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El golpe en la puerta hizo que el corazón de Isabella palpitara. Fue fuerte, insistente, heraldo de sombrías noticias. Nicolai retuvo la posesión de su muñeca pero se giró hacia el sonido, su cara una vez más una máscara inexpresiva.
Los capitanes Bartolmei y Drannacia se apresuraron a entrar, esbozando rápidos saludos.
– Está en movimiento, Don DeMarco. Uno de los pájaros ha vuelto y trae noticias -Drannacia miró hacia Isabella y se inclinó, disculpándose-. Tememos que las noticas no pueden esperar.
– Grazie -dijo Nicolai y se inclinó pausadamente una vez más para tomar posesión de la boca de Isabella.- No hay necesidad de preocuparse -susurró contra sus labios-. Volveré en breve.
Ella descubrió repentinamente que amaba el lado salvaje de él, lo celebraba. La parte de él que era capaz de defender su valle, derrotar a Rivellio. Esa parte de Nicolai le mantendría a salvo para ella y se lo devolvería.
– Estaré muy muy enfadada si recibes mucho más de un arañazo de ese hombre odioso -le advirtió, manteniendo una sonrisa pegada a su cara apesar del peso en su pecho.
– Y yo estaré muy muy enfadado contigo si no estás esperando aquí cuando vuelva. Nada de aventuras, cara mia -La yema de su pulgar se deslizó en una larga caricia sobre la piel sensible de la muñeca de ella.
– Yo misma tengo bastante de lo que ocuparme -replicó-. Estoy más que agradecida. Theresa y Violante ya están aquí. Cuando la gente venga de las granjas y la villaggi, necesitaré su ayuda.
Tomó su salida, con el corazón latiendo fuera de ritmo de miedo. Nicolai había conducido a sus soldados a la victoria muchas veces; tenía que creer que no le ocurriría nada ahora. Mientras cerraba la puerta, oyó la voz de Rolando Bartolmei. Una nota de acusación captó su atención, y se demoró para oirle hablar.
– Antes de que entremos en batalla, Don Demarco, permítame preguntar si he hecho algo para ofenderle o hacerle cuestionar mi lealtad.
Hubo un breve silencio. Isabella bien podía imaginar el aspecto de la cara de Nicolai, sus cejas arqueadas, la censura que comunicaba tan silenciosamente.
– ¿Por qué me preguntas semejante cosa, Rolando?
– Salí a patrullar esta mañana, mucho antes de que el sol estuviera alto, y fui seguido. Nunca vi al león, pero las marcas en la nieve seguía a mi montura donde quiera que iba. No hay leones sueltos en este momento, pero esos rastros se encontraron cerca del cuerpo estaba mañana también.
Isabella se presionó una mano contra la boca, su aliento quedó atrapado en la garganta. El recuerdo del abrigo destrozado de Rolando Bartolmei se alzó para perseguirla. Esperó la respuesta de Nicolai. Esta tardó mucho tiempo en llegar.
– No tengo razón para dudar de tu lealtad, Rolando. Si sabes de alguna razón semejante, siéntete libre para confesármelo ahora, podríamos dejar la cuestión zanjada.
– Yo siempre te he servido lealmente. -Bartolmei sonaba tenso por el ultraje-. Nunca te he dado motivos para dudar de mí.
– Ni yo a ti -devolvió Nicolai suavemente.
Isabella cerró los ojos brevemente, esperando que Rolando pudiera oir la sinceridad en la voz de Nicolai. Se estaba temiendo que no, temiendo que esa pequeña oleada de poder que sentía estuviera influenciando las emociones de los hombres. Había poco que ella pudiera hacer salvo confiar en Nicolai y la lealtad de su gente. Isabella se movió lentamente bajando la larga y curvada escalera. Tenía deberes que atender. Llamó a Sarina y Betto, preparándolos para la invasión por parte de la gente de Don DeMarco que vivía fuera de la seguridad de los muros del castello.
Theresa y Violante estaban en todas partes, Violante, bien entrenada y en su elemento, dirigiendo la preparación de comida y localización de suministros. Theresa trabajando atenta y eficientemente con Isabella y Violante, siguiendo todas las instrucciónes para que las cosas fueran como la seda.
Isabella se tomó un corto respiro en el momento en que tuvo oportunidad, apresurándose hasta el dormitorio de su hermano para comprobar su progreso y disculparse con Francesca por dejarla tanto rato sin nadie que la relevara.
Francesca levantó la mirada y gesticuló para silenciar las voces, una pequeña sonrisa curvaba su boca.
– Acaba de volverse a dormir. Su tos es todavía muy mala, pero la sanadora estuvo aquí y dijo que parecía más fuerte. Creo que dormir le ayudará. Ha estado tosiendo tanto que no puede descansar. -Alisó hacia atrás la maraña del pelo apartándolo de la cara de Lucca con dedos gentiles.
– Le conté todo, Francesca -confesó Isabella-. Debería haberte advertido de que él lo sabía todo sobre el legado DeMarco.
Para sorpresa de Isabella, Francesca se ruborizó.
– Hablamos de ello. Él es simplemente… -Se interrumpió, sin palabras-. Hablamos toda la noche. Podría escuchar su voz para siempre. La mayor parte del tiempo es divertido y me hace reir. Siempre dice cosas agradables sobre mi aspecto. Dice que cree que yo sería de un valor incalculable para romper la maldición. Creo que además lo dice en serio. -Sus ojos brillaban mientras miraba a Isabella.
– Lucca raramente comete errores en sus valoraciones, Francesca. Cuento con tu ayuda para ayudarnos a destruir la maldición.
Palmeó el brazo de Francesca.
– Solo ten en cuenta que no tenemos tierras, así que Lucca no tiene nada que ofrecer a una esposa. Ciertamente no lo suficiente para la hermana de un don.
Las elegantes cejas de Francesca se arquearon.
– Nunca he permitido que los demás dicten mis acciones. Dudo que vaya a empezar ahora. -De repente pareció ser consciente del inusual estallido de actividad fuera de la habitación. Se quedó muy quieta, el conocmiento la permeó-. Ha empezado, ¿verdad? -dijo Francesca-. Rivellio está invadiendo nuestro valle.
Isabella se tragó su miedo y asintió.
– Nicolia ha ido a su encuentro.
– Sé que temes por Nicolai, Isabella, pero él es un maestro en la guerra. Planea cada batalla cuidadosamente. Sus hombres vigilarán sus espaldas, y puede llamar a los leones, acabará rápidamente -la tranquilizó Francesca.
Un suave golpe en la puerta anunció la llegada de Theresa. Hizo señas a Isabella, convocándola al salón.
– Ve delante, Isabella. Yo vigilaré a Lucca. -la tranquilizó Francesca.
Isabella se deslizó fuera de la habitación de su hermano para enfrentar a Theresa.
– ¿Qué pasa?
– Rolando ha enviado una petición para que llevemos los bálsamos y vendajes para los hombres y también mezclas para cataplasmas. Quieren tratar a los heridos rápidamente y después los transportarlos de vuelta al castello. La sanadora debe estar aquí. Yo tengo algún conocimiento de heridas pero muy poco. Sarina dijo que tú tenías algún conocimiento en tratar lesiones. ¿Vendrás conmigo? -Parecía muy ansiosa, visiblemente nerviosa, retorciéndose las manos.
Isabella asintió inmediatamente.
– He tratado heridas muchas veces. Estoy segura de que podemos arreglárnoslas, Theresa-. Había establecido campamentos temporales para los heridos cuando fue necesario en la finca de su padre-. ¿Has oído si hay muchos heridos? -Intentó evitar el miedo en su voz.
Theresa sacudió la cabeza.
– Un jinete salió pero no ha vuelto. Tengo caballos ensillados para nosotras, y los suministros están en una alforja. Espero que esté todo bien. Habría pedido a Sarina que me acompañara… es buena con las heridas… pero es demasiado mayor para sobrellevar el viaje fácilmente. Creí que sería mejor ir nosotras mismas.
– Estaremos bien -concordó Isabella-. Dejaremos palabra para ser relevadas tan pronto como sea posible. Te veré en unos minutos.
Isabella se apresuró a su dormitorio para recuperar su capa y sus guantes. Theresa se encontró con ella en la entrada lateral más cercana a los establos. Un caballo de carga estaba atado junto a dos monturas.
El día estaba cubierto de gris, la niebla casi impenetrable. El mundo parecía cerrado, un oscuro velo encortinaba el castello. Los animales parecían nerviosos, sus ojos rodaban, las cabezas se sacudían, los cascos se movían y sacudían con agitación. Isabella se detuvo, con la mano descansando sobre su caballo. Su estómago estaba rodando amablemente, una sutil advertencia.
– He olvidado algo, Theresa -Mantuvo la voz tranquila. La hinchazón de triunfo, la oleada de poder, se espesaba y crecía a su alrededor. Sabía que era demasiado tarde. Muy tarde.
El golpe llegó desde atrás con duro y apasionado odio. Isabella cayó al suelo, la oscuridad la reclamaba.
Se despertó, cabeza abajo, con el estómago pesado, y la cabeza palpitando. El caballo corría a través de la neblina ante la urgencia de Theresa. Con las manos atadas juntas y Theresa sujetándole cabeza abajo mientras montaba, Isabella se sintió enferma, horriblemente enferma, y vomitó dos veces, antes de que Theresa detuviera al sudoroso animal y desmontara. Isabella se deslizó de la grupa del caballo y cayó, sus piernas demasiado gomosas para mantenerla. Con las manos atadas ante ella, se limpió la boca lo mejor que pudo mientras miraba cuidadosamente a su alrededor. Estaba en algún lugar cerca del paso.
Theresa paseaba de acá para allá, su furia crecía a cada paso. Se dió la vuelta para mirar a Isabella.
– No estarás tan tranquila cuando él llegue ahí.
– Por él, presumo que quieres decir Don Rivellio. -Isabella mantuvo la voz baja-. Tú eres el traidor que ha estado proporcionándole información.
Theresa alzó la barbilla, sus ojos brillaban peligrosamente.
– Llámame lo que quieras. Tú eres el cebo perfecto para atraerle a este valle. Es tan cobarde, enviando a sus hombres a una muerte segura, pero incluso con toda la información que le he proporcionado, no pude atraerle dentro hasta que prometí entregarte. Sabe que si te tiene, Don DeMarco intercambiará su propia vida por la tuya. -Había una mofa en su voz.
– ¿Cómo sabría tal cosa? -preguntó Isabella suavemente.
Theresa se encogió de hombros.
– Yo haría cualquier cosa por tener a Don Rivellio en este valle. Él cree que lo tiene todo planeado, pero no sabe nada de los leones. Sus hombres serán derrotados, y a él le mataré yo misma -Su voz contenía extrema satisfacción-. Merece la muerte después de lo que hizo a mi hermana -Giró la cabeza para mirar a Isabella-. Y tú te lo mereces por robarme a mi marido.
Isabella miró a Theresa con sorpresa. Su cabeza latía con tanta fuerza que por un momento creyó que no había oído correctamente. Rápidamente refrenó palabras de negativa. Theresa no estaba de humor para atenerse a razones, ni creería sus protestas de inocencia. Solo servirían para enfadarla más.
– ¿Theresa, mataste al sirviente que me encerró en el almacén?
– Yo no le maté -negó ella-. Me oyó dando información a uno de los hombres de Rivellio. Ellos le mataron. No hubo nada que yo pudiera hacer. No podía permitir que nadie lo supiera, así que borré las pisadas alrededor del cuerpo.
– Puedo entender que quieras matar a Don Rivellio, pero es imposible. Tendrá guardias, Theresa, incluso si viene. ¿Cómo crees que es posible que seas capaz… -se interrumpió cuando todo empezó a encajar como las piezas de un puzzle en su mente. El abrigo y el vestido destrozados en su armario. La voz femenina llamándola, atrayéndola escaleras arriba hasta el balcón. Una voz como la de Francesca DeMarco. La mujer del mercado con largo pelo negro, con rasgos DeMarco. Como Francesca, solo que no Francesca. El león siguiéndola a través de las estrechas calles y mirándola con ojos llenos de odio. Los rastros del león en la nieve rodeando el cuerpo del sirviente. El león paseando tras Rolando Bartolmei. Francesca DeMarco podía convertirse en la bestia. Y Theresa era prima hermana de Nicolai y Francesca.
Isabella sacudió la cabeza.
– Theresa, piensa en lo que estás haciendo.
– Estoy haciendo lo que debería haberse hecho cuando él tomó a mi hermanita contra su voluntad y la utilizó como lo hizo. Nicolai debería haber enviado asesinos a matarle. -La voz de Theresa siseaba con odio-. ¡Era una bambina! Rivellio la destruyó. Ahora es una cáscara vacía. Es horrendo que pueda librarse de tal cosa.
– Hizo asesinar al mio padre -dijo Isabella suavemente-. Torturó al mio fratello y le habría ejecutado-. Alzó las manos atadas y apartó el pelo que se volcaba alrededor de su cara. Cuando levantó la mirada, su estómago dio otro sobresalto, su corazón empezó a palpitar ruidosamente, y saboreó el miedo en su boca.
A través de la niebla gris podía ver soldados montando en apretada formación alrededor de una figura imponente.
– Vete, Theresa. Todavía puedes escapar antes de que ponga sus manos en ti -susurró Isabella, la sangre drenada de su cara. Luchó por ponerse en pie. Nunca enfrentaría a un enemigo acobardada y encogida. Sin pensarlo conscientemente, colocó su cuerpo protectoramente delante de la otra mujer-. No te han visto aún. Corre. Puedes escapar.
Isabella mantuvo los ojos fijos en el hombre que montaba en medio del grupo. A ella le parecía un demonio. Era el mal encarnado, cada pedazo tan retorcido como la entidad que se alimentaba del odio y los celos en el valle. Isabella sintió la ráfaga de frío, sintió una extraña desorientación cuando la malevolencia comenzó a extenderse ansiosamente para abrazar a Don Rivellio, desertando de todos los demás ahora que tenía una mente malvada a la que controlar.
Tras ella, Theresa gimió suavemente.
– ¿Qué he hecho? ¿Qué me ocurre? Rolando nunca me perdonará lo que he hecho -Rodeó a Isabella, deslizando una hoja afilada limpiamente a través de las cuerdas. El estilete fue presionado en la palma de Isabella-. Cuando permita que la bestia emerga, huye, escapa a los bosques. Es todo lo que puedo darte -Un sollozo fluyó, pero Theresa lo contuvo, luchando por controlarse.
Los soldados las divisaron. Varios patearon a sus caballos para ponerlos en acción, apresurándose hacia las dos mujeres. Isabella no se molestó en correr. Alzó la barbilla y asumió su expresión más arrogante.
– Lo siento -susurró Theresa-. No tenías derecho a yacer con mi marido, pero esto estuvo mal por mi parte.
– Si ambas morimos este día, Theresa, quiero que lo sepas, Rolando nunca me ha dado ninguna indicación de que deseara más que cortesía entre nosotros -dijo Isabella sinceramente.
Los soldados exploraron la zona rodeando a las dos mujeres, suspicacez al encontrarlas a las dos solas tan lejos de la protección del castello. Don Rivellio se sentaba a horcajadas sobre su caballo, con ojos astutos y ávidos cuando miró a Isabella. La niebla se convirtió en una fina sábana de llovizna, las nubes oscurecieron los cielos en lo alto.
– No puedo hacerlo -murmuró Theresa con miedo-. No puedo sacar a la bestia. Lo he intentado, pero ha desaparecido.
El corazón de Isabella era tan ruidoso, igualaba el latido de su cabeza. Mantuvo el estilete oculto entre los pliegues de su falda.
– Parece un poco más desgastada, Signorina Vernaducci -Don Rivellio le sonrió burlonamente- ¿Don DeMarco ha probado ya la mercancía? Odio ser el segundo -Entrecerró los ojos-. Si averiguo que es así, tendré que castigarla severamente. Eso puede ser bastante delicioso… para mí.
Los guardias circundantes rieron en voz alta, mirando de reojo a las dos mujeres. Isabella alzó la barbilla un poco más alto. Retuvo a Theresa tras ella manteniéndola en su lugar con la mano libre, no le gustaba el aspecto de la cara de Don Rivellio.
De algún lugar en la distancia llegaron gritos de hombres en medio de los tormentos de la muerte, del terror. Los sonidos atravesaban la deprimente sábana para enviar un escalofrío a través de todos ellos. Los hombres se miraron los unos a los otros con súbita ansiedad. Don Rivellio sonrió complacido.
– Ese es el sonido de mis hombres matando a cualquier pobre imbécil que se ponga en mi camino. Mis hombres han tomado el valle. Te tengo, Signorina Vernaducci, como siempre quise. Si DeMarco escapara, no dudaría en intentar un rescate y colocarse en mis manos. Tengo maravillosos planes para ti.
El don se inclinó hacia delante en su caballo, mirándola directamente a los ojos, dejándola ver un destello de puro mal.
– El dolor está muy cerca del placer, querida. Veremos si disfrutas de mis pequeñas diversiones tanto como yo -Su mirada se movió de su cara a la de Theresa-. Y tú… qué bien me has servido. DeMarco nunca ha enseñado el lugar que ocupa una mujer en su finca. Lo aprenderás bien en la mía. Tengo una habitación justo fuera de los establos donde serás desnudada, atada extendida, y dejada para que mis soldados hagan contigo lo que les plazca. Tu hermana aprendió su lección en esa habitación… tan tediosa con sus constantes lágrimas, sus súplicas de ir a casa. -Rió, compartiendo su diversión con sus hombres-. Ellos siempre disfrutan de mis pequeños regalos.
Isabella sintió el miedo mezclarse con la furia apresurándose por su riego sanguíneo, sintió el temblor de respuesta correr a través de Theresa. Aferró el brazo de Theresa.
– Permanece en silencio. No hagas ningún sonido en absoluto. Nicolai está aquí. Mira a los caballos -susurró.
Sus palabras fueron tan bajas que Theresa casi no las captó. Estaba buscando a la bestia en su interior, intentando recapturar su odio y rabia ahora, cuando más la necesitaba, cuando la repugnante criatura que había deshonrado y violado a su hermana estaba de pie ante ella, amenazándola con su vileza. Los caballos ciertamente estaban empezando a mostrar signos de nerviosismo. Moviéndose intranquilamente, tirando de las cabezas, algunos relinchando hasta que los soldados se vieron forzados a desmontar para calmarlos.
Isabella se permitió un breve vistazo del campo circundante. A través del aguanieve gris y las tinieblas captó el brillo de ojos feroces, el susurro de movimiento a lo largo de árboles y arbustos. Más de una bestia acechaba al grupo de soldados.
– Detesto este lugar -espetó Don Rivellio-. Coged a las mujeres, y salgamos de aquí. -La agitación de los caballos se incrementó incluso mientras hablaba. Los animales se movían y corcoveaban, girando para desalojar a sus jinetes. Los soldados luchaban con sus monturas para permanecer a horcajadas. Ninguno de ellos fue capaz de obedecer las órdenes de Rivellio.
El león salió del velo gris, enorme, casi tres metros y medio de sólido músculo, explotando a través del aguanieve para golpear al don sólidamente en el pecho. Los caballlos chillaban aterrados. Los hombres gritaban, las caras palidecían de horror mientras el mundo erupcionaba en la locura. El león de cabeza no estaba solo, una manada había rodeado a la columna de hombres. Salpicaduras de carmesí se disparaban sobre la nieve, árboles y arbustos.
Theresa empujó a Isabella al suelo, envolviéndole los brazos alrededor de la cabeza para evitar que viera el horror.
– ¡No mires! ¡No mires esto!
Isabella no tenía forma de ver, pero no pudo ahogar por completo los sonidos del terror. Del crujido de huesos y el sonido de carne siendo arrancada de extremidades. Siguió y siguió, los terribles gritos de hombres muriendo, la pesada respiración de los leones, los feroces gruñidos que daban escalofríos, los caballos chillando de miedo.
Theresa la mantuvo abajo, temblando tanto como Isabella. Pareció pasar una eternidad. Don Rivellio aullaba de dolor, sus gritos de súplica se entremezclaban con los sonidos de carne desgarrada y grandes dientes mascando ruidosamente a través de hueso y músculo. Finalmente sus gritos murieron. Y entonces se hizo un extraño silencio.
Isabella sintió a Theresa moviéndose, pero no podía levantarse, no quería mirar. Enterró la cara entre las manos y estalló en lágrimas. Nicolai había hecho esto. Había habido inteligencia tras el ataque. Había estado bien planeado, los leones se habían colocado en posición, desplegando su emboscada para ejecutarla dura y rápidamente. Virtualmente habían hecho trizas al enemigo. Incluso ahora podía oir los sonidos de los leones dándose un festín. Los gruñidos de advertencia retumbando en la noche, reververando a través de su propio cuerpo.
Su destino. Este sería su destino. Inesperada, indeseada, la idea se aposentó.
– Isabella. -Él pronunció su nombre como si le leyera el pensamiento, negando la verdad.
Estaba sollozando cuando él la levantó del suelo, su cara arrasada por las lágrimas, empapada de sangre salpicada. Su pelo estaba despeinado, cayendo del intrincado peinado en cascada por su espalda y enmarcándole la cara. Nicolai la atrajo contra él y la abrazó firmemente mientras miraba sobre la coronilla de su cabeza hacia Theresa.
– Afortunadamente, tenía a dos de mis guardias de más confianza vigilando a mi prometida. -Sus ojos ardían de furia-. Oimos cada palabra condenatoria que pronunciaste-. Sus manos eran gentiles entre el pelo de Isabella, completamente en contradicción con el látigo de su voz mientras hablaba a su prima-. Llevadla al castello. Está acusada de traición e intento de asesinato. Reunid a mi consejo al instante. Capitán Bartolmei, si no puede hacer su parte del trabajo, está excusado y puede aguardar el resultado. -La voz de Nicolai fue tan fría como el hielo.
Bartolmei no dedicó mucho más de una mirada a Theresa.
– Nunca he fallado en mi deber, Don DeMarco, y la traición de mi esposa no cambia nada.
Isabella se aferró a Nicolai, sujetándole firmemente, oliendo el salvajismo todavía emanando de su piel y pelo.
– Llévame a casa -suplicó. Se presionó las manos sobre los oídos, intentando desesperadamente amortiguar los sonidos de los leones devorando carne humana. Mantuvo los ojos firmemente cerrados, su respiración llegaba en sollozos estremecidos.
Odio y malevolencia, sangre y violencia se arremolinaban en el aire alrededor de ellos. Nunca podría olvidar los sonidos de muerte, los gritos y súplicas de los soldados pidiendo piedad. El puro salvajismo de la noche, de las bestias, de Don DeMarco, la perseguirían para siempre.
– Isabella -Él pronunció su nombre suavemente, susurando sobre su piel, llamándola de vuelta a él, necesitando consolarla casi tanto como ella necesitaba ser consolada.
Nicolai le cogió la barbilla en una palma, inclinándole la cabeza a un lado para proporcionarse una vista de su cara. Sobre su ojo había un chichón, un chorrito de sangre, la piel ya se volvía negra y azul. Saltaron llamas en sus ojos. Su pulgar eliminó la sangre de la sien, y la empujó una vez más contra su pecho para evitar que viera la furia asesina ardiendo en sus ojos. Ella podía sentirle temblar, podía sentirle sólido y real, podía sentir el volcán amenazando con erupcionar. Contenía su rabia con control tenaz.
Isabella estaba en un estado demasiado frágil para que Nicolai se permitiera ser indulgente con su furia. La deseaba en la seguridad del palazzo, donde el horror de esta noche se desvanecería. Nicolai alzó a su prometida a la grupa de su caballo que esperaba, sus brazos y cuerpo la abrigaron cerca de él. Acariciándole el pelo con la nariz, giró su montura lejos del mar de cuerpos y las bestias devorándolos. Ella lloró calladamente contra su pecho, sus lágrimas le empaban la camisa, le rompían el corazón. Aumentaba su odio y necesidad de venganza contra cualquiera, contra cualquier cosa que hubiera causado esta gran pena.
Sarina estaba esperando en el palazzo, y envolvió a Isabella entre sus brazos como si fuera una niña, llevándola al santuario de su habitación, donde un baño y un fuego esperaban. Permitió a la joven a su cargo llorar su tormenta de emociones. El té y el baño caliente la ayudaron a revivir para su próxima ordalía. Esto no había terminado, e Isabella sabía que no terminaría nunca a menos que ella pudiera derrotar a la entidad, su más poderoso enemigo.
– ¿Han dicho si alguno de los hombres de Rivellio escaparon del valle? -se las arregló para preguntar mientras sorbía el té humeante endulzado con miel.
– Las patrullas han estado peinando el valle -respondió Sarina-. El paso y los túneles de las cavernas están bien guardados. Sería casi imposible para alguien deslizanse a través. Rivellio y sus hombres se convertirán, como tantos otros, en parte de la legenda: invasores que nunca volvieron a sus fincas. ¿Quién sabe lo que les ocurrió? La evidencia habrá desaparecido mucho antes de que venga alguien buscando información.
Isabella se estremeció. Sus manos estaban temblando cuando colocó la taza de té a un lado. Necesitaría toda su fuerza, toda su determinación, para enfrentar a su más astuto y malvado enemigo.
Deseaba aunque temía ver a Nicolai antes de entrar en la habitación donde la corte estaba reunida, pero él no había acudido a ella. Rivellio y sus hombres habían invadido el valle con el propósito de tomar la finca. Don DeMarco tenía el deber de proteger a su gente de todo invasor, y así lo había hecho con la mínima cantidad de derramamiento de sangre de sus propios soldados. Se presionó una mano contra el estómago. Con toda su experiencia, Isabella no había estado preparada para semejante carnicería. Había sido una pesadilla, un horror. En realidad, no sabía si sería capaz alguna vez de sobreponerse a los sonidos y visiones, sabiendo la identidad de la bestia que conducía la matanza.
Tomó otro sorbo de té mientras el conocimiento de la muerte de Rivellio finalmente empezaba a penetrar. El enemigo de la familia Vernaducci estaba verdaderamente muerto. El aliento se le atascó en la garganta. Nicolai DeMarco tenía el poder de restaurar el honorable nombre de Vernaducci. No tenía duda de que podía hacerlo, incluso restituir sus tierras. Eso allanaría el camino para que Lucca y Francesca estuvieran juntos. Cuidadosamente Isabella colocó su taza en la bandeja, sonriendo ante la idea de ver la cara de su hermano, la luz en sus ojos mientras su mirada seguía a Francesca. Entre Isabella y Francesca, Isabella estaba segura de ello, con la ayuda de Nicolai, Lucca encontraría la felicidad que merecía.
Isabella se vistió para el tribunal con gran esmero, asegurándose de que cada pelo estuviera en su sitio, de que su vestido fuera regio y adecuado. No había nada que pudiera hacer para ocultar sus rasgos pálidos o el moratón oscurecido en un lado de su cara y ojo. Su estómago estaba atado en un nudo, pero no suplicaría sales ni se ocultaría en su habitación llorando. Se deslizó a través de los salones hacia la habitación de la torre donde se celebraba el juicio. El juicio de Theresa. No miró ni a derecha ni a izquierda, consciente de los sirvientes presignándose a su paso, de la joven Alberita rociando agua bendita en su dirección.
La habitación estaba llena de gente, algunos oficiales a los que no había visto nunca, otros a los que reconocío. El Capitán Bartolmei permanecía rígido a un lado. El Capitán Drannacia estaba muy cerca de su esposa, Violante. Theresa estaba de pie en el centro de la habitación, enfrentando a Don DeMarco. Él estaba inmóvil, sus rasgos oscuros e implacables, solo sus ojos estaban vivos, ardiendo con intensidad, con rabia.
– Ahora que mi prometida, Isabella Vernaducci, ha llegado, podemos continuar. Has presentado graves cargos contra ella, reclamando que me ha sido infiel y que yacido con mi capitán de confianza. -Mientras hablaba con voz plana e inexpresiva, la mirada de Nicolai ardió sobre Isabella.
Ella sintió el impacto como un golpe, pero se mantuvo en pie inquebrantable, silenciosa, escuchando sin protestar.
– Has admitido ante nosotros que traicionaste a tu gente y que acechaste e intentaste matar a la Signorina Vernaducci. Has admitido ante nosotros que tienes la habilidad DeMarco para convertirte en la bestia, y utilizaste tu habilidad en tu persecución de la Signorina Vernaducci. ¿Cómo es que ocultaste este talento a tu don, y a tu marido?
Theresa tomó un profundo aliento. Estaba luchando por mucho más que su matrimonio, estaba luchando por su vida.
– La primera vez que la bestia me tomó fue pocos meses después del retorno de mi hermana. Estaba tan llena de rabia, no podía contenerla. Fui al bosque y grité. Simplemente ocurrió. No sé como. Creí que era un sueño, un sueño nebuloso. No ocurría con mucha frecuencia, y cuando lo hacía era siempre cuando estaba furiosa. -Theresa miró fijamente a Don DeMarco, apartó rápidamente la mirada, y permitió que esta se desviara hacia su marido. Se puso rígida, su cara se desmoronó cuando él se negó a mirarla-. La segunda vez ocurrió la primera noche que llegó la Signorina Vernaducci. Había ido al castello para esperar a mi marido…
– Continua. -Era una orden.
Theresa se estremeció ante el tono.
– Guido estaba paseando y me divisó cerca de los establos. Me dijo cosas. No paraba. Insistió en que yo le deseaba. -Brillaban lágrimas en sus ojos-. Me desgarró el vestido y me tiró al suelo. Estaba tan asustada, tan furiosa, solo… solo ocurrió. No tenía intención. No lo supe hasta después.
– Sabías que todo el mundo pensaba que yo le había matado -dijo Nicolai suavemente, su voz era una condena-. No dijiste nada. ¿Y el sirviente?¿Le mataste también?
Ella sacudió la cabeza.
– No, los hombres de Rivellio lo hicieron. La Signorina Vernaducci se lo dirá. Ellos le mataron, no yo.
– Pero intentaste matar a Isabella -Nicolai era implacable.
– ¡No! -Theresa sacudió la cabeza en negación-. No sé. Creo que quería asustarla para que se fuera, pero la rabia crecía y crecía hasta que solo deseé que desapareciera. Entonces supe que podría utilizarla para destruir a Rivellio. Él me obligó a espiar para él. No me devolvería a mi hermana a menos que estuviera de acuerdo en proporcionarle información sobre el valle. Habría estado de acuerdo con cualquier cosa para tenerla de vuelta.
Un simple y estrangulado sonido de horror escapó de la garganta de Rolando Bartolmei.
– Yo no podía decirle nada en realidad -explicó Theresa apresuradamente-. No estaba espiando realmente. Yo no sabía nada. Pero le quería muerto. Tenía que verle muerto. Debería haber sido castigado por lo que hizo -Se retorció las manos-. Sabía que podía atraerle al valle. Vendría por la Signorina Vernaducci. Él crecía que intercambiaría su vida por la de Don DeMarco. Estaba seguro de que podría utilizar a su hermano para invadir el valle y derrotar a nuestros hombres. Yo planeaba matarle.
– Utilizando a Isabella. -El tono de Nicolai contenía acusación, amenaza, una promesa de muerte.
– Ella te traicionó con mi marido. ¡Con mi Rolando! -La alegación explotó de Theresa. Por un momento sus ojos llamearon de furia; después, humillada y avergonzada, volvió a mirar al suelo.
– Tienes prueba de ello -De nuevo era una declaración.
Theresa se estremeció. Asintió, su mirada una vez más deslizándose hacia su marido, después alejándose rápidamente.
La habitación estaba en silencio, un silencio expectante. Isabella estaba de pie en el centro de la habitación, con aspecto tan sereno como pudo mantener, agradecida por el entrenamiento de su padre. Todos los ojos estaban concentrados en ella. No flaqueó, sino que confrotó a su acusadora serenamente.
– Déjame ver la prueba de la infidelidad de mi prometida -dijo Nicolai suavemente-. La prueba de la traición de mi capitán. -Su voz era una ronroneo bajo de amenaza. Su tono hizo que la tensión en la habitación subiera otra muesca. Alzó una mano.
Isabella parpadeó rápidamente, hipnotizada por la visión de la gran mano de Nicolai. Era una pata gigante, cubierta de piel, garras afiladas centelleaban como estilentes. Oyó un jadeo colectivo por toda la habitación. Alzó la mirada para encontrar la de él, pero estaba completamente concentrado en Theresa, observándola con la mirada fija de un depredador.
Theresa avanzó hacia el don, su mano extendida sostenía la evidencia de la traición de Isabella. Se detuvo a corta distancia, con cara pálida, la mano temblando. No importaba cuanto intentara obligarse a sí misma hacia adelante, no podía dar el paso para colocar la prueba condenatoria en la enorme pata.
Fue Isabella quien rompió el punto muerto, tomando la misiva de Theresa y colocándola en la palma abierta de Nicolai. Observó la cara de Nicolai mientras leía las palabras en voz alta.
– "Te echo mucho de menos. Por favor apresúrate y únete a mí. Desearía haberte dicho la última vez que te vi lo mucho que te quiero". Está firmada, "Isabella". -Alzó la mirada del pergamino y le miró directamente-. ¿Escribiste esto, Isabella?
– Si, por supuesto que lo hice -respondió fácilmente, rápidamente, en el silencio expectante.
El silencio estiró los nervios hasta un punto estridente. Theresa intentaba parecer triunfante. Rolando parecía estupefacto. Isabella solo tenía ojos para Nicolai. Estudiaba su cara en busca de alguna expresión huidiza, cualquier cosa que le diera una pista de sus pensamientos. Él no dijo nada, solo esperó en el vacío del silencio.
Un sollozo escapó de la garganta de Theresa. Se atascó un puño en la boca y evitó la cara a su marido. Rolando sacudió de nuevo la cabeza.
– ¿Dónde encontró mi carta, Signora Bartolmei? -preguntó Isabella sin rencor. Su voz era gentil, suave, poco amenazadora.
Tras su mano, la voz de Theresa resultó amortiguada.
– En el bolsillo del abrigo de mi marido. -Se le escapó otro sollozo.
Las cejas de Isabella subieron.
– De veras. -pronunció la palabra pensativamente y giró la cabeza para buscar una cara en la habitación. Su mirada se posó en Violante. Permaneció en silencio, solo observando a la otra mujer.
Nicolai mantuvo su atención centrada en Isabella. No había otro en la habitación que pudiera exigir su atención… y su control. Podía sentir su furia aumentando, no ardiente y blanca sino frío hielo, la bestia rabiaba pidiendo liberación. Isabella estaba cubierta de magulladoras, laceraciones, sujeta a esta humillación, esta especulación, ante la corte. La rabia y los celos se mezclaron con su furia helada hasta que tembló por su necesidad de explotar.
Violante se volvió de un brillante carmesí, miró fijamente a su marido, después al suelo. Sergio Drannacia estudió a su mujer, inhaló agudamente, y buscó su mano. Cuando ella levantó la vista hacia él, un entendimiento pasó de uno a otro.
Violante cuadró los hombros.
– No sé qué me hizo hacerlo. Yo tomé la carta de la biblioteca cuando recogiste el libro -dijo a Isabella-. Solo quería tenerla, mirar mi nombre. Pensé que podría trazar sobre las marcas que tú hiciste hasta aprenderlas.
Se obligó a mirar a la inmóvil figura de Don DeMarco. Estaba tan inmóvil que podía haber estado tallado en piedra.
– Ella escribió mi nombre encima, una corta misiva para su hermano, y su nombre al final. Estaba mostrándome como escribir. Rasgué mi nombre para guardarlo. Todavía lo tengo en una caja en mi casa.
Las lágrimas brillaban en sus ojos cuando miró a Theresa.
– Lo siento tanto. No sé que me pasó. No sé por qué dije esas cosas sobre tu marido e Isabella. Seguía intentando detenerme a mí misma, pero no podía. Recuerdo colocar la misiva en el abrigo cuando lo recogí del suelo y se lo di a Sergio para que se lo diera a él. Solo que no sé por qué hice semejante cosa.
Theresa la miraba fijamente, claramente afligida.
– Oh, Violante -susurró, sacudiendo la cabeza-. Traicioné a mi gente, a mi marido, a mi don, mientras tú alimentabas mis celos y mi rabia. ¿Cómo pudiste hacer semejante cosa?
Sergio atrajo protectoramente a Violante bajo el abrigo de su amplio hombro.
– No sé. No pude contenerme. Isabella, Theresa, lo siento tanto. -Violante no se atrevía a mirar a su don. Había cometido un pecado imperdonable, traición contra su prometida.
– ¿Acechaste a Isabella Vernaducci e intentaste matarla porque creías que yo te había traicionado? -Las palabras explotaron de Rolando Bartolmei. Estaba temblando de rabia cuando enfrentó a su esposa-. ¿Traicionaste a nuestra gente? ¿A mi gente? ¿Al mio don? ¿Proporcionaste a Rivellio información que podría haberle capacitado para invadir nuestra tierra? ¿Hiciste todo eso? Incluso me acechaste en mi patrulla matutina haciéndome dudar del mio don? Le conozco desde la niñez, ¿pero trataste de introducir un cuchillo entre nosotros? -Miró a su esposa como si no la hubiera visto nunca antes, como si de repente se hubiera convertido en una criatura odiosa-. ¿Crees que deshonraría al mio don, a mi amigo… que te deshonraría?
Theresa sollozó ruidosamente, el sonido de un corazón rasgándose. Humillado y avergonzado por los engañosos ardides de Theresa, Rolando giró sobre sus talones, preparado para salir andando y abandonar a su esposa a la improbable misericordia del don.
– ¿Cree que usted mismo está libre de culpa en esto, Capitán Bartolmei? -dijo Isabella suavemente a su espalda en retirada.
Bartolmei se tensó pero no se giró. Un sonido suave escapó de Don DeMarco. Un bajo gruñido retumbante detuvo a Bartolmei instantáneamente. El gruñido subió de volumen, sacudiendo la habitación, reverberando a través del castello.
Nicolai cruzó la habitación hasta que se detuvo ante la temblorosa figura de Theresa Bartolmei. Se irguió sobre ella, un oscuro y furiosp caldero de furia.
– ¿Te atreviste a repetir los intentos contra mi prometida? ¿Conspiraste para que pareciera que ella me había traicionado, mientras todo el tiempo traicionabas a tu don y tu gente? ¿Y por qué, Signora Bartolmei? -Su forma brilló entre bestia y hombre-. Chanise es parte de mi familia. Había asesinos apostados para ocuparse de la cuestión. Lo hubieras sabido si hubieras tenido el sentido común de venir a mí. No debería tener que explicar mis acciones ni a ti ni a ningún otro. Don Rivellio era hombre muerto. Estuvo muerto en el momento en que puso sus manos sobre mi prima.
Recorrió a zancadas la longitud de la habitación y volvió de nuevo, su pelo salvaje, sus ojos llameates, poder y furia a cada paso que daba. Se detuvo una vez más delante de Theresa.
– Como tú estuviste muerta en el momento en que tocaste a Isabella. -Alzó una mano, solo que era una enorme pata extendida hacia ella, una curvada garra afilada como un estilete-. Si no hubiera tenido hombres vigilándola, la habrías entregado a manos de un malvado como Rivellio. Me disgustas.
Se volvió para mirar a sus guardias.
– Llevadla al patio de inmediato. ¡De inmediato! -rugió la orden, con llamas rojo anaranjadas ardiendo en sus ojos.