero se refería a la intensidad del feroz descoyuntamiento, de los vergazos, del suplicio del agua, de las mancuernas con púas.

– Yo tenía los ojos velados por el terror y sólo captaba parcialidades, sólo las captaba -decía- porque aún no se dedicaban a mí, aunque me dejaban ver y oír para ablandarme. Unos hombres destrozaban a otros con parsimonia.

Se detuvo nuevamente para inhalar bocanadas de aire. Francisco lo miraba como a un prodigio sobrecogedor: la misma cara que en Ibatín narró historias edificantes, aquí desovillaba una descripción del infierno.

– De súbito percibí una seña -continuó-. Se me heló la sangre. Rogué y caí de rodillas. Con diabólico entusiasmo me quitaron el sayal. Mi desnudez y vergüenza aumentaron mi parálisis. Me tendieron sobre un tablón. Alguien me tomó el pulso, me tocó la frente mojada. Era el médico. La Inquisición usa médicos para controlar las torturas. Lo miré intensamente y en mi mirada corría la súplica al colega, al esculapio que estudió a Hipócrates e hizo suyo el mandato de Primun non noscere. Pero este médico cumplía la tarea que le habían encargado y no se impresionaba por mi castañeteo, ni mi taquicardia, ni mi vasoconstricción. Dijo con indiferencia: «Pueden empezar.» Me habían instalado en el potro de descoyuntamiento. Ataron mis muñecas y tobillos a cuerdas que se conectaban a un timón. El notario, un fraile dominico, untó la pluma en el tintero y aguardó los nombres que yo debía aportar. El verdugo empuñó el timón y lo hizo girar. Sentí el tironeo asesino. Aullé: me arrancaron los brazos y hacharon las ingles. Se detuvo la tracción, pero sin ceder. Los tendones del pecho eran brasas. Que diga los nombres. No pude hablar. Otra vuelta de timón y me desmayé.

»En el calabozo fui atendido por un barbero, quien me aplicó paños húmedos en las articulaciones desgarradas y me practicó una sangría. Se me formaron vastos hematomas. La Inquisición era paciente y aguardó a que me recuperase para seguir con otros tormentos.

»Supuse que me someterían a la garrucha -continuó don Diego-; era peor que el potro. Atan los brazos a la espalda y enganchan las muñecas a una polea; de la ligadura en las muñecas izan todo el cuerpo en esa forma antinatural. Los hombros se tuercen y sus tendones se van cortando de uno en uno con rapidez. Si la contextura física es resistente, cargan pesas a los tobillos. Y si aun así el reo continúa pertinaz, lo dejan caer de golpe. Calculé que no saldría vivo de esta prueba. El verdugo, sin embargo, había preparado otro tormento. Me acostaron sobre el nefando tablón, me ataron las extremidades y el cuello con ásperas correas y metieron un embudo en mi boca que me produjo arcadas; rellenaron su alrededor: con trapos. Aumentaron las arcadas. Ni podía respirar. Pero eso era principio. El notario untó su pluma y aguardó. Era excepcional que alguien no se persuadiera de confesar en estas condiciones. Al método lo llamaban cariñosamente «cantar en el ansia». El verdugo empezó a vaciar un barril de agua en el embudo. Yo tragaba, me ahogaba, tosía, tragaba de nuevo, sentía que por fin llegaba la muerte. El médico ordenó interrumpir la prueba. Sacó la larga tela, me puso boca abajo y golpeó brutalmente mi espalda. La consecuente congestión pulmonar duró semanas. Traté de conseguir un veneno para suicidarme. No sé, Francisco -sus conjuntivas estaban rojas- cómo te digo esto sin rodeos. No sé.

Francisco volvió a oprimirle el antebrazo.

– Llegó el día del oprobio, hijo mío -levantó la cabeza hacia el colchón de nubes como si pidiera a Dios que también lo escuchara-. Tirité toda la noche. No existía la clemencia. Yo era una oveja en el matadero. A madrugada los esbirros hicieron sonar las trancas y me ofrecieron el sayal limpio: había vuelto a orinar y vomitarme encima. ¿Qué me esperaba ahora? ¿El cepo y los vergazos? ¿Las mancuernas? ¿Cilicios? ¿Más potro, más garrucha, más suplicio del agua? Me tendieron sobre otra mesa. Me ataron las extremidades en cruz: abiertos los brazos y juntas la piernas. Así mataron a Jesucristo, pensó, sólo que a Él lo pusieron vertical y a mí me mantienen acostado. Los pies sobresalían en el aire; aún no entendía para qué. El dominico untó la pluma y reiteró que esperaba los nombres. En mi cabeza revoloteaban los nombres de personas que no podía entregar. Quería espantarlos para que no se enganchasen a mi campanilla y afloraran a mi lengua. Terrible. Mencionarlos era condenarlos para siempre. Pensé en animales. Decía puma, víbora, pájaro, mirlo, gallina, vicuña, cordero, para que no dejasen espacio al nombre de una futura víctima. Pero me aterré: un hombre de Potosí se llamaba Cordero y quizá ni era cristiano nuevo. Cometería un crimen. Entonces empecé a llamar con exasperación a los grandes ya fallecidos: Celso, Pitágoras, Herófilo, Ptolomeo, Virgilio, Demóstenes, Filón, Marco Aurelio, Zenón, Vesalio, Euclides, Horacio. Mientras fluía ese torrente, el dominico acercó la oreja para atrapar la valiosa declaración… Me engrasaron pies con manteca de cerdo. Después instalaron por debajo, casi tocándome los talones, un brasero desbordante. El calor, incrementado por la manteca, atravesó mi piel. Intenté recoger las piernas, pero no pude. Ésta era la tortura que me haría hablar: lenta, penetrante, insoportable.

»-Los nombres -reclamaba el inquisidor.

»-Plinio, Suetonio, Lucanor, Eurípides -contestaba desesperado. El verdugo apantallaba las brasas. La manteca encandecía los pies y goteaba ruidosamente.

»-Los nombres.

»-David, Mateo, Salomón, Lucas, Juan, Marcos, San Agustín, San Pablo -y acudieron a mi mente desequilibrada los animales que prefería evitar: hormiga, rata, sapo, luciérnaga, perdiz, quirquincho.

»-Los nombres…

»El dolor me atravesaba el hueso. La quemadura lenta era peor que el potro, la garrucha, el cepo y el agua. «Has caminado el sendero del pecado», dijo un fraile. «Si no hablas, no podrás caminar siquiera el de la virtud.» Me desmayé y me concedieron varias semanas para curarme. La Inquisición tiene tiempo: es hija dilecta de la Iglesia y participa de su inmortalidad. Pero la curación no fue satisfactoria. El fuego produjo lesiones irreversibles. Ya ves: camino igual que un pato -estiró los índices hacia sus botas-. Mientras aplicaban ungüentos en contra de mi voluntad pues, como ya te dije, creo en la regeneración espontánea de los tejidos, me siguieron insistiendo en la obligación de aportar el nombre de otros judaizantes. Yo tenía una esperanza inconfesable: mis heridas se infectarán, contraeré gangrena y entonces terminará el suplicio. No esperaba el golpe artero que cambiaría ese rumbo.

Don Diego desenrolló el sambenito y lo tendió como una alfombra sobre la arena. Se sentó con las piernas recogidas. Francisco lo imitó. Tras una pausa, entró en el cubo más doloroso de sus recuerdos.

– Me visitó mi abogado defensor, que es un funcionario del Santo Oficio cuya tarea consiste en convencer a los prisioneros de que sólo existe un camino para recuperar la libertad: someterse. Hasta ese momento pude evitar que mis labios me traicionaran. Pese al terror y al desamparo, no mencioné los rostros que acudían a mis sueños y duermevela: Gaspar Chávez, José Ignacio Sevilla, Diego López de Lisboa, Juan José Brizuela. El abogado me informó que Brizuela ya había sido arrestado en Chile y se comportó con más virtud: reveló nombres. Y uno de esos nombres era Diego, mi hijo mayor. Te aseguro, Francisco, que nunca sentí un golpe más atroz. Quedé atontado.

Contrajo el rostro y sacudió la espalda doblada. Francisco se levantó, se quitó la capa y rodeó con ella los hombros anchos de su padre. ¡Cómo quería a este hombre! ¡Cuánto le dolía verlo sufrir! Su padre le agradeció con unas palmaditas en la mano, después se frotó rudamente las órbitas mojadas.

– En la siguiente sesión fui acostado nuevamente para el suplicio del fuego -prosiguió en voz muy baja, casi inaudible-. La manteca en los pies me produjo una convulsión, Francisco. Enloquecía. El inquisidor fue preciso esta vez.

»-Tu hijo Diego ha judaizado; lo sabemos. Testifícalo -susurró a mi oreja.

»-¡Es un pobre retrasado mental! -gemí-. Es un inocente.

»-¿Ha judaizado?

»-Ni sabe qué es judaizar, es un tonto -seguí mintiendo; en ese instante no se me ocurría otro recurso.

»-¿Ha judaizado? Testifica esto con un sí -su boca enrojecía mi oreja.

»-No sabe nada -sollocé.

»-¿Ha judaizado?

»-Es como si no hubiera, porque, ¡es tonto! -grité-. ¡Es inocente! ¡Es idiota!

»-Entonces ha judaizado. Retiren el brasero.

»La pluma del notario rasgó en el papel las frases confirmatorias. El inquisidor sabía que bastaba una ranura para que se abriera el torrente. Yo había testificado en contra de mi propio hijo, también pecador. Trataría de salvarlo, por supuesto, pero en mi discurso torpe aparecían los datos que transformaron la sospecha en certeza.

»No podía sentirme más despedazado. La brusca suspensión de la tortura no me aportó alivio, sino pavor. Era la prueba de que habían conseguido lo que se proponían, y que yo había condenado al pobre Diego. Perdí entonces las últimas amarras: era una basura que flotaba en el abismo. No había ya nada que hacer, ni defender, ni rescatar. Nada. El Santo Oficio, en cambio, aprovechaba en ese momento su infinita ventaja: la basura que era yo obtendría la misericordia de algo real y poderoso si me entregaba en sus brazos. Debía cancelar toda resistencia y toda discreción: debía confesar hasta las heces.

– ¿Lo… hiciste? -dudó Francisco. Don Diego asintió.

– Lo hice -inhaló una profunda bocanada de aire-. Yo era cadáver; mi alma se había despegado, enloquecida, y vaya a saber por dónde penaba. Conté que había instruido a Diego en el judaísmo. Conté la verdad: se había herido un tobillo y aproveché el clima íntimo para explicarle quiénes éramos. Conté que Diego se sorprendió, se asustó, no era fácil aceptar que uno desciende de judíos.

»-¿Qué más? -me preguntaron.

»-Le prometí enseñarle nuestra historia, tradiciones, festividades -confesé-. Lo hice en Ibatín y continué enseñándole en Córdoba.

»-¿Qué más? -insistieron.

Don Diego se inclinó hacia adelante y borró con la mano los dibujos que fue haciendo en la arena mientras reconstruía su viaje al infierno.

– Lo que ahora no puedo borrar -cambió de tono y meneó la cabeza blanca- es aquel lejano momento: cuando en la penumbra, en Ibatín, expliqué por primera vez al pobre Diego que teníamos sangre judía. ¡Qué cara puso! Creo que lo asaltó la premonición de su tragedia.

Francisco asintió.

– Hace tantos años… No me pude contener, entonces. Estábamos solos en su cuarto. Completamente solos. Él, con su pierna vendada; yo, sentado a su vera. En penumbras. En silencio sobrecogedor, casi sagrado.

Francisco giró la cabeza y recorrió con mucha lástima los pliegues de ese rostro cortajeado por arrugas.

– No, papá. No estaban solos.

Don Diego se sobresaltó.

– ¿Qué quieres decir?

– Yo fui testigo.

– Pero… -tartajeó el padre- ¡eras muy pequeño!

– Y curioso. Los espié desde las sombras.

– ¡Francisquito!… -se le anudó la garganta al evocar la criatura que había sido-. Me ofrecías la bandeja de bronce con higos y granadas. Me reclamabas cuentos e historias -se quitó la capa que puso en sus hombros y se la devolvió-. Toma: estás desabrigado.

– Quédatela; por favor, papá.

Recordaron la tarde en que abrió el estuche forrado en terciopelo rojo y les explicó el maravilloso magnificado de la llave española. Recordaron las clases en el patio de los naranjos. El viaje a Córdoba y el robo de su cofre con libros en medio de las salinas. Recordaron el escaso tiempo que vivieron juntos en Córdoba, en la casa que les había dejado la familia de Juan José Brizuela. Y después recordaron los brutales arrestos.

– Me ilusioné, Francisco. La desesperación hace que uno se mienta a sí mismo -lamentó su padre-. En la mazmorra, después de confesar, es decir entregarme a los «clementes» brazos del Santo Oficio, supuse que el pobre Diego y yo recuperaríamos la libertad. Actué como indicaba mi abogado «defensor». Imploré con lágrimas la misericordia de la Inquisición. Expresé mi arrepentimiento. Abjuré repetidas veces de mi inmundo pecado. Insistí en que deseaba vivir y morir en la fe católica. Rogué ser admitido a reconciliación. Pedí por mi hijo, a quien llevé por la mala senda, aprovechándome vilmente de su corta edad y su débil entendimiento. Quería vivir para enmendarlo, enseñarle a comportarse como buen católico, ser merecedor de la gracia divina y convertirme en un soldado de Jesucristo. Dije e hice todo eso, Francisco. Nunca me quebré tanto.

Volvió a dibujar signos en la arena.

– Me comunicaron que también abjuraba mi hijo. Pero ambos debíamos aguardar el próximo Auto de Fe para recuperar la libertad. Nuestro mantenimiento en la cárcel no era problemático porque se pagaba con los bienes que oportunamente me habían confiscado. Era duro seguir esperando sin una fecha en el horizonte. Yo caminaba con ayuda de muletas. No me dejaron ver a Diego. A pesar de mi mansedumbre, con frecuencia volvían a lastimar mis muñecas y tobillos con los grilletes de hierro para recordarme que seguía preso y que mi falta había sido muy grave.

Abrumado, Francisco se levantó, caminó hasta el borde del mar y se arremangó los pantalones. Avanzó en el agua hasta que le llegó a las rodillas. Se lavó la cara y permaneció absorto en la rectitud del horizonte. Las gotas salobres y frías resbalaban por su piel. No sólo escuchaba el deseado relato de su padre: lo sufría. Regresó junto al encanecido médico, le acomodó la capa sobre los hombros y volvió a sentarse a su lado.

– ¿Cómo fue el Auto de Fe, papá?

Don Diego arrojó un trozo de conchilla hacia el festón de espuma y se reconcentró. Faltaba expulsar este hueso de su garganta.

– El día anterior al Auto de Fe vinieron a leerte la sentencia. Recibí en mi estrecha mazmorra a oficiales y clérigos que hacían cortejo al inquisidor, quien traía en la mano grandes pliegos. Su cara parcialmente iluminada por la luz vacilante de un blandón estaba ausente. Me comunicó fríamente la sentencia. El abogado defensor me hundió su codo en el tórax y tuve que caer de rodillas y agradecer la clemencia del Señor y del justo Tribunal. Las horas que faltaban para el inminente Auto debían ser consagradas a la oración. Me acompañó un piadoso dominico. Ese tiempo se parecía al velatorio de un muerto. Antes del amanecer sonaron hierros, gritos, tacos y escudos. Me pusieron este sambenito -lo acarició-. Fíjate: una prenda tan ordinaria que reúne tanto desprecio. Apenas un escapulario de lana, ancho como el cuerpo, que llega sólo hasta las rodillas; su cortedad lo diferencia del que usan los frailes, claro. Su color amarillo debe relacionarse con algo feo y sucio, porque evoca la condición judía. Felizmente carece de pinturas en forma de llamas: yo no era un condenado a la hoguera. Cuando reunieron a los penitenciados para iniciar la marcha hacia el Auto de Fe, vi a tu hermano Diego con otro sambenito igual. ¿Te imaginas mi turbación? Lo miré con ganas de abrazarlo, besarlo, y pedirle perdón. Necesitaba pedirle perdón. Pero tu hermano Diego, Francisco, no quería mi perdón. Desvió los ojos. La cárcel y la tortura lo alejaron de mí para siempre. Le pusieron una vela verde en la mano y procedieron de la misma forma conmigo. Nos ordenaron avanzar por los lúgubres corredores. Pegado a mi hombro caminaba el fraile dominico insistiendo en sus plegarias. Yo no dejé de mirar a Diego, quien parecía huir de mí, con susto y vergüenza.

Se interrumpió. Las brasas del recuerdo le secaban los pulmones y necesitaba inspirar grandes bocanadas de aire.

– Cruzamos las altas puertas del Santo Oficio rumbo a la plaza de la Inquisición. Fuimos recibidos en la calle con hiriente júbilo. Éramos monstruos que poníamos color a la rutina. En torno desfilaban caballeros y órdenes religiosas con gran boato. Estaban las compañías armadas del virrey; hacían ruido los arcabuceros; delante de la Audiencia iban los maceros de la Corona; entre los funcionarios caminaban los pajes. Nos hicieron caminar delante del palacio, como animales exóticos, para que nos disfrutara la virreina oculta tras las celosías. No sé por qué el acto se demoraba mucho y los condenados desfallecíamos. Parece que se había producido un enredo de protocolo. Finalmente fuimos conducidos al patíbulo. Éramos criaturas lamentables, atrozmente cómicas. En la cabeza llevábamos un cucurucho de cartón pintado y en la mano una vela verde. De pie, atravesados por las miradas despreciativas de la muchedumbre, debíamos escuchar los largos sermones. Y tras los sermones, las pormenorizadas sentencias. Cada reo era tratado en forma separada. Los relajados pasaban al brazo secular para que éste les diera muerte con horca y luego hoguera, o directamente hoguera. Los penitenciados éramos castigados públicamente: algunos con azotes, otros con diversas condenas: salvábamos la vida gracias al arrepentimiento. Yo fui penado a confiscación de bienes, sambenito, castigos espirituales y cárcel por seis años. La sentencia de mi hijo fue menor: confiscación de bienes, hábito por un año, penitencias espirituales y seis meses de reclusión absoluta en un monasterio para su reeducación. Luego me avisaron que, por pedido del virrey Montesclaros y la bondad de los ilustrísimos inquisidores, debía radicarme en el Callao y trabajar en su hospital portuario. De esta forma, Francisco -hizo una irónica mueca-, recuperé mi libertad y me hicieron volver a la religión del amor.

79

En el convento de Lima crecía la atmósfera sepulcral. La dolencia del prior Lucas Albarracín alteraba todas las actividades. El doctor Alfonso Cuevas, tras otro exordio florido, había pronunciado la horrible palabra: «gangrena». Se aproximaba el instante de la medida heroica a la que había hecho referencia en visitas anteriores. Se multiplicaron las preces, letanías, misas y flagelaciones para que el cielo le devolviera la salud.

El hermano Martín estaba ojeroso y más flaco. Tomó como responsabilidad personal el padecimiento del prior. Concurría asiduamente a su cuarto: cambiaba el agua que había cambiado recientemente y renovaba las hierbas del calderillo que ni habían alcanzado a hervir. Iba y venía agotándose, con la esperanza de que su agotamiento fuese bien visto por el Señor y entonces concediera el esperado milagro. Ayunaba. Atendía después a cada uno de los pacientes y se encerraba en su celda para flagelarse con la energía de un potro. Sobre sus heridas se ponía una tela áspera, rodeaba su cintura con el cilicio y volvía a correr hacia el lecho de fray Lucas.

El doctor Cuevas pidió que se realizara una sesión capitular de la orden porque urgía tomar la decisión. Al padre Albarracín había que amputarle la pierna gangrenada antes de que el mal se extendiese al muslo y acabara con su vida. Los frailes sollozaron y se golpearon el pecho con sentidos mea culpa. El doctor trajo a un cirujano de toga larga que revisó cuidadosamente al enfermo y coincidió en la perentoriedad del acto quirúrgico. Prometió ocuparse de proveer dos cirujanos de toga corta para realizar la amputación.

El hermano Martín prestaba varios servicios. Estaba alerta a la menor solicitud para lanzarse como un rayo. La celda del superior -donde se efectuaría el tratamiento- fue provista con jofainas, braseros anchos, vendas, ungüentos, aceite, hojas de malva, ají molido y botijas llenas de aguardiente. Francisco ayudaba a Martín: iba a entrar de lleno en la cirugía mayor de su tiempo.

Sobre una pequeña mesa cubierta con mantel blanco ordenaran el instrumental: bisturí, serrucho, escoplo, martillo, pinzas y agujas. A un costado pusieron media docena de cauterizadores que eran largas espátulas de acero con mango de madera.

El doctor Cuevas se excusó de asistir a la operación porque, como médico, no quería interferir en las decisiones del eminente cirujano de toga larga. Éste ordenó que, desde las vísperas, se hiciera beber al enfermo un vaso de aguardiente cada media hora. Varios frailes se ofrecieron para velar junto al padre Albarracín y, bajo el control riguroso de un reloj de arena, ofrecerle la bebida.

Nunca el prior había ingerido tanto. Al principio le ardió la garganta y emitió débiles protestas. Después empezó a reconocer que le gustaba y sonrió. Los frailes reconocieron en esa olvidada sonrisa un signo del Señor y dieron gracias ante la inminencia del milagro. El padre Albarracín pidió más aguardiente antes de cumplirse la estricta media hora. Le recordaron la indicación del cirujano. El superior dijo que «se cagaba en el cirujano" y quería otro vaso de aguardiente. Los frailes se asustaron ante la ominosa alternativa de cometer pecado de desobediencia o pecado de negligencia. Uno sostuvo, con lógica, que era peor la desobediencia porque se efectuaba contra el superior de la orden, en cambio la negligencia sólo contra un cirujano. Tanto le satisfizo su propio razonamiento que se encaminó a la botija para satisfacer el incipiente vicio del enfermo. Otro lo detuvo de la manga. Dijo que en este caso era peor el pecado de negligencia porque podía costar una vida. El padre Albarracín se incorporó en el lecho como si hubiera recuperado diez años; tenía la nariz roja y los ojos brillantes y les gritó que dejaran de hablar estupideces y llenasen de una vez el vaso. Entre los clérigos hubo forcejeos y, mientras uno mostraba desesperadamente el reloj, otro le alcanzaba el aguardiente. El superior agarró el vaso con mano temblorosa, lo bebió de golpe, eructó y lanzó una horrible blasfemia. Los frailes se santiguaron, golpearon sus pechos y exigieron al diablo que se fuera del convento haciendo círculos en el aire con sus cruces.

A la mañana vinieron el cirujano de toga larga, los dos de toga corta y el séquito de barberos. El padre Lucas Albarracín apenas podía abrir los ojos y murmurar monosílabos. Alzaron su cuerpo liviano: frágil envoltorio de dos litros de alcohol. Lo depositaron tiernamente sobre la mesa de operaciones. Sus piernas quedaron colgantes. El cirujano de toga larga indicó que acercaran el respaldo de una silla para apoyar ahí el talón. De esta forma, la extremidad gangrenada quedaba en el aire y bien expuesta.

Los frailes elevaron el volumen de sus plegarias. Tenían que llegar al cielo antes que el bisturí. Aún era posible un milagro. Martín y Francisco se ocuparon de mantener los cauterizadores hundidos entre las brasas.

Con un trapo húmedo le lavaron la pierna enferma y luego la secaron. Era el último gesto amable. El cirujano de toga larga autorizó el comienzo de la secuencia. Los de toga corta se instalaron uno de cada lado. Echaron una ojeada al instrumental y se persignaron. El de la derecha instaló un torniquete bajo la rodilla y lo apretó hasta que el enfermo, desde sus vapores alcohólicos, emitió un gruñido. Los barberos se ocuparon de aprisionarle la otra pierna, los brazos, la cabeza y el pecho. A pesar de su mayúscula borrachera, era previsible una reacción.

El resplandeciente bisturí penetró en la carne y anilló la pierna. El corte fue neto y decidido. Unos haces musculares, empero, se resistían en separarse. Hubo que mover la hoja como si estuviese cortando un trozo duro de asado. El padre Albarracín gritó: «¡La puta madre!» El cirujano continuó su labor mientras las plegarias subían para interferir las palabrotas. Chorreó abundante sangre en la palangana colocada debajo y cuyo control estaba a cargo del segundo barbero.

– Cauterizadores -ordenó el cirujano de la izquierda.

Martín sacó el acero al rojo, casi blanco ya, y lo entregó al cirujano quien lo introdujo en el interior de la herida. El contacto del fuego con la sangre produjo chirrido y humareda. El padre Albarracín pegó un brinco que casi voltea a los ayudantes y se lanzó a blasfemar.

– Serrucho.

El cirujano de la izquierda continuó ahora con el trabajo. Introdujo la hoja en la herida y realizó enérgicos movimientos de vaivén. En cuatro aserradas seccionó el envejecido hueso. El otro cirujano se quedó con la parte inferior de la chorreante pierna en el aire.

– Cauterizador.

Francisco le alcanzó el siguiente. Lo aplicó sobre la enorme herida. El padre Albarracín lanzó un estertoroso: «¡Carajo!», y perdió el conocimiento.

– Otro cauterizador.

Martín entregó el tercero mientras Francisco revolvía en el fondo de las brasas a los restantes. La celda parecía un asador lleno de humo. El cirujano de toga larga levantó un candelabro y miró por entre las nubes el muñón cauterizado. Opinó que ya se podía vendar.

Un coro de preces agradeció el feliz término del acto quirúrgico que se había realizado en apenas seis minutos. Le cubrieron la herida rojinegra con aceite mientras uno de los barberos le hacía inhalar polvo de ají para que recuperase el conocimiento.

Por la tarde llegó en su carroza el doctor Alfonso Cuevas. Avanzó con mayor solemnidad aún, como si los problemas graves incrementasen geométricamente su importancia. Examinó al enfermo, que no había recuperado la conciencia. Su aliento exhalaba nubes de alcohol. El pulso radial era rápido y difícil. Una transpiración fría y dulce refrescaba su cuerpo, lo cual indicaba que no tendría fiebre como suele ocurrir tras una operación. La herida no manchó el vendaje; la cauterización fue exitosa. Pidió ver la orina. «No ha orinado», respondieron los frailes. Entonces el doctor Cuevas se levantó, echó una última mirada y dijo que el mal no se escapó por la herida. Había quedado en el cuerpo del superior.

Estallaron las exclamaciones de sorpresa.

Martín, arrodillándose, preguntó qué se haría con el pedazo de pierna amputada. El facultativo extrajo su amplio pañuelo, rozó su nariz y dijo con aire fastidiado: «Enterrada, pues. ¿Qué otra cosa querría hacer?» Después habló sobre las complicaciones del postoperatorio e indicó varios brebajes que debían ser suministrados con cucharita, cuidadosamente, evitando que se ahogara al tragar.

Martín sufría mucho. ¿Dónde enterraría el trozo de extremidad? La había envuelto en un paño blanco como a una reliquia. Si el superior era un santo, ese pie tendría poderes milagrosos. Pero era un santo que estaba vivo: no podía atribuir más poderes a una porción que al conjunto. Apretó el pie amputado contra su pecho como si fuera un bebé y lo depositó junto a la imagen del Señor Jesucristo que tenía en su celda, con la esperanza de recibir alguna orientación.

Después llegó el cirujano de toga larga y los dos de toga corta. Examinaron el vendaje y se miraron con satisfacción. La intervención quirúrgica fue rápida, perfecta. Hicieron un buen trabajo. Sólo cabía esperar que recuperase la conciencia y empezara a comer. El cirujano de toga larga preguntó por el pie amputado. Martín tembló, cruzó las manos y cayó de rodillas.

– Lo he guardado como reliquia -dijo.

Los cirujanos volvieron a mirarse. Comprendieron que, ante semejante destino, mal caería su pretensión de llevarlo a casa para los ejercicios de disección anatómica. La Iglesia no aprecia este arte necrófilo. Los concilios de Reims, Londres, Letrán, Montpellier y Tours prohibieron en forma terminante el ejercicio de la medicina y cirugía por el clero, así como la disección de cadáveres en cualquier circunstancia porque Ecclesia abhorret a sanguine.

El padre Lucas Albarracín no recuperó la conciencia. Pasó de la borrachera a la muerte. Su rostro tenía la sonrisa que se manifestó por primera vez en vísperas de su operación, mientras disfrutaba el aguardiente.

80

De regreso al Callao, abrió la puerta sin llave ni tranca de la vivienda paterna y depositó sobre su jergón la alforja con enseres. Contenía una muda y los Aforismos de Hipócrates que había llevado a Lima. El cuarto estaba en orden, tal como lo había dejado días atrás. El clavo ruginoso donde su padre colgaba el sambenito se mostraba impúdicamente desnudo.

– Lo encontraré en el hospital -pensó.

La muerte de fray Lucas Albarracín le activó el miedo por la salud de su propio padre. No podía tolerar el apergaminamiento de su piel, la fea redondez de su espalda, la astenia de su voz. Y esa marcha bamboleante e insegura que dejaron los tormentos. Quería comentarle el triste final de fray Lucas y, sobre todo, discutir la brutal operación que había presenciado. ¿La hubiese recomendado?, ¿hubiese usado la misma técnica?

Lo encontró en el hospital, efectivamente. Le alivió observarlo junto a un enfermo, examinando su tórax con intensa concentración. Era un viejito prematuro. Quería abrazarlo, decirle que lo quería mucho y anhelaba recoger toda su sapiencia, toda su bondad. Permaneció de pie a su lado hasta que él advirtió su presencia. Se sonrieron, cambiaron unas palmadas en los brazos y fueron a un aparte. Francisco le contó su reciente experiencia amarga.

– ¿Hubieras indicado la amputación, papá?

– No sé -rascó su cabellera-. ¿No dice Hipócrates Primun non noscere?

– ¿No lo hubiera matado el proceso gangrenoso, de todas formas?

– Primun non noscere… Por tu descripción, Francisco, el superior ya estaba muy débil. No podía soportar una ingesta de aguardiente y menos que le amputaran una pierna. Advirtió que su padre también estaba débil. ¿Era comparable su aspecto enfermizo con la agonía del superior?

– Pero había que ayudado -insistió Francisco-. Algo había que hacer.

Don Diego plegó la comisura de sus párpados.

– El buen médico debe reconocer sus limitaciones. Cuidado con los éxitos imposibles, porque los paga el enfermo. A veces, lo único que cabe hacer, porque algo hay que hacer, es ayudado a bien morir.

– No me parece un buen consejo, papá.

– Yo opinaba lo mismo a tus años.

El hospital era un edificio oscuro, con ventanas estrechas y polvorientas. Sus paredes habían sido levantadas con adobe y calicanto. El techo se reducía a un entramado de cañas largas unidas mediante hojas de palmera. Constaba de tres salas donde se alineaban jergones y esteras. Podía albergar muchos enfermos, especialmente heridos. El Callao era el puerto principal del Virreinato y recibía tripulaciones agotadas. También abundaban las víctimas de peleas protagonizadas por mercaderes, negros, hidalgos y algún noble. Cuando desembarcaban los restos de un naufragio, ni el vestíbulo quedaba libre: se acostaban dos o tres pacientes en cada jergón y se cubría con paja el pasillo para los restantes. Esas jornadas eran agotadoras y exigían el concurso de frailes y monjas para brindar consuelo, distribuir raciones y sacar los cadáveres. Aquí Francisco adquirió su formación práctica.

El envejecido Diego Núñez da Silva se acuclilló ante un hombre de mediana edad que tenía el rostro desfigurado por una quemadura. Lo examinó de cerca, prolijamente.

– Está mejor.

El hombre sonrió agradecido.

– Le aplicaré otra capa de ungüento -miró hacia su bandeja con varios cazos llenos de sustancias verdes, amarillas, rojas y marfileñas. Eligió la última. Parecía cebolla. La depositó suavemente sobre las llagas húmedas.

– ¿Es cebolla? -cuchicheó Francisco.

– ¡Ahá!

– ¿No se curaría más rápido espontáneamente? -guiñó.

– En este caso gana la cebolla. ¿Te cuento? -se incorporó con ayuda de su hijo y marchó hacia otro enfermo-: Ambrosio Paré fue cirujano de guerra. Lo llamaron para atender a un quemado grave. Corrió a buscar los ungüentos de rutina. En el camino tropezó con una de las prostitutas que marchaban tras los ejércitos. Ella dijo que las quemaduras se curan mejor con cebolla picada. Paré, abierto a toda información, ensayó el método…

Se interrumpió; estaba agitado; inspiró hondo cuatro o cinco veces; prosiguió.

– El resultado fue satisfactorio. Pero aquí viene lo interesante para ti -levantó el dedo índice-. Otro hombre habría dicho «la cebolla cura todas las quemaduras». Él, en cambio, antes de afirmar semejante cosa, se preguntó, igual que tú ahora: «¿No se habría curado la herida con mayor rapidez sin la cebolla?» Ahí tienes al médico verdadero: se hace preguntas, investiga siempre. ¿Qué hizo, entonces? Probar otra vez. ¿Cómo? Pues cuando se le presentó un soldado con el rostro quemado bilateralmente, le aplicó cebolla en una mejilla y a la opuesta dejó sin tocar. Comprobó que la tratada curó más rápido. Yo hice lo mismo hace unos años.

Se sentó junto a otro herido. Necesitaba descansar; mientras recuperaba el aliento, contempló al paciente que volaba de fiebre. Un barbero bizco y greñudo le aplicaba paños mojados en la cabeza, el pecho y los muslos. Un disparo de arcabuz le desgarró el brazo izquierdo. Las balas tienen el tamaño de una nuez y producen heridas grandes y deshilachadas. Don Diego quitó el paño. Apareció el cráter bermellón con un reborde azulino; ampollas doradas estaban a punto de romperse; pequeñas lombrices danzaban en el interior de la herida. Con una pinza fue extrayéndolas una por una y las arrojó al brasero. El paciente emitía sonidos inconexos; su delirio febril había aumentado.

– Debería cauterizar con aceite de saúco hirviendo -reprochó el barbero.

Don Diego negó con la cabeza. Examinó los cazos de su bandeja y eligió yema de huevo seca, que espolvoreó en el centro del boquete. Después roció con aceite de rosas y trementina.

– Esto es mejor.

El barbero gruñó, disconforme.

– Siga con los paños frescos. Y trate de hacerle beber mucha agua. Dentro de un rato vendré con el nitrato de plata para hacerle una topicación.

Fueron hacia la botica en busca del producto. Cuando estuvieron lejos del barbero, reconoció que ese herido evolucionaba mal. Pero no usaría el aceite de saúco abrasante. Entraron en la botica y pidió nitrato de plata. El boticario era un hombre calvo de barba en abanico; usaba mandil de herrero. Dijo que se sentaran y esperasen. Estaba preparando un frasco de teriaca [28]. Se habían terminado sus reservas en el Callao y también en Lima. Había emergencia.

– Apúrese, entonces -ironizó don Diego.

Francisco se acomodó en un banco y aflojó su espalda. Inhaló el escándalo de olores que vociferan en una botica y se sintió repentinamente feliz. Su padre, aunque desgastado, parecía haber recuperado algo de fuerza y humor. Ocurría cuando funcionaba como médico, evocaba a Paré y Vesalio (aún no reconocidos por la Universidad, pero tolerados por la Inquisición) o se burlaba de la teriaca.

– Es una mistificación estúpida -dijo.

– Cállese, incrédulo -chistó el boticario mientras estrujaba en el mortero la carne de víbora.

– No se olvide que debe agregarle sesenta y tres ingredientes.

– Ya los tengo preparados.

– Que no vayan a ser sesenta y cuatro ni sesenta y uno -sonrió-. Fallaría.

– Quisiera verlo a usted con un veneno en el estómago. Quisiera verlo si no correría a pedirme la teriaca.

– Seguro que correría. Pero a vomitar el veneno… La teriaca me lo haría absorber más rápido.

– Usted es un ignorante presuntuoso.

– Claro que sí -carcajeó-. Si soy presuntuoso, debo por fuerza ser ignorante. ¿Conoce usted algún presuntuoso que sea sabio?

– ¿De qué está compuesta la teriaca, papá?

– Ya oíste -intervino el boticario mientras se rascaba la lustrosa calva-: carne de víbora y sesenta y tres ingredientes. ¿Te los nombro?

– Creo que no vale la pena -terció don Diego-: basta con poner un poco de lo que hay en cada frasco. Y si no llegas a las sesenta y tres sustancias agregas una hoja de lechuga, granos de maíz y orina de perro.

– Usted se burla porque es un incrédulo. Ojalá lo envenenen., ¡Suplicará por la teriaca! -su barba en abanico se elevaba como la cola de los pavos. Llenó un perol con nitrato de plata.

– Tome. Y váyase. Así trabajo tranquilo.

Regresaron donde el herido por bala de arcabuz. El barbero bizco y rudo le seguía aplicando trapos mojados. Continuaba la fiebre. Don Diego levantó el apósito.

– Le haré las topicaciones. Son muy efectivas.

– No mejorará sin la cauterización -murmuró el barbero con disgusto.

Don Diego tomó el hisopo como una pluma de escribir y lo untó en el frasco. Pintó la herida desde el centro húmedo hacia los bordes inflamados e irregulares. El paciente proseguía emitiendo broncos quejidos, sin noticias del tratamiento que le efectuaban. Alrededor sonaban los pedidos de ayuda. Bastaba que se atendiera con esmero a uno para que los restantes empezaran a desesperarse. El médico le hablaba a su hijo mientras movía el hisopo con destreza. No era un pecado reconocer que le debía este procedimiento a los moros. Aunque se los consideraba hombres de sangre abyecta, descubrieron las propiedades benéficas del alcohol y el bicloruro de mercurio. Enseñaron a usar el nitrato de plata.

– ¿Lo sabía? -se dirigió al barbero.

– No soy hombre de letras -se excusó altivamente, uniendo más sus ojos bizcos.

81

El pecado cubre al mundo como las tinieblas cubrían el abismo antes de la Creación -decía con rabia el inquisidor Andrés Juan Gaitán-. Los hombres que deberían combatido con más energía son los que con más irresponsabilidad se entregan a sus brazos.

El virrey, por ejemplo, representante del monarca que Dios ha ungido, es un azote público. Ni siquiera me envió una carta de agradecimiento cuando accedí a regañadientes que el médico portugués Diego Núñez da Silva (merecidamente condenado por judaizante) abreviara sus años de cárcel para ser afectado a su hospital portuario. El virrey es un poeta morboso y hedonista que no deja pasar un día sin provocamos disgustos. ¿Qué autoridad moral tiene? Ya ha maculado la virtud de muchas damas y ofendido la integridad de varios caballeros. Favorece en demasía a parientes y paniaguados. Es verdad que no es original en esta materia, porque todos los virreyes fueron corruptos… No me temblará la mano cuando firme mi denuncia. Son hechos que tengo registrados con prolijidad. Este pecador ha tenido la arrogancia de nombrar maestres de plata en la Armada del Mar del Sur a varios de sus ridículos criados. A su favorito Luis Simón de Llorca lo designó maestre del galeón Santa María, capitana de la Armada; este Llorca es un ladrón que dejó fuera de registro novecientas piezas de mercaderías, en complicidad (sí, en complicidad, esto es obvio) con su benefactor. Ocurrió algo más grave con su criado Martín de Sant-just, que trajo mil novecientas barras de plata y mucha mercadería fuera de registro y tardó dos años en pagar los fletes, que fueron menos que los debidos. En la misma línea de corrupción se condujo otro de sus criados, Luis Antonio Valdivieso que, aprovechando su inmerecido cargo de maestre de plata, pasó tanta mercadería sin registro que el fiscal de Su Majestad ya no pudo seguir haciéndose el distraído porque acabaría en la horca. Dispuso visitar el navío -previo cobarde anuncio, para no malquistarse con el virrey- y descubrió bajo el pañol de la pólvora los restos de embarques ilegales fabulosos.

El marqués de Montesclaros cedió la plaza para ferias y mulas a su sobrino, quien seguramente le agradece el favor con un porcentaje de sus ganancias. Ha entregado fértiles tierras para que sus parientes gocen de rentas (y le devuelvan el favor bajo cuerdas) en lugar de venderlas para beneficio de la ciudad. ¡La corrupción no tiene límites!

Estas iniquidades podrían ser disminuidas o extirpadas si el Santo Oficio pudiese intervenir. Pero se lo bloquea desde el lado civil y el lado eclesiástico. Se lo bloquea porque se le teme. Y se le teme porque golpea con la espada en el centro del pecado.

Si por lo menos los hombres de la Iglesia no interfiriesen con sus escrúpulos. Si ellos, que han sido instruidos en la fe, ayudaran a facilitamos la tarea. ¡Oh, Santísima Virgen, cuántos pecados cometen tus presuntos servidores y cuánta resistencia oponen a nuestra justa investigación y condena!

82

El duelo por la muerte del prior Lucas Albarracín incrementó la inseguridad de Francisco. Su albergue en la celda de las ratas y su continuidad en la Universidad de San Marcos dependía de fray Manuel Montes, quien no actuaba sino bajo el consentimiento de oscuros superiores que nunca daban la cara. Cuando Francisco atravesaba el portón del convento -ya no tema que entrar por la pared lateral de la iglesia ni cruzar el claustro azulejado- para llegar a su tabuco, le asaltaba la expectativa de que un fraile lo detuviese con ojos despreciativos e informara que se acabó la hospitalidad: ni celda, ni estudios de medicina: ¡a la calle! Sin embargo, proseguía sus clases y aprendía junto al hermano Martín en el convento de Lima y junto a su padre en el hospital del Callao.

Martín lo trataba con estima. En una oportunidad, mientras curaban las picaduras que dejaron casi paralíticos a un fraile, el mulato reconoció que Francisco jamás se había quejado de su celda, La usaban para penitencia; tras su muro posterior se solía enterrar basura.

– Yo tengo sangre de negro, tú de judío -explicó resignadamente.

Francisco no supo si debía hacer un comentario. No se le ocurría tampoco un comentario pertinente. Martín le acarició con sus ojos mansos.

– Es una carga que nos impuso el Señor para probar nuestra virtud.

En otra ocasión atendieron juntos a un encomendero atacado por la misteriosa enfermedad que consternó y quebrantó al mismo conquistador Pizarro. Tenía el cuerpo y la cara deformados por tumoraciones asquerosas que aparecieron de súbito. Eran verrugas grandes como higos. Aunque aparecían en cualquier parte, visible o púdica, la mayor cantidad se localizaba en el rostro. Esas tumoraciones colgaban de la nariz, la frente, el mentón, las orejas. Algunas crecían más que otras y llegaban al tamaño de un huevo. Dolían y sangraban. Se infectaban. Cuando la expedición de Pizarro fue asaltada por este mal, algunos lo atribuyeron a picaduras de insectos venenosos y a maldiciones de hechiceros indígenas. Pero un sacerdote recordó que las enfermedades son siempre castigos del cielo y había que buscar su origen en los pecados que ya estaban cometiendo los conquistadores.

– Este encomendero reconoce su maldad con los indios -susurró Martín-. Ahora promete ser bueno con ellos y no retacearles la paga.

Francisco le ayudaba a pinchar los abscesos de las verrugas, avivar los bordes infectados y cubrirlos con estiércol de palomero.

– Algunos médicos opinan que se curarían más rápido dejándolas evolucionar espontáneamente -aportó Francisco sin mencionar a su padre.

– He oído eso -reconoció Martín-. Pero aquí nos ordenan usar polvos, ungüentos y emplastos. Yo no tengo autoridad para redargüir. Soy un mulato barbero.

– Podríamos ensayar.

– Sería desobedecer.

– Pero los enfermos se beneficiarían… No creo que se trate de una desobediencia.

– En todo caso, pregúntale al médico. Sin su autorización, nada será cambiado.

Martín introdujo los pulgares en su boca, los lamió y después los deslizó por las pústulas del encomendero. La saliva era un fluido lleno de virtudes curativas que utilizó Jesús para sus milagros.

– Con la saliva sería suficiente -opinó Francisco.

Martín lo miró fijo.

– No seas tentado por la desobediencia.

Más tarde, aguardando cerca de la botica, Martí reconoció nuevamente la buena conducta de Francisco.

– En ti sólo descubro pequeños brotes de rebeldía. Ten cuidado. Que ese pecado de Lucifer no malogre tus méritos.

– ¿Es rebeldía? -preguntó Francisco honestamente-. Si una herida se cura más rápido sin agregarle otras sustancias, ¿por qué actuar en contra de lo mejor para el paciente?

– El paciente no es un ser aislado en el universo: es parte de la Creación, del plan divino. Su enfermedad es producto de sus pecados, pero su curación y tratamiento involucran las virtudes y tentaciones del prójimo. ¿Quién sabe dónde está puesto el ojo del Señor? Tal vez en el médico más que en el paciente. ¿Importa más la rapidez de su curación o la prueba de quienes lo curan? No sabemos. Tal vez moleste más al Señor tu desobediencia que los lamentos del encomendero. Tal vez quiere que sufra unos días adicionales para ablandarle el corazón… Por eso te digo, Francisco: ten cuidado.

– A veces me pregunto si al Señor le agrada que calle siempre, me humille y tema. ¿Es así como el Padre quiere ver a sus amados hijos?

– Tu modestia es grata al Padre. De eso no tengo dudas. Te hizo nacer con sangre abyecta para que lo recuerdos siempre. Así procedió conmigo también; es un privilegio, si lo miras con atención. Tenemos una marca que nos muestra en forma inequívoca el camino: ser inferiores, sumisos. Así nos quiere para agrandar su gloria.

Francisco se acarició la corta barba cobriza. Eran tan complejos los caminos del Señor.

– Has sido amado por tu padre terrenal. Lo tienes cerca en el Callao, hablas con él -dijo Martín-. Yo, en cambio, recibí precozmente su justo desprecio. Era un gentilhombre castellano a quien mi madre, una negra africana, le dio un par de mulatos. No quiso reconocernos, por supuesto, y nos abandonó. Su desprecio me indujo a volcar íntegramente mi amor al Padre Eterno. En ese aspecto, Francisco, te llevo ventaja… El gentilhombre regresó incidentalmente cuando cumplí ocho años, parece que le hablaron bien de mí y resolvió ubicarme en una escuela. Pero después me abandonó de nuevo. El Señor me ayudó, como siempre. Y acabé convirtiéndome en barbero. Cuando adulto sentí el llamado de los claustros y fui aceptado en esta orden -le puso la mano sobre la rodilla -. Mi destino es recto y claro. ¿Tengo derecho a reclamar nuevos indicios? Soy un perro mulato, un ser horrible y, no obstante, tengo el privilegio mayúsculo de vivir en una casa de Dios, servir a sus ministros y tratar a sus enfermos. Creo que el Señor me ha favorecido más que a ti, Francisco, porque mi bajeza se reconoce por el solo color de la piel. Pero tú también tienes ventajas. Debes aprender a descubrirlas para el aumento de tu virtud.

– No lo había pensado así -reconoció.

– Me emociona lo que dices. El Señor y la Virgen me han inspirado para ayudarte.

– Eres muy bueno, Martín.

– Sólo para gloria del Señor.

– Y eres piadoso.

– Para gloria del Señor -se santiguó y pronunció un padrenuestro.

83

En el tiznado caldero hervía el agua con papas, choclos, coles, tasajo, ají, cebolla y porotos. Padre e hijo contemplaban la cocción en la relativa intimidad de esa vivienda: orejas invisibles escuchaban en los muros.

Don Diego había tenido una jornada cansadora por el arribo de un galeón con su tripulación atacada por una enfermedad que producía hemorragias digestivas, gingivales y hasta del aparato respiratorio. Pudo conseguir pulmones secos de zorro, que se estiman ideales para combatir las obstrucciones, y mandó poner telas de araña en las encías para frenar las hemorragias. También ordenó algo más importante: hacerles ingerir una buena dieta porque estaban consumidos por la inanición.

Francisco, en cambio, traía noticias más inquietantes. El virrey Montesclaros había efectuado una visita a la Universidad acompañado por su corte y su guardia. Quería informarse sobre la marcha de esa casa de estudios y rendirle su homenaje. Se enfatizó esto último porque la Universidad de San Marcos ya era «una joya de las Indias Occidentales» y «ponía alas al espíritu ilustrado».

Joaquín del Pilar era un amable condiscípulo que había presenciado otra visita.

– Me advirtió que vería las luces de los fuegos artificiales en pleno día -contó Francisco-. Según él, no se trataba de una amenazante inspección por parte de la autoridad civil ni un informe de las autoridades académicas. Tampoco interesaba la capacitación profesional ni el enriquecimiento de la biblioteca. Era una visita a la Universidad que no se relacionaba con la Universidad. ¿Con qué entonces?, le pregunté. Mi compañero respondió: con el espectáculo.

Don Diego introdujo el cucharón y llenó dos cazos con sabroso puchero.

Joaquín del Pilar era algo mayor que Francisco y estaba a punto de presentar los trabajos públicos que le reportarían el título de licenciado en Medicina. Este examen teórico debía ser precedido por otro en filosofía natural, que ya había aprobado. La ceremonia se cumpliría con toda solemnidad en la iglesia, frente al altar de Nuestra Señora La Antigua, patrona de los grados académicos. Francisco recogió esta información con mezcla de esperanza y miedo: ¿podría él -hijo de penitenciado- concluir sus estudios, testimoniar los conocimientos prácticos que de veras estaba adquiriendo, rendir exitosamente las pruebas de filosofía natural que ama y, por último, concitar la atención del solemne cuerpo académico en su examen de graduación?

– Es otro espectáculo -le aseguró Joaquín-. Y yo lo tomo así, para estar más tranquilo -agregó-, y porque es verdad. Fíjate -enumeró con los dedos-: los Autos de Fe son un espectáculo; las procesiones otro espectáculo; la asunción del virrey, lo mismo; la asunción del arzobispo, y así sucesivamente. Todos espectáculos. También la elección del rector de la Universidad. Como te das cuenta, puro espectáculo también, porque tras la elección se pronuncia un discurso que dura varias horas, plagado de repeticiones, exageraciones, golpes de efecto, promesas, amenazas y elogios desaforados a las autoridades oficiales.

»Yo seré el protagonista de mi graduación -agregó Joaquín- así como tú, Francisco, de la tuya. Pero en realidad somos muñecos de un espectáculo que funcionaría igual sin nosotros. Ya te dije la secuencia. Jurarás ante el altar de Nuestra Señora La Antigua. Habrá un alto dosel con insignias de la Universidad y la Corona. El rector se sentará en una silla de garboso respaldo frente al altar. Deberás ir en busca del decano y acampanarlo a la iglesia, así como los alcaldes buscan a los inquisidores para los edictos de fe. Cuando todo esté pronto, empezará la ceremonia, perdón, el espectáculo -continúo Joaquín-. Te abrirán textos al azar, especialmente los de Galeno y Avicena. Deberás leer un párrafo y comentarlo. Demostrar en bello latín que los conoces, los aceptas y los amas, delante de un público que pasará horas de diversión escuchándote o esperando que caigas en una trampa.

– Espectáculo… -masticó don Diego.

– ¿Tú no has pasado por lo mismo, papá?

– Sí. Claro que sí. Es el modelo de la graduación que se repite en todas partes. Creo que proviene de Salamanca. Tal vez sea más acertado decir «representación» o… -buscó la palabra- «apariencia».

– ¿Por qué?

– Y, porque, me parece, sería como jugar a los naipes. Unos timan a los otros. Cualquier oportunidad sirve para consolidar esa apariencia.

– No entiendo.

– Pompa, discursos, ceremonial… para mantener o ganar espacios de poder, Francisco. Cada uno de esos «espectáculos», desde la graduación al Auto de Fe, son la arena donde se lucen los toreros para diferenciarse de los toros.

– Pero en la graduación se trata de evaluar al futuro bachiller o licenciado.

– La graduación se realiza para darle el título a un profesional, es verdad, y el Auto de Fe para castigar a varios pecadores. Siempre hay un objetivo manifiesto -llenó otro cazo para Francisco-. Pero ocurre que ese objetivo se usa para desencadenar una parafernalia que tiene como finalidad última y oculta el poder: cultivan el feo arte de la hipocresía.

– ¿Adhieren públicamente a Galeno y aceptan a Vesalio?

– Por ejemplo.

– O expresan un amor inexistente por el virrey, papá. Eso lo escuché. Fue impresionante.

– Cuéntame.

– Joaquín me confió, antes de empezar el acto, que el rector detesta al virrey.

– Siempre hubo tensión entre los virreyes y los clérigos.

– Sin embargo, papá, el rector pronunció un discurso rimbombante con ridículas poesías, además.

– Dicen que el marqués es poeta.

– Si es un buen versificador, se habrá aburrido.

– ¿Tan pobres eran los poemas?

– Sólo espuma.

– ¿Espectáculo, quieres decir?

Francisco arremolinó las cejas al recordar una presencia:

– ¿Sabes quién integraba la guardia personal de Montesclaros?

– No.

– Lorenzo Valdés.

– ¿Tu compañero de viaje?

– Y ambicioso hijo del capitán. Cambiamos miradas todo el tiempo. Es admirable que haya ascendido tan rápido.

– Debe ser bueno para las armas.

– Le sentaba muy bien el uniforme.

– ¿Quiénes más hablaron? -preguntó al rato don Diego mientras retiraba el caldero de las brasas.

– El maestro de Artes, el protomédico y el inquisidor Gaitán.

– Dijiste…

– El inquisidor Gaitán.

Sobre don Diego bajó una sombra. Desde su repentina oscuridad, con pesadez, preguntó:

– ¿Qué dijo?

– Lo mismo que los otros -comentó Francisco, también perturbado-. Aunque algo más breve. Exaltó las virtudes éticas y creadoras del virrey.

– Ahá -carraspeó su padre-. Sus virtudes éticas y creadoras…

Se arrastró hasta el jergón. Francisco lo ayudó a recostarse. La jornada fue agotadora y su poca resistencia se debía a eso, a la jornada agotadora. Así repitieron ambos, era lo mejor. Como consuelo. También representaban.

– Conocí al padre de tu condiscípulo -murmuró don Diego mientras abría el libro para su lectura de la noche.

– ¿Al padre de Joaquín?

– Nos conocimos a casi cuatro mil metros de altura.

– ¿Sí? ¡La sorpresa que le voy a dar! No creo que lo sepa.

– No. Murió cuando Joaquín era muy pequeño.

– ¿Qué sabes de él?

84

La tarde se destempló. Aprovecharon para alejarse hacia la playa protegida por las rocas de los acantilados. Allí no había orejas delatoras. El mar estaba más picado que la última vez y elevaba crestas espumosas hasta la lejanía parda. Las gaviotas revoloteaban, indiferentes al tiempo de otoño.

– El mar -farfulló don Diego-. No es un sitio propicio para revelaciones. Ni siquiera cuando se abrió ante la vara de Moisés.

Francisco lo escuchaba con tensión. Esa referencia activaba sus recuerdos de Ibatín.

– Moisés partió el mar Rojo; el pueblo fue testigo de un milagro impresionante, pero la revelación ocurrió mucho más tarde, en el desierto, en la montaña.

– El desierto inspira a los profetas -glosó Francisco-. También hacia allí fue Jesús después de su bautismo.

– Yo fui al desierto, Francisco -confesó de golpe.

El joven detuvo la marcha. Se miraron junto al mar, donde no suelen producirse las revelaciones: pero estaba a punto de ser develada una.

– ¿Cuál desierto?

– Lo mencioné la otra noche. Está a cuatro mil metros de altura. Es una réplica del Sinaí -se cubrió la cabeza con la manta; parecía un profeta-. ¿Sabes quién nos guiaba?

Francisco ató cabos.

– Imaginas correctamente -asintió-. Pero deberías conocer toda la historia para entender ese peregrinaje -miró hacia el horizonte malva-. Yo venía de Portugal. Ese hermoso país que podía haber funcionado como refugio piadoso fue convertido por los fanáticos en un campo de batalla. Nuestra familia y nuestros amigos eran ofendidos, golpeados, asesinados, convertidos a la fuerza y después perseguidos por presunta lealtad a las antiguas creencias. Presencié el Auto de Fe atroz en el que fueron condenados a la hoguera los padres de un amigo. Tú lo conoces.

– Diego López de Lisboa.

Su padre contrajo el rostro. La evocación aún dolía como un cuchillo en la garganta.

– Huimos al Brasil, como tantos. No éramos originales -forzó una sonrisa-. Las autoridades no permitían que embarcásemos hacia otros rumbos como por ejemplo Holanda o Italia, sino a colonias portuguesas: nos odiaban y, ¡qué curioso!, nos retenían.

– ¡Para exterminarlos! -interpretó Francisco (dijo «exterminarlos», en tercera persona, marcando que no se incluía entre los judíos).

Su padre levantó la mirada.

– Tal cual… También lo sabes. Exterminarnos como a insectos -tosió-. Pero en algunos períodos, arbitrariamente, obligaron a que muchos conversos nos fuéramos al Brasil. ¿Por qué? ¿Para qué? No lo sé. Ellos tampoco. Estaban borrachos de odio.

– Diego López de Lisboa se atrevió a narrarme su viaje al Brasil y la decepción que tuvieron al llegar.

– Dices bien, hijo: «se atrevió», el pobre. El miedo, cuando se instala se arraiga.

– Aborrece su pasado.

– Sí, es horrible… Quiere olvidar, por supuesto. Pero no lo logra.

– Lo intenta, por lo menos. Quiere ser un buen católico.

El padre frunció los párpados. ¿Francisco le hacía un reproche? ¿Era su amada y cultivada memoria la responsable de su desgracia, en opinión de su hijo?

– Llegaste a Potosí -Francisco le recordó el cabo de su historia.

– Sí. Llegué, me instalé, trabajé -contempló hacia las gaviotas que descendían delante suyo-. Y me decepcioné. La explotación de los indios es desalmada. Ni las mulas padecen tanto maltrato. Mueren de a miles en los socavones. Tuve gran lástima. Me parecieron una réplica de los antiguos hebreos bajo la tiranía del faraón -miró en torno para cerciorarse de que no había testigos: esto no lo podía decir ni en sueños-. Concebí la idea instalar un hospital para los indígenas.

– Y no conseguiste respaldo -se adelantó Francisco.

– También lo sabes… No interesa su salud, sino su productividad. Cuando ya no sirven, como la mula manca o vieja, ¡que se mueran!

Hizo silencio. Había cesado la garúa. Una claridad que no podía manifestarse a pleno pujaba entre el acolchado de nubes amoratadas. Brochazos ocres se multiplicaban en los acantilados sombríos. Ambos se arrebujaron en sus mantas.

– Entonces decidiste viajar al Sur, a Ibatín -enganchó Francisco.

– No. Fue cuando marché al desierto -inspiró profundamente el aire salitroso-. Caminé hacia las cumbres, hacia la proximidad con Dios. Me rodeaba el viento seco, la vastedad. Tuve sensaciones potentes. Caminaba cuesta arriba con un vigor desconocido. El firmamento azul me grabó una sonrisa. Yo había dejado de sonreír en Lisboa. Durante años mi cara expresó luto, únicamente. En ese lugar, en cambio, se aligeró mi corazón.

– ¿Con quiénes ibas?

– Ya te lo puedo decir. Ya lo dije. Ya sabes quién nos dirigía. Fue parte de mi confesión en la cámara de torturas.

Francisco tragó saliva. Su padre se interrumpió. Una piedra lo invitó a sentarse. Estaba cansado. Levantó una ostra y dibujó sobre la arena; en seguida borraba con el pie. Finalmente dibujó la letra shin. Francisco la reconoció: era la misma que estaba grabada en la empuñadura de la llave española: una gruesa raya horizontal de la que se elevaban tres palitos coronados cada uno por una gota oblicua.

– Peregrinamos al desierto para leer la Biblia -prosiguió-. En el desierto fue entregada la palabra de Dios a los hombres. Fuimos para entender mejor esa palabra. Estudiada. Amada. Reverenciada. Éramos una docena de conversos. La idea fue gestada y estimulada por Carlos del Pilar, el padre de tu condiscípulo, aun antes de mi arribo a Potosí. Fui uno de los últimos en incorporarme al grupo. Conoces algunos de aquellos osados y piadosos compañeros: Juan José Brizuela, José Ignacio Sevilla, Gaspar Chávez, también Antonio Trelles, que se radicó en La Rioja.

– Sí, papá. Y la mayoría terminó en las cárceles del Santo Oficio.

Don Diego volvió a fruncir los párpados. ¿Otro reproche?

– Trelles -carraspeó- fue arrestado en La Rioja y Juan José Brizuela en Chile. Gaspar Chávez, lo has visto, regentea un próspero obraje en el Cuzco y José Ignacio Sevilla se ha instalado en Buenos Aires o, tal vez, como te ha insinuado en el viaje, decida quedarse también en el Cuzco.

– Papá: ¿para qué fueron al desierto?, ¿hay algo que no me has dicho todavía?

Borró la letra shin y arrojó la ostra a un amontonamiento de de aves. Se alborotaron. Francisco temió que volviera a retraerse, como al principio, que sus heridas impusieran nuevamente la mudez.

– Estábamos aturdidos por el dolor, Francisco -apretó la manta en torno a su cuello-. Quizá ahí residía la clave de ese peregrinaje pietista y arriesgado. Cada uno traía su equipaje de muertos y afrentas. Las Indias Occidentales tampoco proveían paz, como prometía nuestra ilusión. En Portugal chocaban los católicos contra los judíos y los conversos. Aquí, además, chocan los católicos contra los conversos, contra los indios, contra los negros, contra los holandeses. Chocan los indios entre sí, los católicos entre sí, mestizos con indios y mulatos con mestizos. Es un caos. Se dan cabezazos las culturas diferentes. Y las autoridades resbalan de transgresión en transgresión. Se mueve todo. Es la vivienda de Leviatán que se agita. Nada es estable. Nada garantiza continuidad ni sobrevivencia. Carlos del Pilar nos incitaba a buscar el silencio de las altas cumbres y la luz del Señor. Por eso fuimos al desierto.

– Eso no es pecaminoso.

– ¿Pecaminoso, dices? No, no es un pecado aislarse. Quizá algunos interpreten como indicio de herejía leer las Sagradas Escrituras sin la orientación de la Iglesia.

– ¿Eso confesaste a la Inquisición?

– Sí. Pero no quedaron satisfechos.

– Querían algo más grave, ¿no?

– Ahá.

– Que esa docena de hombres se aisló para judaizar. ¿Eso querían que dijeras?

Un trémulo resplandor le agitaba las órbitas.

– ¿Qué es para ti judaizar, Francisco? -lo miró rectamente a los ojos.

Tras un instante de dudas, el joven espetó provocativamente:

– Ofender a Nuestro Señor. y a la Iglesia. Un crimen.

– No lo especificas. Tu acusación es muy vaga.

– Es la práctica de ritos inmundos -añadió con voz insegura.

– ¿Qué ritos?

– Agraviantes para Nuestro Señor.

– Así se afirma, en efecto. Pero ¿cuáles son esos ritos? Precísalos.

– Ya me explicaron que no adoran una cabeza de cerdo -esbozó una sonrisa.

– Te has puesto muy nervioso… -le tomó la mano-. Francisco: cuando judaizaba -acentuó el carácter pasado-, nunca agravié a Jesucristo ni a su Iglesia. Eso suponen quienes se la pasan agraviando a los judíos.

– Me tranquiliza oírtelo decir.

– Esos ritos inmundos consisten en respetar el sábado vistiendo camisa limpia, encendiendo luces y dedicando la jornada al estudio y la reflexión. Otro rito inmundo es celebrar la liberación de Egipto bajo la guía de Moisés. Ayunar en septiembre para que Dios perdone nuestros pecados. Leer la Biblia. ¿Dónde está lo inmundo? ¿Dónde las ofensas al cristianismo? El judaísmo es una religión basada en la solidaridad. Por eso se reúnen varias personas para rezar, para estudiar, para pensar. Por eso fuimos en grupo al desierto.

– ¿También esto confesaste?

– A medias. Procuré confundirlos. Cada palabra podría convertirse en un agravante. Convenía retacear información, cualquier dato. Nunca se podía saber qué conexión harían. Pero cuando me enteré de que habían arrestado a Diego, se derrumbaron mis defensas. Me abrí como una sandía. Les hablé sin freno. Esperaba que reconociesen mi honestidad, mi transparencia.

– ¿Comprendieron?

– Se les ablandó el rostro. Parecía que mis palabras llegaban a su alma tan severa. Dije muchas cosas. El notario rompió plumas en su precipitación. Dije que los ritos inmundos no eran más que ésos. Y era verdad. Y que, buscando nuestra unión con Dios, en realidad buscábamos nuestra paz en la tierra, recuperar y valorar nuestra identidad. Porque, ¿quiénes éramos?: despreciables portadores de sangre abyecta, herederos de la perfidia e instrumentos del diablo.

Don Diego miró hacia la lejanía. Una embarcación se aproximaba lentamente al Callao.

– ¿Sabes cómo terminó mi confesión?

– Dando nombres -murmuró Francisco.

La tez cenicienta de su padre se tornó perlada, azulina, cadavérica.

– Los inquisidores no me comprendieron -carraspeó-; no estaban ablandados y satisfechos por mi sinceridad, sino porque las testificaciones que habían recogido previamente resultaban ciertas. Yo había judaizado, realmente; y los hombres denunciados que me habían acompañado a la montaña, habían judaizado conmigo. Eso era lo único que les importaba: su máquina era perfecta. Las acusaciones que habían recogido se confirmaban. Mi desamparo, desesperación y razones profundas no llegaban ni a la cera de sus oídos.

– ¿Entonces?

– Con lágrimas confesé haber leído la obra edificante de Dionisio Cartujano. Dije que me instruí con ella y que, gracias a ella, retorné a la religión católica. Aseguré que nunca volví a judaizar.

Francisco lo observó en silencio. Sus ojos preguntaban: «¿dijiste la verdad, acaso?».

Tras la nubosa cortina, un semicírculo de azogue penetraba en el océano. El viento tenue exigía desocupar la playa; empujaba el cabello sobre la nariz. Decidieron regresar.

– Juan José Sevilla, Gaspar Chávez y Diego López de Lisboa sienten mucha gratitud por ti -comentó Francisco.

Su padre asintió.

– No fueron denunciados, felizmente -suspiró-. Espero que sigan a salvo. Este asunto, que podría ser rotulado «peregrinaje al desierto», ya se cerró.

Una postrera pincelada carmesí daba carácter espectral a los apesadumbrados caminantes.

– Estoy al final de mi vida, Francisco. Quiero recomendarte algo -le puso la mano en el hombro-: no repitas mi trayectoria.

Después añadió otras palabras. El viento las estiraba como un elástico.

– Mi final es peor aún. Lo estás viendo.

Francisco se quitó el pliegue de su manta que le subía a la boca.

– No quieres que judaíce. ¿Es eso?

– No quiero que sufras.

Advirtió la ambivalencia de su padre.

Entraron en las callejuelas del Callao. Junto a la puerta de su casa los esperaba un negro provisto de una linterna. Había amarrado un galeón de Valparaíso con algunos enfermos -informó-. Debía ir inmediatamente al hospital. Entre los viajeros venía el comisario de la Inquisición en Córdoba, fray Bartolomé Delgado.

85

En la lejana Córdoba el delirio de Isidro Miranda había podido ser ocultado por más de un lustro en el convento de La Merced, donde el viejo clérigo de ojos saltones fue encerrado por orden del comisario inquisitorial. Pero trozos de ese delirio se escaparon como lagartijas. Sus locuras sobre judaizantes infiltrados en el clero asustaron a todas las órdenes religiosas y urgía hacerla callar. Las denuncias fueron consideradas falsas, aunque peligrosas. Seguramente el diablo o uno de sus sirvientes se introdujo en la cabeza decrépita.

El comisario Bartolomé Delgado decidió hacerlo exorcizar. Había que sacar el demonio de su cuerpo. Isidro Miranda no era el sumiso fraile de otros tiempos, sino un espantajo en llamas que escupía barbaridades por su desdentada boca. Fray Bartolomé consiguió traer un dominico precedido por la reputación de exorcista enérgico. Le pidió que actuase de inmediato. Y si para arrancar a Satanás de sus entrañas era preciso arrancarle también la lengua y hasta sus inservibles testículos, que procediera sin contemplaciones.

El exorcista era un hombre de fornida complexión y voz potente. Se encerró con fray Isidro en una pequeña celda y le blandió la cruz delante de los ojos saltones como si fuese la espada del Cid Campeador. Pronunció fórmulas y ordenó al diablo que abandonase el cuerpo del anciano. Satán debió haber sentido el golpe porque fray Isidro empezó a correr en redondo. Sus piernas eran ente ágiles, como las del Maligno. Huía de la voz atronadora, pero sin dejar de hablar. Ambos hombres compitieron en el volumen de sus gritos y la velocidad de la carrera. La cruz del exorcista perseguía la flaca nuca de Isidro Miranda haciendo movimientos de vaivén como si le descargara hachazos. El demonio se aprovechaba de las últimas energías del viejo, obligándole a resistirse. Pero las débiles extremidades cedieron y fray Isidro se derrumbó. Entonces el hercúleo exorcista estrujó, tironeó, cortajeó y finalmente arrancó del castigado cuerpo al demonio: lo oprimió sobre la mesa asperjada con agua bendita y lo encegueció con el resplandor de la cruz.

Fray Bartolomé Delgado recibió un prolijo informe del operativo. «Acabamos con la pesadilla», suspiró aliviado.

La ponzoña que se consiguió derramar a través del enclenque fray Isidro, no obstante, fue registrada por las antenas del Tribunal inquisitorial. En Lima se consideró que el asunto no era tan simple. Se puso en duda la demonización del viejo fraile.

Y toda la historia sufrió un vuelco inesperado.

Uno de los inquisidores -se insiste en Andrés Juan Gaitán- interpretó que las denuncias del escuchimizado fraile eran verosímiles. Y que los afectados dieron impulso al cuento de la posesión diabólica para impedir que se los arrestase. Resultaba inaceptable que un hombre perspicaz como Bartolomé Delgado hubiera perdido el tiempo haciéndolo callar con un exorcismo, en vez de convocar a su notario y consolidar el torrente de información.

La orden inquisitorial partió en seguida. Ambos frailes -el destrozado fray Isidro y el atónito fray Bartolomé- debía viajar a Lima y someterse a juicio. Uno daría cuenta de los judaizantes que dice conocer y el otro de su gravísima negligencia encubridora. Ambos incurrieron en faltas groseras. Isidro Miranda no se dirigió con la debida contrición de espíritu a un representante del Santo Oficio para testificar, sino que transformó sus datos en escándalo público: aparentó locura. Bartolomé Delgado desperdició la información que se derramaba a sus pies y (¡peor aún!) la quiso destruir con un exorcismo como si temiese quedar también involucrado: aparentó eficiencia.

Fray Bartolomé sufrió varios desvanecimientos en su viaje al puerto chileno de Valparaíso, donde debía embarcar. No lograba conciliar su nueva situación de arrestado con su carácter de funcionario del Santo Oficio. Le costaba reconocer en los oficiales que lo vigilaban día y noche una autoridad superior a la suya. Le asaltaban chuchos de frío en días calurosos. Su otrora turgente papada se convirtió en un pingajo. Durante el cruce de la cordillera de los Andes murió de frío su enorme gato blanco. Lo enterró en la nieve y durante días alucinó sus ojos de oro entre las cumbres heladas.

Fray Isidro llegó al puerto colgado de una mula. Cuando el galeón estuvo en alta mar pidió a fray Bartolomé la extremaunción. El obeso sacerdote se conmocionó ante la inminencia de otra muerte. Con arcadas y visión trémula se puso la estola, preparó el óleo sagrado y dijo las palabras sacramentales. El consumido misionero, maestro y delator sintió la cruz sobre su frente y voló al otro mundo. Pero sus ojos de espanto y asombro no pudieron ser cerrados: emitían una llamada siniestra.

El capitán del barco ordenó arrojar el cadáver al mar, Fray Bartolomé recuperó entonces su aguda lucidez y entendió que el Tribunal del Santo Oficio no toleraría un segundo despilfarro. El primero fue no indagar el nombre de los presuntos judaizantes que deliró Isidro Miranda; el segundo sería perder el cuerpo de Isidro Miranda. Si el Santo Oficio decidía que este finado merecía la hoguera, no perdonaría que lo hubiera regalado a los peces: su cadáver debería sufrir la depuración del fuego en un Auto de Fe. Por consiguiente, el comisario enfrentó al capitán y logró que vaciaran un cofre para guardar los restos del finado. Recién en Lima sería enterrado, después de que el Tribunal decidiera qué hacer.

A los pocos días empezó el temido proceso biológico. Una fetidez insoportable salía por las ranuras del cofre. Lo envolvieron con mantas. El capitán insistió en que no podrían conservado hasta el término del viaje. Lo cubrieron con cebollas. Inútil. El olor se expandía a todos los rincones del barco. Decidieron ponerlo en un rincón de la bodega por cuyo ojo de buey se vaciaban las bacinas: los excrementos amortiguarían la hediondez del cadáver.

Una noche la tripulación fue despertada por una explosión. Estallaron las maderas como si hubiese encallado la nave. No obstante, ella proseguía deslizándose sobre las aguas. Era el cofre que había reventado por la presión del cadáver descompuesto. El capitán, furioso, ordenó arrojarlo inmediatamente al mar. El comisario lo agarró con ambas manos, desmayándose de náuseas, y amenazó al capitán con la hoguera si se animaba a cometer tal crimen. Acordaron ponerlo en cubierta, atado al palo mayor. Su podredumbre sería arrancada por el viento.

Las mantas que cubrían el cofre se abrieron como banderas. Voló la tapa. El cuerpo del otrora enteco sacerdote se elevó como un gigante. Su abdomen era un globo fantástico que crecía diariamente y sus ojos desorbitados un par de braseros que espantaban a las nubes. La nave recorrió el Pacífico sostenida por un monstruo inverosímil. En el puerto del Callao hicieron falta muchos cargadores para descenderlo.

Fray Bartolomé Delgado partió en seguida a Lima escoltado por oficiales de la Inquisición. Varios bueyes arrastraron la colina pestilente en que se había transformado Isidro Miranda.

86

En el convento de Lima hubo consternación -contaría Francisco-. No sólo se lamentaba el fallecimiento del prior, sino que se hablaba excitadamente sobre el inesperado arresto de Bartolomé Delgado y el inexplicable crecimiento posmortem de Isidro Miranda. El hecho trastorno en particular a fray Manuel Montes, quien se convirtió en un definitivo muñeco de cera. Permanecía inmóvil en la galería azulejada; y sus ojos ausentes (los labios no se movían) reiteraban una frase enigmática: «Han tocado el Mal.» Le pregunté si podía ayudarlo. No contestó. Ni siquiera pareció reconocerme. Me enteré de que era medio hermano de fray Bartolomé.

El cadáver de Isidro Miranda fue inhumado en una fosa gigantesca. Parece que el Santo Oficio apreció los esfuerzos realizados para ponerlo a su disposición. Si cometió una herejía imperdonable, los huesos serían oportuna mente desenterrados para que la hoguera los castigase y devorara. Era su destino casi seguro. La monstruosa deformación no podía ser sino obra del demonio. En vida fue un ser pequeño y frágil. Pero tenía ojos desproporcionados: signo turbador. Según las versiones callejeras, Satanás engañó al exorcista: jamás salió del viejo cuerpo, ni huyó en forma de ráfaga ni se metió en el aljibe. El Maligno se quedó tranquilo en la sangre del fraile. Por eso, cuando expiró en alta mar, todo el cuerpo se transformó en un caldero de pestilencia, una guarida de Belcebú. Sus vísceras hinchadas albergaron un aquelarre. Su carne no se sometió a las leyes de la muerte, sino a los caprichos obscenos de las bestias infernales. Sólo las llamas pondrían fin a tanta subversión.

Me impresionó enterarme del parentesco que unía al gordo comisario de Córdoba con fray Manuel Montes. Ahora podía entender la delegación de su severa paternidad postiza: fray Bartolomé quiso que yo fuera vigilado de cerca y, al mismo tiempo, ayudado en mi carrera. Fray Manuel aceptó su pedido y lo cumplió a conciencia. Ni uno fue tan malo ni el otro tan frío.

El convento aún permanecía envuelto por el aire fúnebre. La muerte del prior había empapado de amargura todos los rincones. Se activaron los sentimientos de culpabilidad. A toda hora se oían los chicotazos de las flagelaciones. Martín estaba más ojeroso y acelerado que dos semanas atrás. Fray Manuel deambulaba como Lázaro antes de sacarse las telarañas de ultratumba. Lo crucé al salir para mi clase de filosofía. Seguía repitiendo: «Han tocado al Mal.» No respondió a mi saludo. ¿Qué quería decir?

En la biblioteca encontré a Joaquín del Pilar. Leía y tomaba apuntes. Lo acompañaban gruesos volúmenes de Galeno y Avicena. No era un sitio para conversar y menos aún, contarle que mi padre conoció al suyo. Le hice un saludo con la mano y fui hacia los cargados anaqueles en busca de la Summa Theologica.

Mientras recorría las letras doradas de los lomos con creciente deseo de zambullirme en sus contenidos, leí Pablo de Santamaría: El burguense. Empecé a jadear. ¿Esta era la famosa obra del rabino Salomón Haleví que se bautizó durante las matanzas de 1391, cambió su nombre, vistió los hábitos y ascendió meteóricamente a arzobispo de Burgos? ¿Éste era el texto que funcionaba como una espada invencible? Lo copiaban con ahínco los amanuenses de España y se distribuía por todas las ciudades para quebrar el espinazo de los judíos. La inteligencia que había estado al servicio de la sinagoga se transformó en inteligencia al servicio de la Iglesia. Releí su título. Era el célebre libro, indudablemente: Scrutinio Scripturarum (Examen de las Escrituras). Miré hacia Joaquín. Tuve un acceso de vergüenza. Saqué el volumen. Estaba escrito en elegante latín. Polemizaban dos personajes: Saulo y Pablo. Uno (judío) representaba la sinagoga, el otro (cristiano) la Iglesia. Uno defendía la ley de Moisés, el otro la de Jesucristo. Cada uno argumentaba con erudición. Saulo era viejo que se resistía a ver la luz del Evangelio y Pablo el joven que se la proveía a chorros. Leí agitadamente.

Olvidé que las horas corrían. Una mano se apoyó en mi hombro. Era Joaquín, haciendo señas de que estaban por cerrar. Levanté el libro y lo devolví al anaquel que compartía con otros grandes como San Agustín, Santo Tomás, Duns Scoto y Alberto Magno. El denso texto me había mareado. Cada página era un torrente de citas. Sólo un hombre que había recorrido muchas veces la Sagrada Escritura podía hacer tantas acrobacias con los versículos. El autor la había estudiado a fondo como rabino y luego luego, otra vez, como canónigo y obispo. Nadie podía ser más ducho. Sus páginas me atraparon, los argumentos y las refutaciones eran brillantes. Tenía que seguir hasta el final. Algo se acomodaba en mi interior. En el Scrutinio casi siempre triunfaba el joven Pablo. Sus razones eran más fuertes. Pero su éxito sobre el apabullado Saulo no me daba tranquilidad.

Fuimos a la taberna de la vuelta. Allí se reunían los estudiantes. El bullicio retumbaba en los muros pintarrajeados caricaturas e inscripciones. En un rincón humeaban los calderos. Circulaban negros y mulatos de ambos sexos con bandejas. Distribuían jarras de vino, botijas con aguardiente y cazuelas llenas de guisados. En torno a las mesas se hablaba a los gritos y cantaba. Algunos estiraban la mano para pellizcar a las mulatas y hacerles volcar las fuentes. El tabernero, rubicundo y sudado, impartía órdenes desde el mostrador. Nos hicieron lugar al reconocernos. En el estrecho banco nos palmeamos y empujamos como niños. Necesitábamos desentumecernos de las clases y lecturas. Durante todo el día escuchábamos al solemne y monótono profesor o estudiábamos en la biblioteca.

Atrapé un pedazo de pan y lo devoré antes de que llegara el guiso. Un compañero se burló de mi hambre y otro me hundió el codo en el estómago. Bebí vino, le devolví el codazo y amenacé con estamparle la cazuela en la jeta. Cantamos. Me lastimé la boca mientras bebía: un condiscípulo hizo caer a una mulata encima nuestro. El tabernero vino con los puños en alto. La mulata se reincorporó trabajosamente mientras le manoseaban las tetas. Joaquín ordenó otra vuelta de aguardiente.

Una hora más tarde me encaminé solo y algo mareado hacia el convento dominico. El bullicio de la taberna y los efectos del alcohol alternaban con el grotesco fin de Isidro Miranda, el arresto de Bartolomé Delgado y la ardiente disputa del judío Saulo y el católico Pablo en el Scrutinio Scripturarum. La acequia de aguas servidas serpenteaba por el centro de la calle con brillo de espejos rotos. Exhalaba un olor inconfundible, casi un rasgo identificatorio de esta Ciudad de los Reyes. Para que la gruesa penumbra no me hiciera trampas, marché rozando los muros de adobe encalado. Llegué al portón del convento. Me apoyé en su jamba. El cielo seguía cubierto por una tapa de nubes.

Atravesé un corredor, Poco después quedé espantado.

87

Fray Manuel Montes, ahíto de culpas, arrastró hacia su celda el ancho brasero que sirvió para calentar los cauterizadores quirúrgicos. Lo llenó de tizones incandescentes hasta que se transformó en un fantástico recipiente lleno de rubíes. Emitían una luz sanguínea. Rezó a la imagen que sacralizaba su cubículo. Levantó las manos y mostró sus palmas a la Virgen. No pensaba en Bartolomé, su medio hermano arrestado por el Santo Oficio: pensaba en sus propios horribles pecados. Volvió a decir: «Han tocado el Mal. Estas manos han tocado el Mal.»

Se incorporó, tragó las lágrimas y caminó tres pasos hasta el brasero. Se arrodilló nuevamente. La luz púrpura pincelaba su rostro huesudo. Esa lumbre fascinaba. La ceniza afelpaba los carbones que se iban desgranando lentamente en guijarros vivos como ojos. Otra vez levantó las manos y con una violenta flexión las aplastó sobre las brasas. El chamuscamiento de carne asada rebotó en los muros. Por entre los dedos abiertos se elevaron culebras de humo. Fray Manuel tiritaba: «Han tocado el Mal.» El dolor insoportable lo estimuló a hundir más aún sus falanges y destrozadas con el filo de los carbones ardientes. Le chorreaba el sudor. Una mueca de placer deformaba su rostro seco. Entraba en un espasmo convulsivo. Aún pudo sumergir más las extremidades entre los rubíes despiadados. Pegó un grito de victoria y cayó desvanecido.

Las quemaduras le habían llegado al hueso y con sumieron articulaciones, nervios, venas. Le quedaban dos muñones desprolijos. Cundió la alarma. Lo trasladaron al hospital. Despertaron a Martín, al boticario, a los sirvientes. Entre las pesadas sombras chocaban los cuerpos apurados. Unos buscaban a otros farfullando plegarias y mea culpas. Martín le aplicó los primeros cuidados. El corazón latía débilmente; podía morir.

Francisco fue llevado en seguida junto a su benefactor. El cuadro era horripilante. De los flacos antebrazos salían dos ovillos negros con trozos de mica. Martín insistía en que era un santo.

– Lástima que no podrá usar sus manos para otras obras de caridad -replicó Francisco con repugnancia.

– Es un santo, es un santo -repetía Martín mientras se esmeraba por mantener en el aire los muñones y cubrirlos con sustancias emolientes.

– Es casi un suicidio -Francisco se sentía descompuesto.

– No -porfiaba Martín-. Es un sacrificio del cuerpo para la purificación del alma.

– Podía quedarse sin cuerpo. Si no se desmayaba hubiera seguido con los antebrazos, con los hombros, con la cabeza. Más sacrificio, más. ¿Así te gusta?

Martín lo miró azorado.

– ¡Qué dices, judío imbécil! ¡Este santo fraile estar oyéndote!

– Está casi muerto.

– Dios lo bendijo con el desmayo oportuno. ¿No te das cuenta? -por primera vez en sus ojos relampagueó la cólera-. Cállate ya. Y ayúdame a vendarlo.

Francisco desenrolló la tela y dio vueltas en torno a la mano quemada. Trabajaron en tenso silencio. Después acomodaron el cuerpo de tal forma que su cabeza quedase algo elevada.

Martín miró fijamente a Francisco. Estaba lagrimeando. La luz temblorosa hacía resplandecer su transpiración.

– ¿Qué te pasa?

Martín se mordió los labios, tragó saliva.

– Te pido que me perdones. No tengo derecho a ofenderte.

– Está bien.

– Perdóname.

– Te perdono.

– Gracias. Soy un perro mulato. Un pecador irredimible… -frenaba su inminente sollozo-. No tienes la culpa por tu sangre judía. Ni la proximidad de hombres como fray Manuel alejan mi proclividad al pecado.

– No seas tan duro contigo.

Martín le apretó la muñeca. Su rostro se apasionó:

– Ven a flagelarme -le propuso.

– No…

– Ven. Te lo suplico. Debes castigar mi destemplanza.

Por mis pecados murió el padre Albarracín. Por mis pecados se quemó fray Manuel.

Francisco apartó su muñeca. Le invadió un progresivo malestar. En su cerebro se mezclaban el vino de la taberna, el Scrutinio Scripturarum, la metamorfosis macabra de Isidro Miranda y el autocastigo de fray Manuel. Ahora Martín le pedía que se transformase en verdugo. Se pasó la manga por la frente y salió al patio betuminoso. Un conjunto de ojos lo detuvieron. Eran los frailes que se agrupaban para rezar por el accidentado. Intentó abrirse paso. No lo dejaron avanzar.

Súbitamente las tenazas mordieron su estómago. Una cinta de fuego le subió a la garganta y su vómito salpicó los hábitos que le rodeaban.

88

Las ratas de la solitaria celda se habían acostumbrado a las estancias de Francisco. Corrían por los tirantes y los muros para confirmar la posesión del territorio. Se columpiaban del techo cañizo o atravesaban como un relámpago el piso de tierra, pero no les importaba el cuerpo del estudiante. Incluso evitaban cruzar por encima de sus piernas o su cara como al principio.

No eran los roedores, por lo tanto, quienes esa noche le impidieron dormirse. Por el entramado de su fatiga colaban los cataclismos recientes. Las extremidades carbonizadas de Manuel Montes aún emitían humo; sus dedos eran garras negras con incrustaciones de sangre y marfil que salían de un cuerpo exánime al que rodeaba un coro de frailes plañideros. Entre las sotanas aparecían dos personajes artificiales con mantos antiguos cuyas bocas se movían como las de los muñecos articulados: evocaban las Sagradas Escrituras con amplio conocimiento, pero falta de lógica. Polemizaban. Mejor dicho: teatralizaban una polémica. Saulo -viejo y caduco- decía exactamente aquello que Pablo -joven e inteligente- podía refutar. Y cuando Pablo se dispersaba en un argumento débil, su adversario senil le ayudaba con otro para que volviese a darle golpes en la cabeza. El decrépito Saulo se esforzaba por perder con tantas ganas como el brillante Pablo por triunfar. Del Scrutinio Scripturarum, Francisco retornaba al pobre fray Manuel. ¿Y si se moría? ¿Quién se ocupará de reservarle este desolado cubículo? ¿Quién oficiaría de tutor ante las autoridades universitarias?

Mientras su cuerpo giraba en los vellones de un sueño escurridizo, en el ventanuco se fue instalando una luminiscencia opaca. Estaba en el centro de la noche y Francisco quedó prendido al cuadro como Moisés a la zarza ardiente. De ahí tenía que llegar una revelación. Entonces oyó la sibilancia de un vergazo y el quejido subsiguiente. No eran palabras, como las que escuchó Moisés, sino expresiones de una azotaina. Los golpes continuaron a ritmo parejo. El hermano Martín se hacía propinar la tercera tanda de golpes cerca de Francisco para que no hubieran dudas sobre el pecado que intentaba limpiar. Francisco, acorralado, de nuevo se tapaba las orejas para huir. Pero rebotaba contra las manos carbonizadas de fray Manuel y la engañosa polémica de Saulo y Pablo.

El hermano Martín gustaba someterse a una flagelación sistemática quincenal, además de las que se propinaba en los interregnos. Cuando terminaban las completas el convento se recogía en el silencio, se encerraba en su celda a rezar. Progresivamente su cuerpo y su alma se dividía en muchos pedazos, todos vivos y ardientes. Los ojos enrojecidos del mulato se convertían en botones extasiados, sus músculos en cuerdas tensas. Desnudaba su torso, corría hacia el muro la parihuela que usaba de lecho y servía en el convento para trasladar los cadáveres y descolgaba una cadena con ganchos de acero. Su mente pasaba a ser varios personajes. La penumbra, el aislamiento y los torbellinos interiores producían una fragmentación fantástica. Su brazo empuñaba la cadena y se transformaba en su padre. El brazo castigaba con rabia al engendro que pretendía ser un hijo. Le gritaba: «¡perro mulato!». Descargaba con ira sobre los hombros oscuros su decepción profunda. En vez de un descendiente blanco le apareció esta cucaracha. «¡Negro ridículo! ¡Idiota! ¡Asqueroso!» Las injurias fortalecían el brazo. Martín era Martín (doblegado y sufriente), pero al mismo tiempo era su padre (maravilloso y resentido). Sus hombros pertenecían a un réprobo, su brazo a un noble. De su boca salían los insultos y la sonrisa del poder. Por varios minutos funcionaba como el gentilhombre Juan de Porres a quien el rey de España había distinguido con misiones en las Indias.

También se convertía en el rudo negrero que cazaba piezas humanas en el África y les impedía la fuga aplastando sus espaldas con zurras. Como ésta. Tenía que destruir el peligroso amor por la libertad y pisotear los ímpetus de rebeldía. Martín captaba esos rescoldos en su interior. Había que apagados a vergazo limpio. «¡Toma, negro desobediente! ¡Aguántate ésta negro bandido!» Era un monstruo que debía lamer las sandalias de quienes estaban arriba. Su espalda se abría en tajos; las gotas de sangre salpicaban las paredes.

Cuando el brazo robusto de su padre y de los negreros conseguía tumbarlo, cesaba la paliza. Martín jadeaba en el suelo. Los salvajes que habitaban su sangre quedaron heridos o muertos, como él. Pero su espíritu se sentía aliviado. Tras recobrar aliento en unos minutos, se agarraba de la mesa o la parihuela y trepaba sobre sus rodillas hasta incorporarse. Colgaba la cadena y cubría sus hombros lastimados con una sarga gruesa. Salía al patio. El aire fresco de la noche le regalaba una caricia. Junto al aljibe las ranas hacían vibrar castañuelas. Martín se arrastraba entre las tinieblas hacia la sala capitular. Podía hacer el camino con los ojos cerrados. Abría la puerta, sigilosamente: no despertaría a los frailes, que estaban lejos. Se arrodillaba ante la imagen de Cristo y descansaba, meditaba.

En su mente se ordenaban trabajosamente los fragmentos en ignición. Su brazo podía ser el de los soldados que flagelaron la divina piel. Imitar a Jesús es bueno y purificador. lmitatio Christi: actuar con impotencia, dejarse maltratar. Llenaba su alma con el ejemplo supremo de Nuestro Señor y retornaba lentamente a su celda. Sus ojos en trance volvían a refulgir. Arrancaba la tela de sus hombros y hacía saltar los coágulos. Empuñaba la cadena, reiniciaba la disciplina. A los insultos anteriores solía añadir, con dolor intensísimo, «¡Bastardo hijo de puta!». De pronto Martín era su madre. Caía de rodillas. La cadena se enrollaba en su cuello; luego giraba en el aire y de nuevo laceraba los hombros. La negra panameña que fue arrastrada por el gentilhombre y parió un mulato gritaba ahogada: «¡misericordia, Señor!, ¡misericordia!». Tuvo el privilegio de ser fecundada por un elegido del Rey y largó al mundo un feto de tinta. Martín también era su raza: los negros cazados en tierras remotas y atados como animales, sometidos al hambre, la sed y luego hundidos en las bodegas irrespirables de los barcos. Allí morían, entre los excrementos y las lombrices que se pegoteaban a sus heridas. Y entonces se los arrojaba al mar. Sus cadáveres formaron un tapiz submarino entre África y las Indias. Martín gritaba «¡misericordia, Señor!, ¡misericordia!» desde su desamparo abismal. No había un fray Bartolomé de Las Casas que pleitease por ellos. Ni siquiera un hombre milagroso como Francisco Solano les dedicó un sermón. Bajo la lluvia de cadenazos era Cristo y Cristo era una multitud de negros desvalidos, y la multitud de negros giraba mareada en la celda clamando piedad. Tanto dolor tenía que rozar, aunque más no fuera, un peldaño del trono celeste.

El brazo severo se debilitaba. Sin aire y sin fuerza, se abandonaba boca abajo sobre la parihuela: era un cadáver como los que se transportan sobre los duros travesaños. Se adormecía por unas horas.

La flagelación sistemática, empero, incluía cada tanto una tercera etapa. Cuando la misteriosa luminosidad se fijaba a su ventanuco -como esa noche lo hizo en el de Francisco-, una aguja le atravesaba el entrecejo. Descendía del vehículo fúnebre y recogía unas varas de membrillo. Se asomaba a la puerta para verificar la ausencia de curiosos. La atmósfera ya estaba fría y los contornos parecían revestidos por un musgo de escarcha. Recorría los vericuetos familiares del convento rumbo al muro. Por una de sus fallas hacía pasar al indio que había contratado. Era un hombre bajo, de espaldas anchas y rostro taciturno. Pertenecía a la otra multitud despreciada. Martín, un siervo del Señor, le ofrecía el símbolo de un desquite. Quien representaba a los extranjeros, al Rey y a Jesucristo (en ese orden ascendente), permitiría ser castigado por quien representaba a los nativos, el Inca destronado y la idolatría extirpada. Un inferior indio recordaría al superior clérigo que no debe vanagloriarse, y que el ofendido puede ofender. Se miraban fugazmente. Parecían cubiertos por una película de estaño. En ceremonia cargada de un significado atroz, procedía a entregarle las varas de membrillo como un general derrotado rinde su espada. El indio recibía el arma en silencio, rígido como una imagen de iglesia. Martín se desnudaba el torso y levantaba un brazo. Era la señal. Entonces el indio se convertía en el representante de millones.

Francisco se revolcaba en su celda, irritado por la secuencia de azotes. Los silbidos violentos zumbaban cerca. Y sus nervios se retorcían al oír los quejidos. Se paró, dio vueltas en torno a las paredes húmedas, pateó una rata con tanta ira que la aplastó en las cañas del techo. Su chillido convulsionó a las demás. Francisco salió corriendo. Los bloques negros de plantas y muros le impidieron llegar en un instante al improvisado cadalso. Martín yacía de bruces sobre la tierra. El indio seguía descargando los golpes con regularidad. Francisco lo empujó violentamente y casi lo derribó.

– ¡Basta!

El indio se asustó; retrocedió unos pasos. Francisco le hizo soltar las varas y ordenó que se fuera. Tras una corta vacilación se esfumó por la grieta del muro.

Martín, entre los vahos de la semiconciencia, farfullaba automáticamente:

– Más, más…

– Soy yo, Francisco.

Interrumpió la retahíla. No lo conectaba con el indio. Se esforzó en unirlos. Despertaba de un pesado sueño. Giró la cabeza. De pronto se avergonzó.

– Cúbreme -dijo.

Le tendió el sucio hábito sobre la espalda florecida de sangre.

Después pidió que lo ayudase a ponerse de pie. Sus miembros se doblaban como hojas de lechuga. Francisco lo cargó sobre su espalda. A medida que lo aproximaba a su celda el mulato recuperaba las energías. Empezó a caminar. Abrió la puerta, trepó a su lecho fúnebre y se tendió boca abajo.

– Gracias.

Francisco le alcanzó una jarra de agua.

– Y perdóname -agregó-. No tenía derecho a ofenderte.

– Ya te he perdonado.

– Yo tenía bien merecida esta flagelación.

Pocas horas más tarde el hermano Martín apareció con entusiasmo en el hospital. Su rostro no traslucía los desmesurados ejercicios nocturnos. Era un lirio despojado de mácula [29].

89

– ¿Te has dado cuenta, Francisco -dijo su padre-, de que me las arreglo para permanecer menos tiempo en el hospital?

– Solamente cuando estoy yo, supongo.

– Supones bien -se acomodó el sambenito que el viento del mar empujaba hacia un hombro.

– Estas caminatas benefician tu salud.

Don Diego sonrió melancólicamente.

– Recuerdo de salud, querrás decir -corrigió.

– Estás mejor que cuando vine.

– Sólo en apariencia. No sirve engañarse. Mis bronquios han envejecido demasiado.

– Mientras permanezca en el Callao, haremos este paseo por la playa todos los días. Te pondrás fuerte, papá. Cuando estuvieron suficientemente lejos de espías y delatores, Francisco entró a saco:

– En la Universidad encontré un libro importante -hacía rato que ardía por compartir su turbación.

– ¿Sí? -los ojos endrinos del padre se iluminaron. ¿Cuál?

– El Scrutinio Scripturarum.

– Ah -volvió a ensombrecerse.

– ¿Lo conoces?

– Sí, por supuesto.

– ¿Sabes que me parece falso? -aventuró un calificativo.

Su padre cerró los ojos. ¿Le había entrado arena? Empezó a restregarse.

– Sentémonos aquí -propuso aparentando dispersión.

– ¿Has escuchado? -reclamó Francisco.

– Que te pareció falso, dijiste… -tendió el sambenito como una alfombra. Sus articulaciones dolían.

– Saulo, el judío que defiende la ley de Moisés -contó exaltado-, se deja ganar como un idiota. Desde la primera página está condenado a perder. Sólo habla para que el joven Pablo le salte encima y lo refute.

– Tendrá más razón Pablo -lo consoló.

– Pablo tampoco me convence. No escucha -Francisco se enardecía-. No es un diálogo. Todo está escrito para demostrar que la Iglesia es gloriosa y la sinagoga un anacronismo.

– La Iglesia valora mucho esta obra. Se ha distribuido por doquier.

– Porque le rinde pleitesía -se llevó la mano a la boca al advertir la temeridad de sus palabras; trató de corregirlas-. No la defiende con las armas de la verdad, papá.

Don Diego intuyó que su hijo se deslizaba hacia una pendiente.

– ¿Cuáles son las armas de la verdad? -su respiración también se agitaba.

Francisco miró hacia atrás, hacia el acantilado ocre con salteadas guedejas verdes y hacia el Norte y el Sur de la playa vacía. Nadie lo escuchaba: podía seguir abriendo sus dudas, su fastidio y rebelión.

– ¿La verdad? -sus ojos refulgían-. Responder si a partir de Jesucristo vivimos realmente en los tiempos mesiánicos que anunciaron los profetas. La Biblia asegura que los judíos dejarían de sufrir persecución tras la llegada del Mesías y ahora no sólo la sufren, sino que ni tienen derecho a existir.

Diego Núñez da Silva lo miró con susto.

Francisco le apretó su arrugada mano.

– Papá. Dímelo de una vez…

Las olas se desenrollaban sobre la arena con un rumor caudaloso y dibujaban a su término una larga serpiente de espuma.

– No quiero que sufras lo que yo he sufrido -respondió quedamente.

– Ya lo dijiste. Pero el sufrimiento es misterioso, depende como lo sientas -Francisco lo alentaba a sincerarse.

– Yo no creo en la ley de Moisés -afirmó de súbito don Diego.

Francisco abrió grande los ojos, azorado.

– No es verdad…

Su padre se mordía los labios. Masticaba vocablos y pensamientos.

– No lo creo en lo que no existe -añadió.

– ¿Dices que no existe la ley de Moisés?

– Es un invento de los cristianos -agregó-. Desde su visión cristocéntrica han armado algo equivalente para los judíos. Pero para los judíos sólo existe la ley de Dios. Moisés la ha transmitido, no es el autor de ella. Por eso los judíos no adoran a Moisés, ni lo consideran infalible, ni absolutamente santo. Lo aman y respetan como gran líder, le dicen Moshé Rabenu, «nuestro maestro»; pero él también fue castigado cuando desobedeció. En la Pascua judía, cuando se narra la liberación de Egipto, Moisés no es mencionado nunca. Quien libera es Dios.

– En esa ley crees, entonces -Francisco lo encerró para aclarar sus dudas de una buena vez.

– En la ley de Dios.

– ¿Eso es la horrible inmundicia que llaman judaizar? -su insistencia era implacable.

Don Diego lo miró a los ojos.

– Efectivamente, hijo: respetar la ley de Dios escrita en las Sagradas Escrituras.

El fragor de las olas contribuía a la soledad del ambiente. El rodar de las aguas magnificaba la quietud de la arena, del acantilado, de la atmósfera. Francisco estudió la leñosa cara y los dedos sarmentosos que jugaban con un montículo blanquecino. Eran el rostro y las manos de un hombre justo. Sintió arrebato.

– Quiero que me instruyas, papá. Quiero convertir mi espíritu en una fortaleza. Quiero ser el que soy, a imagen y semejanza del Todopoderoso.

El viejo médico sonrió.

– Lee la Biblia.

– Sabes que lo vengo haciendo desde hace años.

– Por eso me entiendes en seguida, Francisco.

Francisco se sentó junto a su padre, también de cara al océano. Sus hombros se tocaban. Sentían un íntimo regocijo por la explicitación de la alianza. Al padre le encendía un inefable orgullo: la calidad de su simiente. Al hijo le embargaba una intensa emoción: la integridad de su ascendencia. Por fin consiguieron transmitirse el tenaz secreto. Por fin se confiaban por entero.

– Siento que no estoy solo, papá -extendió sus manos hacia adelante, hacia el índigo con resplandores de plata; luego hacia arriba, hacia las gaviotas que navegaban sobre ondas invisibles-. Pertenezco a una familia llena de poetas, príncipes y santos. Mi familia es innumerable. Así me enseñaste desde niño.

– Perteneces a la antigua Casa de Israel, a la sufrida Casa de Israel, que es también la Casa de Jesús, de Pablo, de los apóstoles.

– Mi sangre abyecta es igual a la de ellos. Tan digna como la de ellos.

– Eso no lo pueden aceptar. No lo quieren ver. Trazan una frontera alucinada entre los judíos a quienes veneran y los judíos a quienes desprecian y exterminan.

– El Scrutinio pretende agrandar esa frontera, precisamente -Francisco no podía quitarse la acidia del libelo-. Saulo y Pablo: los pinta próximos, pero tan distintos. El apóstol San Pablo había sido el rabino Saulo antes de la conversión, como Pablo de Santamaría había sido el judío Salomón Halevi. Halevi se olvidó de su origen; su ambición lo llevó a tanta indignidad, papá.

– Su miedo, hijo… -le corrigió-. El miedo es peor que la muerte. Yo he tenido ese miedo.

Francisco asintió con pena. Era el punto más doloroso.

– Por miedo abjuré, lloré, mentí, confesé -murmuró el padre-. Se desintegró mi persona… Decía lo que me ordenaban.

– Papá, por favor, dime: ¿en algún momento volviste a la fe católica?

Abrió las manos, repentinamente sorprendido. Se mesó la barba.

– Preguntas si volví… Pero ¿alguna vez estuve en ella? Para los católicos, basta recibir el bautismo. Pero eso lo fuerzan. El proselitismo así es fácil. Pero quien es bautizado contra su voluntad no cree con el corazón. Es como si te pidiesen que jures lealtad a alguien pero otro lo hace por ti; luego te llaman traidor por no ser leal a quien jamás juraste lealtad… Un mecanismo que haría sonreír, si no fuese trágico.

– ¿El bautismo no derrama la gracia?

– La gracia llega con la fe. Hijo: muchas veces he deseado tener fe en los dogmas de la Iglesia para dejar de ser un perseguido. Me has visto en los servicios y las procesiones: no siempre concurro para simular. Me concentro, escucho, rezo, trato de sentir. Pero sólo veo una ceremonia ajena.

– ¿Dejarías de ser judío, papá?

– Como tantos. Como millones. Pero también tendría que dejar de ser quien soy. Olvidar a mis padres, mi historia, la llave de hierro. Pensar de otro modo. Se quiere, pero no se puede.

– No es sólo la religión, entonces.

– Por supuesto. Es algo más profundo.

– ¿Qué?

– No lo consigo atrapar. Quizá sea la historia. O el destino común. Los judíos somos el pueblo de la Escritura, del libro. La historia es libro, letra escrita… ¡Qué paradoja!, ¿no? Ningún otro pueblo ha cultivado tanto la historia y, al mismo tiempo, es tan obstinadamente castigado por ella.

Al rato, el padre murmuró:

– No es fácil ser judío como no es fácil el camino de la virtud. Ni siquiera eso: no está permitido ser judío.

– ¿ Entonces?

– O te conviertes de corazón…

– El corazón no responde a la voluntad -lo interrumpió Francisco-, lo acabas de reconocer.

– O simulas. Es lo que hago.

– Representación, apariencia. Somos iguales o peores que ellos -meneó la cabeza, apenado-. Qué triste, que indigno, papá.

– Nos obligan a ser falsos.

– Aceptamos ser falsos.

– Efectivamente.

– ¿No hay otra posibilidad?

– No hay. Somos reos de una prisión indestructible. No hay alternativa.

Llegaba el momento de marcharse. La grisácea cortina de nubes se inflamaba en el horizonte. Empezó a refrescar. Las olas avanzaban sobre la arena.

– Me cuesta resignarme -musitó Francisco-. Presiento que existe otro camino, muy estrecho, muy difícil. Presiento que romperé los muros de la prisión.

90

Un nuevo adversario del Santo Oficio se yergue cautelosamente -barruntaba en su adusta cámara el inquisidor Andrés Juan Gaitán-. Es más peligroso porque une a su vigor una devastadora habilidad política. Nació para defender la religión verdadera del asalto protestante, pero maniobra para quedarse con todo el poder de la Iglesia: la Compañía de Jesús. Desarrolla una ambivalencia sutil: agresividad y piedad. Los jesuitas, en el corto lapso de su existencia, ya se han colocado a la par de las otras órdenes religiosas. No conformes con tanto éxito, suelen informar descaradamente sobre debilidades e incompetencia de los dominicos, franciscanos, mercedarios y agustinos para, indirectamente, demostrar que son los mejores. Su falta de modestia les ha permitido avanzar en todos los terrenos. Han encandilado a Roma y Madrid. Su próximo objetivo, que abordarán con retorcidas estrategias, es el Santo Oficio. Debo conversar sobre este punto con mis colegas inquisidores. Pero también con ellos (¡hasta qué punto han avanzado en su penetración!) debo hacerlo cuidadosamente. No vayan a suponer que me mueven intereses ajenos a la pura defensa de la fe.

Una muestra cabal del retorcido método que usan los jesuitas para ganar poder es su política con los indios. Insisten en las técnicas piadosas. Aseguran que evangelizan más rápido y mejor. Son unos pícaros: en primer término, carecen de originalidad porque desde fray Bartolomé de Las Casas en adelante, muchos sacerdotes ya han pleitado en favor de los naturales. En segundo término, su objetivo no se reduce a la evangelización, sino aprovecharla en beneficio de su poder. Las reducciones de indios que empiezan a construir lo evidencian: quieren formar verdaderas repúblicas bajo su exclusiva jurisdicción. Con la excusa de que los encomenderos son crueles y voraces han excluido otra presencia que no sea la suya. Son encomenderos con sotana. Y muy ambiciosos.

Otra acción similar se cumple ante nuestras narices. Si tiene éxito, habrá un cierre de pinzas contra Lima: el virrey, el arzobispo y la Inquisición deberemos inclinarnos ante la todopoderosa Compañía de Jesús. Lo digo por lo siguiente: de un lado crecerá la república jesuítica del Paraguay con millares de indios guaraníes a su servicio; del otro, la república jesuítica de Chile con millares de indios araucanos. Ambos bloques nos asfixiarán y someterán. Esto, tan evidente como el sol, no se ve por la intensidad de su misma evidencia. Los jesuitas tienen la gazmoñería de presentar sus éxitos corporativos como victorias de la fe. Y logran ser creídos.

Que pretenden socavar la autoridad del Santo Oficio cae de suyo. Quitan importancia a la vigilancia de los cristianos nuevos, opinan que las prácticas judaizantes no conmoverán a la Iglesia e insisten en la prioridad de la evangelización indígena. El Santo Oficio no se ocupa de evangelizar, sino de impedir que se inoculen venenos a la fe. Pero en las Indias los jesuitas no se interesan por los venenos. Más aún: los descalifican. Indirectamente, entonces, descalifican al incomparable antídoto: la Inquisición.

No me asombra que el marqués de Montesclaros haya establecido una alianza con la Compañía. Este hombre se aliaría con Lucifer para perjudicar al Santo Oficio. Parece no haberse dado cuenta de la inmensa reducción jesuita que se proponen levantar en Chile. Ahí el rostro visible de la Compañía es el padre Luis de Valdivia, un hombre astuto que simula infinita bondad. Ha conseguido poner a su favor a la corte de Madrid y de Lima. Increíble. Ni siquiera habla bien: pone un vocablo en lugar de otro, olvida palabras. Un hombre así no obtendría confianza ni recursos si no estuviese apoyado por eminencias que se mueven en las sombras. Según su opinión, hay que abolir la servidumbre personal y los malos tratos, respetar los territorios indígenas y predicarles el Evangelio en su lengua. Los ejércitos se limitarían a defender el terreno adquirido. Este plan ha sido bautizado guerra defensiva (defensiva para la Corona, ofensiva para la Compañía de Jesús). En efecto, serían jesuitas quienes se internarían en los territorios vedados al ejército y allí edificarán reducciones tan grandes como las del Paraguay.

El padre Luis de Valdivia, apoyado por el Rey, el virrey y el gobernador (no le falta nadie), convocó a un aparatoso parlamento con los caciques. Les prometió la paz y dispuso que tres jesuitas se internaran en los bosques de Arauco para predicarles el Evangelio en el idioma nativo. Algunos opinan que la ingenuidad de Valdivia tocaba lo maravilloso. Yo creo en lo opuesto: su ambición lo aceleraba y enardecía. Anhelaba controlar de inmediato en esas extensiones. No midió los riesgos, ni el rencor, ni la ferocidad de los araucanos. Es el responsable por la suerte de esos frailes, que fueron despedazados salvajemente. El castigo del cielo no podía ser más elocuente. Pero los jesuitas no se dieron por aludidos. En lugar de reconocer su error y disculparse ante los hombres experimentados que enronquecieron machacando advertencias, y anular su plan de indebida y oblicua conquista, se dedicaron a revestir la inútil muerte de sus hermanos con el disfraz del martirio. ¡Nada los frena en su ambición! Leo el juego de la Compañía y no caeré en él. Nuestra estrategia deberá consistir en sabotear sus éxitos. Por lo tanto, convertiremos cada presunto milagro jesuita en un sospechable truco del demonio. De esta forma les meteremos miedo y los tendremos a raya. Nuestras hogueras tienen poder de la convicción.

91

¿Quién no sabía que la sorda guerra entre diversas jurisdicciones del Virreinato -poder civil, Iglesia, Santo Oficio, Compañía de Jesús- se agregaba a la lucha dentro de cada jurisdicción? La consigna indicaba uniformar esa variedad incontrolable bajo la autoridad del Rey y la fe en Cristo los inquisidores maldecían al virrey y éste no los regateaba su venenosa reciprocidad. El arzobispo tenía severas disputas con ambas partes por violaciones a sus respectivos límites. Hasta el Cabildo de Lima, que tenía una labor estrictamente municipal, pretendía meterse en la intimidad de los conventos, cárceles de la Inquisición y negocios del virrey. La Audiencia, encargada de la justicia, se veía interferida, sobornada y burlada y devolvía las atenciones con otras interferencias, sobornos y mofas. Incluso la Universidad de San Marcos, orgullo del Virreinato, era prisionera de todas las jurisdicciones a la vez y contaminada por sus conflictos.

Esta lucha constante fue interrumpida bruscamente. El autor del milagro no fue uno de los protagonistas locales, sino un holandés. Se llamaba Joris van Spilbergen (nombre que, en español, se simplificaba como Jorge Spilberg). El licenciado Diego Núñez da Silva recibió la orden de evacuar a los enfermos crónicos del hospital portuario y prepararse para recibir heridos. Francisco, Joaquín del Pilar y demás estudiantes, bachilleres, licenciados y doctores de Lima fueron emplazados para dirigirse al Callao y colaborar en la defensa. Joris van Spilbergen era un pirata dispuesto a convertir en cenizas la Ciudad de los Reyes.

Una súbita solidaridad sopló como viento nuevo en el Perú. Españoles, criollos, indios, mestizos, negros, mulatos, zambos, seglares, nobles, artesanos, labradores, mercaderes y eclesiásticos marginaron transitoriamente sus rencillas para unirse en contra del enemigo externo.

Holanda, luego de sostener cuarenta y dos años de lucha para conquistar su independencia, había conseguido un progreso asombroso, La interminable guerra de Flandes (en la que había intervenido el capitán de lanceros Toribio Valdés y a la que su hijo Lorenzo aún soñaba incorporarse) concluyó en un pacto sui géneris. Pero el monopolio que España había pretendido imponerle obligó a que los holandeses buscasen con las armas en la mano los productos que necesitaban en los mares de Asia. Por eso las cláusulas del acuerdo sólo se aplicaron en Europa, no en ultramar. La guerra prosiguió en las remotas Molucas y archipiélagos vecinos. Ahora parecía extenderse a las Indias Occidentales. Era novedoso e intolerable para España que los Países Bajos también le disputasen en América.

Los holandeses decidieron explorar una nueva ruta hacia el Asia por el estrecho de Magallanes. Formaron una escuadra con abundante tripulación y la confiaron al inteligente y maduro almirante Van Spilbergen. Los buques atravesaron el Atlántico sin inconvenientes, excepto el conato de sublevación en uno de ellos. Arribaron a las costas del Brasil. Luego prosiguieron hacia el Sur: tenían que cruzar el estrecho antes de que los vientos invernales frustraran su propósito. La aventura era altamente peligrosa y una de las naves, aprovechando el amparo de la noche, desertó. El almirante recordó escuetamente: «tenemos la orden de pasar por el estrecho de Magallanes; y yo no tengo otro camino. Que nuestras naves no se separen». La escuadrilla penetró en el laberinto de hielo pese a los riesgos de naufragio. Los canales eran blancos sepulcros donde los silbidos anunciaban la muerte. Las olas rompían contra los muros de mármol y los aludes de espuma ocultaban el zigzagueante camino. Los barcos podían quebrarse contra los bloques helados o encallar entre las rocas. La ruta era embustera: un día creyeron que estaban nuevamente a la entrada del estrecho. Finalmente se reunieron los cinco buques en la bahía de Cordes, tras esquivar marejadas y corrientes que podían haberlos hundidos. Agradecieron la ayuda de Dios.

Mientras, los espías españoles destacados en Holanda se enteraron de esta misión intrusita e hicieron la denuncia a Madrid. Mientras Spilbergen se aprovisionaba de leña, agua y víveres en el Sur de Chile, navegaban hacia Lima las advertencias sobre su avance y peligrosidad. Pronto se agregarían las noticias de sus últimas acciones.

El marqués de Montesclaros consultó a sus asesores, pero en la soledad de su poder prefirió designar jefe de la flota virreinal a su sobrino Rodrigo de Mendoza. Era un hombre joven y valiente, aunque sin experiencia. El nepotismo del virrey no cedía ni siquiera ante una amenaza de esta envergadura.

Los holandeses navegaron hacia el Norte manteniendo la costa chilena a la vista. Cuando les parecía encontrarse frente a lugares despoblados y fértiles, desembarcaban por una jornada y renovaban sus provisiones.

En tierra aumentaba el miedo a enfrentados. Se trataba de filibusteros protestantes que no hesitarían en vejar a los españoles de la peor manera (aunque negociaban con los indios y no asesinaron a los pobladores de la isla Santa María, donde fueron agasajados por su alebronado corregidor).

Llegaron a Valparaíso y cundió el pánico. La escuadrilla extranjera, con su orgulloso velamen desplegado, siguió hasta la playa de Concón. La esperaba un grupo de 700 hombres, en su mayoría enviados desde Santiago de Chile. El navío San Agustín que permanecía anclado en la costa, listo para zarpar con sus mercaderías, fue hundido precipitadamente por los mismos defensores ante el peligro de que los holandeses consiguieran apoderarse de su cargamento. Spilbergen bajó a tierra con 200 hombres y una pieza de artillería. Los españoles incendiaron sus casas mientras los holandeses hacían fuego. Hubo más destrozos y gritos que víctimas. Durante la bruma del anochecer el invasor decidió reembarcarse para embestir cuanto antes las fortificaciones del Callao. Se decía que un hombre menos aguerrido que el pirata Spilbergen se habría dado por contento y hubiese dirigido su escuadrilla hacia las Molucas, que era su destino final. Pero sabía que Lima era el centro económico y político del Virreinato, la aprovisionadora del oro y la plata que los galeones derramaban en Sevilla.

El sobrino del virrey Montesclaros escogió interferir a los raqueros protestantes en alta mar. Tenía motivos para no confiar en la defensa terrestre porque las tropas estaban mejor preparadas para un desfile que para una batalla en serio.

La vigilia se cargó de tensión. Más de 2000 hombres fueron apostados con arcabuces, espadas y cuchillos para repeler el desembarco inminente. A Francisco le entregaron una lanza y una adarga. Se sintió ridículo. La mayoría de los vecinos no sabían usar con destreza las armas que se distribuyeron. Los oficiales encargados de artillería recién se enteraron de cuán deteriorados estaban los cañones: simples monumentos que no se usaban ni para ejercicios; en muchos de ellos no calzaban los proyectiles. La desesperación aumentó la ira y algunas piezas fueron destrozadas a patadas.

Los sirvientes multiplicaron antorchas hasta los puestos lejanos para mostrar a los filibusteros que había mucha gente en guardia insomne. Los clérigos recorrían los grupos y se detenían entre los soldados para echarles la bendición. Los soldados recibieron la consigna de distribuirse también a lo largo de la costa y vigilar a los vecinos para impedir que el miedo fomentara su deserción. Entre ellos, montado, daba órdenes Lorenzo Valdés.

El frío de julio calaba los huesos. Había mucha gente nerviosa y sin saber qué hacer. Se habían encendido fogatas para hervir sopas. A su calorcito se aproximaban los inexpertos defensores. Necesitaban comentar versiones. El sobrino del virrey era un mozalbete irresponsable para unos y un brazo implacable para otros.

– Será comido vivo por el holandés -aseguró un vecino mientras sorbía ruidosamente el caldo de su jarra.

– No es verdad. Capará al holandés y le meterá las bolas en la boca -replicó un joven exaltado.

– Es cierto -apoyó otro hombre mientras tendía su jarra al negro que hundía el cucharón en el caldero-. Los piratas ni se atreverán a pisar tierra. Miren todas las antorchas encendidas: se pierden en la distancia. Saben que somos millares de soldados.

El vecino escéptico largó una carcajada socarrona:

– ¿Millares de soldados? Unos pocos, no más. Somos millares de vecinos sin entrenamiento. Eso somos.

– ¿No será usted portugués? -se enojó el joven.

– No. ¿A qué se debe la insinuación? ¿Acaso pronuncio mal el castellano?

Francisco se sintió incómodo. Su padre era un médico portugués que hacía guardia abnegadamente en el hospital y atendería a estos hijos de puta en caso necesario.

– Los portugueses se alegran con las provocaciones de Holanda.

– Yo no me alegro, jovencito -reprochó con énfasis-. Ni soy portugués. Además, le ruego que no sea bruto y no confunda.

– No le permito…

– Es usted demasiado pequeño para darme permisos. Le decía que no confunda -lo apuntó con su jarra; los ojos chisporroteaban-: una cosa son los portugueses y otra los judíos portugueses -acentuó la palabra judío.

El correo se silenció ante la repentina autoridad del hombre. Sólo llegaban las voces de otros grupos, relinchos de caballos y el rumor incesante de las olas.

– Los judíos portugueses son quienes se alegran -aclaró al rato-. Los protestantes son sus amigos en el odio a nuestra fe.

Francisco no pudo seguir bebiendo su ración. Quería arrojársela a la cara.

– Todos los portugueses son judíos -afirmó otro hombre.

– No todos.

– Yo no conozco uno solo que no lo sea.

Francisco giró hacia los cascos que se aproximaban. Era Lorenzo. Le hizo señas.

– ¡A desconcentrarse! ¡Vamos! -rezongó el apuesto jinete-. ¡Cada uno a su lugar!

Los hombres se hicieron llenar nuevamente las jarras y se dispersaron lentamente por las murallas de sombra.

– ¿Cómo estás? -se alegró Lorenzo al verle la lanza y el escudo apenas iluminados por la fogata.

– Mal -sonrió Francisco.

– ¿Tienes miedo, acaso?

– Estaría mejor aprontando instrumentos en el hospital, que con estas armas.

– Es verdad que no te sientan -rió.

– Pero órdenes son órdenes.

– Así es -acarició la cerviz de su caballo-. Un médico también debe empuñadas. ¿Acaso tu padre no hacía guardia en Ibatín?

– Yate lo conté. Es cierto.

– Tú haces guardia en el Callao -se acomodó el morrión-. A propósito: ¿cómo está él?

Francisco bajó la cabeza. Lorenzo se arrepintió de la pregunta.

– Discúlpame.

– Nada que disculpar… Está decaído y enfermo. Permanece en el hospital. Es su puesto. Atenderá los heridos.

– Si los hay.

– ¿No crees?

– Mira la línea de antorchas. ¿Supones que unos pocos piratas desembarcarán para hacerse carnear por miles de soldados?

– No son todos soldados.

– Ellos no lo saben -tironeó

Francisco.

– Adiós.

Francisco caminó hacia la muralla y se sentó en el paramento. Apoyó las armas contra el muro, aflojó su cinto y se acurrucó bajo su sombrero y su manta. Debería dormir un poco. Revoloteaba una nueva acusación: «portugués». Hasta entonces era necesario demostrar que no se tenía la abyecta sangre de judío, ahora había que agregar que no se tenía la sospechosa nacionalidad de portugués.

Horas más tarde se irguieron tras la línea del horizonte los temidos velámenes. Aprovechaban el viento en popa para acercarse rápidamente al Callao. Spilbergen -asesorado por el diablo, cundía- no sólo vio las antorchas: sabía del cansancio, inexperiencia y miedo de los defensores. Sus cuatrocientos corsarios alcanzaban para romper las barreras, vencer a los soldados y levantarse un botín sin precedentes.

Rodriga de Mendoza saltó a su nave y ordenó atacarlos en el mar. Su pequeña flota se precipitó desordenadamente contra los intrusos. La tierra se encendió de pavura. Los oficiales recorrían al galope los puestos y empujaban a los remisos. Los artilleros transpiraban con la infecunda recuperación de los cañones. Los negros eran corridos hacia la playa para que sus pechos sirviesen de primera oposición al desembarco. Francisco se apostó junto a otros defensores provistos de adargas y puñales.

El choque estalló a la altura de Cerro Azul. El recíproco bombardeo levantó una humareda que ocultó las naves. Por entre los densos globos cenicientos relampagueaba el fuego de los cañonazos. Muchos hombres cayeron al agua. Desde tierra no se podían diferenciar las banderas en medio de las espumas cargadas de tizne. Sin embargo, era evidente que la batalla se iba aproximando al puerto a medida que concluía la terrible jornada. Las explosiones sonaban con intensidad creciente y se podían oler las nubes de pólvora. Rodriga de Mendoza, sucio de hollín y de sangre, creyó adivinar la maniobra de Spilbergen: aprovechaba la penumbra del ocaso para llegar a la costa. Ordenó perseguido resueltamente. Le disparó varios cañonazos. La oscuridad aumentó y fue imposible reconocer a tiempo el trágico error: no estaba atacando a la nave capitana del holandés, sino a una de sus propias galeras, que se hundía en medio de una vocinglería espantosa. Spilbergen, más experimentado, se dedicaba a recoger a sus hombres y apuntaba la proa hacia el refugio que ya había acondicionado en una anfractuosidad de la isla San Lorenzo para curar los heridos y hacer las reparaciones de su escuadrilla.

Las naves piratas volvieron a romper la quietud del horizonte tres días después. Los cinco barcos, en acelerado avance, produjeron una conmoción indescriptible. Varios clérigos, sin las debidas precauciones, alzaron las imágenes de los santos, las cargaron en andas y trasladaron a la orilla del mar: desde allí podrían brindar mejor ayuda contra los enemigos de la fe. Volvieron a distribuirse armas. A Francisco le entregaron esta vez un arcabuz.

– Yo tenía adarga y lanza -dijo.

– ¡Coja esto y no proteste, carajo! -el fastidiado oficial lo empujó hacia la muralla mientras tendía otro arcabuz al vecino siguiente.

Los soldados golpeaban con el plano de sus espadas a los negros e indios que se resistían a alinearse en la playa para ofrecer sus pechos. El almirante de la flota no alcanzó siquiera el muelle cuando un bombazo estruendoso desmoronó la esquina de San Francisco. Otro proyectil pasó por encima de la población y desbarató chamizos marginales. El pánico se generalizó. Ya era tarde para detenerlo en el mar. Las rogativas, bendiciones y confesiones se elevaban con más fuerza que las nubes de pólvora.

Spilbergen, empero, no había planificado librar una batalla terrestre: era desproporcionado el número de hombres. Se despedía con una risotada, como buen engendro de Satanás.

El virrey extrajo enseñanzas de este suceso cruel y humillante: dispuso perfeccionar la minúscula armada y corregir su artillería inservible; la guerra no sólo debía librarse contra los naturales y los competidores internos, sino contra los enemigos de España.

El inquisidor Andrés Juan Gaitán fue más lejos aún. Opinaba que la incursión de los holandeses no sólo respondía a la ambición de su comercio y el creciente odio a la Iglesia, sino a los pedidos de los marranos portugueses. En su afán de volver a los inmundos ritos, convencían a los protestantes (holandeses, ingleses, alemanes) para venir a perturbar el orden de estas tierras. Muchos conversos habían logrado huir hacia el mar del Norte y, desde allí, estimulaban expediciones como la de Joris van Spilbergen. ¿Acaso los holandeses no atacaron el Brasil y, tras algunos éxitos, permitieron que los judíos retornasen a sus rituales y abrieran sus infectas sinagogas? Era una conspiración, obviamente. Por lo tanto, no alcanzaba con repeler los ataques esporádicos ni -como pretendía el ineficiente virrey- con mejorar la flota y la artillería: era preciso descubrir, perseguir y exterminar al enemigo interior. Andrés Juan Gaitán lo dijo frontalmente:

– El enemigo interior se llama marrano.

92

¡Buena me la hicieron! -cavilaba el marqués de Montesclaros en el galeón que lo llevaba de regreso a España-. Mientras yo defendía Lima y el Callao del pirata Spilbergen, Felipe III designaba mi sucesor. Es el injusto premio que debemos soportar los funcionarios abnegados y conscientes. Mis méritos no modificaron la decisión real porque sobre ella pesaban intereses espurios y la voluntad del inclemente Santo Oficio.

Mi sucesor es don Francisco de Borja y Aragón, conde de Mayalde. Pertenece a una familia plagada de escándalos y uniones ilícitas -que incluyen infiltraciones de moros y judíos-. Esa familia tuvo la fortuna de producir un hombre como San Francisco Borja, cuya santidad pudo lavar parte de sus máculas. Mi sucesor consiguió casarse con la hija del cuarto príncipe de Esquilache. De modo que vendió sus bolas para enfundarse un título de clarines. Se hace llamar, sin el mínimo pudor, príncipe de Esquilache, para que en la corte nadie se atreva a estorbarle el paso.

Se me hace que este príncipe de utilería gestionó su designación para venir a divertirse en el Perú y llenar sus cofres de oro sin pensar en los abrumadores conflictos aquí reinantes. De su cinto cuelga un reluciente espadín, pero su mano debe temblar ante el contacto de una espada. Es un cobarde. En octubre, cuando ya el pirata Spilbergen y sus navíos estaban lejos del Virreinato, él y su séquito de 84 criados permanecía en Guayaquil esperando seguridades de la Audiencia. No quería entrar en Lima antes de que estuviesen listas las defensas que yo mismo empecé a implementar. También dejó en Panamá a su primo para asegurar mejor esa plaza, tan codiciada por los filibusteros. En realidad pretendía asegurar su bienestar en Lima. Y no ha dudado en elegir a un pariente. Quienes me acusan de nepotismo deberían observarlo también a él.

Dicen que me imita, que es poeta. Por lo que conozco, escribe en forma lamentable. Se ufana de dominar el estilo humorístico. Es de los que piensan que hacer reír a un hombre equivale a desarmarlo y hacer reír a una mujer es ponerla al borde de la cama. Apenas desembarcó en el Callao, un autor local (imaginativo pero obsecuente) que yo he celebrado quiso ganar su favor enalteciendo su linaje. Se llama Pedro Mejía de Ovando y tituló a su obra La Ovandina. Como el nuevo virrey no se mostró dispuesto a una importante retribución, el interesado poeta deslizó en su linaje el nombre de algunos moros y judíos. Esta injuria determinó que los inquisidores Francisco Verdugo y Andrés Juan Gaitán tomaran inmediata ingerencia en el asunto y prohibieran el texto que, paradójicamente, había contado con la autorización de la propia víctima.

El primer trabajo de este príncipe al llegar a Lima fue enterarse de las defensas. Le pareció bien las que yo puse en marcha. Pero le preocuparon sus costos. Quería hacer buena letra con Madrid remitiéndole más fondos que los muchos que yo mandé, reservándose para si una gorda porción. El mantenimiento del ejército y la escuadra exigía muchos pesos, porque el casco de los barcos y su velamen se deteriora rápidamente por la humedad del aire y la salinidad de las aguas. El pánico que desencadenó el ataque holandés se tradujo en una emigración de numerosos vecinos que optaron por trasladarse a ciudades del interior. Para conservar una buena dotación de soldados y marinos había que pagar buenos y puntuales salarios. Todo esto exigía dinero y había que ajustar la administración. En sus primeras cartas al Rey no me hizo críticas aunque, indirectamente, insinuaba prontas y notables mejoras. Quería reducir drásticamente los costos de la armada y el presidio del Callao: amenazó a los contadores, recortó personalmente varias partidas, dijo que los 409 000 pesos a que ascendía mi fenecido presupuesto era un disparate. Después me reí a mandíbula batiente: todos sus desgañitados esfuerzos consiguieron reducirlos a 390 000…

Pero este príncipe de Esquilache no debería preocuparme más. Son otros quienes andan conspirando para hacerme un juicio de residencia. Son unos ingratos de mierda: nunca les parecieron suficientes mis favores.

Por suerte los juicios de residencia se reducen a la angustia del juicio en sí. El fallo y las consecuencias se demoran, se diluyen y se olvidan. Basta con tener buenos amigos en la corte.

93

La taberna vecina a la Universidad trepidaba risas, aguardiente y guisados picantes. Lorenzo Valdés, Joaquín del Pilar y Francisco solían encontrarse allí. Lorenzo gustaba pellizcar las nalgas de las negras que recorrían las mesas con sus fuentes humeantes y les pedía a sus amigos que no fueran afeminados, que hicieran algo peor. Después empujó a Francisco hasta un penumbroso aparte.

– Te aviso -lo miró desasosegado- que vienen tiempos difíciles para los portugueses.

Francisco le sostuvo la mirada. Sus pupilas refulgían entre las sombras y el humo.

– Yo soy criollo: nací en el Tucumán.

– No te hagas el distraído -Lorenzo se entristeció de golpe-. Ocurre algo feo -le cogió el brazo.

– Estoy dispuesto a escucharte.

– Creo, Francisco -tragó saliva-, que en Lima te cerrarán las puertas. Tu padre…

– Ya lo sé -interrumpió.

– Pronto conseguirás el título de bachiller. Es lo que pretendías ganar aquí. A partir de entonces…

– ¿Qué?

– Te vas donde no te jodan. Eso deberías hacer.

– ¿Existe ese lugar? -su rostro se convirtió en una mueca interrogativa.

– Lima es un puterío. ¿O no?

– ¿Ya no te gusta?

Lorenzo le apretó el brazo.

– Cuando atacó el pirata Spilbergen no te sentía cómodo con una lanza. ¿Vas a sentirte cómodo con las sospechas y calumnias? Aquí la intriga es el pan cotidiano.

– Yo no tengo manchas. Ni participo de intrigas.

– ¿A mí me quieres convencer? Yo no soy tu enemigo -movió su acusatorio índice en derredor-. En cambio, muchos de los que hoy beben junto con nosotros, mañana festejarían tu condena por el Santo Oficio.

– ¿Debo irme de Lima? -le subía la rabia-. ¿Debo huir esta noche?

– Me preocupa todo lo que se dijo de los portugueses en el cuartel: se dijo que invitaron a Spilbergen. Todos los portugueses son traidores y entregadores. Todos son marranos.

– Absurdo.

– Ya ves.

Francisco vació la jarra.

– ¿A dónde ir? -frunció el entrecejo-. ¿A Córdoba?

– ¿Volverías a Córdoba?

– No.

– Estoy de acuerdo.

– ¿A Panamá? ¿México? ¿La Habana? ¿Cartagena? ¿Madrid?

– No lo tienes que decidir ya.

– ¿Existe un lugar propicio, acaso? ¿Conoces alguna remota arcadia?

Lorenzo apretó los labios y lo palmeó afectuosamente.

– Debe existir.

– En Plinio.

– ¿Dónde?

– En los libros de Plinio -aclaró-. Allí viven los monstruos con pies para atrás y dientes en el abdomen.

Lorenzo rió.

– Dicen que los han visto en el Sur -recordaba-, en el país de Arauco.

– ¡Qué imaginación!

– El jesuita Luis de Valdivia tiene embelesado al nuevo virrey con sus relatos sobre Chile -Lorenzo levantó una jarra de aguardiente-. ¿Ves? Ahí tienes un nuevo lugar.

Francisco Maldonado da Silva sintió que algo importante se articulaba en su espíritu. ¿Sería Chile el escenario de su plenitud?


  1. <a l:href="#_ftnref26">[26]</a> Juicios que cobraron mucha importancia en las Indias por la abundancia de transgresiones y que se efectuaban después de concluir una gestión. Se perseguía con más celo las infracciones que redundaban en perjuicio de la Real Hacienda.

  2. <a l:href="#_ftnref27">[27]</a> La oración de Maimónides reza:«Ahora me dispongo a cumplir la tarea de mi profesión.»«Asísteme, Todopoderoso, para que tenga éxito en la gran empresa. Que me inspire el amor a la ciencia y a tus criaturas. Que en mi afán no se mezcle la ansiedad de dinero y el anhelo de gloria o fama, pues éstos son enemigos de la verdad y del amor al hombre, y me podrían también llevar a errar en mi tarea de hacer bien a tus criaturas. Conserva las fuerzas de mi cuerpo y de mi alma para que siempre y sin desmayo esté dispuesto a auxiliar y a asistir al rico y al pobre, al bueno y al malo, al enemigo y al amigo. En el que sufre hazme ver solamente al hombre.»«Alumbra mi inteligencia para que perciba lo existente y palpe lo escondido e invisible. Que yo no descienda y entienda mal lo visible y que tampoco me envanezca, porque entonces podría ver lo que en verdad no existe.»«Haz que mi espíritu esté siempre alerta; que junto a la cama del enfermo ninguna cosa extraña turbe mi atención, que nada me altere durante los trabajos silenciosos. Que mis pacientes confíen en mí y en mi arte; que obedezcan mis prescripciones e indicaciones. Arroja a su lecho a todos los curanderos y la multitud de parientes aconsejadores y sabios enfermeros, porque se trata de personas crueles que con su palabrerío anulan los mejores propósitos de la ciencia y a menudo traen la muerte a tus criaturas.»«Cuando médicos más inteligentes quieran aconsejarme, perfeccionarme y enseñarme, haz que mi espíritu les agradezca y obedezca. Pero cuando tontos pretenciosos me acusen, haz que el amor fortifique plenamente mi espíritu para que con obstinación sirva a la verdad sin atender a los años, a la gloria y a la fama, porque el hacer concesiones traería perjuicio a tus criaturas.»«Que mi espíritu sea benigno y suave cuando camaradas más viejos, haciendo mérito a su mayor edad, me desplacen y befen y, ofendiéndome, me hagan mejor. Haz que también esto se convierta en mi beneficio, para que conozca algo que no sé, pero que no me hiera su engreimiento: son viejos y la vejez no es un freno para las pasiones.»«Hazme humilde en todo, pero no en el gran arte. No dejes despertar en mí el pensamiento de que ya sé lo suficiente, sino dame fuerza, tiempo y voluntad para ensanchar siempre mis conocimientos y adquirir otros nuevos. La ciencia es grande y la inteligencia del hombre cada vez cava más hondo.»

  3. <a l:href="#_ftnref28">[28]</a> Antídoto universal que entonces se usaba contra los envenenamientos. La pólvora era considerada venenosa: se suministraba teriaca, por eso, a los heridos por armas de fuego.

  4. <a l:href="#_ftnref29">[29]</a> El barbero, enfermero, sirviente, mulato y bastardo Martín de Porres fue propuesto para su beatificación por el papa Clemente IX. La causa, sin embargo, fue detenida en el procedimiento vaticano durante una centuria. En 1763 fue proclamada la heroicidad de sus virtudes por un decreto apostólico. Pero su aprobación recién tuvo lugar en 1936 por el papa Gregario XVI, quien avanzó más aún, y lo reconoció Bienaventurado. El papa Juan XXIII, en mayo de 1962 -sobre las vísperas del Concilio Vaticano II- en una emotiva ceremonia, elevó al hermano San Martín de Porres a la veneración de loa altares. Es el primer santo negro de América.