38650.fb2 La Guarida Del Le?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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CAPITULO 3

Isabella se encontró mirando fijamente al interior de unos extraños y líquidos ojos color ámbar. Eran mezmerizantes. Ojos de gato. Salvajes. Misteriosos. Hipnotizadores. Llameando con alguna emoción que ella no podía determinar. Sus pupilas eran intensamente pálidas y de una inusual forma elíptica. Aún así, sentía que había visto esos ojos antes en alguna parte. No le eran del todo extraños, y se relajó, con una pequeña sonrisa curvando su boca.

La mano de él le acunó de repente la barbilla, obligándola a continuar encontrando su penetrante mirada.

– Mírame, novia. Mira a tu novio. Echa una buena mirada a la ganga que has conseguido. -Su tono tenía una nota profunda y retumbante, ese soterrado gruñido que ya había notado antes.

Isabella hizo lo que le decía. Empezó a inspeccionarle. Su pelo era espeso y extrañamente coloreado. Leonado, casi dorado, enmarcaba su cara y caía por debajo de sus hombros, donde se oscurecía para parecer tan negro y brillnte como el ala de un cuervo. La necesidad de tocar la espesa y lujuriosa masa era tan fuerte, que realmente alzó la mano e hizo la más ligera de las caricias.

Él le cogió la muñeca en un apretón duro e inquebrantable. Podía sentir como su gran cuerpo temblaba. Sus ojos se volvieron turbulentos y peligrosos, observándola con la mirada inquietante y sin parpadear de un depredador fija en su presa. Vio sus rasgos entonces, las largas y obscenas cicatrices grabadas en el costado izquierdo de la cara de un ángel. Malvadas y espantosas, corrían desde su cuero cabelludo hasta su mandíbula ensombrecida, cuatro de ellas, como si algún animal salvaje hubiera arañado su mejilla, desgarrando la carne directamente hasta el hueso. Y él tenía la cara de un ángel, absurdamente guapo, una cara que cualquier artista querría capturar en la lona para siempre.

La garra de él se apretó hasta que pensó que podría aplastarle los huesos, sus ojos se volvieron más salvajes, entrecerrándose peligrosamente, fijos en ella como si estuviera presto a saltar sobre ella y devorarla por alguna terrible fechoría. Se inclinó hacia ella, su boca perfectamente esculpida retorcida, con un gruñido de advertencia en su garganta.

Mientras ella continuaba mirándole, sus rasgos cambiaron, emborronándose extrañamente haciendo que por un momento creyera estar mirando a la cara de una gran bestia con el morro abierto para mostrar afilados dientes blancos. Los ojos, sin embargo, seguían siéndole de algún modo familiares. Miró directamente a esos ojos y sonrió.

– ¿Va a tomar el té conmigo?

El cuerpo de él era muy musculoso, mucho más que el de ningún hombre que ella hubiera conocido nunca, sus tendones se marcaban y ondeaban con fuerza bajo su elegante camisa. Sus muslos eran columnas gemelas de poder, como troncos de roble. Era alto pero bien proporcionado, aterrador por su tamaño y el poder que exudaba.

Esos ojos ámbar la miraron durante varios latidos de corazón. Lentamente le soltó la muñeca, la calidez de su palma se demoró sobre la piel de ella. Isabella retorció los dedos entre los pliegues de su falta para evitar frotarse las marcas en la muñeca. Su pulso latía con un ritmo de miedo y excitación. Era estúpida la forma en que su salvaje imaginación persistía en verle como las extrañas y leonadas esculturas de su casa. Y era igualmente estúpido que el mundo exterior pensara que él era una bestia demoníaca a causa de unas pocas cicatrices.

Isabella no era una niña asustadiza para desmayarse porque él soportara la evidencia de sobrevivir a un cruel taque. Deliberadamente tomó un sorbo de té.

– No me desagrada usted, signore, ni me asusta, si esa es su intención. ¿Me cree tan débil o joven? No soy una niña para temer a un hombre. -Aunque él era mucho más intimidante de lo que ella quería admitir. Y claramente tenía una fuerza enorme. Podía aplastarla fácilmente sin ningún esfuerzo. Era imposible determinar su edad. No era un muchacho sino un hombre adulto, cargando el peso de su título y la responsabilidad de asegurar el bienestar de su gente sobre sus amplios hombros. Y ahora de su hermano. Ella le había traído otro estorbo, y la idea la hizo sentir culpable.

– Por favor tome algo de té. Tengo la esperanza de trabar mayor amistad con usted.

– Dígame que ve cuando me mira -La voz de él era tranquila, un simple hilo de voz, un susurro de terciopelo y calor. Aunque era una orden de un ser poderoso.

Tranquilizando sus nervios, Isabella tomó otro sorbo de caliente y dulce té. Estaba rociado de miel y la fortaleció.

– Veo a un hombre con muchas cargas que soportar. Y yo le he traído otra. Lo lamento por ello, pero no puedo permitir que el mio fratello muera. Usted era mi única esperanza. No quería complicar su vida aún más. -Sus palabras eran sinceras.

Don DeMarco dudó como inseguro de qué hacer. Finalmente se sentó en la silla opuesta a la de ella. Isabella le sonrió cautelosamente, ofreciendo una tentativa rama de olivo.

– Me temo que ha hecho un mal negocio, signore. El mio padre pasó una gran parte de su vida frunciendo el ceño y sacudiendo la cabeza con desaprobación ante mi comportamiento.

– Puedo bien imaginar que eso sea cierto -La ironía bordeaba su voz, y ella pudo sentir el peso de su implacable mirada.

Isabella sintió el roce de alas de mariposa en su estómago, y un calor enroscándose lentamente a través de su riego sanguineo. Sabía poco de relaciones entre hombre y mujer. Ni siquiera sabía si él la desearía de ese modo. Pero al parecer no podía mirarle sin que su cuerpo entero se tensara con un calor y un fuego que nunca antes había sentido. Era incómodo y aterrador. Y no quería que nadie le diera órdenes, restringiendo sus actividades. Se había acostumbrado a hacer lo que le placía con pocas restricciones.

Alzó la barbilla.

– No obedezco bien los dictados de otros.

La risa baja, divertida y acariciante la sobresaltó. Se deslizó dentro de ella y se enredó alrededor de su corarón.

– ¿Es una advertencia o una confesión? -preguntó él.

Su mirada tocó la de él, después se apartó tímidamente. Tenía el presentimiento de que él raramente reía.

– Creo que fue más bien una advertencia. Nunca he sido capaz de entender el significado de la palabra obediencia. -Tomó otro sorbo de té y le evaluó sobre el borde de la taza.- El mio padre decía que debería haber nacido chico. -La mano oculta entre los pliegues de la falda retorció la tela firmemente. Estaba terriblemente nerviosa, mucho más de lo que había estado nunca. Don DeMarco no era en absoluto lo que había esperado. Podía haber tratado con un viejo chisquilloso, incluso con un viejo verde de ojos lujuriosos. Don DeMarco era increíblemente guapo, más que guapo, y ella no tenía ni idea de cómo tratar con él.

– Ha pasado mucho desde que me senté y charlé con otra persona así -admitió él suavemente, algo de la tensión en él se alivió-. Mis reuniones no son sociales, y nunca ceno con los miembros de la familia -Se recostó en su silla, estirando sus largas piernas hacia el fuego. Debería haber parecido relajado, pero todavía parecía un animal salvaje, inquieto en su jaula.

– ¿Por qué no? La cena era siempre mi momento favorito del día. El mio fratello me contaba historias tan maravillosas. Lo pasaba mal cuando el mio padre decidía que necesitaba aprender ciertos talentos femeninos y me encerraba dentro. Lucca me contaba tantas historias salvajes en la cena como se le ocurrían para hacerme reir.

– ¿La encerraban con frecuencia? -La voz era bastante fundida, pero algo en su tono la hizo estremecer. Estaba claro que no le gustaba la idea de que su padre la encerrara, pero estaba perfectamente bien que lo hubiera hecho así.

– Con bastante frecuencia. Me gustaba vagar por las colinas. Padre tenía miedo de que huyera con los lobos -En realidad, lo que su padre había temido era no encontrar nunca un marido rico para su niña salvaje. Isabella apartó la idea velozmente, no sea que el don viera la tristeza fugaz en sus ojos. Su intensa mirada parecía capaz de leer cada matiz de su postura y expresión.

Don DeMarco se inclinó hacia ella y gentilmente le apartó algunas hebras de pelo de la cara. El gesto inesperado la hizo apartarse de él, y algo afilado le arañó desde la sien a la comisura del ojo. El borde del anillo de él debía haberle arañado la piel. Jadeó por el súbito dolor, alzando la mano para cubrir el daño con su palma.

Él se puso de pie tan rápidamente que su taza de té cayó al suelo, haciéndose pedazos y derramando su contenido. El charco tomó la amenazadora forma de un león.

Al instante el corazón de Isabella palpitó temerosamente, e inclinó la cabeza hacia arriba para mirar al don. Los ojos de él llameaban peligrosamente, su boca parecía cruel, cortada con una mueca, y ese curioso gruñido retumbaba en su garganta. Las cicatrices a lo largo de su mejilla se volvieron rojas y vívidas. Una vez más la extraña apariencia del león se emborronó con la cara de él haciendo que por un momento estuviera mirando a una bestia y no a un hombre.

– ¿Qué ve ahora, Signorina Vernaducci? -exigió él, una especie de furia recorría su cuerpo, llenando la habitación de peligro. Incluso el halcón en su percha agitó las alas con alarma. Los dedos de Don DeMarco se entelazaron con el pelo de la nuca de ella, manteniéndola inmóvil, reteniéndola prisionera.

Parpadeó hacia él, volviendo a enfocarle, insegura de qué había hecho para ganarse semejante reacción.

– Lo lamento, signore, si le he ofendido de algún modo. No pretendía insultar. -En realidad ni siquiera recordaba qué había dicho que hubiera podido molestarle. Los dedos de él era un apretado puño entre su pelo, aunque no había presión, solo el filo del anillo uniéndose en su piel. Permaneció muy quieta.

– No ha respondido a mi pregunta -Su voz era pura amenaza.

– Le veo a usted, signore. -Miró fijamente a sus ojos gatunos.

Don DeMarco permaneció inmóvil, su mirada fija en la de ella. Ella podía oir su propia respiración, sentía su corazón palpitar. Él dejó escapar el aliento lentamente.

– No me ha ofendido. -Sus dejos abandonaron el pelo de ella reluctantemente.

– ¿Por qué entonces está tan molesto? -preguntó ella, asombrada por su extraño comportamiento. Su piel palpitaba donde el anillo la había pinchado.

Los dedos de él se posaron alrededor de su delgada muñeca, apartándole la mano de la sien. Un delgado rastro de sangre corría hacia abajo por su cara.

– Mire lo que le he hecho con mi torpeza. La he herido, quizás le deje una cicatriz.

El alivio fluyó en ella cuando comprendio que él estaba furioso consigo mismo, no con ella, y rio suavemente.

– Es un pequeño arañazo, Don DeMarco. No puedo creer que se moleste por algo tan trivial. Me he desollado las rodillas numerosas veces. No me quedan cicatrices con facilidad -añadió, consciente de que probablemente él era sensible a causa de sus propias terribles cicatrices.

Tiró de su mano para recordarle que la soltara.

– Permítame limpiar el té y servirle otra taza.

El pulgar de él le estaba acariciando la piel sensible del interior de la muñeca mientras se erguía sobre ella. La sensación era sorprendente, pequeñas lenguas de fuego lamían su brazo hacia arriba, extediéndose sobre su piel hasta que ardío con alguna anónima necesidad que nunca había experimentado. Los ojos de él la estaban mirando con demasiada hambre.

Los dedos de Don DeMarco se cerraron posesivamente alrededor de su muñeca.

– No es usted una domestica en mi casa, Isabella. No hay necesidad de que limpie el desorden. -Se inclinó hacia ella, un lento y pausado asalto a sus sentidos.

El cuerpo de Isabella se tensó en reacción a su cercanía. Se acercó más, hasta que sus amplios hombros apagaron toda la habitación alrededor de ella. Cuando inhaló, él estaba en el aire, llenando sus pulmones. Olía salvaje. Indomable. Másculino. Sus ojos parecían devorarle la cara. No podía apartar la mirada de él, casi hipnotizada por su mirada. Cuando bajó la cabeza hacia ella, su pelo extrañamente coloreado le rozó la piel con la sensación de seda. Sintió su lengua en la sien, una húmeda caricia mientras eliminaba el rastro de sangre. El toque debería haberle resultado repulsivo, pero era la cosa más sensual imaginable.

Un golpe abrupto en la puerta hizo que él se diera la vuelta, y saltara lejos de ella con un movimiento gatuno que le llevó a media habitación de distancia, aterrizando tan ligeramente que no oyó sus pies sobre los azulejos. Había algo amenazador en la postura de sus hombros. Su pelo era una melena salvaje flotando hacia abajo por la espalda, peluda e indomable a pesar del cordón que la aseguraba. Ondearon músculos bajo su camisa. Caminó hasta la puerta y la abrió de un tirón.

Al momento Isabella sintió el oscuro hedor del mal inundando la habitación, una sombra extendiéndose como agua sucia, apestando el aire. Colocó cuidadosamente la taza de té vacía sobre la mesa, levantándose mientras lo hacía. Solo vio la cara ansiosa de Sarina mientras la sirvienta se apresuraba a entrar en la habitación. La mujer mayor estaba mirando más allá de Don DeMarco hacia el charco de té y la losa rota en el suelo.

– Mi scusi per il disturbo, signore, pero los que desean audiencia con usted están esperando. Pensé que quizás los había olvidado. -Sarina hizo una ligera reverencia, sin mirar al don. En vez de eso examinó la cara de Isabella, con expresión angustiada.

Incosncientemente Isabella se cubrió el arañazo de la sien con la palma de a mano. Incluso mientras lo hacía, se giró en un lento círculo, intentando fijar la localización exacta desde la que se estaba origiando la fría y fea sensación de maldad. Era tan real, tan fuerte, que su cuerpo empezó a estremecerse en reacción, se le quedó la boca seca, y pudo sentir el frenético palpitar de su corazón. Había algo en la habitación con ellos. Algo que aparentemente Sarina no notaba. Isabella vio al don alzar la cabeza cautelosamente, como si estuviera olisqueando el aire. Inesperadamente el halcón empezó a aletar. Isabella se dio la vuelta para mirar al pájaro.

Sarina estaba ya en la mesa, inclinada para recoger la taza rota. Isabella sintió una repentina oleada de odio en la habitación, negro y feroz. Se lanzó a sí misma hacia adelante justo cuando el ave de presa dejaba escapar un grito y se lanzaba directamente hacia la cara expuesta de Sarina. Isabella terrizó sobre la mujer mayor, conduciéndola al suelo, cubriéndola con su propio cuerpo, con las manos sobre la cara mientras el halcón golpeaba a la sirvienta con las garras extendidas.

Un rugido sacudió la habitación, un sondo terrible, inhumano, bestial. El halcón emitió un agudo graznido cuando golpeó la espalda de Isabella, arañando la fina tela del vestido y grabando largos surcos en su piel. Isabella no pudo evitar que se le escapara un grito de dolor. Podía sentir las alas del pájaro golpeando sobre ella, abanicándola. Sarina estaba sollozando, rezando en voz alta, miserablemente, sin siquiera intentar escapar del peso del cuerpo de Isabella.

Isabella giró la cabeza para mirar al don. Él no estaba en su línea de visión, pero, para su horror, una enorme criatura se había arrastrado dentro de la habitación a través de la puerta abierta. Permanecía a solo unos pocos pies de ella, con la cabeza gacha, los ojos brillando hacia ella intensamente. Era un león, casi de once pies de largo, y al menos seiscientas libras de puro tendón y músculo, con una enorme melena dorada terminado en un espeso pelaje negro que corría hasta la mitad de su cuerpo leonado. La lustrosa cresta se añadía a la impresión de poder de la bestia. El animal permanecía completamente inmóvil. Sus patas era enormes, su mirada estaba fija en las dos mujeres. El león era la cosa más grande y aterradora que Isabella había visto nunca. No habría podido imaginar al animal ni en su peor pesadilla. Sarina y ella estaban en peligro mortal.

Y el halcón le había desgarrado la piel, el olor a sangre era una invitación para la bestia. Le llegó la idea inesperada que de esa cosa malvada había orquestado el suceso.

Isabella sabía que ni ella ni Sarina podrían escapar. El animal golpearía con la velocidad de un relámpago. Obligó al aliento a entrar en su cuerpo. Tendría que confiar en el don. Confiar en que él domaría a la bestia. O la mataría. Mientras miraba a los salvajes y fieros ojos, juró no tener miedo. El don no permitiría que la bestia les hiciera daño.

El león dio un lento paso hacia adelante, después se volvió a congelar en el clásico preludio de un ataque. No podía apartar la mirada de esos ojos tan concentrados en ella. Confiaría en el don. Él vendría en su ayuda. Las lágrimas empañaban su visión, y parpadeó rápidamente, desesperada por mantener sus cinco sentidos. Unas manos la cogieron, manos gentiels que la alzaron hasta brazos fuertes. Entonces se encontró acunada contra el pecho del don. Enterró la cara en su camisa, el terror la había dejado incapaz de hablar. Por primera vez en su vida estaba a punto de desmayarse… una estúpida reacción femenina que ella aborrecía. Quiso ver si el león se había ido, pero no podía encontrar el valor para levantar la cabeza y mirar.

Don DeMarco ayudó a Sarina a ponerse en pie.

– ¿Estás herida? -preguntó a la mujer mayor con voz amable.

– No, solo sacudida. La signorina Vernaducci me salvó de daño. ¿Qué hice para molestar a su pájaro? Nunca se había lanzado contra mí antes. -La voz de Sarina temblaba, pero se cepilló la falda con ademan decidido y eficiente, sin mirar directamente al don.

– No está acostumbrado a tantos desconocidos en su territorio -respondió Don DeMarco bruscamente-. Deja ese desorden, Sarina. La signorina Vernaducci está herida. Debemos ocuparnos de sus heridas. -Ya se estaba moviendo rápidamente a través de la habitación y saliendo al corredor, con Sarina a su estela.

Temblando incontroladamente como una tonta, Isabella estaba mortificada por su propio comportamiento. Era más que intolerable. Ella era una Vernaducci, y a los Vernaducci no los llevaban en brazos después de la batalla.

– Lo siento -susurró, consternada por su falta de control. Estaba llorando delante de una sirvienta y delante de Don DeMarco.

– Vamos, vamos, bambina, acabaremos con el escozor de esas heridas. -Sarina le canturreó dulcemente como si fuera un simple bebé-. Fue usted muy valiente, me salvó de una terrible herida.

Se apresuraban bajando las escaleras, el cuerpo del don era fluido y poderoso, sin sacudirla en lo más mínimo. Las laceraciones eran dolorosas, pero Isabella estaba llorando de alivio, no de dolor. Primero el halcón y después el león habían sido aterradores. Esperaba que la bestia de cuatro patas no estuviera suelta por el castillo. Seguramente el que ella había visto había escapado de una jaula en alguna parte en los terrenos. Tomó un profundo aliento y se obligó a sí misma a calmarse.

– Lamento mi estúpido llanto -se disculpó de nuevo-. De veras, ahora estoy bien. Soy bastante capaz de caminar.

– No vuelva a disculparse conmigo -dijo Don DeMarco sombríamente. Sus ojos dorados se movían sobre la cara de ella en un oscuro y pensativo examen. Había una dureza soterrada en su voz, una emoción innombrable que Isabella no tenía esperanza de identificar.

Levantó la mirada hacia él, y su corazón se detuvo. Su cara era una máscara de amargura, su expresión desesperanzada. Parecía como si su mundo entero se hubiera desmoronado, cada sueño que alguna vez hubiera tenido aplastado más allá de toda reparación. Isabella sintió un curioso retortigón en la región de su corazón. Alzó una mano y tocó su mandíbula sombreara con dedos gentiles.

– Don DeMarco, persiste usted en creer que soy un adorno de cristal que se romperá cuando caiga. Estoy hecha de material más resistente. En realidad, no estaba llorando de dolor. El pájaro simplemente me arañó. -Podía sentir el ardor y el latido ahora que su terror había amainado, pero tranquilizar al don parecía de importancia suprema.

Los ojos dorados llamearon hacia ella, posesivamente, posándose en su boca como si quisiera aplastar sus labios bajo los de él. Le robaba el aliento con esa mirada. Isabella le miró, hipnotizada, incapaz de apartar la vista.

Con exquisita gentileza finalmente él la colocó en su cama, dándole la vuelta para que yaciera sobre el estómago, dejando las largas laceraciones expuestas a su minuciosa mirada. Sintió sus manos sobre ella, echando a un lado la tela del vestido, desgarrándola hasta la cintura. Era sorprendente y más que impropio tener a Don DeMarco viéndola así, y en su propio dormitorio. Isabella se retorció con vergüenza, extendiéndose instintivamente en busca de la colcha. Podía sentir el aire frío sobre su piel desnuda, y le dolía la espalda, pero estaba avergonzada por haber llorado y casi desfallecida y ahora con el vestido bajado hasta la cintura.

El don le cogió la mano evitando que se envolviera en la colcha, y susurró algo feo por lo bajo.

– Estos no son pequeños arañazos, Isabella. -Su voz era áspera, pero la forma en que el nombre de ella se imprimió en su lengua fue una aterciopelada caricia.

– Yo me ocuparé de ella -El tono de Sarina bordeaba la afrenta conmocionada cuando se inclinó sobre la joven para examinar las heridas.

– Ella es mi novia, Sarina -Había un tono cortante en la voz del don, una nota de burla contra sí mismo que trajo un nuevo flujo de lágrimas a los ojos de Isabella-. Ocúpate de que no sufra ningún otro daño.

Parecía haber un significado oculto en sus palabras, e Isabella sintió pasar un entendimiento entre los otros dos, pero ella no pudo captar su sentido. Su espalda estaba palpitando y ardiendo, y solo quería que ambos la dejaran sola.

– Por supuesto, Don DeMarco -dijo Sarina suavemente, con compasión en la voz-. La vigilaré. Debe reunirse con los que le están esperando. Yo me ocuparé de la Signorina Vernaducci personalmente.

Don DeMarco se inclinó para que su boca quedara cerca de la oreja de Isabella, haciendo que la calidez de su aliento moviera las hebras del pelo de ella y susurrando sobre su piel.

– Pondré en marcha los planes para completar nuestro trato al momento. No te preocupes, cara mía. Se hará.

Isabella cerró los ojos, sus dedos se cerraron en dos apretados puños cuando Sarina empezó comenzó a trabajar en las heridas abiertas de su espalda. El dolor era execrable, y no quería que Don DeMarco lo sintiera con ella. Él ya soportaba bastante dolor. Ella sentía el tormento enterrado profundamente en su alma, y odiaba añadirse ella misma a sus cargas, cargas que ella no tenía esperanzas de entender pero que instintivamente sabía que estaban sobre sus hombros.

Lo que fuera que Sarina estaba haciendo sacaba el aliento fuera del cuerpo de Isabella, así que no tenía forma de responder al don. Pequeñas gotas de sudor brotaban de su frente. Creyó sentir los labios de él rozando su piel, justo sobre el arañazo de su sien.

Un sonido de desasosiego retumbó en la garganta del don.

– Yo hice esto -declaró sombríamente.

Isabella sentía que ese pequeño arañazo era la menor de sus preocupaciones, aunque parecía enormemente preocupante para él.

– Usted nos salvó de un león, Don DeMarco. Estoy apenas preocupada por algo como una marca trivial.

Un pequeño silencio siguió, y sintió la súbita tensión en la habitación.

– ¿Vio un león? -preguntó Sarina suavemente, sus manos inmóviles sobre los hombros de Isabella.

– Don DeMarco, no me equivoqué, ¿verdad? -preguntó Isabella-. Aunque admito que nunca había visto una criatura semejante antes. ¿Realmente los mantiene como mascotas? ¿No teme los accidentes?

El silencio se extendió interminablemente hasta que Isabella cambió de posición, decidida a mirar al don. Con una maldición, Don DeMarco giró sobre sus talones y a su acostumbrada manera silenciosa salió de la habitación.

– Vio a una bestia semejante en la habitación con nosotros, Signorina Sincini. Estoy diciendo la verdad. ¿Usted no la vio? -preguntó Isabella.

– Yo no vi nada. Estaba mirando al suelo, aterrada de que el pájaro me arrancara los ojos. Los halcones están entrenados para atacar los ojos, ¿sabe?

Isabella sintió lágrimas fluyendo de nuevo.

– Hice enfadar al don, y ni siquiera sé por qué. -No podía soportar el pensar en las implicaciones de un pájaro deliberadamente entrenado para atacar a humanos. O en leones vagando dentro del palazzo. O en el don alejándose, disgustado con su comportamiento. Apretó los ojos cerrándolos firmemente, sus lágrimas caían sobre la colcha, giró la cabeza lejos del ama de llaves.

– Don DeMarco tiene muchas cosas en la cabeza. No estaba enfadado con usted. Estaba preocupado, piccola, de veras. Le conozco desde hace muchos años, desde que era un bebé.

El nudo en su garganta evitó que Isabella respondiera. Se había entregado a sí misma a ese hombre a cambio de la vida de su hermano. No tenía ni idea de qué esperaba de ella, ni idea de como actuar o comó la trataría él. No sabía nada de él excepto atroces rumores, pero había atado su vida a la de él.

– Lamento tanto que ocurriera esto, signorina -La voz de Sarina contenía gran cantidad de compasión-. Siento que es culpa mía que esté herida.

– Llámame Isabella -murmuró ella. Mantuvo los ojos cerrados, queriendo dormir, deseando que Sarina le ofreciera su té con hierbas. Pensó en sugerirlo, pero su espalda estaba al rojo vivo, y al parecer no podía encontrar suficiente aire para respirar y hablar al mismo tiempo.

– Por supuesto que no es culpa suya. Fue un accidente, nada más. El pájaro se alteró, y saltó sobre usted. En realidad, temía que podría haberla herido cuando la lancé al suelo. -No mencionó la terrible sensación de maldad entrando en la habitación, esa negra y asfixiante entidad que había sido demasiado real para ignorarla.

Sarina tocó el enrojecido arañazo en la sien de Isabella.

– ¿Cómo ocurrió esto?

Isabella luchó por mantener la voz firme. Su espalda palpitaba y ardía.

– El don estaba siendo muy dulce, pero su anillo raspó mi piel. Fue un accidente, ciertamente sin importancia. -Apretó los dientes para evitar barbotar lo mucho que le dolía la espalda.

Sarina se volvió para responder a un golpe en la puerta, después la cerró rápidamente a ojos curiosos. Mezcló las hierbas que había enviado a buscar y cuidadosamente aplicó la cataplasma a las largas laceraciones. Isabella casi gritó, el sudor brotó de su cuerpo, pero entonces los cortes quedaron dichosamente entumecidos, y pudo respirar de nuevo. Pero todavía estaba temblando de sorpresa y reacción. Hubo otro golpe en la puerta, y esta vez un sirviente ofreció a Sarina una taza del bendito té.

Isabella tuvo que ser ayudada a incorporarse, ligeramente sorprendida por la experiencia. Sonrió pálidamente a Sarina.

– La próxima vez, pidámosle a Alberita que me vierta un cubo de agua bendita en la cabeza antes de salir de la habitación -Acunó con las manos la calidez de la taza de té, intentando absorber el calor.

Sarina rió temblorosamente de alivio.

– Es usted una buena chica, signorina. Su madre sin duda sonrie hacia usted desde el cielo. Gracias por lo que le está dando al don. Él es bueno y lo merece.

Isabella tomó un sorbo de té agradecidamente. Inmediatmanete este alivió sus terribles temblores.

– Espero que todavía diga eso cuando él me encuentre corriendo salvaje por las colinas y frunza el ceño fieramente porque no llego a tiempo a la cena.

– Será para él una buena esposa. -Sarina le palmeó la pierna gentilmente-. Tan pronto como se beba el té, la ayudaré a desvestirse. Dormirá pacíficamente, bambina.

Isabella esperaba que fuera verdad. Deseaba desesperadamente cerrar los ojos y escapar a la envolvente oscuridad. El alivio que sintía porque Don DeMarco hubiera acordado rescatar a su hermano era tremendo. Haría a un lado sus preocupaciones sobre las extrañas mascotas de él y esperaba poder persuadirle de librar al castello de las criaturas más adelante.

Isabella bebió el té dulce y medicinal e hizo lo que puedo por ayudar a Sarina a librarse el andrajoso vestido. Después se tendió sobre el estómago en el suave colchón y permitió que sus párpados cayeran. Sarina se agitó alrededor de la habitación, eliminando toda evidencia del terrible accidente y encendiendo varias velas aromáticas para disipar las crecientes sombras y proporcionar una suave fragancia. Le acarició el pelo hasta que la prometida del don estuvo adormecida, después se marchó, cerrando la puerta con llave cuidadosamente.

Isabella despertó con suaves susurros. Una gentil voz femenina la llamaba. La habitación estaba oscura, las velas oscilanes estaban casi completamente consumidas, la cera se acumulaba en charcos aceitosos y las llamas humeaban.

Giró la cabeza y vio a Francesca sentada en su cama, retorciendo ansiosamente las manos y escudriñándola. Isabella sonrió adormiladamente.

– ¿Qué pasa, Francesca? -preguntó, su voz tan tranquiliadora como podía en las presentes circunstancias.

– Él te hizo daño. Nunca pensé que fuera a hacerte daño. Te habría dicho que huyeras, Isabella, de veras. Tú me gustas. Te habría advertido que te fueras si hubiera pensado por un momento que… -Había un cualidad infantil en la voz de Francesca, como si dijera la simple y cándida verdad.

La medicina del té estaba todavía en el cuerpo de Isabella, haciéndola sentir adormilada e ingrávida.

– ¿Quién crees que me hizo daño, Francesca? Nadie me ha hecho daño. Fue un accidente. Sin la menor importancia.

Se hizo un pequeño silencio.

– Pero todo el mundo está diciendo que él te golpeó, cortando terribles cuchilladas en tu cuerpo, y que te habría devorado si Sarina no le hubiera detenido entrando en la habitación. -Brotaban lágrimas de los ojos de Francesca, cruzó los brazos sobre su pecho y se meció atrás y adelante como para consolarse a sí misma.

– Seguramente no quieres decir Don DeMarco -dijo Isabella adormilada.

Francesca asintió.

– He oído muchas historias semejantes sobre su crueldad.

– ¿Quién diría cosas tan terribles? Puedo asegurarte, Francesca, que Don DeMarco fue un perfecto caballero, y me salvó la vida. Y la vida de Sarina también. Seguramente su gente no le odia lo suficiente como para contar tales historias. Eso es una crueldad en sí misma. Deberían vivir bajo el mando de un hombre como Don Rivellio si desean ver la diferencia. -Isabella trató de reconfortar a la joven, pero la conversación la perturbó. Había oído todas las advertencias susurradas; incluso los propios sirvientes del don habían intentado bendecirla cuando pidió una audiencia con él. Quizás había cosas que ella no sabía-. ¿Alguna vez le has encontrado injusto o cruel? ¿Un hombre que apuñalaría a una mujer y la devoraría?

– ¡Oh, no! -Francesca sacudió la cabeza precipitadamente-. ¡Nunca! Pero bajé la colcha mientras estabas durmiendo, y vi tu espalda. Seguramente eso dejará cicatriz. ¿Cómo puede haber ocurrido?

– El halcón se asustó e intentó atacar a Sarina. Yo estaba en medio. Parece mucho peor de lo que realmente es. -Isabella estaba empezando a despertar apesar de la medicina. Se sentía tiesa e incómoda y necesitaba visitar el baño. Fue toda una lucha sentarse. Francesca, observándola con gran interés, se echó a un lado para darle más espacio para maniobrar.

Isabella arqueó una ceja hacia ella y bajó la mirada hasta la colcha enredada alrededor de su piel desnuda. Francesca sonrió traviesamente ante la muestra de modestia y levantó la mirada hacia el techo ornamentado. Así de rápidamente cambió su humor, y estaba sonriendo.

Isabella se movió lentamente, recogiendo la bata que Sarina había dejado consideradamente para ella. Como las otras prendas de vestir que se le había proporcionado, esta estaba confeccionada con una tela suave que se aferraba a sus curvas. Gracias a Dios, su espalda todavía estaba lo bastante entumecida como para no agravar sus heridas.

Fue consciente del mismo gemido y maullido que había oído la noche anterior, llegando de los salones del castello. También oyó ese extraño gruñido.

– ¿Qué clase de animal emite ese sonido? -preguntó Francesca, ya casi segura de la respuesta.

Francesca brincó poniéndose en pie inquietamente y se encogió de hombros.

– Un león, por supuesto. Están por todas partes en el valle, en el palazzo. Son los guardianes de nuestra famiglia. Nuestros guardianes y nuestros carceleros. -Suspiró, obviamente aburrida del tema-. Háblame de la vida fuera de este valle. Bajo las grandes montañas. ¿Cómo es? Nunca he estado en otro sitio aparte de este lugar.

Isabella empezaba a creer que Francesca era más joven de lo que aparentaba. ¿Quién más una una niña no revelaría del todo su identidad? Rememorando su propia infancia caprichosa, Isabella decidió no presionar en ese punto y espantar a su nueva amiga.

– Yo nunca he estado en montañas como estas -le dijo Isabella. -Los palazzi de otros lugares donde he estado se parecen mucho a este pero no tan ornamentados.

– ¿Alguna vez has estado en un baile? -preguntó Francesca tristemente.

Isabella volvió del baño para permanecer junto a la silla delante del hogar. El fuego se había apagado, dejando ascuas ardientes. La débil luz lanzaba un extraño brillo sobre la pared tras ella. Giró la cabeza para mirar su propia sombra, su gruesa trenza que pasaba la curva de su trasero en su túnica flotante. Hizo una lenta pirueta, observando su sombra en la pared, haciendo una mueca cuando su espalda protestó.

– Si, en más de uno. Me encanta bailar.

Francesca intentó un giro, manteniendo los brazos extendidos como si estuviera bailando con un compañero. Isabella rio, volviéndose para mirar la sombra de Francesca, pero las brillantes ascuas no eran lo bastante fuertes como para trazar la silueta de la joven sobre la pared junto a la de Isabella.

– Sería divertido tener uno aquí -dijo Frcesca-. Tú puedes enseñarme todos los pasos apropiados. He tenido que imaginármelo por mí misma.

– Tendrá que ser otra noche, cuando no me duela la espalda, pero me encantaría enseñarte a bailar. ¿Don DeMarco baila, Francesca?

Francesca se balanceó aquí y allá, girando a un lado y otro mientras bailaba por la habitación.

– No ha habido música en el palazzo desde hace mucho tiempo. Me encanta la música y jugar y bailar y todos los jóvenes engalanados. Nunca he visto tales cosas, claro, pero he oido historias. No tenemos entretenimientos por aquí.

– ¿Por qué? -preguntó Isabella, intentando no sonreir ante la exuberancia de Francesca.

– Por los leones, por supuesto. No tolerarían semejantes actividades. Ellos mandan aquí, y nosotros obedecemos. No aceptarían a tantos visitantes, aunque están tranquilos esta noche. Deben aceptarte, o estarían rugiendo en protesta como hicieron anoche. Cuando metes la mano en la boca del león, él te juzga, amigo o enemigo. Los que buscan el favor de Nicolai deben meter primero los dedos en la boca del león. Si les muerde, Nicolai sabe que son enemigos, y no pueden entrar.

Isabella miró a las ascuas del fuego, frunciendo el ceño mientras lo hacía. Francesca debía estar equivocada. Era joven, alocada en sus pensamientos y acciones. Debía estar imaginando historias o repitiendo rumores como había hecho antes, cuando creía que el don había acuchillado a Iabella.

– ¿Gobernados por los leones? ¿Cómo pueden los humanos ser gobernados por un león? Las bestias son salvajes y peligrosas, y las utilizaban los bárbaros para matar a la gente de fé. Pero, los que ostentan el poder controlaban a los leones, no al contrario. -Se estremeció cuando Francesca no replicó-. ¿Cuántos leones hay en el valle? -preguntó.

No hubo respuesta. Isabella giró la cabeza, y Francesca una vez más había desaparecido de su dormitorio. Isabella suspiró. Se aseguraría de preguntar a la chica la próxima vez que la viera donde estaba el pasadizo secreto. Muy probablemente sería una información útil de la que disponer.