38650.fb2
Sarina acunó a Isabella entre sus brazos, después la condujo rápidamente a través de los salones y escaleras arriba hasta su habitación.
– Ha tenido tantos problemas, bambina. Lo siento. Estuvo bien que el Capitán Bartolmei y el Signor Drannacia estuvieran con usted.
– ¿Al que llaman Sergio? -preguntó Isabella, luchando por conseguir el nombre de todo el mundo directamente. Los hombres habían sido muy agradables con ella, pero ninguno se avino a sus súplicas de que volvieran y ayudaran al don-. Le dejaron allí solo, en la tormenta, sin montura ni ayuda por si los leones le atacaban. Estaba completamente solo, Sarina. ¿Cómo pudieron hacer tal cosas a su don? -Estaba temblando incontrolablemente, fría y húmeda por la tormenta, sacudida por la proximidad del león renegado, pero más que nada, temerosa por la seguridad de Nicolai DeMarco-. Deberían haberse quedado y haberle protegido. Era su deber protegerle a él primero, sobre todos los demás. No entiendo que está pasando en este lugar. ¿Cómo de buenos son esos hombres si se muestran desleales? Yo quería volver con él, pero ellos no me dejaron. -Estaba furiosa, furiosa, con los hombres que habían evitado que se quedara con Don DeMarco.
– Estaban protegiendo a su don -respondió Sarina suavemente, y hizo el signo de la cruz dos veces mientras se apresuraban a través del espacioso palazzo.
– No lo entiendes, él estaba solo, rodeado por esas enormes bestias. -Isabella estaba temblando con tanta fuerza que sus dientes castañeteaban-. Le dejaron allí. Yo le dejé allí. -Eso era lo peor, pensar que había estado tan asustada por el tamaño y la ferocidad del león que había elegido la salida del cobarde. Apenas se había resistido incluso a los soldados.
– No está pensando con claridad, signorina -dijo Sarina gentilmente, consoladoramente-. Nunca se le habría permitido quedarse atrás. Los capitanes tenían órdenes de traerla con seguridad a casa, y habrían forzado su obediencia. Está conmocionada, fría, y hambrienta. Se sentirá mucho mejor cuando esté caliente.
Mientras se movían velozmente por los vestíbulos del castello, varios sirvientes sonrieron y asintieron hacia ellas, con claro alivio en sus caras. Isabella intentó reconocerlos graciosamente, sin entender sus reacciones ante su retorno. Nada en este lugar tenía sentido… ni la gente, ni los animales.
– Los leones no viven montaña arriba. ¿Cómo llegaron aquí? ¿No debería alguien salir y buscar al don?
Sarina permaneció en silencio excepto por sus pequeños, consoladores y cloqueantes ruidos. La habitación de Isabella estaba preparada, con un fuego ardiente y una bandeja de té. El ama de llaves ayudó a Isabella a quitarse la capa, jadeando cuando divisó la sangre en ella.
– ¿Está herida? ¿Dónde está herida?
Isabella miró con desmayo las manchas rojas. Tomó la capa de Sarina, aplastando la tela entre sus manos. Don DeMarco la había envuelto en su propia capa. Había descansado sobre la de ella, empapándola de sangre. Era el don quien había estado herido. Sacudió la cabeza, negando la posibilidad. Él debía haberse manchado la capa de sangre cuando se arrodilló junto al león caído.
– No estoy herida, signora -murmuró Isabella-. Bueno, me duele la espalda. Creo que me tragaré mi orgullo y le pediré que me aplique el bálsamo entumecedor -intentó una débil sonrisa mientras permitía que Sarina le abriera el vestido y expusiera las heridas de su espalda.
Isabella se tendió en la cama sobre el estómago, sus dedos cerrados alrededor de la colcha mientras Sarina preparaba cuidadosamente la mezcla de hierbas.
– Hábleme de los leones, signora, y de por qué los hombres del don le dejarían solo en medio de una tormenta de nieve con bestias salvajes rodeándole. No hay alarma en el palazzo. Siento intranquilidad pero no miedo. ¿Por qué?
– Silencio, bambina. Quédese quieta mientras yo aplico esto a su pobre espalda. Y debe llamarme Sarina. Usted será la señora aquí ahora.
– Yo no he accedido a tal cosa. Él me echó una vez y bien puede volver a hacerlo. No estoy preparada para perdonarle -Através de los ojos entrecerrados, Isabella captó la rápida y apreciativa sonrisa de Sarina, pero no tenía ni idea de que hacer al respecto.
– Creo que usted es justo lo que Don DeMarco necesita. -Muy gentilmente Sarina empezó a aplicar la poción entumecedora a la espalda devastada de Isabella-. Le gustaría oir la historia de los leones, ¿verdad? Es una historia interesante para contar de noche alrededor del fuego para asustar a los niños. Debe haber unos pocos gramos de verdad en ella, o los leones no estarían en estas montañas. Pero están aquí. -suspiró-. Ellos son la maldición y la bendición de nuestra gente.
Isabella abrió los ojos para mirar completamente a Sarina.
– Eso es algo extraño que decir. Vi la cara del don cuando se arrodilló junto al león renegado y le tocó tan… -Buscó la descripción correcta-, reverentemente, tristemente. Estaba triste porque hubiera muerto. Mi corazón lo lamentó por él -De repente consciente de haber revelado demasiado de sus confusos sentimientos por el don, Isabella frunció el ceño-. Solo por un momento, hasta que recordé como me había ordenado marchar sin ninguna razón. Es inconstante y propenso a cambiar de opinión, obviamente no es alguien con quién se pueda contar. -Se las arregló para sonar desdeñosa incluso mientras yacía sobre su estómago con el vestido bajado hasta la cintura. Una auténtica Vernaducci podía arreglárselas bajo las peores circunstancias, e Isabella estaba orgullosa de sí misma. El mundo no tenía que saber que se derretía cada vez que el don la miraba-. Cuéntame la historia, Sarina. Lo encuentro un tema más interesante. -Y evitaría que saliera corriendo a la tormenta en un intento de encontrar al don.
Sarina empezó a sacudir los derretidos copos de nieve del pelo de Isabella.
– Hace muchos, muchos años, en los viejos tiempos, cuando la magia controlaba el mundo, cuando dioses y diosas eran llamados para auxiliar a la gente, tres casa de poder residían aquí en este valle de la montaña. Las casa era DeMarco, Bartolmei, y Drannacia. Eran linajes antiguos y sacros, bien favorecidos y muy amados por los dioses. En esos tiempos, las casas practicaban los antiguos caminos, venerando a la Madre Tierra. Se dice que ese fue un tiempo de gran poder. Había poderosa magia en las casas. Sacerdotes y sacerdotisas, magos y hechiceros. Algunos incluso dicen que brujas.
Isabella se sentó erguida, intrigada. Cuidadosamente sostuvo el frontal de su vestido sobre sus generosos pechos.
– ¿Magia, Sarina?
Sarina parecía complacida porque su historia hubiera expulsado las sombras de los ojos de Isabella.
– Magia -asintió firmemente-. Había paz en el valle, y prosperidad. Los cultivos crecían, y las casas eran lugares felices. Le famiglie eran aliados, y con frecuencia se casaban entre ellos para mantener el equilibrio de poder y defenderse contra todos los forasteros.
– Suena bien -aprobó Isabella. Podía respirar de nuevo sin el dolor de la espalda. La habitación era cálida y finalmente se había derretido el hielo de su sangre. Buscó el té y tuvo que agarrar apresuradamente su traje.
Sarina le sonrió.
– Bien puede quitarse eso y vestir una de las prendas que Don DeMarco encargó para usted.
Isabella habría discutido, pero quería oir la historia.
– ¿De donde vinieron los leones? -Obedientemente se desabrochó el vestido y salió de él. Mientras abría la puerta del guardarropa y sacaba otro traje, miró sobre el hombro al ama de llaves-. No pueden haber estado aquí en las montañas desde siempre.
– Es usted demasiado impaciente -Sarina tomó el vestido y cuidadosamente lo colocó sobre Isabella-. No, no había leones por aquel entonces. Déjeme contar la historia como se dice que ocurrió. Durante cientos de años… quizás incluso más… el valle estuvo a salvo de invasores, y aunque el mundo cambiaba a su alrededor, la gente se las arreglaba para vivir vidas pacíficas y felices, practicando su fé sabiamente.
Sentada en la cama, Isabella arrastró las piernas hacia arriba bajo la larga falda y se abrazó a sí misma.
– Ese debe haber sido un tiempo interesante. Hay mucho sentido en los caminos de la naturaleza.
Sarina la miró fijamente, hizo el signo de la cruz, y palmeó la cabeza de Isabella.
– ¿Va a escucharme o a arriesgarse a la ira de la Santa Madonna con sus sinsentidos?
– ¿Ella se enfada? No puedo imaginarla enfadada. -Isabela vio la expresión de Sarina y rápidamente ocultó su sonrisa-. Lo siento. Cuéntame la historia.
– No se lo merece, pero lo haré. -se quejó Sarina, claramente encantada de que la joven a su cargo estuviera creciendo en optimismo y empezara a calentarse y relajarse después de su aterradora ordalía-. Llegó un tiempo en que la gente se volvió más adepta y más atrevida con su magia. Donde una vez la gente fue una, empezaron a formarse pequeñas divisiones. O, no todas a la vez. Ocurrió a lo largo de los años.
Isabella tomó un sorbo de té, saboreando el sabor y calor. Sirvió una segunda taza y se la ofreció cuidadosamente a Sarina.
Sorprendida y complacida, Sarina le sonrió, acunando la cálida taza entre sus manos-. Nadie sabe qué casa empezó, pero alguien comenzó a tentar cosas que eran mejor dejar en paz. La belleza de las creencias de la gente fue corrompida, retorcida, y algo se desató en el valle. Algo que pareció arrastrarse y extenderse hasta que alcanzó cada casa. La magia empezó a contaminarse, y una vez entró el mal, empezó tomar forma y crecer. Se dice que los aullidos de los fantasmas se oían con frecuencia, ya que los muertos no podían ya encontrar descanso. Empezaron a ocurrir cosas. Accidentes que afectaban a cada una de las casas. Las casas empezaron a distanciarse las unas de las otras. Cuando los accidentes se incrementaron y resultó herida gente, empezaron a culparse unos a otros, y una gran brecha se formó entre las familias. Ya que las casas estaban unidas por lazos de matrimonio, fue una cosa terrible. Hermano contra hermana y primo contra primo.
Isabella envolvió las manos alrededor de la calidez de su propia taza de té. Estaba temblando de nuevo. Ella había sentido la presencia de algo malvado en el castello, aunque esta era simplemente una aterradora historia para niños.
– Eso no suena muy diferente de lo de ahora. Nuestras tierras nos fueron robadas bajo nuestras narices. No se puede confiar en nadie, Sarina, no cuando el poder está envuelto.
Sarina asintió en acuerdo.
– Esa verdad no es diferente… ni hace cien años, ni ahora. Había un susurro de conspiración, de maldad. La magia era utilizada para otras cosas aparte del bien. Los cultivos se malograban regularmente, y una casa tenía comida mientras otra no. Donde antes habrían compartido, ahora cada una intentaba retener sus tesoros en sus propias manos.
Sarina tomó un sorbo de su té. El viento aullaba fuera de las paredes del palazzo, sacudiendo ruidosamente las ventanas haciendo que las ventanas de cristales tintados parecieran moverse bajo la acometida. Fuera, apesar de la hora temprana, las sombras se alargaban y crecían. Se alzó un gemido bajo, y las ramas de los árboles ondearon salvajemente y rasparon contra las gruesas paredes de mármol en protesta. Sarina miró hacia afuera a través los cristales de colores y suspiró.
– A este lugar no le gusta que se hable de los viejos días. Creo que restos de esa magia ancestral permanecen. -rio nerviosamente-. Agradezco que aún no sea de noche. Ocurren cosas en este lugar por la noche, Signorina Isabella. Nos reímos de los viejos días y decimos que son historias para asustar a los niños y entretenernos, pero, en realidad, ocurren cosas raras en este lugar, y, a veces, las paredes parecen tener oidos.
Isabella colocó inmediamente su mano sobre la del ama de llaves en un gesto que pretendía reconfortar.
– No puedes estar realmente asustada, Sarina. Esta habitación está protegida por ángeles -rio suavemente, tranquilizadoramente-. Y mis guardias. -Señaló a los leones de piedra sentados en el hogar-. Son muy amigables. Nunca permitirían que hubiera nada en esta habitación que no debiera estar aquí.
Sarina forzó una sonrisa en respuesta.
– Debe usted pensar que soy vieja y estúpida.
Isabella se tomó su tiempo estudiando la cara del ama de llaves. Estaba tallada pero daba la impresión de ser por la edad en vez de por preocupación. Pero profundamente en los ojos de Sarina estaba ese atisbo de desesperación que Isabella había percivido en Betto y en unos pocos de los otros sirvientes del palazzo.
El miedo arañó hacia Isabella, arremolinándose profundo en su estómago, una sutil advertencia. No era solo su salvaje imaginación y las consecuencias de enfrentar a bestias salvajes. Había algo más en el castello, un temor soterrado que toda la gente parecía compartir. Pero quizás era la historia que Sarina le estaba contando con el viento azotando las ventanas y la nieve cayendo implacablemente, atrapándolos puertas adentro.
– Ni vieja ni estúpida, Sarina -corrigió Isabella suavemente-, pero un poco extraña. No podría pedir más cortesía de la que me has mostrado. Es gratamente apreciada, y si me dices que esta historia te molesta, no es necesario contarla. Creía que sería interesante e inofensiva, una forma de pasar el tiempo y apartar mi mente de la preocupación por don DeMarco solo en la tormenta, si esto te incomoda, podemos hablar de otras cosas.
Sarina quedó en silencio un momento. Después sacudió la cabeza.
– No, es solo que nunca me han gustado las tormentas. Parecen tan feroces cuando se mueven a través de las montañas. Incluso cuando era una jovencita me volvían caprichosa. No hay necesidad de preocuparse por Don DeMarco. Él es bien capaz de cuidar de sí mismo. Pero es bueno que se preocupe por él -Antes de que Isabella pudiera protestar, Sarina retomó apresuradamente la historia-. ¿Dónde estábamos?
Isabella le sonrió.
– No habíamos llegado aún a los leones -Intentó una mirada inocente pero fracasó miserablemente.
– Está obsesionada con los leones -regañó Sarina-. La magia se había retorcido a algo oscuro y feo. Los maridos sospechaban de infidelidades de las esposas. La pena por tal pecado era la decapitación. Los celos se volvieron peligrosos. El valle se convirtió en un lugar de oscuridad. Las tormentas devastaban las montañas. Las bestias se llevaban a los niños pequeños. Algunos empezaron a sacrificar animales y a adorar cosas que es mejor dejar en paz. Los años continuaron pasando, y los sacrificios empeoraron. Se robaban niños de las casas y se sacrificaban a los demonios. Nadie sabía quién era el responsable, y cada casa miraba a otra con terrible sospecha.
El viento bajó rápidamente por la chimenea con un gemido de risa. Llamas anaranjadas llamearon y saltaron alto, tomando la forma de bestias de melenas peludas con las bocas abiertas y ojos resplandecientes. Sarina saltó, girándose para mirar ante el destello de formas feroces que bajaron visiblemente.
Isabella miró hacia la chimenea durante un largo momento, observando las llamas salvajes volver a morir. Bastante tranquilamente persistió.
– Qué bárbaro. ¿Es cierto? Sé que hubo gente que hizo semejantes cosas en algunos lugares.
– De acuerdo con las viejas historias, así fue. ¿Quién puede decir qué es cierto y qué leyenda? -La mirada de Sarina se desviaba hacia el fuego con frecuencia, pero las llamas eran pequeñas, y ardían alegremente, llenando la habitación con una calidez muy necesaria-. La historia ha pasado de mano en mano durante cientos de años. Muchas cosas han sido añadidas. Nadie sabe si hay alguna verdad en ellas. Se dice que el mismo clima podía ser controlado, que tales poderes eran de conocimiento común. ¿Quién sabe?
Isabella estaba observando atentamente al ama de llaves. Sarina ciertamente creía la historia de magia retorcida, de una religión, una forma de vida, corrompida por algo oscuro y maligno.
– Llegó un momento en el que las creencias cristianas empezaron a extenderse. En ese momento, el don de la casa DeMarco se llamaba Alexander. Estaba casado con una mujer hermosa, una muy poderosa en los caminos de la magia. Se la consideraba una auténtica hechicera. Había muchos celos de sus poderes por parte de las otras casas, y muchos celos por su belleza. Aún así, ella encontró a alguien que le hablara de esta nueva creencia, y escuchó. Y la mujer de Don DeMarco se convirtió en una cristiana.
Sarina pareció respirar la palabra en el cuatro, y, fuera de las ventanas, el viento aullador se inmovilizó, dejando un silencio espectante.
– Ella se volvió muy popular entre la gente, ya que continuamente cuidaba de los enfermos y trabajaban incansablemente para alimentar a los necesitados… no solo a los de su propia casa sino también a la gente de las otras dos. Cuanta más gente la amaba y seguía, más celosas se volvían las otras esposas.
– Las esposas de los otros don, Drannacia y Bartolmei, conspiraron para librarse de ella. Sophia DeMarco era su nombre. Empezaron a chismorear sobre ella y a quejarse a sus maridos de que la habían visto con otros hombres, que flirteaba por el campo con los soldados, formicando y llevando a cabo rituales secretos de sacrificio. En realidad nadie sabía mucho sobre la Cristiandad, así que no fue dificil asustar a la gente. Estaban dispuestos a creer lo peor, y los susurros y acusaciones llegaron finalmente a su marido. Fueron Don Bartolmei y Don Drannacia quienes finalmente acusaron a Sophia de infidelidad y sacrificios humanos.
Isabella jadeó.
– ¡Qué horrendo! ¿Por qué harían eso?
– Sus mujeres les convencieron, susurrando continuamente que estaban haciendo un favor a Don DeMarco, que ayudaría a sanar la brecha entre las casas si tenían el coraje de decir al poderoso hombre simplemente lo que su esposa infiel estaba haciendo. Dijeron que ella le estaba haciendo quedar como un tonto y llegaron incluso a acusarla de planear la muerte de Don DeMarco. Las dos mujeres celosas pagaron a varios soldados para que confesaran haberse acostado con ella. Los don la creyeron culpable y acudieron a Alexander.
– Seguramente él no les creyó.
Sarina suspiró suavemente.
– Desafortunadametne, la evidencia parecía abrumadora. Se convirtió en una caza de brujas, con más y más gente apareciendo, contando historias de malvada adoración y traición. Exigieron su muerte. Sophia imploró a Alexander, suplicándole que creyera en su inocencia. Le juró que nunca había traicionado su amor. Pero el corazón de Alexander se había vuelto de piedra. Estaba furioso, celoso y amargado, pensando que ella le había hecho pasar por tonto. Se dice que se volvió loco y vociferó y deliró y la condenó públicamente -Miró alrededor de la habitación como si temiera ser escuchada-. Ocurrió aquí en el palazzo, en el pequeño patio en el centro de las tres torres.
Isabella sacudió la cabeza.
– Que terrible, que tu propio marido se vuelva contra ti -Un escalofrío bajó por su espina dorsal ante la idea de incurrir verdaderamente en el desagrado de Don DeMarco.
– Ella se entregó a su merced, envolviendo los brazos alrededor de sus rodillas, y le suplicó que la creyera, jurándole una y otra vez que le amaba y le había sido fiel. Estaba sollozando, suplicándole que suavizara su corazón y la viera a través de los ojos de su amor, pero él no escucharía. -Sarina se detuvo-. Una vez pronunció las palabras para condenarla, todo estuvo perdido para la famiglia DeMarco. El cielo se oscureció, y un relámpago centelleó en el cielo. Sophia dejó de llorar y creció el silencio, su cabeza se inclinó cuando comprendió que no había esperanza; Alexander la había sentenciado a muerte. Se puso en pie y le miró con gran desprecio. Pareció crecer en estatura, y alzó los brazos al cielo. Centellearon relámpagos desde sus dedos. Empezó a hablar, pronunciando palabras que el don no pudo entender al principio. Entonces le miró directamente a los ojos.
– Nadie habló, ni uno se movió. Entonces Sophia pronunció estas palabras: "No miras a tu propia esposa con ojos de compasión y amor. Eres incapaz de clemencia, no eres mejor que las bestias del desierto y las montañas. Te maldigo, Alexander DeMarco. Te maldigo a ti y a todos tus descendientes a caminar por la Tierra con las bestias, a ser visto como una bestia, a ser uno con la bestia, a desgarrar el corazón de aquellos a los que amas, como tú has hecho conmigo". Su cara parecía fría y estaba firme como una piedra. Miró a los otros dos don, y les maldijo, también, a que sus hijos repitieran la misma traición de sus padres. Cuando se arrodilló delante del verdugo, pareció suavizarse. "Te concederé esto, Alexander", dijo, "por mi amor a ti, que siempre permaneció firme, y para mostrarte lo que son la piedad y la compasión. Si con el tiempo llegara una que viera a DeMarco como a un hombre y no como a una bestia, una que domará lo que es indomable, que amará lo imposible de amar, ella será capaz de romper la maldición y salvar a los hijos de tus hijos y a todo el que permanezca leal a tu casa".
Isabella retorció los dedos bajo la pesada colcha de su cama en protesta ante lo que se aproximaba. Casi detuvo a Sarina, pero era demasiado tarde. El ama de llaves continuó.
– Antes de que Sophia pudiera pronunciar otra palabra, estaba decapitada. Don DeMarco nunca podría retirar sus furiosas palabras. Su mujer estaba muerta. Nada la traería de vuelta. Su sangre empapaba la tierra, y desde ese día, nada crece en ese patio. Él la enterró, y sus restos permanecen profundamente bajo el palazzo. Pero enterrarla no le liberó de su oscuro acto. No podía dormir o comer. Las condiciones en el valle empeoraron. Don Alexander cada vez estaba más delgado y rendido. Lo que había hecho a su esposa le carcomía. Silenciosamente empezó a investigar los cargos contra su esposa, como debería haber hecho antes de condenarla. Empezó a convencerse de que Sophia era verdaderamente inocente, y él había cometido un terrible pecado, un terrible crimen. No solo había permitido que sus enemigos asesinaran a su esposa, sino que él les había ayudado a hacerlo. Acudió a los otros don y tendió ante ellos los horrendos actos en los que habían participado. Y ellos, también, comprendieron que sus esposas los habían traicionado por celos.
Isabella se levantó de un salto y se paseó intranquilamente por la habitación.
– Ahora quieres hacerme sentir pena por todos ellos, pero todos merecían ser infelices. Alexander sobre todo.
– Él sufrió mucho, Isabella. Ocurrieron cosas terribles, y él era incapaz de hacer nada excepto presenciar la disolución de las tres casas. Decidió ir a Roma. Quería encontrar a alguien que le hablara de las creencias cristianas. Estaba buscando redención, para de algún modo corregir el error que había cometido. Al final, no emprendió el viaje solo. Los cabezas de las otras dos casas le acompañaron. Entraron en la ciudad para encontrarse con que los cristianos eran atrapados y desgarrados por leones para diversión de las multitudes. Fue una escena horrenda y aterradora, observar a los animales destrozar hombres, mujeres y niños en pedazos.
– Alexander se volvió un poco loco y juró que destruiría a los leones. Encontró el camino bajo tierra, hasta donde guardaban a los leones. Estaban en jaulas, encadenados, sin comida, atormentados y torturados. Se dice que cada león estaba confinado en un espacio tan pequeño que el animal ni siquiera podía darse la vuelta. Los guardias atormentaban a las bestias, cortando su piel para hacerlos odiar todo lo que era humano. Alexander se acercó a una jaula con su espada, deseando hundirla en la criatura, pero en vez de eso, tuvo piedad de ella. La piedad que no había tenido para con su propia amada esposa. No pudo obligarse a sí mismo a matar cuando él era tan culpable. Los otros intentaron convencerle, pero no escuchó. Insistió en que los otros don se pusieran a salvo, y liberó a los leones de las jaulas, esperando que le hicieran trizas.
Sarina suspiró y colocó su taza de té sobre la bandeja.
– Se dice que cuando los tres don regresaron al valle, Don DeMarco lucía cicatrices en la cara, y los leones paseaban junto a él. Aún así, no hubo redención. No pudo encontrar felicidad, y tampoco sus hijos o los hijos de sus hijos. Cuando volvieron, encontraron las otras dos casas en ruinas. DeMarco unió las casas en una y selló el valle a los intrusos. Las tres famiglie han permanecido juntas desde entonces, sus vidas entretejidas en prosteridad y malos tiempos. Desde entonces hasta ahora, DeMarco ha mantenido el control sobre los leones y mantenido el valle a salvo de invasores. Algunos dicen que un gran velo, un sudario de niebla y magia, cubre el valle y lo oculta de todo aquel que busca conquistarlo. Pero desde entonces hasta ahora, ningún DeMarco ha amado sin dolor, traición, y muerte -Sarina se encogió de hombros-. Quién sabe qué es verdad y qué historia.
– Bueno, esta es la cosa más triste que he oído nunca, pero no es posible que sea verdad. Seguramente ha habido matrimonios felices en la casa DeMarco -dijo Isabella, luchando por recordar qué sabía del nombre DeMarco. Con frecuencia Lucca le contaba historias de las casas de la montaña. Historias para asustar a los niños de un hombre león que luchaba contra ejércitos enteros y conducía a una legión de bestias en la batalla. Historias de traición y salvajes muertes.
– Los matrimonios felices no siempre duran -replicó Sarina tristemente-. Vamos, hablemos de otras cosas. Le mostraré el palazzo.
Isabella intentó unas pocas veces sacar más información al ama de llaves, pero la mujer se negó a decir otra palabra sobre el tema de leones y mitos. A lo largo del día Isabella pensó con frecuencia en Don DeMarco, solo, fuera en la nieve. Nadie habló o hizo alusión a él. El castello estaba agitado, los sirvientes trabajaban para mantener los grandes salones y multitud de enormes habitaciones limpias y pulidas. Nunca había visto tal magnificencia, semejante riqueza en una finca, y se admiró nuevamente de la habilidad del don de retener sus tierras cuando tantos invasores, una y otra vez, se las habían arreglado para tomar otras fincas.
Disfrutó de una cena tranquila con Sarina y Betto, aunque Sarina estaba claramente incómoda ante la insistencia de Isabella cenando con ellos. Betto dijo poco, pero fue cortés y encantador cuando habló. Isabella se retiró a su habitación en la noche, bebiendo la requerida taza de té, y permitiendo que Sarina una vez más aplicara el bálsamo entumecedor en su espalda. El ama de llaves pasó gran cantidad de tiempo peinando y trenzando el pelo de Isabella, probablemente esperando a que se adormeciera. Isabella bostezó deliberadamente varias veces y no protestó cuando la puerta de su dormitorio fue cerrada desde fuera. Se tendió en la cama esperando a Francesca, esperando que la chica la visitaba una vez la familia se fuera a la cama.
El aullido empezó más o menos una hora después, junto con gemidos bajos y el arrastrar de cadenas. Los ruidos parecían provenir del vestíbulo fuera de su habitación, e Isabella estaba frunciendo el ceño a la puerta cuando Francesca flotó felizmente hasta el extremo de su cama. Sobresaltada, Isabella se echó a reir.
– Debes decirme donde está la entrada secreta -saludó-, sería muy útil, estoy segura.
– Hay más de una -dijo Francesca-. ¿Por qué te fuiste así? Temí que te marcharas y nunca volviera a verte -Por primera vez la joven parecía contrariada y malhumorada.
– Te aseguro que no fue mi elección salir en medio de una tormenta de nieve -se defendió Isabella-. Nunca había visto nieve hasta que llegué aquí.
– ¿De veras? -Francesca giró la cabeza, sus ojos oscuros saltaron con interés-. ¿Te gusta?
– Está fría -dijo Isabella decididamente-. Muy, muy fría. Estaba temblando tanto que mis dientes castañeteaban.
Francesca rio.
– Mis dientes siempre castañetean también. Pero a veces, cuando era pequeña, solía deslizarme colina abajo sobre una piel. Era divertido. Deberías intentarlo.
– Yo no soy tan pequeña, Francesca, y no estoy segura de que fuera divertido. Cuando mi caballo me tiró, y aterrizé en la nieve, esta no era suave como pensé que sería. Cuando la nieve cae, parece mullida, pero sobre el suelo se parece al agua de un estanque convirtiéndose en hielo.
– Me até pieles en los zapatos una vez e intenté deslizarme, pero caí muy fuerte -Francesca rio ante el recuerdo-. No se lo dije a nadie, pero mis piernas estuvieron negras y azules durante una semana.
– ¿Quién hace todo ese ruido? -preguntó Isabella, curiosa. El aullido y gemido parecía más ruidoso de lo normal-. ¿No molesta a nadie?
– Creo que todo el mundo los ignora por cortesía. Yo les digo que lo dejen, que nadie se deja impresionar por semejante tontería, pero ellos no me escuchan -parecía indignada-. Creen que soy una niña. Pero, en realidad, yo creo que les hace sentirse importantes. -Miró a Isabella, sus ojos oscuros cándidos-. ¿Alguna vez has tenido un amante? Yo nunca he tenido un amante, y siempre he querido uno. Creo que soy guapa, ¿verdad?
Isabella se sentó erguida, teniendo cuidado con su espalda, atrayendo la colcha sobre sus rodillas. Francesca era una mezcla de mujer y niña.
– Eres hermosa, Francesca -la tranquilizó, sintiéndose más vieja y maternal-. No tienes ninguna necesidad de preocuparse. Un hombre guapo aparecerá e insistirá en casarse contigo. ¿Cómo podría resistirse a ti ningún hombre?
Al momento las sombras se aclararon en la cara de Francesca, y sonrió a Isabella.
– ¿Nicolai será tu amante?
Isabella sintió un interés repentino por tirar de la costura de la colcha.
– Yo no sé nada de amantes, nunca he tenido uno. Tengo un fratello, uno muy guapo que Don DeMarco dice que vendrá aquí. Su nombre es Lucca.
– Siempre me ha gustado ese nombre -concedió Francesca-. ¿Es muy guapo?
– Oh, si. Y cuando monta un caballo, es elegante. Todas las mujeres lo dicen. No puedo esperar para que le conozcas -Isabella sonrió ante la idea. Francesca podría ser justo la persona que hiciera soportable a Lucca los meses venideros. Era hermosa, divertida y dulce-. Está enfermo, y ha estado prisionero en las mazmorras de Don Rivellio. ¿Alguna vez has conocido al don?
Francesca sacudió la cabeza solemnemente.
– No, y no creo que quisiera hacerlo. ¿Nicolai va a rescatar a tu hermano?
Isabella asintió, pero profundamente en su interior, su corazón se retorció. Había abandonado a Nicolai DeMarco solo en la tormenta. El viento estaba aullando y soplando los blancos copos sobre él, y todo lo que ella había hecho era lanzarle su capa. Nunca debería haberle dejado.
– Pareces tan triste, Isabella -dijo Francesca-. No hay necesidad de preocuparse. Si Don DeMarco dijo que te traería aquí a Lucca, así lo hará. Es un hombre de palabra. De veras. Vive para su palabra. Nunca he sabido que la rompiera.
– ¿Le conoces bien? -preguntó Isabella, curiosamente, comprendiendo de repende que no sabía nada de la familia DeMarco. Francesca daba la impresión de ser una aristicratica, y ciertamente conocía todas las intrigas del castello. Isabella había presumido que era parte de la familia, probablemente una prima.
Francesca se encogió de hombros.
– ¿Quién puede conocer al don? Él manda, y proporciona protección, pero nadie come con él o habla con él.
– Bueno, por supuesto que lo hacen -Isabella estaba horrorizada ante la total falta de preocupación en la voz de Francesca-. El mio padre era el don, y ciertamente él comía con nosotros y conversaba con nosotros. Nadie quiere estar solo, ni siquiera el don.
Francesca se quedó en silencio por un rato.
– Pero siempre ha sido así. Él está en sus habitaciones hasta la noche, y entonces todos dentro del palazzo quedan confinados, así él puede ir libremente por todas partes, dentro y fuera. No ve a nadie. Los visitantes son conducidos a sus habitaciones para hablar con él, pero nunca se le ve. Y ciertamente no come en presencia de los demás. -La joven sonaba sorprendida.
– ¿Por qué? Tomó el té conmigo.
Francesca se puso en pie de un salto.
– Eso no puede ser. Él no come con los demás. Eso no se hace.
Francesca parecía tan molesta que Isabella eligió sus palabras más cuidadosamente.
– ¿Es una ley de la finca que el don no puede comer con los demás? No entiendo. ¿Y qué hay de su madre? Seguramente la famiglia come junta.
– No, no, nunca -Francesca era inflexible-. Eso no se hace. -Empezó a pasearse a lo largo de la habitación, claramente agitada.
Los fantasmales aullidos se hicieron más fuertes, y los gemidos parecieron alzarse y decaer con el viento de afuera.
– No quería molestarte, Francesca -se disculpó Isabella gentilmente-. Las reglas son diferentes de donde yo vengo. Aprenderé las vuestras.
– Eso no se hace -repitió la joven-. Nunca se hace.
– Lo siento -Isabella cambió de posición, con intención de deslizarse fuera de la cama. La colcha resbaló precariamente, y buscó alrededor apresuradamente su bata. Francesca estaba molesta, y aunque Isabella no sabía por qué, quería tranquilizarla. Localizó la prenda en la oscuridad y se giró hacia la joven. Con el corazón hundido, dejó caer la bata otra vez sobre la silla donde la había encontrado.
Así de rápidamente, Francesca había aprovechado la oportunidad de escapar. Isabella la llamó suavemente, pero no hubo respuesta, solo el irritante sonido de los fastasmales gemidos. Pensó en intentar encontrar el pasadizo secreto, pero parecía demasiado esfuerzo cuando estaba preocupada por otros suntos. Volvió a meterse en la cama y se tendió tranquilamente pensando en el don. No tenía sentido que no tuviera permiso para cenar con otros, pero bueno, nada en el valle tenía mucho sentido para ella.
Isabella yació mirando a la pared, incapaz de dormir apesar de la oscuridad. Intentó no preocuparse por Nicolai DeMarco. Nadie más parecía sentir que él estuviera en peligro a causa de la terrible tormenta o las bestias salvajes que vagaban por el valle. Isabella suspiró y se giró para mirar al techo. Después de un tiempo fue consciente de un sonido, un sonido profundo, casi cavernoso. El aire se apresuró a entrar en sus pulmones. Había oído ese sonido antes, y la estremeció. Bajo la colcha, sus dedos se cerraron en puños, y su respiración casi se detuvo.
Lentamente, centímetro a centímetro, giró la cabeza hacia la puerta. Había estado cerrada; ahora estaba abierta. Algo estaba en la habitación con ella. Se esforzó por ver en las esquinas más oscuras de la habitación. Al principio no vio nada, pero mientras miraba, finalmente divisó una enorme masa encorvada a escasos centímetros de ella. La cabeza era enorme, los ojos centelleaban hacia ella. Vigilándola.
Isabella observó a la bestia en respuesta. Ahora su corazón palpitaba tan ruidosamente, que estaba segura de que podía oirlo. Miró solo a los ojos. Se miraron el uno al otro durante interminables momentos, Y entonces el león de once pies simplemente salió paseando silenciosamente de la habitación. Ella observó la puerta cerrarse. Se sentó cautelosamente y miró hacia la puerta cerrada. No había sido su imaginación; el león había estado en la habitación con ella. Quizás alguien había abierto deliberadamente la puerta para dejarlo entrar, esperando que la matara como sus ancestros habían matado a los cristianos. Los aullidos la estaban volviendo loca; el sonido de cadenas arrastrándose parecía llenar el vestíbulo fuera de su habitación. El ruido siguió y siguió hasta que Isabella saltó fuera de la cama con exasperación y tiró de su bata. Ya estaba bastante molesta con su caprichosa imaginación sin los continuos aullidos de fantasmas y ghouls o lo que fuera que estaba haciendo tanta bulla. Ni siquiera la idea de leones rondando los vestíbulos del palazzo fue bastante para mantenerla prisionera en su habitación. Si la bestia hubiera querido devorarla, ya había tenido la oportunidad perfecta. Atravesó la habitación a zancadas y tiró de la puerta. Para su sorpresa, estaba de nuevo cerrada.
Isabella que quedó allí de pie un largo momento, asombrada. Un león no había podido cerrar la puerta, y seguramente Sarina no se había arrastrado de vuelta para cerrarla por segunda vez. No tenía idea de lo tarde que era, pero la emprendió con la cerradura, de repente furiosa por haber sido encerrada en su habitación como una niña malcriada… o una prisionera.
Una vez hubo abierto la cerradura, abrió la puerta de golpe desafiantemente y salió al vestíbulo. Conocía el camino hasta la biblioteca, y, encendiendo cuidadosamente un candelabro, empezó a recorrer la ruta. El estrépito del vestíbulo era horrendo. Aullidos, gemidos y arrastrar de cadenas. Totalmente exasperada, Isabella se detuvo en la entrada del gran estudio.
– ¡Ya basta! Todos vosotros dejad ese estúpido ruido en este instante! No quiero más de esto por esta noche.
Al momento se hizo un silencio absoluto. Isabella esperó un momento.
– ¡Bien! -Entró en la biblioteca, dejando que la puerta se cerrara tras ella. Buscando en los estantes y cubículos, pensó en Don DeMarco solo en la nieve. Inspeccionando una pintura, pensó en él agachado junto al león muerto, con pena en los ojos. Sentándose en una silla de respaldo alto ante la larga mesa de mármol, pensó en él tomando su mano entre las suyas. Examinando la escritura ornamentada del grueso tomo que había elegido, no podía pensar en nadie, en nada más. Él llenó su mente y su corazón esta que su misma alma pareció explotar de miedo por él.