38651.fb2
El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros que, de cuando en cuando, visitaban los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes.
Aparecía de improviso, al principio solo, siempre a pie, cubierto por el polvo del camino, cada cierto número de semanas, de meses. Su larga silueta se recortaba en la luz crepuscular o naciente, mientras cruzaba la única calle del poblado, a grandes trancos, con una especie de urgencia. Avanzaba resueltamente entre cabras que campanilleaban, entre perros y niños que le abrían paso y lo miraban con curiosidad, sin responder a los saludos de las mujeres que ya lo conocían y le hacían venias y se apresuraban a traerle jarras de leche de cabra y platos de farinha y fríjol. Pero él no comía ni bebía antes de llegar hasta la iglesia del pueblo y comprobar, una vez más, una y cien veces, que estaba rota, despintada, con sus torres truncas y sus paredes agujereadas y sus suelos levantados y sus altares roídos por los gusanos. Se le entristecía la cara con un dolor de retirante al que la sequía ha matado hijos y animales y privado de bienes y debe abandonar su casa, los huesos de sus muertos, para huir, huir, sin saber adonde. A veces lloraba y en el llanto el fuego negro de sus ojos recrudecía con destellos terribles. Inmediatamente se ponía a rezar. Pero no como rezan los demás hombres o las mujeres: él se tendía de bruces en la tierra o las piedras o las lozas desportilladas, frente a donde estaba o había estado o debería estar el altar, y allí oraba, a veces en silencio, a veces en voz alta, una, dos horas, observado con respeto y admiración por los vecinos. Rezaba el Credo, el Padrenuestro y los Avemarías consabidos, y también otros rezos que nadie había escuchado antes pero que, a lo largo de los días, de los meses, de los años, las gentes irían memorizando. ¿Dónde está el párroco?, le oían preguntar, ¿por qué no hay aquí un pastor para el rebaño? Pues, que en las aldeas no hubiera un sacerdote, lo apenaba tanto como la ruina de las moradas del Señor.
Sólo después de pedir perdón al Buen Jesús por el estado en que tenían su casa, aceptaba comer y beber algo, apenas una muestra de lo que los vecinos se afanaban en ofrecerle aun en años de escasez. Consentía en dormir bajo techo, en alguna de las viviendas que los sertaneros ponían a su disposición, pero rara vez se le vio reposar en la hamaca, el camastro o colchón de quien le ofrecía posada. Se tumbaba en el suelo, sin manta alguna, y, apoyando en su brazo la cabeza de hirvientes cabellos color azabache, dormía unas horas. Siempre tan pocas que era el último en acostarse y cuando los vaqueros y los pastores más madrugadores salían al campo ya lo veían, trabajando en restañar los muros y los tejados de la iglesia.
Daba sus consejos al atardecer, cuando los hombres habían vuelto del campo y las mujeres habían acabado los quehaceres domésticos y las criaturas estaban ya durmiendo. Los daba en esos descampados desarbolados y pedregosos que hay en todos los pueblos del sertón, en el crucero de sus calles principales y que se hubieran podido llamar plazas si hubieran tenido bancas, glorietas, jardines o conservaran los que alguna vez tuvieron y fueron destruyendo las sequías, las plagas, la desidia. Los daba a esa hora en que el cielo del Norte del Brasil, antes de oscurecerse y estrellarse, llamea entre coposas nubes blancas, grises o azuladas y hay como un vasto fuego de artificio allá en lo alto, sobre la inmensidad del mundo. Los daba a esa hora en que se prenden las fogatas para espantar a los insectos y preparar la comida, cuando disminuye el vaho sofocante y se levanta una brisa que pone a las gentes de mejor ánimo para soportar la enfermedad, el hambre y los padecimientos de la vida.
Hablaba de cosas sencillas e importantes, sin mirar a nadie en especial de la gente que le rodeaba, o más bien, mirando, con sus ojos incandescentes, a través del corro de viejos, mujeres, hombres y niños, algo o alguien que sólo él podía ver. Cosas que se entendían porque eran oscuramente sabidas desde tiempos inmemoriales y que uno aprendía con la leche que mamaba. Cosas actuales, tangibles, cotidianas, inevitables, como el fin del mundo y el Juicio Final, que podían ocurrir tal vez antes de lo que tardase el poblado en poner derecha la capilla alicaída. ¿Qué ocurriría cuando el Buen Jesús contemplara el desamparo en que habían dejado su casa? ¿Qué diría del proceder de esos pastores que, en vez de ayudar al pobre, le vaciaban los bolsillos cobrándole por los servicios de la religión? ¿Se podían vender las palabras de Dios, no debían darse de gracia? ¿Qué excusa darían al Padre aquellos padres que, pese al voto de castidad, fornicaban? ¿Podían inventarle mentiras, acaso, a quien leía los pensamientos como lee el rastreador en la tierra el paso del jaguar? Cosas prácticas, cotidianas, familiares, como la muerte, que conduce a la felicidad si se entra en ella con el alma limpia, como a una fiesta. ¿Eran los hombres animales? Si no lo eran, debían cruzar esa puerta engalanados con su mejor traje, en señal de reverencia a Aquel a quien iban a encontrar. Les hablaba del cielo y también del infierno, la morada del Perro, empedrada de brasas y crótalos, y de cómo el Demonio podía manifestarse en innovaciones de semblante inofensivo. Los vaqueros y los peones del interior lo escuchaban en silencio, intrigados, atemorizados, conmovidos, y así lo escuchaban los esclavos y los libertos de los ingenios del litoral y las mujeres y los padres y los hijos de unos y de otras. Alguna vez alguien — pero rara vez porque su seriedad, su voz cavernosa o su sabiduría los intimidaba — lo interrumpía para despejar una duda. ¿Terminaría el siglo? ¿Llegaría el mundo a 1900? Él contestaba sin mirar, con una seguridad tranquila y, a menudo, con enigmas. En 1900 se apagarían las luces y lloverían estrellas. Pero, antes, ocurrirían hechos extraordinarios. Un silencio seguía a su voz, en el que se oía crepitar las fogatas y el bordoneo de los insectos que las llamas devoraban, mientras los lugareños, conteniendo la respiración, esforzaban de antemano la memoria para recordar el futuro. En 1896 un millar de rebaños correrían de la playa hacia el sertón y el mar se volvería sertón y el sertón mar. En 1897 el desierto se cubriría de pasto, pastores y rebaños se mezclarían y a partir de entonces habría un solo rebaño y un solo pastor. En 1898 aumentarían los sombreros y disminuirían las cabezas y en 1899 los ríos se tornarían rojos y un planeta nuevo cruzaría el espacio.
Había, pues, que prepararse. Había que restaurar la iglesia y el cementerio, la más importante construcción después de la casa del Señor, pues era antesala del cielo o del infierno, y había que destinar el tiempo restante a lo esencial: el alma. ¿Acaso partirían el hombre o la mujer allá con sayas, vestidos, sombreros de fieltro, zapatos de cordón y todos esos lujos de lana y de seda que no vistió nunca el Buen Jesús? Eran consejos prácticos, sencillos. Cuando el hombre partía, se hablaba de él: que era santo, que había hecho milagros, que había visto la zarza ardiente en el desierto, igual que Moisés, y que una voz le había revelado el nombre impronunciable de Dios. Y se comentaban sus consejos. Así, antes de que terminara el Imperio y después de comenzada la República, los lugareños de Tucano, Soure, Amparo y Pombal, fueron escuchándolos; y, mes a mes, año a año, fueron resucitando de sus ruinas las iglesias de Bom Conselho, de Geremoabo, de Massacará y de Inhambupe; y, según sus enseñanzas, surgieron tapias y hornacinas en los cementerios de Monte Santo, de Entre Ríos, de Abadía y de Barracáo, y la muerte fue celebrada con dignos entierros en Itapicurú, Cumbe, Natuba, Mocambo. Mes a mes, año a año, se fueron poblando de consejos las noches de Alagoinhas, Uauá, Jacobina, Itabaiana, Campos, Itabaianinha, Gerú, Riacháo, Lagarto, Simáo Dias. A todos parecían buenos consejos y por eso, al principio en uno y luego en otro y al final en todos los pueblos del Norte, al hombre que los daba, aunque su nombre era Antonio Vicente y su apellido Mendes Maciel, comenzaron a llamarlo el Consejero.
Una reja de madera separa a los redactores y empleados del Jornal de Noticias —cuyo nombre destaca, en caracteres góticos, sobre la entrada — de la gente que se llega hasta allí para publicar un aviso o traer una información. Los periodistas no son más de cuatro o cinco. Uno de ellos revisa un archivo empotrado en la pared; dos conversan animadamente, sin chaquetas pero con cuellos duros y corbatines de lazo, junto a un almanaque en el que se lee la fecha —octubre, lunes, 2, 1896 — y otro, joven, desgarbado, con gruesos anteojos de miope, escribe sobre un pupitre con una pluma de ganso, indiferente a lo que ocurre en torno suyo. Al fondo, tras una puerta de cristales, está la Dirección. Un hombre con visera y puños postizos atiende a una fila de clientes en el mostrador de los Avisos Pagados. Una señora acaba de alcanzarle un cartón. El cajero, mojándose el índice, cuenta las palabras —Lavativas Giffoni// Curan las Gonorreas, las Hemorroides, las Flores Blancas y todas las molestias de las Vías Urinarias// Las prepara Madame A. de Carvalho// Rua Primero de Marzo N.8 — y dice un precio. La señora paga, guarda el vuelto y, cuando se retira, quien esperaba detrás de ella se adelante y estira un papel al cajero. Viste de oscuro, con una levita de dos puntas y un sombrero hongo que denotan uso. Una enrulada cabellera rojiza le cubre las orejas. Es más alto que bajo, de anchas espaldas, sólido, maduro. El cajero cuenta las palabras del aviso, dejando patinar el dedo sobre el papel. De pronto, arruga la frente, alza el dedo y acerca mucho el texto a los ojos, como si temiera haber leído mal. Por fin, mira perplejo al cliente, que permanece hecho una estatua. El cajero pestañea, incómodo, y, por fin, indica al hombre que espereArrastrando los pies, cruza el local, con el papel balanceándose en la mano, toca con los nudillos el cristal de la Dirección y entra. Unos segundos después reaparece y por señas indica al cliente que pase. Luego, retorna a su trabajo. El hombre de oscuro atraviesa el Jornal de Noticias haciendo sonar los tacos como si calzara herraduras. Al entrar al pequeño despacho, atestado de papeles, periódicos y propaganda del Partido Republicano Progresista—Un Brasil Unido, Una Nación Fuerte—, está esperándolo un hombre que lo mira con una curiosidad risueña, como a un bicho raro. Ocupa el único escritorio, lleva botas, un traje gris, y es joven, moreno, de aires enérgicos. —Soy Epaminondas Goncalves, el Director del periódico— dice —. Adelante. El hombre de oscuro hace una ligera venia y se lleva la mano al sombrero pero no se lo quita ni dice palabra.
—¿Usted pretende que publiquemos esto? —pregunta el Director, agitando el papelito. El hombre de oscuro asiente. Tiene una barbita rojiza como sus cabellos, y sus ojos son penetrantes, muy claros; su boca ancha está fruncida con firmeza y las ventanillas de su nariz, muy abiertas, parecen aspirar más aire del que necesitan.
—Siempre que no cueste más de dos mil reis —murmura, en un portugués dificultoso—. Es todo mi capital.
Epaminondas Goncalves queda como dudando entre reírse o enojarse. El hombre sigue de pie, muy serio, observándolo. El Director opta por llevarse el papel a los ojos: —«Se convoca a los amantes de la justicia a un acto público de solidaridad con los idealistas de Canudos y con todos los rebeldes del mundo, en la Plaza de la Libertad, el 4 de octubre, a las seis de la tarde» —lee, despacio—. ¿Se puede saber quién convoca este mitin?
—Por ahora yo —contesta el hombre, en el acto—. Si el Jornal de Noticias quiere auspiciarlo, wonderful.
—¿Sabe usted lo que han hecho ésos, allá en Canudos? —murmura Epaminondas Goncalves, golpeando el escritorio—. Ocupar una tierra ajena y vivir en promiscuidad, como los animales.
—Dos cosas dignas de admiración —asiente el hombre de oscuro—. Por eso he decidido gastar mi dinero en este aviso.
El Director queda un momento callado. Antes de volver a hablar, carraspea:
—¿Se puede saber quién es usted, señor?
Sin fanfarronería, sin arrogancia, con mínima solemnidad, el hombre se presenta así: —Un combatiente de la libertad, señor. ¿El aviso va a ser publicado? —Imposible, señor —responde Epaminondas Goncalves, ya dueño de la situación—. Las autoridades de Bahía sólo esperan un pretexto para cerrarme el periódico. Aunque de boca para afuera han aceptado la República, siguen siendo monárquicas. Somos el único diario auténticamente republicano del Estado, supongo que se ha dado cuenta. El hombre de oscuro hace un gesto desdeñoso y masculla, entre dientes, «Me lo esperaba».
—Le aconsejo que no lleve este aviso al Diario de Bahía —agrega el Director, alcanzándole el papelito—. Es del Barón de Cañabrava, el dueño de Canudos. Terminaría usted en la cárcel.
Sin decir una palabra de despedida, el hombre de oscuro da media vuelta y se aleja, guardándose el aviso en el bolsillo. Cruza la sala del diario sin mirar ni saludar a nadie, con su andar sonoro, observado de reojo —silueta fúnebre, ondeantes cabellos encendidos — por los periodistas y clientes de los Avisos Pagados. El periodista joven, de anteojos de miope, se levanta de su pupitre después de pasar él, con una hoja amarillenta en la mano, y va hacia la Dirección, donde Epaminondas Goncalves está todavía espiando al desconocido.
—«Por disposición del Gobernador del Estado de Bahía, Excelentísimo Señor Luis Viana, hoy partió de Salvador una Compañía del Noveno Batallón de Infantería, al mando del Teniente Pires Ferreira, con la misión de arrojar de Canudos a los bandidos que ocuparon la hacienda y capturar a su cabecilla, el Sebastianista Antonio Consejero» —lee, desde el umbral—. ¿Primera página o interiores, señor?
—Que vaya debajo de los entierros y las misas —dice el Director. Señala hacia la calle, donde ha desaparecido el hombre de oscuro—. ¿Sabe quién es ese tipo? —Galileo Gall —responde el periodista miope—. Un escocés que anda pidiendo permiso a la gente de Bahía para tocarles la cabeza.
Había nacido en Pombal y era hijo de un zapatero y su querida, una inválida que, pese a serlo, parió a tres varones antes que a él y pariría después a una hembrita que sobrevivió a la sequía. Le pusieron Antonio y, si hubiera habido lógica en el mundo, no hubiera debido vivir, pues cuando todavía gateaba ocurrió la catástrofe que devastó la región, matando cultivos, hombres y animales. Por culpa de la sequía casi todo Pombal emigró hacia la costa, pero Tiburcio da Mota, que en su medio siglo de vida no se había alejado nunca más de una legua de ese poblado en el que no había pies que no hubieran sido calzados por sus manos, hizo saber que no abandonaría su casa. Y cumplió, quedándose en Pombal con un par de docenas de personas apenas, pues hasta la misión de los padres lazaristas se vació.
Cuando, un año más tarde, los retirantes de Pombal comenzaron a volver, animados por las nuevas de que los bajíos se habían anegado otra vez y ya se podía sembrar cereales, Tiburcio da Mota estaba enterrado, como su concubina inválida y los tres hijos mayores. Se habían comido todo lo comestible y cuando esto se acabó, todo lo que fuera verde y, por fin, todo lo que podían triturar los dientes. El vicario Don Casimiro, que los fue enterrando, aseguraba que no habían perecido de hambre sino de estupidez, por comerse los cueros de la zapatería y beberse las aguas de la Laguna del Buey, hervidero de mosquitos y de pestilencia que hasta los chivos evitaban. Don Casimiro recogió a Antonio y a su hermanita, los hizo sobrevivir con dietas de aire y plegarias y, cuando las casas del pueblo se llenaron otra vez de gente, les buscó un hogar. A la niña se la llevó su madrina, que se fue a trabajar en una hacienda del Barón de Cañabrava. A Antonio, entonces de cinco años, lo adoptó el otro zapatero de Pombal, llamado el Tuerto —había perdido un ojo en una riña—, quien aprendió su oficio en el taller de Tiburcio da Mota y al regresar a Pombal heredó su clientela. Era un hombre hosco, que andaba borracho con frecuencia y solía amanecer tumbado en la calle, hediendo a cachaca. No tenía mujer y hacía trabajar a Antonio como una bestia de carga, barriendo, limpiando, alcanzándole clavos, tijeras, monturas, botas, o yendo a la curtiembre. Lo hacía dormir sobre un pellejo, junto a la mesita donde el Tuerto se pasaba todas las horas en que no estaba bebiendo con sus compadres.
El huérfano era menudo y dócil, puro hueso y unos ojos cohibidos que inspiraban compasión a las mujeres de Pombal, las que, vez que podían, le daban algo de comer o las ropas que ya no se ponían sus hijos. Ellas fueron un día —media docena de hembras que habían conocido a la tullida y comadreado a su vera en incontables bautizos, confirmaciones, velorios, matrimonios — al taller del Tuerto a exigirle que mandara a Antonio al catecismo, a fin de que lo prepararan para la primera comunión. Lo asustaron de tal modo diciéndole que Dios le tomaría cuentas si ese niño moría sin haberla hecho, que el zapatero, a regañadientes, consintió en que asistiera a la doctrina de la misión, todas las tardes, antes de las vísperas.
Algo notable ocurrió entonces en la vida del niño, al que, poco después, a consecuencia de los cambios que operó en él la doctrina de los lazaristas, comenzarían a llamar el Beatito. Salía de las prédicas con la mirada desasida del contorno y como purificado de escorias. El Tuerto contó que muchas veces lo encontraba de noche, arrodillado en la oscuridad, llorando por el sufrimiento de Cristo, tan absorto que sólo lo regresaba al mundo remeciéndolo. Otras noches lo sentía hablar en sueños, agitado, de la traición de Judas, del arrepentimiento de la Magdalena, de la corona de espinas y una noche lo oyó hacer voto de perpetua castidad, como San Francisco de Sales al cumplir los once años. Antonio había encontrado una ocupación a la que consagrar su vida. Seguía haciendo sumisamente los mandados del Tuerto, pero los hacía entrecerrando los ojos y moviendo los labios de modo que todos comprendían que, aunque barría o corría donde el talabartero o sujetaba la suela que el Tuerto martillaba, estaba en realidad rezando. Al padre adoptivo las actitudes del niño lo turbaban y atemorizaban. En el rincón donde dormía, el Beatito fue construyendo un altar, con estampas que le regalaron en la misión y una cruz de xique–xique que él mismo talló y pintó. Allí prendía una vela para rezar, al levantarse y al acostarse, y allí, de rodillas, con las manos juntas y la expresión contrita, gastaba sus ratos libres en vez de corretear por los potreros, montar a pelo los animales chucaros, cazar palomas o ir a ver castrar a los toros como los demás chicos de Pombal. Desde que hizo la primera comunión fue monaguillo de Don Casimiro y cuando éste murió siguió ayudando a decir misa a los lazaristas de la misión, aunque para ello tenía que andar, entre idas y vueltas, una legua diaria. En las procesiones echaba el incienso y ayudaba a decorar las andas y los altares de las esquinas donde la Virgen y el Buen Jesús hacían un alto para descansar. La religiosidad del Beatito era tan grande como su bondad. Espectáculo familiar para los habitantes de Pombal era verlo servir de lazarillo al ciego Adelfo, al que acompañaba a veces a los potreros del coronel Ferreira, donde aquél había trabajado hasta contraer cataratas y de los que vivía melancólico. Lo llevaba del brazo, a campo traviesa, con un palo en la mano para escarbar en la tierra al acecho de las serpientes, escuchándole con paciencia sus historias. Y Antonio recogía también comida y ropa para el leproso Simeón, que vivía como una bestia montuna desde que los vecinos le prohibieron acercarse a Pombal. Una vez por semana, el Beatito le llevaba en un atado los pedazos de pan y de charqui y los cereales que había mendigado para él, y los vecinos lo divisaban, a lo lejos, guiando entre los roquedales de la loma donde estaba su cueva, hacia el pozo de agua, al viejo que andaba descalzo, con los pelos crecidos, cubierto sólo con un pellejo amarillo.
La primera vez que vio al Consejero, el Beatito tenía catorce años y había sufrido, pocas semanas antes, una terrible decepción. El Padre Moraes, de la misión lazarista, le echó un baño de agua helada al decirle que no podía ser sacerdote, pues era hijo natural. Lo consoló, explicándole que igual podía servir a Dios sin recibir las órdenes, y le prometió hacer gestiones con un convento capuchino, donde tal vez lo recibirían como hermano lego. El Beatito lloró esa noche con sollozos tan sentidos, que el Tuerto, encolerizado, lo molió a golpes por primera vez después de muchos años. Veinte días más tarde, bajo la quemante resolana del mediodía, irrumpió por la calle medianera de Pombal una figurilla alargada, oscura, de cabellos negros y ojos fulminantes, envuelta en una túnica morada, que, seguida de media docena de gentes que parecían pordioseros y sin embargo tenían caras felices, atravesó en tromba el poblado en dirección a la vieja capilla de adobes y tejas, que, desde la muerte de Don Casimiro, se hallaba tan arruinada que los pájaros habían hecho nidos entre las imágenes. El Beatito, como muchos vecinos de Pombal, vio orar al peregrino echado en el suelo, igual que sus acompañantes, y esa tarde lo oyó dar consejos para la salvación del alma, criticar a los impíos y pronosticar el porvenir. Esa noche, el Beatito no durmió en la zapatería sino en la plaza de Pombal, junto a los peregrinos que se habían tendido en la tierra, alrededor del santo. Y la mañana y tarde siguientes, y todos los días que éste permaneció en Pombal, el Beatito trabajó junto con él y los suyos, reponiéndoles patas y espaldares a los bancos de la capilla, nivelando su suelo y erigiendo una cerca de piedras que diera independencia al cementerio, hasta entonces una lengua de tierra que se entreveraba con el pueblo. Y todas las noches estuvo acuclillado junto a él, absorto, escuchando las verdades que decía su boca. Pero cuando, la penúltima noche del Consejero en Pombal, Antonio el Beatito le pidió permiso para acompañarlo por el mundo, los ojos —intensos a la vez que helados — del santo, primero, y su boca después, dijeron no. El Beatito lloró amargamente, arrodillado junto al Consejero. Era noche alta, Pombal dormía y también los andrajosos, anudados unos en otros. Las fogatas se habían apagado pero las estrellas refulgían sobre sus cabezas y se oían cantos de chicharras. El Consejero lo dejó llorar, permitió que le besara el ruedo de la túnica y no se inmutó cuando el Beatito le suplicó de nuevo que lo dejara seguirlo, pues su corazón le decía que así serviría mejor al Buen Jesús. El muchacho se abrazó a sus tobillos y estuvo besándole los pies encallecidos. Cuando lo notó exhausto, el Consejero le cogió la cabeza con las dos manos y lo obligó a mirarlo. Acercándole la cara le preguntó, solemne, si amaba tanto a Dios como para sacrificarle el dolor. El Beatito hizo con la cabeza que sí, varias veces. El Consejero se levantó la túnica y el muchacho pudo ver, en la luz incipiente, que se sacaba un alambre que tenía en la cintura lacerándole la carne. «Ahora llévalo tú», lo oyó decir. El mismo ayudó al Beatito a abrirse las ropas, a apretar el cilicio contra su cuerpo, a anudarlo.
Cuando, siete meses después, el Consejero y sus seguidores —habían cambiado algunas caras, había aumentado el número, había entre ellos ahora un negro enorme y semidesnudo, pero su pobreza y la felicidad de sus ojos eran los de antes — volvieron a aparecer en Pombal, dentro de un remolino de polvo, el cilicio seguía en la cintura del Beatito, a la que había amoratado y luego abierto estrías y más tarde recubierto de costras parduzcas. No se lo había quitado un solo día y cada cierto tiempo volvía a ajustarse el alambre aflojado por el movimiento cotidiano del cuerpo. El padre Moraes había tratado de disuadirlo de que lo siguiera llevando, explicándole que una cierta dosis de dolor voluntario complacía a Dios, pero que, pasado cierto límite, aquel sacrificio podía volverse un morboso placer alentado por el Diablo y que él estaba en peligro de franquear en cualquier momento el límite.
Pero Antonio no le obedeció. El día del regreso del Consejero y su séquito a Pombal, el Beatito estaba en el almacén del caboclo Umberto Salustiano y su corazón se petrificó en su pecho, así como el aire que entraba a su nariz, cuando lo vio pasar a un metro de él, rodeado de sus apóstoles y de decenas de vecinos y vecinas, y dirigirse, como la vez anterior, derechamente a la capilla. Lo siguió, se sumó al bullicio y a la agitación del pueblo y confundido con la gente oró, a discreta distancia, sintiendo una revolución en su sangre. Y esa noche lo escuchó predicar, a la luz de las llamas, en la plaza atestada, sin atreverse todavía a acercarse. Todo Pombal estaba allí esta vez, oyéndolo. Casi al amanecer, cuando los vecinos, que habían rezado y cantado y le habían llevado su hijos enfermos para que pidiera a Dios su curación y que le habían contado sus aflicciones y preguntado por lo que les reservaba el futuro, se hubieron ido, y los discípulos ya se habían echado a dormir, como lo hacían siempre, sirviéndose recíprocamente de almohadas y abrigos, el Beatito, en la actitud de reverencia extrema en la que se acercaba a comulgar, se llegó, vadeando los cuerpos andrajosos, hasta la silueta oscura, morada, que apoyaba la hirsuta cabeza en uno de sus brazos. Las fogatas daban las últimas boqueadas. Los ojos del Consejero se abrieron al verlo venir y el Beatito repetiría siempre a los oyentes de su historia que vio en ellos, al instante, que aquel hombre lo había estado esperando. Sin decir una palabra —no hubiera podido — se abrió la camisa de jerga y le mostró el alambre que le ceñía la cintura. Después de observarlo unos segundos, sin pestañear, el Consejero asintió y una sonrisa cruzó brevemente su cara que, diría cientos de veces el Beatito en los años venideros, fue su consagración. El Consejero señaló un pequeño espacio de tierra libre, a su lado, que parecía reservado para él entre el amontonamiento de cuerpos. El muchacho se acurrucó allí, entendiendo, sin que hicieran falta las palabras, que el Consejero lo consideraba digno de partir con él por los caminos del mundo, a combatir contra el Demonio. Los perros trasnochadores, los vecinos madrugadores de Pombal oyeron mucho rato todavía el llanto del Beatito sin sospechar que sus sollozos eran de felicidad.
Su verdadero nombre no era Galileo Gall, pero era, sí, un combatiente de la libertad, o, como él decía, revolucionario y frenólogo. Dos sentencias de muerte lo acompañaban por el mundo y había pasado en la cárcel cinco de sus cuarenta y seis años. Había nacido a mediados de siglo, en un poblado del sur de Escocia donde su padre ejercía la medicina y había tratado infructuosamente de fundar un cenáculo libertario para propagar las ideas de Proudhon y Bakunin. Como otros niños entre cuentos de hadas, él había crecido oyendo que la propiedad es el origen de todos los males sociales y que el pobre sólo romperá las cadenas de la explotación y el oscurantismo mediante la violencia. Su padre fue discípulo de un hombre al que consideraba uno de los sabios augustos de su tiempo: Franz Joseph Gall, anatomista, físico y fundador de la ciencia frenológica. En tanto que para otros adeptos de Gall, esta ciencia consistía apenas en creer que el intelecto, el instinto y los sentimientos son órganos situados en la corteza cerebral, y que pueden ser medidos y tocados, para el padre de Galileo esta disciplina significaba la muerte de la religión, el fundamento empírico del materialismo, la prueba de que el espíritu no era lo que sostenía la hechicería filosófica, imponderable e impalpable, sino una dimensión del cuerpo, como los sentidos, e igual que éstos capaz de ser estudiado y tratado clínicamente. El escocés inculcó a su hijo, desde que tuvo uso de razón, este precepto simple: la revolución libertará a la sociedad de sus flagelos y la ciencia al individuo de los suyos. A luchar por ambas metas había dedicado Galileo su existencia. Como sus ideas disolventes le hacían la vida difícil en Escocia, el padre se instaló en el sur de Francia, donde fue capturado en 1868 por ayudar a los obreros de las hilanderías de Burdeos durante una huelga, y enviado a Cayena. Allí murió. Al año siguiente Galileo fue a prisión, acusado de complicidad en el incendio de una iglesia —el cura era lo que más odiaba, después del militar y el banquero—, pero a los pocos meses escapó y estuvo trabajando con un facultativo parisino, antiguo amigo de su padre. En esa época adoptó el nombre de Galileo Gall, a cambio del suyo, demasiado conocido por la policía, y empezó a publicar pequeñas notas políticas y de divulgación científica en un periódico de Lyon: l'Etincelle de la révolte.
Uno de sus orgullos era haber combatido de marzo a mayo de 1871 con los comuneros de París por la libertad del género humano y haber sido testigo del genocidio de treinta mil hombres, mujeres y niños perpetrado por las fuerzas de Thiers. También fue condenado a muerte, pero logró escapar del cuartel antes de la ejecución, con el uniforme de un sargento–carcelero, a quien mató. Fue a Barcelona y allí estuvo algunos años estudiando medicina y practicando la frenología junto a Mariano Cubí, un sabio que se preciaba de detectar las inclinaciones y rasgos más secretos de cualquier hombre con sólo pasar sus yemas una vez por su cráneo. Parecía que se iba a recibir de médico cuando su amor a la libertad y el progreso o su vocación aventurera pusieron otra vez en movimiento su vida. Con un puñado de adictos a la Idea asaltó una noche el cuartel de Montjuich, para desencadenar la tempestad que, creían, conmovería los cimientos de España. Pero alguien los delató y los soldados los recibieron a balazos. Vio caer a sus compañeros peleando, uno a uno; cuando lo capturaron tenía varias heridas. Lo condenaron a muerte, pero, como según la ley española no se da garrote vil a un herido, decidieron curarlo antes de matarlo. Personas amigas e influyentes lo hicieron huir del hospital y lo embarcaron, con papeles falsos, en un barco de carga. Había recorrido países, continentes, siempre fiel a las ideas de su infancia. Había palpado cráneos amarillos, negros y blancos y alternado, al azar de las circunstancias, la acción política y la práctica científica, borroneando a lo largo de esa vida de aventuras, cárceles, golpes de mano, reuniones clandestinas, fugas, reveses, cuadernos que corroboraban, enriqueciéndolas de ejemplos, las enseñanzas de sus maestros: su padre, Proudhon, Gall, Bakunin, Spurzheim, Cubí. Había estado preso en Turquía, en Egipto, en Estados Unidos, por atacar el orden social y las ideas religiosas, pero gracias a su buena estrella y a su desprecio del peligro nunca permaneció mucho tiempo entre rejas. En 1894 era médico del barco alemán que naufragó en las costas de Bahía y cuyos restos quedarían varados para siempre frente al Fuerte de San Pedro. Hacía apenas seis años que el Brasil había abolido la esclavitud y cinco que había pasado de Imperio a República. Lo fascinó su mezcla de razas y culturas, ^ su efervescencia social y política, al ser una sociedad en la que se codeaban Europa y África y algo más que hasta ahora no conocía. Decidió quedarse. No pudo abrir un consultorio, pues carecía de títulos, de manera que, como lo había hecho en otras partes, se ganó la vida dando clases de idiomas y en quehaceres efímeros. Aunque vagabundeaba por el país, volvía siempre a Salvador, donde solía encontrársele en la Librería Catilina, a la sombra de las palmeras del Mirador de los Afligidos o en las tabernas de marineros de la ciudad baja, explicando a interlocutores de paso que todas las virtudes son compatibles si la razón y no la fe es el eje de la vida, que no Dios sino Satán —el primer rebelde — es el verdadero príncipe de la libertad y que una vez destruido el viejo orden gracias a la acción revolucionaria, la nueva sociedad florecerá espontáneamente, libre y justa. Aunque había quienes lo escuchaban, las gentes no parecían hacerle mucho caso.
Cuando la sequía de 1877, en los meses de hambruna y epidemias que mataron a la mitad de hombres y animales de la región, el Consejero ya no peregrinaba solo sino acompañado, o mejor dicho seguido (él parecía apenas darse cuenta de la estela humana que prolongaba sus huellas) por hombres y mujeres que, algunos tocados en el alma por sus consejos, otros por curiosidad o simple inercia, abandonaban lo que tenían para ir tras él. Unos lo escoltaban un trecho de camino, algunos pocos parecían estar a su lado para siempre. Pese a la sequía, él seguía andando, aunque los campos estuvieran ahora sembrados de osamentas de res que picoteaban los buitres y lo recibieran poblados semivacíos.
Que a lo largo de 1877 dejara de llover, se secaran los ríos y aparecieran en las caatingas innumerables caravanas de retirantes que, llevando en carromatos o sobre los hombros las miserables pertenencias, deambulaban en busca de agua y de sustento, no fue tal vez lo más terrible de ese año terrible. Si no, tal vez, los bandoleros y las cobras que erupcionaron los sertones del Norte. Siempre había habido gente que entraban a las haciendas a robar ganado, se tiroteaban con los capangas de los terratenientes y saqueaban aldeas apartadas y a las que periódicamente venían a perseguir las volantes de la policía. Pero con el hambre las cuadrillas de bandoleros se multiplicaron como los panes y pescados bíblicos. Caían, voraces y homicidas, en los pueblos ya diezmados por la catástrofe para apoderarse de los últimos comestibles, de enseres y vestimentas y reventar a tiros a los moradores que se atrevían a enfrentárseles.
Pero al Consejero nunca lo ofendieron de palabra u obra. Se cruzaban con él, en las veredas del desierto, entre los cactos y las piedras, bajo un cielo de plomo, o en la intrincada caatinga donde se habían marchitado los matorrales y los troncos comenzaban a cuartearse. Los cangaceiros, diez, veinte hombres armados con todos los instrumentos capaces de cortar, punzar, perforar, arrancar, veían al hombre flaco de hábito morado, que paseaba por ellos un segundo, con su acostumbrada indiferencia, sus ojos helados y obsesivos, y proseguía haciendo las cosas que solía hacer: orar, meditar, andar, aconsejar. Los peregrinos palidecían al ver a los hombres del cangaco y se apiñaban alrededor del Consejero como pollos en torno a la gallina. Los bandoleros, comprobando su extrema pobreza, seguían de largo, pero, a veces, se detenían al reconocer al santo cuyas profecías habían llegado a sus oídos. No lo interrumpían si estaba orando;
esperaban que se dignara verlos. Él les hablaba al fin, con esa voz cavernosa que sabía encontrar los atajos del corazón. Les decía cosas que podían entender, verdades en las que podían creer. Que esta calamidad era sin duda el primero de los anuncios de la llegada del Anticristo y de los daños que precederían la resurrección de los muertos y el Juicio Final. Que si querían salvar el alma debían prepararse para las contiendas que se librarían cuando los demonios del Anticristo —que sería el Perro mismo venido a la tierra a reclutar prosélitos — invadieran como mancha de fuego los sertones. Igual que los vaqueros, los peones, los libertos y los esclavos, los cangaceiros reflexionaban. Y algunos de ellos —el cortado Pajeú, el enorme Pedráo y hasta el más sanguinario de todos: Joáo Satán — se arrepentían de sus crímenes, se convertían al bien y lo seguían. Y, como los bandoleros, lo respetaron las serpientes de cascabel que asombrosamente y por millares brotaron en los campos a raíz de la sequía. Largas, resbaladizas, triangulares, contorsionantes, abandonaban sus guaridas y ellas también se retiraban, como los hombres, y en su fuga mataban niños, terneros, cabras y no vacilaban en ingresar a pleno día a los poblados en pos de sustento. Eran tan numerosas que no había acuanes bastantes para acabar con ellas y no fue raro ver, en esa época trastornada, serpientes que se comían a esa ave de rapiña en vez de, como antaño, ver al acuán levantando el vuelo con su presa en el pico. Los sertaneros debieron andar día y noche con palos y machetes y hubo retirantes que llegaron a matar cien crótalos en un solo día. Pero el Consejero no dejó de dormir en el suelo, donde lo sorprendiera la noche. Una tarde, que oyó a sus acompañantes hablando de serpientes, les explicó que no era la primera vez que sucedía. Cuando los hijos de Israel regresaban de Egipto a su país, y se quejaban de las penalidades del desierto, el Padre les envió en castigo una plaga de ofidios. Intercedió Moisés y el Padre le ordenó fabricar una serpiente de bronce a la que bastaba mirar para curarse de la mordedura. ¿Debían hacer ellos lo mismo? No, pues los milagros no se repetían. Pero seguramente el Padre vería con buenos ojos que llevaran, como detente, la cara de Su Hijo. Una mujer de Monte Santo, María Quadrado, cargó desde entonces en una urna un pedazo de tela con la imagen del Buen Jesús pintada por un muchacho de Pombal que por piadoso se había ganado el nombre de Beatito. El gesto debió complacer al Padre pues ninguno de los peregrinos fue mordido.
Y también respetaron al Consejero las epidemias que, a consecuencia de la sequía y el hambre, se encarnizaron en los meses y años siguientes contra los que habían conseguido sobrevivir. Las mujeres abortaban a poco de ser embarazadas, los niños perdían los dientes y el pelo, y los adultos, de pronto, comenzaban a escupir y a defecar sangre, se hinchaban de tumores o llagaban con sarpullidos que los hacían revolcarse contra los cascajos como perros sarnosos. El hombre filiforme seguía peregrinando entre la pestilencia y mortandad, imperturbable, invulnerable, como un bajel de avezado piloto que navega hacia buen puerto sorteando tempestades.
¿A qué puerto se dirigía el Consejero tras ese peregrinar incesante? Nadie se lo preguntaba ni él lo decía ni probablemente lo sabía. Iba ahora rodeado por decenas de seguidores que lo habían abandonado todo para consagrarse al espíritu. Durante los meses de la sequía el Consejero y sus discípulos trabajaron sin tregua dando sepultura a los muertos de inanición, peste o angustia que encontraban a la vera de los caminos, cadáveres corruptos y comidos por las bestias y aun por humanos. Fabricaban cajones y cavaban fosas para esos hermanos y hermanas. Eran una variopinta colectividad donde se mezclaban razas, lugares, oficios. Había entre ellos encuerados que habían vivido arreando el ganado de los coroneles hacendados; caboclos de pieles rojizas cuyos tatarabuelos indios vivían semidesnudos, comiéndose los corazones de sus enemigos; mamelucos que fueron capataces, hojalateros, herreros, zapateros o carpinteros y mulatos y negros cimarrones huidos de los cañaverales del litoral y del potro, los cepos, los vergazos con salmuera y demás castigos inventados en los ingenios para los esclavos.
Y había las mujeres, viejas y jóvenes, sanas o tullidas, que eran siempre las primeras en conmoverse cuando el Consejero, durante el alto nocturno, les hablaba del pecado, de las vilezas del Can o de la bondad de la Virgen. Eran ellas las que zurcían el hábito morado convirtiendo en agujas las espinas de los cardos y en hilo las fibras de las palmeras y las que se ingeniaban para hacerle uno nuevo cuando el viejo se desgarraba en los arbustos, y las que le renovaban las sandalias y se disputaban las viejas para conservar, corno reliquias, esas prendas que habían tocado su cuerpo. Eran ellas las que, cada tarde, cuando los hombres habían prendido las fogatas, preparaban el angú de harina de arroz o de maíz o de mandioca dulce con agua y las buchadas de zapallo que sustentaban a los peregrinos. Éstos nunca tuvieron que preocuparse por el alimento, pues eran frugales y recibían dádivas por donde pasaban. De los humildes, que corrían a llevarle al Consejero una gallina o una talega de maíz o quesos recién hechos, y también de los propietarios que, cuando la corte harapienta pernoctaba en las alquerías y, por iniciativa propia y sin cobrar un centavo, limpiaba y barría las capillas de las haciendas, les mandaban con sus sirvientes leche fresca, víveres y, a veces, una cabrita o un chivo. Había dado ya tantas vueltas, andado y desandado tantas veces por los sertones, subido y bajado tantas chapadas, que todo el mundo lo conocía. También los curas. No había muchos y los que había estaban como perdidos en la inmensidad del sertón y eran, en todo caso, insuficientes para mantener vivas a las abundantes iglesias que eran visitadas por pastores sólo el día del santo del pueblo. Los vicarios de algunos lugares, como Tucano y Cumbe, le permitían hablar a los fieles desde el pulpito y se llevaban bien con él; otros, como los de Entre Ríos e Itapicurú se lo prohibían y lo combatían. En los demás, para retribuirle lo que hacía por las iglesias y los cementerios, o porque su fuerza entre las almas sertaneras era tan grande que no querían indisponerse con sus parroquianos, los vicarios consentían a regañadientes a que, luego de la misa, rezara letanías y predicara en el atrio.
¿Cuándo se enteraron el Consejero y su corte de penitentes que, en 1888, allá lejos, en esas ciudades cuyos nombres incluso les sonaban extranjeros —Sao Paulo, Río de Janeiro, la propia Salvador, capital del Estado — la monarquía había abolido la esclavitud y que la medida provocaba agitación en los ingenios bahianos que, de pronto, se quedaron sin brazos? Sólo meses después de decretada subió a los sertones la noticia, como subían las noticias a esas extremidades del Imperio —demoradas, deformadas y a veces caducas — y las autoridades la hicieron pregonar en las plazas y clavar en la puerta de los municipios.
Y es probable que, al año siguiente, el Consejero y su estela se enteraran con el mismo retraso que la nación a la que sin saberlo pertenecían había dejado de ser Imperio y era ahora República. Nunca llegaron a saber que este acontecimiento no despertó el menor entusiasmo en las viejas autoridades, ni en los ex–propietarios de esclavos (seguían siéndolo de cañaverales y rebaños) ni en los profesionales y funcionarios de Bahía que veían en esta mudanza algo así como el tiro de gracia a la ya extinta hegemonía de la ex–capital, centro de la vida política y económica del Brasil por doscientos años y ahora nostálgica pariente pobre, que veía desplazarse hacia el Sur todo lo que antes era suyo —la prosperidad, el poder, el dinero, los brazos, la historia—, y aunque lo hubieran sabido no lo hubieran entendido ni les hubiera importado, pues las preocupaciones del Consejero y los suyos eran otras. Por lo demás ¿qué había cambiado para ellos aparte de algunos nombres? ¿No era este paisaje de tierra reseca y cielo plúmbeo el de siempre? Y a pesar de haber pasado varios años de la sequía ¿no continuaba la región curando sus heridas, llorando a sus muertos, tratando de resucitar los bienes perdidos? ¿Qué había cambiado ahora que había Presidente en vez de Emperador en la atormentada tierra del Norte? ¿No seguía luchando contra la esterilidad del suelo y la avaricia del agua el labrador para hacer brotar el maíz, el fréjol, la papa y la mandioca y para mantener vivos a los cerdos, las gallinas y las cabras? ¿No seguían llenas de ociosos las aldeas y no eran todavía peligrosos los caminos por los bandidos? ¿No había por doquier ejércitos de pordioseros como reminiscencia de los estragos de 1877? ¿No eran los mismos los contadores de fábulas? ¿No seguían, pese a los esfuerzos del Consejero, cayéndose a pedazos las casas del Buen Jesús?
Pero sí, algo cambió con la República. Para mal y confusión del mundo: la Iglesia fue separada del Estado, se estableció la libertad de cultos y se secularizaron los cementerios, de los que ya no se ocuparían las parroquias sino los municipios. En tanto que los vicarios, desconcertados, no sabían qué decir ante esas novedades que la jerarquía se resignaba a aceptar, el Consejero sí lo supo, al instante: eran impiedades inadmisibles para el creyente. Y cuando supo que se había entronizado el matrimonio civil —como si un sacramento creado por Dios no fuera bastante — él sí tuvo la entereza de decir en voz alta, a la hora de los consejos, lo que los párrocos murmuraban: que ese escándalo era obra de protestantes y masones. Como, sin duda, esas otras disposiciones extrañas, sospechosas, de las que se iban enterando por los pueblos: el mapa estadístico, el censo, el sistema métrico decimal. A los aturdidos sertaneros que acudían a preguntarle qué significaba todo eso, el Consejero se lo explicaba, despacio: querían saber el color de la gente para restablecer la esclavitud y devolver a los morenos a sus amos, y su religión para identificar a los católicos cuando comenzaran las persecuciones. Sin alzar la voz, los exhortaba a no responder a semejantes cuestionarios ni a aceptar que el metro y el centímetro sustituyeran a la vara y el palmo.
Una mañana de 1893, al entrar en Natuba, el Consejero y los peregrinos oyeron un zumbido de avispas embravecidas que subía al cielo desde la Plaza Matriz, donde los hombres y mujeres se habían congregado para leer o escuchar leer unos edictos recién colados en las tablas. Les iban a cobrar impuestos, la República les quería cobrar impuestos. ¿Y qué eran los impuestos?, preguntaban muchos lugareños. Como los diezmos, les explicaban otros. Igual que, antes, si a un morador le nacían cincuenta gallinas debía dar cinco a la misión y una arroba de cada diez que cosechaba, los edictos establecían que se diera a la República una parte de todo lo que uno heredaba o producía. Los vecinos tenían que declarar en los municipios, ahora autónomos, lo que tenían y lo que ganaban para saber lo que les correspondería pagar. Los perceptores de impuestos incautarían para la República todo lo que hubiera sido ocultado o rebajado de valor.
El instinto animal, el sentido común y siglos de experiencia hicieron comprender a los vecinos que aquello sería tal vez peor que la sequía, que los perceptores de impuestos resultarían más voraces que los buitres y los bandidos. Perplejos, asustados, encolerizados, se codeaban y se comunicaban unos a otros su aprensión y su ira, en voces que, mezcladas, integradas, provocaban esa música beligerante que subía al cielo de Natuba cuando el Consejero y sus desastrados ingresaron al pueblo por la ruta de Cipó. Las gentes rodearon al hombre de morado y le obstruyeron el camino a la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción (recompuesta y pintada por él mismo varias veces en las décadas anteriores) donde se dirigía con sus trancadas de siempre, para contarle las nuevas que él, serio y mirando a través de ellos, apenas pareció escuchar. Y, sin embargo, instantes después, al tiempo que una suerte de explosión interior ponía sus ojos ígneos, echó a andar, a correr, entre la muchedumbre que se abría a su paso, hacia las tablas con los edictos. Llegó hasta ellas y sin molestarse en leerlas las echó abajo, con la cara descompuesta por una indignación que parecía resumir la de todos. Luego pidió, con voz vibrante, que quemaran esas maldades escritas. Y cuando, ante los ojos sorprendidos de los concejales, el pueblo lo hizo y, además, empezó a celebrar, reventando cohetes como en día de feria, y el fuego disolvió en humo los edictos y el susto que provocaron, el Consejero, antes de ir a rezar a la Iglesia de la Concepción, dio a los seres de ese apartado rincón una grave primicia: el Anticristo estaba en el mundo y se llamaba República.
—Pitos, sí, Señor Comisionado —repite, sorprendiéndose una vez más de lo que ha vivido y, sin duda, recordado y contado muchas veces el Teniente Pires Ferreira—. Sonaban muy fuertes en la noche. Mejor dicho, en el amanecer.
El hospital de campaña es una barraca de tablas y techo de hojas de palma acondicionada de cualquier manera para albergar a los soldados heridos. Está en las afueras de Joazeiro, cuyas casas y calles paralelas al ancho río San Francisco — encaladas o pintadas de colores — se divisan entre los tabiques, bajo las copas polvorientas de esos árboles que han dado nombre a la ciudad.
—Echamos doce días de aquí a Uauá, que está ya a las puertas de Canudos, todo un éxito–dice el Teniente Pires Ferreira—. Mis hombres se caían de fatiga, así que decidí acampar allí. Y, a las pocas horas, nos despertaron los pitos.
Hay dieciséis heridos, tumbados en hamacas, en filas que se miran: toscos vendajes, cabezas, brazos y piernas manchados de sangre, cuerpos desnudos y semidesnudos, pantalones y guerreras en hilachas. Un médico de batín blanco, recién llegado, pasa revista a los heridos, seguido por un enfermero que carga un botiquín. La apariencia saludable, ciudadana, del médico contrasta con las caras derrotadas y los pelos apelmazados de sudor de los soldados. Al fondo de la barraca, una voz angustiada habla de confesión.
—¿No puso usted centinelas? ¿No se le ocurrió que podían sorprenderlos, Teniente? —Había cuatro centinelas, Señor Comisionado —replica Pires Ferreira, mostrando cuatro dedos enérgicos—. No nos sorprendieron. Cuando escuchamos los pitos, la compañía entera se levantó y se preparó para el combate. —Baja la voz —: Pero no vimos llegar al enemigo sino a una procesión.
Por una esquina de la barraca–hospital, a la orilla del río surcado por barcas cargadas de sandías, se distingue el pequeño campamento, donde se halla el resto de la tropa: soldados tumbados a la sombra de unos árboles, fusiles alineados en grupos de a cuatro, tiendas de campaña. Pasa, ruidosa, una bandada de loros.
—¿Una procesión religiosa, Teniente? —pregunta la vocecita nasal, intrusa, sorpresiva. El oficial echa un vistazo al que le ha hablado y asiente:
—Venían por el rumbo de Canudos —explica, dirigiéndose siempre al Comisionado—. Eran quinientos, seiscientos, quizá mil.
El Comisionado alza las manos y su adjunto mueve la cabeza, también incrédulo. Son, salta a la vista, gente de la ciudad. Han llegado a Joázeiro esa misma mañana en el tren de Salvador y están aún aturdidos y magullados por el traqueteo, incómodos en sus sacones de anchas mangas, en los bolsudos pantalones y botas que ya se han ensuciado, acalorados, seguramente disgustados de estar allí, rodeados de carne herida, de pestilencia, y de tener que investigar una derrota. Mientras hablan con el Teniente Pires Ferreira van de hamaca en hamaca y el Comisionado, hombre adusto, se inclina a veces a dar una palmada a los heridos. Él sólo escucha lo que dice el Teniente, pero su adjunto toma notas, igual que el otro recién llegado, el de la vocecita resfriada, el que estornuda con frecuencia.
—¿Quinientos, mil? —dijo el Comisionado con sarcasmo—. La denuncia del Barón de Cañabrava llegó a mi despacho y la conozco, Teniente. Los invasores de Canudos, incluidas las mujeres y criaturas, fueron doscientos. El Barón debe saberlo, es el dueño de la hacienda.
—Eran mil, miles —murmura el herido de la hamaca más próxima, un mulato de piel clara y pelos crespos, con el hombro vendado—. Se lo juro, señor. El Teniente Pires Ferreira lo hace callar con un movimiento tan brusco que roza la pierna del herido que tiene a su espalda y el hombre ruge de dolor. El Teniente es joven, más bien bajo, de bigotitos recortados como los usan los petimetres que, allá, en Salvador, se reúnen en las confiterías de la rua de Chile a la hora del té. Pero la fatiga, la frustración, los nervios han rodeado ahora ese bigotito francés de ojeras violáceas, piel lívida y una mueca. Está sin afeitar, con los cabellos revueltos, el uniforme desgarrado y el brazo derecho en cabestrillo. Al fondo, la voz incoherente sigue hablando de confesión y santos óleos.
Pires Ferreira se vuelve hacia el Comisionado:
—De niño viví en una hacienda, aprendí a contar a los rebaños de un vistazo — murmura—. No estoy exagerando. Había más de quinientos, y, quizá, mil. —Traían una cruz de madera, enorme, y una bandera del Divino Espíritu Santo —agrega alguien, desde una hamaca.
Y, antes que el Teniente pueda atajarlos, otros se atropellan, contando: traían también imágenes de santos, rosarios, todos soplaban esos pitos o cantaban Kyrie Eleisons y vitoreaban a San Juan Bautista, a la Virgen María, al Buen Jesús y al Consejero. Se han incorporado en las hamacas y se disputan la palabra hasta que el Teniente les ordena callar.
—Y, de pronto, se nos echaron encima —prosigue, en medio del silencio—. Parecían tan pacíficos, parecían una procesión de Semana Santa, ¿cómo iba a atacarlos? Y, de repente, empezaron a dar mueras y a disparar a quemarropa. Eramos uno contra ocho, contra diez.
—¿A dar mueras? —lo interrumpe la vocecita impertinente.
—Mueras a la República —dice el Teniente Pires Ferreira—. Mueras al Anticristo. —Se dirige de nuevo al Comisionado —: No tengo nada que reprocharme. Los hombres pelearon como bravos. Resistimos más de cuatro horas, Señor. Sólo ordené la retirada cuando nos quedamos sin munición. Ya sabe usted los problemas que tuvimos con los Mánnlichers. Gracias a la disciplina de los soldados pudimos llegar hasta aquí en sólo diez días.
—La venida fue más rápida que la ida —gruñe el Comisionado.
—Vengan, vengan, vean esto —los llama el médico del batín blanco, desde una esquina. El grupo de civiles y el Teniente cruzan las hamacas para llegar hasta él. Bajo el batín, el médico lleva uniforme militar, color azul añil. Ha retirado el vendaje de un soldado aindiado, que se tuerce de dolor, y está mirando con interés el vientre del hombre. Se los señala como algo precioso: junto a la ingle, hay una boca purulenta del tamaño de un puño, con sangre coagulada en los bordes y carne que late.
— ¡Una bala explosiva! —exclama el médico, con entusiasmo, espolvoreando la piel tumefacía con un polvillo blanco—. Al penetrar en el cuerpo, estalla como el shrapnel, destruye los tejidos y provoca este orificio. Sólo lo había visto en los Manuales del Ejército inglés. ¿Cómo es posible que esos pobres diablos dispongan de armas tan modernas? Ni el Ejército brasileño las tiene.
—¿Lo ve, Señor Comisionado? —dice el Teniente Pires Ferreira, con aire triunfante—. Estaban armados hasta los dientes. Tenían fusiles, carabinas, espingardas, machetes, puñales, porras. En cambio, nuestros Mánnlichers se atoraban y… Pero el que delira sobre la confesión y los santos óleos ahora da gritos y habla de imágenes sagradas, de la bandera del Divino, de los pitos. No parece herido; está amarrado a una estaca, con el uniforme mejor conservado que el del Teniente. Cuando ve acercarse al médico y al grupo de civiles les implora, con ojos llorosos:
— ¡Confesión, señores! ¡Se lo pido! ¡Se lo pido!
—¿Es el médico de su compañía, el doctor Antonio Alves de Santos? —pregunta el médico del batín—. ¿Por qué lo tiene usted amarrado?
—Ha intentado matarse, señor —balbucea Pires Ferreira—. Se disparó un tiro y de milagro alcancé a desviarle la mano. Está así desde el combate en Uauá, no sabía qué hacer con él. En vez de ser una ayuda, se convirtió en un problema más, sobre todo durante la retirada.
—Apártense, señores —dice el médico del batín—. Déjenme solo con él, yo lo calmaré. Cuando el Teniente y los civiles le obedecen, vuelve a oírse la vocecita nasal, inquisitiva, perentoria, del hombre que ha interrumpido varias veces las explicaciones: —¿Cuántos muertos y heridos en Lola, Teniente? En su compañía y entre los bandidos. —Diez muertos y dieciséis heridos entre mis hombres —responde Pires Ferreira, con un gesto impaciente—. El enemigo tuvo un centenar de bajas, por lo menos. Todo eso está en el informe que les he entregado, señor.
—No soy de la Comisión, sino del Jornal de Noticias, de Bahía —dice el hombre. Es distinto a los funcionarios y al médico del batín blanco con los que ha venido. Joven, miope, con anteojos espesos. No toma notas con un lápiz sino con una pluma de ganso. Viste un pantalón descosido, una casaca blancuzca, una gorrita con visera y toda su ropa resulta postiza, equivocada, en su figura sin garbo. Sostiene un tablero en el que hay varias hojas de papel y moja la pluma de ganso en un tintero, prendido en la manga de su casaca, cuya tapa es un corcho de botella. Su aspecto es, casi, el de un espantapájaros.
—He viajado seiscientos kilómetros sólo para hacerle estas preguntas, Teniente Pires Ferreira —dice. Y estornuda.
Joáo Grande nació cerca del mar, en un ingenio del Reconcavo, cuyo dueño, el caballero Adalberto de Gumucio, era gran aficionado a los caballos. Se preciaba de tener los alazanes más briosos y las yeguas de tobillos más finos de Bahía y de haber logrado estos especímenes sin necesidad de sementales ingleses, mediante sabios apareamientos que él mismo vigilaba. Se preciaba menos (en público) de haber conseguido lo mismo con los esclavos de la senzala, para no remover las aguas turbias de las disputas que esto le había traído con la Iglesia y con el propio Barón de Cañabrava, pero lo cierto era que con los esclavos había procedido ni más ni menos que con los caballos. Su proceder era dictado por el ojo y la inspiración. Consistía en seleccionar a las negritas más ágiles y mejor formadas y en amancebarlas con los negros que por su armonía de rasgos y nitidez de color él llamaba más puros. Las mejores parejas recibían alimentación especial y privilegios de trabajo a fin de que estuvieran en condiciones de fecundar muchas veces. El capellán, los misioneros y la jerarquía de Salvador habían amonestado repetidas veces al caballero por barajar de este modo a los negros, «haciéndolos vivir en bestialidad», pero, en vez de poner fin a esas prácticas, las reprimendas sólo las hicieron más discretas.
Joáo Grande fue el resultado de una de esas combinaciones que llevaba a cabo ese hacendado de gustos perfeccionistas. En su caso, sin duda, nació un magnífico producto. El niño tenía unos ojos muy vivos y unos dientes que, cuando reía, llenaban de luz su cara redonda, de color azulado parejo. Era rollizo, gracioso, juguetón, y su madre —una bella mujer que paría cada nueve meses — imaginó para él un futuro excepcional. No se equivocó. El caballero Gumucio se encariñó con él cuando aún gateaba y lo sacó de la senzala para llevarlo a la casagrande —construcción rectangular, de tejado de cuatro aguas, con columnas toscanas y barandales de madera desde los que se dominaban los cañaverales, la capilla neoclásica, la fábrica donde se molía la caña, el alambique y una avenida de palmeras imperiales — pensando que podía ser paje de sus hijas y, más tarde, mayordomo o conductor de carroza. No quería que se estropeara precozmente, como ocurría a menudo con los niños dedicados a la roza, el plante y la zafra. Pero quien se apropió de Joáo Grande fue la señorita Adelinha Isabel de Gumucio, hermana soltera del caballero, que vivía con él. Era delgadita, menuda, con una naricilla que parecía estar olisqueando los olores feos del mundo, y dedicaba el tiempo a tejer cofias, mantones, a bordar manteles, colchas y blusas o a preparar dulces, quehaceres para los que estaba dotada. Pero la mayoría de las veces, los bollos con crema, las tortas de almendra, los merengues con chocolate, los mazapanes esponjosos que hacían las delicias de sus sobrinos, de su cuñada y de su hermano ella ni los probaba. La señorita Adelinha quedó prendada de Joáo Grande desde el día que lo vio trepándose al depósito del agua. Asustada al ver a dos metros del suelo a un niño que apenas podía tenerse de pie, le ordenó que bajara, pero Joáo siguió subiendo la escalerilla. Cuando la señorita llamó a un criado, el niño ya había llegado al borde y caído al agua. Lo sacaron vomitando, con los ojos redondeados por el susto. Adelinha lo desnudó, lo arropó y lo tuvo en brazos hasta que se quedó dormido.
Poco después, la hermana del caballero Gumucio instaló a Joáo en su cuarto, en una de las cunas que habían usado sus sobrinas, y lo hizo dormir a su lado, como otras damas a sus mucamas de confianza y a sus perritos falderos. Joáo fue desde entonces un privilegiado. Adelinha lo tenía siempre enfundado en unos mamelucos azul marino, rojo sangre o amarillo oro que le cosía ella misma. La acompañaba cada tarde al promontorio desde el cual se veían las islas y el sol del crepúsculo, incendiándolas, y cuando hacía visitas y recorridos de beneficencia por los caseríos. Los domingos, iba con ella a la iglesia, llevándole el reclinatorio. La señorita le enseñó a sujetar las madejas para que ella escarmenara la lana, a cambiar los carretes del telar, a combinar los tintes y enhebrar las agujas, así como a servirle de amanuense en la cocina. Medían juntos el tiempo de las cocciones rezando en voz alta los credos y padrenuestros que las recetas prescribían. Ella en persona lo preparó para la primera comunión, comulgó con él y le hizo un chocolate opíparo para festejar el acontecimiento.
Pero, contrariamente a lo que hubiera debido ocurrir con un niño crecido entre paredes revestidas de papel pintado, mobiliario de Jacaranda forrado de damasco y sedas y armarios repletos de cristales, a la sombra de una mujer delicada y consagrado a actividades femeninas, Joáo Grande no se convirtió en un ser suave, doméstico, como les ocurría a los esclavos caseros. Fue desde niño descomunalmente fuerte, tanto que, pese a tener la edad de Joáo Meninho, el hijo de la cocinera, parecía llevarle varios años. Era brutal en sus juegos y la señorita solía decir, con pena: «No está hecho para la vida civilizada. Extraña el bosque». Porque el muchacho vivía al acecho de cualquier ocasión para salir al campo a trotar. Una vez que cruzaban los cañaverales, al verlo mirar con codicia a los negros que medio desnudos y con machetes trabajaban entre las hojas verdes, la señorita le comentó: «Parece que los envidiaras». Él repuso: «Sí, ama, los envidio». Tiempo después, el caballero Gumucio, le hizo poner un brazalete de luto y lo mandó a las cuadras del ingenio para asistir al entierro de su madre. Joáo no sintió mayor emoción, pues la había visto muy poco. Estuvo vagamente incómodo a lo largo de la ceremonia, bajo una enramada de paja, y en el desfile al cementerio, rodeado de negras y negros que lo miraban sin disimular su envidia o su desprecio por sus bombachas, su blusa a listas y sus zapatones, que contrastaban tanto con sus camisolas de brin y sus pies descalzos. Nunca se mostró afectuoso con su ama, lo que había hecho pensar a la familia Gumucio que era, tal vez, uno de esos rústicos sin sentimientos, capaces de escupir en la mano que les daba de comer. Pero ni siquiera este antecedente les podía haber hecho sospechar que Joáo Grande fuera capaz de hacer lo que hizo. Ocurrió durante el viaje de la señorita Adelinha al Convento de la Encarnación, donde hacía retiro todos los años. Joáo Meninho conducía el coche tirado por dos caballos y Joáo Grande iba junto a él en el pescante. El viaje tomaba unas ocho horas; salían de la hacienda al amanecer para llegar al Convento a media tarde. Pero dos días después las monjas enviaron un propio a preguntar por qué la señorita Adelinha no había llegado en la fecha prevista. El caballero Gumucio dirigió las búsquedas de policías bahianos y de siervos de la hacienda, que, durante un mes, cruzaron la región en todas direcciones, interrogando a medio mundo. La ruta entre el Convento y la hacienda fue explorada minuciosamente sin encontrar el menor rastro del coche, sus ocupantes o los caballos. Parecía que, como en las historias fantásticas de los troveros, se hubieran elevado y desaparecido por los aires.
La verdad comenzó a saberse meses más tarde, cuando un Juez de Huérfanos de Salvador descubrió, en el coche de ocasión que había comprado a un mercader de la ciudad alta, disimulado con pintura, el anagrama de la familia Gumucio. El mercader confesó que había adquirido el coche en una aldea de cafusos, sabiendo que era robado, pero sin imaginar que los ladrones podían también ser asesinos. El propio Barón de Cañabrava ofreció un precio muy alto por las cabezas de Joáo Meninho y Joáo Grande y el caballero Gumucio imploró que fueran capturados vivos. Una partida de bandoleros, que operaba en los sertones, entregó a Joáo Meninho a la policía, a cambio de la recompensa. El hijo de la cocinera estaba irreconocible de sucio y greñudo cuando le dieron tormento para hacerlo hablar.
Juró que no había sido algo planeado por él sino por el demonio posesionado de su compañero de infancia. Él conducía el coche, silbando entre dientes, pensando en los dulces del Convento de la Encarnación y, de pronto, Joáo Grande le ordenó frenar. Cuando la señorita Adelinha preguntaba por qué paraban, Joáo Meninho vio a su compañero golpearla en la cara con tanta fuerza que la desmayó, arrebatarle las riendas y espolear a los caballos hasta el promontorio donde el ama subía a ver las islas. Allí, con una decisión tal que Joáo Meninho, pasmado, no se había atrevido a enfrentársele, Joáo Grande sometió a la señorita Adelinha a mil maldades. La desnudó y se reía de ella, que, temblando, se cubría con una mano los pechos y con la otra el sexo, y la había hecho corretear de un lado a otro, tratando de esquivar sus pedradas, a la vez que la insultaba con los insultos más abominables que el Meninho había oído. Súbitamente, le clavó un puñal en el estómago y, ya muerta, se encarnizó con ella cortándole los pechos y la cabeza. Luego, acezando, empapado de sudor, se quedó dormido junto a la sangría. Joáo Meninho sentía tanto terror que las piernas no le dieron para huir.
Cuando Joáo Grande despertó, rato después, estaba tranquilo. Miró con indiferencia la carnicería que los rodeaba. Luego ordenó al Meninho que lo ayudara a cavar una tumba, donde enterraron los pedazos de la señorita. Habían esperado que oscureciera para huir, y así se fueron alejando del lugar del crimen; escondían el coche de día en alguna cueva, ramaje o quebrada y cabalgaban de noche, con la única idea clara de que debían avanzar en dirección opuesta al mar. Cuando consiguieron vender el coche y los caballos, compraron provisiones con las que se metieron tierra adentro, con la esperanza de sumarse a esos grupos de cimarrones que, según las leyendas, pululaban entre las caatingas. Vivían a salto de mata, evitando los pueblos y comiendo de la mendicidad o de pequeños latrocinios. Sólo una vez intentó Joao Meninho hacer hablar a Joáo Grande de lo sucedido. Estaban tumbados bajo un árbol, fumando de un tabaco, y, en un arranque de audacia, le preguntó a boca de jarro: «¿Por qué mataste al ama?». «Porque tengo al Perro en el cuerpo», contestó en el acto Joáo Grande, «No me hables más de eso». El Meninho pensó que su compañero le había dicho la verdad.
Su compañero de infancia le inspiraba un miedo creciente, pues, desde el asesinato del ama, lo desconocía cada vez más. Casi no dialogaba con él y, en cambio, continuamente lo sorprendía hablando solo, en voz baja, con los ojos inyectados en sangre. Una noche lo oyó llamar al Diablo «padre» y pedirle que viniera a ayudarlo. «¿Acaso no he hecho ya bastante, padre?», balbuceaba, retorciéndose, «¿Qué más quieres que haga?» Se convenció que Joáo había hecho pacto con el Maligno y temió que, para seguir haciendo méritos, lo sacrificara a él como había hecho con la señorita. Decidió adelantársele. Lo planeó todo, pero la noche en que se le acercó reptando, con el cuchillo listo para hundírselo, temblaba tanto que Joáo Grande abrió los ojos antes de que él hiciera nada. Lo vio inclinado sobre su cuerpo, con la hoja bailando, en actitud inequívoca. No se inmutó. «Mátame, Meninho», le oyó decir. Salió corriendo, sintiendo que lo perseguían los diablos.
El Meninho fue ahorcado en la prisión de Salvador y los despojos de la señorita Adelinha fueron trasladados a la capilla neoclásica de la hacienda, pero su victimario no fue hallado, pese a que, periódicamente, la familia Gumucio elevaba el precio por su captura. Y, sin embargo, desde la fuga del Meninho, Joáo Grande no se ocultaba. Gigantesco, semidesnudo, miserable, comiendo lo que caía en sus trampas o sus manos cogían de los árboles, andaba por los caminos como un alma en pena. Cruzaba las aldeas a plena luz, pidiendo comida, y el sufrimiento de su cara impresionaba a las gentes que solían echarle algunas sobras.
Un día encontró en una encrucijada de senderos, en las afueras de Pombal, a un puñado de gentes que escuchaban las palabras que les decía un hombre magro, envuelto en una túnica morada, cuyos cabellos le barrían los hombros y cuyos ojos parecían brasas. Hablaba del Diablo, precisamente, al que llamaba Lucifer, Perro, Can y Belcebú, de las catástrofes y crímenes que causaba en el mundo y de lo que debían hacer los hombres que querían salvarse. Su voz era persuasiva, llegaba al alma sin pasar por la cabeza, e incluso a un ser abrumado por la confusión, como él, le parecía un bálsamo que suturaba viejas y atroces heridas. Inmóvil, sin pestañear, Joáo Grande lo estuvo escuchando, conmovido hasta los huesos por lo que oía y por la música con que venía dicho lo que oía. La figura del santo se le velaba a ratos por las lágrimas que acudían a sus ojos. Cuando el hombre reanudó su camino, se puso a seguirlo a distancia, como un animal tímido.
Un contrabandista y un médico fueron las personas que llegaron a conocer más a Galileo Gall en la ciudad de San Salvador de Bahía de Todos los Santos (llamada, simplemente, Bahía o Salvador), y las primeras en explicarle el país, aunque ninguna de ellas hubiera compartido las opiniones sobre el Brasil que el revolucionario vertía en sus cartas a l'Étincelle de la révolte (frecuentes en esa época). La primera, escrita a la semana del naufragio, hablaba de Bahía: «calidoscopio donde un hombre con noción de la historia ve coexistir las lacras que han envilecido las distintas etapas de la humanidad». La carta se refería a la esclavitud, que, aunque abolida, existía de facto, pues, para no morirse de hambre, muchos negros libertos habían vuelto a implorar a sus amos que los recibieran. Éstos sólo contrataban —por salarios ruines — a los brazos útiles, de modo que las calles de Bahía, en palabras de Gall, «hierven de ancianos enfermos y miserables que mendigan o roban y de prostitutas que recuerdan Alejandría y Argel, los puertos más degradados del planeta».
La segunda carta, de dos meses más tarde, sobre «el contubernio del oscurantismo y la explotación», describía el desfile dominical de las familias pudientes, dirigiéndose a oír misa a la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de la Playa, con sirvientes que cargaban reclinatorios, velas, misales y sombrillas para que el sol no dañara las mejillas de las damas; «éstas», decía Gall, «como los funcionarios ingleses de las colonias, han hecho de la blancura un paradigma, la quintaesencia de la belleza». Pero el frenólogo explicó a sus camaradas de Lyon, en un artículo posterior, que, pese a los prejuicios, los descendientes de portugueses, indios y africanos se habían mezclado bastante en esta tierra y producido una abigarrada variedad de mestizos: mulatos, mamelucos, cafusos, caboclos, curibocas. Y añadía: «Vale decir, otros tantos desafíos para la ciencia». Estos tipos humanos y los europeos varados por una u otra razón en sus orillas, daban a Bahía una atmósfera cosmopolita y variopinta.
Fue entre esos extranjeros que Galileo Gall —entonces apenas chapurreaba portugués — tuvo su primer conocido. Vivió al principio en el Hotel des Étrangers, en Campo Grande, pero luego que trabó relación con el viejo Jan van Rijsted, éste le cedió un desván con un catre y una mesa, en los altos de la Librería Catilina, donde vivía, y le consiguió clases particulares de francés e inglés para que se costeara la comida. Van Rijsted era de origen holandés, nacido en OJinda, y había traficado en cacao, sedas, especies, tabaco, alcohol y armas entre Europa, África y América desde los catorce años (sin haber ido a la cárcel ni una vez). No era rico por culpa de sus asociados —mercaderes, armadores, capitanes de barco — que le habían robado buena parte de sus tráficos. Gall estaba convencido que los bandidos, grandes criminales o simples raterillos, luchaban también contra el enemigo —el Estado —y, aunque a ciegas, roían los cimientos de la propiedad. Esto facilitó su amistad con el ex–bribón. Ex, pues estaba retirado de las fechorías. Era soltero, pero había vivido con una muchacha de ojos árabes, treinta años menor que él, de sangre egipcia o marroquí, de la que se había prendado en Marsella. Se la trajo a Bahía y le puso una quinta en la ciudad alta, que decoró gastando una fortuna para hacerla feliz. A la vuelta de uno de sus viajes, encontró que la bella había volado, después de rematar todo lo que la casa contenía, llevándose la pequeña caja fuerte en la que Van Rijsted escondía algo de oro y unas piedras preciosas. Refirió a Gall estos detalles mientras caminaban frente al muelle, viendo el mar y los veleros, pasando del inglés al francés y al portugués, en un tono negligente que el revolucionario apreció. Jan vivía ahora de una renta que, según él, le permitiría beber y comer hasta su muerte, a condición de que ésta no tardase.
El holandés, hombre inculto pero curioso, escuchaba con deferencia las teorías de Galileo sobre la libertad y las formas del cráneo como síntoma de la conducta, aunque se permitía disentir cuando el escocés le aseguraba que el amor de la pareja era una tara y germen de infelicidad. La quinta carta de Gall a l'Étincelle de la révolte fue sobre la superstición, es decir la Iglesia del Senhor de Bonfim, que los romeros tenían cuajada de ex votos, con piernas, manos, brazos, cabezas, pechos y ojos de madera y de cristal, que pedían o agradecían milagros. La sexta, sobre el advenimiento de la República, que en la aristocrática Bahía había significado sólo el cambio de algunos nombres. En la siguiente, homenajeaba a cuatro mulatos —los sastres Lucas Dantas, Luis Gonzaga de las Vírgenes, Juan de Dios y Manuel Faustino — que, un siglo atrás, inspirados por la Revolución Francesa, se conjuraron para destruir la monarquía y establecer una sociedad igualitaria de negros, pardos y blancos. Jan van Rijsted llevó a Galileo a la placita donde los artesanos fueron ahorcados y descuartizados y, sorprendido, lo vio depositar allí unas flores.
Entre los estantes de la Librería Catilina conoció Galileo Gall, un día, al Doctor José Bautista de Sá Oliveira, médico ya anciano, autor de un libro que le había interesado: Craneometría comparada de las especies humanas de Bahía, desde el punto de vista evolucionista y médico–legal. El anciano, que había estado en Italia y conocido a Cesare Lombroso, cuyas teorías lo sedujeron, quedó feliz de tener por lo menos un lector para ese libro que había publicado con su dinero y que sus colegas consideraban extravagante. Sorprendido por los conocimientos médicos de Gall —aunque, siempre, desconcertado y a menudo escandalizado con sus opiniones—, el Doctor Oliveira encontró un interlocutor en el escocés, con quien pasaba a veces horas discutiendo fogosamente sobre el psiquismo de la persona criminal, la herencia biológica o la Universidad, institución de la que Gall despotricaba, considerándola responsable de la división entre el trabajo físico y el intelectual y causante, por eso, de peores desigualdades sociales que la aristocracia y la plutocracia. El Doctor Oliveira recibía a Gall en su consultorio y alguna vez le encargaba una sangría o una purga. Aunque lo frecuentaban y, quizá, estimaban, ni Van Rijsted ni el Doctor Oliveira tenían la impresión de conocer realmente a ese hombre de cabellos y barbita rojiza, malvestido de negro, que, pese a sus ideas, parecía llevar una vida sosegada: dormir hasta tarde, dar lecciones de idiomas por las casas, caminar incansablemente por la ciudad, o permanecer en su desván leyendo y escribiendo. A veces desaparecía por varias semanas sin dar aviso y, al reaparecer, se enteraban que había hecho largos viajes por el Brasil, en las condiciones más precarias. Nunca les hablaba de su pasado ni de sus planes y como, cuando lo interrogaban sobre estos asuntos, les respondía vaguedades, ambos se conformaron con aceptarlo tal como era o parecía ser: solitario, exótico, enigmático, original, de palabras e ideas incendiarias pero de conducta inofensiva. A los dos años, Galileo Gall hablaba con soltura el portugués y había enviado varias cartas más a l'Étincelle de la révolte. La octava, sobre los castigos corporales que había visto impartir a los siervos en patios y calles de la ciudad, y la novena sobre los instrumentos de tortura usados en tiempos de la esclavitud: el potro, el cepo, el collar de cadenas o gargalheira, las bolas de metal y los infantes, anillos que trituraban los pulgares. La décima, sobre el Pelourinho, patíbulo de la ciudad, donde aún se azotaba a los infractores de la ley (Gall los llamaba «hermanos») con un chicote de cuero crudo que se ofrecía en los almacenes con un sobrenombre marino: el bacalao. Recorría tanto, de día y de noche, los vericuetos de Salvador, que se lo hubiera podido tomar por un enamorado de la ciudad. Pero Galileo Gall no se interesaba en la belleza de Bahía sino en el espectáculo que nunca había dejado de sublevarlo: la injusticia. Aquí, explicaba en sus cartas a Lyon, a diferencia de Europa, no había barrios residenciales: «Las casuchas de los miserables colindan con los palacios de azulejos de los propietarios de ingenios y las calles están atestadas, desde la sequía de hace tres lustros que empujó hasta aquí millares de refugiados de las tierras altas, con niños que parecen viejos y viejos que parecen niños y mujeres que son palos de escoba, y entre los cuales un científico puede identificar todas las variedades del mal físico, desde las benignas hasta las atroces: la fiebre biliosa, el beriberi, la anasarca, la disentería, la viruela». «Cualquier revolucionario que sienta vacilar sus convicciones sobre la gran revolución —decía una de sus cartas — debería echar un vistazo a lo que yo veo en Salvador: entonces, no dudaría.»
Cuando, semanas después, se supo en Salvador que en una aldea remota llamada Natuba los edictos de la flamante República sobre los nuevos impuestos habían sido quemados, la Gobernación decidió enviar una fuerza de la Policía Bahiana a prender a los revoltosos. Treinta guardias, uniformados de azul y verde, con quepis en los que la República aún no había cambiado los emblemas monárquicos, emprendieron, primero en ferrocarril y luego a pie, la azarosa travesía hacia ese lugar que, para todos ellos, era un nombre en el mapa. El Consejero no estaba en Natuba. Los sudorosos policías interrogaron a concejales y vecinos antes de partir en busca de ese sedicioso cuyo nombre, apodo y leyenda llevarían hasta el litoral y propagarían por las calles de Bahía. Guiados por un rastreador de la región, azul verdosos en la radiante mañana, se perdieron tras los montes del camino de Cumbe.
Otra semana estuvieron subiendo y bajando por una tierra rojiza, arenosa, con caatingas de espinosos mandacarús y famélicos rebaños de ovejas que escarbaban en la hojarasca, tras la pista del Consejero. Todos lo habían visto pasar, el domingo había orado en esa iglesia, predicado en aquella plaza, dormido junto a esas rocas. Lo encontraron por fin a siete leguas de Tucano, en un poblado de cabañas de adobe y tejas que se llamaba Masseté, en las estribaciones de la Sierra de Ovó. Era el atardecer, vieron mujeres con cántaros en la cabeza, suspiraron al saber que llegaba a término la persecución. El Consejero pernoctaba donde Severino Vianna, un morador que tenía un sembrío de maíz a mil metros del pueblo. Los policías trotaron hacia allí, entre joazeiros de ramas filudas y matas de veíame que les irritaba la piel. Cuando llegaron, medio a oscuras, vieron una vivienda de estacas y un enjambre de seres amorfos, arremolinados en torno a alguien que debía ser el que buscaban. Nadie huyó, nadie prorrumpió en gritos al divisar sus uniformes, sus fusiles.
¿Eran cien, ciento cincuenta, doscientos? Había tantos hombres como mujeres entre ellos y la mayoría parecía salir, por la ropa que vestían, de entre los más pobres de los pobres. Todos mostraban —así lo contarían a sus mujeres, a sus queridas, a las putas, a sus compañeros, los guardias que regresaron a Bahía — unas miradas de inquebrantable resolución. Pero, en verdad, no tuvieron tiempo de observarlos ni de identificar al cabecilla, pues apenas el Sargento jefe les ordenó entregar al que le decían Consejero, la turba se les echó encima, en un acto de flagrante temeridad, considerando que los policías tenían fusiles y ellos sólo palos, hoces, piedras, cuchillos y una que otra escopeta. Pero todo ocurrió de manera tan súbita que los policías se vieron cercados, dispersados, acosados, golpeados y heridos, a la vez que se oían llamar «¡Republicanos!» como si la palabra fuera insulto. Alcanzaron a disparar sus fusiles, pero aun cuando caían andrajosos con el pecho roto o la cara destrozada, nada los desanimó y, de pronto, los policías bahianos se encontraron huyendo, aturdidos por la incomprensible derrota. Después dirían que entre sus atacantes no sólo había los locos y fanáticos que ellos creían sino, también, avezados delincuentes, como el cara cortada Pajeú y el bandido a quien por sus crueldades le habían llamado Joáo Satán. Tres policías murieron y quedaron insepultos, para alimento de las aves de la Sierra de Ovó; desaparecieron ocho fusiles. Otro guardia se ahogó en el Masseté. Los peregrinos no los persiguieron. En vez de ello, se ocuparon de enterrar a sus cinco muertos y en curar a los varios heridos mientras los otros, arrodillados junto al Consejero, daban gracias a Dios. Hasta tarde en la noche, alrededor de las tumbas cavadas en el sembrío de Severino Vianna, se oyeron llantos y rezos de difuntos.
Cuando una segunda fuerza de la Policía Bahiana, de sesenta guardias, mejor armada que la primera, desembarcó del ferrocarril en Serrinha, algo había cambiado en la actitud de los lugareños para con los uniformados. Porque éstos, aunque conocían el desamor con que eran recibidos en los pueblos cuando subían a la caza de bandoleros, nunca, como esta vez, se hallaron tan ciertos de ser deliberadamente despistados. Las provisiones de los almacenes siempre se habían agotado, aun cuando ofrecieran pagarlas a buen precio y, pese a las altas primas, ningún rastreador de Serrinha los guió. Ni nadie supo esta vez darles el menor indicio sobre el paradero de la banda. Y los policías, mientras daban tumbos de Olhos d'Água a Pedra Alta, de Tracupá a Tiririca y de allí a Tucano y de allí a Caraiba y a Pontal y por fin de vuelta a Serrinha, y sólo encontraban, en los vaqueros, labriegos, artesanos y mujeres que sorprendían en el camino, miradas indolentes, negativas contritas, encogimiento de hombros, se sentían tratando de empuñar un espejismo. La banda no había pasado por allí, al moreno de hábito morado nadie lo había visto y ahora nadie recordaba que hubieran sido quemados unos edictos en Natuba ni sabido de un choque armado en Masseté. Al volver a la capital del Estado, indemnes, deprimidos, los guardias hicieron saber que la horda de fanáticos —al igual que tantas otras, fugazmente cristalizadas alrededor de una beata o de un predicador — se había seguramente disuelto y, a estas horas, asustados de sus propias fechorías, sus miembros estarían sin duda huyendo en direcciones distintas, acaso después de matar al jefecillo. ¿No había ocurrido así, tantas veces, en la región?
Pero se equivocaban. Esta vez, aunque las apariencias repitieran viejas formas de la historia, todo sería distinto. Los penitentes se hallaban ahora más unidos y, en vez de victimar al santo después de la victoria de Masseté, que interpretaban como una señal venida de la altura, lo reverenciaban más. A la mañana siguiente del choque, los había despertado el Consejero, quien rezó toda la noche sobre las tumbas de los yagunzos muertos. Lo notaron muy triste. Les dijo que lo ocurrido la víspera era sin duda preludio de mayores violencias y les pidió que regresaran a sus casas, pues si continuaban con él, podían ir a la cárcel o morir como esos cinco hermanos que ahora estaban en presencia del Padre. Ninguno se movió. Pasó sus ojos sobre los cien, ciento cincuenta, doscientos desarrapados, que lo escuchaban inmersos todavía en las emociones de la víspera, y además de mirarlos pareció verlos. «Agradézcanle al Buen Jesús, les dijo con suavidad, pues parece que los ha elegido a ustedes para dar el ejemplo.»
Lo siguieron con las almas sobrecogidas de emoción, no tanto por lo que les había dicho, sino por la blandura de su voz, que era siempre severa e impersonal. A algunos les costaba trabajo no quedar rezagados por sus trancos de ave zancuda, en la inverosímil ruta por la que los llevaba esta vez, una ruta que no era trocha de acémilas ni sendero de cangaceiros, sino desierto salvaje, de cactos, favela y pedruscos. Pero él no vacilaba en cuanto al rumbo. En el reposo de la primera noche, después de la acción de gracias y el rosario, les habló de la guerra, de los países que se entremataban por un botín como hienas por la carroña, y acongojado comentó que el Brasil, siendo ahora República, actuaría también como las naciones herejes. Le oyeron decir que el Can debía estar de fiesta, le oyeron decir que había llegado el momento de echar raíces y de construir un Templo que fuera, en el fin del mundo, lo que había sido en el principio el Arca de Noé. ¿Y dónde echarían raíces y construirían ese Templo? Lo supieron después de atravesar quebradas, tablazos, sierras, caatingas —caminatas que nacían y morían con el sol—, escalar una ronda de montañas y cruzar un río que tenía poca agua y se llamaba Vassa Barris. Señalando, a lo lejos, el conjunto de cabañas que habían sido ranchos de peones y la mansión desvencijada que fue casa grande cuando aquello era una hacienda, el Consejero dijo: «Nos quedaremos allí». Algunos recordaron que, desde hacía años, en las pláticas nocturnas, solían profetizar que, antes del final, los elegidos del Buen Jesús encontrarían refugio en una tierra alta y privilegiada, donde no entraría un impuro. Quienes subieran hasta allí tendrían la seguridad del eterno descanso. ¿Habían, pues, llegado a la tierra de salvación?
Felices, fatigados, avanzaron detrás de su guía, hacia Canudos, donde habían salido a verlos venir las familias de los hermanos Vilanova, dos comerciantes que tenían allí un almacén, y todos los otros vecinos del lugar.
El sol calcina el sertón, brilla en las aguas negro verdosas del Itapicurú, se refleja en las casas de Queimadas, que se despliegan a la margen derecha del río, al pie de unas barrancas de greda rojiza. Ralos árboles sombrean la superficie pedregosa que se aleja ondulando hacia el suroeste, en la dirección de Riacho de Onca. El jinete —botas, sombrero de alas anchas, levita oscura — avanza sin prisa, escoltado por su sombra y la de su mula, hacia un bosquecillo de arbustos plomizos. Detrás de él, ya lejos, fulguran todavía los techos de Queimadas. A su izquierda, a unos centenares de metros, en lo alto de un promontorio se yergue una cabaña. La cabellera que desborda el sombrero, su barbita rojiza y sus ropas están llenas de polvo, transpira copiosamente y, de tanto en tanto, se seca la frente con la mano y se pasa la lengua por los labios resecos. En los primeros matorrales del bosquecillo, frena a la mula y sus ojos claros, ávidos, buscan en una y otra dirección. Por fin, distingue a unos pasos, acuclillado, explorando una trampa, a un hombre con sandalias y sombrero de cuero, machete a la cintura y pantalón y blusa de brin. Galileo Gall desmonta y va hacia él tirando a la mula de la rienda. —¿Rufino? —pregunta—. ¿El guía Rufino, de Queimadas?
El hombre se vuelve a medias, despacio, como si hubiera advertido hace rato su presencia y con un dedo en los labios le pide silencio: shhht, shhht. Al mismo tiempo, le echa una ojeada y, un segundo, hay sorpresa en sus ojos oscuros, tal vez por el acento con que el recién llegado habla el portugués, tal vez por su atuendo funeral. Rufino — hombre joven, de cuerpo enteco y flexible, cara angulosa, lampiña, curtida por la intemperie — retira el machete de su cintura, vuelve a inclinarse sobre la trampa disimulada con hojas y jala de una red: del boquete sale una confusión de plumas negras, graznando. Es un pequeño buitre que no puede elevarse, pues una de sus patas se halla atrapada en la red. Hay decepción en la cara del guía, que, con la punta del machete, desprende al pajarraco y lo mira perderse en el aire azul, aleteando con desesperación.
—Una vez me saltó un jaguar de este tamaño —murmura, señalando la trampa—. Estaba medio ciego, de tantas horas en el hueco.
Galileo Gall asiente. Rufino se endereza y da dos pasos hacia él. Ahora, llegado el momento de hablar, el forastero parece indeciso.
—Fui a buscarte a tu casa —dice, ganando tiempo—. Tu mujer me mandó aquí. La mula está escarbando la tierra con los cascos traseros y Rufino le coge la cabeza y le abre la boca. Mientras, con mirada de conocedor, le examina los dientes, parece reflexionar en alta voz:
—El jefe de la estación de Jacobina sabe mis condiciones. Soy hombre de una sola palabra, cualquiera se lo dirá en Queimadas. Ese trabajo es bravo. Como Galileo Gall no le responde, se vuelve a mirarlo.
—¿No es usted del Ferrocarril? —pregunta, hablando con lentitud, pues ha comprendido que el extraño tiene dificultad en entenderle.
Galileo Gall se echa para atrás el sombrero y con un movimiento del mentón hacia la tierra de colinas desiertas que los rodea, susurra:
—Quiero ir a Canudos. —Hace una pausa, pestañea como para esconder la excitación de sus pupilas, y añade —: Sé que has ido allí muchas veces.
Rufino está muy serio. Sus ojos lo escudriñan ahora con una desconfianza que no se molesta en ocultar.
—Iba a Canudos cuando era hacienda de ganado —dice, lleno de cautela—. Desde que el Barón de Cañabrava la abandonó, no he vuelto. —El camino sigue siendo el mismo —replica Galileo Gall.
Están muy cerca uno del otro, observándose, y la silenciosa tensión que ha surgido parece contagiarse a la mula que, de pronto, cabecea y empieza a retroceder. —¿Lo manda el Barón de Cañabrava? — pregunta Rufino, a la vez que calma al animal palmeándole el pescuezo.
Galileo Gall niega con la cabeza y el guía no insiste. Pasa la mano por uno de los remos traseros de la mula, obligándola a alzarlo y se agacha para examinar el casco: —En Canudos están pasando cosas —murmura—. Los que ocuparon la hacienda del Barón han atacado a unos soldados de la Guardia Nacional, en Uauá. Mataron a varios, dicen.
—¿Tienes miedo de que te maten también a ti? —gruñe Galileo Gall, sonriendo—. ¿Eres soldado, tú?
Rufino ha encontrado, por fin, lo que buscaba en el casco: una espina, tal vez, o un guijarro que se pierde en sus manos grandes y toscas. Lo arroja y suelta el animal. —Miedo, ninguno —contesta, suavemente, con un amago de sonrisa—. Canudos está lejos.
—Te pagaré lo justo —Galileo Gall respira hondo, acalorado; se quita el sombrero y sacude la enrulada cabellera rojiza—. Partiremos dentro de una semana o, a lo más, diez días. Eso sí, hay que guardar la mayor reserva. El guía Rufino lo mira sin inmutarse, sin preguntar nada.
—Por lo ocurrido en Uauá —añade Galileo Gall, pasándose la lengua por la boca—. Nadie debe saber que vamos a Canudos.
Rufino señala la cabaña solitaria, de barro y estacas, medio disuelta por la luz en lo alto del promontorio:
—Venga a mi casa y conversaremos sobre ese negocio —dice.
Echan a andar, seguidos por la mula que Galileo lleva de la rienda. Los dos son casi de la misma altura, pero el forastero es más corpulento y su andar es quebradizo y enérgico, en tanto que el guía parece ir flotando sobre la tierra. Es el mediodía y unas pocas nubes blanquecinas han aparecido en el cielo. La voz del pistero se pierde en el aire mientras se alejan:
—¿Quién le habló de mí? Y, si no es indiscreción, ¿para qué quiere ir tan lejos? ¿Qué se le ha perdido allá en Canudos?
Apareció una madrugada sin lluvia, en lo alto de una loma del camino de Quijingue,
arrastrando una cruz de madera. Tenía veinte años pero había padecido tanto que parecía viejísima. Era una mujer de cara ancha, pies magullados y cuerpo sin formas, de piel de color ratón.
Se llamaba María Quadrado y venía desde Salvador a Monte Santo, andando. Arrastraba ya la cruz tres meses y un día. En el camino de gargantas de piedra y caatingas erizadas de cactos, desiertos donde ululaba el viento en remolinos, caseríos que eran una sola calle lodosa y tres palmeras y pantanos pestilentes donde se sumergían las reses para librarse de los murciélagos, María Quadrado había dormido a la intemperie, salvo las raras veces en que algún tabaréu o pastor que la miraban como santa le ofrecían sus refugios. Se había alimentado de pedazos de rapadura que le daban almas caritativas y de frutos silvestres que arrancaba cuando, de tanto ayunar, le crujía el estómago. Al salir de Bahía, decidida a peregrinar hasta el milagroso Calvario de la Sierra de Piquaracá, donde dos kilómetros excavados en los flancos de la montaña y rociados de capillas, en recuerdo de las Estaciones del Señor, conducían hacia la Iglesia de la Santa Cruz de Monte Santo, adonde había prometido llegar a pie en expiación de sus pecados, María Quadrado vestía dos polleras y tenía unas trenzas anudadas con una cinta, una blusa azul y zapatos de cordón. Pero en el camino había regalado sus ropas a los mendigos y los zapatos se los robaron en Palmeira dos Indios. De modo que al divisar Monte Santo, esa madrugada, iba descalza y su vestimenta era un costal de esparto con agujeros para los brazos. Su cabeza, de mechones mal tijereteados y cráneo pelado, recordaba las de los locos del hospital de Salvador. Se había rapado ella misma después de ser violada por cuarta vez.
Porque había sido violada cuatro veces desde que comenzó su recorrido: por un alguacil, por un vaquero, por dos cazadores de venados y por un pastor de cabras que la cobijó en su cueva. Las tres primeras veces, mientras la mancillaban, sólo había sentido repugnancia por esas bestias que temblaban encima suyo como atacados del mal de San Vito y había soportado la prueba rogándole a Dios que no la dejaran encinta. Pero la cuarta había sentido un arrebato de piedad por el muchacho encaramado sobre ella, que, después de haberla golpeado para someterla, le balbuceaba palabras tiernas. Para castigarse por esa compasión se había rapado y transformado en algo tan grotesco como los monstruos que exhibía el Circo del Gitano por los pueblos del sertón. Al llegar a la cuesta desde la que vio, al fin, el premio de tanto esfuerzo —el graderío de piedras grises y blancas de la Vía Sacra, serpeando entre los techos cónicos de las capillas, que remataba allá arriba en el Calvario hacia el que cada Semana Santa confluían muchedumbres desde todos los confines de Bahía y, abajo, al pie de la montaña, las casitas de Monte Santo apiñadas en torno a una plaza con dos coposos tamarindos en la que había sombras que se movían — María Quadrado cayó de bruces al suelo y besó la tierra. Allí estaba, rodeado de una llanura de vegetación incipiente, donde pacían rebaños de cabras, el añorado lugar cuyo nombre le había servido de acicate para emprender la travesía y la había ayudado a soportar la fatiga, el hambre, el frío, el calor y los estupros. Besando los maderos que ella misma había clavado, la mujer agradeció a Dios con confusas palabras haberle permitido cumplir la promesa. Y, echándose una vez más la cruz al hombro, trotó hacia Monte Santo como un animal que olfatea, inminente, la presa o la querencia.
Entró al pueblo a la hora en que la gente despertaba y a su paso, de puerta a puerta, de ventana a ventana, se fue propagando la curiosidad. Caras divertidas y compadecidas se adelantaban a mirarla —sucia, fea, sufrida, cuadrada — y cuando cruzó la rua dos Santos Passos, erigida sobre el barranco donde se quemaban las basuras y donde hozaban los cerdos del lugar, que era el comienzo de la Vía Sacra, la seguía una multitud de procesión. Comenzó a escalar la montaña de rodillas, rodeada de arrieros que habían descuidado las faenas, de remendones y panaderos, de un enjambre de chiquillos y de beatas arrancadas de la novena del amanecer. Los lugareños, que, al comenzar la ascensión, la consideraban un simple bicho raro, la vieron avanzar penosamente y siempre de rodillas, arrastrando la cruz que debía pesar tanto como ella, negándose a que nadie la ayudara, y la vieron detenerse a rezar en cada una de las veinticuatro capillas y besar con ojos llenos de amor los pies de las imágenes de todas las hornacinas del roquerío, y la vieron resistir horas de horas sin probar bocado ni beber una gota, y, al atardecer, ya la respetaban como a una verdadera santa. María Quadrado llegó a la cumbre —un mundo aparte, donde siempre hacía frío y crecían orquídeas entre las piedras azuladas — y aún tuvo fuerzas para agradecer a Dios su ventura antes de desvanecerse.
Muchos vecinos de Monte Santo, cuya hospitalidad proverbial no se había visto mermada por la periódica invasión de peregrinos, ofrecieron posada a María Quadrado. Pero ella se instaló en una gruta, a media Vía Sacra, donde hasta entonces sólo habían dormido pájaros y roedores. Era una oquedad pequeña y de techo tan bajo que ninguna persona podía tenerse en ella de pie, húmeda por las filtraciones que habían cubierto de musgo sus paredes y con un suelo de arenisca que provocaba estornudos. Los vecinos pensaron que ese lugar acabaría en poco tiempo con su moradora. Pero la voluntad que había permitido a María Quadrado andar tres meses arrastrando una cruz le permitió también vivir en ese hueco inhóspito todos los años que estuvo en Monte Santo. La gruta de María Quadrado se convirtió en lugar de devoción y, junto con el Calvario, en el sitio más visitado por los peregrinos. Ella la fue decorando, a lo largo de meses. Fabricó pinturas con esencia de plantas, polvo de minerales y sangre de cochinilla (que usaban los sastres para teñir la ropa). Sobre un fondo azul que sugería el firmamento pintó los elementos de la Pasión de Cristo: los clavos que trituraron sus palmas y empeines; la cruz que cargó y en la que expiró; la corona de espinas que punzó sus sienes; la túnica del martirio; la lanza del centurión que atravesó su carne; el martillo con el que fue clavado; el látigo que lo azotó; la esponja en que bebió la cicuta; los dados con que jugaron a sus pies los impíos y la bolsa en que Judas recibió las monedas de la traición. Pintó también la estrella que guió hasta Belén a los Reyes Magos y a los pastores y un corazón divino atravesado por una espada. E hizo un altar y una alacena donde los penitentes podían prender velas y colgar ex votos. Ella dormía al pie del altar, sobre un jergón.
Su devoción y su bondad la hicieron muy querida por los lugareños de Monte Santo, que la adoptaron como si hubiera vivido allí toda su vida. Pronto los niños comenzaron a llamarla madrina y los perros a dejarla entrar a las casas y corrales sin ladrarle. Su vida estaba consagrada a Dios y a servir a los demás. Pasaba horas a la cabecera de los enfermos, humedeciéndoles la frente y rezando por ellos. Ayudaba a las comadronas a atender a las parturientas y cuidaba a los hijos de las vecinas que debían ausentarse. Se comedía a los trajines más difíciles, como ayudar a hacer sus necesidades a los viejos que no podían valerse por sí mismos. Las muchachas casaderas le pedían consejo sobre sus pretendientes y éstos le suplicaban que intercediera ante los padres reacios a autorizar el matrimonio. Reconciliaba a las parejas, y las mujeres a quienes el marido quería golpear por ociosas o matar por adúlteras corrían a refugiarse a su gruta, pues sabían que teniéndola como defensora ningún hombre de Monte Santo se atrevería a hacerles daño. Comía de la caridad, tan poco que siempre le sobraba el alimento que dejaban en su gruta los fieles y cada tarde se la veía repartir algo entre los pobres. Regalaba a éstos la ropa que le regalaban y nadie la vio nunca, en tiempo de seca o de temporal, otra cosa encima que el costal agujereado con el que llegó. Su relación con los misioneros de la Misión de Massacará, que venían a Monte Santo a celebrar oficio en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, no era, sin embargo, efusiva. Ellos estaban siempre llamando la atención sobre la religiosidad mal entendida, la que discurría fuera del control de la Iglesia, y recordando las Piedras Encantadas, en la región de las Flores, en Pernambuco, donde el herético Joáo Ferreira y un grupo de prosélitos habían regado dichas piedras con sangre de decenas de personas (entre ellas, la suya) creyendo que de este modo iban a desencantar al Rey Don Sebastián, quien resucitaría a los sacrificados y los conduciría al cielo. A los misioneros de Massacará María Quadrado les parecía un caso al filo de la desviación. Ella, por su parte, aunque se arrodillaba al paso de los misioneros y les besaba la mano y les pedía la bendición, guardaba cierta distancia hacia ellos; nadie la había visto mantener con esos padres de campanudos hábitos, de largas barbas y habla, a menudo, difícil de entender, las relaciones familiares y directas que la unían a los vecinos.
Los misioneros prevenían también, en sus sermones, a los fieles contra los lobos que se metían al corral disfrazados de corderos para comerse al rebaño. Es decir, esos falsos profetas a los que Monte Santo atraía como la miel a las moscas. Aparecían en sus callejuelas vestidos con pieles de cordero como el Bautista o túnicas que imitaban los hábitos, y subían al Calvario y desde allí lanzaban sermones llameantes e incomprensibles. Eran una gran fuente de distracción para el vecindario, ni más ni menos que los contadores de romances o el Gigantón Pedrín, la Mujer Barbuda o el Hombre sin Huesos del Circo del Gitano. Pero María Quadrado ni se acercaba a los racimos que se formaban en torno a los predicadores estrafalarios.
Por eso sorprendió a los vecinos ver a María Quadrado aproximarse al cementerio, que un grupo de voluntarios había comenzado a cercar, animados por las exhortaciones de un moreno de largos cabellos y vestimenta morada, que, llegado al pueblo ese día con un grupo entre los que había un ser medio hombre–medio animal, que galopaba, los había recriminado por no tomarse siquiera el trabajo de levantar un muro alrededor de la tierra donde descansaban sus muertos. ¿No debía la muerte, que permitía al hombre verle la cara a Dios, ser venerada? María Quadrado se llegó silenciosamente hasta las personas que recogían piedras y las apilaban en una línea sinuosa, alrededor de las crucecitas requemadas por el sol, y se puso a ayudar. Trabajó hombro a hombro con ellos hasta la caída del sol. Luego, permaneció en la Plaza Matriz, bajo los tamarindos, en el corro que se formó para escuchar al moreno. Aunque mentaba a Dios y decía que era importante, para salvar el alma, destruir la propia voluntad —veneno que inculcaba a cada quien la ilusión de ser un pequeño dios superior a los dioses que lo rodeaban — y sustituirla por la de la Tercera Persona, la que construía, la que obraba, la Hormiga Diligente, y cosas por el estilo, las decía en un lenguaje claro, del que entendían todas las palabras. Su plática, aunque religiosa y profunda, parecía una de esas amenas charlas de sobremesa que celebraban las familias en la calle, tomando la brisa del anochecer. María Quadrado estuvo escuchando al Consejero, hecha un ovillo, sin preguntarle nada, sin apartar los ojos de él. Cuando ya era tarde y los vecinos que quedaban ofrecieron al forastero techo para descansar, ella también —todos se volvieron a mirarla — le propuso con timidez su gruta. Sin dudar, el hombre flaco la siguió montaña arriba.
El tiempo que el Consejero permaneció en Monte Santo, dando consejos y trabajando — limpió y restauró todas las capillas de la montaña, construyó un doble muro de piedras para la Vía Sacra — durmió en la gruta de María Quadrado. Después se dijo que no durmió, ni ella tampoco, que pasaban las noches hablando de cosas del espíritu al pie del altarcillo multicolor, y se llegó a decir que él dormía en el jergón y que ella velaba su sueño. El hecho es que María Quadrado no se apartó de él un instante, cargando piedras a su lado en el día y escuchándolo con los ojos muy abiertos en las noches. Pese a ello, todo Monte Santo quedó asombrado cuando se supo, esa mañana, que el Consejero se había marchado del pueblo y que María Quadrado se había ido también entre sus seguidores.
En una plaza de la ciudad alta de Bahía hay un antiguo edificio de piedra, adornado con conchas blancas y negras y protegido, como las cárceles, por gruesos muros amarillos. Es, ya lo habrá sospechado algún lector, una fortaleza del oscurantismo: el Monasterio de Nuestra Señora de la Piedad. Un convento de capuchinos, una de esas órdenes célebre por el aherrojamiento del espíritu que practica y por su celo misionero. ¿Por qué os hablo de un lugar que, a ojos de cualquier libertario, simboliza lo odioso? Para contaros que hace dos días pasé allí toda una tarde.
No fui a explorar el terreno con miras a uno de esos mensajes de violencia pedagógica en cuarteles, conventos, prefecturas y, en general, todos los baluartes de la explotación y la superstición que, a juicio de muchos compañeros, son indispensables para combatir los tabúes con que se ha acostumbrado a los trabajadores a ver esas instituciones y demostrarles que ellas son vulnerables. (¿Os acordáis de los cenáculos barceloneses que propugnaban asaltar los conventos para devolver a las monjas, mediante la preñez, su condición de mujeres que les había arrebatado la reclusión?) Fui a ese Monasterio para conversar con un tal Fray Joáo Evangelista de Monte Marciano, de quien el destino me había deparado leer un curioso Relatorio.
Un paciente del doctor José Bautista de Sá Oliveira, de cuyo libro sobre Craneometría ya os he hablado y con quien a veces colaboro, es allegado del hombre más poderoso de estas latitudes: el Barón de Cañabrava. El hombre al que me refiero, Lelis Piedades, abogado, mientras el Doctor Oliveira le administraba una purga para la solitaria, contó que una hacienda del Barón se halla desde hace cerca de dos años ocupada por unos locos que han constituido allí una tierra de nadie. Él se ocupa de las demandas ante los tribunales para que su patrón recupere la hacienda, en nombre del derecho de propiedad que el mentado Barón, qué duda cabe, debe defender con fervor. Que un grupo de explotados se ha apropiado de los bienes de un aristócrata siempre suena grato a los oídos de un revolucionario, aun cuando esos pobres sean —como decía el abogado mientras pujaba en la solera tratando de expulsar la alimaña ya triturada por la química —fanáticos religiosos. Pero lo que me llamó la atención fue escuchar de pronto que ellos rechazan el matrimonio civil y practican algo que Lelis Piedades llama promiscuidad pero que, para cualquier hombre con cultura social, es la institución del amor libre. «Con semejante prueba de corrupción, la autoridad no tendrá más remedio que expulsar de allí a los fanáticos.» La prueba del rábula era ese Relatorio, que se había procurado por sus contubernios con la Iglesia, a la que también presta servicios. Fray Joáo Evangelista de Monte Marciano estuvo en la hacienda enviado por el Arzobispo de Bahía, a quien habían llegado denuncias de herejía. El monje fue a ver lo que ocurría en Canudos y volvió muy de prisa, asustado y enojado de lo que vio.
Así lo indica el Relatorio y no hay duda que para el capuchino la experiencia debió ser amarga. Para un ser libre lo que el Relatorio deja adivinar por entre sus légañas eclesiásticas es exaltante. El instinto de libertad que la sociedad clasista sofoca mediante esas máquinas trituradoras que son la familia, la escuela, la religión y el Estado, guía los pasos de estos hombres que, en efecto, parecen haberse rebelado, entre otras cosas, contra la institución que pretende embridar los sentimientos y los deseos. Con el pretexto de rechazar la ley del matrimonio civil, dada en Brasil luego de la caída del Imperio, la gente de Canudos ha aprendido a unirse y desunirse libremente, siempre que hombre y mujer estén de acuerdo en hacerlo, y a despreocuparse de la paternidad de los vientres preñados, pues su conductor o guía —a quien llaman el Consejero — les ha enseñado que todos los seres son legítimos por el simple hecho de nacer. ¿No hay algo en esto que os suene familiar? ¿No es como si se materializaran allí ciertas ideas centrales de la revolución? El amor libre, la libre paternidad, la desaparición de la infame frontera entre hijos legítimos e ilegítimos, la convicción de que el hombre no hereda la dignidad ni la indignidad. ¿Tenía o no razones para, venciendo una repugnancia natural, ir a visitar al capuchino?
El propio leguleyo del Barón de Cañabrava me consiguió la entrevista, creyendo que me intereso desde hace años en el tema de la superstición religiosa (lo que, por lo demás, es verdad). Ella tuvo lugar en el refectorio del Monasterio, un aposento cuajado de pinturas con santos y mártires, a orillas de un claustro pequeño, embaldosado, con una cisterna a la que se llegaban de tanto en tanto los encapuchados de hábitos marrones y cordones blancos a sacar baldes de agua. El monje absolvió todas mis preguntas y se mostró locuaz, al descubrir que podíamos conversar en su lengua materna, el italiano. Meridional todavía joven, bajito, rollizo, de barbas abundantes, su frente muy ancha delata en él a un fantaseador y la depresión de sus sienes y chatura de su nuca a un espíritu rencoroso, mezquino y susceptible. Y, en efecto, en el curso de la charla noté que está lleno de odio contra Canudos, por el fracaso de la misión que lo llevó allá y por el miedo que debió pasar entre los «heréticos». Pero aun descontando lo que haya de exageración y rencor en su testimonio, el resto de verdad que queda en él es, ya lo veréis, impresionante. Lo que le oí daría materia para muchos números de l'Étinceüe de la révolte. Lo esencial es que la entrevista confirmó mis sospechas de que, en Canudos, hombres humildes e inexperimentados están, a fuerza de instinto e imaginación, llevando a la práctica muchas de las cosas que los revolucionarios europeos sabemos necesarias para implantar la justicia en la tierra. Juzgad vosotros mismos. Fray Joáo Evangelista estuvo en Canudos una semana, acompañado de dos religiosos: otro capuchino de Bahía y el párroco de un pueblo vecino de Canudos, un tal Don Joaquim, al que, dicho sea de paso, detesta (lo acusa de borrachín, de impuro y de alentar simpatías por los bandidos). Antes de la llegada —después de un penoso viaje de dieciocho días — advirtieron «indicios de insubordinación y anarquía», pues ningún guía se prestaba a llevarlos y a tres leguas de la hacienda se dieron con una avanzada de hombres con espingardas y machetes que los recibieron con hostilidad y sólo los dejaron pasar por intercesión de Don Joaquim, al que conocían. En Canudos encontraron una multitud de seres escuálidos, cadavéricos ,hacinados en cabañas de barro y paja, y armados hasta los dientes «para proteger al Consejero, a quien ya las autoridades habían tratado antes de matar». Todavía retintinean en mis oídos las palabras alarmadas del capuchino al rememorar la impresión que le produjo ver tantas armas. «No las abandonan ni para comer ni para rezar, pues se lucen ufanos con sus trabucos, carabinas, pistolas, cuchillos, cartucheras al cinto, como si estuvieran a punto de librar una guerra.» (Yo no podía abrirle los ojos, explicándole que esa guerra la estaban librando desde que tomaron por la fuerza las tierras del Barón.) Me aseguró que entre esos hombres había facinerosos célebres por sus tropelías y mencionó a uno de ellos, «famosísimo por su crueldad», Joáo Satán, quien se ha instalado en Canudos con su partida y es uno de los lugartenientes del Consejero. Fray Joáo Evangelista cuenta haberlo increpado así: «¿Por qué se admiten delincuentes en Canudos si es verdad que ustedes pretenden ser cristianos?». La respuesta: «Para hacer de ellos hombres buenos. Si han robado o matado fue por la pobreza en que vivían. Aquí, sienten que pertenecen a la familia humana, están agradecidos y harán cualquier cosa por redimirse. Si los rechazáramos, cometerían nuevos crímenes. Nosotros entendemos la caridad como la practicaba el Cristo». Estas frases, compañeros, coinciden con la filosofía de la libertad. Vosotros sabéis que el bandido es un rebelde en estado natural, un revolucionario que se ignora, y recordáis que en los días dramáticos de la Commune, muchos hermanos considerados delincuentes y salidos de las cárceles de la burguesía, estuvieron en la vanguardia de la lucha, hombro a hombro con los trabajadores, dando pruebas de heroísmo y generosidad.
Algo significativo: las gentes de Canudos se llaman a sí mismas yagunzos, palabra que quiere decir alzados. El monje, pese a sus correrías misioneras por el interior, no reconocía a esas mujeres descalzas ni a esos hombres tan discretos y respetuosos para con los enviados de la Iglesia y de Dios. «Están irreconocibles. Hay en ellos desasosiego, exaltación. Hablan a voces, se arrebatan la palabra para afirmar las peores sandeces que puede oír un cristiano, doctrinas subversivas del orden, de la moral y de la fe. Como que quien quiere salvarse debe ir a Canudos, pues el resto del mundo ha caído en manos del Anticristo.» ¿Sabéis a quién llaman el Anticristo los yagunzos? ¡A la República! Sí, compañeros, a la República. La consideran responsable de todos los males, algunos abstractos sin duda, pero también de los concretos y reales como el hambre y los impuestos. Fray Joáo Evangelista de Monte Marciano no podía dar crédito a lo que oía. Dudo que él, su orden o la Iglesia en general sean demasiado entusiastas con el nuevo régimen en el Brasil, pues, como os dije en una carta anterior, la República, en la que abundan los masones, ha significado un debilitamiento de la Iglesia. ¡Pero de ahí a considerarla el Anticristo! Creyendo asustarme o indignarme, el capuchino decía cosas que eran música para mis oídos: «Son una secta político–religiosa insubordinada contra el gobierno constitucional del país, constituyen un Estado dentro del Estado pues allí no se aceptan las leyes, ni son reconocidas las autoridades ni es admitido el dinero de la República». Su ceguera intelectual no le permitía comprender que estos hermanos, con instinto certero, han orientado su rebeldía hacia el enemigo nato de la libertad: el poder. ¿Y cuál es el poder que los oprime, que les niega el derecho a la tierra, a la cultura, a la igualdad? ¿No es acaso la República? Y que estén armados para combatirla muestra que han acertado también con el método, el único que tienen los explotados para romper sus cadenas: la fuerza.
Pero esto no es todo, preparaos para algo todavía más sorprendente. Fray Joáo Evangelista asegura que, al igual que la promiscuidad de sexos, se ha establecido en Canudos la promiscuidad de bienes: todo es de todos. El Consejero habría convencido a los yagunzos que es pecado —escuchadlo bien — considerar como propio cualquier bien moviente o semoviente. Las casas, los sembríos, los animales pertenecen a la comunidad, son de todos y de nadie. El Consejero los ha convencido que mientras más cosas posea una persona menos posibilidades tiene de estar entre los favorecidos el día del Juicio Final. Es como si estuviera poniendo en práctica nuestras ideas, recubriéndolas de pretextos religiosos por una razón táctica, debido al nivel cultural de los humildes que lo siguen. ¿No es notable que en el fondo del Brasil un grupo de insurrectos forme una sociedad en la que se ha abolido el matrimonio, el dinero, y donde la propiedad colectiva ha reemplazado a la privada?
Esta idea me revoloteaba en la cabeza mientras Fray Joáo Evangelista de Monte Marciano me decía que, después de predicar siete días en Canudos, en medio de una hostilidad sorda, se vio tratado de masón y protestante por urgir a los yagunzos a retornar a sus pueblos, y que al pedirles que se sometieran a la República se enardecieron tanto que tuvo que salir prácticamente huyendo de Canudos. «La Iglesia ha perdido su autoridad allí por culpa de un demente que se pasa el día haciendo trabajar a todo el gentío en la erección de un templo de piedra.» Yo no podía sentir la consternación de él, sino alegría y simpatía por esos hombres gracias a los cuales, se diría, en el fondo del Brasil, renace de sus cenizas la Idea que la reacción cree haber enterrado allá en Europa en la sangre de las revoluciones derrotadas. Hasta la próxima o hasta siempre.
Cuando Lelis Piedades, el abogado del Barón de Cañabrava, ofició al Juzgado de Salvador que la hacienda de Canudos había sido invadida por maleantes, el Consejero llevaba allá tres meses. Por los sertones había corrido la noticia de que en ese sitio cercado de montes pedregosos, llamado Canudos por las cachimbas de canutos que fumaban antaño los lugareños, había echado raíces el santo que peregrinó a lo largo y a lo ancho del mundo por un cuarto de siglo. El lugar era conocido por los vaqueros, pues los ganados solían pernoctar a las orillas del Vassa Barris. En las semanas y meses siguientes se vio a grupos de curiosos, de pecadores, de enfermos, de vagos, de huidos que, por el Norte, el Sur, el Este y el Oeste se dirigían a Canudos con el presentimiento o la esperanza de que allí encontrarían perdón, refugio, salud, felicidad.
A la mañana siguiente de llegar, el Consejero empezó a construir un Templo que, dijo, sería todo de piedra, con dos torres muy altas, y consagrado al Buen Jesús. Decidió que se elevara frente a la vieja Iglesia de San Antonio, capilla de la hacienda. «Que levanten las manos los ricos», decía, predicando a la luz de una fogata, en la incipiente aldea. «Yo las levanto. Porque soy hijo de Dios, que me ha dado un alma inmortal, que puede merecer el cielo, la verdadera riqueza. Yo las levanto porque el Padre me ha hecho pobre en esta vida para ser rico en la otra. ¡Que levanten las manos los ricos!» En las sombras chisporroteantes emergía entonces, de entre los harapos y los cueros y las raídas blusas de algodón, un bosque de brazos. Rezaban antes y después de los consejos y hacían procesiones entre las viviendas a medio hacer y los refugios de trapos y tablas donde dormían, y en la noche sertanera se los oía vitorear a la Virgen y al Buen Jesús y dar mueras al Can y al Anticristo. Un hombre de Mirandela, que preparaba fuegos artificiales en las ferias —Antonio el Fogueteiro — fue uno de los primeros romeros y, desde entonces, en las procesiones de Canudos se quemaron castillos y reventaron cohetes. El Consejero dirigía los trabajos del Templo, asesorado por un maestro albañil que lo había ayudado a restaurar muchas capillas y a construir desde sus cimientos la Iglesia del Buen Jesús, en Crisópolis, y designaba a los penitentes que irían a picar piedras, cernir arena o recoger maderas. Al atardecer, después de una cena frugal —si no estaba ayunando — que consistía en un mendrugo de pan, alguna fruta, un bocado de farinha y unos sorbos de agua, el Consejero daba la bienvenida a los recién llegados, exhortaba a los otros a ser hospitalarios, y luego del Credo, el Padrenuestro y los Avemarías, su voz elocuente les predicaba la austeridad, la mortificación, la abstinencia, y los hacía partícipes de visiones que se parecían a los cuentos de los troveros. El fin estaba cerca, se podía divisar como Canudos desde el Alto de Favela. La República seguiría mandando hordas con uniformes y fusiles para tratar de prenderlo, a fin de impedir que hablara a los necesitados, pero, por más sangre que hiciera correr, el Perro no mordería a Jesús.
Habría un diluvio, luego un terremoto. Un eclipse sumiría al mundo en tinieblas tan absolutas que todo debería hacerse al tacto, como entre ciegos, mientras a lo lejos retumbaba la batalla. Millares morirían de pánico. Pero, al despejarse las brumas, un amanecer diáfano, las mujeres y los hombres verían a su alrededor, en las lomas y montes de Canudos, al Ejército de Don Sebastián. El gran Rey habría derrotado a las carnadas del Can, limpiado el mundo para el Señor. Ellos verían a Don Sebastián, con su relampagueante armadura y su espada; verían su rostro bondadoso, adolescente, les sonreía desde lo alto de su cabalgadura enjaezada de oro y diamantes, y lo verían alejarse, cumplida su misión redentora, para regresar con su Ejército al fondo del mar. Los curtidores, los aparceros, los curanderos, los mercachifles, las lavanderas, las comadronas y las mendigas que habían llegado hasta Canudos después de muchos días y noches de viaje, con sus bienes en un carromato o en el lomo de un asno, y que estaban ahora allí, agazapados en la sombra, escuchando y queriendo creer, sentían humedecérseles los ojos. Rezaban y cantaban con la misma convicción que los antiguos peregrinos; los que no sabían aprendían de prisa los rezos, los cantos, las verdades. Antonio Vilanova, el comerciante de Canudos, era uno de los más ansiosos por saber; en las noches, daba largos paseos por las orillas del río o de los recientes sembríos con Antonio el Beatito, quien, pacientemente, le explicaba los mandamientos y las prohibiciones de la religión que él, luego, enseñaba a su hermano Honorio, su mujer Antonia, su cuñada Asunción y los hijos de las dos parejas.
No faltaba que comer. Había granos, legumbres, carnes, y, como el Vassa Barris tenía agua, se podía sembrar. Los que llegaban traían provisiones y de otros pueblos solían mandarles aves, conejos, cerdos, cereales, chivos. El Consejero pidió a Antonio Vilanova que almacenara los alimentos y vigilara su reparto entre los desvalidos. Sin directivas específicas, pero en función de las enseñanzas del Consejero, la vida se fue organizando, aunque no sin tropiezos. El Beatito se encargaba de instruir a los romeros que llegaban y de recibir sus donativos, siempre que no fueran en dinero. Los reis de la República que donaban tenían que ir a gastarlos a Cumbe o Joazeiro, escoltados por Joáo Abade o Pajeú, que sabían pelear, en cosas para el Templo: palas, picas, plomadas, maderas de calidad, imágenes de santos y crucifijos. La Madre María Quadrado ponía en una urna los anillos, aretes, prendedores, collares, peinetas, monedas antiguas o simples adornos de arcilla y de hueso que ofrecían los romeros y ese tesoro se exhibía en la Iglesia de San Antonio cada vez que el Padre Joaquim, de Cumbe, u otro párroco de la región, venía a decir misa, confesar, bautizar y casar a los vecinos. Esos días eran siempre de fiesta. Dos prófugos de la justicia, Joáo Grande y Pedráo, los hombres más fuertes del lugar, dirigían las cuadrillas que arrastraban, de las canteras de los alrededores, piedras para el Templo. Catarina, la esposa de Joáo Abade, y Alejandrinha Correa, una mujer de Cumbe que, se decía, había hecho milagros, preparaban la comida para los trabajadores de la construcción. La vida estaba lejos de ser perfecta y sin complicaciones. Pese a que el Consejero predicaba contra el juego, el tabaco y el alcohol, había quienes jugaban, fumaban y bebían cachaca y, cuando Canudos comenzó a crecer, hubo líos de faldas, robos, borracheras y hasta cuchilladas. Pero esas cosas ocurrían allí en menor escala que en otras partes y en la periferia de ese centro activo, fraterno, ferviente, ascético, que eran el Consejero y sus discípulos.
El Consejero no había prohibido que las mujeres se ataviaran, pero dijo incontables veces que quien cuidaba mucho de su cuerpo podía descuidar su alma y que, como Luzbel, una hermosa apariencia solía ocultar un espíritu sucio y nauseoso: los colores fueron desapareciendo de los vestidos de jóvenes y viejas, y éstos se fueron alargando hasta los tobillos, estirando hasta los cuellos y anchando hasta parecer túnicas de monjas. Con los escotes, se esfumaron los adornos y hasta las cintas que sujetaban los cabellos, los que iban ahora libres u ocultos bajo pañolones. Había a veces incidentes con «las magdalenas», esas perdidas que, pese a haber venido hasta aquí a costa de sacrificios y de haber besado los pies del Consejero implorando perdón, eran hostilizadas por mujeres intolerantes que las querían hacer llevar peines de espinos en prueba de arrepentimiento. Pero, en general, la vida era pacífica y reinaba un espíritu de colaboración entre los vecinos. Una fuente de problemas era el inaceptable dinero de la República: al que se sorprendía utilizándolo en cualquier transacción los hombres del Consejero le quitaban lo que tenía y lo obligaban a marcharse de Canudos. Se comerciaba con las monedas que llevaban la efigie del Emperador Don Pedro o la de su hija, la Princesa Isabel, pero como eran escasas se generalizó el trueque de productos y de servicios. Se cambiaba rapadura por alpargatas, gallinas por curación de yerbas, farinha por herraduras, tejas por telas, hamacas por machetes y los trabajos, en sembríos, viviendas, corrales, se retribuían con trabajos. Nadie cobraba el tiempo y esfuerzo dados al Buen Jesús. Además del Templo, se construían las viviendas que se llamarían después Casas de Salud, donde se empezó a dar alojamiento, comida y cuidados a los enfermos, ancianos y niños huérfanos. María Quadrado dirigió al principio esta tarea, pero, luego que se erigió el Santuario —una casita de barro, dos cuartos, techo de paja — para que el Consejero pudiera descansar siquiera algunas horas de los romeros que lo acosaban sin descanso, y la Madre de los Hombres se dedicó sólo a él, las Casas de Salud quedaron a cargo de las Sardelinhas — Antonia y Asunción—, las mujeres de los Vilanova. Hubo pendencias por las tierras cultivables, vecinas al Vassa Barris, que fueron ocupando los romeros que arraigaron en Canudos y que otros les disputaban. Antonio Vilanova, el comerciante, dirimía estas rivalidades. Él, por encomienda del Consejero, distribuyó lotes para las viviendas de los recién venidos y separó las tierras para corral de los animales que los creyentes mandaban o traían de regalo, y hacía de juez cuando surgían pleitos de bienes y propiedades. No había muchos, en verdad, pues las gentes no venían a Canudos atraídas por la codicia o la idea de prosperidad material. La comunidad vivía entregada a ocupaciones espirituales: oraciones, entierros, ayunos, procesiones, la construcción del Templo del Buen Jesús y, sobre todo, los consejos del atardecer que podían prolongarse hasta tarde en la noche y durante los cuales todo se interrumpía en Canudos.
En el candente mediodía, la feria organizada por el Partido Republicano Progresista ha llenado las paredes de Queimadas con carteles de un BRASIL unido, una nación fuerte y con el nombre de Epaminondas Goncalves. Pero en su cuarto de la Pensión Nuestra Señora de las Gracias, Galileo Gall no piensa en la fiesta política que repica allá fuera sino en las contradictorias aptitudes que ha descubierto en Rufino. «Es una conjunción poco común», piensa. Orientación y Concentración son afines, desde luego, y nada más normal que encontrarlas en alguien que se pasa la vida recorriendo esta inmensa región, guiando viajeros, cazadores, convoyes, sirviendo de correo o rastreando el ganado extraviado. Pero ¿y la Maravillosidad? ¿Cómo congeniar la propensión a la fantasía, al delirio, a la irrealidad, típica de artistas y gentes imprácticas, con un hombre en el que todo indica al materialista, al terráqueo, al pragmático? Sin embargo, eso es lo que dicen sus huesos: Orientatividad, Concentratividad, Maravillosidad. Galileo Gall lo descubrió apenas pudo palpar al guía. Piensa: «Es una conjunción absurda, incompatible. Como ser púdico y exhibicionista, avaro y pródigo».
Está mojándose la cara, inclinado sobre un balde, entre tabiques constelados de garabatos, recortes con imágenes de una función de ópera y un espejo roto. Cucarachas color café asoman y desaparecen por las hendiduras del suelo y hay una pequeña lagartija petrificada en el techo. El mobiliario es un camastro sin sábanas. La atmósfera festiva entra en la habitación por una ventana enrejada: voces que magnifica un altavoz, golpes de platillo, redobles de tambor y la algarabía de los chiquillos que vuelan cometas. Alguien mezcla ataques al Partido Autonomista de Bahía, al Gobernador Luis Viana, al Barón de Cañabrava, con alabanzas a Epaminondas Goncalves y al Partido Republicano Progresista.
Galileo Gall sigue lavándose, indiferente al bullicio exterior. Una vez que ha terminado, se seca la cara con su propia camisa y se deja caer sobre el camastro, boca arriba, con un brazo bajo la cabeza como almohada. Mira las cucarachas, la lagartija. Piensa: «La ciencia contra la impaciencia». Lleva ocho días en Queimadas y, aunque es un hombre que sabe esperar, ha comenzado a sentir cierta angustia: eso lo ha inducido a pedirle a Rufino que se dejara palpar. No ha sido fácil convencerlo, pues el guía es desconfiado y Gall recuerda cómo, mientras lo palpaba, lo sentía tenso, listo a saltarle encima. Se han visto a diario, se entienden sin dificultad y, para matar el tiempo de espera, Galileo ha estudiado su comportamiento, tomado notas sobre él: «Lee en el cielo, en los árboles y en la tierra como en un libro; es hombre de ideas simples, inflexibles, con un código del honor estricto y una moral que ha brotado de su comercio con la naturaleza y con los hombres, no del estudio pues no sabe leer, ni de la religión, ya que no parece muy creyente». Todo esto coincide con lo que han sentido sus dedos, salvo la Maravillosidad. ¿En qué se manifiesta, cómo no ha advertido en Rufino ninguno de sus síntomas, en estos ocho días, mientras negociaba con él el viaje a Canudos, en su cabaña de las afueras, tomando un refresco en la estación del ferrocarril o caminando entre las curtiembres, a orillas del Itapicurú? En Jurema, en cambio, la mujer del guía, esa vocación perniciosa, anticientífica —salir del campo de la experiencia, sumirse en la fantasmagoría y la ensoñación —es evidente. Pues, pese a lo reservada que es en su presencia, Galileo ha oído a Jurema contar la historia del San Antonio de madera que está en el altar mayor de la Iglesia de Queimadas. «La encontraron en una gruta, hace años, y la llevaron a la Iglesia y al día siguiente desapareció y apareció de nuevo en la gruta. La amarraron en el altar para que no se escapara y, a pesar de ello, volvió a irse a la gruta. Y así estuvo, yendo y viniendo, hasta que llegó a Queimadas una Santa Misión, con cuatro padres capuchinos y el Obispo, que consagraron la Iglesia a San Antonio y rebautizaron al pueblo San Antonio das Queimadas en honor del santo. Sólo así se quedó quieta la imagen en el altar donde ahora se le prenden velas.» Galileo Gall recuerda que, cuando preguntó a Rufino si él creía en la historia que contaba su mujer, el rastreador encogió los hombros y sonrió con escepticismo. Jurema, en cambio, creía. A Galileo le hubiera gustado palparla a ella también, pero no lo ha intentado; está seguro que la sola idea de que un extranjero toque la cabeza de su mujer debe ser inconcebible para Rufino. Sí, se trata de un hombre suspicaz. Le ha costado trabajo que acepte llevarlo a Canudos. Ha regateado el precio, puesto objeciones, dudado, y aunque ha accedido, Galileo lo nota incómodo cuando le habla del Consejero y los yagunzos. Sin darse cuenta, su atención se ha ido desviando de Rufino a la voz que viene de fuera: «La autonomía regional y la descentralización son pretextos que utilizan el Gobernador Viana, el Barón de Cañabrava y sus esbirros para conservar sus privilegios e impedir que Bahía se modernice igual que los otros Estados del Brasil. ¿Quiénes son los Autonomistas? ¡Monárquicos emboscados que, si no fuera por nosotros, resucitarían el Imperio corrupto y asesinarían a la República! Pero el Partido Republicano Progresista de Epaminondas Goncalves se lo impedirá…». Es alguien distinto del que hablaba antes, más claro, Galileo comprende todo lo que dice, y hasta parece tener alguna idea, en tanto que su predecesor sólo tenía aullidos. ¿Irá a la ventana a espiar? No, no se mueve del camastro, está seguro que el espectáculo sigue siendo el mismo: grupos de curiosos que recorren los puestos de bebidas y comidas, escuchan a los troveros o rodean al hombre con zancos que dice la suerte, y, a veces, se dignan detenerse un momento a mirar, no a escuchar, ante el tabladillo desde el que hace su propaganda el Partido Republicano Progresista, y al que protegen capangas con escopetas. «Su indiferencia es sabia», piensa Galileo Gall. ¿De qué les sirve a las gentes de Queimadas saber que el Partido Autonomista del Barón de Cañabrava está en contra del sistema centralista del Partido Republicano y que éste combate el descentralismo y el federalismo que propone su adversario? ¿Tienen algo que ver con los intereses de los humildes las querellas retóricas de los partidos burgueses? Hacen bien en aprovechar la feria y desinteresarse de lo que dicen los del tabladillo. La víspera, Galileo ha detectado cierta excitación en Queimadas, pero no por la fiesta del Partido Republicano Progresista sino porque las gentes se preguntaban si el Partido Autonomista del Barón de Cañabrava mandaría capangas a desbaratarles el espectáculo a sus enemigos y habría tiros, como otras veces. Es media mañana, no ha ocurrido y, sin duda, no ocurrirá. ¿Para qué se molestarían en atacar un mitin tan huérfano de apoyo? Gall piensa que las ferias de los Autonomistas deben ser idénticas a la que tiene lugar allá afuera. No, aquí no está la política de Bahía, del Brasil. Piensa: «Está allá, entre esos que ni siquiera saben que son los genuinos políticos de ese país». ¿Tardará mucho la espera? Galileo Gall se sienta en la cama. Murmura: «La ciencia contra la impaciencia». Abre el maletín que está en el suelo y aparta ropas, un revólver, coge la libreta donde ha tomado apuntes sobre las curtiembres de Queimadas, en las que ha matado algunas horas estos días, y hojea lo que ha escrito: «Construcciones de ladrillos, techo de tejas, columnas rústicas. Por doquier, atados de corteza de angico, cortada y picada con martillo y cuchillo. Echan el angico a unas pozas llenas con agua del río. Sumergen los cueros luego de sacarles el pelo y los dejan remojando unos ocho días, tiempo que demoran en curtirse. De la corteza del árbol llamado angico sale el tanino, la sustancia que los curte. Cuelgan los cueros a la sombra hasta que se secan y los raspan con cuchillos para quitarles los residuos. Someten a este proceso a reses, carneros, cabras, conejos, venados, zorros y onzas. El angico es color sangre, de fuerte olor. Las curtiembres son empresas familiares, primitivas, en las que trabajan el padre, la madre, los hijos y parientes cercanos. El cuero crudo es la principal riqueza de Queimadas». Vuelve a colocar la libreta en la bolsa. Los curtidores se han mostrado amables, le han explicado su trabajo. ¿Por qué son tan reticentes a hablar de Canudos? ¿Desconfían de alguien cuyo portugués les cuesta entender? Él sabe que Canudos y el Consejero son el centro de conversación en Queimadas. Pero él, pese a sus intentos, no ha podido charlar con nadie, ni siquiera Rufino y Jurema, sobre ese tema. En las curtiembres, en la estación, en la Pensión Nuestra Señora de las Gracias, en la plaza de Queimadas, vez que lo ha mencionado ha visto la misma suspicacia en todos los ojos, se ha hecho el mismo silencio o ha escuchado las mismas evasivas. «Son prudentes. Desconfían», piensa. Piensa: «Saben lo que hacen. Son sabios».
Vuelve a escarbar entre las ropas y el revólver y saca el único libro que hay en la bolsa. Es un ejemplar viejo, manoseado, de pergamino oscuro, en el que se lee ya apenas el nombre de Pierre Joseph Proudhon, pero en el que está todavía claro el título, Systéme des contradictions, y la ciudad donde fue impreso: Lyon. No consigue concentrarse mucho rato en la lectura, distraído por el bullicio de la feria y, sobre todo, por la traicionera impaciencia. Apretando los dientes, se esfuerza entonces en reflexionar en cosas objetivas. Un hombre al que no le interesan los problemas generales, ni las ideas, vive enclaustrado en la Particularidad, y eso se puede conocer, detrás de sus orejas, por la curvatura de dos huesecillos sobresalientes, casi punzantes. ¿Los sintió así, en Rufino? ¿La Maravillosidad se manifiesta, tal vez, en el extraño sentido del honor que muestra, en eso que podría llamarse la imaginación ética del hombre que lo conducirá a Canudos?
Sus primeros recuerdos, que serían también los mejores y los que volverían con más puntualidad, no eran ni su madre, que lo abandonó para correr detrás de un sargento de la Guardia Nacional que pasó por Custodia a la cabeza de una volante que perseguía cangaceiros, ni el padre que nunca conoció, ni los tíos que lo recogieron y criaron —Zé Faustino y Doña Ángela—, ni la treintena de ranchos y las recocidas calles de Custodia, sino los cantores ambulantes. Venían cada cierto tiempo, para alegrar las bodas, o rumbo al rodeo de una hacienda o la feria con que un pueblo celebraba a su santo patrono, y por un trago de cachaca y un plato de charqui y farola contaban las historias de Oliveros, de la Princesa Magalona, de Carlomagno y los Doce Pares de Francia. Joáo las escuchaba con los ojos muy abiertos, sus labios moviéndose al compás de los del trovero. Luego tenía sueños suntuosos en los que resonaban las lanzas de los caballeros que salvaban a la Cristiandad de las hordas paganas.
Pero la historia que llegó a ser carne de su carne fue la de Roberto el Diablo, ese hijo del Duque de Normandía que, después de cometer todas las maldades, se arrepintió y anduvo a cuatro patas, ladrando en vez de hablar y durmiendo entre las bestias, hasta que, habiendo alcanzado la misericordia del Buen Jesús, salvó al Emperador del ataque de los moros y se casó con la Reina del Brasil. El niño se obstinaba en que los troveros la contaran sin omitir detalle: cómo, en su época malvada, Roberto el Diablo había hundido la faca en incontables gargantas de doncellas y ermitaños, por el placer de ver sufrir, y cómo, en su época de siervo de Dios, recorrió el mundo en busca de los parientes de sus víctimas, a quienes besaba los pies y pedía tormento. Los vecinos de Custodia pensaban que Joáo sería cantor del sertón e iría de pueblo en pueblo, la guitarra al hombro, llevando mensajes y alegrando a las gentes con historias y música. Joáo ayudaba a Zé Faustino en su almacén, que proveía de telas, granos, bebidas, instrumentos de labranza, dulces y baratijas a todo el contorno. Zé Faustino viajaba mucho, llevando mercancías a las haciendas o yendo a comprarlas a la ciudad y, en su ausencia, Doña Ángela atendía el negocio, un rancho de barro amasado, que tenía un corral con gallinas. La señora había puesto en el sobrino el cariño que no pudo dar a los hijos que no tuvo. Había hecho prometer a Joáo que alguna vez la llevaría a Salvador, para echarse a los pies de la milagrosa imagen del Senhor de Bonfim, de quien tenía una colección de estampas en su cabecera.
Los vecinos de Custodia temían, como a la sequía y a las pestes, a dos calamidades que cada cierto tiempo empobrecían al poblado: los cangaceiros y las volantes de la Guardia Nacional. Los primeros habían sido, al principio, bandas organizadas entre sus peones y allegados por los coroneles de las haciendas, para las peleas que estallaban entre ellos por asunto de linderos, aguas y pastos o por ambiciones políticas, pero luego, muchos de esos grupos armados de trabucos y machetes se habían emancipado y andaban sueltos, viviendo de la rapiña y el asalto. Para combatirlos habían nacido las volantes. Unos y otros se comían las provisiones de los vecinos de Custodia, se emborrachaban con su cachaca y querían abusar de sus mujeres. Antes de tener uso de razón, Joáo aprendió, apenas se daba la voz de alarma, a meter botellas, alimentos y mercancías en los escondites que tenía preparados Zé Faustino. Corría el rumor de que éste era coitero, es decir que hacía negocios con los bandidos y les proporcionaba información y escondites. Él se enfurecía. ¿Acaso no habían visto cómo su almacén era desvalijado? ¿No se llevaban ropas y tabaco sin pagar un centavo? Joáo oyó muchas veces a su tío quejarse de esas historias estúpidas que, por envidia, inventaban contra él las gentes de Custodia. «Acabarán por meterme en un lío», murmuraba. Y así ocurrió.
Una mañana llegó a Custodia una volante de treinta guardias, mandada por el Alférez Geraldo Macedo, ^ un caboclo jovencito con fama de feroz, que perseguía a la banda de Antonio Silvino. Ésta no había pasado por Custodia pero el Alférez terqueaba que sí. Era alto y bien plantado, ligeramente bizco y estaba siempre lamiéndose un diente de oro. Se decía que perseguía bandidos con encarnizamiento porque le habían violado una novia. El Alférez, mientras sus hombres registraban los ranchos, interrogó personalmente al vecindario. Al anochecer, entró al almacén con cara exultante y ordenó a Zé Faustino que lo condujera al refugio de Silvino. Antes que el comerciante pudiera replicar, lo tumbó al suelo de un bofetón: «Lo sé todo, cristiano. Te han denunciado». De nada le valieron a Zé Faustino sus protestas de inocencia ni las súplicas de Doña Ángela. Macedo dijo que para escarmiento de coiteros fusilaría a Zé Faustino al amanecer si no delataba el paradero de Silvino. El comerciante, al fin, pareció consentir. Esa madrugada partieron de Custodia, con Zé Faustino al frente, los treinta cabras de Macedo, seguros de que caerían de sorpresa sobre los bandidos. Pero aquél ^ los extravió a las pocas horas de marcha y volvió a Custodia para llevarse a Doña Ángela y a Joáo temiendo que las represalias cayeran sobre ellos. El Alférez lo alcanzó cuando todavía estaba empaquetando algunas cosas. Lo hubiera matado sólo a él, pero también mató a Doña Ángela, que se le interpuso. A Joáo, que se le había prendido de las piernas, lo desmayó de un golpe con el caño de su pistola. Cuando éste volvió en sí, vio que los vecinos de Custodia, con caras compungidas, velaban dos ataúdes. No aceptó sus cariños y con una voz que se había vuelto adulta —sólo tenía entonces doce años — les dijo, pasándose la mano por la cara sanguinolenta, que algún día volvería a vengar a sus tíos, pues eran ellos los verdaderos asesinos.
La idea de venganza lo ayudó a sobrevivir las semanas que pasó merodeando sin rumbo, por un desierto erizado de mandacarús. En el cielo veía los círculos que trazaban los urubús, esperando que se derrumbara para bajar a picotearlo. Era enero y no había caído gota de lluvia. Joáo recogía frutas secas, chupaba el jugo de las palmeras y hasta se comió un armadillo muerto. Por fin, lo auxilió un cabrero que lo encontró junto al lecho seco de un río, delirando sobre lanzas, caballos y el Senhor de Bonfim. Lo reanimó con un tazón de leche y unos bocados de rapadura que el niño paladeó. Anduvieron juntos varios días, rumbo a la chapada de Angostura, donde el cabrero llevaba su rebaño. Pero antes de llegar, un atardecer, los sorprendió una partida de hombres inconfundibles, con sombreros de cuero, cartucheras de onza pintada, morrales bordados con abalorios, trabucos en bandolera y machetes hasta las rodillas. Eran seis y el jefe, un cafuso de pelos crespos y pañuelo rojo en el pescuezo, le preguntó riéndose a Joáo, que arrodillado le rogaba que lo llevara consigo, por qué quería ser cangaceiro. «Para matar guardias», repuso el niño.
Comenzó entonces, para Joáo, una vida que lo hizo hombre en poco tiempo. «Un hombre malvado», precisaría la gente de las provincias que recorrió en los siguientes veinte años, primero como apéndice de partidas de hombres a quienes lavaba la ropa, preparaba la comida, cosía los botones o escarbaba los piojos, luego como compañero de fechorías, luego como el mejor tirador, pistero, cuchillero, andador y estratega del grupo y, finalmente, como lugarteniente y jefe de banda. No había cumplido veinticinco años y era la cabeza por la que más alto precio se ofrecía en los cuarteles de Bahía, Pernambuco, Piauí y Ceará. Su suerte prodigiosa, que lo salvó de emboscadas en las que sucumbían o eran capturados sus compañeros y que, pese a su temeridad en el combate, parecía inmunizarlo contra las balas, hizo que se dijera que tenía negocios con el Diablo. Lo cierto es que, a diferencia de otros hombres del cangaco, que iban cargados de medallas, se persignaban ante todas las cruces y calvarios y, por lo menos una vez al año, se deslizaban en una aldea para que el cura los pusiese en paz con Dios, Joáo (que se había llamado al comienzo Joáo Chico, después Joáo Rápido, después Joáo Cabra Tranquilo y se llamaba ahora Joáo Satán) parecía desdeñoso de la religión y resignado a irse al infierno a pagar sus culpas inconmensurables. ^
La vida de bandido, hubiera podido decir el sobrino de Zé Faustino y Doña Ángela, consistía en andar, pelear, robar. Pero, sobre todo, en andar. ¿Cuántos cientos de leguas hicieron en esos años las piernas robustas, fibrosas, indóciles de ese hombre que podía hacer jornadas de veinte horas sin descansar? Habían recorrido los sertones en todas direcciones y nadie conocía mejor que ellas las arrugas de los cerros, los enredos de la caatinga, los meandros de los ríos y las cuevas de las sierras. Esas andanzas sin destino fijo, en fila india, a campo traviesa, tratando de interponer una distancia o una confusión con reales o imaginarios perseguidores de la Guardia Nacional eran, en la memoria de Joáo, un único, interminable deambular por paisajes idénticos, esporádicamente aturdidos con el ruido de las balas y los gritos de los heridos, rumbo hacia algún lugar o hecho oscuro que parecía estarlo esperando.
Mucho tiempo creyó que eso que lo aguardaba era volver a Custodia, a ejecutar la venganza. Años después de la muerte de sus tíos, entró una noche de luna, sigilosamente, al frente de una docena de hombres, al caserío de su niñez. ¿Era éste el punto de llegada del cruento recorrido? La sequía había expulsado de Custodia a muchas familias, pero aún quedaban ranchos habitados y aunque, entre las caras legañosas de sueño de los vecinos que sus hombres arreaban a la calle, Joáo vio algunas que no recordaba, no exoneró a nadie del castigo. Las mujeres, niñas o viejas, fueron obligadas a bailar con los cangaceiros que se habían bebido ya todo el alcohol de Custodia, mientras los vecinos cantaban y tocaban guitarras. De rato en rato, eran arrastradas al rancho más próximo para ser violadas. Por fin, uno de los lugareños se echó a llorar, de impotencia o terror. En el acto, Joáo Satán le hundió la faca y lo abrió en canal, como matarife que beneficia una res. Este brote de sangre hizo las veces de una orden y, poco después, los cangaceiros, excitados, enloquecidos, empezaron a descargar sus trabucos hasta convertir la única calle de Custodia en cementerio. Más todavía que la matanza, contribuyó a forjar la leyenda de Joáo Satán que a todos los varones los afrentara personalmente después de muertos, cortándoles los testículos y acuñándoselos en las bocas (era lo que hacía siempre con los informantes de la policía). Al retirarse de Custodia, pidió a un cabra de la banda que garabateara sobre una pared esta inscripción: «Los tíos míos han cobrado lo que se les debía».
¿Cuánto había de cierto en las iniquidades que se atribuían a Joáo Satán? Tantos incendios, secuestros, saqueos, torturas hubieran necesitado, para ser cometidos, más vidas y secuaces que los treinta años de Joáo y las partidas a su mando, que nunca llegaron a veinte personas. Lo que contribuyó a su fama fue que, a diferencia de otros, como Pajeú, que compensaban la sangre que vertían con arrebatos de prodigalidad — repartiendo un botín entre los miserables, obligando a un hacendado a abrir sus despensas a los aparceros, entregando a un párroco el íntegro de un rescate para la construcción de una capilla o costeando la fiesta del patrono del pueblo—, nunca se supo que Joáo hubiera hecho estos gestos encaminados a ganar las simpatías de la gente o la benevolencia del cielo. Ninguna de las dos cosas le importaba.
Era un hombre fuerte, más alto que el promedio sertanero, de piel bruñida, pómulos salientes, ojos rasgados, frente ancha, lacónico, fatalista, que tenía compinches y subordinados, no amigos. Tuvo, eso sí. una mujer, una muchacha de Quixeramobin a la que conoció porque lavaba ropa en casa de un hacendado que servía de coitero a la partida. Se llamaba Leopoldina y era de cara redonda, ojos expresivos y formas apretadas. Convivió con Joáo mientras permaneció en el refugio y luego partió con él. Pero lo acompañó poco porque Joáo no toleraba mujeres en la banda. La instaló en Aracati, donde venía a verla cada cierto tiempo. No se casó con ella, de modo que cuando supo que Leopoldina había huido de Aracati con un juez, a Geremoabo, la gente pensó que la ofensa no era tan grave como si hubiera sido su esposa. Joáo se vengó igual que si lo hubiera sido. Fue a Quixeramobin, le cortó las orejas y marcó a los dos hermanos varones de Leopoldina y se llevó consigo a su otra hermana, Mariquinha, de trece años. La muchacha apareció una madrugada, en las calles de Geremoabo, con la cara marcada a fierro con las iniciales J y S. Estaba encinta y llevaba un cartel explicando que todos los hombres de la banda eran, juntos, el padre de la criatura. Otros bandidos soñaban con reunir suficientes reis para comprarse unas tierras, en algún municipio remoto, donde pasar el resto de la vida con nombre cambiado. A Joáo no se le vio guardar dinero ni hacer proyectos para el porvenir. Cuando la partida saqueaba un almacén o un caserío u obtenía un buen rescate por alguien que secuestraba, Joáo, después de separar la parte que dedicaría a los coiteros encargados de comprarle armas, municiones y remedios, dividía el resto en partes iguales entre él y sus compañeros. Esta largueza, su sabiduría en el arte de preparar emboscadas a las volantes o de escapar de las que le tendían, su coraje y su capacidad para imponer la disciplina, hicieron que sus hombres le tuvieran lealtad perruna. Con él se sentían seguros y tratados con equidad. Ahora bien, aunque no les exigía ningún riesgo que él no corriera, no tenía con ellos la menor contemplación. Por quedarse dormidos cuando hacían guardia, retrasarse en una marcha o robarle a un compañero, los hacía azotar. Al que retrocedía cuando él había dado orden de resistir, lo marcaba con sus iniciales o le cercenaba una oreja. Ejecutaba él mismo los castigos, con frialdad. Y él también castraba a los traidores. Además de temerle, sus hombres parecían incluso quererlo. Quizá porque Joáo jamás había dejado en el escenario del combate a un compañero. Los heridos eran llevados en una hamaca colgada de un tronco hasta algún escondrijo, aun cuando la operación pusiera en peligro a la partida. El propio Joáo los curaba y, si era preciso, hacía traer de fuerza a un enfermero para atender a la víctima. Los muertos eran también arrastrados a fin de darles sepultura donde no pudieran ser profanados por la guardia ni por las aves de rapiña. Esto y la certera intuición con que dirigía a la gente en la lucha, dispersándola en grupos que corrían, mareando al adversario, mientras otros daban un rodeo y les caían por la retaguardia o los ardides que encontraba para romper los cercos, afirmaron su autoridad; nunca le fue difícil reclutar nuevos miembros para el cangaco. A sus subordinados les intrigaba ese jefe silencioso, reconcentrado, distinto. Se vestía con el mismo sombrero y las mismas sandalias que ellos, pero no tenía su afición a la brillantina y los perfumes —lo primero sobre lo que caían en las tiendas — ni llevaba las manos llenas de anillos ni el pecho cubierto de medallas. Sus morrales tenían menos adornos que los del más novato cangaceiro. Su única debilidad eran los cantores ambulantes, a los que nunca permitió que sus hombres maltrataran. Los atendía con deferencia, les pedía contar algo y los escuchaba muy serio, sin interrumpirlos mientras duraba la historia. Cuando se topaba con el Circo del Gitano se hacía dar una función y lo despedía con regalos.
Alguien, alguna vez, le oyó decir a Joao Satán que había visto morir a más gente por el alcohol, que malograba la puntería y hacía acuchillarse a los hombres por adefesios, que por la enfermedad o la sequía. Como para darle la razón, el día que lo sorprendió el Capitán Geraldo Macedo con su volante, toda la partida estaba borracha. El Capitán, a quien apodaban Cazabandidos, venía persiguiendo a Joáo desde que éste asaltó a una comitiva del Partido Autonomista Bahiano que venía de entrevistarse con el Barón de Cañabrava en su hacienda de Calumbí. Joáo emboscó a la comitiva, dispersó a sus capangas y a los políticos los despojó de valijas, caballos, ropas y dinero. El propio Barón envió un mensaje al Capitán Macedo ofreciéndole una recompensa especial por la cabeza del cangaceiro.
Ocurrió en Rosario, medio centenar de viviendas entre las que los hombres de Joáo Satán aparecieron un amanecer de febrero. Hacía poco habían tenido un choque sangriento con una banda rival, la de Pajeú, y sólo querían descansar. Los vecinos accedieron a darles de comer y Joáo pagó lo que consumieron, así como los trabucos, escopetas, pólvora y balas de que se apoderó. La gente de Rosario invitó a los cangaceiros a quedarse a la boda que se celebraría, dos días después, entre un vaquero y la hija de un morador. La capilla había sido adornada con flores y los hombres y mujeres del lugar vestían sus mejores galas ese mediodía, cuando llegó de Cumbe el Padre Joaquim para oficiar la boda. El curita estaba tan asustado que los cangaceiros se reían viéndolo tartamudear y atorarse. Antes de decir misa, confesó a medio pueblo, incluidos varios bandidos. Luego asistió a la reventazón de cohetes y al almuerzo al aire libre, bajo una ramada y brindó con los vecinos. Pero se empeñó después en regresar a Cumbe con tanta obstinación que Joáo, bruscamente, tuvo sospechas. Prohibió que nadie se moviera de Rosario y él mismo exploró el contorno, desde el lado de la serranía hasta el opuesto, un tablazo pelado. No encontró indicio de peligro. Volvió a la fiesta, cejijunto. Sus hombres, borrachos, bailaban, cantaban, mezclados con la gente. Media hora más tarde, incapaz de soportar la tensión nerviosa, el Padre Joaquim, temblando y lloriqueando le confesó que el Capitán Macedo y su volante estaban en lo alto de la sierra esperando refuerzos para atacar. Él había recibido la orden del Cazabandidos de entretenerlo valiéndose de cualquier treta. En eso, sonaron los primeros tiros, del lado del tablazo. Estaban rodeados. Joáo gritó a los cangaceiros, en el desorden, que resistieran hasta el anochecer como fuera. Pero los bandidos habían bebido tanto que ni siquiera atinaban a darse cuenta de dónde venían los disparos. Se ofrecían como blancos fáciles a los Comblain de los guardias y caían rugiendo, en medio de un tiroteo punteado por los alaridos de las mujeres que corrían tratando de escapar al fuego entrecruzado. Cuando llegó la noche sólo cuatro cangaceiros estaban de pie y Joáo, que peleaba con el hombro perforado, se desvaneció. Sus hombres lo envolvieron en una hamaca y comenzaron a escalar la sierra. Cruzaron el cerco, ayudados por una súbita lluvia torrentosa. Se refugiaron en una cueva y cuatro días después entraron a Tepidó, donde un curandero le bajó la fiebre a Joáo y le restañó la herida. Allí estuvieron dos semanas, lo que demoró Joáo Satán en poder andar. La noche que salieron de Tepidó supieron que el Capitán Macedo había decapitado los cadáveres de sus compañeros caídos en Rosario y que se había llevado las cabezas en un barril, espolvoreadas con sal, como carne de charqui.
Se lanzaron otra vez a la vida violenta, sin pensar demasiado en su buena estrella ni en la mala estrella de los otros. De nuevo anduvieron, robaron, pelearon, se escondieron y vivieron con la vida en un hilo. Joáo Satán tenía siempre en el pecho una sensación indefinible, la certeza de que, ahora sí, en cualquier momento, iba a ocurrir algo que había estado esperando desde que podía recordar.
La ermita, semiderruida, apareció en un desvío de la trocha que lleva a Cansancao. Ante medio centenar de haraposos, un hombre oscuro y larguísimo, envuelto en una túnica morada, estaba hablando. No interrumpió su perorata ni echó una ojeada a los recién venidos. Joáo sintió que algo vertiginoso bullía en su cerebro mientras escuchaba lo que el santo decía. Estaba contando la historia de un pecador que, después de haber hecho todo el daño del mundo, se arrepintió, vivió haciendo de perro, conquistó el perdón de Dios y subió al cielo. Cuando terminó su historia, miró a los forasteros. Sin vacilar, se dirigió a Joáo, que tenía los ojos bajos. «¿Cómo te llamas?», le preguntó. «Joáo Satán», murmuró el cangaceiro. «Es mejor que te llames Joáo Abade, es decir, apóstol del Buen Jesús», dijo la ronca voz.
Tres días después de haber despachado a l'Étincelle de la révolte la carta refiriendo su visita a Fray Joáo Evangelista de Monte Marciano, Galileo Gall sintió tocar la puerta del desván, en los altos de la Librería Catilina. Apenas los vio, supo que los individuos eran esbirros de la policía. Le pidieron sus documentos, examinaron lo que tenía, lo interrogaron sobre sus actividades en Salvador. Al día siguiente llegó la orden de expulsión, como extranjero indeseable. El viejo Jan van Rijsted hizo gestiones y el Doctor José Bautista de Sá Oliveira escribió al Gobernador Luis Viana ofreciéndose como garante, pero la autoridad, intransigente, notificó a Gall que abandonaría el Brasil en «La Marseillaise», rumbo a Europa, una semana más tarde. Se le daba, de gracia, un pasaje de tercera clase. A sus amigos Gall les dijo que ser desterrado —o encarcelado o muerto — es avatar de todo revolucionario y que él venía comiendo ese pan desde la infancia. Estaba seguro que, detrás de la orden de expulsión, se hallaba el cónsul inglés, o el francés o el español, pero, les aseguró, ninguna de las tres policías le pondría la mano encima, pues se haría humo en alguna de las escalas africanas de «La Marseillaise» o en el puerto de Lisboa. No parecía alarmado.
Tanto Jan van Rijsted como el Doctor Oliveira lo habían oído hablar con entusiasmo de su visita al Monasterio de Nuestra Señora de la Piedad, pero ambos se quedaron pasmados cuando les anunció que, en vista de que lo echaban de Brasil, haría, antes de irse, «un gesto por los hermanos de Canudos», convocando a un acto público de solidaridad con ellos. Citaría a los amantes de la libertad que hubiera en Bahía, para explicárselo: «En Canudos está germinando, de manera espontánea, una revolución y los hombres de progreso deben apoyarla». Jan van Rijsted y el Doctor Oliveira trataron de disuadirlo, le repitieron que era una insensatez, pero Gall intentó, de todos modos, publicar su convocatoria en el único diario de oposición. Su fracaso con el Jornal de Noticias no lo desalentó. Reflexionaba sobre la posibilidad de imprimir hojas volanderas que él mismo repartiría por las calles, cuando sucedió algo que lo hizo escribir: «¡Al fin! Vivía una vida demasiado apacible y mi espíritu comenzaba a embotarse».
Ocurrió la antevíspera de su viaje, al anochecer. Jan van Rijsted entró al desván, con su pipa crepuscular en la mano, a decirle que dos sujetos preguntaban por él. «Son capangas», le advirtió. Galileo sabía que llamaban así a los hombres que los poderosos y las autoridades empleaban para servicios turbios y, en efecto, los tipos tenían cataduras siniestras. Pero no estaban armados y se mostraron respetuosos: alguien quería verlo. ¿Se podía saber quién? No se podía. Los acompañó, intrigado. Lo llevaron desde la Plaza de la Basílica Catedral, a lo largo de la ciudad alta, y luego de la baja, y luego por las afueras. Cuando dejaron atrás, en la oscuridad, las calles adoquinadas —la rua Conselheiro Dantas, la rua de Portugal, la rua das Princesas—, los Mercados de Santa Bárbara y San Juan, y lo internaron por la trocha de carruajes que, bordeando el mar, iba a Barra, Galileo Gall se preguntó si la autoridad no habría decidido matarlo en vez de expulsarlo. Pero no se trataba de una trampa. En un albergue iluminado por una lamparilla de kerosene, lo esperaba el Director del Jornal de Noticias. Epaminondas Goncalves le extendió la mano y lo invitó a sentarse. Fue al grano sin preámbulos:
—¿Quiere permanecer en Brasil, pese a la orden de expulsión? Galileo Gall se quedó mirándolo, sin responder.
—¿Es cierto su entusiasmo por lo que pasa allá en Canudos? —preguntó Epaminondas Goncalves. Estaban solos en la habitación y afuera se oía conversar a los capangas y el ruido sincrónico del mar. El dirigente del Partido Republicano Progresista lo observaba, muy serio, taconeando. Tenía el traje gris que Galileo le había visto en el despacho del Jornal de Noticias, pero en su cara no había la despreocupación y socarronería de entonces. Estaba tenso, una arruga en la frente envejecía su cara juvenil.
—No me gustan los misterios —dijo Gall—. Mejor me explica de qué se trata.
—De saber si quiere ir a Canudos a llevarles armas a los revoltosos. Galileo esperó un momento, sin decir nada, resistiendo la mirada de su interlocutor.
—Hace dos días, los revoltosos no le inspiraban simpatía —comentó, despacio—. Eso de ocupar tierras ajenas y vivir en promiscuidad le parecía cosa de animales.
—Ésa es la opinión del Partido Republicano Progresista —asintió Epaminondas Goncalves—. Y la mía, por supuesto.
—Pero… —lo ayudó Gall, adelantando un poco la cabeza.
—Pero los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos —afirmó Epaminondas Goncalves, dejando de taconear—. Bahía es un baluarte de terratenientes retrógrados, de corazón monárquico, pese a que somos República hace ocho años. Si para acabar con la dictadura del Barón de Cañabrava sobre Bahía es preciso ayudar a los bandidos y a los Sebastianistas del interior, lo haré. Nos estamos quedando cada vez más rezagados y más pobres. Hay que sacar a esta gente del poder, cueste lo que cueste, antes de que sea tarde. Si lo de Canudos dura, el gobierno de Luis Viana entrará en crisis y, tarde o temprano, habrá una intervención federal. En el momento que Río de Janeiro intervenga. Bahía dejará de ser el feudo de los Autonomistas.
—Y comenzará el reinado de los Republicanos Progresistas —murmuró Gall. —No creemos en reyes, somos republicanos hasta el tuétano de los huesos —lo rectificó Epaminondas Goncalves—. Vaya, veo que me entiende.
—Eso sí lo entiendo —dijo Galileo—. Pero no lo otro. Si el Partido Republicano Progresista quiere armar a los yagunzos, ¿por qué a través mío?
—El Partido Republicano Progresista no quiere ayudar ni tener el menor contacto con gentes que se rebelan contra la ley —silabeó Epaminondas Goncalves. —El Honorable Diputado Epaminondas Goncalves, entonces —dijo Galileo Gall—. ¿Por qué a través mío?
—El Honorable Diputado Epaminondas Goncalves no puede ayudar a revoltosos — silabeó el Director del Jornal de Noticias—. Ni nadie que esté vinculado, de cerca o de lejos, a él. El Honorable Diputado está dando una batalla desigual por los ideales republicanos y democráticos en este enclave autocrático, de enemigos poderosos, y no puede correr semejante riesgo. —Sonrió y Gall vio que tenía una dentadura blanca, voraz—. Usted vino a ofrecerse. No se me hubiera ocurrido nunca, si no hubiera sido por esa extraña visita suya, anteayer. Fue la que me dio la idea. La que me hizo pensar: «Si es tan loco para convocar un mitin público en favor de los revoltosos, lo será también para llevarles unos fusiles». —Dejó de sonreír y habló con severidad —: En estos casos, la franqueza es lo mejor. Usted es la única persona que, si es descubierta o capturada, en ningún caso podría comprometernos a mí y a mis amigos políticos. —¿Me está advirtiendo que, si fuera capturado, no podría contar con ustedes? —Ahora sí lo ha entendido —silabeó Epaminondas Goncalves—. Si la respuesta es no, buenas noches y olvídese de que me ha visto. Si es sí, discutamos el precio. El escocés se movió en el asiento, un banquito de madera que crujió. —¿El precio? —murmuró, pestañeando.
—Para mí, se trata de un servicio —dijo Epaminondas Goncalves—. Le pagaré bien y le aseguraré, luego, la salida del país. Pero si prefiere hacerlo ad honorem, por idealismo, es asunto suyo.
—Voy a dar una vuelta, afuera —dijo Galileo Gall, poniéndose de pie—. Pienso mejor cuando estoy solo. No tardaré.
Al salir del albergue le pareció que llovía, pero era el agua que salpicaban las olas. Los capangas le abrieron paso y él sintió el olor fuerte y picante de sus cachimbas. Había luna y el mar, que parecía burbujeando, despedía un aroma grato, salado, que penetraba hasta las entrañas. Galileo Gall caminó, entre la arenisca y las piedras desiertas, hasta un pequeño fuerte, en el que un cañón apuntaba al horizonte. Pensó: «La República tiene tan poca fuerza en Bahía como el Rey de Inglaterra más allá del Paso de Aberboyle, en los días de Rob Roy McGregor». Fiel a su costumbre, pese a que le bullía la sangre, trató de considerar el asunto de manera objetiva. ¿Era ético para un revolucionario conjurarse con un politicastro burgués? Sí, si la conjura ayudaba a los yagunzos. Y llevarles armas sería, siempre, la mejor manera de ayudarlos. ¿Podía él ser útil a los hombres de Canudos? Sin falsa modestia, alguien fogueado en las luchas políticas y que ha dedicado su vida a la revolución podría ayudarlos, en la toma de ciertas decisiones y a la hora de combatir. Finalmente, la experiencia sería valiosa, si la comunicaba a los revolucionarios del mundo. Tal vez dejaría sus huesos allí, pero ¿no era ese fin preferible a morir de enfermedad o de vejez? Regresó al albergue y, desde el umbral, dijo a Epaminondas Goncalves: «Soy tan loco para hacerlo». — Wonderful —lo imitó el político, con los ojos brillantes.
Había predicho tanto el Consejero, en sus sermones, que las fuerzas del Perro vendrían a prenderlo y a pasar a cuchillo a la ciudad, que nadie se sorprendió en Canudos cuando supieron, por peregrinos venidos a caballo de Joazeiro, que una compañía del Noveno Batallón de Infantería de Bahía había desembarcado en aquella localidad, con la misión de capturar al santo.
Las profecías empezaban a ser realidad, las palabras hechos. El anuncio tuvo un efecto efervescente, puso en acción a viejos, jóvenes, hombres, mujeres. Las escopetas y carabinas, los fusiles de chispa que debían ser cebados por el caño fueron inmediatamente empuñados y colocadas todas las balas en las cartucheras, a la vez que en los cinturones aparecían como por ensalmo facas y cuchillos y en las manos hoces, machetes, lanzas, punzones, hondas y ballestas de cacería, palos, piedras. Esa noche, la del comienzo del fin del mundo, todo Canudos se aglomeró en torno al Templo del Buen Jesús —un esqueleto de dos pisos, con torres que crecían y paredes que se iban rellenando — para escuchar al Consejero. El fervor de los elegidos saturaba el aire. Aquél parecía más retirado en sí mismo que nunca. Luego de que los peregrinos de Joazeiro le comunicaron la noticia, no hizo el menor comentario, y prosiguió vigilando la colocación de las piedras, el apisonamiento del suelo y las mezclas de arena y guijarros para el Templo con absoluta concentración, sin que nadie se atreviera a interrogarlo. Pero todos sentían, mientras se alistaban, que esa silueta ascética los aprobaba. Y todos sabían, mientras aceitaban las ballestas, limpiaban el alma de las espingardas y los trabucos y ponían a secar la pólvora, que esa noche el Padre, por boca del Consejero, los instruiría.
La voz del santo resonó bajo las estrellas, en la atmósfera sin brisa que parecía conservar más tiempo sus palabras, tan serena que disipaba cualquier temor. Antes de la guerra, habló de la paz, de la vida venidera, en la que desaparecerían el pecado y el dolor. Derrotado el Demonio, se establecería el Reino del Espíritu Santo, la última edad del mundo antes del Juicio Final. ¿Sería Canudos la capital de ese Reino? Si lo quería el Buen Jesús. Entonces, se derogarían las leyes impías de la República y los curas volverían, como en los primeros tiempos, a ser pastores abnegados de sus rebaños. Los sertones verdecerían con la lluvia, habría maíz y reses en abundancia, todos comerían y cada familia podría enterrar a sus muertos en cajones acolchados de terciopelo. Pero, antes, había que derrotar al Anticristo. Era preciso fabricar una cruz y una bandera con la imagen del Divino para que el enemigo supiera de qué lado estaba la verdadera religión. E ir a la lucha como habían ido los Cruzados a rescatar Jerusalén: cantando, rezando, vitoreando a la Virgen y a Nuestro Señor. Y como éstos vencieron, también vencerían a la República los cruzados del Buen Jesús.
Nadie durmió esa noche en Canudos. Unos rezando, otros aprestándose, todos permanecieron de pie, mientras manos diligentes clavaban la cruz y cosían la bandera. Estuvieron listas antes del amanecer. La cruz medía tres varas por dos de ancho y la bandera eran cuatro sábanas unidas en las que el Beatito pintó una paloma blanca, con las alas abiertas, y el León de Natuba escribió, con su preciosa caligrafía, una jaculatoria. Salvo un puñado de personas designadas por Antonio Vilanova para permanecer en Canudos, a fin de que no se interrumpiera la construcción del Templo (se trabajaba día y noche, salvo los domingos), todo el resto de la población partió, con las primeras luces, en dirección a Bendengó y Joazeiro, parar probar a los adalides del mal que el bien todavía tenía defensores en la tierra. El Consejero no los vio partir, pues estaba rezando por ellos en la iglesia de San Antonio.
Debieron andar diez leguas para encontrar a los soldados. Las anduvieron cantando, rezando y vitoreando a Dios y al Consejero. Descansaron una sola vez, luego de pasar el monte Cambaio. Los que sentían una urgencia, salían de las torcidas filas a escabullirse detrás de un roquedal y luego alcanzaban a los demás a la carrera. Recorrer ese terreno llano y reseco les tomó un día y una noche sin que nadie pidiera otro alto para descansar. No tenían plan de batalla. Los raros viajeros se asombraban de saber que iban a la guerra. Parecían una multitud festiva; algunos se habían puesto sus trajes de feria. Tenían armas y lanzaban mueras al Diablo y a la República, pero aun en esos momentos el regocijo de sus caras amortiguaba el odio de sus gritos. La cruz y la bandera abrían la marcha, cargada la primera por el ex–bandido Pedráo y la segunda por el ex–esclavo Joáo Grande, y detrás de ellos María Quadrado y Alejandrinha Correa llevaban la urna con la imagen del Buen Jesús pintada en tela por el Beatito, y, atrás, dentro de una polvareda, apelotonados, difusos, venían los elegidos. Muchos acompañaban las letanías soplando los canutos que antaño servían de cachimbas y que los pastores horadaban para silbar a los rebaños.
En el curso de la marcha, imperceptiblemente, obedeciendo a una convocatoria de la sangre, la columna se fue reordenando, se fueron agrupando las viejas pandillas, los habitantes de un mismo caserío, los de un barrio, los miembros de una familia, como si, a medida que se acercaba la hora, cada cual necesitara la presencia contigua de lo conocido y probado en otras horas decisivas. Los que habían matado se fueron adelantando y ahora, mientras se acercaban a ese pueblo llamado Uauá por las luciérnagas que lo alumbran de noche, Joáo Abade, Pajeú, Táramela, José Venancio, los Macambira y otros alzados y prófugos rodeaban la cruz y la bandera, a la cabeza de la procesión o ejército, sabiendo, sin que nadie se los hubiera dicho, que ellos por su veteranía y sus pecados eran los llamados a dar el ejemplo a la hora de la embestida. Pasada la medianoche, un aparcero les salió al encuentro para advertirles que en Uauá acampaban los ciento cuatro soldados, llegados de Joazeiro la víspera. Un extraño grito de guerra —¡Viva el Consejero!, ¡Viva el Buen Jesús! — conmovió a los elegidos, que, azuzados por el júbilo, apresuraron el paso. Al amanecer avistaban Uauá, puñado de casitas que era el alto obligatorio de los troperos que iban de Monte Santo a Curacá. Empezaron a entonar letanías a San Juan Bautista, patrono del pueblo. La columna se apareció de pronto a los soñolientos soldados que hacían de centinelas a orillas de una laguna, en las afueras. Luego de mirar unos segundos, incrédulos, echaron a correr. Rezando, cantando, soplando los canutos, los elegidos entraron a Uauá, sacando del sueño para arrojar a una realidad de pesadilla al centenar de soldados que habían tardado doce días en llegar hasta allá y no entendían esos rezos que los despertaban. Eran los únicos pobladores de Uauá, todos los vecinos habían huido durante la noche y estaban ahora, entre los cruzados, dando vueltas a los tamarindos de la Plaza, viendo asomar las caras de los soldados en las puertas y ventanas, midiendo su sorpresa, sus dudas entre disparar o correr o volver a sus hamacas y camastros a dormir. Una voz de mando rugiente, que quebró el cocorocó de un gallo, desató el tiroteo. Los soldados disparaban apoyando los fusiles en los tabiques de los ranchos y comenzaron a caer, bañados en sangre, los elegidos. La columna se fue deshaciendo, grupos intrépidos se abalanzaban, detrás de Joáo Abade, de José Venancio, de Pajeú, a asaltar las viviendas y otros corrían a escudarse en los ángulos muertos o a ovillarse entre los tamarindos mientras los demás seguían desfilando. También los elegidos disparaban. Es decir, los que tenían carabinas y trabucos y los que conseguían cargar de pólvora las espingardas y divisar un blanco en la polvareda. Ni la cruz ni la bandera, en las varias horas de lucha y confusión, dejaron de estar erecta la una y danzante la otra, en medio de una isla de cruzados que, aunque acribillada, subsistió, compacta, fiel, en torno a esos emblemas en los que, más tarde, todos verían el secreto de la victoria. Porque ni Pedráo, ni Joáo Grande, ni la Madre de los Hombres, que llevaba la urna con la cara del Hijo, murieron en la refriega.
La victoria no fue rápida. Hubo muchos mártires es esas horas ruidosas. A las carreras y a los disparos sucedían paréntesis de inmovilidad y silencio que, un momento después, eran de nuevo violentados. Pero antes de media mañana los hombres del Consejero supieron que habían vencido, cuando vieron unas figurillas desaladas, a medio vestir, que, por orden de sus jefes o porque el miedo los había vencido antes que los yagunzos, escapaban a campo traviesa, abandonando armas, guerreras, polainas, botines, morrales. Les dispararon, sabiendo que no los alcanzarían, pero a nadie se le ocurrió perseguirlos. Poco después huían los otros soldados y, al escapar, algunos caían en los nidos de yagunzos que se habían formado en las esquinas, donde eran ultimados a palazos y cuchilladas en un santiamén. Morían oyéndose llamar canes, diablos, y pronosticar que sus almas se condenarían al mismo tiempo que sus cuerpos se pudrían.
Permanecieron algunas horas en Uauá, luego de la victoria. La mayoría, adormecidos, apoyados unos en otros reponiéndose de la fatiga de la marcha y de la tensión de la pelea. Algunos, por iniciativa de Joáo Abade, registraban las casas en busca de los fusiles, municiones, bayonetas y cartucheras abandonados por los soldados. María Quadrado, Alejandrinha Correa y Gertrudis, una vendedora de Terehinha que había recibido una bala en el brazo y seguía igual de activa, iban envolviendo en hamacas los cadáveres de los yagunzos para llevárselos a enterrar a Canudos. Las curanderas, los yerbateros, las comadronas, los hueseros, los espíritus serviciales rodeaban a los heridos, limpiándoles la sangre, vendándolos o, simplemente, ofreciéndoles oraciones y conjuros contra el dolor.
Cargando sus muertos y heridos y siguiendo el cauce del Vassa Barris, esta vez menos de prisa, los elegidos desanduvieron las diez leguas. Ingresaron día y medio después en Canudos, dando vivas al Consejero, aplaudidos, abrazados y sonreídos por los que se quedaron trabajando en el Templo. El Consejero, que había permanecido sin comer ni beber desde su partida, dio los consejos esa tarde desde un andamio de las torres del Templo. Rezó por los muertos, agradeció al Buen Jesús y al Bautista la victoria, y habló de cómo el mal echó raíces en la tierra. Antes del tiempo, todo lo ocupaba Dios y el espacio no existía. Para crear el mundo, el Padre había debido retirarse en sí mismo a fin de hacer un vacío y la ausencia de Dios causó el espacio donde surgieron, en siete días, los astros, la luz, las aguas, las plantas, los animales y el hombre. Pero al crearse la tierra mediante la privación de la divina sustancia se habían creado, también, las condiciones propicias para que lo más opuesto al Padre, es decir el pecado, tuviera una patria. Así, el mundo nació maldito, como tierra del Diablo. Pero el Padre se apiadó de los hombres y envió a su Hijo a reconquistar para Dios ese espacio terrenal donde estaba entronizado el Demonio.
El Consejero dijo que una de las calles de Canudos se llamaría San Juan Bautista, como el patrono de Uauá.
—El Gobernador Viana está enviando a Canudos una nueva expedición —dice Epaminondas Goncalves—. Al mando de alguien que conozco, el Mayor Febronio de Brito. Esta vez no se trata de unos cuantos soldados, como los que fueron atacados en Uauá, sino de un Batallón. Deben salir de Bahía en cualquier momento, a lo mejor lo han hecho ya. Queda poco tiempo.
—Puedo partir mañana mismo —responde Galileo Gall—. El guía está esperando. ¿Trajo las armas?
Epaminondas ofrece a Gall un tabaco, quien lo rechaza con un movimiento de cabeza. Están sentados en unos sillones de mimbre, en la destartalada terraza de una finca situada en algún lugar entre Queimadas y Jacobina, hasta donde ha guiado a Gall un jinete encuerado de nombre bíblico —Caifás — que lo hacía dar vueltas y revueltas por la caatinga, como si quisiera confundirlo. Es el atardecer; más allá de la balaustrada de madera, hay una fila de palmeras reales, un palomar, unos corrales. El sol, una bola rojiza, incendia el horizonte. Epaminondas Goncalves chupa su tabaco con parsimonia.
—Dos decenas de fusiles franceses, de buena calidad —murmura, mirando a Gall a través del humo—. Y diez mil cartuchos. Caifás lo llevará en el carromato hasta las afueras de Queimadas. Si no está muy cansado, lo mejor es que regrese esta noche con las armas, para seguir a Canudos mañana mismo. Galileo Gall asiente. Está cansado pero le bastarán unas horas de sueño para recuperarse. Hay tantas moscas en la terraza que tiene una mano ante la cara, espantándolas. Pese a la fatiga, se siente colmado; la espera comenzaba a exasperarlo y temía que el político republicano hubiera cambiado de planes. Esa mañana, cuando intempestivamente el encuerado lo sacó de la Pensión Nuestra Señora de las Gracias, con la contraseña convenida, se sintió tan animado que olvidó incluso desayunar. Ha hecho el viaje hasta aquí sin beber ni comer, bajo un sol de plomo.
—Siento haberlo hecho esperar tantos días, pero reunir y traer las armas hasta aquí resultó bastante complicado —dice Epaminondas Goncalves—. ¿Vio la campaña para las elecciones municipales, en algunos pueblos?
—Vi que el Partido Autonomista Bahiano gasta más dinero en propaganda que ustedes —bosteza Gall.
—Tiene todo el que haga falta. No sólo el de Viana, también el de la Gobernación y el del Parlamento de Bahía. Y, sobre todo, el del Barón.
—¿Rico como un Creso el Barón, no es verdad? —se interesa Gall, de pronto—. Un personaje antediluviano, sin duda, una curiosidad arqueológica. He sabido algunas cosas de él, en Queimadas. Por Rufino, el guía que me recomendó usted. Su mujer pertenecía al Barón. Pertenecía, sí, como una cabra o una ternera. Se la regaló para que fuera su esposa. El propio Rufino habla de él como si también hubiera sido propiedad suya. Sin rencor, con gratitud perruna. Interesante, señor Goncalves. La Edad Media está viva aquí.
—Contra eso luchamos, por eso queremos modernizar esta tierra —dice Epaminondas, soplando la ceniza de su tabaco—. Por eso ha caído el Imperio, para eso es la República. «Contra eso luchan los yagunzos, más bien» lo corrige mentalmente Galileo Gall, sintiendo que se va a quedar dormido en cualquier momento. Epaminondas Goncalves se pone de pie.
—¿Qué le ha dicho usted al guía? —pregunta, paseando por la terraza. Han comenzado a cantar los grillos y ya no hace calor.
—La verdad —dice Gall y el Director del Jornal de Noticias se para en seco—. No he mencionado su nombre para nada. Hablo de mí. Que quiero ir a Canudos por una razón de principio. Por solidaridad ideológica y moral.
Epaminondas Goncalves lo mira en silencio y Galileo sabe que está preguntándose si él dice estas cosas en serio, si de veras es tan loco o tan estúpido para creerlas. Piensa: «Lo soy», mientras manotea, ahuyentando a las moscas. —¿Le ha dicho también que les llevará armas? —Desde luego que no. Lo sabrá cuando estemos en camino.
Epaminondas retoma su paseo por la terraza, con las manos a la espalda; deja una estela de humo. Lleva una blusa abierta, chaleco sin botones, pantalón y botas de montar y da la impresión de no haberse afeitado. Su apariencia es muy distinta de la que tenía en la redacción del diario o en el albergue de Barra, pero Gall reconoce la energía empozada en sus movimientos, la determinación ambiciosa en su expresión, y se dice que sin necesidad de tocarlos sabe cómo son sus huesos: «Un ávido de poder». ¿Es de él esta finca? ¿Se la prestan para sus conspiraciones?
—Una vez que haya entregado las armas, no regrese a Salvador por aquí —dice Epaminondas, apoyándose en la balaustrada y dándole la espalda—. Que el guía lo lleve a Joazeiro. Es más prudente. En Joazeiro hay un tren cada dos días, que lo pondrá en Bahía en doce horas. Yo me encargaré de que salga a Europa discretamente y con una buena gratificación.
—Una buena gratificación —repite Gall, con un largo bostezo que distorsiona cómicamente su cara y sus palabras—. Usted ha creído siempre que yo hago esto por dinero.
Epaminondas arroja una bocanada de humo que se expande en arabescos por la terraza. A lo lejos, el sol comienza a ocultarse y hay manchas de sombra en el campo. —No, ya sé que lo hace por una razón de principio. En todo caso, me doy cuenta que no lo hace por cariño al Partido Republicano Progresista. Para nosotros esto es un servicio y acostumbramos retribuir los servicios, ya se lo dije.
—No puedo asegurarle que volveré a Bahía —lo interrumpe Gall, desperezándose—. Nuestro trato no incluye esa cláusula. El Director del Jornal de Noticias se vuelve a mirarlo:
—No vamos a discutirlo otra vez —sonríe—. Usted puede hacer lo que quiera. Simplemente ya sabe cuál es la mejor manera de regresar, y sabe también que yo puedo facilitarle la salida del país sin que intervengan las autoridades. Ahora, si prefiere quedarse con los revoltosos, allá usted. Aunque, estoy seguro, cambiará de idea cuando los conozca.
—Ya he conocido a uno de ellos —murmura Gall ligeramente burlón—. Y, a propósito, ¿le importaría despacharme desde Bahía esta carta para Francia? Está abierta, si lee francés comprobará que no hay en ella nada comprometedor para usted.
Nació, como sus padres, abuelos y su hermano Honorio, en el poblado cearense de Assaré, donde se dividían las reses que iban a Jaguaribe y las que enrumbaban hacia el Valle de Cariri. En el pueblo todos eran agricultores o vaqueros, pero Antonio mostró desde niño vocación de comerciante. Comenzó a hacer negocios en las clases de catecismo del Padre Matías (quien también le enseñó las letras y los números). Antonio vendía y compraba a los otros niños trompos, hondas, bolas de vidrio, cometas, tordos, canarios, ranas cantoras y hacía tan buenas ganancias que, aunque su familia no era próspera, él y su hermano eran voraces consumidores de los dulces del almacenero Zuquieta. A diferencia de otros hermanos, que andaban como perro y gato, los Vilanova eran uña y carne. Se trataban, muy en serio, de «compadres» .
Una mañana, Adelinha Alencar, hija del carpintero de Assaré, despertó con fiebre alta. Las yerbas que quemó Doña Camuncha para exorcizar el daño no hicieron efecto y días más tarde Adelinha tenía el cuerpo erupcionado de granos que la convirtieron, de la más linda, en el ser más repelente del pueblo. Una semana después había media docena de vecinos delirando por la fiebre y con pústulas. El Padre Tobías alcanzó a decir una misa pidiendo a Dios que pusiera fin a la peste antes de caer, él también, contagiado. Casi en seguida empezaron a morir los enfermos, en tanto que la epidemia se extendía, incontenible. Cuando los lugareños, aterrados, se disponían a escapar, se encontraron con que el coronel Miguel Fernández Vieira, jefe político del municipio y propietario de las tierras que cultivaban y de los ganados que hacían pastar, se lo prohibía, para que no propagaran la viruela por la región. El coronel Vieira puso capangas en las salidas con orden de disparar al que desobedeciera el bando.
Entre los pocos que consiguieron irse estuvieron los Vilanova. La peste les mató a los padres, a su hermana Luz María, a un cuñado y a tres sobrinos. Después de enterrar a toda esa parentela, Antonio y Honorio, mozos fuertes, quinceañeros, de pelos ensortijados y ojos claros, decidieron la fuga. Pero, en vez de enfrentarse a los capangas a faca y bala, como otros, Antonio, fiel a su vocación, los convenció de que, a cambio de un novillo, una arroba de azúcar y otra de rapadura, hicieran la vista gorda. Partieron de noche, llevándose a dos primas suyas —Antonia y Asunción Sardelinha — y los bienes de la familia: dos vacas, una acémila, una maleta de ropa y una bolsita con diez mil reis. Antonia y Asunción eran primas de los Vilanova por partida doble y Antonio y Honorio se las llevaron apiadados de su desamparo, pues la viruela las dejó huérfanas. Eran casi niñas y su presencia dificultó la marcha; no sabían andar por la caatinga y aguantaban mal la sed. La pequeña expedición, sin embargo, atravesó la Sierra de Araripe, dejó atrás San Antonio, Ouricuri, Petrolina y cruzó el río San Francisco. Cuando entraron a Joazeiro y Antonio decidió que probarían suerte en ese pueblo bahiano, las dos hermanas estaban embarazadas: Antonia de Antonio y Asunción de Honorio.
Al día siguiente, Antonio comenzó a trabajar mientras Honorio, ayudado por las Sardelinhas, levantaba un rancho. Las vacas de Assaré las habían vendido en el camino, pero conservaban la acémila y en ella cargó Antonio un perol de aguardiente que fue vendiendo, a copitas, por la ciudad. En esa acémila y luego en otra y otras cargaría las mercancías que, en los meses y años siguientes, fue llevando, al principio de casa en casa, después por los caseríos del contorno y, finalmente, a lo ancho y a lo largo de los sertones, que llegó a conocer como su mano. Comerciaba bacalao, arroz, frejol, azúcar, pimienta, rapadura, paños, alcohol y lo que le encargaran. Se convirtió en proveedor de inmensas haciendas y de pobres aparceros y sus caravanas se hicieron tan familiares como el Circo del Gitano en los poblados, las misiones y los campamentos. El almacén de Joazeiro, en la Plaza de la Misericordia, lo atendían Honorio y las Sardelinhas. Antes de diez años, se decía que los Vilanova estaban en camino de ser ricos. Entonces sobrevino la calamidad que, por segunda vez, arruinaría a la familia. Los buenos años las lluvias comenzaban en diciembre; los malos en febrero o marzo. Ese año, en mayo no había caído gota de lluvia. El San Francisco perdió dos tercios de su caudal y apenas alcanzaba a satisfacer las necesidades de Joazeiro, cuya población se cuadruplicó con los retirantes del interior.
Antonio Vilanova no cobró ese año una sola deuda y todos sus clientes, dueños de haciendas o pobres moradores, le cancelaron los pedidos. Hasta Calumbí, la mejor propiedad del Barón de Cañabrava, le hizo saber que no le compraría ni un puñado de sal. Pensando sacar provecho de la adversidad.
Antonio había enterrado los granos en cajones envueltos con lona para venderlos cuando la escasez pusiera los precios por las nubes. Pero la calamidad fue demasiado grande, incluso para sus cálculos. Pronto comprendió que si no vendía de una vez se quedaría sin compradores, pues la gente se gastaba lo poco que conservaba en misas, procesiones y ofrendas (y todo el mundo quería incorporarse a la Hermandad de Penitentes, que se encapuchaban y flagelaban) para que Dios hiciera llover. Entonces, desenterró sus cajones: los^ granos, pese a la lona, estaban podridos. Pero Antonio nunca se sentía derrotado. Él, Honorio, las Sardelinhas y hasta los niños —uno de él y tres de su hermano — limpiaron los granos como pudieron y el pregonero anunció a la mañana siguiente, en la Plaza Matriz, que por fuerza mayor el almacén de los Vilanova remataba las existencias. Antonio y Honorio se armaron y pusieron a cuatro sirvientes con palos a la vista para evitar desmanes. La primera hora todo funcionó. Las Sardelinhas despachaban en el mostrador mientras los seis hombres contenían en la puerta a la gente, dejando entrar al almacén sólo grupos de diez personas. Pero pronto fue imposible contener a la multitud que terminó por rebasar la barrera, echar abajo puertas y ventanas e invadir el almacén. En pocos minutos se apoderó de todo lo que había adentro, incluido el dinero de la caja. Lo que no pudieron llevarse lo pulverizaron. La devastación no duró más de media hora y, aunque las pérdidas fueron grandes, nadie de la familia resultó maltratado. Honorio, Antonio, las Sardelinhas y los niños, sentados en la calle, contemplaron cómo los saqueadores se retiraban del que había sido el almacén mejor provisto de la ciudad. Las mujeres tenían los ojos llorosos y los niños miraban, esparcidos por la tierra, los restos de los camastros donde dormían, la ropa que se ponían y los objetos con que jugaban. Antonio estaba pálido. «Tenemos que empezar de nuevo, compadre», murmuró Honorio. «Pero no en este pueblo», le contestó su hermano.
Antonio no había cumplido aún treinta años. Pero, por el excesivo trabajo, los fatigosos viajes, la manera obsesiva con que llevaba su negocio, parecía mayor. Había perdido pelo y la ancha frente, la barbita y el bigote le daban un aire intelectual. Era fuerte, de hombros algo caídos, y andaba con las piernas arqueadas, como un vaquero. Nunca demostró otro interés que los negocios. En tanto que Honorio iba a fiestas, y no le disgustaba beber una copita de anisado escuchando a un trovero o platicar con amigos viendo pasar por el San Francisco las embarcaciones en las que comenzaban a aparecer mascarones de proa de colores vivos, él no hacía vida social. Cuando no estaba de viaje, permanecía detrás del mostrador, verificando cuentas o ideando nuevos renglones de actividad. Tenía muchos clientes pero pocos amigos y aunque se lo veía los domingos en la Iglesia de Nuestra Señora de las Grutas y asistía alguna vez a las procesiones en las que los flagelantes de la Hermandad se martirizaban para ayudar a las almas del Purgatorio, tampoco destacaba por su fervor religioso. Era un hombre serio, sereno, tenaz, bien preparado para encarar la adversidad.
Esta vez, la peregrinación de la familia Vilanova, por su territorio agobiado de hambre y de sed, fue más larga que la que había hecho una década atrás, huyendo de la peste. Pronto se quedaron sin animales. Después de un primer choque con una partida de retirantes, a quienes los hermanos tuvieron que dispararles, Antonio decidió que esas cinco acémilas eran una tentación demasiado grande para la hambrienta humanidad que deambulaba por los sertones. De modo que en Barro Vermelho vendió cuatro de ellas por un puñado de piedras preciosas. Mataron la otra, se dieron un banquete y salaron la carne sobrante, con lo que pudieron sustentarse varios días. Uno de los hijos de Honorio murió de disentería y lo enterraron en Borracha, donde habían instalado un refugio en el que las Sardelinhas ofrecían sopas hechas de batata de imbuzeiro, mocó y xique–xique. Pero tampoco pudieron resistir mucho allí y emigraron hacia Patamuté y Mato Verde, donde Honorio fue picado por un alacrán. Cuando curó, siguieron hacia el sur, angustioso recorrido de semanas en el que sólo encontraban pueblos fantasmas, haciendas desiertas, caravanas de esqueletos que iban a la deriva, como alucinados. En Pedra Grande, otro hijo de Honorio y Asunción murió de un simple catarro. Estaban enterrándolo, envuelto en una manta, cuando, en medio de una polvareda color lacre, entraron al caserío una veintena de hombres y mujeres —había entre ellos un ser con cara de hombre que andaba a cuatro patas y un negro semidesnudo—, la mayoría pellejos adheridos a los huesos, de túnicas raídas y sandalias que parecían haber pisado todos los caminos del mundo. Los conducía un hombre alto, moreno, con cabellos hasta los hombros y ojos de azogue. Fue directamente hacia la familia Vilanova y contuvo con un gesto a los hermanos que ya bajaban el cadáver a la tumba. «¿Hijo tuyo?», preguntó a Honorio, con voz grave. Éste asintió. «No lo puedes enterrar así», dijo el moreno, con seguridad. «Hay que prepararlo y despedirlo bien, a fin de que sea recibido en la eterna fiesta del cielo.» Y antes que Honorio repusiera, se volvió a sus acompañantes: «Vamos a hacerle un entierro decente, para que el Padre lo reciba alborozado». Los Vilanova, entonces, vieron a los peregrinos animarse, correr hacia los árboles, cortarlos, clavarlos, fabricar un cajón y una cruz con una destreza que mostraba larga práctica. El moreno cogió en sus brazos al niño y lo metió en el cajón. Mientras los Vilanova rellenaban la tumba, el hombre rezó en voz alta y los otros cantaron benditos y letanías, arrodillados alrededor de la cruz. Más tarde, cuando, luego de haber descansado bajo los árboles, los peregrinos se disponían a partir, Antonio Vilanova sacó una moneda y se la alcanzó al santo. «Para mostrarte nuestro agradecimiento», insistió, al ver que el hombre no la cogía y lo miraba con burla. «No tienes nada que agradecerme», dijo, al fin. «Pero al Padre no podrías pagarle lo que le debes ni con mil monedas como ésa.» Hizo una pausa y añadió, suavemente: «No has aprendido a sumar, hijo».
Los Vilanova permanecieron pensativos, mucho rato después de que los peregrinos hubieron partido, sentados junto a una fogata que espantaba a los insectos. «¿Era un loco, compadre?», dijo Honorio. «He visto muchos locos en mis viajes y éste parecía algo más que un loco», dijo Antonio.
Cuando volvió el agua, después de dos años de sequía y calamidades, los Vilanova estaban instalados en Caatinga do Moura, un caserío cerca del cual había una salina que Antonio comenzó a explotar. Todo el resto de la familia —las Sardelinhas y los dos niños
— había sobrevivido, pero el hijo de Antonio y Antonia, luego de unas légañas que lo tuvieron frotándose los ojos muchos días, había ido perdiendo la vista y ahora diferenciaba el día y la noche, pero no las caras de las personas ni la naturaleza de las cosas. La salina resultó un buen negocio. Honorio, las Sardelinhas y los niños se pasaban el día secando la sal y preparando las bolsas que Antonio salía a vender. Se había fabricado una carreta e iba armado con una escopeta de dos cañones, en previsión de asaltos.
Permanecieron en Caatinga do Moura cerca de tres años. Con las lluvias, los moradores retornaron a trabajar la tierra y los vaqueros a cuidar las diezmadas ganaderías y todo esto significó, para Antonio, el retorno de la prosperidad. Además de la salina, pronto tuvo un almacén y comenzó a comerciar en caballerías, que compraba y vendía con buen margen de ganancia. Cuando las lluvias diluviales de ese diciembre —decisivo en su vida
— convirtieron el arroyo que cruzaba el pueblo en un torrente que se llevó las cabañas y ahogó aves y chivos e inundó la salina y en una noche la enterró bajo un mar de lodo, Antonio se encontraba en la Feria de Nordestina, adonde había ido con un cargamento de sal y la intención de comprar mulas.
Volvió una semana más tarde. Las aguas habían comenzado a bajar. Honorio, las Sardelinhas y la media docena de peones que ahora trabajaban para ellos estaban desconsolados, pero Antonio tomó la nueva catástrofe con calma. Revisó lo que se había salvado, hizo cálculos en un cuadernillo y les levantó el ánimo diciéndoles que quedaban abundantes deudas por cobrar y que él, como los gatos, tenía muchas vidas para sentirse derrotado por una inundación.
Pero esa noche no pegó los ojos. Estaban alojados en casa de un morador amigo, en la loma donde se habían refugiado todos los vecinos. Su mujer lo sintió moverse en la hamaca y la luz de la luna le mostró la cara de su marido comida por la preocupación. A la mañana siguiente, Antonio les comunicó que debían alistarse pues abandonaban Caatinga do Moura. Fue tan categórico que ni su hermano ni las mujeres se atrevieron a preguntarle por qué. Luego de rematar lo que no podían llevarse, se lanzaron una vez más, con la carreta cubierta de bultos, a la incertidumbre de los caminos. Uno de esos días, le oyeron a Antonio algo que los confundió. «Ha sido el tercer aviso —murmuró, con una sombra en el fondo de las claras pupilas—. Esa inundación nos la han mandado para que hagamos algo que no sé qué es.» Honorio, como avergonzado, preguntó: «¿Un aviso de Dios, compadre?». «Pudiera ser del Diablo», dijo Antonio.
Estuvieron dando tumbos, una semana aquí, un mes allá, y cada vez que la familia creía que arraigarían en un lugar, Antonio, impulsivamente, decidía partir. Esa búsqueda de algo o alguien tan incierto los desasosegaba pero ninguno protestó por las continuas mudanzas.
Por fin, después de casi ocho meses recorriendo los sertones, terminaron instalándose en una hacienda del Barón de Cañabrava, abandonada desde la sequía. El Barón se había llevado sus ganados y quedaban unas cuantas familias, diseminadas por los alrededores, cultivando pequeños lotes a orillas del Vassa Barris y llevando a pastar sus cabras a la Sierra de Cañabrava, siempre verde. Por su escasa población y por estar cercado de montes, Canudos parecía el lugar menos indicado para un comerciante. Sin embargo, apenas ocuparon la vieja casa del administrador, que estaba en ruinas, Antonio pareció librarse de un peso. De inmediato se puso a inventar negocios y a organizar la vida de la familia, con los antiguos bríos. Y un año después, gracias a su empeño, el almacén de los Vilanova compraba y vendía mercancías a diez leguas a la redonda. Antonio viajaba otra vez constantemente.
Pero el día en que los peregrinos aparecieron en las laderas del Cambaio y entraron por la única calle de Canudos cantando alabanzas al Buen Jesús con toda la fuerza de sus pulmones, se hallaba en casa. Desde la baranda de la antigua administración, convertida en vivienda–almacén, vio acercarse a esos seres fervientes. Su hermano, su mujer, su cuñada advirtieron que palidecía cuando el hombre de morado, que encabezaba la procesión, avanzó hacia él. Reconocieron los ojos incandescentes, la voz cavernosa, la flacura. «¿Ya aprendiste a sumar?», dijo el santo, con una sonrisa, estirando la mano al mercader. Antonio Vilanova cayó de rodillas para besar los dedos del recién venido.
En mi carta anterior os hablé, compañeros, de una rebelión popular en el interior del Brasil, de la que tuve noticia a través de un testigo prejuiciado (un capuchino). Hoy puedo comunicaros un testimonio mejor sobre Canudos, el de un hombre venido de la revuelta, que recorre las regiones sin duda con la misión de reclutar prosélitos. Puedo, también, deciros algo emulsionante: hubo un choque armado y los yagunzos derrotaron a cien soldados que pretendían llegar a Canudos. ¿No se confirman los indicios revolucionarios? En cierto modo sí, pero de manera relativa, a juzgar por este hombre, que da una impresión contradictoria de estos hermanos: intuiciones certeras y acciones correctas se mezclan en ellos con supersticiones inverosímiles.
Escribo desde un pueblo cuyo nombre no debéis saber, una tierra donde las servidumbres morales y físicas de las mujeres son extremas, pues las oprimen el patrón, el padre, los hermanos y el marido. Aquí, el terrateniente escoge las esposas de sus allegados y las mujeres son golpeadas en plena calle por padres irascibles o maridos borrachos, ante la indiferencia general. Un motivo de reflexión, compañeros: asegurarse que la revolución no sólo suprima la explotación del hombre por el hombre, sino, también, la de la mujer por el hombre y establezca, a la vez que la igualdad de clases, la de sexos.
Supe que el emisario de Canudos había llegado a este lugar por un guía que es también tigrero, o cazador de sucuaranas (bellos oficios: explorar el mundo y acabar con los predadores del rebaño), gracias al cual conseguí, también, verlo. La entrevista tuvo lugar en una curtiembre, entre cueros que se secaban al sol y unos niños que jugaban con lagartijas. Mi corazón latió con fuerza al ver al hombre: bajo y macizo, con esa palidez entre amarilla y gris que viene a los mestizos de sus ancestros indios, y una cicatriz en la cara que me reveló, a simple vista, su pasado de capanga, de bandido o de criminal (en todo caso, de víctima, pues, como explicó Bakunin, la sociedad prepara los crímenes y los criminales son sólo los instrumentos para ejecutarlos). Vestía de cuero —así lo hacen los vaqueros para cabalgar por la espinosa campiña—, llevaba el sombrero puesto y una escopeta. Sus ojos eran hundidos y cazurros y sus maneras oblicuas, evasivas, lo que es aquí frecuente. No quiso que habláramos a solas. Tuvimos que hacerlo delante del dueño de la curtiembre y de su familia, que comían en el suelo, sin mirarnos. Le dije que era un revolucionario, que en el mundo había muchos compañeros que aplaudían lo que ellos habían hecho en Canudos, es decir tomar las tierras de un feudal, establecer el amor libre y derrotar a una tropa. No sé si me entendió. La gente del interior no es como la de Bahía, a la que la influencia africana ha dado locuacidad y exuberancia. Aquí las caras son inexpresivas, máscaras cuya función parece ser la de ocultar los sentimientos y los pensamientos.
Le pregunté si estaban preparados para nuevos ataques, pues la burguesía reacciona como fiera cuando se atenta contra la sacrosanta propiedad privada. Me dejó de una pieza murmurando que el dueño de todas las tierras es el Buen Jesús y que, en Canudos, el Consejero está erigiendo la Iglesia más grande del mundo. Traté de explicarle que no era porque construían iglesias que el poder había enviado soldados contra ellos, pero me dijo que sí, que era precisamente por eso, pues la República quiere exterminar la religión. Extraña diatriba la que oí entonces, compañeros, contra la República, proferida con tranquila seguridad, sin asomo de pasión. La República se propone oprimir a la Iglesia y a los fieles, acabar con todas las órdenes religiosas como lo ha hecho ya con la Compañía de Jesús y la prueba más flagrante de su designio es haber instituido el matrimonio civil, escandalosa impiedad cuando existe el sacramento del matrimonio creado por Dios.
Me imagino la decepción de muchos lectores y sus sospechas, al leer lo anterior, de que Canudos, como la Vendée cuando la Revolución, es un movimiento retrógrado, inspirado por los curas. No es tan simple, compañeros. Ya sabéis, por mi carta anterior, que la Iglesia condena al Consejero y a Canudos y que los yagunzos le han arrebatado las tierras a un Barón. Pregunté al de la cicatriz si los pobres del Brasil estaban mejor cuando la monarquía. Me repuso en el acto que sí, pues era la monarquía la que había abolido la esclavitud. Y me explicó que el diablo, a través de los masones y los protestantes, derrocó al Emperador Pedro II para restaurarla. Como lo oís: el Consejero ha inculcado a sus hombres que los republicanos son esclavistas. (Una manera sutil de enseñar la verdad, ¿no es cierto?, pues la explotación del hombre por los dueños del dinero, base del sistema republicano, no es menos esclavitud que la feudal.) El emisario fue categórico: «Los pobres han sufrido mucho pero se acabó: no contestaremos las preguntas del censo porque lo que ellas pretenden es reconocer a los libertos para ponerles otra vez cadenas y devolverlos a sus amos». «En Canudos nadie paga los tributos de la República porque no la reconocemos ni admitimos que se atribuya funciones que corresponden a Dios.» ¿Qué funciones, por ejemplo? «Casar a las parejas o cobrar el diezmo.» Pregunté qué ocurría con el dinero en Canudos y me confirmó que sólo aceptaban el que lleva la cara de la Princesa Isabel, es decir el del Imperio, pero, como éste ya casi no existe, en realidad el dinero está desapareciendo. «No se necesita, porque en Canudos los que tienen dan a los que no tienen y los que pueden trabajar trabajan por los que no pueden.»
Le dije que abolir la propiedad y el dinero y establecer una comunidad de bienes, se haga en nombre de lo que sea, aun en el de abstracciones gaseosas, es algo atrevido y valioso para los desheredados del mundo, un comienzo de redención para todos. Y que esas medidas desencadenarán contra ellos, tarde o temprano, una dura represión, pues la clase dominante jamás permitirá que cunda semejante ejemplo: en este país hay pobres de sobra para tomar todas las haciendas. ¿Son conscientes el Consejero y los suyos de las fuerzas que están soliviantando? Mirándome a los ojos, sin pestañear, el hombre me recitó frases absurdas, de las que os doy una muestra: los soldados no son la fuerza sino la flaqueza del gobierno, cuando haga falta las aguas del río Vassa Barris se volverán leche y sus barrancas cuzcuz de maíz, y los yagunzos muertos resucitarán para estar vivos cuando aparezca el Ejército del Rey Don Sebastián (un rey portugués que murió en el África, en el siglo XVI).
¿Son estos diablos, emperadores y fetiches religiosos las piezas de una estrategia de que se vale el Consejero para lanzar a los humildes por la senda de una rebelión que, en los hechos —a diferencia de las palabras — es acertada, pues los ha impulsado a insurgir contra la base económica, social y militar de la sociedad clasista? ¿Son los símbolos religiosos, míticos, dinásticos, los únicos capaces de sacudir la inercia de masas sometidas hace siglos a la tiranía supersticiosa de la Iglesia y por eso los utiliza el Consejero? ¿O es todo esto obra del azar? Nosotros sabemos, compañeros, que no existe el azar en la historia, que, por arbitraria que parezca, hay siempre una racionalidad encubierta detrás de la más confusa apariencia. ¿Imagina el Consejero el trastorno histórico que está provocando? ¿Se trata de un intuitivo o de un astuto? Ninguna hipótesis es descartable, y, menos que otras, la de un movimiento popular espontáneo, impremeditado. La racionalidad está grabada en la cabeza de todo hombre, aun la del más inculto, y, dadas ciertas circunstancias, puede guiarlo, por entre las nubes dogmáticas que velen sus ojos o los prejuicios que empañen su vocabulario, a actuar en la dirección de la historia. Alguien que no era de los nuestros, Montesquieu, escribió que la dicha o la desdicha consisten en una cierta disposición de nuestros órganos. También la acción revolucionaria puede nacer de ese mandato de los órganos que nos gobiernan, aun antes de que la ciencia eduque la mente de los pobres. ¿Es lo que ocurre en el sertón bahiano? Esto sólo se puede verificar en la propia Canudos. Hasta la próxima o hasta siempre.
La victoria de Uauá fue celebrada en Canudos con dos días de festejos. Hubo cohetes y fuegos artificiales preparados por Antonio el Fogueteiro y el Beatito organizó procesiones que recorrieron los meandros de casuchas que habían brotado en la hacienda. El Consejero predicaba cada atardecer desde un andamio del Templo. A Canudos le aguardaban pruebas más duras, no había que dejarse derrotar por el miedo, el Buen Jesús ayudaría a los que tuvieran fe. Un tema frecuente seguía siendo el fin del mundo. La tierra, cansada después de tantos siglos de producir plantas, animales y de dar abrigo al hombre, pediría al Padre poder descansar. Dios consentiría y comenzarían las destrucciones. Era eso lo que indicaban las palabras de la Biblia: «¡No vine a establecer la armonía! ¡Vine para atizar un incendio!».
Así, mientras, en Bahía, las autoridades, criticadas sin piedad por el Jornal de Noticias y el Partido Republicano Progresista por los sucesos de Uauá, organizaban una segunda expedición seis veces más numerosa que la primera y la pertrechaban de dos cañones Krupp, calibre 7,5 y de dos ametralladoras Nordenfelt y, al mando del Mayor Febronio de Brito, la despachaban por tren hacia Queimadas, para que luego siguiera a pie, a castigar a los yagunzos, éstos, en Canudos, se preparaban para el Juicio Final. Algunos impacientes, con el pretexto de apurarlo o de ganarle a la tierra el descanso, salieron a sembrar la desolación. Enfurecidos de amor prendían fuego a las construcciones de los tablazos y caatingas que separaban a Canudos del mundo. Para salvar sus tierras, muchos hacendados y campesinos les hacían regalos, pero sin embargo, ardieron buen número de ranchos, corrales, casas abandonadas, refugios de pastores y guaridas de forajidos. Fue preciso que José Venancio, Pajeú, Joáo Abade, Joáo Grande, los Macambira salieran a contener a esos exaltados que querían dar reposo a la naturaleza carbonizándola y que el Beatito, la Madre de los Hombres, el León de Natuba, les explicaran que habían interpretado mal los consejos del santo.
Tampoco en estos días, pese a los nuevos peregrinos que llegaban, Canudos pasó hambre. María Quadrado se llevó a vivir con ella al Santuario a un grupo de mujeres — que el Beatito llamó: el Coro Sagrado — para que la ayudaran a sostener al Consejero cuando los ayunos le doblaban las piernas, y a darle de comer los escasos mendrugos que comía, y a servirle de coraza para que no lo aplastaran los romeros que querían tocarlo y lo acosaban pidiéndole que intercediera ante el Buen Jesús por la hija ciega, el hijo inválido o el marido desaparecido. Entretanto, otros yagunzos se ocupaban de procurar sustento a la ciudad y de su defensa. Habían sido esclavos cimarrones, como Joáo Grande, o cangaceiros con muchas muertes en su historial, como Pajeú o Joáo Abade, y eran ahora hombres de Dios. Pero seguían siendo hombres prácticos, alertas a lo terrenal, sensibles al hambre y a la guerra, y fueron ellos quienes, como habían hecho en Uauá, tomaron la iniciativa. A la vez que contenían a las turbas de incendiarios, arreaban hacia Canudos cabezas de ganado, caballos, mulas, asnos, chivos que las haciendas se resignaban a donar al Buen Jesús, y despachaban a los almacenes de Antonio y Honorio Vilanova las harinas, los granos, las ropas y, sobre todo, las armas que reunían en sus incursiones. En pocos días, Canudos se llenó de recursos. Al mismo tiempo, solitarios enviados recorrían los sertones, como profetas bíblicos, y bajaban hasta el litoral incitando a las gentes a partir a Canudos para combatir junto a los elegidos contra esa invención del Perro: la República. Eran unos curiosos emisarios del cielo, que, en vez de vestir túnicas, llevaban pantalones y camisas de cuero y cuyas bocas escupían las palabrotas de la gente ruin y a quienes todos conocían porque habían compartido con ellos techo y miseria hasta que un día, rozados por el ángel, se fueron a Canudos. Eran los mismos, llevaban las mismas facas, carabinas, machetes y, sin embargo, eran otros, pues ahora sólo hablaban del Consejero, de Dios o del lugar de donde venían con una convicción y un orgullo contagiosos. La gente les daba hospitalidad, los escuchaba y muchos, sintiendo esperanza por primera vez, hacían un atado con sus cosas y partían.
Las fuerzas del Mayor Febronio de Brito estaban ya en Queimadas. Eran quinientos cuarenta y tres soldados, catorce oficiales y tres médicos seleccionados en los tres batallones de Infantería de Bahía —el 9, el 26 y el 33—, a los que la pequeña localidad recibió con discurso de Alcalde, misa en la Iglesia de San Antonio, sesión en el Consejo Municipal y día feriado para que los lugareños gozaran del desfile con redoble de tambor y cometería alrededor de la Plaza Matriz. Antes de que empezara el desfile, ya habían partido hacia el Norte mensajeros espontáneos que llevaban a Canudos el número de soldados y armas de la Expedición y su plan de viaje. Las noticias no causaron sorpresa. ¿Cómo podía sorprenderlos que la realidad confirmara lo que Dios les había anunciado por boca del Consejero? La única novedad era que los soldados vendría esta vez por el rumbo del Cariacá, la Sierra de Acarí y el Valle de Ipueiras. Joáo Abade sugirió a los demás cavar trincheras, acarrear pólvora y proyectiles y apostar gente en las laderas del Cambaio, pues por allí tendrían que pasar forzosamente los protestantes. El Consejero parecía por el momento más preocupado por apurar la construcción del Templo del Buen Jesús que por la guerra. Seguía dirigiendo los trabajos desde el amanecer, pero éstos se demoraban por culpa de las piedras: había que acarrearlas de canteras cada vez más apartadas y subirlas a las torres era tarea difícil en la que, a veces, se rompían las cuerdas y los pedrones se llevaban de encuentro andamios y operarios. Y, a veces, el santo ordenaba echar abajo un muro ya levantado y erigirlo más allá o rectificar unas ventanas porque una inspiración le decía que no estaban orientados en la dirección del amor. Se lo veía circular entre la gente, rodeado del León de Natuba, del Beatito, de María Quadrado y de las beatas del Coro que estaban batiendo constantemente las manos para espantar a las moscas que venían a perturbarlo. A diario llegaban a Canudos tres, cinco, diez familias o grupos de peregrinos, con sus minúsculos hatos de cabras y sus carretas, y Antonio Vilanova les designaba un hueco en el dédalo de viviendas para que levantaran la suya. Cada tarde, antes de los consejos, el santo recibía, dentro del Templo todavía sin techo, a los recién llegados. Eran encaminados hacia él por el Beatito, a través de la masa de fieles, y aunque el Consejero trataba de impedírselo diciéndoles «Dios es otro», se tumbaban a sus pies para besárselos o tocar su túnica mientras él los bendecía, mirándolos con esa mirada que daba la impresión de estar mirando siempre el más allá. En un momento dado, interrumpía la ceremonia de bienvenida, poniéndose de pie, y entonces le abrían camino hasta la escalerilla que subía a los andamios. Predicaba con rauca voz, sin moverse, sobre los temas de siempre: la superioridad del espíritu, las ventajas de ser pobre y frugal, el odio a los impíos y la necesidad de salvar a Canudos para que fuera refugio de justos.
Las gentes lo escuchaban anhelantes, convencidas. La religión colmaba ahora sus días. A medida que surgían, las tortuosas callecitas eran bautizadas con el nombre de un santo, en una procesión. Había, en todos los rincones, hornacinas e imágenes de la Virgen, del Niño, del Buen Jesús y del Espíritu Santo, y cada barrio y oficio levantaba altares a su santo protector. Muchos de los recién venidos se cambiaban de nombre, para simbolizar así la nueva vida que empezaban. Pero a las prácticas católicas se injertaban a veces, como plantas parásitas, costumbres dudosas. Así, algunos mulatos se ponían a danzar cuando rezaban y se decía que, zapateando con frenesí sobre la tierra, creían que expulsarían los pecados con el sudor. Los negros se fueron agrupando en el sector norte de Canudos, una manzana de chozas de barro y paja que sería conocida más tarde como el Mocambo. Los indios de Mirandela, que sorpresivamente vinieron a instalarse a Canudos, preparaban a la vista de todos cocimientos de yerbas que despedían un fuerte olor y que los ponían en éxtasis. Además de romeros vinieron, por supuesto, milagreros, mercachifles, buscavidas, curiosos. Por las cabañas que se enquistaban unas en otras, se veían mujeres que leían las manos, pícaros que se ufanaban de hablar con los muertos y troveros que, como los del Circo del Gitano, se ganaban el sustento cantando romances o clavándose alfileres. Ciertos curanderos pretendían curar todos los males con bebedizos de jurema y manacá y algunos beatos, presas de delirio de contrición, declamaban a voz en cuello sus pecados y rogaban a quienes los oían que les impusieran penitencias. Un grupo de gentes de Joazeiro comenzó a practicar en Canudos los ritos de la Hermandad de Penitentes de esa ciudad: ayuno, abstinencia sexual, flagelaciones públicas. Aunque el Consejero alentaba la mortificación y el ascetismo —el sufrimiento, decía, robustece la fe — terminó por alarmarse y pidió al Beatito que pasara revista a los romeros a fin de evitar que con ellos entraran la superstición, el fetichismo o cualquier impiedad disfrazada de devoción.
La diversidad humana coexistía en Canudos sin violencia, en medio de una solidaridad fraterna y un clima de exaltación que los elegidos no habían conocido. Se sentían verdaderamente ricos de ser pobres, hijos de Dios, privilegiados, como se los decía cada tarde el hombre del manto lleno de agujeros. En el amor hacia él, por lo demás, cesaban las diferencias que podían separarlos: cuando se trataba del Consejero esas mujeres y hombres que habían sido cientos y comenzaban a ser miles se volvían un solo ser sumiso y reverente, dispuesto a darlo todo por quien había sido capaz de llegar hasta su postración, su hambre y sus piojos para infundirles esperanzas y enorgullecerlos de su destino. Pese a la multiplicación de habitantes la vida no era caótica. Los emisarios y romeros traían ganados y provisiones, los corrales estaban repletos igual que los depósitos y el Vassa Barris afortunadamente tenía agua para las chacras. En tanto que Joáo Abade, Pajeú, José Venancio, Joáo Grande, Pedráo y otros preparaban la guerra, Honorio y Antonio Vilanova administraban la ciudad: recibían las ofrendas de los romeros, distribuían lotes, alimentos y ropas y vigilaban las Casas de Salud para enfermos, ancianos y huérfanos. A ellos llegaban las denuncias cuando había reyertas en el vecindario por cosas de propiedad.
A diario llegaban noticias del Anticristo. La Expedición del Mayor Febronio de Brito había seguido de Queimadas a Monte Santo, lugar que profanó al atardecer del 29 de diciembre, mermada de un cabo de línea muerto a consecuencia de la picadura de un crótalo. El Consejero explicó, sin animadversión, lo que ocurría. ¿No era acaso una blasfemia, una execración, que hombres con armas de fuego y propósitos destructores acamparan en un santuario que atraía peregrinos de todo el mundo? Pero Canudos, a la que esa noche llamó Belo Monte, no debía ser hollada por los impíos. Exaltándose, los urgió a no rendirse a los enemigos de la religión, que querían mandar de nuevo a los esclavos a los cepos, esquilmar a los moradores con impuestos, impedirles que se casaran y se enterraran por la Iglesia, y confundirlos con trampas como el sistema métrico, el mapa estadístico y el censo, cuyo verdadero designio era engañarlos y hacerlos pecar. Todos velaron esa noche, con las armas que tenían al alcance de la mano. Los masones no llegaron. Estaban en Monte Santo, reparando los dos cañones Krupp, descentrados por lo abrupto de la tierra y aguardando un refuerzo. Cuando, dos semanas más tarde, partieron en columnas en dirección a Canudos, por el Valle del Cariacá, toda la ruta que seguirían estaba sembrada de espías, apostados en cuevas de chivos, en la urdimbre de la caatinga o en socavones disimulados con el cadáver de una res cuya calavera se había convertido en atalaya. Velocísimos mensajeros llevaban a
Canudos noticia de los avances y tropiezos del enemigo.
Cuando supo que la tropa, después de enormes dificultades para arrastrar los cañones y ametralladoras, había llegado por fin a Mulungú y que, impelidos por la hambruna, se habían visto obligados a sacrificar la última res y dos mulas de arrastre, el Consejero comentó que el Padre no debía estar descontento con Canudos cuando comenzaba a derrotar a los soldados de la República antes de que se hubiera iniciado la pelea.
—¿Sabes cómo se llama lo que ha hecho tu marido? —silabea Galileo Gall, con la voz rota por la contrariedad—. Una traición. No, dos traiciones. A mí, con quien tenía un compromiso. Y a sus hermanos de Canudos. Una traición de clase. Jurema le sonríe, como si no entendiera o no lo escuchara. Está haciendo hervir algo, inclinada sobre el fogón. Es joven, de rostro terso y bruñido, lleva los cabellos sueltos, viste una túnica sin mangas, va descalza y sus ojos aún están cuajados del sueño del que la ha arrancado la llegada de Gall, hace un momento. Una débil luz de amanecer se insinúa en la cabaña por entre las estacas. Hay un mechero y, en un rincón, una hilera de gallinas durmiendo entre vasijas, trastos, altos de leña, cajones y una imagen de Nuestra Señora de Lapa. Un perrito lanudo merodea a los pies de Jurema y aunque ella lo aparta pateándolo él vuelve a la carga. Sentado en una hamaca, acezando por el esfuerzo que ha sido viajar toda la noche al ritmo del encuerado que lo trajo de vuelta a Queimadas con las armas, Galileo la observa, iracundo. Jurema va hacia él con una escudilla humeante. Se la alcanza.
—Dijo que no iba a ir con los del Ferrocarril de Jacobina —murmura Gall, con la escudilla entre las manos, buscando los ojos de la mujer—. ¿Por qué cambió de opinión? —No iba a ir, porque no querían darle lo que les pidió —replica Jurema, con suavidad, soplando la escudilla que humea en sus manos—. Cambió porque vinieron a decirle que sí se lo darían. Él fue ayer a la Pensión Nuestra Señora de las Gracias a buscarlo y usted se había ido, sin dejar dicho adonde ni si iba a volver. Rufino no podía perder ese trabajo.
Galileo suspira, abrumado. Opta por beber un trago de su escudilla, se quema el paladar, su cara se tuerce en una mueca. Bebe otro sorbo, soplando. El cansancio y el disgusto han arrugado su frente y hay ojeras alrededor de sus ojos. De tanto en tanto, se muerde el labio inferior. Aceza, suda.
—¿Cuánto va a durar ese maldito viaje? —gruñe por fin, sorbiendo la escudilla. —Tres o cuatro días —Jurema se ha sentado frente a él, al filo de un viejo baúl con correas—. Dijo que usted lo podía esperar y que, a su regreso, lo llevaría a Canudos. —Tres o cuatro días —Gall revuelve los ojos, con exasperación—. Tres o cuatro siglos, querrás decir.
Se oye el tintineo de los cencerros, afuera, y el perrito lanudo ladra con fuerza y se lanza contra la puerta, queriendo salir. Galileo se incorpora, va hacia las estacas y ojea el exterior: el carromato está donde lo ha dejado, junto al corral contiguo a la cabaña, en el que hay unos cuantos carneros. Los animales tienen los ojos abiertos pero están ahora quietos y ha cesado el ruido de los cencerros. La vivienda corona un promontorio y cuando hay sol se ve Queimadas; pero en este amanecer gris, de cielo encapotado, no, sólo el desierto ondulante y pedregoso. Galileo vuelve a su asiento. Jurema le llena otra vez la escudilla. El perrito lanudo ladra y escarba la tierra, junto a la puerta. «Tres o cuatro días», piensa Gall. Tres o cuatro siglos en los que pueden ocurrir mil percances. ¿Buscará otro guía? ¿Partirá solo a Monte Santo y contratará allí un pistero hacia Canudos? Cualquier cosa, salvo quedarse aquí con las armas: la impaciencia volvería la espera insoportable y, además, podía ocurrir, como temía Epaminondas Goncalves, que llegara antes a Queimadas la Expedición del Mayor Brito. —¿No has sido tú la culpable de que Rufino se fuera con los del Ferrocarril de Jacobina? —murmura Gall. Jurema está apagando el fuego, con un bastón—. Nunca te gustó la idea de que Rufino me llevara a Canudos.
—Nunca me gustó —reconoce ella, con tanta seguridad que Galileo siente, por un momento, que se eclipsa su cólera y ganas de reír. Pero ella está muy seria y lo mira sin pestañear. Su cara es alargada, bajo su piel tirante resaltan los huesos de los pómulos y del mentón. ¿Serán así, salientes, nítidos, locuaces, delatores, los que ocultan sus cabellos?—. Mataron a esos soldados en Uauá —añade Jurema—. Todos dicen que irán más soldados a Canudos. No quiero que lo maten, o que se lo lleven preso. Él no podría estar preso. Necesita moverse todo el tiempo. Su madre le dice: «Tienes el mal de San Vito».
—El mal de San Vito —dice Gall.
—Esos que no pueden estarse quietos —explica Jurema—. Esos que andan bailando. El perro ladra otra vez con furia. Jurema va hasta la puerta de la cabaña, la abre y lo hace salir, empujándolo con el pie. Se escuchan los ladridos, afuera, y, de nuevo, el tintineo de los cencerros. Galileo, con expresión fúnebre, sigue el desplazamiento de Jurema, que vuelve junto al fogón y remueve las brasas con una rama. Un hilillo de humo se disuelve en espirales.
—Pero, además, Canudos es del Barón y el Barón siempre nos ha ayudado —dice Jurema—. Esta casa, esta tierra, estos carneros los tenemos gracias al Barón. Usted defiende a los yagunzos, quiere ayudarlos. Llevarlo a Canudos es como ayudarlos a ellos. ¿Cree usted que al Barón le gustaría que Rufino ayude a los ladrones de su hacienda? —Claro que no le gustaría —gruñe Gall, con sorna. El campanilleo de los carneros irrumpe de nuevo, más fuerte, y, sobresaltado, Gall se levanta y va de dos trancos hasta las estacas. Mira afuera: comienzan a perfilarse los árboles en la extensión blancuzca, las matas de cactos, los manchones de rocas. Allí está el carromato, con sus bultos envueltos en una lona de color del desierto, y a su lado, atada a una estaca, la mula. —¿Usted cree que al Consejero lo ha mandado el Buen Jesús? —dice Jurema—. ¿Cree las cosas que él anuncia? ¿Que el mar será sertón y el sertón mar? ¿Que las aguas del río Vassa Barris se volverán leche y las barrancas cuzcuz de maíz para que coman los pobres?
No hay ni pizca de burla en sus palabras y tampoco en sus ojos cuando Galileo Gall la mira, tratando de adivinar por su expresión cómo toma ella esas habladurías. No lo averigua: la cara bruñida, alargada, apacible, es, piensa, tan inescrutable como la de un indostano o un chino. O como la del emisario de Canudos con el que se entrevistó en la curtiembre del Itapicurú. También era imposible saber, observando su cara, lo que sentía o pensaba aquel hombre lacónico.
—En los muertos de hambre el instinto suele ser más fuerte que las creencias — murmura, después de apurar hasta el final el líquido de la escudilla, escudriñando las reacciones de Jurema—. Pueden creer disparates, ingenuidades, tonterías. No importa. Importa lo que hacen. Han abolido la propiedad, el matrimonio, las jerarquías sociales, rechazado la autoridad de la Iglesia y del Estado, aniquilado a una tropa. Se han enfrentado a la autoridad, al dinero, al uniforme, a la sotana.
La cara de Jurema no dice nada, no se mueve en ella un músculo; sus ojos oscuros, levemente rasgados, lo miran sin curiosidad, sin simpatía, sin sorpresa. Tiene unos labios que se fruncen en las comisuras, húmedos.
—Han retomado la lucha donde la dejamos, aunque ellos no lo sepan. Están resucitando la Idea —dice todavía Gall, preguntándose qué puede estar pensando Jurema de lo que oye—. Es por eso que estoy aquí. Es por eso que quiero ayudarlo.
Jadea, como si hubiera hablado a gritos. Ahora, la fatiga de los dos últimos días, agravada por la decepción que ha sentido al descubrir que Rufino no está en Queimadas, vuelve a apoderarse de su cuerpo y el deseo de dormir, de estirarse, de cerrar los ojos, es tan grande que decide tumbarse unas horas bajo el carromato. ¿O podría hacerlo aquí, tal vez, en esta hamaca? ¿Parecerá escandaloso a Jurema que se lo pida? —Ese hombre que vino de allá, el que mandó el santo, al que usted vio, ¿sabe quién era? —la oye decir—. Era Pajeú. —Y, como Gall no se impresiona, añade, desconcertada —: ¿No oyó hablar de Pajeú? El más malvado de todo el sertón. Vivía robando y matando. Cortaba las narices y las orejas de los que tenían la mala suerte de encontrárselo en los caminos.
. El tintineo de los cencerros brota otra vez, simultáneamente con los ansiosos ladridos en la puerta de la cabaña y el relincho de la mula. Gall está recordando al emisario de Canudos, la cicatriz que le comía la cara, su extraño sosiego, su indiferencia. ¿Cometió un error, tal vez, no confiándole lo de las armas? No, pues no podía mostrárselas entonces: no le hubiera creído, habría aumentado su desconfianza, habría puesto en peligro todo el proyecto. El perro ladra afuera, frenético, y Gall ve que Jurema coge el bastón con que ha apagado el fuego y va de prisa hacia la puerta. Distraído, pensando siempre en el emisario de Canudos, diciéndose que si hubiera sabido que se trataba de un ex–bandido tal vez habría sido más fácil dialogar con él, mira a Jurema forcejear con la tranquera, levantarla, y en ese instante algo sutil, un ruido, una intuición, un sexto sentido, el azar, le dicen lo que va a ocurrir. Porque, cuando Jurema es súbitamente arrojada hacia atrás por la violencia con que se abre la puerta —empujada o pateada desde afuera — y la silueta del hombre armado de una carabina se dibuja en el umbral, Galileo ya ha sacado su revólver y está apuntando al intruso. El estruendo de la carabina despierta a las gallinas del rincón, que revolotean despavoridas mientras Jurema, que ha caído al suelo sin que la bala la tocara, chilla. El atacante, al ver a sus pies a una mujer, vacila, demora unos segundos en encontrar a Gall entre el revoloteo espantado de las gallinas y cuando dirige la carabina hacia él, Galileo ya le ha disparado, mirándolo con expresión estúpida. El intruso suelta la carabina y retrocede, bufando. Jurema grita de nuevo. Galileo reacciona por fin y corre hacia la carabina. Se inclina a cogerla y entonces divisa, por el hueco de la puerta, al herido que se retuerce en el suelo, quejándose, a otro hombre que se acerca corriendo con la carabina levantada y gritando algo al herido, y más atrás a un tercer hombre amarrando el carromato de las armas a un caballo. Casi sin apuntar, dispara. El que venía corriendo da un traspié, rueda por tierra rugiendo y Galileo le vuelve a disparar. Piensa: «Quedan dos balas». Ve a Jurema a su lado, empujando la puerta, la ve cerrarla, bajar la tranquera y escabullirse al fondo de la vivienda. Se pone de pie preguntándose en qué momento ha caído al suelo. Está lleno de tierra, suda, le chocan los dientes y aprieta el revólver con tanta fuerza que le duelen los dedos. Espía por entre las estacas: la carreta de las armas se pierde a lo lejos, en una polvareda, y, frente a la cabaña, el perro ladra frenético a los dos hombres heridos que están reptando hacia el corral de los carneros. Apuntándoles, dispara las dos últimas balas de su revólver y le parece oír un rugido humano en medio de los ladridos y los cencerros. Sí, los ha alcanzado: están inmóviles, a medio camino entre la cabaña y el corral. Jurema sigue chillando y las gallinas cacarean enloquecidas, vuelan en todas direcciones, vuelcan objetos, se estrellan contra las estacas, contra su cuerpo. Las aparta a manotazos y vuelve a espiar, a derecha y a izquierda. A no ser por esos cuerpos semimontados uno encima del otro se diría que no ha ocurrido nada. Resollando, trastabillea entre las gallinas hasta la puerta. Divisa, por las ranuras, el paisaje solitario, los cuerpos que forman un garabato. Piensa: «Se llevaron los fusiles». Piensa: «Peor sería estar muerto». Jadea, con los ojos muy abiertos. Por fin, abre la tranquera y empuja la puerta. Nada, nadie.
Medio encogido, corre hacia donde estaba el carromato, oyendo el tintineo de los carneros que dan vueltas y se cruzan y descruzan entre los palos del corral. Siente la angustia en el estómago, en la nuca: un reguero de polvo se pierde en el horizonte, en la dirección de Riacho da Onca. Respira hondo, se pasa la mano por la barbita rojiza; sus dientes siguen entrechocando. La mula, atada en el tronco, remolonea beatíficamente. Retorna hacia la vivienda, despacio. Se detiene ante los cuerpos caídos: ya son cadáveres. Examina las caras desconocidas, tostadas, las muecas que las crispan. De pronto, su expresión se avinagra en un acceso de rabia y comienza a patear las formas inertes, con ferocidad, mascullando injurias. Su ira contagia al perro, que ladra, brinca y mordisquea las sandalias de los dos hombres. Por fin, Galileo se calma. Regresa a la cabaña arrastrando los pies. Lo recibe un revuelo de gallinas que lo hace alzar las manos y protegerse la cara. Jurema está en el centro de la habitación: una silueta trémula, la túnica rota, la boca entreabierta, los ojos llenos de lágrimas, los cabellos revueltos. Mira anonadada el desorden que reina en torno, como si no comprendiera lo que ocurre en su casa, y, al ver a Gall, corre hacia él y se abraza contra su pecho, balbuceando palabras que él no entiende. Queda rígido, con la mente en blanco. Siente a la mujer contra su pecho, mira con desconcierto, con miedo, ese cuerpo que se junta al suyo, ese cuello que palpita bajo sus ojos. Siente su olor y oscuramente atina a pensar: «Es el olor de una mujer». Sus sienes hierven. Haciendo un esfuerzo alza un brazo, rodea a Jurema por los hombros. Suelta el revólver que aún conservaba y sus dedos alisan con torpeza los cabellos alborotados: «Querían matarme a mí», susurra al oído de Jurema. «Ya no hay peligro, ya se llevaron lo que querían.» La mujer se va serenando. Cesan sus sollozos, el temblor de su cuerpo, sus manos sueltan a Gall. Pero él la tiene siempre sujeta, le acaricia siempre los cabellos y, cuando Jurema intenta apartarse, la retiene, «Don't be afraid», silabea, pestañeando de prisa, «They are gone. They…» Algo nuevo, equívoco, urgente, intenso, ha aparecido en su rostro, algo que crece por instantes y de lo que apenas parece consciente. Tiene los labios muy cerca del cuello de Jurema. Ella da un paso atrás, con fuerza, a la vez que se cubre el pecho. Ahora, hace esfuerzos por desprenderse de Gall, pero éste no la suelta, y mientras la sujeta, susurra varias veces la misma frase que ella no puede entender: «Don't be afraid, don't be afraid». Jurema lo golpea con ambas manos, lo rasguña, consigue zafarse y escapa. Pero Galileo corre tras ella por la habitación, la alcanza, la apresa y, después de tropezar con el viejo baúl, cae con ella al suelo. Jurema patalea, lucha con todas sus fuerzas, pero sin gritar. Sólo se escucha el jadeo entrecortado de ambos, el rumor del forcejeo, el cacarear de las gallinas, el ladrido del perro, el tintineo de los cencerros. Entre nubes plomizas, está saliendo el sol.
Nació con las piernas muy cortas y la cabeza enorme, de modo que los vecinos de Natuba pensaron que sería mejor para él y para sus padres que el Buen Jesús se lo llevara pronto ya que, de sobrevivir, sería tullido y tarado. Sólo lo primero resultó cierto. Porque, aunque el hijo menor del amansador de potros Celestino Pardinas nunca pudo andar a la manera de los otros hombres, tuvo una inteligencia penetrante, una mente ávida de saberlo todo y capaz, cuando un conocimiento había entrado a esa cabezota que hacía reír a las gentes, de conservarlo para siempre. Todo fue en él rareza: que naciera deforme en una familia tan normal como la de los Pardinas, que pese a ser un adefesio enclenque no muriera ni padeciera enfermedades, que en vez de andar en dos pies como los humanos lo hiciera a cuatro patas y que su cabeza creciera de tal manera que parecía milagro que su cuerpecillo menudo pudiera sostenerla. Pero lo que dio pie para que los vecinos de Natuba comenzaran a murmurar que no había sido engendrado por el amansador de potros sino por el Diablo, fue que aprendiera a leer y a escribir sin que nadie se lo enseñara.
Ni Celestino ni Doña Gaudencia se habían dado el trabajo —pensando, probablemente, que sería inútil — de llevarlo donde Don Asenio, que, además de fabricar ladrillos, enseñaba portugués, latines y algo de religión. Y el hecho es que un día llegó el Correo y clavó en las tablas de la Plaza Matriz un edicto que no se molestó en leer en voz alta alegando que tenía que clavarlo en otras diez localidades antes de ponerse el sol. Los vecinos trataban de descifrar los jeroglíficos cuando, desde el suelo, oyeron la vocecilla del León: «Dice que hay peligro de epidemia para los animales, que hay que desinfectar los establos con creso, quemar las basuras y hervir el agua y la leche antes de tomarlas». Don Asenio confirmó que eso decían. Acosado por los vecinos para que contara quién le había enseñado a leer, el León dio una explicación que muchos encontraron sospechosa: que había aprendido viendo a los que sabían, como Don Asenio, el capataz Felisbelo, el curandero Don Abelardo o el hojalatero Zósimo. Ninguno de ellos le había dado lecciones, pero los cuatro recordaron haber visto asomar muchas veces la gran cabeza hirsuta y los ojos inquisitivos del León junto al taburete donde leían o escribían las cartas que les dictaba un vecino. El hecho es que el León había aprendido y que desde esa época se le vio leyendo y releyendo, a todas horas, encogido a la sombra de los árboles de jazmín caiano de Natuba, los periódicos, devocionarios, misales, edictos y todo lo impreso a que podía echar mano. Se convirtió en la persona que, con una pluma de ave tajada por él mismo y una tintura de cochinilla y vegetales, redactaba, en letras grandes y armoniosas, las felicitaciones de cumpleaños, anuncios de decesos, bodas, nacimientos, enfermedades o simples chismes que los vecinos de Natuba comunicaban a los de otros pueblos y que una vez por semana venía a llevarse el jinete del Correo. El León les leía también a los lugareños las cartas que les mandaban. Hacía de escriba y de lector de los demás por entretenimiento, sin cobrarles un céntimo, pero a veces recibía regalos por esos servicios.
No se llamaba León, sino Felicio, pero el sobrenombre, como ocurría a menudo en la región, una vez que prendió desplazó al nombre. Le pusieron León tal vez por burla, seguramente por la inmensa cabeza que, más tarde, como para dar razón a los bromistas, se cubriría en efecto de unas tupidas crenchas que le tapaban las orejas y zangoloteaban con sus movimientos. O, tal vez, por su manera de andar, animal sin duda alguna, apoyándose a la vez en los pies y en las manos (que protegía con unas suelas de cuero como pezuñas o cascos) aunque su figura, al andar, con sus piernas cortitas y sus brazos largos que se posaban en tierra de manera intermitente, era más la de un simio que la de un predador. No siempre estaba así, doblado; podía tenerse de pie por ratos y dar algunos pasos humanos sobre sus ridículas piernas, pero ambas cosas lo fatigaban muchísimo. Por su peculiar manera de moverse nunca vistió pantalones, sólo túnicas, como las mujeres, los misioneros o los penitentes del Buen Jesús.
Pese a que les redactaba la correspondencia, los vecinos no acabaron nunca de aceptar al León. Si sus propios padres podían apenas disimular la vergüenza que les daba ser sus progenitores y trataron una vez de regalarlo ¿cómo hubieran podido las mujeres y los hombres de Natuba considerar de la misma especie que ellos a esa hechura? La docena de hermanos y hermanas Pardinas lo evitaban y era sabido que no comía con ellos sino en un cajoncito aparte. Así, no conoció el amor paterno, ni el fraterno (aunque, al parecer, adivinó algo del otro amor) ni la amistad, pues los chicos de su edad le tuvieron al principio miedo y, luego, repugnancia. Lo acribillaban a pedradas, escupitajos e insultos si se atrevía a acercarse a verlos jugar. Él, por lo demás, rara vez lo intentaba. Desde muy pequeño, su intuición o su inteligencia sin fallas le enseñaron que, para él, los demás siempre serían seres reticentes o desagradados, y a menudo verdugos, de modo que debía mantenerse alejado de todos. Así lo hizo, por lo menos hasta el episodio de la acequia, y la gente lo vio siempre a prudente distancia, aun en las ferias y mercados. Cuando había en Natuba una Santa Misión, el León escuchaba los sermones desde el tejado de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, como un gato. Pero ni siquiera esta estrategia del retraimiento lo libró de sustos. Uno de los peores se lo dio el Circo del Gitano. Pasaba por Natuba dos veces al año, con su caravana de monstruos: acróbatas, adivinadores, troveros, payasos. El Gitano, en una de esas veces, pidió al amansador de potros y a Doña Gaudencia que le permitieran llevarse al León para hacer de él un cirquero. «Mi circo es el único sitio donde no llamará la atención», les dijo, «y se hará útil». Ellos consintieron. Se lo llevó, pero una semana después el León se había escapado y estaba de nuevo en Natuba. Desde entonces, cada vez que aparecía el Circo del Gitano, él se volatilizaba.
Lo que temía, por encima de todo, eran los borrachos, esas pandillas de vaqueros que luego de una jornada arreando, marcando, castrando o trasquilando, retornaban al pueblo, desmontaban y corrían a la bodega de Doña Epifanía a quitarse la sed. Salían abrazados, canturreando, tambaleándose, a veces alegres, a veces furiosos, y lo buscaban por las callejuelas para divertirse o desfogarse. Él había desarrollado un oído extraordinariamente agudo y los detectaba a distancia, por sus risotadas o palabrotas, y entonces, brincando pegado a los muros y fachadas para pasar desapercibido, corría a su casa, o, si estaba lejos, a ocultarse en unos matorrales o un techo, hasta que pasaba el peligro. No siempre conseguía escapárseles. Alguna vez, valiéndose de un ardid —por ejemplo, enviándole un mensajero a decirle que fulano lo llamaba para redactar una solicitud al Juez del municipio — lo atrapaban. Entonces, jugueteaban horas con él, desnudándolo para comprobar si debajo de la túnica ocultaba otras monstruosidades además de las que tenía a la vista, subiéndolo sobre un caballo o pretendiendo cruzarlo con una cabra para averiguar qué producía la mezcla.
Por una cuestión de honor más que por cariño, Celestino Pardinas y los suyos intervenían si se enteraban y amenazaban a los graciosos, y una vez los hermanos mayores se lanzaron a cuchillazos y palazos a rescatar al escriba de una partida de vecinos que, excitados por la cachaca, lo habían bañado en melaza, revolcado en un basural y lo paseaban por las calles al cabo de una cuerda como un animal de especie desconocida. Pero a los parientes estos incidentes en que se veían envueltos por este miembro de la familia los tenían hartos. El León lo sabía mejor que nadie y, por eso, nunca se supo que denunciara a los abusivos.
El destino del hijo menor de Celestino Pardinas sufrió un vuelco decisivo el día que la hijita del hojalatero Zósimo, Almudia, la única que había sobrevivido entre seis hermanos que nacieron muertos o murieron a los pocos días de nacer, cayó con fiebre y vómitos. Los remedios y conjuros de Don Abelardo fueron ineficaces, como lo habían sido las oraciones de sus padres. El curandero sentenció que la niña tenía «mal de ojo» y que cualquier antídoto sería vano mientras no se identificara a la persona que la había «ojeado». Desesperados por la suerte de esa hija que era el lucero de sus vidas, Zósimo y su mujer Eufrasia recorrieron los ranchos de Natuba, averiguando. Y así llegó a ellos, por tres bocas, la murmuración de que la niña había sido vista en extraño conciliábulo con el León, a la orilla de la acequia que corre hacia la hacienda Mirándola. Interrogada, la enferma confesó, medio delirando, que esa mañana, cuando iba donde su padrino Don Nautilo, al pasar junto a la acequia, el León le preguntó si podía decirle una canción que había compuesto para ella. Y se la había cantado, antes de que Almudia escapara corriendo. Era la única vez que le habló, pero ella había advertido ya, antes, que, como de casualidad, se encontraba muy a menudo con el León en sus recorridos por el pueblo y algo, en su manera de encogerse a su paso, le hizo adivinar que quería hablarle. Zósimo cogió su escopeta y rodeado de sobrinos, cuñados y compadres, también armados, y seguido de una muchedumbre, fue a la casa de los Pardinas, atrapó al León, le puso el cañón del arma sobre los ojos y le exigió que repitiera la canción a fin de que Don Abelardo pudiera exorcizarla. El León permaneció mudo, con los ojos muy abiertos, azogado. Después de repetir varias veces que si no revelaba el hechizo le haría saltar la inmunda cabezota, el hojalatero rastrilló el arma. Un brillo de pánico enloqueció, un segundo, los grandes ojos inteligentes. «Si me matas, no sabrás el hechizo y Almudia se morirá», murmuró su vocecita, irreconocible por el terror. Había un silencio absoluto. Zósimo transpiraba. Sus parientes mantenían a raya, con sus escopetas, a Celestino Pardinas y a sus hijos. «¿Me dejas ir si te lo digo?», volvió a oírse la vocecita del monstruo. Zósimo asintió. Entonces, atorándose y con gallos de adolescente, el León comenzó a cantar. Cantó —comentarían, recordarían, chismearían los vecinos de Natuba presentes y los que, sin estarlo, jurarían que lo habían estado — una canción de amor, en la que aparecía el nombre de Almudia. Cuando terminó de cantar, el León estaba con los ojos llenos de vergüenza. «Suéltame ahora», rugió. «Te soltaré después que mi hija se cure», repuso el hojalatero, sordamente. «Y si no se cura, te quemaré junto a su tumba. Lo juro por su alma.» Miró a los Pardinas —padre, madre, hermanos inmovilizados por las escopetas — y añadió en un tono que no admitía dudas: «Te quemaré vivo, aunque los míos y los tuyos tengan que entrematarse por siglos». Almudia murió esa misma noche, después de un vómito en el que arrojó sangre. Los vecinos pensaban que Zósimo lloraría, se arrancaría los pelos, maldeciría a Dios o bebería cachaca hasta caer inerte. Pero no hizo nada de eso. El atolondramiento de los días anteriores fue reemplazado por una fría determinación con la que fue disponiendo, a la vez, el entierro de su hija y la muerte de su embrujador. Nunca había sido malvado, ni abusivo, ni violento, sino un vecino servicial y amiguero. Por eso todos lo compadecían, le perdonaban de antemano lo que iba a hacer y algunos, incluso, se lo aprobaban. Zósimo hizo plantar un poste junto a la tumba y acarrear paja y ramas secas. Los Pardinas permanecían prisioneros en su casa. El León estaba en el corral del hojalatero, amarrado de pies y manos. Allí pasó la noche, oyendo los rezos del velorio, los pésames, las letanías, los llantos. A la mañana siguiente, lo subieron a una carreta tirada por burros y a distancia, como siempre, fue siguiendo el cortejo. Al llegar al cementerio, mientras bajaban el cajón y había nuevos rezos, a él, siguiendo las instrucciones del hojalatero, dos sobrinos lo amarraron al poste y lo rodearon de la paja y las ramas con las que iba a arder. Casi todo el pueblo estaba reunido allí para ver la inmolación. En ese momento llegó el santo. Debía haber puesto los pies en Natuba la noche anterior, o esa madrugada, y alguien le informaría lo que estaba por suceder. Pero esa explicación era demasiado ordinaria para los vecinos, a quienes lo sobrenatural era más creíble que lo natural. Ellos dirían que su facultad de adivinación, o el Buen Jesús, lo llevaron a ese paraje del sertón bahiano en ese instante para corregir un error, evitar un crimen o, simplemente, dar una prueba de su poder. No venía solo, como la primera vez que predicó en Natuba, años atrás, ni acompañado sólo por dos o tres romeros, como la segunda, en la que, además de dar consejos, reconstruyó la capilla del abandonado convento de jesuítas de la Plaza Matriz. Esta vez lo acompañaban por lo menos una treintena de seres, flacos y pobres como él, pero con los ojos dichosos. Seguido de ellos, se abrió paso entre la muchedumbre hasta la tumba sobre la que echaban las últimas paladas.
El hombre de morado se dirigió a Zósimo, quien estaba cabizbajo, mirando la tierra. «¿La has enterrado con su mejor vestido, en un cajón bien hecho?», le preguntó con voz amable, aunque no precisamente afectuosa. Zósimo asintió, moviendo apenas la cabeza. «Vamos a rezarle al Padre, para que la reciba alborozado en el cielo», dijo el Consejero. Y él y los penitentes salmodiaron y cantaron alrededor de la tumba. Sólo después señaló el santo el poste donde estaba amarrado el León. «¿Qué vas a hacer con este muchacho, hermano?», preguntó. «Quemarlo», repuso Zósimo. Y le explicó por qué, en medio del silencio que parecía sonar. El santo asintió, sin inmutarse. Luego se dirigió al León e hizo un ademán para que la gente se apartara un poco. Retrocedieron unos pasos. El santo se inclinó y habló al oído del amarrado y luego acercó su oído a la boca del León para oír lo que éste le decía. Y así, moviendo el Consejero la cabeza hacia el oído y hacia la boca del otro, estuvieron secreteándose. Nadie se movía, esperando algo extraordinario. Y, en efecto, fue tan asombroso como ver achicharrarse a un hombre en una pira. Porque cuando callaron, el santo, con la tranquilidad que nunca lo abandonaba, sin moverse del sitio, dijo: «¡Ven y desátalo!». El hojalatero se volvió a mirarlo, pasmado. «Tienes que desatarlo tú mismo», rugió el hombre de morado, con un acento que estremeció a la gente. «¿Quieres que tu hija se vaya al infierno? ¿No son las llamas de allá más calientes, no duran más que las que tú quieres prender?», volvió a rugir, como espantado de tanta estulticia. «Supersticioso, impío, pecador —repitió—. Arrepiéntete de lo que querías hacer, ven y desátalo y pídele perdón y ruega al Padre que no mande a tu hija adonde el Perro por tu cobardía y tu maldad, por tu poca fe en Dios.» Y así estuvo, insultándolo, urgiéndolo, aterrorizándolo con la idea de que, por su culpa, Almudia se iría al infierno. Hasta que los lugareños vieron que Zósimo, en vez de dispararle, o hundirle la faca o quemarlo con el monstruo, le obedecía y, sollozando, imploraba de rodillas al Padre, al Buen Jesús, al Divino, a la Virgen, que el almita de Almudia no bajara al infierno.
Cuando el Consejero, después de permanecer dos semanas en el lugar, orando, predicando, consolando a los sufrientes y aconsejando a los sanos, partió en la dirección de Mocambo, Natuba tenía un cementerio cercado de ladrillos y cruces nuevas en todas las tumbas. Su séquito había aumentado con una figurilla entre animal y humana, que, vista mientras la mancha de romeros se alejaba por la tierra cubierta de mandacarús, parecía ir trotando entre los haraposos como trotan los caballos, las cabras, las acémilas…
¿Pensaba, soñaba? Estoy en las afueras de Queimadas, es de día, ésta es la hamaca de Rufino. Lo demás era confuso. Sobre todo, la conjunción de circunstancias que, ese amanecer, habían trastornado una vez más su vida. En la duermevela, persistía el asombro que se apoderó de él desde que, acabando de hacer el amor, cayó dormido. Sí, para alguien que creía que el destino era en buena parte innato e iba escrito sobre la masa encefálica, donde unas manos diestras y unos ojos zahones podían auscultarlo, era duro comprobar la existencia de ese margen imprevisible, que otros seres podían manejar con horrible prescindencia de la voluntad propia, de la aptitud personal. ¿Cuánto tiempo llevaba descansando? La fatiga había desaparecido, en todo caso. ¿Habría desaparecido también la muchacha? ¿Habría ido a pedir auxilio, a buscar gente que viniera a prenderlo? Pensó o soñó: «Los planes se hicieron humo cuando debían materializarse». Pensó o soñó: «La adversidad es plural». Advirtió que se mentía; no era verdad que este desasosiego y este pasmo se debieran a no haber encontrado a Rufino, a haber estado a punto de morir, a haber matado a esos dos hombres, al robo de las armas que iba a llevar a Canudos. Era ese arrebato brusco, incomprensible, incontenible, que lo hizo violar a Jurema después de diez años de no tocar a una mujer, lo que roía la duermevela de Galileo Gall.
Había amado a algunas mujeres en su juventud, tenido compañeras —luchadoras por los mismos ideales — con las que compartió trechos cortos de camino; en su época de Barcelona había vivido con una obrera que estaba embarazada cuando el asalto al cuartel y de la que supo, luego de su fuga de España, que terminó casándose con un panadero. Pero la mujer nunca ocupó un lugar preponderante en la vida de Galileo Gall, como la ciencia o la revolución. El sexo había sido para él, igual que el alimento, algo que aplacaba una necesidad primaria y luego producía hastío. La más secreta decisión de su vida tuvo lugar diez años atrás. ¿O eran once? ¿O doce? Bailoteaban las fechas en su cabeza, no el lugar: Roma. Allí se refugió al huir de Barcelona, en la vivienda de un farmacéutico, colaborador de la prensa anarquista y que había conocido el ergástulo. Ahí estaban las imágenes, vividas, en la memoria de Gall. Primero lo sospechó, después lo comprobó: este compañero recogía prostitutas en los alrededores del Coliseo, las traía a su casa cuando él estaba ausente y les pagaba para que se dejaran azotar. Ahí, las lágrimas del pobre diablo la noche que lo increpó y, ahí, su confesión de que sólo obtenía placer infligiendo castigo, de que sólo podía amar cuando veía un cuerpo magullado y miedoso. Pensó o soñó que lo escuchaba, otra vez, pedirle ayuda y en la duermevela, como aquella noche, lo palpó, sintió la rotundidad de la zona de los afectos inferiores, la temperatura de esa cima donde Spurzheim había localizado el órgano de la sexualidad, y la deformación, en la curva occipital inferior, ya casi en el nacimiento de su cuello, de las cavidades que representan los instintos destructivos. (Y en ese instante revivió la cálida atmósfera del gabinete de Mariano Cubí, y oyó el ejemplo que éste solía dar, el de Jobard le Joly, el incendiario de Ginebra, cuya cabeza había examinado después de la decapitación: «Tenía esta región de la crueldad tan magnificada que parecía un gran tumor, un cráneo encinta» ) Entonces, volvió a darle el remedio: «No es el vicio lo que debes suprimir de tu vida, compañero, es el sexo», y a explicarle que, cuando lo hiciera, la potencia destructora de su naturaleza, cegada la vía sexual, se encaminaría hacia fines éticos y sociales, multiplicando su energía para el combate por la libertad y el aniquilamiento de la opresión. Y, sin que le temblara la voz, escudriñándolo a los ojos, volvió fraternalmente a proponérselo: «Hagámoslo juntos. Te acompañaré en la decisión, para probarte que es posible. Juremos no volver a tocar a una mujer, hermano». ¿Habría cumplido el farmacéutico? Recordó su mirada consternada, su voz de aquella noche, y pensó o soñó: «Era un débil». El sol atravesaba sus párpados cerrados, hería sus pupilas. Él no era un débil, él sí pudo, hasta esa madrugada, cumplir el juramento. Porque el raciocinio y el saber dieron fundamento y vigor a lo que fue, al principio, mero impulso, un gesto de compañerismo. ¿Acaso la búsqueda de placer, la servidumbre al instinto no eran un peligro para alguien empeñado en una guerra sin cuartel? ¿No podían las urgencias sexuales distraerlo del ideal? No fue abolir a la mujer de su vida lo que atormentó a Gall, en esos años, sino pensar que lo que él hacía lo hacían también los enemigos, los curas católicos, pese a decirse que, en su caso, las razones no eran oscurantistas, prejuiciosas, como en el de ellos, sino querer hallarse más ligero, más disponible, más fuerte para esa lucha por acercar y confundir lo que ellos habían contribuido más que nadie a mantener enemistados: el cielo y la tierra, la materia y el espíritu. Su decisión nunca se vio amenazada y Galileo Gall soñó o pensó: «Hasta hoy». Al contrario, creía con firmeza que esa ausencia se había traducido en mayor apetito intelectual, en una capacidad de acción creciente. No: se mentía otra vez. La razón había podido someter al sexo en la vigilia, no en los sueños. Muchas noches de estos años, cuando dormía, tentadoras formas femeninas se deslizaban en su cama, se pegaban contra su cuerpo y le arrancaban caricias. Soñó o pensó que le había costado más trabajo resistir a esos fantasmas que a las mujeres de carne y hueso y recordó que, como los adolescentes o los compañeros encerrados en las cárceles del mundo entero, muchas veces había hecho el amor con esas siluetas impalpables que fabricaba su deseo. Angustiado, pensó o soñó: «¿Cómo he podido? ¿Por qué he podido?». ¿Por qué se había precipitado sobre la muchacha? Ella se resistía y él la había golpeado y, lleno de zozobra, se preguntó si le había pegado también cuando ya no se resistía y se dejaba desnudar.
¿Qué había ocurrido, compañero? Soñó o pensó: «No te conoces, Gall». No, su cabeza a él no le hablaba. Pero otros lo habían examinado y encontrado, en él, desarrolladas, las tendencias impulsivas y la curiosidad, ineptitud para lo contemplativo, para lo estético y en general para todo lo desligado de acción práctica y quehacer corporal, y nadie percibió nunca, en el receptáculo de su alma, la menor anomalía sexual. Soñó o pensó que ya había pensado: «La ciencia es todavía un candil que parpadea en una gran caverna en tinieblas».
¿En qué forma afectaría su vida este suceso? ¿Tenía aún razón de ser la decisión de Roma? ¿Debía renovarla después de este accidente o revisarla? ¿Era un accidente? ¿Cómo explicar científicamente lo de esta madrugada? En su alma —no, en su espíritu, la palabra alma estaba infectada de mugre religiosa—, a ocultas de su conciencia, se fueron almacenando en estos años los apetitos que creía desarraigados, las energías que suponía desviadas hacia fines mejores que el placer. Y esa acumulación secreta estalló esa mañana, inflamada por las circunstancias, es decir el nerviosismo, la tensión, el susto, la sorpresa del asalto, del robo, del tiroteo, de las muertes. ¿Era la explicación justa? Ah, si hubiera podido examinar todo esto como un problema ajeno, objetivamente, con alguien como el viejo Cubí. Y recordó esas conversaciones que el frenólogo llamaba socráticas, andando en el puerto de Barcelona y por el dédalo del barrio gótico y su corazón tuvo nostalgia. No, sería imprudente, torpe, estúpido, perseverar en la decisión romana, sería preparar en el futuro un suceso idéntico o más grave que el de este amanecer. Pensó o soñó, con amargo sarcasmo: «Tienes que resignarte a fornicar, Galileo».
Pensó en Jurema. ¿Era un ser pensante? Un animalito doméstico, más bien. Diligente, sumiso, capaz de creer que las imágenes de San Antonio escapan de las iglesias a las grutas donde fueron talladas, adiestrado como las otras siervas del Barón para cuidar gallinas y carneros, dar de comer al marido, lavarle la ropa y abrirle las piernas sólo a él. Pensó: «Ahora, tal vez, despertará de su letargo y descubrirá la injusticia». Pensó: «Yo soy tu injusticia». Pensó: «Tal vez le has hecho un bien».
Pensó en los hombres que lo asaltaron y se llevaron el carromato y en los dos que mató. ¿Eran gentes del Consejero? ¿Los capitaneaba el de la curtiembre de Queimadas, ese Pajeú? No dormía, no soñaba, pero seguía con los ojos cerrados e inmóvil. ¿No era natural que fuera él, Pajeú, quien, tomándolo por un espía del Ejército o un mercader ávido de trampear a su gente, lo hubiera hecho vigilar y, al descubrir armas en su poder, echara mano de ellas para abastecer a Canudos? Ojalá fuera así, ojalá en este momento esos fusiles cabalgaran a reforzar a los yagunzos para lo que se les avecinaba. ¿Por qué hubiera confiado en él, Pajeú? ¿Qué confianza podía inspirarle un forastero que pronunciaba mal su idioma y tenía ideas oscuras? «Has matado a dos compañeros, Gall», pensó. Estaba despierto: ese calor es el sol de la mañana, esos ruidos los cencerros de los carneros. ¿Y si estaban en manos de simples forajidos? Pudieron seguirlos a él y al encuerado la noche anterior, cuando las traían desde la hacienda donde Epaminondas se las entregó. ¿No decían que la región hervía de cangaceiros? ¿Había procedido con precipitación, sido imprudente? Pensó: «Debí descargar las armas, meterlas aquí». Pensó: «Entonces estarías muerto y se las hubieran llevado también». Se sintió comido por las dudas: ¿Regresaría a Bahía? ¿Iría siempre a Canudos? ¿Abriría los ojos? ¿Se levantaría de esta hamaca? ¿Enfrentaría por fin la realidad? Oía los cencerros, oía ladridos y ahora oyó, también, pisadas y una voz.
Cuando las columnas de la Expedición del Mayor Febronio de Brito y el puñado de soldaderas que aún las seguían convergieron en la localidad de Mulungú, a dos leguas de Canudos, se quedaron sin cargadores ni guías. Los pisteros reclutados en Queimadas y Monte Santo para orientar a las patrullas de reconocimiento y que, desde que empezaron a cruzar caseríos humeantes, se habían mostrado huraños, desaparecieron simultáneamente en el anochecer, mientras los soldados, tumbados hombro contra hombro, reflexionaban sobre las heridas y acaso la muerte que los aguardaban detrás de esas cumbres, retratadas contra un cielo azul añil que se volvía negro. Unas seis horas después, los prófugos llegaban a Canudos, acezantes, a pedir perdón al Consejero por haber servido al Can. Los llevaron al almacén de los Vilanova y allí Joáo Abade los interrogó, con lujo de detalles, sobre los soldados que venían y los dejó luego en manos del Beatito, que recibía siempre a los recién llegados. Los rastreadores debieron jurar ante él que no eran republicanos, que no aceptaban la separación de la Iglesia y el Estado, ni el derrocamiento del Emperador Pedro II, ni el matrimonio civil, ni los cementerios laicos, ni el sistema métrico decimal, que no responderían las preguntas del censo y que nunca más robarían ni se embriagarían ni apostarían dinero. Luego, se hicieron una pequeña incisión con sus facas en prueba de su voluntad de derramar su sangre luchando contra el Anticristo. Sólo entonces fueron encaminados, por hombres con armas, entre seres recién salidos del sueño por la nueva de su venida y que los palmeaban y les estrechaban la mano, hasta el Santuario. En la puerta, apareció el Consejero. Cayeron de rodillas, se persignaban, querían tocar su túnica, besarle los pies. Varios, desbordados por la emoción, sollozaban. El Consejero, en vez de sólo bendecirlos, mirando a través de ellos, como hacía con los nuevos elegidos, se inclinó y los fue levantando y los miró uno a uno con sus ojos negros y ardientes que ninguno de ellos olvidaría más. Después pidió a María Quadrado y a las ocho beatas del Coro Sagrado — vestían túnicas azules ceñidas con cordones de lino —que encendieran los mecheros del Templo del Buen Jesús, como hacían cada tarde, cuando él subía a la torre a dar consejos.
Minutos más tarde estaba en el andamio, rodeado del Beatito, del León de Natuba, de la Madre de los Hombres y de las beatas, y a sus pies, apiñados y anhelantes en el amanecer que despuntaba, estaban los hombres y mujeres de Canudos, conscientes de que ésta sería una ocasión más extraordinaria que otras. El Consejero fue, como siempre, a lo esencial. Habló de la transubstanciación, del Padre y del Hijo que eran dos y uno, y tres y uno con el Divino Espíritu Santo y, para que lo oscuro fuera claro, explicó que Belo Monte podía ser, también, Jerusalén. Con su dedo índice mostró, en la dirección de la Favela, el Huerto de los Olivos, donde el Hijo habían pasado la noche atroz de la traición de Judas y, un poco más allá, en la Sierra de Cañabrava, el Monte Calvario, donde los impíos lo crucificaron entre dos ladrones. Añadió que el Santo Sepulcro se encontraba a un cuarto de legua, en Grajaú, entre roquedales cenicientos, donde fieles anónimos había plantado una cruz. Pormenorizó, luego, ante los elegidos silenciosos y maravillados, por qué callejuelas de Canudos pasaba el camino del Calvario, dónde había caído Cristo la primera vez, dónde había encontrado a su Madre, en qué lugar le había limpiado el rostro la pecadora redimida y de dónde a dónde lo había ayudado el Cireneo a arrastrar la cruz. Cuando explicaba que el Valle de Ipueira era el Valle de Josafat se escucharon disparos, al otro lado de las cumbres que apartaban a Canudos del mundo. Sin apresurarse, el Consejero pidió a la multitud —desgarrada entre el hechizo de su voz y los tiros — que cantara un Himno compuesto por el Beatito: «En loor del Querubín». Sólo después partieron con Joáo Abade y Pajeú grupos de hombres a reforzar a los yagunzos que combatían ya con la vanguardia del Mayor Febronio de Brito en las faldas del monte Cambaio.
Cuando llegaron a la carrera a apostarse en las grietas, trincheras y lajas salientes de la montaña que soldados de uniformes rojiazules y verdiazules trataban de escalar, ya había muertos. Los yagunzos colocados por Joáo Abade en ese paso obligatorio habían visto acercarse todavía a oscuras a las tropas, y, mientras el grueso de ellas descansaba en Rancho das Pedras —unas ocho cabañas desaparecidas por el fuego de los incendiarios — vieron que una compañía de infantes, mandada por un Teniente montado en un caballo pinto, se adelantaba hacia el Cambaio. La dejaron avanzar hasta tenerla muy cerca y, a una señal de José Venancio, la rociaron de tiros de carabina, de espingarda, de fusil, de pedradas, de dardos de ballesta y de insultos: «perros», «masones», «protestantes». Sólo entonces se percataron los soldados de su presencia. Dieron media vuelta y huyeron, menos tres heridos que fueron alcanzados y rematados por yagunzos saltarines y el caballo, que se encabritó y lanzó al suelo a su jinete y rodó entre los pedruscos, quebrándose las patas. El Teniente pudo refugiarse detrás de unas rocas y empezar a disparar en tanto que el animal seguía allí tendido, relinchando lúgubremente, después de varias horas de tiroteo.
Muchos yagunzos habían sido despedazados por los cañonazos de los Krupp, que, al poco rato de la primera escaramuza, comenzaron a bombardear la montaña provocando derrumbes y lluvia de esquirlas. Joáo Grande, que estaba junto a José Venancio, comprendió que era suicida el amontonamiento y, brincando entre las lajas, sacudiendo los brazos como aspas, gritó que se dispersaran, que no ofrecieran ese blanco compacto. Le obedecieron, saltando de roca a roca o aplastándose contra el suelo, mientras, abajo, repartidos en secciones de combate al mando de tenientes, sargentos y cabos, los soldados, en medio de una polvareda y toques de corneta, trepaban al Cambaio. Cuando llegaron Joáo Abade y Pajeú con los refuerzos, habían alcanzado la mitad de la montaña. Los yagunzos que trataban de rechazarlos, pese a estar diezmados, no habían retrocedido. Los que traían armas de fuego se pusieron a disparar en el acto, acompañando los disparos de vociferaciones. Los que sólo llevaban machetes y facas, o esas ballestas para lanzar dardos con las que los sertaneros cazaban patos y venados y que Antonio Vilanova había hecho fabricar por decenas a los carpinteros de Canudos, se conformaban con formar racimos en torno a aquéllos y alcanzarles la pólvora o baquetearles las carabinas, esperando que el Buen Jesús les hiciera heredar un arma o acercarse al enemigo lo bastante para atacarlo con las manos.
Los Krupp seguían lanzando obuses contra las alturas y los desprendimientos de rocas causaban tantas víctimas como las balas. Al comienzo del atardecer, cuando figuras rojiazules y verdiazules comenzaron a perforar las líneas de los elegidos, Joáo Abade convenció a los otros que debían replegarse o se verían cercados. Varías decenas de yagunzos habían muerto y muchos más se encontraban heridos. Los que estuvieron en condiciones de escuchar la orden y retrocedieron y se deslizaron por la llanura conocida como el Tabolerinho hacia Belo Monte, fueron apenas algo más de la mitad de los que la víspera y esa mañana habían recorrido en dirección contraria ese camino. José Venancio, que se retiraba entre los últimos, apoyado en un palo, con la pierna encogida y sangrante, recibió un tiro por la espalda que lo mató sin darle tiempo a persignarse. El Consejero permanecía desde esa madrugada en el Templo sin terminar, orando, rodeado de las beatas, de María Quadrado, del Beatito, del León de Natuba y de una multitud de fieles, que rezaban también a la vez que tenían los oídos pendientes del fragor que traía hasta Canudos, por momentos muy nítido, el viento del Norte. Pedráo, los hermanos Vilanova, Joaquim Macambira y los otros que se habían quedado allí, preparando a la ciudad para el asalto, estaban desplegados a lo largo del Vassa Barris. Habían llevado a sus orillas todas las armas, la pólvora y los proyectiles que encontraron. Cuando el anciano Macambira vio aparecer a los yagunzos que regresaban del Cambaio, murmuró que, por lo visto, el Buen Jesús quería que los perros entraran a Jerusalén. Ninguno de sus hijos advirtió que se había confundido de palabra.
Pero no entraron. El combate se decidió ese mismo día, antes de que fuera noche, en el Tabolerinho, donde en estos momentos se iban tirando al suelo, aturdidos de fatiga y de felicidad, los soldados de las tres columnas del Mayor Febronio de Brito, después de ver huir a los yagunzos de las últimas estribaciones del monte, y que presentían ahí, a menos de una legua, la promiscua geografía de techos y de paja y las dos altísimas torres de piedra de lo que consideraban ya el botín de su victoria. Mientras los yagunzos sobrevivientes entraban a Canudos —su llegada, provocaba desconcierto, conversaciones sobreexcitadas, llantos, gritos, rezos a voz en cuello—, los soldados se dejaban caer al suelo, se abrían las guerreras rojiazules, verdiazules, se sacaban las polainas, tan agotados que ni siquiera podían decirse unos a otros lo dichosos que estaban por la derrota del enemigo. Reunidos en Consejo de Guerra, el Mayor Febronio y sus catorce oficiales decidían acampar en ese tablazo pelado, junto a una inexistente laguna que los mapas llamaban de Cipo y que, a partir de ese día, llamarían de Sangre. A la mañana siguiente, con las primeras luces, darían el asalto al cubil de los fanáticos. Pero, antes de una hora, cuando tenientes, sargentos y cabos todavía pasaban revista a las compañías entumecidas, establecían listas de muertos, heridos y desaparecidos y aún surgían entre las rocas soldados de la retaguardia, los asaltaron a ellos. Sanos o enfermos, hombres o mujeres, niños o viejos, todos los elegidos en condiciones de pelear les cayeron encima, como un alud. Los había convencido Joáo Abade que debían atacar ahora mismo, ahí mismo, todos juntos, pues ya no habría después si no lo hacían. Habían salido tras él en tropel tumultuoso, cruzado como estampida de reses el tablazo. Venían armados de todas las imágenes del Buen Jesús, de la Virgen, del Divino que había en la ciudad, empuñaban todos los garrotes, varas, hoces, horquillas, facas y machetes de Canudos, además de los trabucos, las escopetas, las carabinas, las espingardas y los Mánnlichers conquistados en Uauá, y, a la vez que disparaban balas, trozos de metal, clavos, dardos, piedras, daban alaridos, poseídos de ese coraje temerario que era el aire que respiraban los sertañeros desde que nacían multiplicado ahora en ellos por el amor a Dios y el odio al Príncipe de las Tinieblas que el santo había sabido infundirles. No dieron tiempo a los soldados a salir del estupor de ver de pronto, en ese llano, la masa vociferante de hombres y mujeres que corrían hacia ellos como si no hubieran sido ya derrotados. Cuando el susto los despertó, los sacudió, los puso de pie y cogieron sus armas, era ya tarde. Ya los yagunzos estaban sobre ellos, entre ellos, detrás de ellos, delante de ellos, disparándoles, acuchillándolos, apredreándolos, clavándolos, mordiéndolos, arrancándoles los fusiles, las cartucheras, los pelos, los ojos, y, sobre todo, maldiciéndolos con las palabras más extrañas que habían oído jamás. Primero unos, después otros, atinaron a huir, confundidos, enloquecidos, espantados ante esa arremetida súbita, insensata, que no parecía humana. En las sombras que caían detrás de la bola de fuego que acababa de hundirse tras las cumbres, se dispersaban solos o en grupos por esas faldas del Cambaio que tan esforzadamente habían trepado a lo largo de toda la jornada, corriendo en todas direcciones, tropezando, incorporándose, desprendiéndose a jalones de sus uniformes con la esperanza de pasar desapercibidos y rogando que la noche llegara de una vez y fuera oscura.
Hubieran podido morir todos, no quedar un oficial o soldado de línea para contar al mundo la historia de esta batalla ya ganada y de pronto perdida; hubieran podido ser perseguidos, rastreados, acosados y ultimados, cada uno de ese medio millar de hombres vencidos que corrían sin rumbo, aventados por el miedo y la confusión, si los vencedores hubieran sabido que la lógica de la guerra es la destrucción total del adversario. Pero la lógica de los elegidos del Buen Jesús no era la de esta tierra. La guerra que ellos libraban era sólo en apariencia, la del mundo exterior, la de uniformados contra andrajosos, la del litoral contra el interior, la del nuevo Brasil contra el Brasil tradicional. Todos los yagunzos eran conscientes de ser sólo fantoches de una guerra profunda, intemporal y eterna, la del bien y del mal, que se venía librando desde el principio del tiempo. Por eso los dejaron escapar, mientras ellos, a la luz de los mecheros, rescataban a los hermanos muertos y heridos que yacían en el tablazo o en el Cambaio con muecas de dolor o de amor a Dios fijadas en las caras (cuando la metralla les había preservado las caras). Toda la noche estuvieron transportando heridos a las Casas de Salud de Belo Monte, y cadáveres que, vestidos con los mejores trajes y embutidos en cajones fabricados a toda prisa, eran llevados al velatorio en el Templo del Buen Jesús y la Iglesia de San Antonio. El Consejero decidió que no serían enterrados hasta que el párroco de Cumbe viniera a decir una misa por sus almas, y una de las beatas del Coro Sagrado, Alejandrinha Correa, fue a buscarlo.
Mientras lo esperaban, Antonio el Fogueteiro preparó fuegos artificiales y hubo una procesión. Al día siguiente, muchos yagunzos retornaron al lugar del combate. Desnudaron a los soldados y abandonaron los cadáveres desnudos a la pudrición. En Canudos, quemaron esas guerreras y pantalones con todo lo que contenían, billetes de la República, tabacos, estampas, mechones de amantes o hijas, recuerdos que les parecían objetos de condenación. Pero preservaron los fusiles, las bayonetas, las balas, porque así se los habían pedido Joáo Abade, Pajeú, los Vilanova y porque entendían que serían imprescindibles si eran atacados de nuevo. Como algunos se resistían, el propio Consejero tuvo que pedirles que pusieran esos Mánnlichers, Winchesters, revólveres, cajas de pólvora, sartas de municiones, latas de grasa, al cuidado de Antonio Vilanova. Los dos cañones Krupp habían quedado al pie del Cambaio, en el sitio desde el cual bombardearon el monte. Fue quemado de ellos todo lo que podía quemarse —las ruedas y las cureñas — y los tubos de acero fueron arrastrados, con ayuda de mulas, a la ciudad, para que los herreros los fundieran.
En Ranchos das Pedras, donde había estado el último campamento del Mayor Febronio de Brito, los hombres de Pedráo encontraron, hambrientas y desgreñadas, a seis mujeres que habían seguido a los soldados, cocinándoles, lavándoles la ropa y dándoles amor. Las llevaron a Canudos y el Beatito las expulsó, diciéndoles que no podían permanecer en Belo Monte quienes habían servido deliberadamente al Anticristo. Pero a una de ellas, que estaba embarazada, dos cafusos que habían pertenecido a la banda de José Venancio y que estaban desconsolados con su muerte, la atraparon en las afueras, le abrieron el vientre a tajos de machete, le arrancaron el feto y pusieron en su lugar un gallo vivo, convencidos de que así prestaban un servicio a su jefe en el otro mundo.
Oye dos o tres veces el nombre de Caifás, entre palabras que no entiende, y haciendo un esfuerzo abre los ojos y ahí está la mujer de Rufino, al lado de la hamaca, agitada, moviendo la boca, haciendo ruidos, y es día lleno ya y por la puerta y los resquicios de las estacas el sol entra a raudales en la vivienda. La luz lo hiere tan fuerte que debe pestañear y restregarse los párpados mientras se incorpora. Imágenes confusas, llegan a través de una agua lechosa, y a medida que su cerebro se despercude y el mundo se aclara, la mirada y la mente de Galileo Gall descubren una metamorfosis en la habitación: ha sido cuidadosamente ordenada; suelo, paredes, objetos, ofrecen un aspecto reluciente, como si todo hubiera sido fregado y lustrado. Ahora entiende lo que dice Jurema: viene Caifás, viene Caifás. Advierte que la mujer del rastreador ha cambiado la túnica que él le desgarró por una blusa y una falda oscuras, que está descalza y asustada, y mientras trata de recordar dónde cayó su revólver esa madrugada, se dice que no hay por qué alarmarse, que quien viene es el encuerado que lo llevó hasta Epaminondas Goncalves y lo trajo de vuelta con las armas, justamente la persona que en este momento necesita más. Ahí está el revólver, junto a su maletín, al pie de la imagen de la Virgen de Lapa que cuelga de un clavo. Lo coge y cuando piensa que está sin balas ve, en la puerta de la vivienda, a Caifás.
—They tried to kill me —dice, precipitadamente, y, como advierte su error, habla en portugués —: Quisieron matarme, se llevaron las armas. Debo ver a Epaminondas Goncalves, ahora mismo.
—Buenos días —dice Caifás, llevándose dos dedos hacia el sombrero con tirillas de cuero, sin quitárselo, dirigiéndose a Jurema de una manera que parece a Gall absurdamente solemne. Luego se vuelve hacia él y hace el mismo movimiento y repite — : Buenos días.
—Buenos días —responde Gall, sintiéndose, de pronto, ridículo con el revólver en la mano. Lo guarda en su cintura, entre su pantalón y su cuerpo, y da dos pasos hacia Caifás, advirtiendo la turbación, la vergüenza, el embarazo que se ha adueñado de Jurema con su llegada: no se mueve, mira el suelo, no sabe qué hacer con sus manos. Galileo señala el exterior:
—¿Viste a esos dos hombres muertos, ahí fuera? Había otro más, el que se llevó las armas. Debo hablar con Epaminondas, debo advertirle. Llévame con él. —Los vi —dijo escuetamente Caifás. Y se dirige a Jurema, que sigue cabizbaja, petrificada, moviendo los dedos como si tuviera un calambre—. Han llegado soldados a Queimadas. Más de quinientos. Buscan pisteros para ir a Canudos. Al que no quiere contratarse, lo llevan a la fuerza. Vine a avisarle a Rufino. —No está —balbucea Jurema, sin levantar la cabeza—. Se ha ido a Jacobina. —¿Soldados? —Gall da otro paso, hasta casi rozar al recién venido—. ¿La Expedición del Mayor Brito ya está aquí?
—Va a haber un desfile —asiente Caifás—. Están formados en la Plaza. Llegaron en el tren de esta mañana.
Gall se pregunta por qué el hombre no se sorprende de los muertos que ha visto allá afuera, al llegar a la cabaña, por qué no le hace preguntas sobre lo que ha ocurrido, sobre cómo ha ocurrido, por qué permanece así, tranquilo, inmutable, inexpresivo, esperando, ¿qué cosa?, y se dice una vez más que la gente de aquí es extraña, impenetrable, inescrutable, como le parecía la china o la del Indostán. Es un hombre muy flaco Caifás, huesudo, bruñido, con los pómulos saltados y unos ojos vinosos que causan malestar pues nunca parpadean, al que apenas le conoce la voz, ya que apenas abrió la boca durante el doble viaje que hizo a su lado, y cuyo chaleco de cuero y pantalón reforzado en los fundillos y en las piernas también con tiras de cuero y hasta las alpargatas de cordón parecen parte de su cuerpo, una áspera piel complementaria, una costra. ¿Por qué su llegada ha sumido a Jurema en semejante confusión? ¿Es por lo sucedido hace unas horas entre ellos dos? El perrito lanudo aparece de algún lado y salta, brinca y juguetea entre los pies de Jurema y en ese momento Galileo Gall se da cuenta que han desaparecido las gallinas de la habitación.
—Sólo vi a tres, el que se escapó se llevó las armas —dice, alisándose la alborotada cabellera rojiza—. Hay que avisar cuanto antes a Epaminondas, esto puede ser peligroso para él. ¿Puedes llevarme a la hacienda?
—Ya no está allá —dice Caifás—. Usted lo oyó, ayer. Dijo que se iba a Bahía. —Sí —dice Gall. No hay más remedio, tendrá que regresar a Bahía él también. Piensa: «Ya están aquí los soldados». Piensa: «Van a venir en busca de Rufino, van a encontrar los muertos, me van a encontrar». Tiene que irse, sacudir esa languidez, esa modorra que lo atenazan. Pero no se mueve.
—A lo mejor eran enemigos de Epaminondas, gente del Gobernador Luis Viana, del Barón —murmura, como si se dirigiera a Caifás, pero en realidad se habla a sí mismo—. ¿Por qué, entonces, no vino la Guardia Nacional? Esos tres no eran gendarmes. Tal vez bandoleros, tal vez querían las armas para sus fechorías o para venderlas. Jurema sigue inmóvil, cabizbaja, y, a un metro suyo, siempre quieto, tranquilo, inexpresivo, Caifás. El perrito brinca, jadea.
—Además, hay algo raro —reflexiona Gall en voz alta, pensando «debo esconderme hasta que los soldados partan y regresar a Salvador», pensando, al mismo tiempo, que la Expedición del Mayor Brito ya está aquí, a menos de dos kilómetros, que irá a Canudos y que sin duda arrasará con ese brote de rebeldía ciega en el que él ha creído, o querido, ver la simiente de una revolución—. No sólo buscaban las armas. Querían matarme, eso es seguro. Y no se comprende. ¿Quién puede estar interesado en matarme a mí, aquí en Queimadas?
—Yo, señor —oye decir a Caifás, con la misma voz sin matices, a la vez que siente el filo de la faca en el cuello, pero sus reflejos son, han sido siempre rápidos y ha conseguido apartar la cabeza, retroceder unos milímetros en el instante que el encuerado saltaba sobre él y su faca, en vez de clavarse en su garganta, se desvía y hiere más abajo, a la derecha, en el borde mismo del cuello y el hombro, dejándole en el cuerpo una sensación más de frío y sorpresa que de dolor. Ha caído al suelo, está tocándose la herida, consciente de que entre sus dedos corre sangre, con los ojos muy abiertos, mirando hechizado al encuerado de nombre bíblico, cuya expresión ni siquiera ahora se ha alterado, salvo, quizá, por sus pupilas que eran opacas y ahora brillan. Tiene la faca ensangrentada en la mano izquierda y un revólver pequeño, con empuñadura de concha, en la derecha. Lo apunta a la cabeza, inclinado sobre él, a la vez que le da una especie de explicación —: Es una orden del coronel Epaminondas Goncalves, señor. Yo me llevé las armas esta mañana, yo soy el jefe de esos que usted mató.
—¿Epaminondas Goncalves? —ronca Galileo Gall y, ahora sí, el dolor de su garganta es vivísimo.
—Necesita un cadáver inglés —parece excusarse Caifás, a la vez que aprieta el gatillo y Gall, que ha ladeado automáticamente la cara, siente una quemazón en la mandíbula, en los pelos y como si le arrancaran la oreja.
—Soy escocés y odio a los ingleses —alcanza a murmurar, pensando que el segundo disparo hará blanco en su frente, su boca o su corazón y perderá el sentido y morirá, pues el encuerado está alargando de nuevo la mano, pero lo que ve más bien es un bólido, un revuelo, Jurema que cae sobre Caifás y se aferra a él y lo hace trastabillear, y entonces deja de pensar y descubriendo en sí fuerzas que ya no creía tener se levanta y salta también sobre Caifás, contusamente alerta de estar sangrando y ardiendo y antes de que vuelva a pensar, a tratar de comprender lo que ha sucedido, lo que lo ha salvado, está golpeando con la cacha de su revólver, con toda la energía que le queda, al encuerado del que Jurema sigue prendida. Antes de verlo perder el sentido, alcanza a darse cuenta de que no es a él a quién Caitas mira mientras se defiende y recibe sus golpes, sino a Jurema, y que no hay odio, cólera, sino una inconmensurable estupefacción en sus pupilas vinosas, como si no pudiera entender lo que ella ha hecho, como si el que ella se arrojara contra él, desviara su brazo, permitiera a su víctima levantarse y atacarlo fueran cosas que no podía siquiera imaginar, soñar. Pero cuando Caifás, semiinerte, la cara hinchada por los golpes, sangrante también por su propia sangre o la de Gall, suelta la faca y su diminuto revólver y Gall se lo arrebata y va a dispararle, es la misma Jurema quien se lo impide, prendiéndose de su mano, como antes de la de Caifás, y chillando histéricamente.
—Dont be afraid —dice Gall, sin fuerzas ya para forcejear—. Tengo que irme de aquí, los soldados van a venir. Ayúdame a subir a la mula, mujer.
Abre y cierra la boca, varias veces, seguro de que en este mismo instante se va a desplomar junto a Caifás, que parece moverse. Con la cara torcida por el esfuerzo, notando que ha aumentado el ardor del cuello y que ahora le duelen también los huesos, las uñas, los pelos, va dando barquinazos contra los baúles y los trastos de la cabaña, hacia esa llamarada de luz blanca que es la puerta, pensando «Epaminondas Goncalves», pensando: «Soy un cadáver inglés».
El nuevo párroco de Cumbe, Don Joaquim, llegó al pueblo sin cohetes ni campanas una tarde nublada que presagiaba tormenta. Apareció en un carro de bueyes, con una maleta ruinosa y una sombrilla para la lluvia y el sol. Había hecho un viaje largo, desde Bengalas, en Pernambuco, donde había sido párroco dos años. En los meses siguientes se diría que su obispo lo había alejado de allí por haberse propasado con una menor. Los vecinos que encontró a la entrada de Cumbe lo llevaron hasta la Plaza de la Iglesia y le mostraron la desfondada vivienda donde había vivido el párroco del lugar, en ese tiempo en que Cumbe tenía párroco. La vivienda era ahora un hueco con paredes y sin techo, que servía de basural y de refugio a los animales sin dueño. Don Joaquim se metió a la pequeña Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción y acomodando las bancas usables se preparó un camastro y se echó a dormir, tal como estaba. Era joven, algo encorvado, bajo, levemente barrigón y con un aire festivo que de entrada cayó simpático a las gentes. A no ser por el hábito y la tonsura no se lo hubiera tomado por un hombre en activo comercio con el mundo del espíritu, pues bastaba alternar con él una vez para comprender que tanto, o acaso más, le importaban las cosas de este mundo (sobre todo las mujeres). El mismo día de su llegada demostró a Cumbe que era capaz de codearse con los vecinos como uno de ellos y que su presencia no estorbaría sustancialmente las costumbres de la población. Casi todas las familias estaban congregadas en la Plaza de la Iglesia para darle la bienvenida, cuando abrió los ojos, después de varias horas de sueño. Era noche cerrada, había llovido y cesado de llover y en la humedad cálida canturreaban los grillos y el cielo hervía de estrellas. Comenzaron las presentaciones, largo desfile de mujeres que le besaban la mano y hombres que se quitaban el sombrero al pasar junto a él, musitando su nombre. Al poco rato, el Padre Joaquim interrumpió el besamanos explicando que se moría de hambre y de sed. Comenzó entonces algo semejante al recorrido de las estaciones de Semana Santa, en que el párroco iba visitando casa por casa, para ser agasajado con las mejores viandas que los lugareños tenían. La luz de la mañana lo encontró despierto, en una de las dos tabernas de Cumbe, bebiendo guinda con aguardiente y haciendo un contrapunto de décimas con el caboclo Matías de Tavares.
Comenzó de inmediato sus funciones, decir misa, bautizar a los que nacían, confesar a los adultos, impartir los últimos sacramentos a los que morían y casar a las nuevas parejas o a las que, conviviendo ya, querían adecentarse ante Dios. Como atendía una vasta comarca, viajaba con mucha frecuencia. Era activo y hasta abnegado en el cumplimiento de su tarea parroquial. Cobraba con moderación por cualquier servicio, aceptaba que le debieran o que no le pagaran pues, entre los vicios capitales, del que estaba decididamente exento era la codicia. De los otros no, pero, al menos, los practicaba sin discriminación. Con el mismo regocijo agradecía el suculento chivo al horno de un hacendado que el bocado de rapadura que le convidaba un morador y para su garganta no había diferencias entre el aguardiente añejo o el ron de quemar aplacado con agua que se tomaba en tiempos de escasez. En cuanto a las mujeres, nada parecía repelerlo, ancianas legañosas, niñas impúberes, mujeres castigadas por la naturaleza con verrugas, labios leporinos o idiotez. A todas las estaba siempre piropeando e insistiéndoles para que vinieran a decorar el altar de la Iglesia. En los jolgorios, cuando se le habían subido los colores a la cara, les ponía la mano encima sin el menor embarazo. A los padres, maridos, hermanos, su condición religiosa les parecía desvirilizarlo y soportaban resignados esas audacias que en otro les hubieran hecho sacar la faca. De todos modos, respiraron aliviados cuando el Padre Joaquim estableció una relación permanente con Alejandrinha Correa, la muchacha que por rabdomante se había quedado para vestir santos.
La leyenda era que la milagrosa facultad de Alejandrinha se conoció cuando era una niñita, el año de la gran sequía, mientras los vecinos de Cumbe, desesperados por la falta de agua, abrían pozos por todas partes. Divididos en cuadrillas excavaban desde el amanecer, en todos los lugares donde hubo alguna vez vegetación tupida, pensando que esto era síntoma de agua en el subsuelo. Las mujeres y los niños participaban en el extenuante trabajo. Pero la tierra extraída, en vez de humedad, sólo revelaba nuevas capas de arena negruzca o de rocas irrompibles. Hasta que un día, Alejandrinha, hablando con vehemencia, atolondrada, como si le dictaran palabras que apenas tenía tiempo de repetir, interrumpió a la cuadrilla de su padre, diciéndoles que en vez de cavar allí lo hicieran más arriba, al comienzo de la trocha que sube a Massacará. No le hicieron caso. Pero la niña siguió insistiendo, zapateando y moviendo las manos como inspirada. «Total, sólo abriremos un hueco más», dijo su padre. Fueron a hacer la prueba en esa explanada de guijarros amarillentos, donde se bifurcan las trochas a Carnaiba y a Massacará. Al segundo día de estar sacando terrones y piedras, el subsuelo comenzó a oscurecerse, a humedecerse y, por fin, en medio del entusiasmo de los vecinos, transpiró agua. Tres pozos más se encontraron por los alrededores, que permitieron a Cumbe sortear mejor que otros lugares esos dos años de miseria y mortandad. Alejandrinha Correa se convirtió, a partir de entonces, en objeto de reverencia y de curiosidad. Para sus padres, además, en un ser cuya intuición trataron de aprovechar, cobrando a los caseríos y a los moradores por adivinarles el lugar donde debían buscar agua. Sin embargo, las habilidades de Alejandrinha no se prestaban al negocio. La chiquilla se equivocaba más veces de las que acertaba y, en muchas ocasiones, después de husmear por el lugar con su naricita respingada, decía: «No sé, no se me ocurre». Pero ni esos vacíos ni los errores, que siempre desaparecían bajo el recuerdo de sus hallazgos, empañaron la fama con que creció. Su aptitud de rabdomante la hizo famosa, no feliz. Desde que se supo que tenía ese poder, se levantó a su alrededor un muro que la aisló de la gente. Los otros niños no se sentían cómodos con ella y los mayores no la trataban con naturalidad. La miraban con insistencia, le preguntaban cosas raras sobre el futuro o la vida que hay después de la muerte y hacían que se arrodillara a la cabecera de los enfermos y tratase de curarlos con el pensamiento. De nada valieron sus esfuerzos para ser una mujer igual a las demás. Los hombres siempre se mantuvieron a respetuosa distancia de ella. No la sacaban a bailar en las ferias, ni le dieron serenatas ni a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza tomarla por mujer. Como si enamorarla hubiera sido una profanación.
Hasta que llegó el nuevo párroco. El Padre Joaquim no era hombre que se dejase intimidar por aureolas de santidad o de brujería en lo tocante a mujeres. Alejandrinha había dejado atrás los veinte años. Era espigada, de nariz siempre curiosa y ojos inquietos, y aún vivía con sus padres a diferencia de sus cuatro hermanas menores, que ya tenían marido y casa propia. Llevaba una vida solitaria, por el respeto religioso que inspiraba y que ella no conseguía disipar pese a su sencillez. Como la hija de los Correa sólo iba a la Iglesia a la misa del domingo y como la invitaban a pocas celebraciones privadas (la gente temía que su presencia, contaminada de sobrenatural, impidiera la alegría) el nuevo párroco tardó en trabar relación con ella.
El romance debió empezar muy poco a poco, bajo las coposas cajaranas de la Plaza de la
Iglesia, o en las callejuelas de Cumbe donde el curita y la rabdomante debieron cruzarse, descruzarse, y él mirarla como si estuviera tomándole un examen, con sus ojitos impertinentes, vivarachos, insinuantes, a la vez que su cara atemperaba la crudeza del reconocimiento con una sonrisa bonachona. Y él debió ser el primero en dirigirle la palabra, claro está, preguntándole tal vez sobre la fiesta del pueblo, el ocho de diciembre, o por qué no se la veía en los rosarios o cómo era eso del agua que le atribuían. Y ella debió contestarle con ese modo rápido, directo, desprejuiciado que era el suyo, mirándolo sin rubor. Y así debieron sucederse los encuentros casuales, otros menos casuales, conversaciones donde, además de los chismes de actualidad sobre los bandidos y las volantes y las rencillas y amoríos locales y las confidencias recíprocas, poco a poco irían apareciendo malicias y atrevimientos.
El hecho es que un buen día todo Cumbe comentaba con sorna el cambio de Alejandrinha, desganada parroquiana que se volvió de pronto la más diligente. Se la veía, temprano en las mañanas, sacudiendo las bancas de la Iglesia, arreglando el altar y barriendo la puerta. Y empezó a vérsela, también, en la casa del párroco que, con el concurso de los vecinos, había recobrado techos, puertas y ventanas. Que existía entre ambos algo más que debilidades de ocasión fue evidente el día que Alejandrinha entró con aire decidido a la taberna donde el Padre Joaquim, luego de una fiesta de bautizo, se había refugiado con un grupo de amigos y tocaba guitarra y bebía, lleno de felicidad. La entrada de Alejandrinha lo enmudeció. Ella avanzó hacia él y con firmeza le soltó esta frase: «Se viene usted ahora mismo conmigo, porque ya tomó bastante». Sin replicar, el curita la siguió.
La primera vez que el santo llegó a Cumbe, Alejandrinha Correa llevaba ya varios años viviendo en la casa del párroco. Se instaló allí para cuidarlo de una herida que recibió en el pueblo de Rosario, donde se vio envuelto en una balacera entre el cangaco de Joáo Satán y los policías del Capitán Geraldo Macedo, el Cazabandidos, y allí se quedó. Habían tenido tres hijos que todos nombraban sólo como hijos de Alejandrinha y a ella le decían «guardiana» de Don Joaquim. En presencia tuvo un efecto moderador en la vida del párroco, aunque no corrigió del todo sus costumbres. Los vecinos la llamaban cuando, más bebido de lo recomendable, el curita se volvía una complicación, y ante ella él era siempre dócil, aun en los extremos de la borrachera. Quizá eso contribuyó a que los vecinos toleraran sin demasiados remilgos esa unión. Cuando el santo vino a Cumbe por primera vez, ella era algo tan aceptado que incluso los padres y hermanos de Alejandrinha la visitaban en su casa y trataban de «nietos» y «sobrinos» a sus hijos sin la menor incomodidad.
Por eso cayó como una bomba que, en su primera prédica desde el pulpito de la Iglesia de Cumbe, donde el Padre Joaquim, con sonrisa complaciente, le había permitido subir, el hombre alto, escuálido, de ojos crepitantes y cabellos nazarenos, envuelto en un túnica morada, despotricara contra los malos pastores. Un silencio sepulcral se hizo en la nave repleta de gente. Nadie miraba al párroco, quien, sentado en la primera banca, había abierto los ojos con un pequeño respingo y permanecía inmóvil, la vista fija adelante, en el crucifijo o en su humillación. Y los vecinos tampoco miraban a Alejandrinha Correa, sentada en la tercera fila, que, ella sí, contemplaba al predicador, muy pálida. Parecía que el santo hubiese venido a Cumbe aleccionado por enemigos de la pareja. Grave, inflexible, con voz que rebotaba contra las frágiles paredes y el techo cóncavo, decía cosas terribles contra los elegidos del Señor que, pese a haber sido ordenados y vestir hábitos, se convertían en lacayos de Satán. Se ensañaba en vituperar todos los pecados del Padre Joaquim: la vergüenza de los pastores que en lugar de dar ejemplo de sobriedad bebían cachaca hasta el desvarío; la indecencia de los que en lugar de ayunar y ser frugales se atragantaban sin darse cuenta que vivían rodeados de gente que apenas tenía qué comer; el escándalo de los que olvidaban su voto de castidad y se refocilaban con mujeres a las que, en vez de orientar espiritualmente, perdían regalándoles sus pobres almas al Perro de los infiernos. Cuando los vecinos se animaban a espiarlo con el rabillo del ojo, descubrían al párroco en el mismo sitio, siempre mirando al frente, la cara color bermellón. Eso que ocurrió, y que fue la comidilla de la gente muchos días, no impidió que el Consejero siguiera predicando en la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción mientras permaneció en Cumbe o que volviera a hacerlo cuando, meses después, regresó acompañado por un séquito de bienaventurados, o que lo hiciera de nuevo en años sucesivos. La diferencia fue que en los consejos de las otras veces el Padre Joaquim solía estar ausente. Alejandrinha, en cambio, no. Estaba siempre allí, en la tercera fila, con la nariz respingada, escuchando las amonestaciones del santo contra la riqueza y los excesos, su defensa de las costumbres austeras y sus exhortaciones a preparar el alma para la muerte mediante el sacrificio y la oración. La antigua rabdomante empezó a dar muestras de creciente religiosidad. Encendía velas en las hornacinas de las calles, permanecía mucho rato de rodillas ante el altar, en actitud de profunda concentración, organizaba acciones de gracias, rogativas, rosarios, novenas. Un día apareció tocada con un trapo negro y un detente en el pecho con la imagen del Buen Jesús. Se dijo que, aunque seguían bajo el mismo techo, ya no ocurría entre el párroco y ella nada que ofendiese a Dios. Cuando los vecinos se animaban a preguntarle al Padre Joaquim por Alejandrinha, él desviaba la conversación. Se le notaba azorado. Aunque seguía viviendo alegremente, sus relaciones con la mujer que compartía su casa y era madre de sus hijos, cambiaron. Al menos en público se trataban con la cortesía de dos personas que apenas se conocen. El Consejero despertaba en el párroco de Cumbe sentimientos indefinibles. ¿Le tenía miedo, respeto, envidia, conmiseración? El hecho es que cada vez que llegaba le abría la Iglesia, lo confesaba, lo hacía comulgar y mientras estaba en Cumbe era un modelo de templanza y devoción.
Cuando, en la última visita del santo, Alejandrinha Correa se fue tras él, entre sus peregrinos, abandonando todo lo que tenía, el Padre Joaquim fue la única persona del pueblo que no pareció sorprenderse.
Pensó que nunca había temido a la muerte y que tampoco le temía ahora. Pero le temblaban las manos, le corrían escalofríos y a cada momento se juntaba más a la fogata para calentar el hielo de sus entrañas. Y, sin embargo, sudaba. Pensó: «Estás muerto de miedo, Gall». Esos goterones de sudor, esos escalofríos, ese hielo y ese temblor eran el pánico del que presiente la muerte. Te conocías mal, compañero. ¿O había cambiado? Pues estaba seguro de no haber sentido nada semejante de muchacho, en el calabozo de París, cuando esperaba ser fusilado, ni en Barcelona, en la enfermería, mientras los estúpidos burgueses lo curaban para que subiera sano al patíbulo a ser estrangulado con un aro de hierro. Iba a morir: había llegado la hora, Galileo.
¿Se le endurecería el falo en el instante supremo, como decían que ocurría con los ahorcados y los decapitados? Alguna tortuosa verdad escondía esa creencia granguiñolesca, alguna misteriosa afinidad entre el sexo y la conciencia de la muerte. Si no fuera así, no le hubiera ocurrido lo de esta madrugada y lo de hacía un momento. ¿Un momento? Horas, más bien. Era noche cerrado y había miríadas de estrellas en el firmamento. Recordó que, mientras esperaba en la pensión de Queimadas, había planeado escribir una carta a l'Étincelle de la révolte explicando que el paisaje del cielo era infinitamente más variado que el de la tierra en esta región del mundo y que esto sin duda influía en la disposición religiosa de la gente. Sintió la respiración de Jurema, mezclada al crujido de la fogata declinante. Sí, había sido olfatear la muerte cerca lo que lo lanzó sobre esta mujer, con el falo tieso, dos veces en un mismo día. «Extraña relación hecha de susto y semen y de nada más», pensó. ¿Por qué lo había salvado, interponiéndose, cuando Caifás iba a darle el tiro de gracia? ¿Por qué lo había ayudado a subir a la mula, acompañado, curado, traído hasta aquí? ¿Por qué se conducía así con quien debía odiar?
Fascinado, recordó esa urgencia súbita, premiosa, irrefrenable, cuando el animal cayó en pleno trote, arrojándolos a ambos al suelo. «Su corazón debió reventar como una fruta», pensó. ¿A qué distancia estaban de Queimadas? ¿Era el río do Peixe el arroyuelo donde se había lavado y vendado? ¿Había dejado atrás, contorneándolo, Riacho da Onca o aún no habían llegado a ese pueblo? Su cerebro era una turbamulta de preguntas; pero el miedo se había eclipsado. ¿Había sentido mucho miedo cuando la mula se desplomó y vio que caía, que rodaba? Sí. Ésa era la explicación: el miedo. La instantánea sospecha de que el animal había muerto, no de cansancio, sino de un disparo de los capangas que lo perseguían para convertirlo en un cadáver inglés. Y debió ser buscando instintivamente protección que saltó sobre la mujer que había rodado al suelo con él. ¿Pensaría Jurema que era un loco, tal vez el diablo? Tomarla en esas circunstancias, en ese momento, en ese estado. Ahí, el desconcierto de los ojos de la mujer, su turbación, cuando comprendió, por la forma como las manos de Gall escarbaban sus ropas, lo que pretendía de ella. No hizo resistencia esta vez, pero tampoco disimuló su disgusto, o, más bien, su indiferencia. Ahí, esa quieta resignación de su cuerpo que había quedado impresa en la mente de Gall mientras yacía en tierra, confuso, atolondrado, colmado de algo que podía ser deseo, miedo, angustia, incertidumbre o un ciego rechazo de la trampa en que se hallaba. A través de una neblina de sudor, con las heridas del hombro y del cuello doliéndole como si se hubieran reabierto y la vida se le escurriera por ellas, vio a Jurema, en la tarde que oscurecía, examinar a la mula, abriéndole los ojos y la boca. La vio luego, siempre desde el suelo, reunir ramas, hojas y encender una fogata. Y la vio, con el cuchillo que extrajo de su cinturón sin decirle palabra, rebanar unas lonjas rojizas de los jares del animal, ensartarlos y ponerlos a asar. Daba la impresión de cumplir una rutina doméstica, como si nada anormal ocurriera, como si los acontecimientos de este día no hubieran revolucionado su existencia. Pensó: «Son las gentes más enigmáticas del planeta». Pensó: «Fatalistas, educadas para aceptar lo que la vida les traiga, sea bueno, malo o atroz». Pensó: «Para ella tú eres lo atroz».
Luego de un rato, había podido incorporarse, beber unos tragos de agua, y, con gran esfuerzo por el ardor de su garganta, masticar. Los trozos de carne le hicieron el efecto de un manjar. Mientras comían, imaginando que Jurema estaría perpleja con las ocurrencias, había tratado de explicárselas: quién era Epaminondas Goncalves, su propuesta de las armas, cómo había sido él quien planeó el atentado en casa de Rufino para robar sus propios fusiles y matarlo, pues necesitaba un cadáver de piel clara y pelirrojo. Pero se dio cuenta que a ella no le interesaba lo que oía. Lo escuchaba mordisqueando con unos dientecillos pequeños y parejos, espantando las moscas, sin asentir ni preguntar nada, posando de rato en rato en los suyos unos ojos que la oscuridad se iba ^ tragando y que lo hacían sentirse estúpido. Pensó: «Lo soy». Lo era, demostró serlo. Él tenía la obligación moral y política de desconfiar, de sospechar que un burgués ambicioso, capaz de maquinar una conspiración contra sus adversarios como la de las armas, podía maquinar otra contra él. ¡Un cadáver inglés! O sea que lo de los fusiles no había sido una equivocación, un lapsus: le había dicho que eran franceses sabiendo que eran ingleses. Galileo lo descubrió al llegar a la vivienda de Rufino, mientras acomodaba las cajas en el carromato. La marca de fábrica, en la culata, saltaba a la vista: Liverpool, 1891. Le había hecho una broma, mentalmente: «Francia no ha invadido aún Inglaterra, que yo sepa. Los fusiles son ingleses, no franceses». Fusiles ingleses, un cadáver inglés. ¿Qué se proponía? Podía imaginárselo: era una idea fría, cruel, audaz y a lo mejor hasta efectiva. Renació la angustia en su pecho y pensó: «Me matará». No conocía el territorio, estaba herido, era un forastero cuyo rastro podría señalar todo el mundo. ¿Dónde iba a esconderse? «En Canudos.» Sí, sí. Allí se salvaría o, cuando menos, no moriría con la lastimosa sensación de ser estúpido. «Canudos te amnistiará, compañero», se le ocurrió.
Temblaba de frío y le dolían el hombro, el cuello, la cabeza. Para olvidarse de sus heridas trató de pensar en los soldados del Mayor Febronio de Brito: ¿habrían partido ya de Queimadas rumbo a Monte Santo? ¿Aniquilarían ese hipotético refugio antes de que pudiera llegar a él? Pensó: «El proyectil no ingresó, ni tocó la piel, apenas la desgarró con su roce candente. La bala, por lo demás, tenía que ser diminuta, como el revólver, para matar gorriones». No era el balazo sino la cuchillada lo grave: había entrado profundamente, cortado venas, nervios y de allí subían el ardor y las punzadas hasta la oreja, los ojos, la nuca. Los escalofríos lo estremecían de pies a cabeza. ¿Ibas a morir, Gall? Súbitamente recordó la nieve de Europa, su paisaje tan domesticado si lo comparaba con esta naturaleza indómita. Pensó: «¿Habrá hostilidad geográfica parecida en alguna región de Europa?». En el sur de España, en Turquía, sin duda, y en Rusia. Recordó la fuga de Bakunin, después de estar once meses encadenado al muro de una prisión. Se la contaba su padre, sentándolo en sus rodillas: la épica travesía de Siberia, el río Amur, California, de nuevo Europa y, al llegar a Londres, la formidable pregunta: «¿Hay ostras en este país?». Recordó los albergues que salpicaban los caminos europeos, donde siempre había una chimenea ardiendo, una sopa caliente y otros viajeros con quienes fumar una pipa y comentar la jornada. Pensó: «La nostalgia es una cobardía, Gall».
Se estaba dejando ganar por la autocompasión y la melancolía. ¡Qué vergüenza, Gall! ¿No habías aprendido siquiera a morir con dignidad? ¡Qué más daba Europa, el Brasil o cualquier pedazo de tierra! ¿No sería el mismo el resultado? Pensó: «La desagregación, la descomposición, la pudridera, la gusanera, y, si los animales hambrientos no intervienen, una frágil armazón de huesos amarillentos recubierta de un pellejo reseco». Pensó: «Estás ardiendo y muerto de frío y eso se llama fiebre». No era el miedo, ni la bala de matar pajaritos, ni la cuchillada: era una enfermedad. Porque el malestar había empezado antes del ataque del encuerado, cuando estaba en aquella hacienda con Epaminondas Goncalves; había ido minando sigilosamente algún órgano y extendiéndose por el resto de su organismo. Estaba enfermo, no malherido. Otra novedad, compañero. Pensó: «El destino quiere completar tu educación antes de que mueras, infligiéndote experiencias desconocidas». ¡Primero estuprador y luego enfermo! Porque no recordaba haberlo estado ni en su más remota niñez. Herido sí, varias veces, y aquélla, en Barcelona, gravemente. Pero enfermo, jamás. Tenía la sensación de que en cualquier momento perdería el sentido. ¿Por qué este esfuerzo insensato por seguir pensando? ¿Por qué esa intuición de que mientras pensara seguiría vivo? Se le ocurrió que Jurema se había ido. Aterrado, escuchó: ahí estaba siempre su respiración, hacia la derecha. Ya no podía verla porque la fogata se había consumido del todo.
Trató de darse ánimos sabiendo que era inútil, murmurando que las circunstancias adversas estimulaban al verdadero revolucionario, diciéndose que escribiría una carta a l'Étincelle de la révolte asociando con lo que ocurría en Canudos la alocución de Bakunin a los relojeros y artesanos de la Chaux–de–Fonds y del valle del SaintImier en que sostuvo que los grandes alzamientos no se producirían en las sociedades más industrializadas, como profetizaba Marx, sino en los países atrasados, agrarios, cuyas miserables masas campesinas no tenían nada que perder, como España, Rusia, y ¿por qué no? el Brasil, y trató de increpar a Epaminondas Goncalves: «Quedarás defraudado, burgués. Debiste matarme cuando estaba a tu merced, en la terraza de la hacienda. Sanaré, escaparé». Sanaría, escaparía, la muchacha lo guiaría, robaría una cabalgadura y, en Canudos, lucharía contra lo que tú representabas, burgués, el egoísmo, el cinismo, la avidez y…