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Muy por delante de los soldados que escoltaban a Lucca Vernaducci hacia el paso, llegó palabra al castello de que estaban en camino. Una partida de guardias fue despachada inmediatamente para encontrarles y ocuparse de que los hombres de Don Rivellio entraban seguramente en el valle. Ningún indicio, ni susurro, ni el más ligero murmullo de los leones se había oído. El palazzo bullía de actividad. Los sirvientes preparaban comida en las cocinas, y los barracones de visitantes estaban limpios y listos para los forasteros.
Sobreentendiendo como funcionaban los rumores domésticos, Nicolai sabía que Isabella había sido informada del desarrollo de los acontecimientos en el momento en que abrió los ojos. Entró en su dormitorio y la encontró ya vestida para montar al encuentro de su hermano. Le lanzó una radiante sonrisa, casi derribándole cuando se apresuró a sus brazos.
– ¡Lo he oído! ¡Voy al encuentro de Lucca! Pedí a Betto que tuviera mi yegua ensillada.
Las manos de Nicolai le enmarcaron la cara con exquisita gentileza.
– Espera otra hora o así. Sé que estás ansiosa por verle, pero no es seguro. Son hombres de Don Rivellio los que están con él. Si los soldados fueran simplemente una escolta, habrían dado la vuelta en el momento en que divisaron el paso. He ordenado que una gran partida de soldados se aposten a pocas millas fuera del paso, y otra está ahora desplegándose a lo largo de la entrada de los acantilados.
Los ojos de ella se abrieron de par en par.
– ¿Sabías que Rivellio estaba utilizando a Lucca como escudo para ganar la entrada al valle? ¿Y se lo permites?
– Por supuesto. Era la única forma de asegurarme de que el tuo fratello estuviera realmente a salvo. Si Rivellio no tuviese más necesidad de Lucca probablemente no se apuraría por mantenerle con vida.
– Yo creí que estabas dejando entrar a espías, no a un ejército entero -dijo ella alarmada.
– Un ejército no podría entrar en el paso sin mi conocimientos. Y una vez lo hiciera, estaría atrapado.
– ¿Los acantilados son seguros? No pueden invadirnos desde esa dirección, ¿verdad? -Estaba retorciéndose las manos con tanta agitación que él se las cubrió con sus propios largos dedos, dejando consoladoras caricias sobre sus nudillos.
– Asumo que ya tienen un espia en el valle, o no habrían intentado esa dirección. Hay una entrada, un túnel que serpentea a través de la montaña. Es un laberinto profundo bajo la tierra, pero si tienen un aliado, podrían tener una mapa mediocre.
– Si tienen un espia, saben de los leones y probablemente estén preparados para ellos también -señaló Isabella ansiosamente.
Estaba frencuendo el ceño, su cara tan aprensiva que Nicolai frotó la línea entre las cejas oscuras con el yema del pulgar.
– Uno no puede prepararse para la visión de un león, y ciertamente no en el calor de la batalla -Su voz era amable-. Don Rivellio solo imagina que puede entrar furtivamente en mis dominios -Había un brillo depredador en sus ojos-. Yo me preocuparé por Don Rivellio y lo que pueda estar maquinando, y tú concéntrate en la llegada a casa del tuo fratello. Ahora está a salvo, aunque muy enfermo. Se me ha dicho que te prepare para una vasta diferencia en su apariencia, pero esta vivo y ahí yace la esperanza. Yo me ocupare de Don Rivellio y su pretendida invasión.
Nicolai realmente sonaba como si lo estuviera esperando con ilusión, e Isabella le lanzó una mirada de reprimenda.
Él extendió el brazo casualmente y la cogió por la nuca.
– Debo pedir que permanezcas dentro de los muros del castello todo el tiempo. Insisto en que des tu palabra.
Ella asintió inmediatamente.
– Por supuesto, Nicolai. Pero me gustaría subir a las almenas para observar la aproximación de Lucca.
– Yo no puedo estar contigo… soy necesario para controlar a los leones en presencia de extraños… pero no te aventures cerca del borde-. Inclinó la cabeza y la besó. Lentamente. Gentilmente. Pausadamente. Su beso contenía calor y promesa, su lengua se deslizó a lo largo del labio inferior, savoreando, probando, hasta que ella abrió la boca para él.
Se estremeció de placer. Este floreció en su abdomen y se extendió, calor fundido que comenzó un lento ardor. Nicola alzó la cabeza reluctantemente, y bajó la mirada con evidente satisfacción hacia sus ojos entrecerrados.
– Lo digo en serio, cara. No más accidentes. Debo volver mi atención ahora al don y sus planes.
– Seré cuidadosa -le prometió solemnemente, encontrando dificil encontrar su respiración cuando él parecía robar el mismo aire a su alrededor.
Él se inclinó para tomar un último beso demorado antes de girarse y alejarse a zancadas. Isabella le observó marchar, pensando en él como un hombre nacido para dominar, nacido para la batalla. poder y responsabiliad se aposentaban bien sobre sus amplios hombros. En el momento en que había oído el nombre de Don Rivellio, un estremecimiento de apresión había bajado por su espina dorsal, pero Nicolai inspiraba confianza. Parecía completamente, casi arrogantemente, seguro de sí mismo, y se encontró sonriendo de nuevo, capaz de sentir la alegría de su inminente reunión con su hermano.
Isabella se apresuró a subir a las almenas, vagamente consciente de los dos hombres que la seguían como su sombra. Se paseó de acá para allá, esperando impacientemente. Algunas veces se detenía lo suficiente como para mirar hacia abajo al valle, rezando a la buena Madonna por un vistazo de los jinetes. Otras veces no podía quedarse quieta.
Un jinete solitario surgió a la vista en la distancia, casi parando su corazón. Se esforzó por identificarle mientras se acercaba. Montaba rápido, su caballo cubría el terreno en largas zancadas, con el jinete inclinado sobre el cuello. El aliento se le quedó atascado en la garganta con expectación. Este era el jinete de cabeza, llegando a alertarlos. Este pasó volando a través del arco abierto del muro exterior, gritando a los guardias y la gente que esperaba. Al momento reinó la conmoción, todo el mundo corría a toda prisa para terminar los preparativos finales para los visitantes.
Isabella se apresuró escaleras abajo y a través del palazzo, sin preocuparse por la propiedad, su corazón cantando ante la idea de ver a su hermano una vez más. Apenas podía contener su excitación, lágrimas de alegría chispeaban en sus ojos. Se abrió paso a través del patio, permaneciendo dentro de los muros, consciente de su promesa a Nicolai. Los vio entonces: una larga fila de soldados, una litera con una guardia de cuatro hombres a ambos lados de ella.
Se encajó un puño sobre los labios y tensó los músculos para evitar correr hacia adelante. Sarina se deslizó junto a ella para proporcionarle consuelo.
Las últimas pocas yardas antes de que los hombres traspasaran los muros exteriores a Isabella le parecieron toda una vida, pero se mantuvo en su sitio, habiendo visto a los soldados de Rivello esforzarse por captar vistazos del interior de la finca DeMarco. Estaban siendo conducidos lejos hacia la estructura maciza de las barracas, utilizadas para los soldados visitantes.
Cuando la partida atravesó el arco, Isabella se apresuró junto a su hermano, casi derribando a los guardias. Lucca intentó levantarse de la litera para alcanzarla, y entonces le tuvo entre sus brazos, apretando con fuerza, abrumado por lo delgado que estaba. Su pelo oscuro estaba veteado de gris, su cara marcada y pálida, el sudor humedecía su piel, aunque estaba temblando con estremecimientos febriles.
– Ti amo, Lucca. Ti amo. Creí que nunca volvería a verte -le susurró contra el oído, las lágrimas atascaban su garganta.
El cuerpo de él estaba delgado y temblaba, pero sus brazos la sostuvieron firmemente, y enterró la cara en su pelo.
– Isabella -dijo. Solo eso. Pero ella oyó su sollozo ahogado, el amor en su voz, y eso fue suficiente… valía la pena el peligro que había afrontado.
Cuando una tos rompió su cuerpo, ella se echó hacia atrás para mirarle. Vió las lágrimas bañando sus ojos y le abrazó de nuevo antes de ayudarle gentilmente a recostarse hacia atrás en la camilla.
– Por favor, cuidado con él -instruyó a los guardias. Después se giró hacia el ama de llaves-. Quiero que le pongan en una habitación cerca de la mía, Sarina. -Isabella apretó la mano de su hermano, y él aferró la de ella igual de firmemente.
– Don DeMarco dijo que tenía que tener la habitación justo junto a su suya -Estuvo de acuerdo Sarina, palmeando a Isabella gentilmente-. Ya está preparada para él.
Con lágrimas en los ojos, Isabella caminó junto a la camilla, sus dedos entrelazados con los de Lucca.
La habitación a la que le llevaron era más masculina que la de ella. Un fuego crujía en el hogar, y consoladoras y aromáticas velas estaban también encendidas en la cámara.
Dos de los hombres ayudaron cuidadosamente a Lucca a entrar en la cama. Al momento, él empezó a toser y sostenerse el pecho como si tuviera un gran dolor. Isabella miró ansiosamente a Sarina, aterrada de que pudiera perder a su hermano cuando finalmente había regresado a ella.
Habían pasado casi dos años desde que había visto por última vez a Lucca. Dos años desde que él la había ayudado a montar en la grupa de su caballo y la había enviado a huir con las joyas de su madre y los tesoros que pudieron recoger rápidamente. Había sido advertido de que los hombres de Rivellio venía a por él, que el poderoso don pretendía robar sus tierras y hacer asesinar a Lucca o arrestarle y que se le llevara a isabella. Lucca había enviado a Isabella a la ciudad vecina, donde unos amigos se ocuparon de ella mientras él era perseguido. En el momento en que oyó hablar de su captura, ella había empezado a buscar la entrada a las tierras de Don DeMarco sabiendo que él era el único con poder suficiente para ayudarla a ella y a Lucca.
Esperó hasta que los guardias se fueron y la puerta se cerró antes de caer de rodillas junto a la cama. Lucca envolvió sus brazos alrededor de ella y enterró la cara en su hombro, llorando sin vergüenza. Ella le sostuvo firmemente, las lágrimas manando por su cara. Nunca en todos sus años le había visto llorar.
Fue Lucca quien recobró la compostura primero.
– ¿Cómo te las arreglaste para hacer esto, Isabella? -Su voz era baja y ronca, sus dedos se apretaron alrededor del brazo de ella, como si no pudiera soportar romper el contacto-. Cuando vinieron a por mí, creí que me estaban llevando a mi ejecución. No dijeron nada. Vi a Rivellio. Estaba de pie sobre las almenas y los observaba llevarme. Se mostraba burlón. Yo estaba seguro de que estaba tramando algún truco -La empujó más cerca-. ¿Estás segura de que DeMarco no es un aliado de Rivellio?
– ¡No! ¡No, nunca! -Isabella estaba horrorizada de que su hermano hubiera llegado a semejante conclusión-. Nicolai nunca haría semejante cosa. Desprecia a Rivello. Estás a salvo aquí. De veras lo estás -Le alisó hacia atrás la maraña de su pelo. Estaba tan delgado, cada hueso pronimente, la piel gris, estirada sobre su forma larguirucha como si ya no encajara. Isabella pensó que su corazón se rompería en pedazos-. Todo lo que tienes que hacer es comer, dormir y fortalecerte de nuevo. Debes la vida a Don DeMarco… tu vida y tu fidelidad. Él es maravilloso, Lucca, verdaderamente un buen hombre.
Lucca se recostó hacia atrás sobre la cama, su fuerza abandonándole.
– ¿Los rumores sobre él eran inciertos entonces? -Sus pestañas caían, aunque se esforzaba por mirar a su hermana siempre, temiendo que si cerraba los ojos despertaría y descubriría que todo era un sueño-. ¿Recuerdas las historias sobre la famiglia DeMarco que solía contar para asustarte? ¿Eran solo rumores? -Cerró los ojos, su cuerpo prevaleciendo sobre su mente-. Te debo la vida, hermanita. Mi fidelidad es tuya.
Ella le alisó el pelo como si fuera un niño.
– Sarina te traerá una bebida caliente, Lucca, y puedes permanecer despierto. -No quería que durmiera, quería que aguantara. Se inclinó cerca-. No te esfumes, Lucca. Lucha por tu vida. Te necesito. Necesito que estés aquí conmigo, en este mundo. Sé que estás cansado, pero estás a salvo aquí. Todo lo que tienes que hacer es resistir.
Por un momento los dedos de él se cerraron alrededor de los suyos, pero estaba demasiado débil para abrir los ojos y despertarse lo suficiente como para reconfortarla. Permaneció arrodillada junto a él, observándole esforzarse por respirar roncamente dentro y fuera, observando como una tos asfixiante lo convulsionaba antes de poder una vez más yacer tranquilamente.
Isabella agradeció cuando Sarina entró enérgicamente y asumió el control, colocando numerosas almohadas bajo los hombros y espalda de Lucca, permitiéndole respirar más fácilmente. Dirigió a Isabella para que la ayudara mientras ella presionaba una bebida caliente de hierbas curativas contra su boca. Él sorbió, sin intentar sostener la taza, sus brazos pesados a los costados. Estaba dormido en el momento en que apartaron la taza de sus labios.
Isabella sujetó la mano de Sarina.
– ¿Que dice la sanadora? Está mal, ¿verdad?
– La buena Madonna velará por él -La voz de Sarina contenía gran cantidad de pasión-. Con un poco de ayuda de nosotras. -Palmeó el hombro de Isabella.
El ama de llaves abandonó la habitación, cerrando la puerta, dejando a Isabella a solas con su hermano. Se arrodilló cerca de la cama para mantener vigilia. Para mirarle. Para beber de él. Le miró fijamente, temiendo que si apartaba los ojos de él desaparecería.
– ¿Isabella? -La suave voz la hizo ponerse rígida-. Por favor, Isabella, solo escúchame antes de odiarme.
Isabella se giró para mirar a Francesca, que esta de pie justo dentro de la habitación. Parecía insegura, incluso nerviosa, sin mostrar su usual autoconfianza.
– No estoy enfadada contigo, Francesca -Con un pequeño suspiro, Isabella colocó la mano de su hermano bajo la colcha y se puso en pie para enfrentar a la hermana del don-. estoy herida y decepcionada. Creí que eramos auténticas amigas. Me permití a mi misma sentir gran afecto por ti, y me sentí traicionada por tus engaños.
Francesca asintió.
– Lo sé. Sé que lo que hice estuvo mal. Debería haberte dijo inmediatamente quién era. No quería admitir que era la hermana loca del don -Bajó la mirada a sus manos-. Tú no me conocías. No sabías nada de mí. cuando de repente aparecí en tu habitación, simplemente me aceptaste -Se frotó el puente de la nariz, un gesto que curiosamente recordaba a su hermano-. Contigo podía ser quienquiera que quisiera, no la hermana medio loca del don. Me estaba cansando del papel pero no tenía forma de cambiarlo hasta que tú llegaste al valle.
Isabella vio el dolor crudo en los ojos de Francesca, y le fue imposible no sentir compasión por ella.
– Tú eres la única amiga que he tenido nunca, la única persona que alguna vez me habló como si lo que yo dijera tuviera importancia. -Francesca atravesó la habitación para mirar al hombre que yacía en la cama, su respiración era áspera y harapienta-. Incluso confiaste en mí lo suficiente como para pedirme que cuidara de tu hermano. No quiero perder tu amistad. He pensado mucho en ello, y mi orgullo no vale lo que tú me das. -Se arrodilló junto a la cama-. Yo no hice lo que Nicolai dijo que hice. No sé por qué me acusa de ello, pero no lo hice. Yo nunca te haría daño. Pero no espero que aceptes mi palabra por encima de la de Nicolai.
Isabella lo consideró por un rato.
– ¿Es posible que no lo recuerdes? ¿Eres realmente consciente de lo que haces cuando eres la bestia? Quizás sin saberlo, no quieres compartir a tu hermano con nadie. Él es todo lo que nunca has tenido. Al igual que Lucca era todo lo que yo tenía. -Su voz era amable, compasiva. Se arrodilló junto a Francesca y tocó el pelo de su hermano.
Francesca sacudió la cabeza tercamente, un parpadeo de negativa cruzó su cara. Pero cuando abrió la boca para protestar, dudó, y el horror avanzó a rastras por su expresión.
– No sé, Isabella -murmuró-. Honestamente no lo sé. Pero no lo creo. Me encanta tenerte aquí. Te quiero aquí -Su expresión desafiante se desmoronó, y enterró la cara entre las manos-. Si hice eso, si te aceché como Nicolai dice que hice, entonces tienes que salir de aquí. Yo creía que Nicolai sería el que, contigo, liberaría el valle. Pero la bestia no es fuerte en mí; las voces son susurros, y el cambio raramente me toma. Nicolai es diferente; la bestia es mucho más fuerte en él.
Isabella no podía soportar la visión de los esbeltos hombros de Francesca sacudiéndose mientras la chica lloraba. Envolvió sus brazos consoladores alrededor de ella.
– Francesca, no lo sabes seguro. Quizás no fuiste tú. Un león rebelde fue tras de mí en el valle y de nuevo aquí en el castello. Ambas veces sentí la presencia de la entidad.
Francesca se puso rígida, después se derrumbó en los brazos de Isabella. Chilló como si su corazón se estuviera rompiendo. Sobre la cabeza de Francesca, Isabella vio a su hermano agitado, sus pestañas revoloteando, su expresión era preocupada. Sacudió la cabeza en advertencia, y él volvió a cerrar los ojos sin protestar. Abrazando a Francesca, acariciándole el pelo, observó a Lucca regresar al sueño intranquilo.
– Shhh, ahora, todo está bien, piccola -dijo cuando el llanto de Francesca no mostró signos de amainar-. Todo irá bien.
– ¿Por qué me hablaría Nicolai así? Sonaba tan frío -Levantó la cara arrasada por las lágrimas para contemplar a Isabella-. Sé que cree que estoy loca, pero que piense que deseo tu muerte… -Se interrumpió miserablemente.
– Lo siento, Francesca -murmuró Isabella-. Sé que él no quería herirte. Creo que Nicolai tiene miedo de lo que pueda hacerme él. Eso le está carcomiendo, así que me defiende de todo lo demás.
– Lo veo cada noche -murmuró Francesca, lanzando una mirada rápida hacia la cama, para asegurarse de que Lucca permanecía dormido-. Una y otra vez veo al mio padre desgarrando a la mia madre en trizas. Había tanta sangre. Era como un río rojo allí en el patio -Los sollozos la sacudieron de nuevo.
Isabella apretó su abrazo, sabiendo que Francesca era la niña de cinco años reviviendo el horror que había cambiado su vida para siempre.
– Yo estaba congelada. No podía apartar la mirada. El mio padre giró la cabeza y miró a Nicolai. Yo sabía que iba a matarle también. Él no me miró; no me vio allí. El mio padre solía llevarme por el palazzo, haciéndome girar en círculos. -Francesca se cubrió la boca cuando otro sollozo emergió, lacerante, doloroso, desgarrado de las profundidades dentro de ella-. Le quería tanto, pero no podía permitirle llevarse a Nicolai. Así que llamé a los leones, y ellos mataron al mio padre. No podía permitirle tener a Nicolai -Los grandes ojos oscuros miraron hacia Isabella en busca de perdón-. Lo ves, ¿verdad? No podía permitirlo.
– Yo te lo agradezco, Francesca, como estoy segura de que te lo agradece tu padre. Hiciste la única cosa que podías hacer, una decisión que ningún niño debería tener que hacer. Nicolai no duerme de noche tampoco. Él no olvida, y se culpa a sí mismo por no salvar a tu madre.
– ¿Pero cómo podía haberla salvado? -protestó Francesca.
– ¿Y cómo podías tú no salvar a tu hermano? -Isabella le besó la coronilla-. Nosotras pondremos orden en esto, piccola. Ahora no más lágrimas.
Francesca lanzó una sonrisa macilenta.
– No puedo recordar haber llorado antes.
Isabella rió suavemente.
– Tú haces las cosas a lo grande -observó ella-. Este, por cierto, es el mio fratello, Lucca.
Francesca agradeció volver su atención hacia el hombre dormido. Este parecía joven y vulnerable en su sueño, las líneas grabadas en su cara, visibles pero suaves en el reposo. Sin pensarlo conscientemente tocó el mechón gris en su pelo oscuro-. Ha sufrido, ¿verdad? Ese despreciable Rivellio le ha torturado.
Isabella contuvo el aliento. Por supuesto que Lucca había sido torturado. Rivellio nunca habría dejado pasar la oportunidad de infligir tanto dolor como fuera posible a un Vernaducci. No se había permitido a sí misma pensar demasiado estrechamente en las atrocidades que su hermano había sufrido a manos del don. Asintió, extendiendo la mano para tocar el brazo de él, su cara, solo para asegurarse por sí misma de que realmente estaba allí.
– ¿Todavía confiarás en mí para vigilarle? -Los dedos de Francesca acariciaban la cinta de gris en su pelo-. Te lo juro, cuidaré de él -Se mantuvo ella misma inmóvil, esperando ansiosamente una respuesta.
Isabella no cometió el error de dudar. Cada onza de ella era consciente de que Francesca era extremadamente frágil, y una palabra equivocada podría destrozarla.
– Con todo mi corazón, te agradeceré que me ayudes a devolverle su salud o hacer sus últimos días más cómodos.
La boca DeMarco se apretó tercamente.
– No serán sus últimos días -juró Francesca-. No permitiré que nada le ocurra.
– Eso está en manos de la Madonna -se recordó Isabella a sí misma y a Francesca.
Francesca la abrazó otra vez.
– Tengo que irme. Me veo horrible, y no quiero que el primer vistazo que me eche el tuo fratello le envíe gritando bajo la colcha.
– Dudo que ocurriera eso… tu sei bella -Isabella se inclinó para besarle la mejilla mientras le aseguraba a Francesca que era hermosa-. Pero entiendo la necesidad de verse perfecta cuando se conoce a un hombre guapo por primera vez -Tocó el brazo de su hermano porque no podía dejar de asegurarse a sí misma que estaba con ella.
– Vivirá -prometió Francesca. Levantándose de un salto, se retiró al pasadizo, dejando un silencio atrás.
Una suave risa escapó de debajo de la colcha.
– Eres la misma, hermanita, tu corazón compasivo es inconfundible -La voz de Lucca era adormilada, muy lejana, como si las hierbas en el té le hubieran dejado a la deriva-. Sus lágrimas eran genuinas. Me desgarraron hasta que deseé abrazarla. ¿Quién es?
– Francesca es la hermana menor de Don DeMarco. Creía que estabas dormido -Isabella intentó recordar qué se había dicho. No quería a Lucca ansioso por su relación con Nicolai.
– Estaba dormido, dentro y fuera, y la mayor parte de lo que oí no tenía sentido para mí. Creo que mezclé mis sueños con la realidad, pero alguien debería ocuparse de ella. Ninguna mujer debería tener que soportar tanta pena.
– Duerme, mio fratello, estás seguro aquí, y nadie es más feliz que la tua sorella. -Isabella le besó la sien y le apartó el pelo de la cara, agradeciendo poder sentarse junto a él y ver por si misma que estaba vivo. Después de un tiempo, apoyó la cabeza sobre la colcha y, sosteniendo su mano, se permitió a sí misma dormir.
Casi saltó fuera de su piel cuando una mano apretó su hombro. Nicolai. Conocía su tacto. Su fragancia. La calidez de su cuerpo. Él se inclinó para besarle la coronilla a forma de saludo. Su mano le dejó una caricia en el pelo.
– La sanadora dice que Lucca necesitará mucho cuidado. Más del qué tú puedes darle sola. Sarina te ayudará, pero necesitarás a otro que se quede con él durante la noche -Su voz evidenciaba una callada orden. Tiró de ella para ponerla en pie y al abrigo de su alto y musculoso cuerpo-. Sé que deseas quedarte a su lado día y noche para asegurar su recuperación, pero te enfermarías tu misma, y tu hermano no querría eso. Sabes que tengo razón, Isabella.
Isabella estaba demasiado agradecida por la vida de su hermano como para molestarse por que Nicolai estuviera dictando los términos del cuidado de Lucca por ella.
– He pedido ayuda a una amiga. Ella pasará las noches vigilándole por mí -Isabella deslizó sus brazos alrededor de la cintura de Nicolai. No sé como agradecerte apropiadamente lo que has hecho. No sé como pagártelo. -Apoyó la cabeza sobre su pecho, su oído sobre el firme latido del corazón. El amor fluyó, abrumándola haciendo que se sintiera débil por él. Supo en ese momento que amaba a Nicolai sin reservas, incondicional y completamente.
– Lucca es toda la familia que tengo en el mundo, y tú me lo has devuelto -Inclinó la cabeza para mirar al don, este hombre al que amaba más de lo que nunca había creído posible. Este hombre que creía que algún día podría destruirla.
Los brazos de él se apretaron a su alrededor.
– Tienes más que al tuo fratello, cara mía. Nunca olvides eso -Su voz fue gentil, un sonido suave y retumbante que pareció rezumar en su corazón y alma.
La pureza de sus sentimientos por él la sacudieron. Miró hacia arriba a esos ojos extrañamente coloreados, cautivada por él, atrapada por la intensidad que veía allí. Sus palabras le trajeron el recuerdo de las manos sobre su cuerpo, su boca tomando posesión de la de ella. Más que eso, las palabras trajeron la sensación de él envuelto a su alrededor, sus brazos sujetándola fuerte mientras vagaban hacia el sueño juntos. Con Nicolai, conocía una sensación de paz, de ligereza. Estaban hechos el uno para el otro, enmarañados y remontándose o simplemente yaciendo tranquilamente juntos.
Un golpe en la puerta hizo que Nicolai se desvaneciera de vuelta a las sombras del cuarto. Sonrió hacia ella, señalando a la puerta. Isabella, la abrió cautelosamente, exigiendo a los hombres que estaban allí de pie que mantuvieran las voces bajas.
– ¿Qué pasa? -preguntó a los dos sirvientes a los que Betto había ordeando guardarla dentro del palazzo-. Seguramente puedo estar a solas con el mio fratello.
– Signorina, Sarina está llamando a todos para ayudar en la cocina. Con tanto soldados que alimentar y vigilar, nos necesita allí. Pero Betto dijo que debíamos quedarnos para vigilarla.
Isabella miró hacia atrás en busca del permiso de Don DeMarco, quien alzó una ceja aristocrática hacia ella, después sonrió con la rápida y sardónica sonrisa de chiquillo que siempre le tiraba a ella del corazón. Se volvió a girar hacia los guardias.
– Estaré a salvo en esta habitación con el mio fratello. Vosotros ayudad a Sarina y después volved. Yo estaré aquí mismo, lo prometo.
– Pero signorina -protestó uno, claramente desgarrado.
Ella sonrió tranquilizadoramente.
– Dudo que un león encuentre el camino hasta aquí con la puerta firmemente cerrada. Hacedme saber cuando volvéis. -Cerró la puerta para evitar más conversación.
Nicolai extendió el brazo en busca de ella, atrayéndola con él a las sombras.
– Pero el león ya está en la habitación contigo -susurró él contra su oído. Su lengua le rozó una caricia hacia abajo por el cuello, enviando un estremecimietno de calor a enroscarse a través de su estómago-. No estarías a salvo si tuviera tiempo. Pero los leones están intranquilos, y mantenerlos calmados es un trabajo a jornada completa. Estaré muy agradecido cuando la trampa esté desplegada, y nuestro conejo, Don Rivellio, esté atrapado en nuestra red.
– Ve a trabajar entonces. Yo me sentaré aquí con Lucca y veré que duerma sin perturbación. -Isabella dio a Nicolai un empujó hacia el pasadizo.
Él le cogió la cara entre las manos y la besó sonoramente, dejándola sin aliento.
Isabella cogió la costura que Sarina atentamente había dejado para ella, pero era incapaz de pensar con claridad. Dejó caer varias puntadas antes de arreglárselas para conseguir que su respiración volviera a estar bajo control. Entonces oyó a alguien de nuevo en la puerta. El golpe fue tan suave que casi se lo perdió.
– ¿Signorina Vernaducci? -Brigita estaba retorciéndose las manos incluso mientras hacía una reverencia-. No puedo encontrar a Sarina o Betto, y hay un problema. ¿Vendría usted?
– Por supuesto. Pero necesitaré una doncella para sentarse con el mio fratello. Por favor encuentra a una al instante. La Signorina DeMarco llegará pronto, pero alguien debe sentarse con él hasta entonces.
Los ojos de Brigita se abrieron con sorpresa. Su cara palideció.
– ¿La Signorina DeMarco?
– No hay necesidad de una doncella -anunció Francesca, moviendose fuera de las sombras, obviamente habiendo utilizado el pasadizo oculto-. Y no tienes necesidad de apresurarte, Isabella. Yo velaré por él. -Miró a la joven doncella de arriba a abajo, con expresión arrogante.
– Gracias, Francesca -dijo Isabella con obvio alivio.
– ¿Qué pasa? -Inquirió mientras seguía a la doncella a través de los salones mientras la chica caminaba más y más rápido, con los hombros tensos en silenciosa desaprovación.
– Una mujer ha venido de una de las granjas. Su marido murió hace varios días de fiebre, y tiene cuatro bambini, el mayor tiene nueve veranos. Su granero ardió hasta los cimientos… un accidente atroz. Está pidiendo suministros que le presten ayuda hasta que puedan plantar y conseguir cosecha. Sin un hombre no sé como se las va a arreglar para hacerlo -añadió pesimista.
– ¿Se ha atraído la atención de Don DeMarco sobre esto? La mujer necesitará trabajadores que le presten ayuda -Isabella ya estaba calculando que ayuda necesitaría la viuda para su familia.
– Está ocupado reuniéndose con los hombres de Don Rivellio. Betto está en los barracones, y Sarina está en la cocina ayudando a Cook a preparar comidas para todo el mundo. No sabía que más hacer -gimió Brigita-. La ayudará, ¿verdad, signorina? No podía enviarla lejos.
– Por supuesto que no podías -dijo Isabella enérgicamente.
Brigita la condujo a una pequeña habitación saliendo por la entrada de servicio. La cara de la viuda todavía mantenía una sorpresa estupefacta. Parecía delgada y desesperanzada. Se inclinó inmediatamente y estalló en lágrimas ante la visión de Isabella.
– Debe ayudarme a ver al don, signorina. No tengo comida para mis bambini. Soy la Signora Bertroni. Debe ayudarme. ¡Debe hacerlo! -Se aferró a Isabella, sus gritos aumentando de volumen.
– Brigita, té de inmediato, y por favor pide a Cook que incluya panecillos dulces. Haz que Sarina te de la llave del almacén, y envía a dos criados a encontrarse con nosotras allí en pocos minutos -Isabella ayudó a la mujer a colocarse en una silla.
Brigita osciló en una rápida reverencia y se apresuró a alejarse de la viuda gemebunda. Isabella murmuró tranquilizadoras condolencias hasta que Brigita volvió con el té.
– Ahora basta, Signora Bertroni. Debemos poner manos a la obra se vamos salvar su granja para sus hijos. Seque sus ojos, y planeemos su futuro.
Las palabras y el tono tranquilizador de Isabella dieron fin al llanto salvaje y abandonado de la mujer.
– ¿Dónde está su hijo mayor? ¿Es lo bastante mayor para ayudarla?
– Está esperando fuera con los pequeños.
– Brigitta se ocupará de los pequeños mientras yo les llevo a usted y a su hijo al almacen en busca de suministros. Tengo dos hombres esperando para ayudarnos a cargar su carreta. Enviaré trabajadores a plantar sus cultivos cuando sea el momento, y su hijo puedo trabajar con ellos y aprender.
– Grazie, grazie, signorina.
En su prisa por completar su tarea, Isabella no se tomó tiempo para ponerse una capa antes de arrostrar el aire libre. Nubes grises se extendían por el cielo y lanzaban sombras oscuras por la tierra. El viento tiraba de su fino vestido, batiendo su pelo, y entumeciendo sus dedos.
El almacén estaba a alguna distancia del palazzo pero todavía dentro de los muros exteriores. Miró alrededor en busca de sus dos guardias, y entonces recordó que se los había enviado a Sarina. Brigitta no había venido con ella, así que no tenía a nadie a quien enviar de vuelta a la cocina en busca de sus guardias y su capa. Suspirando, Isabella se resignó a un frío viaje y un sermón de Don DeMarco cuando los guardias informaran de que no había permanecido donde había prometido.
El almacén era enorme, un edificio grande, gigantesco, que se erguía amenazadoramente hacia arriba muy cerca del muro exterior. Los dos sirvientes estaban esperando cuando Isabella y la Signora Bertroni se apresuraron a subir hasta ellos.
Tomó algo de tiempo encontrar antorchas y lámparas para iluminar adecuadamente el cavernoso almacén a fin de encontrar los suministros que necesitaban. Después Isabella dirigió a los dos hombres y al joven hijo de la Signora Bertram para cargar grano y frutos seco en suficiente cantidad como para mantener a la familia a través de la fría estación. Anotó cuidadosamente cada artículo en un pergamino que entregar a Don DeMarco. La tarea llevó más de lo que esperaba, y la noche había caído para cuando la carreta estuvo cargada.
Isabella se percató justamente de lo fría que estaba realmente cuando se giró para extinguir las antorchas. Llegó poco a poco entonces. Lento. Insidioso. Ese terrible conocimiento que retorcía el estómago de que no estaba sola. Miró alrededor cuidadosamente, pero sabía que la entidad la había encontrado.
Le parecía mal enviar a la viuda y sus hijos solos a la granja sin una escolta cuando el viento estaba aullando una vez más y la carreta estaba pesadamente cargada. Temía por ellos en la oscuridad con el rencoroso y malevolente ser esperando para golpear.
– Será mejor que vayáis con la Signora Bertroni -dijo a los dos sirvientes-. Escoltad la carreta hasta la granja, descargadla, y permanecer por la noche si es necesario e informad de vuelta en la mañana.
La molestia cruzó la cara del hombre más joven.
– Yo tengo una casa a la que ir. Una mujer esperando por mí. Hace frío y es tarde. Deje ir a Carlie -Señaló al hombre más viejo con un tirón de su pulgar.
– Deben ir ambos -dijo Isabella severamente, su expresión en cada pedazo la de una aristocratica-. No podeis permitir que esta mujer y sus hijos viajen sin escolta en la oscuridad. No oiré nada más sobre ello.
El hombre la miró fijamente, sus ojos negros chasqueando con furia reprimida. Por un momento su boca trabajó haciendo pensar que estallaría en una protesta, pero apretó los labios en una dura línea y la pasó rozando, golpeándola con fuerza suficiente como para hacerla trastibar. Siguió adelante sin una disculpa, sin mirar atrás.
Isabella le miró fijamente, preguntándose si de algún modo había puesto a la viuda en peligro al proporcionarle una escolta amargada y renuente. Estremeciéndose incontrolablemente, se apresuró a apagar de un soplo el resto de las luces, con la excepción de una linterna que necesitaba para iluminar su camino de vuelta al castello.
Através de la puerta abierta pudo ver la neblina cubriendo el terreno. La niebla era espesa y se arremolinaba como un sudario gris y blanco en la oscuridad.
– Justo lo que necesito -masculló en voz alta, tanteando en su bolsillo en busca de la llave de la puerta del almacén. No estaba allí.
Sostuvo la linterna en alto, buscando por el suelo alrededor, intentando localizar el punto exacto donde el sirviente más joven había tropezado bruscamente con ella. La llave debía haberse deslizado de su falda cuando la envió tambaleando hacia atrás.
Un torrente de inyectivas explotó en el umbral, llenas de odio y aterradoras. El corazón de Isabella saltó, y se dio la vuelta para ver al joven sirviente, su cara retorcida por la malicia, cerrando la pesada puerta.
– ¡No! -Isabella se abalanzó hacia él, su corazón palpitando de miedo. La puerta se cerró de golpe sólidamente, aislándola del mundo exterior, aprisionándola dentro del enorme almacén sin calor y sin capa.
Colocando cuidadosamente la linterna en el suelo, Isabella intentó empujar la pesada puerta. Estaba cerrada, el misterio de la llave perdida estaba resuelto. El sirviende debía ser un adepto en vaciar bolsillos y la había extraído limpiamente cuando la había golpeado. Se quedó muy quieta, temblando en el aire frío, consciente de lo húmedos que estaban sus zapatos. Sus pies estaban congelados. Descansó la cabeza contra la puerta, cerrando los ojos brevemente con desmayo. La luz de la linterna lanzaba un círculo oscuro alrededor de ella pero no se extendia más de unos escasos centímetros más allá del ruedo de su vestido.
Tuvo miedo de moverse más profundamente hacia el interior del almacén. Quería ser capaz de gritar pidiendo ayuda si oía a alguien cerca. El frío había entrado a rastras en sus huesos, y era incapaz de detener sus indefensos estremecimientos. Frotándose las manos arriba y abajo por los brazos generó la ilusión de calidez pero poco más. Se puso en pie, paseó de acá para allá, y movió los brazos, pero sus pies estaban tan fríos que creyó que podrían hacerse pedazos.
Isabella se negó a entretenerse en la idea de que podía morir de frío. Nicola vendría a por ella. En el momento en que encontrara a su hermano con Francesca, en el momento en que viera su cama vacía, pondría la finca patas arriba buscándola, y la encontraría. Se aferró a ese conocimiento.
Evitó deliberadamente mirar el negro y vacío espacio del edificio oscurecido. Producía una sensación perturbadora, como si cientos de ojos la miraran desde el interior sombrío. Cada vez que su mirada saltaba inadvertidamente en esa dirección, las sombras se movían alarmantemente, y ella apartaba la mirada. Solo el silencio se extendía interminamente ante ella. Detestaba la falta de sonido, demasiado consciente del castañeteo de sus dientes y lo sola que estaba.
Un susurró de movimiento captó su atención, y su corazón se inmovilizó. Se giró para atisvar la oscuridad. El ruido llegó de nuevo. Una carrera apresurada de pies diminutos. Su corazón empezó a palpitar fuera de ritmo de terror. Acercó su mano a la linterna. Cuando sus dedos se cerraron alrededor de ella, alzó más la luz, esperando ampliar el círculo de iluminación.
Las vio entonces, un destello de cuerpos peludos corriendo a lo largo de los estantes. Su cuerpo entero se estremeció de horror. Detestaba las ratas. Podía ver sus ojos de abalorio mirándola fijamente. Las ratas deberían haberse alejado de la linterna, pero continuaban corriendo hacia ella.
Comprendió que estaban agitadas, espantadas por un depredador. Por aterradoras que fueran las ratas, lo que fuera que las asustaba lo era incluso más. Las ratas se apresuraron alrededor de sus pies, escurriéndose hacia un agujero que ella no podía ver. Chilló cuando las sintió rozar contra sus zapatos, sus tobillos, en su apresurado éxodo. Isabella aferró la linterna y estudió el cavernoso interior, intentando perforar el velo de oscuridad para ver que había hecho correr a las ratas en busca de seguridad.
Solo entonces se le ocurrió. Por mucho que detestara a las ratas, con grano y comida en el almacén, había visto solo un puñado de ellas. Debería haber habido muchas, muchas más. ¿Dónde estaban? Alzó más alto la linterna, con la boca seca de miedo. ¿Por qué no hay más ratas y ratones? ¿Donde podrían estar todas? ¿Y qué las había asustado más que su linterna, más que un humano?
Un gato aulló. Un grito agudo como el de una mujer aterrada. Otro gato contestó. Después otro. Tantos que Isabella temió que el edificio estuviera invadido de felinos. Se colocó la mano libre sobre una oreja para ahogar el creciente volumen de los gritos de los gatos. La linterna se balanceó precariamente, titilando y vacilando, y contuvo el aliento, temiendo que la llama se apagara. Cuando enderezó cuidadosamente la lámpara, estallaron las luchas, los gatos se daban zarpazos unos a otros, un continuo aullido de animales muertos de hambre desesperados por comida.
Los gatos la asechaban, ojos brillantes en la oscuridad. Uno saltó a los estantes sobre su cabeza, siseando y arañando el aire.
Aterrada, Isabella se presionó contra la puerta, intentando permanecer fuera del camino del animal. Con las orejas gachas en la cabeza, el gato gruñó hacia ella, exponiendo largas y afiladas garras y dientes puntiagudos. Aunque penosamente pequeño en comparación con un león, el animal era todavía peligroso. El gato siseó y escupió, con ojos fieros. Sin previo aviso, se lanzó al aire, extendiendo las garras hacia su cara. Isabella gritó. Balanceó la linterna hacia el gato, conectando sólidamente y lanzando al animal lejos de ella. Por un momento que le detuvo el corazón, la luz se oscureció, vaciló, la céra líquida salpicó por el suelo. Contuvo el aliento, rezando, hasta que la llama se estabilizó.
El gato chilló, aterrizó sobre sus pies, y volvió a gruñir, encorvándose mientras la observaba. Los ojos gatos sisearon y aullaron, el estrépito fue espantoso. Isabella no se atrevía a apartar los ojos del gato que la acechaba. Era pequeño, pero salvaje y hambriento. Podía hacer mucho daño. Sabía que si permanecía donde estaba, acobardada contra la puerta, los otros se unirían al atrevido atacándola. Reuniendo cada pizca de coraje que poseía, Isabella comenzó a abrise paso centímetro a centímetro hacia la antorcha más cercana.
Con su movimiento, los gatos comenzaron a agitarse, arañando el aire con sus garras, escupiendo, siseando, el pelo en su lomo y cola erizado. Algunos de ellos atacaron a los otros. Dos dieron un salto mortal desde un estante y aterrizaron con un golpe a sus pies. Uno golpeó hacia ella, arañando sus zapatos antes de alejarse de un salto. Mientras se extendía en busca de la antorcha anclada en la estantería, uno de los gatos golpeó hacia su brazo, desgarrando la manga y dejando un largo arañazo.
Encendió la antorcha con la llama de la linterna y la sostuvo en alto. Al momento los gatos gritaron en protesta, la mayor parte deslizándose de vuelta a las sombras. Pero unos pocos de los gatos más atrevidos avanzaron hacia ella, siseando su desafio. Balanceó la antorcha en un semicírculo, retirándose hacia la puerta. Después hizo unos cuantos pases vertiginosos, incluso los animales más agresivos permanecieron atrás. Solo cuando colocó la linterna sobre el suelo comprendió que ella misma estaba todavía gritando.
Isabella se deslizó hacia abajo por la puerta para sentarse sobre el suelo, colocándose una mano sobre la boca, avergonzada de su incapacidad de permanecer en calma. La pérdida de control nunca estaba permitida. Repitió las palabras en su mente, utilizando la voz de su padre. En silencio, se acurrucó en el suelo, temblando de frío, sus manos y pues entumecidos. Sostenía la antorcha como un arma, aterrada de que se consumiera antes de que Nicolai viniese a por ella.
No tenía ni idea de cuanto tiempo había pasado realmente en el almacén, parecía como si la mayor parte de la noche hubiera pasado. La vela de la linterna había ardido hasta quedar del tamaño de su pulgar, la llama vacilaba. La antorcha se había reducido a un ascua encendida. Los gatos se aventuraban ocasionalmente a acercarse a ella, pero la mayor parte de ellos se mantenían a una respetuosa distancia del círculo de luz. Estaba demasiado fría, demasiado asustada para moverse cuando la puerta finalmente empezó a abrirse rechinando.
– ¿Signorina Vernaducci? -La alta forma del Capitán Bartolmei llenaba el umbral, sus ojos se entrecerraron cuando divisó a Isabella.
Isabella alzó la cabeza, temiendo estar oyendo cosas. Sus músculos estaban dormidos, y no podía encontrar suficientes fuerzas para ponerse en pie.
El Capitán Bartolmei pronunció una imprecación sobresaltada cuando su luz se deslizó sobre ella. Al instante entró, agachándose a su lado.
– Todo el mundo está buscándola. Don DeMarco envió una partida a la granja para encontrar a la mujer a la que Brigita dijo que estaba ayudando. Él está buscándola en el bosque cercano mientras los demás recorren la ciudad.
Isabella simplemente le miró, temiendo que fuera a pedirle que se pusiera en pie. Era físicamente imposible.
– Está congelada, signorina -El Capitán Bartolmei se quitó el abrigo y se lo puso alrededor de los hombros, arrastrándola cerca de él para compartir su calor corporal.
– Parece que colecciono sus abrigos, signore -Isabella hizo un débil intento de humor, pero sus temblores no se detuvieron.
Bartolmei tuvo que levantarla, otro momento impropio y humillante en su joven vida. No pudo arreglárselas más que para rodearle el cuello con los brazos para sujetarse.
– ¡Encontrada! -gritó el Capitán Bartolmei.
– Encended el fuego de aviso en las almenas. La Signorina Vernaducci ha sido encontrada.
Isabella podía oir el grito, llevado de hombre a hombre, hablando a los buscadores de su rescate, alertando a los sirvientes de que prepararan su llegada. La palabra se extendió rápido, un fuego salvaje de rumores. Rolando Bartolmei se apresuró a cruzar el terreno accidentado y cubierto de nieve. La linterna se balanceaba alocadamente mientras la llevaba en brazos.
Se acercaron a la entrada del enorme palazzo. Nubes blancas de vapor salían de sus monturas. El niebla se arremolinaba alrededor de sus pies. Sin advertencia un enorme león saltó a lo alto de la escalera, la peluda melena salvaje, los ojos de un rojo feroz en la noche, la boca gruñendo. Rolando se quedó congelado en el lugar, después bajó lentamente a Isabella a sus pies y la empujó tras él, una pequeña protección si la bestia atacaba.
– Creía que todos los leones debían mantenerse fuera de vista por si acaso los hombres de Rivellio estuvieran espiando -murmuró isabella cerca del oido de Rolando. Se estaba aferrando a él, sus piernas demasiado inestables para mantenerla por sí mismas.
– Evidentemente es la manera más rápida de viajar -respondió el Capitán Bartolmei, reconociendo claramente al animal.
Isabella espió alrededor de su hombro, pero el león dio un segundo salto enorme, desapareciendo en las arremolinantes neblinas.
– Ahora es seguro -dijo ella, sus dientes castañeteaban tanto que apenas pudo conseguir pronunciar las palabras.
Rolando tiró para llevarla de vuelta a sus brazos y casi se topó directamente con Don DeMarco. Se erguía sobre ellos, alto y poderoso, su expresión sombría. Nicolai extendió la mano y extrajo a Isabella, sin emplear la fuerza,de los brazos del capitán asegurándola contra la protección de su pecho. El abrigo del Capitán Bartolmei cayó inadvertido al suelo.
Isabella captó un breve vistazo de Theresa y Violante de pie juntas, aferrándose las manos mientras observaban a Nicolai llevarla en brazos al interior de la casa. Theresa cogió el brazo de su marido. Violante se agachó para recuperar el abrigo de la nieve, ofreciéndoselo a Sergio para que lo devolviera a Rolando.
Isabella se acurrucó contra Nicolai en un futil intento de conseguir calor. Enterró la cara contra su cuello. Él la llevó velozmente a través del castello, directamente a su dormitorio. Sarina estaba ya allí, retorciéndose las manos, con desasosiego claro en su cara.
– Está congelada, Sarina. Debemos calentarla inmediatamente. -La voz de Nicolai era apretada por el control, pero un pequeño temblor atravesaba su cuerpo, la única indicación de las volcánicas emociones que rondaban profundamente en su estómago.
– ¡Está herida! -jadeó Sarina.
– Tenemos que calentarla antes de atender ninguna otra cosa -insistió Nicolai-. Los baños subterráneos serán demasiado calientes.
– He pedido una tina pequeña. Están calentando el agua.
Sarina y Nicolai hablaban como si ella no estuviera presente, pero al parecer no podía reunir la energía para ofenderse. Estaba demasiado cansada, deseando solo dormir.
Nicolai bajó la mirada a su cara manchada de lágrimas. La idea de lo que podría haberle pasado si no la hubieran encontrado cuando lo hicieron le desgarraba el alma, convirtiendo su sangre en hielo. Las preguntas clamaban en su mente, pero se mantuvo callado. Nunca había visto a Isabella tan vulnerable, tan frágil. Sus brazos se apretaron alrededor de ella, y la sostuvo contra él.
Hubo un golpe en la puerta, y Francesca entró rapidamente.
– Sarina, he llamado a la sanadora -Su volvió hacia su hermano-. Yo me ocuparé de Isabella mientras tú encuentras al responsable de esto, Nicolai. Enviaré a buscarte en cuanto esté en la cama.
Nicolai dudó. Su mirada fija enganchada a la de su hermana.
Los ojos de ella permanecieron firmemente sobre los de él.
– La vigilaré yo misma, mio fratello. No abandonaré su lado hasta que estés una vez más con ella. Te doy mi palabra de honor, la palabra de una DeMarco. Déjanosla a nosotras, Nicolai.
No quería dejar a Isabella, ni siquiera por unos minutos. Pero tenía intención de saber que había pasado. Sus hombres traerían a la viuda y los dos criados de la cocina ante él. Nicolai inclinó la cabeza para rozar un beso a lo largo de la sien de Isabella.
– Estoy poniendo mi corazón en tus manos, Francesca -dijo suavemente, su voz retumbando con una amenaza.
– Soy bien consciente de ello -respondió ella.
Nicolai colocó a Isabella reluctantemente sobre la cama. La sanadora había entrado en la habitación. Nicolai se quedó allí de pie, mirando a las tres mujeres.
– Ocupaos de que se recobre rápidamente -Algo poco familiar atascaba su garganta, y se giró alejándose de ellas, sus dedos cerrándose en puños. Esto terminaría. Tenía que terminar. Ya era suficientemente malo que Isabella afrontara una amenaza muy real por parte de él, pero tener estos accidentes ocurriendo tan regularmente sonaba a conspiración.
Francesca cerró la puerta tras su hermano y se volvió hacia la sanadora.
– Dinos que hacer.
Los tres mujeres desnudaron a Isabella y la pusieron en la bañera. Incluso el agua templada fue dolorosa para ella, y gritó e intentó retorcerse alejándose de ellas mientras gentilmente le frotaban las extremidades para devolverle la vida. La sanadora atendió el malvado arañazo, incluso mientras Sarina pedía agua humeante para calentar más el agua. Las lágrimas corrieron por la cara de Isabella cuando su cuerpo empezó a calentarse. Los temblores persistían, los retazos de horror en las profundidades de sus ojos. Francesca la meció gentilmente, mientras la sanadora vertía té fuerte y dulce por su garganta.
Cuando Isabella se vistió finalmente con su camisón más caliente y se acomodó bajo las mantas, Francesca se sentó junto a ella, acariciándole el pelo hacia atrás.
Esperó hasta que la sanadora y Sarina salieron enérgicamente de la habitación, llevando sus cosas con ellas.
– Me asustaste, sorella mia. No puedes desaparecer así -Se inclinó acercándose, susurrando palabras de ánimo-. Me mantuve vigilando al tuo fratello por ti. Está dormiendo pacíficamente. Nicolai te ama mucho. Te has convertido en su vida, sabes. Su corazón -Tomó la mano de Isabella entre las suyas y se inclinó aún más cerca-. Tú eres la única amiga que tengo, la única que puede llevarme de regreso de un lugar vacío y oscuro. Ya no quiero vivir allí, Isabella. Quédate con nosotros. Quédate con el mio fratello. Quédate conmigo. Vivimos en un mundo que no puedes esperar entender, pero necesitamos tu valor.
Los dedos de Isabella se cerraron alrededor de los de Francesca solo por un momento, después los dejó. Francesca suspiró y acomodó la mano de Isabella bajo las mantas. Nicolai estaba esperando impacientemente, casi gruñendo a su hermana cuando entró rondando en la habitación como el león inquieto que era.
– Déjala dormir, Nicolai -aconsejó Francesca-. ¿Qué has averiguado?
– Mis hombres están trayendo a la mujer y los sirvientes. Tendremos nuestras respuestas cuando lleguen -Tocó el pelo de Isabella, una tierna caricia, después reanudó su paseo.
– Fue atacada por lo gatos. Hay profundos arañazos en su brazo -Francesca inhaló ante la expresión asesina de él e intentó explicarse apresuradamente- Los gatos se refugian en el almacen para evitar que se los coman los leones. Mantienen controlados a los roedores. Los necesitamos, Nicolai. No puedes destruirlos. Las pobres criaturas están hambrientas y solo protegían su territorio. No tienen ningún otro refugio. Todo el mundo lo sabe. -Sus palabras se desvanecieron. Alzó los ojos hacia su hermano-. Nicolai. -Respiró su nombre con horror.
Ardían llamas en los ojos de él, rojo-anaranjadas, un reflejo de su confusión interna. Continuó mirándola fijamente.
– Nicolai, no puedes persistir todavía en pensar que yo querría que le sobreviniera algún daño. -Había dolor en su cara, en sus ojos.
– No sé que pensar, solo que su vida está en peligro por algo más que lo que vive dentro de mí.
– ¿Qué ganaría yo con su muerte? ¿Cuál sería mi motivo? Yo soy la única persona en la que puedes confiar con su vida. La única persona. Eres el mio fratello. Mi lealtad ha sido siempre para ti -Inclinó la barbilla-. Isabella me ha encargado una tarea. He dado mi palabra de honor, y tengo intención de mantenerla. Si me perdonas… -Cuadró los hombros y caminó hacia la puerta.
Nicolai se pasó una mano inquieta a través de su espesa malena.
– Francesca -Su voz la detuvo, pero no se giró-. Ni siquiera confío en mí mismo -admitió en voz baja.
Ella asintió, mirando sobre el hombro tristemente.
– No deberías. Está más en peligro por ti que por ningún traidor que viva en nuestra finca. Ambos lo sabemos. Y ella lo sabe también. La diferencia está en que Isabella está dispuesta a darnos una oportunidad, a vivir con nosotros, a construir una vida para sí misma y los que la rodean. Nosotros elegimos encerrarnos, observando la vida y el amor pasar a nuestro lado. Sin Isabella, ninguno de nosotros tiene mucho más de una oportunidad en la vida.
– ¿Y con nosotros -respondió él- qué oportunidad tiene ella de vivir?
Francesca se encogió de hombros.
– Como con cada novia antes que ella, la bestia esperará hasta que haya un heredero asegurado. Tiene esos años, Nicolai. Hazla feliz. Haz que su sacrificio cuente para algo. O decide romper la maldición.
– Haces que suene como si tuviera elección -Sus manos se cerraron en puños, y, con la intensidad de sus emociones, las uñas perforaron sus palmas-. ¿Cómo? -Había rabia en su voz, desesperación-. ¿Alguien sabe como se hace?
Francesca sacudió la cabeza.
– Yo solo sé que puede hacerse.
Nicolai observó a su hermana abandonar la habitación. Paseó inquietamente, pisando suavemente en silencio, su mente trabajando furiosamente. Desde el momento en que Isabella había llegado al valle, un asesino la había asechado. Tenía que encontrar al traidor y disponer de él… o ella.
Isabella se movió, las sombras avanzaban a rastras en la paz de su expresión. Al instante acudió a ella, deslizando su larga forma sobre la cama para estirarse junto a ella. Le acercó a él, sus brazos rodeándola, atrayéndola contra su corazón. Nicolai descansó la barbilla en lo alto de su cabeza, frotando gentilmente su mandíbula a lo largo del pelo de ella en un gesto que pretendía consolar. No estaba completamente seguro de si estaba consolando a Isabella o a sí mismo.
– ¿Nicolai? -Ella susurró su nombre inciertamente, atrapada entre un sueño y una pesadilla.
– Estoy aquí, cara mia -la tranquilizó él. La intensidad de sus emociones le aferró, fluyeron las lágrimas, estrangulándole-. Piensa solo en felicidad, Isabella. El tuo fratello está a salvo dentro de los muros del palazzo. Tú estás a salvo en tu dormitorio, y yo estoy contigo-. Le presionó una serie de besos a lo largo de la garganta. Gentilmente. Tiernamente-. Ti amo, y te lo juro, encontraré una forma de mantenerte a salvo.
– Cuando estás conmigo, Nicolai, me siento a salvo -murmuró-. Desearía que tú te sintieras a salvo cuando estás conmigo-. agregó tristemente-. Quiero paz para ti. Solo acepta lo que eres, Nicolai. Acepta quién eres. Mi corazón. Que eres bienvenido. Mi corazón. -Sus pestañas fluctuaron, su suave boca se curvó-.Quédate conmigo, y deja que el resto se ocupe de sí mismo.
– No puedo protegerte del traidor que hay en nuestra casa -dijo él con desesperación-. ¿Cómo puedo protegerte de lo que soy?
Ella frotó la cara contra su pecho.
– No necesito protección de un hombre que me ama. Nunca necesitaré protección. -Sonaba adormecida, sexy, su voz tan suave que se arrastró bajo la piel de él y se envolvió alrededor de su corazón-. Estoy tan cansada, Nicolai. Quizás podamos hablar después. Vi a Theresa y Violante. Mantenlas a salvo, y a Francesca también. Debería haberlas advertido.
Él bajó la mirada hacia ella, a sus largas pestañas como dos espesas mediaslunas. El deber estaba profundamente arraigado en ella.
– Los capitanes y sus esposas pasarán la noche en el palazzo. Tengo intención de averiguar qué ha ocurrido exactamente. -Le besó la sien-. Duerme ahora, piccola. Solo descansa, y te aseguro que los demás están a salvo.
Mientras la observaba dormir, comprendió que no había cadenas sacudiéndose, ni aullidos en los salones. Incluso los fantasmas y espíritus eran renuentes a perturbarla. Cuando estuvo seguro de que estaba profundamente dormida, la dejó para conducir su investigación.
Isabella no durmió mucho. Las pesadillas la atacaron, despertándola sobresaltada apesar de su terrible fatiga. Necesitaba compañía. Necesitaba ver a su hermano.
Isabella abrió la puerta de la habitación de su hermano y se sorprendió de ver a Francesca apartándose de un tirón del costado de la cama de Lucca, con dos puntos brillantes de color en las mejillas. Sus ojos estaban brillantes. Isabella miró de su hermano a la hermana del don.
– ¿Todo va bien? ¿Lucca está mejor?
– Lo está haciendo muy bien -la tranquilizó Francesca, recorriendo una corta distancia desde la cama.
– Grazie, Francesca. Aprecio que te ocupes de Lucca por la noche por mí. Tiene mejor aspecto. -Isabella rozó las ondas de pelo que enmarcaban la cara de su hermano-. ¿Ha descansado?
– Estoy aquí mismo, Isabella -le recordó Lucca-. No hables como si fuera un bambino sin conocimiento.
– Actuas como un bambino -acusó Francesca-. Se niega a tomar su medicina sin saber primero la más mínima hierba que contiene la mezcla. -Puso los ojos en blanco-. No tiene ni idea de qué hierbas tratan qué dolencia, pero insiste solo para poner a prueba mi conocimiento-. Le miró fijamente.
Lucca tomó la mano de Isabella, pareciendo tan patético como le fue posible.
– ¿Quién es esta bambina que tienes vigilándome?
– ¿Bambina? -balbuceó Francesca con ojos ardientes-. Tú eres el bambino, temiendo cada pizca de bebida o ungüento. Crees que porque eres hombre puedes cuestionar mi autoridad, pero, en realidad, estás débil como un bebé, y sin mí no puedes arreglártelas para sostener una taza entre tus manos.
Lucca sacudió la cabeza y miró a Isabella.
– Le gusta colocar sus manos alrededor de mí. Utiliza mi enfermedad como excusa para permanecer cerca de mí -Se encogió de hombros despreocupadamente-. Pero estoy acostumbrada a la atención de las mujeres. Puedo soportarlo.
Francesca tomó aliento.
– Tú… tú, ¡bestia arrogante! si crees que tus ridículas ilusiones le librarán de mí, estás tristemente equivocado. Y no me dejaré conducir por tu mal genio tampoco. He dado a la tua sorella mi palabra de que te asistiría, y la palabra de un DeMarco es oro.
Lucca alzó una ceja arrogante ante la cara furiosa de ella.
– En vez de tanta charla inútil, podrías ayudarme a sentarme.
Francesca siseó entre dientes.
– Te ayudaré a sentarte bien, pero podrías encontrarte a tí mismo en el suelo.
Los ojos risueños de él evaluaron la pequeña forma de ella.
– ¿Una cosita como tú? Dudo que pudas ayudarme a sentarme. Isabella es mucho más robusta. Creo que la necesitaré.
– Deja de burlarte de ella, Lucca -ordenó Isabella, intentando no sonreir ante la evidencia de su hermano volviendo a su antiguo yo-. Este es su extraño modo de mostrar afecto -le dijo a Francesca, que parecía como si pudiera lanzarse sobre Lucca y asaltarle. Se acercó para ayudar a su hermano.
– No te atrevas -Francesca mordió las palabras-. Es mi trabajo ocuparme de él, y yo sentaré a Su Majestad. -Sonrió con fingida dulzura a Isabella-. ¿No te importa si le ato una bufanda alrededor de su boca para que cese su interminable balbuceo, verdad? -Intentó coger los brazos de Lucca para ayudarle a incorporarse.
Su cuerpo se vio instantánemanete atacado por la tos. Lucca apartó la cabeza de ella y ondeó la mano para alejar a Francesca. Ella le ignoró y le sostuvo un pañuelo en la boca. Su mano marcó un ritmo en la espalda de él, provocando más espasmos de tos hasta que escupió en el pañuelo.
Francesca asintió aprobadoramente.
– La sanadora dijo que todo lo que debíamos hacer era sacarte todo eso, y una vez más estarás fuerte.
Lucca la miró fijamente.
– No sabes cuando dar a un hombre algo de privacidad, mujer.
Ella arqueó una ceja.
– Al menos me he convertido en una mujer. Eso ya es algo. Necesitas comer más caldo. No puedes esperar recobrarte a menos que comas.
Isabella miró del uno al otro.
– Sonais los dos como adversarios. -Ella quería que se gustaran el uno al otro. Ya sentía a Francesca como a una hermana. Y Lucca era su familia. A Francesca tenía que gustarle Lucca.
Francesca sonrió hacia ella.
– Nos pasamos la mayor parte del tiempo charlando de cosas agradables -la tranquilizó Francesca-. Solo se siente fuera de lugar por el momento. Eso le pone gruñón. -Ondeó una mano despreocupada-. No tiene importancia.
Lucca arqueó una ceja a su guardiana.
– Un Vernaucci nunca está gruñón. O fuera de lugar. Apenas puedo ir al servicio por mí mismo, y ella se niega, se niega, a llamar a un sirviente masculino. Lo siguiente que sabré es que me pedirá que la deje asistirme. -Sonaba ultrajado.
Francesca intentó mostrarse indiferente.
– Si te avergüenza tu aspecto, sopongo que puedo darte algo para cubrirte.
– ¿No tienes vergüenza? -casi rugió Lucca. Eso provocó otro espasmo de tos. Francesca le sostuvo diligentemente-. ¿Pasas mucho tiempo mirando cuerpos desnudos de hombres? -Su mirada ardiente debería haberla chamuscado-. Tengo intención de tener unas palabras con el tuo fratello. Tiene mucho por lo que responder.
Francesca ocultó una sonrisa tras de su mano.
– Yo no soy asunto suyo, signore.
– Lucca, se está burlando de ti -explicó Isabella, ocultando su propia sonrisa. Lucca parecía débil y delgado, pero había sido siempre de personalidad enérgica, y estaba feliz de verle emerger bajo las cadenas de su enfermedad-. Eres un paciente terrible.
– ¿Isabella? -Sarina abrió la puerta después de un golpe mecánico-. Don DeMarco desea una audiencia inmediatamente en su ala.- Condujo a la joven a su cargo al salón, bajando la voz para evitar que Lucca oyera-. Los sirvientes han llegado de la granja junto con la Viuda Bertroni.
Francesca las siguió hasta el salón.
– Tiene al hombre que te encerró en el almacén. Nicolai le condenará a muerte.
El aliento de Isabella se atascó en su garganta. Miró fijamente a su hermano a través de la puerta abierta. Lucca intentaba incorporarse por sí mismo.
– ¿Qué pasa, Isabella? ¿Algo va mal?
Ella sacudió la cabeza.
– Debo ir con Don DeMarco. Tú solo descansa, Lucca. Francesca cuidará de ti.
– No soy un bambino, Isabella -espetó él, pareciendo amotinado-. No necesito una niñera.
Francesca asumió su mirada más arrogante.
– Si, la necesitas. Eres demasiado arrogante y terco para admitirlo -Ondeó la mano hacia Isabella-. No te preocupes. No importa lo que diga, me ocuparé de que tome sus medicamentos-. Cerró firmemente la puerta.
Isabella se encontró a sí misma sonriendo apesar de lo sombrío de la situación. Siguió a Sarina subiendo las largas escaleras de caracol hasta la enorme ala del palazzo reservada a Don DeMarco. No tenía ni idea de que pensar o sentir, al enfrentarse a la persona que la había encerraco con los gatos feroces y el gélido frío. Se había marchado a la granja de la viuda y no pensó nunca en enviar palabra para que alguien la sacara. Debía habérsele ocurrido que podría no sobrevivir a la noche, pero no había vuelto a liberarla.
Con algo de aprensión entró en los aposentos del don. Sus dos capitanes, Sergio Drannacia y Rolando Bartolmei, estaban allí junto a los dos criados de la cocina y la viuda. Isabella cruzó la habitación hasta el costado de Nicolai, tomando su mano mientras él la sentaba en una silla de respaldo alto. Podía oler el miedo en la habitación. Podía oler la muerte. Tenía un hedor feo y pungente, y la enfermaba.
Sintió las manos de Nicolai sobre sus hombros, dándole una sensación de seguridad y confort a pesar de su trepidación. Cuando miró directamente al hombre que la había encerrado en el almacén, vio que éste sudaba profusamente.
– Isabella, por favor cuéntanos que ocurrió -animó Nicolai amablemente.
Ella extendió la mano hacia arriba para entrelazar sus dedos con los de él.
– ¿Qué vas a hacer, Nicolai? -Su voz era firme, pero por dentro estaba temblando.
– Solo cuéntanos que ocurrió, cara, y yo decidiré que hay que hacer, como he estado haciendo la mayor parte de mi vida -la tranquilizó.
– No entiendo de qué va todo esto -comenzó la viuda.
Don DeMarco emitió un suave y amenazador sonido, cortando cualquier otra especulación. Sus ojos ardían de furia. Los sirvientes se retorcieron visiblemente, y la viuda cambió de color.
– Brigita me pidió ayuda para la Signora Bertroni, porque su granero había ardido hasta los cimientos y su marido muerto recientemente -dijo Isabella-. La familia necesitaba sobrevivir hasta el verano. Tú estabas ocupado, como lo estaban Betto y Sarina. La llevé al almacén, dentro de los muros del castello -Levantó la mirada hacia Nicolai-. Mantuve mi promesa.
– Estamos aquí para encontrar al culpable de intento de asesinato, cara, no para acusarte de nada -Nicolai rozó los labios contra la oreja de ella. Quería dejar abundantemente claro a todos los presentes que Isabella era su dama, su corazón, y su vida. La buena Madonna podía tener piedad en el alma para cualquiera que intentara hacerla daño; no encontrarían ninguna por su parte-. Continúa con lo que ocurrió, Isabella.
– Hice que enviaran dos sirvientes para ayudarnos -Señaló a los dos hombres-. Esos dos de ahí. La carreta estaba cargada, muy pesada, y había caído la noche. Yo temía por la Signora Bertroni y sus bambini. Ordené a los dos hombres que acompañaran la carreta a la granja -Asintió hacia el hombre mayor- Él estuvo de acuerdo sin disensión, pero aquel -miró al hombre más joven- se enfadó. Me golpeó mientras salía del almacén. Yo me quedé para apagar las antorchas. La puerta se cerró y atrancó tras de mí. Debió quitarme la llave de la falda.
Ante sus palabras los rasgos de Nicolai se quedaron cuidadosamente en blanco, solo sus ojos estaban vivos. Las llamas parecían haber desaparecido, para ser reemplazadas por puro hielo. Hubo un súbito escalofrío en la habitación. La voz de Isabella fue apenas audible.
– Me encerró deliberadamente. -Apesar de su resolución de permanecer tranquila, se estremeció ante el recuerdo.
– ¡No! ¡Dio, ayúdame! ¡No sé que ocurrió! ¡No! -explotó el sirviente. Saltó sobre sus pies, pero Sergio le cogió los hombros y le tiró de vuelta a la silla.
– Yo no sabía lo que había hecho, Don DeMarco -Gritó el sirviente más viejo, Carlie, obviamente horrorizado-. No vi a la signorina una vez nos ordenó marchar.
– Ni yo -añadió la viuda, retorciéndose las manos- La buena Madonna puede matarme en el acto si miento. Yo nunca la habría dejado allí. Fue un ángel para mí. Un ángel. Debe creerme, Don DeMarco.
Rolando gesticuló hacia la viuda y el otro criado de la cocina, indicándoles que le siguieran hasta la puerta.
– Grazie por su tiempo. Signora Bertroni, será escoltada de vuelta a su granja -Gesticuló hacia los guardias fuera de la puerta para que se llevaran a la viuda y el sirviente del ala del don.
Nicolai rodeó la silla de Isabella, bloqueándole la vista del abyecto criado. Se llevó los dedos de ella a la boca.
– Vuelve a tu dormitorio, piccola. Esto termina aquí -Su voz era amable, incluso tierna, completamente en contradicción con sus ojos fríos como el hielo.
Isabella se estremeció.
– ¿Qué vas a hacer?
– No te preocupes más por esto, Isabella. No hay necesidad-. Rozó un beso en su sedosa coronilla.
El sirviente estalló en un torrente de llanto, de súplicas. Isabella se sobresaltó. Envolvió los dedos alrededor de la muñeca de Nicolai.
– Pero yo soy parte de esto, Nicolai. No lo has oído todo. No estabamos solos en el almacén. Sentí la presencia del mal -Susurró las palabras, temiendo permitir que algún otro lo oyera-. No se ha acabado.
Nicolai se giró para mirar al sirviente, sus ojos fríos y duros.
– Se acabó. Estoy mirando a un hombre muerto.
Su voz la dejó fría. El sirviente chilló una protesta, encomendándose a la piedad de Isabella, disculpándose profusamente, negando haber sabido lo que estaba haciendo.
– Nicolai, por favor, escúchale bien -dijo, manteniendo la mirada del don con la propia. Sentía la energía en la habitación, la sutil influencia del mal alimentando la furia y el disgusto. Alimentar el miedo del sirviente junto con el suyo propio. Miró a los dos capitanes, notando que estaban observando al sirviente con el mismo odio que su don.
– Esto ya no es asunto tuyo -Nicolai estaba mirando sobre la cabeza de ella, su mirada fija sobre el desventurado sirviente, un cazador atisbando a su presa.
– Quiero oirle hablar -Respondió ella, su tono gentil pero insistente. No se atrevería a permitir que la entidad la influenciara o diera más de una abertura a los hombres.
– ¡Grazie, grazie! -gritó el hombre-. No sé que ocurrió, signorina. En un momento estaba pensando en el viaje y como descargar mejor los suministros cuando llegaramos a la granja, si esperar hasta la mañana o simplemente hacerlo inmediatamente. De repente estaba tan enfadado que no podía pensar. Me dolía la cabeza y me zumbaba con un ruido. No recuerdo haberle cogido la llave. Sé que lo hice porque la tenía, pero no recuerdo tomarla. Me senté en la carreta, y me dolía tanto la cabeza que estaba enfermo. Carlie puede decírselo, salté abajo y estaba enfermo -Sus ojos le suplicaban misericordia-. En realidad no recuerdo encerrarla, solo que cerrar la puerta y girar la llave parecía la cosa más importante del mundo.
– Sabías que ella estaba allí dentro -dijo Nicolai, su voz ronroneaba con una amenaza-. La dejaste para congelarse hasta morir o ser hecha trizas por los gatos feroces.
– Signorina, juro que no sé que me ocurrió. Sálveme. No permita que me maten.
Isabella se giró hacia Nicolai.
– Permíteme hablar contigo a solas. Aquí hay más trabajando de lo que podemos ver. Por favor confía en mí.
– Lleváoslo -ordenó Nicolai.
Sus dos capitanes parecieron querer protestar, pero hicieron lo que Nicolai ordenaba. Ninguno fue muy amable con el sirviente.
Nicolai comenzó a pasearse.
– No puedes pedirme que deje marchar a este hombre.
– Por favor, Nicolai. Creo que hay verdad en la leyenda de vuestro valle. Creo que cuando la magia se manipuló indebidamente, se volvió algo retorcido, y algo malvado fue liberado aquí. Creo que hace presa de las debilidades humanas. Nuestros fallos, alimenta cólera y celos. Alimenta nuestros propios miedos. Ha habido demasiados incidentes, y cada persona cuenta la misma historia. No saben qué ocurrió; actuaron de forma ajena a lo que normalmente harían.
Un gruñido retumbó profundamente en la garganta de él.
– Quieres que le deje marchar -repitió, sus ojos ámbar brillaban con amenaza.
Ella asintió.
– Eso es exactamente lo que quiero que hagas. Creo que hay una entidad suelta, y ella es la responsable, no el hombre.
– Si esta cosa puede influenciar a un hombre, entonces ese hombre tiene una enfermedad por la que se atrevería a arriesgar tu vida.
– Nicolai -respiró su nombre, una gentil persuasora.
Él masculló una imprecación, con llamas manando de sus ojos.
– Por ti, cara mía, solo por tí. Pero creo que este hombre ha perdido el derecho a la vida. Debería desterrarle del valle.
Ella cruzó a su lado y se puso de puntillas para presionar un beso en la mandíbula decidida.
– Le devolverás su tabajo. Le enviarás a casa. Tu misericordia te ganará su lealtad diez veces.
– Tu misericorda -corrigió él. Para mí él ya está muerto.
Cuando ella continuó mirándole, suspiró.
– Como desees, Isabella. Daré la orden.
– Grazie, amore mio -Sonriendo, le besó de nuevo y le dejó con su pasear.