38651.fb2
El tren entra pitando en la estación de Queimadas, engalanada con banderolas que dan la bienvenida al Coronel Moreira César. En el estrecho andén de tejas rojas se apiña una multitud, bajo una gran tela blanca que sobrevuela los rieles, ondeando: «Queimadas Saluda al Heroico Coronel Moreira César Y a Su Glorioso Regimiento. ¡Viva El Brasil!» Un grupo de niños descalzos agitan banderitas y hay media docena de señores endomingados, con las insignias del Concejo Municipal en el pecho y sombreros en las manos, rodeados por una masa de gente desarrapada y miserable, que mira con gran curiosidad y entre la cual se mueven mendigos pidiendo limosna y vendedores de rapadura y frituras.
Gritos y aplausos reciben la aparición, en la escalinata del tren —las ventanillas están atestadas de soldados con fusiles — del Coronel Moreira César. Vestido con uniforme de paño azul, botones y espuelas doradas, galones y ribetes encarnados y espada al cinto, el Coronel salta al andén. Es pequeño, casi raquítico, muy ágil. El calor abochorna todas las caras pero él no está sudando. Su endeblez física contrasta con la fuerza que parece generar en torno, debido a la energía que bulle en sus ojos o a la seguridad de sus movimientos. Mira como alguien que es dueño de sí mismo, sabe lo que quiere y acostumbra mandar.
Los aplausos y vítores corren por el andén y la calle, donde la gente se protege del sol con pedazos de cartón. Los niños arrojan al aire puñados de papel picado y los que llevan banderas las agitan. Las autoridades se adelantan, pero el Coronel Moreira César no se detiene a darles la mano. Ha sido rodeado por un grupo de oficiales. Les hace una venia cortés y luego grita, en dirección a la multitud: «¡Viva la República! ¡Viva el Mariscal Floriano!» Ante la sorpresa de los Concejales, quienes, no hay duda, esperaban decir discursos, conversar con él, acompañarlo, el Coronel ingresa a la estación, escoltado por sus oficiales. Tratan de seguirlo, pero los detienen los centinelas en la puerta que acaba de cerrarse. Se oye un relincho. Del tren están bajando un hermoso caballo blanco, entre el regocijo de la chiquillería. El animal despercude el cuerpo, agita las crines, relincha feliz de sentir la vecindad del campo. Ahora, por puertas y ventanas del tren descienden filas de soldados, descargan bultos, valijas, cajas de municiones, ametralladoras. Un rumor recibe la aparición de los cañones, que destellan. Los soldados están acercando yuntas de bueyes para arrastrar los pesados artefactos. Las autoridades, con un gesto resignado, van a sumarse a los curiosos que, agolpados ante puertas y ventanas, espían el interior de la estación, tratando de divisar a Moreira César entre el grupo movedizo de oficiales, adjuntos, ordenanzas.
La estación es un solo recinto, grande, dividido por un tabique tras el cual está el telegrafista, trabajando. Del lado opuesto al andén da a una construcción de dos pisos, con un rótulo: Hotel Continental. Hay soldados por todas partes, en la desarbolada avenida Itapicurú, que sube hacia la Plaza Matriz. Detrás de las decenas de caras que se aplastan contra los cristales, observando el interior de la estación, prosigue el desembarco de la tropa, de manera febril. Al parecer la bandera del Regimiento, que un soldado hace flamear ante la multitud, se escucha una nueva salva de aplausos. En la explanada, entre el Hotel Continental y la estación, un soldado cepilla el caballo blanco de vistosa crin. En una esquina del recinto hay una larga mesa con jarras, botellas y fuentes de comida protegidas de las miríadas de moscas por retazos de tul, a la que nadie hace caso. Banderitas y guirnaldas cuelgan del techo, entre carteles del partido Republicano Progresista y del Partido Autonomista Bahiano con Vivas al Coronel Moreira César, a la República y al Séptimo Regimiento de Infantería del Brasil. En medio de una hormigueante animación, el Coronel Moreira César se cambia el uniforme de paño por el traje de campaña. Dos soldados han levantado una manta delante del tabique del telégrafo y, desde ese improvisado refugio, el Coronel lanza sus prendas que un ayudante recibe y guarda en un baúl. Mientras que se viste, Moreira César habla con tres oficiales que se hallan ante él en posición de firmes. —Parte de efectivos, Cunha Matos.
El Mayor choca ligeramente los talones al empezar a hablar:
—Ochenta y tres hombres atacados de viruela y de otras enfermedades —dice, consultando un papel—. Mil doscientos treinta y cinco combatientes. Los quince millones de cartuchos y los setenta tiros de artillería están intactos, Excelencia. —Que la vanguardia parta dentro de dos horas hacia Monte Santo, a más tardar. —La voz del Coronel es rectilínea, sin matices, impersonal—. Usted, Olimpio, discúlpeme con el Concejo Municipal. Los recibiré más tarde, un momento. Explíqueles que no podemos perder tiempo en ceremonias ni agasajos. —Sí, Excelencia.
Cuando el Capitán Olimpio de Castro se retira, se adelanta el tercer oficial. Tiene galones de coronel y es un hombre envejecido, algo rechoncho y de mirada apacible: —Están aquí el Teniente Pires Ferreira y el Mayor Febronio de Brito. Tienen órdenes de incorporarse al Regimiento, como asesores. Moreira César queda un instante meditabundo.
—Qué suerte para el Regimiento —murmura, de manera casi inaudible—. Tráigalos, Tamarindo.
Un ordenanza, arrodillado, lo ayuda a calzarse unas botas de montar, sin espuelas. Un momento después, precedidos por el Coronel Tamarindo, Febronio de Brito y Pires Ferreira vienen a cuadrarse ante la manta. Hacen sonar los tacos, dicen sus nombres, sus grados y «A sus órdenes». La manta cae al suelo. Moreira César lleva pistola y espada al cinto, las mangas de la camisa remangadas y sus brazos son cortos, flacos y lampiños. Observa de pies a cabeza a los recién venidos, sin decir palabra, con mirada glacial.
—Es un honor para nosotros poner nuestra experiencia de esta región al servicio del jefe más prestigioso del Brasil, Excelencia.
El Coronel Moreira César mira a los ojos a Febronio de Brito, fijamente, hasta verlo desconcertarse.
—Experiencia que no les sirvió ni para enfrentarse a un puñado de bandidos. —No ha subido la voz, pero, en el acto, el recinto parece electrizarse, paralizarse. Escudriñando al Mayor como a un insecto, Moreira César apunta a Pires Ferreira con un dedo —: Este oficial mandaba una Compañía. Pero usted tenía medio millar de hombres y se hizo derrotar como un novato. Han desprestigiado al Ejército y, por lo tanto, a la República. Su presencia es ingrata al Séptimo Regimiento. Quedan prohibidos de entrar en acción. Permanecerán en la retaguardia, encargados de los enfermos y del ganado. Pueden retirarse.
Los dos oficiales están lívidos. Febronio de Brito suda copiosamente. Entreabre la boca, como si fuera a decir algo, pero opta por saludar e irse, tambaleándose. El Teniente sigue petrificado en su sitio, con los ojos enrojecidos de golpe. Moreira César pasa junto a él, sin mirarlo, y el enjambre de oficiales y ordenanzas reanudan sus quehaceres. Sobre una mesa hay dispuestos unos planos y un alto de papeles. —Que pasen los corresponsales, Cunha Matos —ordena el Coronel. El Mayor los hace entrar. Han venido en el mismo tren que el Séptimo Regimiento y se los nota fatigados por el traqueteo. Son cinco hombres, de distintas edades, vestidos con polainas, gorras, pantalones de montar, armados de lápices, cuadernos y, uno de ellos, de un aparato fotográfico con fuelle y trípode. El más notorio es el periodista jovencito y miope del Jornal de Noticias. La rala perilla de chivo que le ha crecido congenia con su aspecto deshilachado, su extravagante tablero portátil, el tintero amarrado a la manga y la pluma de ganso que mordisquea mientras el fotógrafo monta su cámara. Al dispararla, brota una nubécula que enardece la vocinglería de los chiquillos agazapados detrás de los cristales. El Coronel Moreira César responde con una venia a los saludos de los periodistas.
—A muchos sorprendió que en Salvador no recibiera a los notables —dice, sin solemnidad y sin afecto, a manera de saludo—. No hay ningún misterio, señores. Es una cuestión de tiempo. Cada minuto es precioso para la misión que nos ha traído a Bahía. La vamos a cumplir. El Séptimo Regimiento va a castigar a los facciosos de Canudos, como lo hizo con los sublevados de la Fortaleza de Santa Cruz y la de Lange, y como castigó a los federalistas de Santa Catalina. No va a haber más levantamientos contra la República.
Los racimos humanos de los cristales, enmudecidos, se esfuerzan por oír lo que dice, oficiales y ordenanzas están inmóviles, escuchando, y los cinco periodistas lo miran, con una mezcla de hechizo e incredulidad. Sí, es él, ahí está por fin, en carne y hueso, como lo pintan las caricaturas: menudo, endeble, vibrante, con unos ojitos que echan chispas o perforan al interlocutor y un movimiento de la mano, al hablar, que parece de esgrima. Lo esperaban dos días atrás, en Salvador, con la misma curiosidad que cientos de bahianos y dejó frustrado a todo el mundo, pues no aceptó los banquetes ni el baile que le habían preparado, ni las recepciones oficiales ni los homenajes, y, salvo una breve visita al Club Militar y al Gobernador Luis Viana, no habló con nadie, ya que dedicó todo su tiempo a vigilar personalmente el desembarco de sus soldados en el puerto y el acarreo del equipo y el parque a la Estación de la Calzada, para tomar al día siguiente este tren que los ha traído hasta el sertón. Había pasado por la ciudad de Salvador como escapando, como temiendo contaminarse, y sólo ahora daba una explicación a su conducta: el tiempo. Pero los cinco periodistas, que están pendientes de sus menores gestos, no piensan en lo que está diciendo en este instante, sino recordando lo que se ha dicho y escrito sobre él, confrontando a ese personaje de mito, odiado y endiosado, con la figura pequeñita, severa, que les habla como si no estuvieran allí. Tratan de ¡marginárselo, enrolándose de voluntario, cuando era niño, en la guerra contra el Paraguay, donde recibió tantas heridas como medallas, y en sus primeros años de oficial, en Río de Janeiro, cuando su republicanismo militante estuvo a punto de hacerlo expulsar del Ejército y de mandarlo a la cárcel, o en las conspiraciones contra la monarquía que acaudilló. Pese a la energía que transmiten sus ojos, sus ademanes, su voz, les cuesta imaginárselo matando de cinco tiros de revólver, en la rua do Ouvidor de la capital, a aquel oscuro periodista, pero no es difícil, en cambio, oírlo declarar en el juicio que estaba orgulloso de haberlo hecho y que lo haría de nuevo si alguien volvía a insultar al Ejército. Pero, sobre todo, rememoran su carrera pública, al volver del Mato Grosso, donde estuvo exiliado hasta la caída del Imperio. Lo recuerdan convertido en el brazo derecho del Presidente Floriano Peixoto, aplastando con mano de hierro todas las sublevaciones que hubo en los primeros años de la República y defendiendo en ese periódico incendiario, 0 Jacobino, sus tesis a favor de la República Dictatorial, sin parlamento, sin partidos políticos en la que el Ejército sería, como la Iglesia en el pasado, el centro nervioso de una sociedad laica volcada furiosamente hacia el progreso científico. Se preguntan si será cierto que a la muerte del Mariscal Floriano Peixoto, en el cementerio, sufrió un desvanecimiento nervioso mientras leía el elogio fúnebre del desaparecido. Se ha dicho que con la subida al poder de un Presidente civil, Prudente de Moráis, el destino político del Coronel Moreira César y de los llamados «jacobinos» está condenado. Pero, se dicen, no debe ser cierto, pues si así fuera, no estaría aquí en Queimadas, al frente del cuerpo más célebre del Ejército del Brasil, mandado por el propio gobierno a desempeñar una misión de la que, quién puede dudarlo, regresará a Río con su prestigio acrecentado.
—No he venido a Bahía a intervenir en las luchas políticas locales —está diciendo, a la vez que señala, sin mirarlos, los carteles del Partido Republicano y del Partido Autonomista que cuelgan del techo—. El Ejército está por encima de las querellas de las facciones, al margen de la politiquería. El Séptimo Regimiento está aquí para debelar una conspiración monárquica. Por que detrás de los ladrones y locos fanáticos de Canudos hay una conjura contra la República. Esos pobres diablos son un instrumento de los aristócratas que no se resignan a la pérdida de sus privilegios, que no quieren que el Brasil sea un país moderno. De ciertos curas fanáticos que no se resignan a la separación de la Iglesia del Estado porque no quieren dar al César lo que corresponde al César. Y hasta de la propia Inglaterra, por lo visto, que quiere restaurar ese Imperio corrompido que le permitía apropiarse de todo el azúcar brasileño a precios irrisorios. Pero están engañados. Ni los aristócratas, ni los curas, ni Inglaterra, volverán a dictar la ley en el Brasil. El Ejército no lo permitirá.
Ha ido subiendo la voz y dicho las últimas frases en un tono encendido, con la mano derecha apoyada en la pistola de su cartuchera. Al callar hay una expectación reverente en el recinto y se escucha el zumbido de los insectos que revolotean enloquecidos sobre las fuentes de comida. El más canoso de los periodistas, un hombre que, pese a la atmósfera ardiente, va abrigado con una chaqueta a cuadros, levanta tímidamente una mano, con la intención de comentar o preguntar algo. Pero el Coronel no le concede la palabra; ha hecho una seña y dos ordenanzas, aleccionados, levantan una caja del suelo, la colocan sobre la mesa, y la abren: son fusiles.
Moreira César comienza a pasear, despacio, con las manos cogidas a la espalda, delante de los cinco periodistas.
—Capturados en el sertón bahiano, señores —va diciendo, con ironía, como si se burlara de alguien—. Éstos, al menos, no llegaron a Canudos. ¿De dónde vienen? Ni se tomaron el trabajo de quitarles la marca de fábrica. ¡Liverpool, nada menos! Nunca se han visto fusiles así en el Brasil. Con un dispositivo especial para disparar balas explosivas, además. Así se explican esos orificios que sorprendieron a los cirujanos; orificios de diez, de doce centímetros de diámetro. No parecían de bala sino de granada. ¿Es posible que simples yagunzos, simples ladrones de ganado, conozcan esos refinamientos europeos, las balas explosivas? Y, de otra parte, qué significan esos personajes de procedencia misteriosa. El cadáver encontrado en Ipupiará. El sujeto que aparece en Capim Grosso con una bolsa repleta de libras esterlinas que confiesa haber guiado a una partida de jinetes que hablaban en inglés. Hasta en Belo Horizonte se descubren extranjeros que quieren llevar cargamentos de víveres y de pólvora a Canudos. Demasiadas coincidencias para no advertir, detrás, un conjura antirrepublicana. No se rinden. Pero es en vano. Fracasaron en Río, fracasaron en Río Grande do Sul y fracasarán también en Bahía, señores.
Ha dado dos, tres vueltas, a tranco corto y rápido, nervioso, delante de los cinco periodistas. Ahora está en el mismo sitio del principio, junto a la mesa de los mapas. Su tono, al dirigirse otra vez a ellos, se vuelve autoritario, amenazador:
—He consentido en que acompañen al Séptimo Regimiento, pero tendrán que someterse a ciertas disposiciones. Los despachos telegráficos que envían desde aquí, serán previamente aprobados por el Mayor Cunha Matos o por el Coronel Tamarindo. Lo mismo, las crónicas que envíen mediante mensajeros durante la campaña. Debo advertirles que si alguno intentara enviar un artículo sin el visto bueno de mis adjuntos, cometería una grave infracción. Espero que lo comprendan: cualquier desliz, error, imprudencia, puede servir al enemigo. Estamos en guerra, no lo olviden. Hago votos porque su estada con el Regimiento sea grata. Eso es todo, señores. Se vuelve hacia los oficiales de su Estado Mayor, que inmediatamente lo rodean, y al instante, como si se hubiese roto un encantamiento, se reanudan la actividad, el ruido, el movimiento, en la estación de Queimadas. Pero los cinco periodistas siguen allí, en el mismo sitio, mirándose, desconcertados, alelados, decepcionados, sin entender por qué el Coronel Moreira César los trata como si fueran sus enemigos potenciales, por qué no les ha permitido formularle pregunta alguna, por qué no les ha hecho la menor demostración de simpatía o al menos de urbanidad. El círculo que rodea al Coronel se desgrana a medida que, obedeciendo sus instrucciones, cada uno de los oficiales, luego de chocar los tacones, se aleja en direcciones distintas. Cuando se queda solo, el Coronel echa una mirada circular y, un segundo, los cinco periodistas creen que va a cercarse a ellos, pero se equivocan. Está mirando, como si acabara de descubrirlas, las caras famélicas, requemadas, miserables, que se aplastan contra las puertas y ventanas. Las observa con una expresión indefinible, la frente fruncida, el labio inferior adelantado. De pronto, resueltamente, se dirige a la puerta más cercana. La abre de par en par y hace un gesto de bienvenida al enjambre de hombres, mujeres, niños, viejos casi en harapos, muchos descalzos, que lo miran con respeto, miedo o admiración. Con ademanes imperiosos, los obliga a entrar, los jala, los arrastra, los anima, señalándoles la larga mesa donde, bajo aureolas de insectos codiciosos, languidecen las bebidas y las viandas que el Concejo Municipal de Queimadas ha preparado para homenajearlo. —Entren, entren —les dice, guiándolos, empujándolos, apartando él mismo los retazos de tules—. El Séptimo Regimiento los invita. Adelante, sin miedo. Es para ustedes. Les hace más falta que a nosotros. Beban, coman, que les aproveche.
Ahora, ya no necesita azuzarlos, ya han caído, alborozados, ávidos, incrédulos, sobre los platos, vasos, fuentes, jarras, y se dan de codazos, se atropellan, se empujan, disputan la comida y las bebidas, ante la mirada entristecida del Coronel. Los periodistas siguen en el mismo sitio, boquiabiertos. Una viejecilla, con una presa mordisqueada en la mano, que ya se retira, se detiene junto a Moreira César, la cara llena de agradecimiento. —Que la Santa Señora lo proteja, Coronel —murmura, haciendo la señal de la cruz en el aire.
—Ésta es la señora que me protege —oyen los periodistas que le responde Moreira César, tocándose la espada.
En su mejor época, el Circo Gitano había tenido veinte personas, si podía llamarse personas a seres como la Mujer Barbuda, el Enano, el Hombre–araña, el Gigante Pedrín y Juliáo, tragador de sapos vivos. El Circo rodaba entonces en un carromato pintado de rojo, con figuras de trapecistas, tirado por los cuatro caballos en que los Hermanos Franceses hacían acrobacias. Tenía también un pequeño zoológico, gemelo de la colección de curiosidades humanas que el Gitano había ido recolectando en sus correrías: un carnero de cinco patas, un monito de dos cabezas, una cobra (ésta normal) a la que había que alimentar con pajaritos y un chivo con tres hileras de dientes, que Pedrín mostraba al público abriéndole la jeta con sus manazas. Nunca tuvieron una carpa. Las funciones se daban en las plazas, los días de feria o en la fiesta del santo. Había números de fuerza y de equilibrismo, de magia y adivinanza, el Negro Solimáo tragaba sables, el Hombre–araña subía sedosamente por el palo encebado y ofrecía un fabuloso conto–de–reis a quien pudiera imitarlo, el Gigante Pedrín rompía las cadenas, la Barbuda hacía bailar a la cobra y la besaba en la boca y todos, pintarrajeados de payasos con corcho quemado y polvos de arroz, doblaban en dos, en cuatro, en seis al Idiota, que no parecía tener huesos. Pero la estrella era el Enano, que contaba romances con delicadeza, vehemencia, romanticismo e imaginación: el de la Princesa Magalona, hija del Rey de Nápoles, raptada por el Caballero Pierre y cuyas joyas encuentra un marinero en el vientre de un pez; el de la Bella Silvaninha, con la que quiso casarse nadie menos que su propio padre; el de Carlomagno y los Doce Pares de Francia; el de la duquesa estéril fornicada por el Can y que parió a Roberto el Diablo; el de Oliveros y Fierabrás. Su número era el último porque estimulaba la largueza del público.
El Gitano debía tener cuentas pendientes con la policía en el litoral, pues ni siquiera en épocas de sequía bajaba a la costa. Era hombre violento, al que, por cualquier pretexto, se le iban las manos y golpeaba sin misericordia a quien lo irritaba, hombre, mujer o animal. Pero, a pesar de sus maltratos, ninguno de los cirqueros hubiera soñado con abandonarlo. Era el alma del Circo, él lo había creado, recolectando por la tierra a esos seres que, en sus pueblos y familias, eran objetos de irrisión, anomalías a las que los otros miraban como castigos de Dios y equivocaciones de la especie. Todos ellos, el Enano, la Barbuda, el Gigante, el Hombre–araña, hasta el Idiota (que podía sentir estas cosas aunque no las entendiera) habían encontrado en el Circo trashumante un hogar más hospitalario que aquel del que venían. En la caravana que subía, bajaba y revoloteaba por los sertones candentes, dejaron de vivir avergonzados y asustados y compartían una anormalidad que los hacía sentirse normales.
Por eso ninguno de ellos pudo entender al muchacho de largas crenchas enredadas, vivísimos ojos oscuros, casi sin piernas, que caminaba a cuatro patas, del pueblo de Natuba. Habían advertido, durante la función, que el Gitano lo observaba, interesado. Porque no había duda alguna que al Gitano los monstruos —hombres o animales — lo atraían por alguna razón más profunda que el provecho que podía sacarles. Tal vez se sentía más sano, más completo, más perfecto, en esa sociedad de residuos y rarezas. El hecho es que al terminar el espectáculo preguntó por su casa, la encontró, se presentó a los padres y los convenció que se lo dieran, para volverlo artista. Lo incomprensible es que, una semana más tarde, el muchacho que trotaba se escapó, cuando el Gitano había empezado a enseñarle un número de domador.
La mala estrella comenzó con la gran sequía, por el empecinamiento del Gitano en no bajar hacia la costa, como le suplicaron los cirqueros. Encontraban pueblos desiertos y haciendas convertidas en osarios; comprendieron que podían morir de sed. Pero el Gitano no dio su brazo a torcer y una noche les dijo: «Les regalo la libertad. Váyanse. Pero si no se van, nunca más me diga nadie la ruta que ha de tomar el Circo». Ninguno se fue, sin duda porque temían más a los otros hombres que a la catástrofe. En Caatinga do Moura cayó enferma Dádiva, la mujer del Gitano, con fiebres delirantes, y hubo que enterrarla en Taquarandi. Tuvieron que empezar a comerse los animales. Al volver las lluvias, año y medio después, del zoológico sobrevivía la cobra, y, de los cirqueros, habían muerto Juliáo y su mujer Sabina, el Negro Solimáo, el Gigante Pedrín, el Hombre–araña y la Estrellita. Habían perdido el carruaje con figuras estampadas y ahora cargaban sus pertenencias en dos carretas que fueron tirando ellos mismos hasta que, con el retorno de la gente, del agua, de la vida, el Gitano pudo comprar dos acémilas. Volvieron a dar funciones y a ganar nuevamente lo suficiente para comer. Pero ya no fue como antes. El Gitano, enloquecido con la pérdida de sus hijos, se desinteresó del espectáculo. Había dejado a los tres hijos con una familia de Caldeiráo Grande, para que los cuidara, y cuando volvió a buscarlos, después de la sequía, nadie en el poblado pudo darle razón de la familia Campiñas ni de los niños. No se resignaba y años después seguía interrogando a los vecinos de las aldeas si los habían visto o tenido noticias. La desaparición de sus hijos —a quienes todos daban por muertos — hizo de él, que era la energía personificada, un ser apático y rencoroso, que se emborrachaba a menudo y se enfurecía de todo. Una tarde estaban actuando en el caserío de Santa Rosa y el Gitano hacía el número que había hecho antes el Gigante Pedrín: desafiar a cualquier espectador a que lo hiciera tocar el suelo con la espalda. Un hombre fuerte se presentó y lo tumbó al primer empujón. El Gitano se levantó, diciendo que se había resbalado y que el hombre debía probar otra vez. El forzudo volvió a enviarlo al suelo. Poniéndose de pie, el Gitano, con los ojos relampagueantes, le pregunto si repetiría la proeza con una faca en la mano. El otro se resistía a pelear, pero el Gitano, perdida la razón, lo provocó de tal modo que el forzudo no tuvo más remedio que aceptar el desafío. Con la misma facilidad con que lo había tumbado, dejó al Gitano en el suelo, con el pescuezo abierto y los ojos vidriosos. Después supieron que el jefe del Circo había tenido la temeridad de desafiar al bandido Pedráo.
Pese a todo, sobreviviéndose a sí mismo por simple inercia, como demostración de que no muere nada que no deba morir (la frase era de la Barbuda) el Circo no llegó a desaparecer. Era ahora, eso sí, como un detritus espectral del viejo Circo, aglutinado en torno a un carromato con un toldo parchado, que jalaba un burro y en el que había una carpa plegada, con remiendos, bajo la cual dormían los últimos artistas: la Barbuda, el Enano, el Idiota y la cobra. Aún daba funciones y los romances de amor y de aventuras del Enano tenían el éxito de antaño. Para no cansar al burro, hacían sus andanzas a pie y la única que disfrutaba del carromato era la cobra, que vivía en una cesta de mimbre. En su deambular por el mundo, los últimos cirqueros habían encontrado santos, bandidos, peregrinos, retirantes, las caras y atuendos más imprevisibles. Pero nunca, hasta esa mañana, se habían topado con una cabellera masculina de color rojo, como la del hombre tirado en la tierra, que vieron al doblar un recodo de la trocha que va rumbo a Riacho da Onca. Estaba inmóvil, vestido con una ropa negra que el polvo blanqueaba a manchones. Unos metros más allá, había el cadáver descompuesto de una mula que se comían los urubús y una fogata apagada. Y, junto a las cenizas, una mujer joven los miraba venir con una expresión que no parecía triste. El burro, como si hubiera recibido
una orden, se detuvo. La Barbuda, el Enano, el Idiota examinaron al hombre y pudieron ver, entre los pelos flamígeros, la herida cárdena del hombro y la sangre reseca en la barba, la oreja y la pechera. —¿Está muerto? —preguntó la Barbuda. —Todavía —respondió Jurema.
«El fuego va a quemar este lugar», dijo el Consejero, al tiempo que se incorporaba en el camastro. Sólo habían descansado cuatro horas, pues la procesión de la víspera terminó pasada la medianoche, pero el León de Natuba, que tenía un oído finísimo, sintió en el sueño la voz inconfundible y saltó del suelo a coger la pluma y el papel y a anotar la frase que no debía perderse. El Consejero, con los ojos cerrados, sumido en la visión, añadió: «Habrá cuatro incendios. Los tres primeros los apagaré yo y el cuarto lo pondré en manos del Buen Jesús». Esta vez, sus palabras despertaron también a las beatas del cuarto contiguo, pues, mientras escribía, el León de Natuba sintió abrirse la puerta y vio entrar, arrebujada en su túnica azul, a María Quadrado, la única persona, con el Beatito y él, que ingresaba al Santuario de día o de noche sin pedir permiso. «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo», dijo la Superiora del Coro Sagrado, persignándose. «Alabado sea», repuso el Consejero, abriendo los ojos. Y, con una leve inflexión de tristeza, todavía soñó: «Van a matarme, pero no traicionaré al Señor».
Mientras escribía, sin distraerse, consciente hasta la raíz de los cabellos de la trascendencia de la misión que el Beatito le había confiado y que le permitía compartir con el Consejero todos los instantes, el León de Natuba sentía, en el otro cuarto, a las beatas del Coro Sagrado, ansiosas, esperando el permiso de María Quadrado para entrar. Eran ocho y vestían, como ésta, túnicas azules con mangas y sin escote, sujetas con un cordón blanco. Iban descalzas y con la cabeza cubierta por un trapo también azul. Habían sido elegidas por la Madre de los Hombres por su espíritu de sacrificio y su devoción para que se dedicaran exclusivamente al Consejero y las ocho habían hecho promesas de vivir castas y de no retornar nunca a sus familias. Dormían en el suelo, al otro lado de la puerta, y acompañaban al Consejero, como una aureola, mientras vigilaba los trabajos del Templo del Buen Jesús, oraba en la Iglesia de San Antonio, presidía las procesiones, los rosarios, los entierros, o cuando visitaba las Casas de Salud. Debido a las costumbres frugales del santo, sus obligaciones eran pocas: lavar y zurcir la túnica morada, cuidar el carnerito blanco, limpiar el suelo y las paredes del Santuario y sacudir el camastro de varas. Estaban entrando; María Quadrado cerró tras ellas la puerta que les acababa de abrir. Alejandrinha Correa traía el carnerito. Las ocho hicieron la señal de la cruz a la vez que salmodiaban: «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea», contestó el Consejero, acariciando ligeramente el animal. El León de Natuba permanecía acuclillado, con la pluma en la mano y el papel en el banquito que le servía de escritorio, con los inteligentes ojos —brillantes entre la mugrienta melena que le circundaba la cara — fijos en la boca del Consejero. Éste se disponía a rezar. Se tumbó de bruces, en tanto que María Quadrado y las beatas se arrodillaban a su alrededor, para rezar con él. Pero el León de Natuba no se tumbó ni se arrodilló: su misión lo eximía incluso de los rezos. El Beatito le había indicado que permaneciera alerta por si alguna de las oraciones que decía el santo fuese «revelación». Pero esa mañana el Consejero oró en silencio, en el amanecer que por segundos crecía y filtraba en el Santuario, por los intersticios del techo, los tabiques y la puerta, unas hebras de oro acribilladas por partículas de polvo. Belo Monte iba despertando: se oía a los gallos, a los perros y voces humanas. Afuera, sin duda, ya habrían comenzado a formarse los racimos de romeros y de vecinos que querían ver al Consejero o pedirle una merced.
Cuando el Consejero se incorporó, las beatas le ofrecieron una escudilla con leche de cabra, un atado de pan, un plato de harina de maíz cocida en agua y una canasta con mangabas. Pero él se contentó con unos sorbos de leche. Entonces, las beatas trajeron un cubo de agua para asearlo. Mientras ellas, silenciosas, diligentes, sin estorbarse unas a otras, como si hubieran ensayado sus movimientos, circulaban en torno al camastro y mojaban sus manos, le humedecían la cara y le restregaban los pies, el Consejero permaneció inmóvil, concentrado en sus pensamientos o rezos. Cuando le estaban poniendo las sandalias de pastor que se quitaba para dormir, entraron al Santuario el Beatito y Joáo Abade.
Eran tan distintos que aquél parecía más frágil y absorbido y éste más corpulento cuando estaban juntos. «Alabado sea el Buen Jesús», dijo uno de ellos y el otro «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea.» El Consejero estiró la mano y, mientras se la besaba, le preguntó con ansiedad: —¿Hay noticias del Padre Joaquim?
El Beatito dijo que no. Aunque menudo, enclenque y envejecido, en su cara se notaba esa indomable energía con que organizaba todas las actividades del culto, el recibimiento de los peregrinos, el recorrido de las procesiones, el cuidado de los altares y se daba tiempo para inventar himnos y letanías. Su túnica marrón estaba llena de escapularios y también de agujeros por los que se divisaba el cilicio, que, se decía, no se había quitado desde que de niño se lo ciñó el Consejero. Él se adelantó a hablar mientras Joáo Abade, a quien la gente había comenzado a llamar Jefe del Pueblo y Comandante de la Calle, retrocedía.
—Joáo tiene una idea que es inspiración, padre —dijo el Beatito, con la voz tímida y reverente con que se dirigía siempre al Consejero—. Ha habido una guerra, aquí mismo, en Belo Monte. Y mientras todos peleaban tú estabas solo en la torre. Nadie te protegía. —Me protege el Padre, Beatito —murmuró el Consejero—. Como a ti y a todos los que creen.
—Aunque nosotros muramos, tú debes vivir —insistió el Beatito—. Por caridad hacia los hombres, Consejero.
—Queremos organizar una guardia que te cuide, padre —susurró Joáo Abade. Hablaba con los ojos bajos, buscando las palabras—. Vigilará para que nadie te haga daño. Los escogeremos como la Madre María Quadrado escogió al Coro Sagrado. Entrarán los más buenos y los más valientes, los de toda confianza. Se consagrarán a tu servicio. —Como los arcángeles del cielo al Buen Jesús —dijo el Beatito. Señaló la puerta, el creciente bullicio—. Cada día, cada hora, hay más gente. Ya están cientos ahí, esperando. No podemos conocer a todo el mundo. ¿Y si se meten los canes para hacerte daño? Ellos serán tu escudo. Y si hay guerra, no quedarás nunca solo. Las beatas permanecían acuclilladas, quietas y mudas. Sólo María Quadrado estaba de pie, junto a los recién llegados. El León de Natuba, mientras hablaban, se había ido arrastrando hasta el Consejero y, como lo habría hecho un perro preferido por su amo, apoyó la cara en la rodilla del santo.
—No pienses en ti sino en los demás —dijo María Quadrado—. Es una idea inspirada, padre. Acéptala.
—Será la Guardia Católica, la Compañía del Buen Jesús —dijo el Beatito—. Serán los cruzados, los soldados creyentes de la verdad.
El Consejero hizo un movimiento casi imperceptible pero todos entendieron que había dado su asentimiento. —¿Quién la va a mandar? —preguntó.
—Joáo Grande, si te parece a ti —repuso el ex cangaceiro—. El Beatito también cree que podría ser él.
—Es un buen creyente. —El Consejero hizo una brevísima pausa y, cuando volvió a hablar, su voz se había despersonalizado y ya no parecía dirigirse a ninguno de ellos sino a un auditorio más vasto e imperecedero—. Ha sufrido del alma y del cuerpo. Y el sufrimiento del alma, sobre todo, es el que hace buenos a los buenos. Antes de que el Beatito lo mirara, el León de Natuba había apartado su cabeza de la rodilla donde reposaba y, con rapidez felina, había cogido la pluma y el papel y escrito lo que había oído. Cuando terminó y, siempre gateando, volvió a acercarse al Consejero y a colocar su enmarañada cabeza en sus rodillas, Joáo Abade había comenzado a referir lo ocurrido en las últimas horas. Unos yagunzos habían partido a hacer averiguaciones, otros vuelto con víveres y noticias y, otros, incendiado haciendas de gente que no quería ayudar al Buen Jesús. ¿Lo escuchaba el Consejero? Tenía los ojos cerrados y permanecía inmóvil y mudo, igual que las beatas, como si su alma hubiera partido a celebrar uno de esos coloquios celestiales —así los llamaba el Beatito — de los que traería revelaciones y verdades a los vecinos de Belo Monte. A pesar de que no había indicios de la venida de nuevos soldados, Joáo Abade había apostado gente en los caminos que salían de Canudos a Geremoabo, a Uauá, al Cambaio, a Rosario, a Chorrochó y a Curral dos Bois y estaba abriendo trincheras y levantando parapetos a orillas del Vassa Barris. El Consejero no le hizo preguntas. Tampoco las hizo cuando el Beatito dio cuenta de los combates que él libraba. Con la entonación de las letanías, explicó cuántos romeros habían llegado la víspera y este amanecer; procedían de Cabobó, de Jacobina, de Bom Conselho, de Pombal y estaban ahora en la Iglesia de San Antonio, esperando al Consejero. ¿Los vería en la mañana, antes de ir a visitar los trabajos del Templo del Buen Jesús, o en la tarde, durante los consejos? El Beatito continuó dándole cuenta de los trabajos. Se había acabado la madera para los arcos y no se podía empezar el techo. Dos carpinteros habían partido a Joazeiro a contratarla. Como, felizmente, no faltaban piedras, los albañiles seguían apuntalando los muros.
—El Templo del Buen Jesús tiene que acabarse pronto —murmuró el Consejero, abriendo los ojos—. Eso es lo más importante.
—Lo es, padre —dijo el Beatito—. Todos ayudan. No son brazos los que faltan, sino materiales. Todo se acaba. Pero conseguiremos la madera y, si hay que pagarla, la pagaremos. Todos están dispuestos a dar lo que tienen.
—Hace muchos días que no viene el Padre Joaquim —dijo el Consejero, con cierta zozobra—. Hace muchos días que no hay misa en Belo Monte.
—Debe ser por las mechas, padre —dijo Joáo Abade—. Ya casi no nos quedan y él ofreció comprarlas en las minas de Cacabu. Las habrá encargado y estará esperando que se las traigan. ¿Quieres que mande a buscarlo?
—Vendrá, el Padre Joaquim no nos traicionará —repuso el Consejero. Y buscó con los ojos a Alejandrinha Correa, quien, desde que habían mencionado al párroco de Cumbre, estaba con la cabeza sumida entre los hombros, visiblemente confusa —: Ven aquí. No debes tener vergüenza, hija.
Alejandrinha Correa —los años la habían adelgazado y arrugado, pero conservaba siempre la nariz respingada y un aire díscolo que contrastaba con sus maneras humildes — se arrastró hasta el Consejero sin atreverse a mirarlo. Éste le puso una mano sobre la cabeza mientras le hablaba:
—De ese mal salió un bien, Alejandrinha. Era un mal pastor y, por haber pecado, sufrió, se arrepintió, arregló sus cuentas con el cielo y es ahora buen hijo del Padre. Le hiciste un bien, al final. Y a tus hermanos de Belo Monte, porque gracias a Don Joaquim todavía podemos oír misa de vez en cuando.
Dijo esto último con tristeza y tal vez ni se dio cuenta que la ex rabdomante se inclinó a besarle la túnica antes de regresar a un rincón. En los primeros tiempos de Canudos varios párrocos venían a decir misa, a bautizar a los niños y a casar a las parejas. Pero desde aquella Santa Misión, con misioneros capuchinos de Salvador, que terminó tan mal, el Arzobispo de Bahía había prohibido a los párrocos prestar servicios espirituales a Canudos. Sólo el Padre Joaquim seguía viniendo. No sólo traía confort religioso; también, papel y tinta para el León de Natuba, cirios e incienso para el Beatito y encargos diversos a Joáo Abade y los hermanos Vilanova. ¿Qué lo impulsaba a desafiar a la Iglesia y, ahora, a la autoridad civil? Tal vez Alejandrinha Correa, la madre de sus hijos, con la que, en cada visita, mantenía una austera conversación en el Santuario o en la capilla de San Antonio. O, tal vez, el Consejero, ante quien se lo notaba siempre turbado y como removido interiormente. O, tal vez, la sospecha de que, viniendo, pagaba una vieja deuda contraída con el cielo y con los sertaneros.
El Beatito se había puesto a hablar de nuevo, sobre el triduo de la Preciosa Sangre que se iba a iniciar esa tarde, cuando unos nudillos tocaron la puerta, entre una agitación del exterior. María Quadrado fue a abrir. Con el sol brillando a su espalda y una muchedumbre de cabezas que trataban de espiar, apareció en el umbral el párroco de Cumbe.
—Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo —dijo el Consejero, poniéndose de pie tan de prisa que el León de Natuba tuvo que apartarse de un salto—. Nosotros pensando en usted y usted se aparece.
Fue al encuentro del Padre Joaquim, cuyo hábito venía enterrado, así como su cara. Se inclinó ante él, le cogió la mano y se la besó. La humildad y el respeto con que lo recibía el Consejero incomodaban siempre al párroco, pero hoy estaba tan inquieto que no pareció notarlo.
—Llegó un telegrama —dijo, mientras le besaban la mano el Beatito, Joáo Abade, la Madre de los Hombres y las beatas—. Viene un Regimiento del Ejército Federal, desde Río. Su jefe es un famoso militar, un héroe que ha ganado todas las guerras. —Todavía nadie ha ganado una guerra al Padre —dijo el Consejero, con voz gozosa. El León de Natuba, agazapado, escribía rápidamente.
Al terminar su contrato con la gente del Ferrocarril de Jacobina, en Itiuba, Rufino guía a unos vaqueros por los vericuetos de la Sierra de Bendengó, aquella donde una vez cayó una piedra del cielo. Persiguen a unos ladrones de ganado que se han robado medio centenar de reses de la hacienda Pedra Vermelha, del coronel José Bernardo Murau, pero antes de encontrar a los animales se enteran de la derrota de la Expedición del Mayor Febronio de Brito, en el Cambaio, y deciden cesar la búsqueda para no toparse con los yagunzos o los soldados en retirada. Cuando acaba de separarse de los vaqueros. Rufino, en las estribaciones de la Sierra Grande, cae en manos de una patrulla de desertores, mandada por un sargento pernambucano. Le quitan su escopeta, su machete, sus provisiones y la talega con los reis que se ha ganado como pistero. Pero no le hacen daño e, incluso, le advierten que no pase por Monte Santo pues allí se están concentrando los soldados derrotados del Mayor Brito, que podrían enrolarlo. La región está removida con la guerra. La noche siguiente, cerca del río Cariacá, el rastreador escucha un tiroteo y al amanecer descubre que gente venida de Canudos ha quemado y saqueado la hacienda Santa Rosa, que él conoce muy bien. La casa, que era amplia y fresca, con balaustrada de madera y una ronda de palmeras, está chamuscada y en pedazos. Ve los establos vacíos, la senzala y los ranchos de los peones también quemados y un viejo del contorno le dice que todos se han marchado a Belo Monte, llevándose los animales y lo que se libró del fuego.
Rufino da un rodeo, para evitar Monte Santo, y al día siguiente una familia de peregrinos que va rumbo a Canudos le avisa que tenga cuidado, pues hay grupos de la Guardia Rural recorriendo la tierra en busca de hombres jóvenes para el Ejército. Al mediodía llega a una capilla medio perdida entre las lomas amarillentas de la Sierra de Engorda, donde, tradicionalmente, hombres que tienen sangre en las manos vienen a arrepentirse de sus crímenes, y, otros, a hacer ofrendas. Es una construcción pequeña, solitaria, sin puertas, de muros blancos por los que corren lagartijas. Las paredes rebosan de ex votos: escudillas con comida petrificada, figurillas de madera, brazos, piernas, cabezas de cera, armas, ropas, toda clase de minúsculos objetos. Rufino examina cuchillos, machetes, escopetas y elige una faca filuda, dejada allí hace poco. Luego va a arrodillarse ante el altar, en el que sólo hay una cruz, y explica al Buen Jesús que se lleva esa faca prestada. Le cuenta que le han robado lo que tenía y que la necesita para poder llegar a su casa. Le asegura que no quiere quitarle lo que es suyo y le promete devolvérsela, junto con otra nueva, que será su obsequio. Le recuerda que él no es ladrón y que siempre ha cumplido sus promesas. Se persigna y dice: «Gracias, Buen Jesús».
Continúa su camino, a un ritmo parejo, sin fatigarse, suba pendientes o baje barrancas, cruce caatingas o pedregales. Esa tarde caza un armadillo, que cocina en una fogata. La carne le alcanza para dos días. Al tercero, está por las vecindades de Nordestina. Se dirige al rancho de un morador, donde acostumbra pernoctar. La^ familia lo recibe con más cordialidad que otras veces y la mujer le prepara de comer. Él les cuenta cómo los desertores le robaron y conversan sobre lo que irá a ocurrir después de esa batalla en el Cambaio, en la que, al parecer, ha habido tantos muertos. Mientras hablan, Rufino nota que la pareja cambia miradas, como si tuvieran algo que decirle y no se atrevieran. Se calla y espera. El morador entonces, tosiendo, le pregunta cuánto tiempo está sin noticias de su familia. Cerca de un mes. ¿Ha muerto su madre? No. ¿Jurema, entonces? La pareja se queda mirándolo. Por fin, el hombre habla: se anda diciendo que ha habido un tiroteo y muertos en su casa y que su mujer se ha fugado con un forastero de pelos rojos. Rufino les agradece la hospitalidad y se despide de ellos inmediatamente. A la madrugada siguiente la silueta del rastreador se dibuja en una loma desde la cual se avista su cabaña. Atraviesa el bosquecillo de rocas y arbustos donde tuvo la primera entrevista con Galileo Gall y se acerca al promontorio donde está su vivienda a la velocidad con la que siempre viaja, un trotecillo entre la caminata y la carrera. En su cara hay huellas del largo viaje, de las contrariedades y de la mala noticia de la víspera: sus facciones se han aguzado, hundido, crispado. Su único equipaje es la faca que le ha prestado el Buen Jesús. A pocos metros de su cabaña, su mirada se vuelve recelosa. El corral tiene la tranquera abierta y está vacío. Pero no es el corral lo que Rufino mira con ojos graves, inquisitivos, extrañados, sino la explanada donde antes no había esas dos cruces que hay ahora, sujetas con piedrecillas. Al entrar descubre el mechero, las vasijas, el camastro, la hamaca, el baúl, la imagen de la Virgen de Lapa, las ollas y las escudillas y el alto de leña. Todo parece estar allí e, incluso, haber sido ordenado. Rufino mira de nuevo, despacio, como tratando de arrancar a esos objetos lo ocurrido en su ausencia. Siente el silencio: la falta de ladridos, del cacareo de las gallinas, del tintineo de los carneros, de la voz de su mujer. Finalmente, da unos pasos por la habitación y empieza a revisarlo todo, con cuidado. Cuando termina, tiene los ojos sanguinolentos. Sale, cerrando la puerta sin brusquedad.
Se encamina hacia Oueimadas, que destella a lo lejos bajo un sol ahora vertical. La silueta de Rufino se pierde en un recodo del promontorio; reaparece, trotando, entre piedras plomizas, cactos, matorrales amarillentos, la valla filuda de un corral. Media hora después entra al pueblo por la avenida Itapicurú y sube por ella hacia la Plaza Matriz. El sol azoga las casitas encaladas, de puertas azules o verdes. Los soldados en retirada, después de la derrota del Cambaio, han comenzado a llegar pues se los ve, rotosos, forasteros, formando grupos en las esquinas, durmiendo bajo los árboles o bañándose en el río. El rastreador pasa ante ellos sin mirarlos, acaso sin verlos, pensando sólo en los vecinos: vaqueros de pieles curtidas, mujeres que dan de mamar a sus hijos, jinetes que parten, viejos que se asolean, niños que corren. Le dan los buenos días o lo llaman por su nombre y él sabe que, cuando ha pasado, se vuelven a mirarlo, lo señalan y comienzan a cuchichear. Contesta sus saludos con una inclinación de cabeza, mirando al frente, sin sonreír, para desanimar a cualquiera que intentase dirigirle la palabra. Cruza la Plaza Matriz, densa de sol, de perros, de trajín, haciendo venias, consciente de las murmuraciones, de las miradas, de los gestos, de los pensamientos que suscita. No se detiene hasta llegar, frente a la capillita de Nuestra Señora del Rosario, a una pequeña tienda de velas e imágenes religiosas, que cuelgan en la fachada. Se quita el sombrero, respira como quien va a zambullirse, y entra. Al verlo, la viejecita, que está alcanzando un paquete a un cliente, abre mucho los ojos y se le ilumina la cara. Pero espera, para hablarle, que el comprador se haya ido.
El local es un cubo con agujeros por los que ingresan lenguas de sol. Cirios y velas penden de clavos y se alinean sobre el mostrador. Las paredes están cubiertas de ex votos, y de santos, cristos, vírgenes y estampas. Rufino se arrodilla para besar la mano de la anciana: «Buenos días, madre». Ella le hace la señal de la cruz en la frente con unos dedos nudosos, de uñas ennegrecidas. Es una anciana esquelética, fruncida, de mirada dura, abrigada con una manta pese a la atmósfera candente. Tiene un rosario de cuentas grandes en una mano.
—Caifás quiere verte, quiere explicarte —dice, con dificultad, porque el tema la agobia o por la falta de dientes—. Va a venir a la feria del sábado. Ha venido todos los sábados, a ver si habías vuelto. Es un largo viaje, pero venía. Es tu amigo, quiere explicarte. —Explíqueme usted lo que sabe, mientras tanto, madre —susurra el rastreador. —No venían a matarte a ti —replica la viejecita, al instante—. Ni a ella. Iban a matar al forastero solamente. Pero él se defendió y mató a dos. ¿Viste las cruces, allá arriba, frente a tu casa? —Rufino asiente—. Nadie reclamó los cuerpos y los enterraron allí. — Se persigna—. — Que estén en tu santa gloria, Señor. ¿Encontraste tu casa limpia? He estado yendo, de tanto en tanto. Para que no la encontraras toda sucia. —No debió ir —dice Rufino. Está cabizbajo, con el sombrero en la mano—. Usted apenas puede andar. Y, además, esa casa está sucia para siempre.
—Entonces, ya sabes —murmura la anciana, buscándole los ojos que él le oculta, mirando fijamente el suelo. La mujer suspira. Luego de una pausa, agrega —: He vendido tus carneros para que no se los robaran, como a las gallinas. Tu dinero está en ese cajón. —Hace otra pausa, tratando de demorar lo inevitable, el único asunto que le interesa, el único que interesa a Rufino—. La gente es mala. Decían que no ibas a volver. Que te habían metido al Ejército, tal vez, que habías muerto en la guerra, tal vez. ¿Has visto cuántos soldados en Queimadas? Murieron muchos allá, parece. El Mayor Febronio de Brito está aquí, también. Pero Rufino la interrumpe:
—¿Usted sabe quién los mandó?^ A esos que venían a matarlo.
—Caifás —dice la anciana—. Él los llevó. Va a explicarte. A mí me lo explicó. Es tu amigo. No te iban a matar a ti. Ni a ella. Sólo al de los pelos rojos, al forastero. Calla y Rufino también calla y en el ardiente, sombreado reducto se escucha el zumbido de los moscardones, de los enjambres de moscas que revolotean entre las imágenes. Por fin, la anciana se decide a hablar.
—Muchos los vieron —exclama, con voz trémula y los ojos de pronto relampagueantes—. Caifás los vio. Cuando me contó, pensé: he pecado, es castigo de Dios. Yo desgracié a mi hijo. Sí, Rufino: Jurema, Jurema. Ella lo salvó, ella le cogió las manos a Caifás. Se fue con él, abrazándolo, apoyado en él. —Estira una mano y señala la calle —: Todos saben. Ya no podemos vivir aquí, hijo.
El rostro anguloso, lampiño, oscurecido por la penumbra del local no mueve un músculo, no pestañea. La viejecita agita un puño de dedos pequeñitos, sarmentosos, y escupe con desprecio hacia la calle:
—Venían a compadecerme, a hablarme de ti. Cada palabra era un puñal en el corazón. ¡Son víboras, hijo! —Se pasa la manta negra por los ojos, como si hubiera llorado, pero los tiene secos—. ¿Limpiarás la mugre que te ha echado encima, no es cierto? Es peor que si te hubiera sacado los ojos, peor que si me hubiera matado a mí. Habla con Caifás. Él sabe la ofensa, él sabe las cosas del honor. Él te explicará.
Vuelve a suspirar y ahora besa las cuentas de su rosario, con unción. Mira a Rufino, que no se ha movido ni alzado la cabeza.
—Muchos se han ido a Canudos —dice, con voz más suave—. Han venido apóstoles. También me hubiera ido. Me quedé porque sabía que ibas a volver. Se va a acabar el mundo, hijo. Por eso vemos lo que vemos. Por eso ha pasado eso que ha pasado. Ahora puedo irme. ¿Me darán las piernas para ese viaje tan largo? El Padre decidirá. Él decide todo.
Permanece callada y, luego de un momento, Rufino se inclina y le besa otra vez la mano: —Es un viaje muy largo y no se lo aconsejo, madre —dice—. Hay guerra, incendios, falta que comer. Pero si quiere ir, vaya. Lo que usted haga siempre estará bien hecho. Y olvídese de lo que Caifás le contó. No sufra ni tenga vergüenza por eso.
Cuando el Barón de Cañabrava y su esposa desembarcaron en el Arsenal de la Marina de Salvador, después de varios meses de ausencia, pudieron darse cuenta por el recibimiento hasta qué punto había decaído la fuerza del otrora todopoderoso Partido Autonomista Bahiano y de su jefe y fundador. Antaño, cuando era Ministro del Imperio, o Plenipotenciario en Londres, e incluso en los primeros años de la República, los regresos del Barón a Bahía eran motivo de grandes festejos. Todos los hombres prominentes de la ciudad y muchos hacendados acudían al puerto acarreando sirvientes y allegados con carteles de bienvenida. Las autoridades comparecían siempre y había banda de música y niños de las escuelas pías con ramilletes para la Baronesa Estela. El banquete de recepción se celebraba en el Palacio de la Victoria, presidido por el Gobernador, y decenas de comensales aplaudían los brindis, discursos y el infaltable soneto que un vate local recitaba en honor de los recién llegados.
Pero esta vez no se hallaban en el Arsenal de la Marina para aplaudir al Barón y a la Baronesa, cuando pisaron tierra, más de doscientas personas y, entre ellas, ninguna autoridad civil ni militar ni eclesiástica. Las caras con que el caballero Adalberto de
Gumucio y los diputados Eduardo Glicério, Rocha Seabrá, Lelis Piedades y Joáo Siexas de Pondé —la Comisión designada por el Partido Autonomista para recepcionar a su jefe — se acercaron a estrechar la mano del Barón y a besar la de la Baronesa, eran de entierro. Ellos, sin embargo, no demostraron advertir la diferencia. Su conducta fue la de siempre. Mientras la Baronesa, sonriente, le mostraba los ramos de flores a su inseparable mucama Sebastiana, como maravillada de recibirlos, el Barón distribuía palmadas y abrazos entre sus correligionarios, parientes y amigos que hacían cola para llegar hasta él. Los saludaba por sus nombres, inquiría por sus esposas, les agradecía haberse molestado en venir a recibirlo. Y, cada cierto rato, como impelido por una íntima necesidad, repetía la dicha que era siempre volver a Bahía, reencontrar este sol, este aire limpio, estas gentes. Antes de subir al coche que los esperaba en el muelle, conducido por un cochero de librea que hizo muchas reverencias al verlos, el Barón saludó con los dos brazos en alto. Luego, tomó asiento frente a la Baronesa y Sebastiana, que tenían las faldas cubiertas de flores. Adalberto de Gumucio se sentó a su lado y el coche comenzó a subir la Ladeira de la Concepción de la Playa, que rebosaba de verdura. Pronto, los viajeros pudieron ver los veleros de la bahía, el fuerte de San Marcelo, el Mercado y a muchos negros y mulatos metidos en el agua pescando cangrejos.
—Europa es siempre una emulsión de juventud —los felicitó Gumucio—. Están diez años más jóvenes de lo que se fueron.
—Yo se lo debo al barco más que a Europa —dijo la Baronesa—. ¡Las tres semanas más descansadas de mi vida!
—En cambio, tú está diez años más viejo. —El Barón miraba por la ventanilla el panorama majestuoso del mar y la isla que crecían a medida que el coche trepaba, ahora por la Ladeira de San Bento, hacia la ciudad alta—. ¿Es para tanto? La cara del Presidente de la Asamblea Legislativa bahiana se llenó de arrugas: —Peor de todo lo que te imaginas. —Señaló el puerto —: Queríamos hacer una demostración de fuerzas, un gran acto público. Todos prometieron traer gente, incluso del interior. Calculábamos millares de personas. Y ya has visto.
El Barón hizo adiós a unos vendedores de pescado que, al ver pasar el coche frente al Seminario, se habían quitado los sombreros de paja. Recriminó a su amigo con aire burlón:
—Es mala educación hablar de política ante las damas. ¿O ya no consideras a Estela una dama?
La Baronesa se rió, con una risa grácil y despreocupada, que la rejuvenecía. Era de cabellos castaños y piel muy blanca, con unas manos de largos dedos que se movían como pájaros. Ella y su mucama, una mujer morena, de formas abundantes, miraban arrobadas el mar azul oscuro, el verde fosforescente de las riberas y los tejados sangrientos.
—La ausencia del Gobernador es la única justificada —dijo Gumucio, como si no hubiera escuchado—. La decidimos nosotros. Quería venir, con el Consejo Municipal. Pero, tal como van las cosas, es preferible mantenerlo auessus de la mélée. Luis Viana sigue siendo leal.
—Te ha traído un álbum de grabados hípicos —lo animó el Barón—. Supongo que las contrariedades políticas no te han quitado la afición a los caballos. Adalberto. Al entrar en la ciudad alta, rumbo al barrio de Nazareth, los recién llegados, luciendo sus mejores sonrisas, se dedicaron a devolver los adioses de los transeúntes. Varios coches y buen número de jinetes, algunos venidos desde el puerto y otros que lo esperaban en lo alto del acantilado, escoltaron al Barón por las adoquinadas callejuelas, entre curiosos que se apiñaban en las veredas o salían a los balcones o sacaban las cabezas de los tranvías tirados por asnos para verlos pasar. Los Cañabrava vivían en un palacio con azulejos traídos de Portugal, techo de tejas rojas, balcones de fierro forjado sostenidos por cariátides de pechos robustos y una fachada que remataba en cuatro figuras de cerámica amarilla brillante: dos leones melenudos y dos pinas. Los leones parecían vigilar a los barcos que llegaban a la bahía y las pinas anunciar a los navegantes la esplendidez de la ciudad. La huerta que rodeaba a la construcción hervía de flamboyanes, mangos, crotos y ficus donde rumoreaba el viento. El palacio había sido desinfectado con vinagre, perfumado con hierbas aromáticas y engalanado con jarrones de flores para recibir a los dueños. En la puerta, criados de mamelucos blancos y negritas con mandiles encarnados y pañuelos a la cabeza los aplaudieron. La Baronesa se puso a charlar con ellos mientras el Barón, empinándose en la entrada, se despedía de sus acompañantes. Sólo Gumucio y los Diputados Eduardo Glicério, Rocha Seabrá, Lelis Piedades y Joáo Seixas de Pondé, entraron a la casa con él. En tanto que la Baronesa subía a la planta alta, seguida por su mucama, los hombres cruzaron el vestíbulo, un recibo con muebles de madera, y el Barón abrió las puertas de una habitación con estantes de libros, desde la que se veía la huerta. Una veintena de hombres se callaron al verlo. Los que estaban sentados se levantaron y todos aplaudieron. El primero en abrazarlo fue el Gobernador Luis Viana:
—No fue idea mía la de no ir al puerto —dijo—. En todo caso, ya ves. aquí están la Gobernación y el Concejo en pleno. A tus órdenes.
Era un hombre enérgico, con una calvicie pronunciada y un vientre pugnaz, que no disimulaba su preocupación. Mientras el Barón saludaba a los presentes, Gumucio cerró la puerta. El humo enrarecía la atmósfera. Había jarras con refrescos de frutas en una mesa y, como no alcanzaban los asientos, unos se iban sentando en los brazos de los sillones y otros permanecían apoyados contra los estantes. El Barón demoró en terminar la ronda de saludos. Cuando se hubo sentado, reinó un silencio glacial. Los hombres lo miraban y en sus miradas, además de inquietud, había una muda súplica, una confianza angustiada. La expresión del Barón, hasta entonces jovial, se fue agravando mientras pasaba revista a las caras fúnebres.
—Ya veo que las cosas no están para que les cuente si el Carnaval de Niza se parece al nuestro —dijo, muy serio, buscando a Luis Viana—. Empecemos por lo peor. ¿Qué es lo peor?
—Un telegrama que llegó al mismo tiempo que tú —murmuró el Gobernador, desde un sillón en el que parecía aplastado—. Río acordó intervenir militarmente en Bahía, con el voto unánime del Congreso. Manda un Regimiento del Ejército Federal contra Canudos.
—Es decir, el Gobierno y el Congreso oficializan la tesis de la conspiración —lo interrumpió Adalberto de Gumucio—. Es decir, los fanáticos Sebastianistas quieren restaurar el Imperio, con ayuda del Conde de Eu, de los monárquicos, de Inglaterra y, por supuesto, del Partido Autonomista de Bahía. Todas las patrañas estúpidas de la ralea jacobina convertidas en verdad oficial de la República. El Barón no demostró ninguna alarma.
—La venida del Ejército Federal no me sorprende —dijo—. A estas alturas, era inevitable. Lo que me sorprende es lo de Canudos. ¡Dos expediciones derrotadas! —Hizo un gesto de estupor, mirando a Viana—. No lo entiendo, Luis. A esos locos había que dejarlos en paz o acabar con ellos a la primera. Pero no hacer algo tan mal hecho, no dejar que se convirtieran en un problema nacional, no hacer un regalo así a nuestros enemigos.
—¿Quinientos soldados, dos cañones, dos ametralladoras, te parece poca cosa para enfrentar a una banda de pillos y de beatas? —repuso Luis Viana, vivamente—. Quién podía imaginar que con semejante fuerza Febronio de Brito se haría derrotar por unos pobres diablos.
—La conspiración existe, pero no es nuestra —volvió a interrumpirlo Adalberto de Gumucio. Tenía el ceño fruncido y las manos crispadas y el Barón pensó que jamás lo había visto tan afectado por una crisis política—. El Mayor Febronio no es tan inepto como quiere hacernos creer. Su derrota ha sido deliberada, negociada, decidida de antemano con los jacobinos de Río de Janeiro, a través de Epaminondas Goncalves. Para tener ese escándalo nacional que buscan desde que Floriano Peixoto dejó el poder. ¿No han estado inventando conspiraciones monárquicas desde entonces para que el Ejército clausure el Congreso e instale la República Dictatorial?
—Las conjeturas después, Adalberto —dijo el Barón—. Primero, quiero saber exactamente lo que ocurre, los hechos.
—No hay hechos, sólo las fantasías y las intrigas más increíbles —intervino el Diputado Rocha Seabrá—. Nos acusan de azuzar a los Sebastianistas, de enviarles armas, de estar conspirando con Inglaterra para restaurar el Imperio.
—El Jornal de Noticias nos acusa de eso y de peores cosas desde la caída de Don Pedro
II —sonrió el Barón, haciendo un gesto desdeñoso.
—La diferencia es que, ahora, no es sólo el Jornal de Noticias sino medio Brasil —dijo Luis Viana. El Barón lo vio revolverse en el asiento, nervioso, y pasarse la mano por la calva—. De pronto, en Río, en Sao Paulo, en Belo Horizonte, en todas partes empiezan a repetir las imbecilidades y las vilezas que inventa el Partido Republicano Progresista. Varias personas hablaron a la vez y el Barón les pidió, con las manos, que no se atropellaran. Por entre las cabezas de sus amigos podía ver la huerta, y, aunque lo que oía le interesaba y lo alarmaba, desde que entró en el escritorio no había dejado de preguntarse si entre los árboles y arbustos estaría escondido el camaleón, un animal con el que se había encariñado como otros con perros o gatos.
—Ahora sabemos para qué formó Epaminondas la Guardia Rural —decía el Diputado Eduardo Glicério—. Para que proporcionara las pruebas, en el momento oportuno. Fusiles de contrabando para los yagunzos y hasta espías extranjeros.
—Ah, de eso no te has enterado —dijo Adalberto de Gumucio, al ver la expresión intrigada del Barón—. El summum de lo grotesco. ¡Un agente inglés en el sertón! Lo encontraron carbonizado, pero era inglés. ¿Cómo lo supieron? ¡Por sus pelos rojos! Los exhibieron en el Parlamento de Río, junto con fusiles supuestamente encontrados al lado de su cadáver, en Ipupiará. Nadie nos escucha, hasta nuestros mejores amigos, en Río, se tragan esos disparates. El país entero cree que la República está en peligro por Canudos.
—Supongo que yo soy el genio tenebroso de la conspiración —murmuró el Barón. —Sobre usted se echa más lodo que nadie —dijo el Director del Diario de Bahía—. Usted entregó Canudos a los rebeldes y viajó a Europa para entrevistarse con los emigrados del Imperio y planear la rebelión. Se ha llegado a decir que hubo una «bolsa subversiva» y que usted puso la mitad del dinero y la otra mitad Inglaterra.
—Socio a partes iguales de la corona inglesa —murmuró el Barón—. Caramba, me sobreestiman.
—¿Sabe a quién mandan a debelar el alzamiento restaurador? —dijo el Diputado Lelis Piedades, que estaba sentado en el brazo del asiento del Gobernador—. Al Coronel Moreira César y al Séptimo Regimiento. El Barón de Cañabrava adelantó un poco la cabeza y pestañeó.
—¿El Coronel Moreira César? —Quedó pensativo un buen rato, moviendo a veces los labios como si hablara en silencio. Después, se dirigió a Gumucio —: Tal vez tengas razón, Adalberto. Ésta pudiera ser una operación audaz de los jacobinos. Desde la muerte del Mariscal Floriano, el Coronel Moreira César es su gran carta, el héroe con el que cuentan para recuperar el poder.
Nuevamente oyó que se disputaban la palabra, pero esta vez no los contuvo. Mientras sus amigos opinaban y discutían, él, simulando escucharlos, se distrajo de ellos, algo que hacía con gran facilidad cuando un diálogo lo aburría o sus propios pensamientos le parecían más importantes que lo que oía. ¡El Coronel Moreira César! No era bueno que viniera. Era un fanático y, como todos los fanáticos, peligroso. Recordó la manera implacable como había reprimido la revolución federalista de Santa Catalina, hacía cuatro años, y cómo, cuando el Congreso Federal le pidió que viniera a dar cuenta de los fusilamientos que había ordenado, contestó con un telegrama que era un modelo de laconismo y de arrogancia: «No». Recordó que entre los fusilados por el Coronel, allá en el Sur, había un Mariscal, un Barón y un Almirante que él conocía y que, al instalarse la República, el Mariscal Floriano Peixoto le encargó depurar del Ejército a todos los oficiales conocidos por sus vinculaciones con la monarquía. ¡El Séptimo Regimiento de Infantería contra Canudos! «Adalberto tiene razón, pensó. Es el summum de lo grotesco.» Haciendo un esfuerzo, volvió a escuchar.
—No viene a liquidar a los Sebastianistas del sertón sino a nosotros —decía Adalberto de Gumucio—. Viene a liquidarte a ti, a Luis Viana, al Partido Autonomista, y a entregarle Bahía a Epaminondas Goncalves, que es el hombre de los jacobinos aquí. —No hay razones para suicidarse, señores —lo interrumpió el Barón, alzando un poco la voz. No estaba risueño ya, sino muy serio, y hablaba con firmeza—. No hay razones para suicidarse —repitió. Pasó revista a la concurrencia, seguro de que su serenidad acabaría por contagiar a sus amigos—. Nadie nos va a arrebatar lo que es nuestro. ¿No están, en este cuarto, el poder político de Bahía, la administración de Bahía, la justicia de Bahía, el periodismo de Bahía? ¿No están aquí la mayoría de las tierras, de los bienes, de los rebaños de Bahía? Ni el Coronel Moreira César puede cambiar eso. Acabar con nosotros sería acabar con Bahía, señores. Epaminondas Goncalves y quienes lo siguen son una curiosidad extravagante en esta tierra. No tienen ni los medios, ni la gente, ni la experiencia para tomar las riendas de Bahía aunque se las pongan en las manos. El caballo los echaría al suelo en el acto.
Hizo una pausa y alguien, solícitamente, le alcanzó un vaso de refresco. Bebió con fruición el líquido, en el que reconoció el gusto almibarado de la guayaba. —Nos alegra mucho tu optimismo, por supuesto —oyó que decía Luis Viana—. De todos modos, reconocerás que hemos sufrido unos reveses y que hay que actuar cuanto antes. —Sin ninguna duda —asintió el Barón—. Vamos a hacerlo. Por lo pronto, ahora mismo vamos a enviar un telegrama al Coronel Moreira César congratulándonos por su venida y ofreciéndole el apoyo de las autoridades de Bahía y del Partido Autonomista. ¿Acaso no estamos interesados en que venga a librarnos de los ladrones de tierras, de los fanáticos que saquean haciendas y no dejan trabajar en paz a los moradores? Y hoy mismo, también, iniciaremos una colecta que será entregada al Ejército Federal a fin de que se emplee en la lucha contra los bandidos.
Esperó que se apaciguaran los murmullos, bebiendo otro trago de refresco. Hacía calor y se le había mojado la frente.
—Te recuerdo que, desde hace años, toda nuestra política consiste en impedir que el gobierno central interfiera demasiado en los asuntos de Bahía —dijo Luis Viana. al fin. —Pues, ahora, la única política que podemos tener, a menos de elegir el suicidio, es demostrar a todo el país que no somos enemigos de la República ni de la soberanía del Brasil —dijo el Barón, secamente—. Hay que desmontar esa intriga de inmediato y no hay otra manera. Daremos a Moreira César y al Séptimo Regimiento un gran recibimiento. Nosotros, no el Partido Republicano.
Se secó la frente con su pañuelo y volvió a esperar que el murmullo, más fuerte que antes, decreciera.
—Es un cambio demasiado brusco —dijo Adalberto de Gumucio y el Barón vio que varias cabezas asentían, tras él.
—En la Asamblea, en los diarios, toda nuestra actuación ha sido tratar de evitar la intervención federal —dijo el Diputado Rocha Seabrá.
—Para defender los intereses de Bahía hay que seguir en el poder y para seguir en el poder hay que cambiar de política, al menos por el momento —replicó el Barón, con suavidad. Y, como si no tuvieran importancia las objeciones que le hacían, prosiguió dando directivas —: Los hacendados debemos colaborar con el Coronel. Alojar al Regimiento, facilitarle guías, provisiones. Somos nosotros, junto con Moreira César, quienes acabaremos con los conspiradores monárquicos financiados por la Reina Victoria. —Hizo un simulacro de sonrisa, a la vez que se pasaba de nuevo el pañuelo por la frente—. Es una mojiganga ridícula, pero no tenemos alternativa. Y cuando el Coronel acabe con los pobres cangaceiros y santones de Canudos celebraremos con grandes fiestas la derrota del Imperio Británico y de los Braganza. Nadie lo festejó, nadie se sonrió. Todos estaban callados e incómodos. Pero, observándolos, el Barón comprendió que, aunque a regañadientes, algunos admitían ya que no les quedaba otra cosa que hacer.
—Viajaré a Calumbí —dijo el Barón—. No estaba en mis planes hacerlo todavía. Pero es necesario. Yo mismo pondré a disposición del Séptimo Regimiento lo que les haga falta. Todos los hacendados de la región deberían hacer lo mismo. Que Moreira César vea a quién pertenece esa tierra, quien manda allí.
La atmósfera estaba muy tensa y todos querían hacer preguntas, responder. Pero el Barón pensó que no era conveniente discutir ahora. Luego de comer y de beber, a lo largo de la tarde y la noche, sería más fácil quitarles las dudas, los escrúpulos. —Vamos a almorzar y a reunimos con las damas —les propuso, levantándose—. Hablaremos después. No todo ha de ser política en la vida. Hay que hacer sitio, también, para las cosas agradables.
Queimadas, convertido en campamento, es una hormigueante animación bajo la ventolera que lo cubre de polvo: se escuchan órdenes y se atropellan formaciones entre jinetes con sables que gritan y gesticulan. De pronto, cortan la madrugada unos toques de corneta y los curiosos corren por la orilla del Itapicurú a observar la caatinga reseca que se pierde en la dirección de Monte Santo: están partiendo los primeros cuerpos del Séptimo Regimiento y el aire se lleva el himno que los soldados cantan a voz en cuello. En el interior de la estación, el Coronel Moreira César desde el alba estudia cartas topográficas, da instrucciones, firma despachos y recibe los partes de servicio de los distintos batallones. Los corresponsales, soñolientos, alistan sus mulas, caballos y el coche de equipajes en la puerta de la estación, salvo el esmirriado periodista del Jornal de Noticias, que, el tablero portátil bajo el. brazo y su tintero prendido en la manga, merodea por el local tratando de acercarse al Coronel. Pese a ser tan temprano, los seis miembros del Concejo Municipal están allí, para despedir al jefe del Séptimo Regimiento. Esperan, sentados en una banca, y el enjambre de oficiales y ayudantes que va y viene a su alrededor les presta tan poca atención como a los cartelones del Partido Republicano Progresista y del Partido Autonomista Bahiano que todavía penden del techo. Pero ellos están entretenidos, observando al periodista espantapájaros que, aprovechando un momento de calma, consigue por fin acercarse a Moreira César.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Coronel? —silabea su vocecita gangosa.
—La conferencia con los corresponsales fue ayer —le responde el oficial, examinándolo como lo haría con un ser caído de otro planeta. Pero la estrafalaria apariencia o la audacia del personaje lo ablandan —: Hágala. ¿De qué se trata?
—De los presos —susurran los dos ojos bizcos, posados sobre él—. Me ha llamado la atención que incorpore a ladrones y asesinos al Regimiento. Anoche fui a la cárcel, con los dos tenientes, y vi que enrolaron a siete.
—Sí —dice Moreira César, escudriñándolo con curiosidad—. ¿Cuál es la pregunta?
—La pregunta es: ¿por qué? ¿Cuál es la razón para que prometa la libertad a esos delincuentes?
—Saben pelear —dice el Coronel Moreira César. Y, luego de una pausa —: El delincuente es un caso de energía humana excesiva que se vierte en la mala dirección. La guerra puede encauzarla en la buena. Ellos saben por qué pelean y eso los hace bravos, a veces heroicos. Lo he comprobado. Y lo comprobará usted, si llega a Canudos. Porque —lo vuelve a mirar de pies a cabeza — a simple vista se diría que no aguantará ni una jornada en el sertón.
Trataré de aguantar, Coronel. —El periodista miope se retira y se adelantan el Coronel Tamarindo y el Mayor Cunha Matos, que esperaban detrás de él.
—La vanguardia acaba de ponerse en marcha —dice el Coronel Tamarindo. El Mayor explica que las patrullas del Capitán Ferreira Rocha han reconocido la ruta hasta Tanquinho y que no hay rastro de yagunzos, pero que está llena de desniveles y accidentes que van a dificultar el paso de la artillería. Los exploradores de Ferreira Rocha están viendo si hay manera de evitar esos obstáculos y, de todos modos, se ha adelantado una sección de zapadores a allanar el camino.
—¿Repartió bien a los presos? —le pregunta Moreira César.
—En compañías distintas y con prohibición expresa de verse o hablarse entre ellos — asiente el Mayor.
—Ha partido también el convoy del ganado —dice el Coronel Tamarindo. Y, después de vacilar un momento —: Febronio de Brito estaba muy ofuscado. Tuvo una crisis de llanto.
—Otro se hubiera suicidado —es todo el comentario de Moreira César. Se levanta y un ordenanza se apresura a recoger los papeles de la mesa que le ha servido de escritorio. El Coronel, seguido de sus oficiales, se dirige hacia la salida. Hay gente que corre, para verlo, pero él, antes de llegar a la puerta, recuerda algo, cambia de dirección y va hacia la banca donde esperan los Concejales de Queimadas. Éstos se ponen de pie. Son hombres rústicos, agricultores o modestos comerciantes, que han vestido sus mejores ropas y encerado sus zapatos en señal de respeto. Llevan los sombreros en las manos y se los nota cohibidos.
—Gracias por la hospitalidad y la colaboración, señores. —El Coronel los confunde en una sola mirada convencional y casi ciega—. El Séptimo Regimiento no olvidará el afecto de Queimadas. Les recomiendo a la tropa que queda aquí.
No tienen tiempo de responderle pues, en vez de despedirse de cada uno, hace un saludo general, llevándose la mano derecha al quepis, y da media vuelta hacia la salida. La aparición de Moreira César y de su comitiva, en la calle, donde está formado el Regimiento —las compañías se pierden a lo lejos, alineadas una detrás de otra, junto a los rieles del ferrocarril — provoca aplausos y vítores. Los centinelas atajan a los curiosos que quieren acercarse. El hermoso caballo blanco relincha, impaciente por partir. Suben a sus cabalgaduras Tamarindo, Cunha Matos, Olimpio de Castro y la escolta y los corresponsales, ya montados, rodean al Coronel. Éste relee el telegrama que ha dictado para el Supremo Gobierno: «El Séptimo Regimiento inicia hoy, 8 de febrero, su campaña en defensa de la soberanía brasileña. Ni un solo caso de indisciplina en la tropa. Nuestro único temor es que Antonio Consejero y los facciosos restauradores no nos esperen en Canudos. Viva la República». Le pone sus iniciales, para que el telegrafista lo despache de inmediato. Hace luego una señal al Capitán Olimpio de Castro, quien da una orden a los cornetas. Éstos ejecutan un toque penetrante y lúgubre que escarapela la madrugada.
—Es el toque del Regimiento —dice Cunha Matos al corresponsal canoso, que está a su lado.
—¿Tiene un nombre? —pregunta la vocecita fastidiosa del hombre del Jornal de Noticias. Ha adosado a su mula una gran bolsa, para el tablero de escribir, que da al animal una silueta masurpial.
—Toque de Carga y Degüello —dice Moreira César—. El Regimiento lo toca desde la guerra del Paraguay, cuando, por falta de munición, tenía que atacar a sable, bayoneta y faca.
Da la orden de partida con la mano derecha. Mulas, hombres, caballos, carromatos, armas, se ponen en movimiento entre bocanadas de polvo que un ventarrón manda a su encuentro. Al salir de Queimadas los distintos cuerpos de la Columna van muy unidos y sólo los diferencian los colores de los pendones que llevan sus escoltas. Pronto, los uniformes de oficiales y soldados son igualados por el terral que obliga a todos a bajar las viseras de gorros y quepis y, a muchos, a amarrarse pañuelos a la boca. Poco a poco, batallones, compañías y secciones se van distanciando y lo que, al dejar la estación, parecía un organismo compacto, una larga serpiente ondulando por la tierra agrietada, entre troncos de favela resecos, estalla en miembros independientes, serpientes hijas que también se alejan unas de otras, perdiéndose de vista por momentos y volviéndose a avistar, según las anfractuosidades del terreno. Hay constantes jinetes que suben y bajan, tendiendo un sistema circulatorio de informaciones, órdenes, averiguaciones, entre las partes de ese todo diseminado cuya cabeza, a las pocas horas de marcha, presiente ya, a lo lejos, la primera población del trayecto: Pau Seco. La vanguardia, comprueba el Coronel Moreira César a través de sus prismáticos, ha dejado allí, entre las cabañitas, huellas de su paso: un banderín y dos soldados que lo esperan sin duda con mensajes.
Los escoltas se adelantan unos metros al Coronel y a su Estado Mayor; detrás de éstos, pegote exótico en esa sociedad uniformada, van los corresponsales que, al igual que muchos oficiales, han desmontado y caminan conversando. Exactamente al medio de la Columna se halla la batería de cañones.
—El detalle maestro fue el arco triunfal en la estación de la Calzada llamándonos salvadores —recuerda Tamarindo—. Unos días antes se oponían frenéticamente a que el Ejército Federal interviniera en Bahía y después nos echan flores por las calles y el Barón de Cañabrava nos manda decir que viaja a Calumbí para poner su hacienda a disposición del Regimiento.
Se ríe, de buena gana, pero su buen humor no contagia a Moreira César. —Eso significa que el Barón es más inteligente que sus amigos —dice—. No podía impedir que Río interviniera en un caso flagrante de insurrección. Entonces, opta por el patriotismo, para que los republicanos no lo desplacen. Distraer y confundir por ahora para intentar después otro zarpazo. El Barón tiene buena escuela: la escuela inglesa, señores.
Encuentran a Pau Seco desierto de gente, de cosas, de animales. Dos soldados, junto al tronco sin ramas donde bailotea el banderín que dejó la vanguardia, saludan. Moreira César frena su caballo y pasa la vista por las viviendas de barro, cuyo interior se divisa por puertas abiertas o arrancadas. De una de ellas emerge una mujer sin dientes, descalza, con una túnica por entre cuyos agujeros se le ve el pellejo oscuro. Dos criaturas raquíticas, de ojos vidriosos, una de las cuales está desnuda y tiene el vientre hinchado, se prenden de su cuerpo. Miran con asombro a los soldados. Moreira César, desde lo alto del caballo, sigue observándolas: parecen la encarnación del desamparo. Su cara se contrae en una expresión en la que se mezclan la tristeza, la cólera, el rencor. Siempre mirándolas, ordena a uno de los escoltas:
—Que les den de comer. —Y se vuelve a sus lugartenientes —: ¿Ven ustedes en qué estado tienen a la gente de su país?
Hay una vibración en su voz y sus ojos relampaguean. En un gesto intempestivo saca la espada del cinto y se la lleva a la cara, como si fuera a besarla. Los corresponsales ven entonces, alargando las cabezas, que el jefe del Séptimo Regimiento, antes de reanudar la marcha, hace con su espada ese saludo que se hace en los desfiles a la bandera y a la máxima autoridad, a los tres miserables pobladores de Pau Seco.
Las palabras incomprensibles habían estado brotando, por ráfagas, desde que lo encontraron junto a la mujer triste y el cadáver de la mula que picoteaban los urubús. Esporádicas, vehementes, tronantes, o apagadas, susurradas, secretas, brotaban de día y de noche asustando a veces al Idiota que se ponía a temblar. La Barbuda le dijo a Jurema después de olfatear al hombre de los pelos rojos: «Tiene fiebres delirantes, como las que mataron a Dádiva. Se morirá hoy, a más tardar». Pero no se había muerto, aunque a ratos blanqueaba los ojos y parecía venir el estertor final. Luego de permanecer inmóvil, volvía a retorcerse haciendo muecas y a pronunciar las palabras que para ellos eran sólo ruidos. A ratos, abría los ojos y los miraba con atolondramiento. El Enano se empeñó en que hablaba lengua de gitanos y la Barbuda en que se parecía al latín de las misas.
Cuando Jurema preguntó si podía ir con ellos la Barbuda consintió, tal vez por compasión, tal vez por simple inercia. Entre los cuatro treparon al forastero al carromato, junto a la cesta de la cobra, y reanudaron la marcha. Los nuevos acompañantes les trajeron suerte pues, al atardecer, en la alquería de Quererá, les convidaron de comer. Una viejecita echó humo sobre Galileo Gall, le puso hierbas en las heridas, le dio un cocimiento y dijo que se curaría. Esa noche la Barbuda entretuvo a los vaqueros con la cobra, el Idiota hizo payaserías y el Enano les contó los cuentos de los caballeros. Continuaron viaje y, en efecto, el forastero empezó a tragar los bocados que le daban. La Barbuda le preguntó a Jurema si era su mujer. No, no lo era: él la había desgraciado, en ausencia de su marido, y después de eso qué le quedaba sino seguirlo. «Ahora entiendo por qué eres triste», comentó el Enano con simpatía.
Fueron en dirección Norte, guiados por una buena estrella pues a diario encontraban que comer. Al tercer día, dieron función en la feria de un caserío. Lo que más le gustó a la gente fueron las barbas de la Barbuda: pagaban por comprobar que no eran postizas y tocarle de paso las tetas y verificar que era mujer. El Enano, mientras tanto, les contaba su vida desde que era una niñita normal, allá en el Ceará, y cómo se convirtió en vergüenza de su familia el día que comenzaron a salirle vellos en la espalda, los brazos, las piernas y la cara. Empezó a decirse que había pecado de por medio, que era hija de sacristán o del Can. La niña tragó vidrio picado de matar perros con rabia. Pero no murió y vivió como hazmerreír hasta que llegó el Rey del Circo, el Gitano, que la recogió y la hizo artista. Jurema creía que era una fantasía del Enano pero éste le aseguró que era la pura verdad. Se sentaban a conversar, a veces, y como el Enano era amable y le inspiraba confianza ella le habló de su infancia en la hacienda de Calumbí, al servicio de la esposa del Barón de Cañabrava, una mujer bellísima y buenísima. Había sido triste que Rufino, su marido, en vez de quedarse con el Barón, se fuera a Queimadas y se dedicara a pistero, odioso oficio que lo tenía viajando. Y, más triste, no haberle podido dar un hijo. ¿Por qué la habría castigado Dios, impidiéndole engendrar? «¿Quién sabe?», murmuró el Enano. Las decisiones de Dios eran, a veces, difíciles de comprender. Días después, acamparon en Ipupiará, encrucijada de trochas. Acababa de ocurrir una desgracia. Un morador, atacado de locura, había matado a sus hijos y. luego, se mató él también, con su machete. Como era el entierro de los niños–mártires, los cirqueros no dieron función, aunque pregonaron una para la noche siguiente. El pueblo era pequeño pero con un almacén donde venía a aprovisionarse toda la región.
En la mañana llegaron los capangas. Venían montados y su cabalgata, apresurada y piafante, despertó a la Barbuda que gateó bajo la carpa para ver quiénes eran. En todas las viviendas de Ipupirá había curiosos, sorprendidos como ella por esa aparición. Vio a seis jinetes armados; eran capangas y no cangaceiros ni guardias rurales por la manera como iban vestidos y porque, en las ancas de sus animales, se veía muy clara la misma marca de una hacienda. El que iba al frente —un encuerado — desmontó y la Barbuda vio que se dirigía hacia ella. Jurema acababa de incorporarse de la manta. La sintió temblar y la vio desencajada, con la boca entreabierta. «¿Es tu marido?», le preguntó. «Es Caifás», dijo la muchacha. «¿Va a matarte?», insistió la Barbuda. Pero, en vez de contestarle, Jurema salió a cuatro manos de la carpa, se irguió y fue al encuentro del capanga. Éste se detuvo a esperarla. El corazón de la Barbuda se agitó, pensando que el encuerado —era un hombre huesudo y tostado, de mirada fría — la golpearía, la patearía y tal vez le clavaría la faca antes de venir a clavársela al hombre de los pelos rojos al que sentía removerse en el carromato. Pero no, no la golpeó. Más bien, se quitó el sombrero y le hizo el saludo que se hace a alguien que se respeta. Desde sus caballos, los cinco hombres miraban ese diálogo que para ellos, como para la Barbuda, sólo era un movimiento de los labios. ¿Qué se decían? El Enano y el idiota se habían despertado y también espiaban. Luego de un momento, Jurema se volvió y señaló el carromato donde dormía el forastero herido.
El encuerado, seguido por la muchacha, fue hacia el carromato, metió la cabeza bajo el toldo y la Barbuda vio que inspeccionaba con indiferencia al hombre que, dormido o despierto, seguía hablando con los fantasmas. El jefe de los capangas tenía los ojos quietos de los que saben matar, los mismos que la Barbuda había visto en el bandido Pedráo aquella vez que venció y mató al Gitano. Jurema, muy pálida, esperaba que el capanga terminara la inspección. Por fin, éste se volvió hacia ella, le habló, Jurema asintió y el hombre entonces indicó a los jinetes que desmontaran. Jurema se acercó a la Barbuda y le pidió las tijeras. Mientras las buscaba, la Barbuda susurró: «¿No te va a matar?» Jurema dijo que no. Y, con las tijeras que habían sido de Dádiva en la mano, se encaramó en el carromato. Los capangas, llevando a sus caballos de las riendas, se dirigían al almacén de Ipupiará. La Barbuda se atrevió a acercarse a ver qué hacía Jurema, y tras ella vino el Enano y tras éste el Idiota.
Arrodillada junto a él —ambos cabían apenas en el angosto espacio — la muchacha cortaba, a ras del cráneo, los pelos del forastero. Lo hacía sujetando con una mano las matas rojizas y enruladas y las tijeras chirriaban. Había manchas de sangre coagulada en la levita negra de Galileo Gall, desgarraduras, polvo y excremento de pájaros. Estaba de espaldas, entre trapos y cajas de colores, anillas, tiznes y sombreritos de cartón con medialunas y estrellas. Tenía los ojos cerrados, la barba crecida y también con sangre reseca y, como le habían quitado las botas, los dedos de sus pies asomaban por los agujeros de las medias, grandes, blanquísimos y con las uñas sucias. La herida de su cuello desaparecía bajo la venda y las hierbas de la curandera. El Idiota se echó a reír y, aunque la Barbuda lo codeó, siguió riéndose. Lampiño, escuálido, de ojos idos, con la boca abierta y un hilo de baba colgando de los labios, se retorcía con las carcajadas. Jurema no le prestó atención, pero, en cambio, el forastero abrió los ojos. Su cara se contrajo en una expresión de sorpresa, de dolor o terror por lo que le hacían, pero la debilidad no le permitió incorporarse, sólo moverse en el sitio y emitir uno de esos ruidos incomprensibles para los cirqueros.
Terminar su tarea le tomó a Jurema bastante rato. Tanto que, cuando terminó, los capangas habían tenido tiempo de entrar al almacén, enterarse de la historia de los niños asesinados por el loco e ir al cementerio a cometer ese sacrilegio que dejaría estupefactos a los vecinos de Ipupiará: desenterrar el cadáver del filicida y subirlo con cajón y todo a uno de sus caballos para llevárselo. Ahora estaban ahí, a unos metros de los cirqueros, esperando. Cuando el cráneo de Gall quedó trasquilado, cubierto por una irisación desigual, tornasolada, estalló de nuevo la risa del Idiota. Jurema reunió en un haz las matas de pelos que había ido colocando sobre su falda, las ató con el cordón que sujetaba su propio pelo y la Barbuda la vio revisar los bolsillos del forastero y sacar una bolsita donde les había dicho que había dinero, por si querían usarlo. Con el penacho en una mano y en la otra la bolsita, bajó del carromato y pasó entre ellos. El jefe de los capangas vino a su encuentro. La Barbuda lo vio recibir de manos de Jurema los pelos del forastero y, casi sin mirarlos, guardarlos en su alforja. Sus pupilas inmóviles eran amenazadoras, pese a que se dirigía a Jurema de manera estudiadamente cortés, ceremoniosa, mientras se escarbaba los dientes con su dedo índice. Ahora sí, la Barbuda podía oírlos.
—Tenía esto en su bolsillo —dijo Jurema, alcanzándole la bolsita. Pero Caifás no la cogió.
—No debo —dijo, como repelido por algo invisible—. También eso es de Rufino. Jurema, sin hacer la menor objeción, escondió la bolsa entre sus ropas. La Barbuda creyó que se iba a alejar, pero la muchacha, mirando a Caifás a los ojos, le preguntó suavemente:
—¿Y si Rufino se ha muerto?
Caifás reflexionó un momento, sin cambiar de cara, sin pestañear.
—Si se ha muerto, siempre habrá alguien que lave su honor —lo oyó decir la Barbuda y le pareció estar oyendo al Enano y sus cuentos de príncipes y caballeros—. Un familiar, un amigo. Yo mismo puedo hacerlo, si hace falta.
—¿Y si le cuentan a tu patrón lo que has hecho? —le preguntó todavía Jurema. —Es sólo mi patrón —repuso Caifás, con seguridad—. Rufino, más que eso. Él quiere al forastero muerto y el forastero va a morir. Quizá de sus heridas, quizá de Rufino. Pronto la mentira se volverá verdad y éstos serán los pelos de un muerto. Dio la espalda a Jurema, para subir al caballo. Ella, ansiosa, puso una mano en la montura:
—¿Me matará a mí también?
La Barbuda advirtió que el encuerado la miraba sin compasión y acaso con algo de desprecio.
—Si yo fuera Rufino te mataría, porque en ti también hay culpa y quizá peor que la de él —dijo Caifás, desde lo alto de su cabalgadura—. Pero como no soy Rufino, no sé. Él sabrá.
Espoleó su caballo y los capangas partieron, con su extraño, pestilente botín, en la dirección por la que habían venido.
Apenas terminó la misa oficiada por el Padre Joaquim en la capilla de San Antonio, Joáo Abade fue a recoger el cajón con los encargos, que había dejado en el Santuario. En su cabeza revoloteaba una pregunta: «¿Un regimiento cuántos soldados son?» Se echó el cajón al hombro y empezó a dar trancos sobre la tierra desnivelada de Belo Monte, esquivando a los vecinos que le salían al paso a preguntarle si era verdad que venía otro Ejército. Les respondía que sí, sin detenerse, saltando para no pisar a las gallinas, las cabras, los perros y los niños que se le metían entre los pies. Llegó a la antigua casa–hacienda convertida en almacén con el hombro doliéndole por el peso del cajón. La gente amontonada en la puerta le dio paso y, adentro, Antonio Vilanova interrumpió algo que decía a su mujer Antonia y a su cuñada Asunción para venir a su encuentro. Desde un columpio, un lorito repetía, frenético: «Felicidad, Felicidad». —Viene un Regimiento —dijo Joáo Abade, colocando su carga en el suelo—. ¿Cuántos hombres son?
— ¡Trajo las mechas! —exclamó Antonio Vilanova. Acuclillado, revisaba afanoso el contenido del cajón. Su cara fue redondeándose, satisfecha, mientras descubría, además de los paquetes de mechas, obleas para la diarrea, desinfectantes, vendas, calomelano, aceite y alcohol.
—No hay cómo pagar lo que hace por nosotros el Padre Joaquim —dijo, alzando el cajón sobre el mostrador. Los estantes desbordaban de latas y frascos, géneros y toda clase de ropa, desde sandalias hasta sombreros, y había sembradas por doquier bolsas y cajas entre las que se movían las Sardelinhas y otras personas. El mostrador, un tablón sobre barriles, tenía unos libros negros, semejantes a los de los cajeros de las haciendas. —El Padre también trajo noticias —dijo Joáo Abade—. ¿Un regimiento serán mil? —Sí, ya he oído, viene un Ejército —asintió Antonio Vilanova, disponiendo los encargos sobre el mostrador—. ¿Un Regimiento? Más de mil. Quizá dos mil.
Joáo Abade se dio cuenta que no le interesaba cuántos eran los soldados que mandaba esta vez el Can contra Canudos. Ligeramente calvo, grueso, con la barba espesa, lo veía ordenar paquetes y frascos con su energía característica. No había la menor inquietud en su voz, ni siquiera interés. «Sus ocupaciones son demasiadas», pensó Joáo Abade, a la vez que explicaba al comerciante que era preciso mandar alguien a Monte Santo, ahora mismo. «Tiene razón, es mejor que él no se ocupe de la guerra.» Porque Antonio era tal vez la persona que, desde hacía años, dormía menos y trabajaba más en Canudos. Al principio, luego de la llegada del Consejero, había continuado sus quehaceres de comprador y vendedor de mercancías, pero, poco a poco, con el consentimiento tácito de todos, a su trabajo se había ido superponiendo, hasta desplazarlo, la organización de la sociedad que nacía. Sin él hubiera sido difícil comer, dormir, sobrevivir, cuando, de todos los confines, comenzaron a romper sobre Canudos las olas de romeros. Él había distribuido el terreno para que se levantaran sus casas y sembraran, indicando qué era bueno sembrar y qué animales criar y él canjeaba en los pueblos lo que Canudos producía con lo que necesitaba y cuando empezaron a llegar donativos, él separó lo que sería tesoro del Templo del Buen Jesús con lo que se emplearía en armas y provisiones. Una vez que el Beatito autorizaba su permanencia, los nuevos vecinos venían donde Antonio Vilanova a que los ayudara a instalarse. Idea suya eran las Casas de Salud, para los ancianos, enfermos y desvalidos y cuando los combates de Uauá y el Cambaio él se encargó de almacenar las armas capturadas y de distribuirlas, de acuerdo con Joáo Abade. Casi todos los días se reunía con el Consejero para darle cuentas y para escuchar sus deseos. No había vuelto a viajar y Joáo Abade había oído decir a Antonia Sardelinha que ésa era la señal más extraordinaria del cambio experimentado por su marido, ese hombre antes poseído por el demonio del tránsito. Ahora hacía las expediciones Honorio y nadie hubiera podido decir si esa voluntad de arraigo en el mayor de los Vilanova se debía a la magnitud de sus obligaciones en Belo Monte o a que ellas le permitían estar casi a diario, aunque fuera unos minutos, con el Consejero. Volvía de esas entrevistas con bríos renovados y una paz profunda en el corazón.
—El Consejero ha aceptado la guardia para cuidarlo —dijo Joáo Abade—. Y también que Joáo Grande sea el jefe.
Esta vez Antonio Vilanova se interesó y lo miró con alivio. El lorito gritó de nuevo: «Felicidad».
—Que Joáo Grande venga a verme. Yo puedo ayudarlo a escoger a la gente. Yo los conozco a todos. En fin, si le parece. Antonia Sandelinha se había acercado: —Esta mañana Catarina vino a preguntar por ti —le dijo a Joáo Abade—. ¿Tienes tiempo de ir a verla ahora?
Joáo negó con la cabeza: no, no tenía. A la noche, quizá. Se sintió avergonzado, aunque los Vilanova entendían que se pospusiera a la familia por Dios: ¿acaso ellos no lo hacían? Pero a él, en el fondo de su corazón, lo atormentaba que las circunstancias, o la voluntad del Buen Jesús, lo tuvieran cada vez más apartado de su mujer. —Iré a ver a Catarina y se lo diré —le sonrió Antonia Sardelinha.
Joáo Abade salió del almacén pensando en lo raras que resultaban las cosas de su vida y, acaso, las de todas las vidas. «Como en las historias de los troveros», pensó. Él, que al encontrar al Consejero creyó que la sangre desaparecería de su camino, estaba ahora envuelto en una guerra peor que todas las que había conocido. ¿Para eso hizo el Padre que se arrepintiera de sus pecados? ¿Para seguir matando y viendo morir? Sí, sin duda para eso. Mandó a dos muchachos de la calle a decir a Pedráo y al viejo Joaquim Macambira que se reunieran con él a la salida a Geromoabo y, antes de ir donde Joáo Grande, fue a buscar a Pajeú que abría trincheras en el camino de Rosario. Lo encontró a unos centenares de metros de las últimas viviendas, disimulando con matas de espinos una zanja que cortaba la trocha. Un grupo de hombres, algunos con escopetas, acarreaban y plantaban ramas, en tanto que unas mujeres repartían platos de comida a otros hombres sentados en el suelo que parecían recién relevados de su turno de trabajo. Al verlo llegar, todos se acercaron. Se vio en el centro de un círculo de caras inquisitivas. Una mujer, sin decir palabra, le puso en las manos una escudilla con carne de chivo frita rociada de harina de maíz; otra, le alcanzó una jarra de agua. Estaba tan fatigado — había venido corriendo — que tuvo que respirar hondo y beber un largo trago antes de poder hablar. Lo hizo mientras comía, sin que se le pasara por la cabeza que la gente que lo escuchaba, pocos años atrás —cuando su banda y la de Pajeú se destrozaban una a otra — habrían dado cualquier cosa por tenerlo así, a su merced, para someterlo a las peores torturas antes de matarlo. Felizmente, aquellos tiempos de desorden habían quedado atrás.
Pajeú no se inmutó al saber lo del nuevo Ejército anunciado por el Padre Joaquim. No hizo ninguna pregunta. ¿Sabía Pajeú cuántos hombres tenía un Regimiento? No, no sabía; y tampoco los otros. Joáo Abade le pidió entonces lo que había venido a pedirle: que partiese hacia el Sur, a espiar y hostilizar a esa tropa. Su cangaco había trajinado años en esa región, la conocía mejor que nadie: ¿no era él la persona más indicada para vigilar la ruta de los soldados, infiltrarles pisteros y cargadores y demorarlos con emboscadas para dar tiempo a Belo Monte a prepararse?
Pajeú asintió, todavía sin abrir la boca. Viendo su palidez amarillo–ceniza, la gran cicatriz que hendía su cara y su figura maciza, Joáo Abade se preguntó qué edad tendría, si no era un hombre viejo al que no se le notaban los años.
—Está bien —le oyó decir—. Te mandaré mensajes cada día. ¿A cuántos de éstos voy a llevarme?
—A los que quieras —dijo Joáo—. Son tus hombres.
—Eran —gruñó Pajeú, echando un vistazo, con sus ojitos hundidos y cazurros en los que brillaba una luz cálida, a los que lo rodeaban—. Ahora son del Buen Jesús. —Todos somos de Él —dijo Joáo Abade. Y, con súbita urgencia —: Antes de partir, que Antonio Vilanova te dé munición y explosivos. Ya tenemos mechas. ¿Puede quedarse aquí Táramela?
El aludido dio un paso adelante: era un hombrecillo minúsculo, con unos ojos achinados, cicatrices, arrugas y anchas espaldas, que había sido lugarteniente de Pajeú. —Quiero ir contigo a Monte Santo —dijo, con voz ácida—. Siempre te he cuidado. Soy tu suerte.
—Cuida ahora a Canudos, que vale más que yo —contestó Pajeú, con brusquedad. —Sí, sé nuestra suerte —dijo Joáo Abade—. Te mandaré más gente, para que no te sientas solo. Alabado sea el Buen Jesús. —Alabado sea —respondieron varios.
Joáo Abade les había dado la espalda y corría de nuevo, a campo traviesa, cortando camino hacia la mole del Cambaio donde estaba Joáo Grande. Mientras corría, recordó a su mujer. No la veía desde que se decidió cavar escondrijos y trincheras en todas las trochas, lo que lo había tenido corriendo día y noche en una circunferencia de la que Canudos era también el centro, como lo era del mundo, Joáo Abade había conocido a Catarina cuando era uno de ese puñado de hombres y mujeres —que crecía y disminuía como el agua del río — que entraba a los pueblos con el Consejero y se tendía a su alrededor en las noches, después de fatigantes jornadas, para rezar con él y escuchar sus consejos. Había, entre ellos, una figura tan delgada que parecía espíritu, embutida en una túnica blanca como un sudario. El ex cangaceiro había encontrado muchas veces los ojos de la mujer, fijos en él, durante las marchas, los rezos, los descansos. Lo ponían incómodo y, por momentos, lo asustaban. Eran unos ojos devastados por el dolor, que parecían amenazarlo con castigos que no eran de este mundo.
Una noche, cuando los peregrinos dormían ya en torno a una fogata, Joáo Abade se arrastró hacia la mujer cuyos ojos podía ver, al resplandor de las llamas, clavados en él. «Quiero saber por qué me mira siempre», susurró. Ella hizo un esfuerzo, como si su debilidad o su repugnancia fueran muy grandes. «Yo estaba en Custodia la noche que usted vino a vengarse», dijo, de manera casi inaudible. «El primer hombre que mató, el que dio el grito, era mi padre. Vi cómo le metió la faca en el estómago.» Joáo Abade permaneció callado, sintiendo el crujir de la hoguera, el bordoneo de los insectos, la respiración de la mujer, tratando de recordar los ojos aquellos en esa madrugada tan lejana. Al cabo de un rato, en voz también bajísima, preguntó: «¿No murieron todos en Custodia, esa vez?» No morimos tres —susurró la mujer—. Don Matías, que se escondió en la paja de su techo. La señora Rosa, que se curó de sus heridas, aunque quedó alunada. Y yo. También quisieron matarme, y también me curé.» Hablaba como si se tratara de otras personas, de otros sucesos, de una vida distinta y más pobre. «¿Cuántos años tenía usted?», preguntó el cangaceiro. «Diez o doce, por ahí», dijo ella. Joáo Abade la miró: debía ser muy joven, entonces, pero el hambre y el sufrimiento la habían envejecido. Siempre en voz muy baja, para no despertar a los peregrinos, el hombre y la muchacha evocaron gravemente los pormenores de aquella noche, que conservaban vivida en su memoria. Había sido violada por tres hombres y más tarde alguien la había hecho arrodillar delante de unos pantalones que olían a bosta, y unas manos callosas le habían incrustado un miembro duro que apenas cabía en su boca y que ella había tenido que sorber hasta recibir un escupitajo de semen que el hombre le ordenó tragar. Cuando uno de los bandidos le dio un tajo con su faca, Catarina sintió una gran serenidad. «¿Fui yo el que le dio el tajo?», susurró Joáo Abade. «No sé —susurró ella—. Ya entonces, aunque era de día, no distinguía las caras ni sabía dónde estaba.»
Desde esa noche, el ex cangaceiro y la sobreviviente de Custodia solían rezar y andar juntos, contándose episodios de esas vidas que ahora les parecían incomprensibles. Ella se había unido al santo en un pueblo de Sergipe, donde vivía de la caridad. Era la más escuálida de los peregrinos, después del Consejero, y un buen día, durante una marcha, cayó exánime. Joáo Abade la tomó en sus brazos y prosiguió así la jornada, hasta el atardecer. Durante varios días la llevó cargada y se ocupó también de darle los pedacitos remojados de alimento que su estómago aceptaba. En las noches, después de oír al Consejero, también como hubiera hecho con un niño, le contaba las historias de los troveros de su infancia que ahora —tal vez porque su alma había recobrado la pureza de la niñez — volvían a su memoria con lujo de detalles. Ella lo escuchaba sin interrumpirlo y días después, con su voz casi perdida, le hacía preguntas sobre los sarracenos, Fierabrás y Roberto el Diablo, de modo que él descubría que esos fantasmas se habían incorporado a la vida de Catarina como antes a la de él.
Ella se había repuesto y andaba por sus propios pies cuando, una noche, Joáo Abade, temblando de confusión, se acusó delante de todos los peregrinos de haber sentido muchas veces el deseo de poseerla. El Consejero llamó a Catarina y le preguntó si la ofendía lo que acababa de oír. Ella dijo que no con la cabeza. Ante la ronda silenciosa, el Consejero le preguntó si todavía sentía rencor por lo sucedido en Custodia. Ella volvió a decir que no: «Estás purificada», dijo el Consejero. Hizo que ambos se tomaran de las manos y pidió que todos rezaran al Padre por ellos. Una semana después los casó el párroco de Xique–Xique. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Cuatro o cinco años? Sintiendo que su corazón le reventaba, Joáo divisó por fin, en las faldas del Cambaio. las sombras de los yagunzos. Dejó de correr y continuó con ese tranco corto y rápido con el que había andado tanto por el mundo.
Una hora después estaba junto a Joáo Grande, contándole las novedades, mientras bebía agua fresca y comía un plato de maíz. Estaban solos, porque, luego de anunciarles la venida de ese Regimiento —nadie supo decirle cuántos soldados eran—, pidió a los demás hombres que se apartaran. El ex esclavo andaba, como siempre, descalzo, con un pantalón descolorido, sujeto con una cuerda de la que pendían una faca y un machete, y una camisa sin botones que dejaba descubierto su pecho velludo. Tenía una carabina a la espalda y dos sartas de bala como collares. Cuando lo escuchó decir que se formaría una Guardia Católica para cuidar al Consejero y que él sería el jefe, movió la cabeza con fuerza.
—¿Por qué no? —dio Joáo Abade.
—No soy digno —masculló el negro. ^
—El Consejero dice que eres —respondió Joáo Abade—. Él sabe más. —No sé mandar —protestó el negro—. No quiero aprender a mandar, tampoco. Que otro sea el jefe.
—Mandarás tú —dijo el Comandante de la Calle—. No hay tiempo para discutir, Joáo Grande.
El negro estuvo observando, pensativo, a los grupos de hombres repartidos en los roquedales y pedruscos del cerro, bajo el cielo que se había vuelto plomizo. —Cuidar al Consejero es mucho para mí —masculló al fin.
—Escoge a los mejores, a los que están más tiempo aquí, a los que viste pelear bien en Uauá y aquí, en Cambaio —dijo Joáo Abade—. Cuando llegue ese Ejército, la Guardia Católica debe estar formada y ser el escudo de Canudos.
Joáo Grande permaneció en silencio, masticando, pese a que tenía la boca vacía. Miraba las cumbres del contorno como si estuviera viendo en ellas a los guerreros resplandecientes del Rey Don Sebastián: atemorizado y deslumbrado por la sorpresa. —Me has elegido tú, no el Beatito ni el Consejero —dijo, con voz sorda—. No me has hecho un favor.
—No te lo he hecho —reconoció Joáo Abade—. No te he elegido para hacértelo, ni para hacerte un daño, sino porque eres el mejor. Anda a Belo Monte y comienza a trabajar. —Alabado sea el Buen Jesús Consejero —dijo el negro. Se levantó de la piedra en la que estaba sentado y se alejó por la llanura de cascajo.
—Alabado sea —dijo Joáo Grande. Unos segundos después vio que el ex esclavo echaba a correr.
—O sea que faltaste a tu deber dos veces —dice Rufino—. No lo mataste, como Epaminondas quería. Y le mentiste, haciéndole creer que estaba muerto. Dos veces. —Sólo la primera es grave —dice Caifás—. Le entregué sus pelos y un cadáver. Era de otro, pero ni él ni nadie podía notarlo. Y el forastero será cadáver pronto, si no lo es ya. Esa falta es leve.
A la orilla rojiza del Itapicurú, en la margen opuesta a la de las curtiembres de Queimadas, este sábado, como todos los sábados, se extienden puestos y tenderetes donde los vendedores venidos de toda la comarca pregonan sus mercancías. Las discusiones entre mercaderes y clientes se elevan sobre el mar de cabezas descubiertas o ensombreradas que ennegrecen la feria y se mezclan con relinchos, ladridos, rebuznos, vocerío de chiquillos y brindis de borrachos. Los mendigos estimulan la generosidad de las gentes exagerando las contorsiones de sus miembros tullidos y hay cantores que tocan la guitarra, ante pequeños grupos, entonando historias de amor y las guerras entre los heréticos y los cruzados cristianos. Moviendo las polleras, aderezadas de brazaletes, gitanas jóvenes y viejas adivinan el porvenir.
—En todo caso, te lo agradezco —dice Rufino—. Eres un hombre de honor, Caifás. Por eso siempre te he respetado. Por eso te respetan todos.
—¿Cuál es el deber más grande? —dice Caifás—. ¿Con el patrón o con el amigo? Un ciego hubiera visto que mi obligación era hacer lo que hice.
Caminan muy serios uno al lado del otro, indiferentes a la atmósfera abigarrada, promiscua, multicolor. Se abren paso sin pedir permiso apartando a la gente con la mirada o la presión de los hombros. A veces, alguien, desde un mostrador o un toldo, los saluda, y ambos responden de manera tan cortante que nadie se les acerca. Como previamente de acuerdo, se dirigen a un puesto de bebidas —bancas de madera, tablones y una enramada — donde hay menos gente que en los otros. —Si yo lo hubiera rematado, allá en Ipupiará, te hubiera ofendido a ti —dice Caifás, como expresando algo que ha pensado y repensado—. Impidiéndote lavar la mancha. —¿Por qué vinieron a matarlo aquí, la primera vez? —lo interrumpe Rufino—. ¿Por qué en mi casa?
—Epaminondas quería que muriera ahí —dice Caifás—. No ibas a morir tú ni Jurema. Por no hacerle daño a ella, murieron mis hombres. —Escupe al aire, por un colmillo, y queda reflexionando—. Quizá fue mi culpa que murieran. No pensé que se iba a defender, que sabía pelear. No parecía. —No —dice Rufino—. No parecía.
Se sientan y juntan las sillas para hablar sin ser oídos. La mujer que atiende les alcanza dos vasos y pregunta si quieren aguardiente. Sí, quieren. Trae una botella que está a medias, el rastreador sirve y beben, sin brindar. Ahora es Caifás quien llena los vasos. Es mayor que el rastreador y sus ojos, siempre inmóviles, están apagados. Viste de cuero, como de costumbre, y está enterrado de pies a cabeza.
—¿Ella lo salvó? —dice Rufino, al fin, bajando los ojos—. ¿Ella te cogió el brazo? —Así me di cuenta que se había vuelto su mujer —asiente Caifás. En su cara aún hay rastros de la sorpresa de aquella mañana—. Cuando saltó y me desvió el brazo, cuando me atacó junto a él. —Encoge los hombros y escupe—. Era su mujer ya, ¿qué podía hacer sino defenderlo? —Sí —dice Rufino.
—No entiendo por qué no me mataron —dice Caifás—. Se lo pregunté a Jurema, en Ipupiará, y no supo explicármelo. Ese forastero es raro. —Es —dice Rufino.
Entre la gente de la feria, hay también soldados. Son los residuos de la Expedición del Mayor Brito, que siguen aquí, esperando, dicen, la llegada de un Ejército. Tienen los uniformes rotos, vagabundean como almas en pena, duermen en la Plaza Matriz, en la estación, en las barrancas del río. Están también entre los tenderetes, de a dos, de a cuatro, mirando con envidia a las mujeres, a la comida y al alcohol que los rodean. Los vecinos se empeñan en no hablarles, en no oírlos, en no verlos.
—Las promesas atan las manos, ¿no es verdad? —dice Rufino, con timidez. Una arruga profunda parte su frente.
—Las atan —asiente Caifás—. ¿Cómo podría desatarse una promesa hecha al Buen Jesús o a la Virgen?
—¿Y una hecha al Barón? —dice Rufino, adelantando la cabeza.
—Esa puede desatarla el Barón —dice Caifás. Llena de nuevo los vasos y beben. Entre el rumor de la feria, estalla una discusión violenta, lejana, que termina en risas. El cielo se ha encapotado, como si fuera a llover.
—Sé lo que sientes —dice Caifás, de pronto—. Sé que no duermes y que todo en la vida ha muerto para ti. Que incluso cuando estás con los demás, como ahora conmigo, estás vengándote. Así es, Rufino, así es cuando se tiene honor.
Una fila de hormigas recorre alineadamente la mesa, contorneando la botella que ha quedado vacía. Rufino las observa avanzar, desaparecer. Tiene su vaso en la mano y lo aprieta con fuerza.
—Hay algo que debes tener presente —añade Caifás—. La muerte no basta, no lava la afrenta. La mano o el chicote en la cara, en cambio, sí. Porque la cara es tan sagrada como la madre o la mujer.
Rufino se pone de pie. Acude la dueña del puesto y Caifás se lleva la mano al bolsillo, pero el rastreador lo ataja y paga. Esperan el vuelto en silencio, apartados por sus pensamientos.
—¿Es cierto que tu madre se ha ido a Canudos? —pregunta Caifás. Y, como Rufino asiente —: Muchos se van. Epaminondas está contratando más hombres para la Guardia Rural. Viene un Ejército y quiere ayudarlo. También hay familia mía con el santo. Es difícil hacerle la guerra a la propia familia, ¿no Rufino?
—Yo tengo otra guerra —murmura Rufino, guardando las monedas que le alcanza la mujer.
—Espero que lo encuentres, que la enfermedad no lo haya matado —dice Caifás. Sus siluetas se desvanecen en el tumulto de la feria de Queimadas.
—Hay algo que no entiendo, Barón —repitió el coronel José Bernardo Murau, desperezándose en la mecedora, en la que se balanceaba despacito, impulsándose con el pie—. El Coronel Moreira César nos odia y nosotros lo odiamos. Su venida es una gran victoria para Epaminondas y una derrota para lo que defendemos, que Río no se meta en nuestros asuntos. Y, sin embargo, el Partido Autonomista lo recibe en Salvador como un héroe y ahora competimos con Epaminondas a ver quién da más ayuda al Cortapescuezos.
La estancia, fresca, encalada, vieja, con resquebrajaduras en la pared, lucía desarreglada; había un ramo de flores mustias en un jarrón de cobre y el suelo estaba desportillado. Por las ventanas se veían los cañaverales, encendidos por el sol, y, muy cerca de la casa, un grupo de servidores alistando unos caballos.
—Los tiempos se han vuelto confusos, mi querido José Bernardo —sonrió el Barón de Cañabrava—. Ya ni las personas inteligentes se orientan en la selva en que vivimos. —Inteligente no lo fui nunca, ésa no es virtud de hacendados —refunfuñó el coronel Murau. Hizo un gesto vago hacia afuera—. Me he pasado medio siglo aquí sólo para llegar a la vejez y ver cómo todo se desmorona. Mi consuelo es que me moriré pronto y no veré la ruina total de esta tierra.
Era, efectivamente, un hombre viejísimo, huesudo, con la piel bruñida y unas manos nudosas con las que se rascaba a menudo la cara mal afeitada. Vestía como un peón, un pantalón descolorido, una camisa abierta y, sobre ella, un chaleco de cuero crudo que había perdido los botones.
—La mala racha pasará pronto —dijo Adalberto de Gumucio.
—Para mí, no. —El hacendado hizo crujir los huesos de sus dedos—. ¿Saben cuántos se han marchado de estas tierras en los últimos años? Cientos de familias. La sequía del 77, el espejismo de los cafetales del Sur, del caucho del Amazonas, y, ahora, el maldito Canudos. ¿Saben la cantidad de gente que se va a Canudos? Abandonando casas, animales, trabajo, todo. A esperar allá el Apocalipsis y la llegada del Rey Don Sebastián. —Los miró, abrumado por la imbecilidad humana—. Les diré lo que va a ocurrir, sin ser inteligente. Moreira César impondrá a Epaminondas de Gobernador de Bahía y él y su gente nos» hostilizarán de tal modo que habrá que malvender las haciendas o regalarlas, e irse también.
Frente al Barón y a Gumucio había una mesita con refrescos y una canasta de bizcochos, que nadie había probado. El Barón abrió una cajita de rapé, la ofreció a sus amigos, y aspiró con delectación. Quedó un momento con los ojos cerrados. —No les vamos a regalar el Brasil a los jacobinos, José Bernardo —dijo, abriéndolos—. Pese a que han preparado esta operación con mucha astucia, no les va a resultar. —Brasil ya es de ellos —lo interrumpió Murau—. La prueba es que Moreira César viene aquí, mandado por el gobierno.
—Ha sido nombrado por presión del Club Militar de Río. un pequeño reducto jacobino, aprovechando la enfermedad del Presidente Moráis —dijo el Barón—. En realidad, ésta es una conjura contra Moráis. El plan es clarísimo. Canudos es el pretexto para que su hombre se infle de más gloria y prestigio. ¡Moreira César aplasta una conspiración monárquica! ¡Moreira César salva a la República! ¿No es ésa la mejor prueba de que sólo el Ejército puede garantizar la seguridad nacional? El Ejército al poder, entonces, la República Dictatorial. —Había estado sonriente, pero ahora se puso serio—. No lo vamos a permitir, José Bernardo. Porque no van a ser los jacobinos sino nosotros los que vamos a aplastar la conspiración monárquica. —Hizo una mueca de asco—. No se puede actuar como caballeros, querido. La política es un quehacer de rufianes.
La frase tocó algún resorte íntimo del viejo Murau, porque su expresión se animó y lo vieron echarse a reír.
—Está bien, me rindo, señores rufianes —exclamó—. Mandaré mulas, pisteros, provisiones y lo que haga falta al Cortapescuezos. ¿Debo alojar también, aquí, al Séptimo Regimiento?
—Es seguro que no pasará por tu tierra —le agradeció el Barón—. Ni siquiera tendrás que verle la cara.
—No podemos dejar que el Brasil nos crea alzados contra la República, y hasta complotando con Inglaterra para restaurar la monarquía —dijo Adalberto de Gumucio—. ¿No te das cuenta, José Bernardo? Hay que desmontar esa intriga, y muy pronto. Con el patriotismo no se juega.
—Epaminondas ha jugado y ha jugado bien —masculló Murau.
—Es cierto —admitió el Barón—. Yo, tú, Adalberto, Viana, todos creíamos que no había que darle importancia. Lo cierto es que Epaminondas ha demostrado ser un adversario peligroso.
—Toda la intriga contra nosotros es barata, grotesca, de una vulgaridad total —dijo Gumucio.
—Pero le ha dado buenos resultados, hasta ahora. —El Barón echó un vistazo hacia el exterior: sí, los caballos estaban listos. Anunció a sus amigos que mejor seguía viaje de una vez, ya que había logrado su objetivo: convencer al hacendado más terco de Bahía. Iría a ver si Estela y Sebastiana podían partir. José Bernardo Murau le recordó entonces que un hombre, venido de Queimadas, lo esperaba desde hacía dos horas. El Barón lo había olvidado por completo. «Es cierto, es cierto», murmuró. Y ordenó que lo hicieran pasar.
Un instante después se recortó en la puerta la silueta de Rufino. Lo vieron quitarse el sombrero de paja, hacer una venia al dueño de casa y a Gumucio, ir hacia el Barón, inclinarse y besarle la mano.
—Cuánto me alegro de verte, ahijado —le dijo éste, palmeándolo con afecto—. Qué bueno que vinieras a vernos. ¿Cómo está Jurema? ¿Por qué no la trajiste? A Estela le hubiera gustado verla.
Advirtió que el guía permanecía cabizbajo, estrujando el sombrero y de pronto, lo notó terriblemente avergonzado. Sospechó entonces cuál podía ser el motivo de la visita de su antiguo peón.
—¿Le ha pasado algo a tu mujer? —preguntó—. ¿Está enferma Jurema? ' —Dame permiso para romper la promesa, padrino —dijo Rufino, de un tirón. Gumucio y Murau, que habían estado distraídos, se interesaron en el diálogo. En el silencio, que se había vuelto enigmático y tenso, el Barón demoró en darse cuenta que podía decir eso que oía, en saber qué le pedían.
—¿Jurema? —dijo, pestañeando, retrocediendo, escarbando en la memoria—. ¿Te ha hecho algo? ¿No te habrá abandonado, no, Rufino? ¿Quieres decir que lo ha hecho, que se ha ido con otro hombre?
La mata de pelos lacios y sucios que tenía delante, asintió casi imperceptiblemente. Ahora comprendió el Barón por qué Rufino le ocultaba los ojos. y supo el esfuerzo que estaba haciendo y cuánto padecía. Sintió compasión por él.
—¿Para qué, Rufino? —dijo, con un ademán apenado—. ¿Qué ganarías? Desgraciarte dos veces en lugar de una. Si se ha ido, en cierta forma se murió. se mató ella sola. Olvídate de Jurema. Olvídate un tiempo de Queimadas. también. Ya conseguirás otra mujer que te sea fiel. Ven con nosotros a Culumbí, donde tienes tantos amigos. Gumucio y José Bernardo Murau esperaban con curiosidad la respuesta de Rufino. El primero se había servido un vaso de refresco y lo tenía junto a los labios, sin beber. —Dame permiso para romper la promesa, padrino —dijo, al fin, el rastreador, sin levantar los ojos.
Una sonrisa cordial, de aprobación, brotó en Adalberto de Gumucio, que seguía muy atento la conversación entre el Barón y su antiguo servidor. José Bernardo Murau, en cambio, se había puesto a bostezar. El Barón se dijo que cualquier razonamiento sería inútil, que tenía que aceptar lo inevitable y decir sí o no, pero no engañarse tratando de hacer cambiar de decisión a Rufino. Aun así, intentó ganar tiempo: —¿Quién se la ha robado? —murmuró—. ¿Con quién se ha ido? Rufino esperó un segundo antes de hablar.
—Un extranjero que vino a Queimadas —dijo. Hizo otra pausa y, con sabia lentitud, añadió —: Lo mandaron donde mí. Quería ir a Canudos, a llevarles armas a los yagunzos. El vaso se desprendió de las manos de Adalberto de Gumucio y se hizo trizas a sus pies, pero ni el ruido ni las salpicaduras ni la lluvia de astillas distrajo^ a los tres hombres que, con los ojos muy abiertos, miraban asombrados al rastreador. Éste permanecía inmóvil, cabizbajo, callado, se hubiera dicho que ignorante del efecto que acababa de causar. El Barón fue el primero en reponerse.
—¿Un extranjero quería llevar armas a Canudos? —El esfuerzo que hacía por parecer natural estropeaba más su voz.
—Quería pero no fue —asintió la mata de pelos sucios. Rufino mantenía la postura respetuosa y miraba siempre al suelo—. El coronel Epaminondas lo mandó matar. Y lo cree muerto. Pero no lo está. Jurema lo salvó. Y ahora Jurema y él están juntos.
Gumucio y el Barón se miraron, maravillados, y José Bernardo Murau hacía esfuerzos por incorporarse de la mecedora, gruñendo algo. El Barón se levantó antes que él. Estaba pálido y las manos le temblaban. Ni siquiera ahora parecía advertir el rastreador la agitación que provocaba en los tres hombres.
—O sea que Galileo Gall está vivo —articuló, por fin, Gumucio, golpeándose una palma con el puño—. O sea que el cadáver quemado, la cabeza cortada y toda esa truculencia… —No se la cortaron, señor —lo interrumpió Rufino y otra vez reinó un silencio eléctrico en la salita desarreglada—. Le cortaron los pelos largos que tenía. El que mataron era un alunado que asesinó a sus hijos. El extranjero está vivo.
Calló y aunque Adalberto de Gumucio y José Bernardo Murau le hicieron varias preguntas a la vez, y le pidieron detalles y le exigieron que hablara, Rufino guardó silencio. El Barón conocía bastante a la gente de su tierra para saber que el guía había dicho lo que tenía que decir y que nadie ni nada le sacaría una palabra más.
—¿Hay alguna otra cosa que puedas contarnos, ahijado? —Le había puesto una mano en el hombro y no disimulaba lo conmovido que estaba. Rufino movió la cabeza. —Te agradezco que vinieras —dijo el Barón—. Me has hecho un gran servicio, hijo. A todos nosotros. Al país también, aunque tú no lo sepas. La voz de Rufino volvió a sonar, más insistente que antes: —Quiero romper la promesa que te hice, padrino.
El Barón asintió, apesadumbrado. Pensó que iba a dictar una sentencia de muerte contra alguien que tal vez era inocente, o que tenía razones poderosas y respetables, y que iba a sentirse mal y repelido por lo que iba a decir, y, sin embargo, no podía hacer otra cosa. —Haz lo que tu conciencia te pida —murmuró—. Que Dios te acompañe y te perdone. Rufino alzó la cabeza, suspiró, y el Barón vio que sus ojitos estaban ensangrentados y húmedos y que su cara era la de un hombre que ha sobrevivido a una terrible prueba. Se arrodilló y el Barón le hizo la señal de la cruz en la frente y le dio otra vez a besar su mano. El rastreador se levantó y salió de la habitación sin siquiera mirar a las otras dos personas.
El primero en hablar fue Adalberto de Gumucio:
—Me inclino y rindo honores —dijo, escrutando los pedazos de vidrio diseminados a sus pies—. Epaminondas es un hombre de grandes recursos. Es verdad, estábamos equivocados con él.
—Lástima que no sea de los nuestros —agregó el Barón. Pero, a pesar de lo extraordinario del descubrimiento que había hecho, no pensaba en Epaminondas Gonce, sino en Jurema, la muchacha que Rufino iba a matar, y en la pena que su mujer sentiría si lo llegaba a saber.
—La ordenanza está ahí desde ayer —dice Moreira César, apuntando con su fuete el cartel que manda a la población civil declarar al Séptimo Regimiento todas las armas de fuego—. Y esta mañana, al llegar la Columna, fue pregonada antes del registro. Sabían a lo que se arriesgaban, señores.
Los prisioneros están atados espalda contra espalda, y no hay huellas de castigo en sus caras ni en sus torsos. Descalzos, sin sombreros, podrían ser padre e hijo, tío y sobrino, o dos hermanos, pues los rasgos del joven repiten los del más viejo y ambos tienen una manera semejante de mirar la mesita de campaña del tribunal que acaba de juzgarlos. De los tres oficiales que hicieron de jueces, dos se están yendo, con la prisa que vinieron y los sentenciaron, hacia las compañías que siguen llegando a Cansancao y se suman a las que ya acampan en el poblado. Sólo Moreira César está allí, junto al cuerpo del delito: dos carabinas, una caja de balas, una bolsita de pólvora. Los prisioneros, además de ocultar las armas, han atacado y herido a uno de los soldados que los arrestó. Toda la
población de Cansancao —unas pocas decenas de campesinos — está en el descampado, detrás de soldados con la bayoneta calada que les impiden acercarse. —Por esta basura, no valía la pena —la bota del Coronel roza las carabinas. No hay la menor animosidad en su voz. Se vuelve a un Sargento, que está a su lado y, como si le preguntara la hora, le dice —: Déles un trago de aguardiente.
Muy cerca de los prisioneros, apiñados, silenciosos, con caras de estupefacción o de susto, se hallan los corresponsales. Los que no tienen sombreros se protegen de la resolana con sus pañuelos. Más allá del descampado, se oyen los ruidos de rutina: zapatones y botas contra la tierra, cascos y relinchos, voces de orden, crujidos y risotadas. Se diría que a los soldados que llegan o que ya descansan les importa un comino lo que va a pasar. El Sargento ha destapado una botella y la acerca a la boca de los prisioneros. Ambos beben un largo trago.
—Quiero morir de tiro. Coronel —suplica, de pronto, el más joven. Moreira César mueve la cabeza.
—No gasto munición en traidores a la República —dice—. Coraje. Mueran como hombres.
Hace una seña y dos soldados desenvainan sus facas del cinto y avanzan. Actúan con precisión, con movimientos idénticos: cogen, cada cual con la mano izquierda, los pelos de un prisionero, de un tirón le echan la cabeza atrás y los degüellan al mismo tiempo de un tajo profundo, que corta en seco el quejido animal del joven y el alarido del viejo: — ¡Viva el Buen Jesús Consejero! ¡Viva Belo… !
Los soldados se arriman, como para cerrar el paso a los vecinos, que no se han movido. Algunos corresponsales han bajado la vista, otro mira anonadado y el periodista miope del Jornal de Noticias hace muecas. Moreira César observa los cuerpos caídos, teñidos de sangre.
—Que queden expuestos al pie de la Ordenanza —dice, con suavidad. Y, en el acto, parece olvidar la ejecución. Con andar nervioso, rápido, se aleja por el descampado, hacia la cabaña donde le han preparado una hamaca. El grupo de periodistas se pone en movimiento, tras él, y le da alcance. Va en medio de ellos, serio, tranquilo, con la piel seca, a diferencia de los corresponsales, congestionados por el calor y la impresión. No se recuperan del impacto de esas gargantas seccionadas a pocos pasos de ellos: el significado de ciertas palabras, guerra, crueldad, sufrimiento, destino, ha desertado el abstracto dominio en que vivía y cobrado una carnalidad mensurable, tangible, que los enmudece. Llegan a la puerta de la cabaña. Un ordenanza presenta al Coronel un lavatorio, una toalla. El jefe del Séptimo Regimiento se enjuaga las manos y se refresca la cara. El corresponsal que anda siempre arropado balbucea: —¿Se puede dar noticia de esta ejecución. Excelencia? Moreira César no oye o no se digna contestarle.
—En el fondo, el hombre sólo teme a la muerte —dice, mientras se seca, sin grandilocuencia, con naturalidad, como en las charlas que en las noches le oyen dar a grupos de sus oficiales—. Por eso, es el único castigo eficaz. A condición de que se aplique con justicia. Alecciona a la población civil y desmoraliza al enemigo. Suena duro, lo sé. Pero así se ganan las guerras. Hoy han tenido su bautismo de fuego. Ya saben de qué se trata, señores.
Los despide con la venia rapidísima, glacial, que han aprendido a reconocer como irreversible fin de entrevista. Les da la espalda e ingresa a la cabaña, en la que alcanzan a divisar un ajetreo de uniformes, un mapa desplegado y un puñado de adjuntos que hacen sonar los talones. Confusos, atormentados, descentrados, descruzan el descampado hacia el puesto de intendencia, donde, en cada descanso, reciben su ración, idéntica a la de los oficiales. Pero es seguro que hoy no probarán bocado. Los cinco están muy cansados, por el ritmo de la marcha de la Columna. Tienen los fundillos resentidos, las piernas agarrotadas, la piel quemada por el sol de ese desierto arenoso, erizado de cactos y favela, que separa a Queimadas de Monte Santo. Se preguntan cómo aguantan los que marchan a pie, la inmensa mayoría del Regimiento. Pero muchos no aguantan: los han visto derrumbarse como fardos y ser llevados en peso a las carretas de la Sanidad. Ahora saben que esos exhaustos, una vez reanimados, son reprendidos severísimamente. «¿Ésta es la guerra?», piensa el periodista miope. Porque, antes de esta ejecución, no han visto nada que se parezca a la guerra. Por eso, no entienden la vehemencia con que el jefe del Séptimo Regimiento hace apurar a sus hombres. ¿Es ésta una carrera hacia un espejismo? ¿No había tantos rumores sobre las violencias de los yagunzos en el interior? ¿Dónde están? No han encontrado sino aldeas semidesiertas, cuya pobre humanidad los mira pasar con indiferencia y que, a sus preguntas, responde siempre con evasivas. La Columna no ha sido atacada, no se han oído tiros. ¿Es cierto que las reses desaparecidas han sido robadas por el enemigo, como asegura Moreira César? Ese hombre pequeño e intenso no les merece simpatía, pero les impresiona su seguridad, y que apenas coma y duerma, y la energía que no lo abandona un instante. Cuando, en las noches, se envuelven en las mantas para maldormir, lo ven todavía en pie, con el uniforme sin desabrochar ni remangar, recorriendo las hileras de soldados, deteniéndose a cambiar unas palabras con los centinelas o discutiendo con su Estado Mayor. Y, en las madrugadas, cuando suena la corneta y ellos, borrachos de sueño, abren los ojos, ya está él ahí, lavado y rasurado, interrogando a los mensajeros de la vanguardia o examinando las piezas de artillería, como si no se hubiera acostado. Hasta la ejecución de hace un momento, la guerra, para ellos, era él. Era el único que hablaba permanentemente de ella, con una convicción tal que llegaba a convencerlos, a hacer que la vieran rodearlos, asediarlos. Él los ha persuadido que muchos de esos seres impávidos, hambrientos —idénticos a los ejecutados—, que salen a verlos pasar, son cómplices del enemigo, y que tras esas miradas apagadas hay unas inteligencias que cuentan, miden, calculan, registran, y que esas informaciones van siempre por delante de ellos, rumbo a Canudos. El periodista miope recuerda que el viejo vitoreó al Consejero antes de morir y piensa: «A lo mejor es verdad. A lo mejor, todos ellos son el enemigo». Esta vez, a diferencia de otros descansos, ninguno de los corresponsales se echa a cabecear. Permanecen, solidarios en su confusión y zozobra, junto al toldo de los ranchos, fumando, meditando, y el periodista del Journal de Noticias no aparta la vista de los cadáveres estirados al pie del tronco donde bailotea la Ordenanza que desobedecieron. Una hora después están de nuevo a la cabeza de la Columna, inmediatamente detrás de los estandartes y del Coronel Moreira César, rumbo a esa guerra que para ellos, ahora sí, ha comenzado.
Otra sorpresa les espera, antes de llegar a Monte Santo, en la encrucijada donde un cartelito borroso señala el desvío a la hacienda de Calumbí; la Columna llega allí a las seis horas de reanudar la marcha. De los cinco corresponsales, sólo el esmirriado espantapájaros del Jornal de Noticias será testigo cercanísimo del hecho. Una curiosa relación se ha establecido entre él y el jefe del Séptimo Regimiento, que sería inexacto llamar amistad o aun simpatía. Se trata, muy bien, de una curiosidad nacida de la mutua repelencia, de la atracción que ejercen entre sí las antípodas. Pero el hecho es que el hombre que parece una caricatura de sí mismo, no sólo cuando escribe en el disparatado tablero que coloca sobre sus piernas o montura y moja la pluma en ese tintero portátil que parece un recipiente de esos en que los caboclos llevan el veneno para los dardos de sus ballestas en las cacerías, sino también cuando camina o cabalga, dando siempre la impresión de estar a punto de desmoronarse, parece absorbido, hechizado, obsesionado por el menudo Coronel. No deja de observarlo, no pierde ocasión de acercársele y, en las charlas con sus colegas, Moreira César es el único tema que le importa, más aún, se diría, que Canudos y la guerra. ¿Y qué puede haber interesado al Coronel del joven periodista? Quizá su excentricidad indumentaria y física, esa ruindad de huesos, esa desproporción de miembros, esa proliferación de pelos y de vellos, esas uñas largas que ahora andan negras, esas maneras blandas, ese conjunto en el que no aparece nada que el Coronel llamaría viril, marcial. Pero lo cierto es que hay algo en esa figurilla contrahecha, de voz antipática, que seduce, acaso a pesar de sí mismo, al pequeño oficial de ideas fijas y ojos enérgicos. Es al único al que suele dirigirse, cuando departe con los corresponsales, y algunas veces dialoga con él a solas, luego del rancho de la tarde. Durante las jornadas, el periodista del Jornal de Noticias, como por iniciativa de su cabalgadura, se suele adelantar y unir al Coronel. Es lo que ha ocurrido esta vez, después de haber partido la Columna de Cansancao. El miope, balanceándose con los movimientos de un títere, está confundido con los oficiales y ordenanzas que rodean el caballo blanco de Moreira César, cuando éste, al llegar al desvío de Calumbí, alza la mano derecha: la señal de alto.
Los escoltas se alejan a la carrera, llevando órdenes, y el corneta da el toque que hará detenerse a todas las compañías del Regimiento. Moreira César. Olimpio de Castro, Cunha Matos y Tamarindo desmontan: el periodista resbala hasta el suelo. Atrás, los corresponsales y muchos soldados van a mojarse caras, brazos y pies en una poza de agua estancada. El Mayor y Tamarindo examinan un mapa y Moreira César observa el horizonte con sus prismáticos. El sol está desapareciendo detrás de una montaña lejana y solitaria —Monte Santo — a la que ha impuesto una forma espectral. Cuando guarda sus prismáticos, el Coronel ha empalidecido. Se lo nota tenso. —¿Qué lo preocupa, Excelencia? —dice el Capitán Olimpio de Castro. —El tiempo. —Moreira César habla como si tuviera un cuerpo extraño en la boca—. Que huyan antes de que lleguemos.
—No huirán —replica el periodista miope—. Creen que Dios está de su parte. A la gente de esta tierra le gusta la pelea.
—Dicen que a enemigo que huye, puente de plata —bromea el Capitán. —No en este caso —articula con dificultad el Coronel—. Hay que hacer un escarmiento que acabe con las ilusiones monárquicas. Y, también, vengar la afrenta hecha al Ejército. Habla con misteriosas pausas entre sílaba y sílaba, desafinando. Abre la boca todavía, para añadir algo, pero no lo hace. Está lívido y con las pupilas irritadas. Se sienta en un tronco caído y se quita el quepis, a ritmo lento. El periodista del Journal de Noticias va a sentarse también, cuando ve a Moreira César llevarse las manos a la cara. Su quepis cae al suelo y el Coronel se levanta de un brinco y comienza a dar traspiés, congestionado, mientras se arranca a manotazos los botones de la camisa, como si se ahogara. Gimiendo, echando espuma, presa de contorsiones, rueda a los pies del Capitán Olimpio de Castro y del periodista, que no atinan a nada. Cuando se inclinan, ya corren hacia allí Tamarindo, Cunha Matos y varios ordenanzas.
—No lo toquen —grita el Coronel con gesto enérgico—. Rápido, una manta. Llamen al Doctor Souza Ferreiro. ¡Que nadie se acerque! Atrás, atrás.
El Mayor Cunhas Matos obliga a retroceder a jalones al periodista y, con los ordenanzas, sale al encuentro de los corresponsales. Los apartan, sin miramientos. Entretanto, echan una manta sobre Moreira César, y Olimpio de Castro y Tamarindo doblan sus guerreras para que le sirvan de almohada.
—Ábrale la boca y cójale la lengua —indica el viejo Coronel, perfectamente al tanto de lo que hay que hacer. Se vuelve a dos escoltas y les ordena armar una tienda. El Capitán abre a la fuerza la boca de Moreira César. Las convulsiones continúan, un buen rato. El Doctor Souza Ferreiro llega, por fin, con un carromato de la Sanidad. Han levantado la tienda y Moreira César está tendido en un catre de campaña. Tamarindo y Olimpio de Castro permanecen a su lado, turnándose en mantenerle la boca abierta y abrigarlo. La cara mojada, los ojos cerrados, presa de desasosiego, emitiendo un quejido entrecortado, el Coronel, cada cierto rato, arroja una bocanada de espuma. El Doctor y el Coronel Tamarindo cambian una mirada y no cruzan palabra. El Capitán explica cómo fue el ataque, cuánto rato hace, y, mientras, Souza Ferreiro va quitándose la chaqueta e instruyendo con gestos a un ayudante para que arrime el botiquín al catre. Los oficiales salen de la tienda para que el Doctor examine con libertad al paciente. Centinelas armados aislan la tienda del resto de la Columna. Cerca, espiando entre los fusiles, se hallan los corresponsales. Han devorado a preguntas al periodista miope y éste les ha dicho ya lo que vio. Entre los centinelas y el campamento hay una tierra de nadie que ningún oficial ni soldado atraviesa a menos de ser llamado por el Mayor Cunha Matos. Éste se pasea de un lado al otro, con las manos a la espalda. El Coronel Tamarindo y el Capitán Olimpio de Castro se le acercan y los corresponsales los ven caminar alrededor de la tienda. Sus caras van oscureciéndose a medida que se apaga el gran fogueo crepuscular. A ratos, Tamarindo entra a la tienda, sale, y los tres reanudan el paseo. Pasan así muchos minutos, tal vez media hora, tal vez una hora, pues, cuando, súbitamente, el Capitán de Castro avanza hacia los corresponsales e indica al periodista del Jornal de Noticias que vaya con él, han encendido una fogata y, atrás, suena la corneta del rancho. Los centinelas dejan pasar al miope, a quien el Capitán conduce hasta el Coronel y el Mayor.
—Usted conoce la región: puede ayudarnos —murmura Tamarindo, sin el tono bonachón que es el suyo, como venciendo una repugnancia íntima a hablar de esto a un extraño—. El Doctor insiste en que el Coronel debe ser llevado a un lugar donde haya ciertas comodidades, donde pueda ser bien atendido. ¿No hay alguna hacienda cerca? —Claro que la hay —dice la vocecita atiplada—. Usted lo sabe tan bien como yo. —Quiero decir, aparte de Calumbí —corrige el Coronel Tamarindo, incómodo—. El Coronel rechazó terminantemente la invitación del Barón de hospedar al Regimiento. No es el sitio adecuado para llevarlo.
—No hay ninguna otra —dice, cortante, el periodista miope, que escudriña la semioscuridad en dirección a la tienda de campaña, de la que sale un resplandor verdoso—. Todo lo que abarca la vista entre Cansancao y Canudos pertenece al Barón de Cañabrava.
El Coronel lo mira, compungido. En ese momento sale de la tienda el Doctor Souza Ferreiro, secándose las manos. Es un hombre con canas en las sienes y grandes entradas en la frente, que viste uniforme. Los oficiales lo rodean, olvidándose del periodista, quien, sin embargo, permanece allí, y aproxima irreverentemente los ojos que agrandan los cristales de sus gafas.
—Ha sido el desgaste físico y nervioso de los últimos días —se queja el Doctor, poniéndose un cigarrillo en los labios—. Después de dos años, repetirle justamente ahora. Mala suerte, zancadilla del diablo, qué sé yo. Le he hecho una sangría, para la congestión. Pero necesita los baños, las fricciones, todo el tratamiento. Ustedes deciden, señores. ^
Cunha Matos y Olimpio de Castro miran al Coronel Tamarindo. Éste carraspea, sin decir nada.
—¿Insiste en que lo llevemos a Calumbí sabiendo que el Barón está allí? —dice, al fin. —Yo no he hablado de Calumbí —replica Souza Ferreiro—. Yo sólo hablo de lo que necesita el paciente. Y permítanme añadir algo. Es una temeridad tenerlo aquí, en estas condiciones.
—Usted conoce al Coronel —interviene Cunha Matos—. En casa de uno de los jefes de la subversión monárquica se sentirá ofendido, humillado. El Doctor Souza Ferreiro se encoge de hombros:
—Yo acato su decisión. Soy un subordinado. Dejo salvada mi responsabilidad. Una agitación a sus espaldas hace que los cuatro oficiales y el periodista miren la tienda de campaña. Allí está Moreira César, visible en la poca luz de la lámpara del interior, rugiendo algo que no se entiende. Semidesnudo, apoyado con las dos manos en la lona, tiene el pecho con unas formas oscuras e inmóviles que deben ser sanguijuelas. Sólo puede tenerse en pie unos segundos. Lo ven desplomarse, quejándose. El Doctor se arrodilla a abrirle la boca mientras los oficiales lo cogen de los pies, de los brazos, de la espalda, para subirlo de nuevo al catre plegable.
—Yo asumo la responsabilidad de llevarlo a Calumbí, Excelencia —dice el Capitán Olimpio de Castro.
—Está bien —asiente Tamarindo—. Acompañe usted a Souza Ferreiro con una escolta. Pero el Regimiento no irá donde el Barón. Acampará aquí.
—¿Puedo acompañarlo, Capitán? —dice, en la penumbra, la voz intrusa del periodista miope—. Conozco al Barón. Trabajé para su periódico, antes de entrar al Jornal de Noticias.
Permanecieron en Ipupiará diez días más, después de la visita de los capangas a caballo que se llevaron, por todo botín, una cabellera rojiza. El forastero empezó a recuperarse. Una noche, la Barbuda lo oyó conversar, en un portugués dificultoso, con Jurema, a la que preguntaba qué país era éste, qué mes y qué día. A la tarde siguiente se descolgaba del carromato y conseguía dar unos pasos tambaleantes. Y dos noches después estaba en el almacén de Ipupiará, sin fiebre, demacrado, animoso, acosando a preguntas al almacenero (que miraba divertido su cráneo) sobre Canudos y la guerra. Se hizo confirmar varias veces, con una especie de frenesí, que un ejército de medio millar de hombres venido de Bahía al mando del Mayor Febronio había sido derrotado en el Cambaio. La noticia lo excitó de tal modo que Jurema, la Barbuda y el Enano pensaron que de nuevo comenzaría a delirar en lengua extraña. Pero Gall, luego de tomar con el almacenero una copita de cachaca, cayó en un sueño profundísimo que le duró diez horas.
Reemprendieron la marcha por iniciativa de Gall. Los cirqueros hubieran preferido quedarse todavía en Ipupiará, donde, mal que mal, podían comer, entreteniendo con historias y payaserías a los vecinos. Pero el forastero temía que los capangas volvieran a llevarse esta vez su cabeza. Se había recuperado: hablaba con tanta energía que la Barbuda, el Enano y hasta el Idiota lo escuchaban embobados. Debían adivinar parte de lo que decía y los intrigaba su manía de hablar de los yagunzos. La Barbuda preguntó a Jurema si era uno de esos apóstoles del Buen Jesús que recorrían el mundo. No, no lo era: no había estado en Canudos, no conocía al Consejero y ni siquiera creía en Dios. Jurema tampoco entendía esa manía. Cuando Gall les dijo que partía rumbo al Norte, el Enano y la Barbuda decidieron seguirlo. No hubieran podido explicar por qué. Quizá la razón fue la de la gravedad, los cuerpos débiles imantados por los fuertes, o, simplemente, no tener nada mejor que hacer, ninguna alternativa, ninguna voluntad que oponer a la de quien, a diferencia de ellos, parecía poseer un itinerario en la vida. Partieron al amanecer y marcharon todo el día entre piedras y mandacarús filudos, sin cambiar palabra, adelante el carromato, a los lados la Barbuda, el Enano y el Idiota, Jurema pegada a las ruedas y, cerrando la caravana, Galileo Gall. Para protegerse del sol se había puesto un sombrero que usaba el Gigantón Pedrín. Había adelgazado tanto que el pantalón le quedaba bolsudo y la camisa se le escurría. El roce quemante de la bala le había dejado una mancha cárdena detrás de la oreja y el cuchillo de Caifás una cicatriz sinuosa entre el cuello y el hombro. La flacura y palidez habían como exacerbado la turbulencia de sus ojos. Al cuarto día de marcha, en un recodo del llamado Sitio de las Flores, se encontraron con una partida de hombres hambrientos que les quitaron el burro. Estaban en un bosquecillo de cardos y mandacarús, partido por un cauce seco. A lo lejos, divisaban las lomas de la Sierra de Engorda. Los bandidos eran ocho, vestidos algunos de cuero, con sombreros decorados con monedas y armados de facas, carabinas y sartas de balas. Al jefe, bajo y ventrudo, de perfil de ave de presa y ojos crueles, los otros lo llamaban Barbadura, pese a ser lampiño. Dio unas instrucciones lacónicas y sus hombres, en un dos por tres, mataron al burro, lo cortaron, despellejaron y lo asaron a trozos sobre los que, más tarde, se abalanzaron con avidez. Debían de estar sin comer varios días porque, de felicidad por el festín, algunos se pusieron a cantar. Observándolos, Galileo se preguntaba cuánto tardarían las alimañas y la atmósfera en convertir ese cadáver en los montoncitos de huesos pulidos que se había acostumbrado a encontrar en el sertón, osaturas, rastros, memorias de hombre o de animal que instruían al viajero sobre su destino en caso de desmayo o muerte. Estaba sentado en el carromato, junto a la Barbuda, el Enano, el Idiota y Jurema. Barbadura se quitó el sombrero, en cuya ala delantera brillaba una esterlina, e hizo señas a los cirqueros de que comieran. El primero en animarse fue el Idiota, quien se arrodilló y estiró sus dedos hacia la humareda. Lo imitaron la Barbuda, el Enano, Jurema. Pronto comían con apetito, mezclados a los bandoleros. Gall se llegó a la fogata. La intemperie lo había tostado y curtido como un sertanero. Desde que vio quitarse el sombrero a Barbadura, no apartaba la vista de su cabeza. Y la seguía mirando mientras se llevaba a la boca el primer bocado. Al intentar tragar, le sobrevino una arcada.
—Sólo puede tragar cosas blandas —explicó Jurema a los hombres—. Ha estado enfermo.
—Es extranjero —añadió el Enano—. Habla lenguas.
—Así sólo me miran mis enemigos —dijo el jefe, con rudeza—. Quítame los ojos, que me molestan.
Porque ni siquiera mientras vomitaba había dejado Gall de examinarlo. Todos se volvieron hacia él. Galileo, siempre observándolo, dio unos pasos hasta ponerse al alcance de Barbadura.
—Sólo me interesa tu cabeza —dijo, muy despacio—. Déjame tocártela. El bandido se llevó la mano a la faca, como si fuera a atacarlo. Gall lo tranquilizó sonriéndole. —Deja que te toque —gruñó la Barbuda—. Te dirá tus secretos. El bandido examinó a Gall con curiosidad. Tenía un pedazo en la boca pero no masticaba. —¿Eres sabio? —preguntó, la crueldad de sus ojos súbitamente evaporada.
Gall volvió a sonreírle y dio un paso más, hasta rozarlo. Era más alto que el cangaceiro, cuya cabeza hirsuta apenas le pasaba el hombro. Cirqueros y bandidos miraban, intrigados. Barbadura, siempre con la mano en la faca, parecía intranquilo y a la vez curioso. Galileo elevó las dos manos, las posó sobre la cabeza de Barbadura y comenzó a palparla.
—En una época quise ser sabio —deletreó, mientras sus dedos se movían despacio, apartando las matas de pelo, explorando con arte el cuero cabelludo—. La policía no me dio tiempo.
—¿Las volantes? —entendió Barbadura.
—En eso nos parecemos —dijo Gall—. Tenemos el mismo enemigo. Los ojitos de Barbadura se llenaron súbitamente de zozobra; parecía acosado, sin escapatoria. — Quiero saber la forma de mi muerte —susurró, violentándose a sí mismo. Los dedos de Gall escarbaban la pelambrera del cangaceiro, deteniéndose, sobre todo, encima y detrás de las orejas. Estaba muy serio, con la mirada enfebrecida de sus momentos de euforia. La ciencia no se equivocaba: el órgano de la Acometividad, el de los propensos a atacar, el de los que gozan peleando, el de los indómitos y los arriesgados, salía al encuentro de sus dedos, rotundo, insolente, en ambos hemisferios. Pero era sobre todo el de la Destructividad, el de los vengativos y los intemperantes y los desalmados, el que crea a los grandes sanguinarios cuando no lo contrarrestan los poderes morales e intelectuales, el que sobresalía anormalmente: dos hinchazones duras, fogosas, encima de las orejas. «El hombre–predador», pensó. —¿No has oído? —rugió Barbadura, apartándose con un movimiento brusco que lo hizo trastabillar—. ¿Cómo voy a morir? Gall meneó la cabeza, disculpándose: —No sé —dijo—. No está escrito en tus huesos.
Los hombres de la partida se dispersaron, volvieron a las brasas en busca de comida. Pero los cirqueros se quedaron junto a Gall y Barbadura, que estaba pensativo. —No tengo miedo a nada —dijo, de manera grave—. Cuando estoy despierto. En las noches, es distinto. Veo a mi esqueleto, a veces. Como esperándome, ¿te das cuenta? Hizo un gesto de desagrado, se pasó la mano por la boca, escupió. Se lo notaba turbado y todos permanecieron un rato en silencio, escuchando zumbar a las moscas, las avispas y los moscardones sobre los restos del burro.
—No es un sueño reciente —añadió el bandolero—. Lo soñaba de niño, en el Cariri, mucho antes de venir a Bahía. Y, también, cuando andaba con Pajeú. A veces pasan años sin que sueñe. Y, de repente, otra vez, todas las noches.
—¿Pajeú? —dijo Gall, mirando a Barbadura con ansiedad—. ¿El de la cicatriz? ¿El que…?
—Pajeú —asintió el cangaceiro—. Estuve cinco años con él, sin que tuviéramos una discusión. Era el mejor peleando. Lo rozó el ángel y se convirtió. Ahora es elegido de Dios, allá en Canudos.
Se encogió de hombros, como si fuera difícil de entender o no le importara. —¿Has estado en Canudos? —preguntó Gall—. Cuéntame. ¿Qué está pasando? ¿Cómo es?
—Se oyen muchas cosas —dijo Barbadura, escupiendo—. Que mataron a muchos soldados de un tal Febronio. Los colgaron de los árboles. Si no lo entierran, al cadáver se lo lleva el Can, parece.
—¿Están bien armados? —insistió Gall—. ¿Podrán resistir otro ataque? —Podrán —gruñó Barbadura—. No sólo Pajeú está allá. También Joáo Abade, Táramela, Joaquim Macambira y sus hijos, Pedráo. Los cabras más terribles de estas tierras. Se odiaban y se mataban unos a otros. Ahora son hermanos y luchan por el Consejero. Se van a ir al cielo, pese a las maldades que hicieron. El Consejero los perdonó. La Barbuda, el Idiota, el Enano y Jurema se habían sentado en el suelo y escuchaban, embelesados.
—A los romeros, el Consejero les da un beso en la frente —añadió Barbadura—. El Beatito los hace arrodillar y el Consejero los levanta y los besa. Eso es el ósculo de los elegidos. La gente llora de felicidad. Ya eres elegido, sabes que vas a ir al cielo. ¿Qué importa la muerte, después de eso?
—Tú también deberías estar en Canudos —dijo Gall—. Son tus hermanos, también.
Luchan porque el cielo baje a la tierra. Porque desaparezca ese infierno al que tienes tanto miedo.
—No tengo miedo al infierno sino a la muerte —lo corrigió Barbadura, sin enojo—. Mejor dicho, a la pesadilla, al sueño de la muerte. Es diferente, ¿no te das cuenta? Escupió de nuevo, con expresión atormentada. De pronto, se dirigió a Jurema, señalando a Gall.
—¿Nunca sueña con su esqueleto, tu marido? —No es mi marido —replicó Jurema.
Joáo Grande entró a Canudos corriendo, la cabeza aturdida por la responsabilidad que acababan de conferirle y que, cada segundo, le parecía más inmerecida para su pobre persona pecadora que él creyó alguna vez poseída por el Perro (era un temor que volvía, como las estaciones). Había aceptado, no podía dar marcha atrás. En las primeras casas se detuvo, sin saber qué hacer. Tenía la intención de ir donde Antonio Vilanova, para que él le dijera cómo organizar la Guardia Católica. Pero ahora, su corazón atolondrado le hizo saber que en este momento necesitaba, antes que ayuda práctica, socorro espiritual. Era el atardecer; pronto el Consejero subiría a la torre; si se daba prisa tal vez lo alcanzaría en el Santuario. Echó a correr, nuevamente, por tortuosas callecitas apretadas de hombres, mujeres y niños que abandonaban casas, chozas, cuevas, agujeros y fluían, igual que cada tarde, hacia el Templo del Buen Jesús, para escuchar los consejos. Al pasar frente al almacén de los Vilanova, vio que Pajeú y una veintena de hombres, pertrechados para un largo viaje, se despedían de grupos de familiares. Le costó trabajo abrirse paso entre la masa que desbordaba el descampado adyacente a las iglesias. Oscurecía y, aquí y allá, titilaban ya lamparines.
El Consejero no estaba en el Santuario. Había ido a despedir al Padre Joaquim hasta la salida a Cumbe y, después, el carnerito blanco sujeto en una mano y en la otra el cayado de pastor, visitaba las Casas de Salud, confortando a enfermos y ancianos. Debido a la muchedumbre que permanecía soldada a él, estos recorridos del Consejero por Belo Monte eran cada día más difíciles. Lo acompañaban esta vez el León de Natuba y las beatas del Coro Sagrado, pero el Beatito y María Quadrado estaban en el Santuario. —No soy digno, Beatito —dijo el ex esclavo, ahogándose, desde la puerta—. Alabado sea el Buen Jesús.
—He preparado un juramento para la Guardia Católica —repuso el Beatito, dulcemente—. Más profundo que el que hacen los que vienen a salvarse. El León lo ha escrito. —Le alcanzó un papel, que desapareció en las manazas oscuras—. Lo aprenderás de memoria y a cada uno que escojas se lo harás jurar. Cuando la Guardia Católica esté formada, jurarán todos en el templo y haremos procesión. María Quadrado, que había estado en un rincón del cuarto, vino hacia ellos con un trapo y un recipiente de agua.
—Siéntate, Joáo —dijo, con ternura—. Bebe, primero. Déjame lavarte. El negro le obedeció. Era tan alto que, sentado, resultaba de la misma altura que la Superiora del Coro Sagrado. Bebió con avidez. Estaba sudoroso, agitado, y cerró los ojos mientras María Quadrado le refrescaba la cara, el cuello, los crespos en los que había canas. De pronto, estiró un brazo y se prendió de la beata.
—Ayúdame, Madre María Quadrado —imploró, traspasado de miedo—. No soy digno de esto.
—Tú has sido esclavo de un hombre —dijo la beata, acariciándolo como a un niño—. ¿No vas a aceptar una esclavitud del Buen Jesús? Él te va a ayudar, Joáo Grande. —Juro que no he sido republicano, que no acepto la expulsión del Emperador ni su reemplazo por el Anticristo —recitó el Beatito, con intensa devoción—. Que no acepto el matrimonio civil ni la separación de la Iglesia del Estado ni el sistema métrico decimal. Que no responderé a las preguntas del censo. Que nunca más robaré ni fumaré ni me emborracharé ni apostaré ni fornicaré por vicio. Y que daré mi vida por mi religión y el Buen Jesús.
—Lo aprenderé, Beatito —balbuceó Joáo Grande.
En eso llegó el Consejero, precedido por un gran rumor. Una vez que el alto personaje, oscuro y cadavérico, entró en el Santuario, seguido por el carnerito, el León de Natuba —un bulto a cuatro patas que parecía hacer cabriolas — y las beatas, el rumor continuó, impaciente, al otro lado de la puerta. El carnerito vino a lamer los tobillos de María Quadrado. Las beatas se acuclillaron, pegadas a la pared. El Consejero fue hacia Joáo Grande, quien, arrodillado, miraba el suelo. Parecía temblar de pies a cabeza; hacía quince años que estaba con el Consejero y, sin embargo, seguía convirtiéndose, a su lado, en un ser nulo, casi en una cosa. El santo le tomó la cara con las dos manos y lo obligó a alzar la cabeza. Las pupilas incandescentes se clavaron en los ojos arrasados de llanto del ex esclavo.
—Siempre estás sufriendo, Joáo Grande —murmuró.
—No soy digno de cuidarte —sollozó el negro—. Mándame lo que sea. Si hace falta, mátame. No quiero que te pase nada por mi culpa. He tenido al Perro en el cuerpo, padre, acuérdate.
—Tú formarás la Guardia Católica —repuso el Consejero—. La mandarás. Has sufrido mucho, estás sufriendo ahora. Por eso eres digno. El Padre ha dicho que el justo se lavará las manos en la sangre del pecador. Ahora eres un justo, Joáo Grande. Lo dejó besar su mano y, con la mirada ausente, esperó que el negro se desahogara llorando. Un momento después, seguido por todos ellos, volvió a salir del Santuario para subir a la torre a aconsejar al pueblo de Belo Monte. Confundido con la multitud, Joáo Grande lo oyó rezar y, luego, referir el milagro de la serpiente de bronce que, por orden del Padre, construyó Moisés paja que aquel que la mirara quedase curado de las mordeduras de las cobras que atacaban a los judíos, y lo oyó profetizar una nueva invasión de víboras que vendrían a Belo Monte para exterminar a los creyentes en Dios. Pero, lo oyó decir, quienes conservaran la fe sobrevivirían a las mordeduras. Cuando la gente comenzó a retirarse, estaba sereno. Recordaba que, durante la sequía, hacía años, el Consejero contó por primera vez ese milagro y que eso había operado otro milagro en los sertones amenazados por las cobras. Este recuerdo le dio seguridad. Era otra persona cuando fue a tocar la puerta de Antonio Vilanova. Le abrió Asunción Sardelinha, la mujer de Honorio, y Joáo vio que el comerciante, su mujer y varios hijos y ayudantes de ambos hermanos comían sentados en el mostrador. Le hicieron sitio, le alcanzaron un plato que humeaba y Joáo comió sin saber qué comía, con la sensación de perder tiempo. Apenas escuchó Antonio contarle que Pajeú había preferido llevarse, en vez de pólvora, pitos de madera y ballestas y dardos envenenados, pues pensaba que así hostigaría mejor a los soldados que venían. El negro masticaba y tragaba, desinteresado de todo lo que no fuera su misión.
Terminada la comida, los demás se echaron a dormir, en los cuartos contiguos o en camastros, hamacas y mantas tendidas entre las cajas y estanterías, alrededor de ellos. Entonces, a la luz de un mechero, Joáo y Antonio hablaron. Hablaron mucho, a ratos en voz baja, a ratos subiéndola, a ratos de acuerdo y a ratos con furia. Mientras, el almacén se fue llenando de luciérnagas que chispeaban por los rincones. Antonio, a veces, abría uno de los grandes libros de caja en que anotaba la llegada de los romeros, las defunciones y los nacimientos, y mencionaba algunos nombres. Pero todavía no dejó Joáo que el comerciante descansara. Desarrugando un papel que había conservado entre sus dedos, se lo alcanzó y se lo hizo leer, varias veces, hasta memorizarlo. Cuando se hundía en el sueño, tan fatigado que ni siquiera se había quitado las botas, Antonio Vilanova escuchó al ex esclavo, tumbado en un hueco libre bajo el mostrador, repitiendo el juramento concebido por el Beatito para la Guardia Católica.
A la mañana siguiente, los hijos y ayudantes de los Vilanova se desparramaron por Belo Monte pregonando, donde se topaban con un corro, que quienes no temieran dar la vida por el Consejero podían ser aspirantes a la Guardia Católica. Pronto, los candidatos se aglomeraban frente a la antigua casa–hacienda y obstruían Campo Grande, la única calle recta de Canudos. Joáo Grande y Antonio Vilanova recibían a cada uno sentados en un cajón de mercancías y el comerciante verificaba quién era y cuánto tiempo llevaba en la ciudad. Joáo le preguntaba si aceptaría hacer prenda de lo que tenía, abandonar a su familia como lo hicieron los apóstoles por Cristo y someterse a un bautismo de resistencia. Todos asentían, con fervor.
Fueron preferidos los que habían peleado en Uauá y en el Cambaio y, eliminados, los incapaces de limpiar el alma de un fusil, cargar una espingarda o enfriar una escopeta recalentada. También, los muy viejos y los muy jóvenes y los que tenían alguna incapacidad para pelear, como los alunados y las mujeres encinta. Nadie que hubiera sido pistero de volantes o recolector de impuestos o empleado del censo fue aceptado. Cada cierto tiempo, a los escogidos, Joáo Grande los llevaba a un descampado y hacía que lo atacaran como a un enemigo. Los que dudaban eran descartados. A los otros, los hacía agredirse y revolcarse para medir su bravura. Al anochecer, la Guardia Católica tenía dieciocho miembros, uno de los cuales era una mujer de la banda de Pedráo. Joáo Grande les tomó el juramento en el almacén, antes de decirles que fueran a sus casas a despedirse pues a partir de mañana ya no tendrían otra obligación que proteger al Consejero.
El segundo día, la selección fue más rápida, pues los elegidos ayudaban a Joáo a hacer pasar las pruebas a los aspirantes y ponían orden en el tumulto que todo esto concitaba. Las Sardelinhas, entretanto, se las ingeniaron para conseguir trapos azules, que los elegidos llevarían como brazaletes o en la cabeza. El segundo día, Joáo juramentó a treinta más, el tercero a cincuenta y al terminar la semana contaba con cerca de cuatrocientos miembros. Veinticinco eran mujeres que sabían disparar, preparar explosivos y manejar la faca y aun el machete.
Un domingo más tarde, la Guardia Católica recorrió en procesión las calles de Canudos, entre una doble valla de gentes que los aplaudían y los envidiaban. La procesión comenzó al mediodía y, como en las grandes celebraciones, se pasearon en ella las imágenes de la Iglesia de San Antonio y del Templo en construcción, los vecinos sacaron las que tenían en sus casas, se reventaron cohetes y el aire se llenó de incienso y rezos. Al anochecer, en el Templo del Buen Jesús, todavía sin techar, bajo un cielo saturado de estrellas tempraneras que parecían haber salido para atisbar el regocijo, los miembros de la Guardia Católica repitieron en coro el juramento del Beatito.
Y a la madrugada siguiente llegaba hasta Joáo Abade un mensajero de Pajeú, a informarle que el Ejército del Can tenía mil doscientos hombres, varios cañones y que al Coronel que lo mandaba le decían Cortapescuezos.
Con gestos rápidos, precisos, Rufino termina los preparativos de un nuevo viaje, más incierto que los anteriores. Se ha cambiado el pantalón y la camisa con los que fue a ver al Barón, a la hacienda de Pedra Vermelha, por otros idénticos, y tiene consigo un machete, una carabina, dos facas y una alforja. Echa una ojeada a la cabaña, las escudillas, la hamaca, las bancas, la imagen de Nuestra Señora de Lapa. Tiene la cara desencajada y pestañea sin tregua. Pero su rostro anguloso recupera después de un momento la expresión inescrutable. Con movimientos exactos, hace unos preparativos. Cuando acaba, enciende con el mechero los objetos que ha dispuesto en distintos lugares. La cabaña empieza a llamear. Sin apresurarse, va hacia la puerta, llevándose únicamente las armas y la alforja. Afuera, se acuclilla junto al corral vacío y desde allí contempla cómo un viento suave atiza las llamas que devoran su hogar. La humareda llega hasta él y lo hace toser. Se pone de pie. Se coloca la carabina en bandolera, envaina el machete en la cintura, junto a las facas, y se cuelga la alforja del hombro. Da media vuelta y se aleja, sabiendo que nunca volverá a Queimadas. Al pasar por la estación ni siquiera advierte que están colgando banderolas y carteles de bienvenida al Séptimo Regimiento y al Coronel Moreira César.
Cinco días después, al atardecer, su silueta enjuta, flexible, polvorienta, entra a Ipupiará. Ha hecho un rodeo para devolver la faca que se prestó del Buen Jesús y andando un promedio de diez horas diarias, descansando en los momentos de máxima oscuridad y de mayor calor. Salvo un día, que comió pagando, se ha procurado el alimento con trampas o bala. Sentados en la puerta del almacén, hay un puñado de viejos idénticos, fumando de una misma pipa. El rastreador se dirige a ellos y, quitándose el sombrero, los saluda. Deben de conocerlo pues le preguntan sobre Queimadas y todos quieren saber si ha visto soldados y qué se dice de la guerra. Les responde lo que sabe, sentado entre ellos, y se interesa por las gentes de Ipupiará. Algunas han muerto, otras partido al Sur en busca de fortuna y dos familias acaban de marcharse a Canudos. Al oscurecer, Rufino y los viejos entran al almacén a tomar una copita de aguardiente. Una tibieza agradable ha reemplazado a la ardiente atmósfera. Rufino entonces, con los circunloquios debidos, lleva la charla hacia donde ellos supieron siempre que la llevaría. Usa las formas más impersonales para interrogar. Los viejos lo escuchan sin simular extrañeza. Todos asienten y hablan, en orden. Sí, ha estado aquí, más fantasma de circo que circo, tan empobrecido que costaba trabajo creer que había sido alguna vez esa suntuosa caravana que conducía el Gitano. Rufino, respetuosamente, los escucha rememorar los viejos espectáculos. Por fin, en una pausa, los regresa adonde los había llevado y, esta vez, los viejos, como si estimaran que las formas se han cumplido, le dicen lo que ha venido a saber o confirmar: el tiempo que acampó aquí, cómo la Barbuda, el Enano y el Idiota se ganaron el sustento echando la suerte, contando historias y haciendo payaserías, las preguntas locas del forastero sobre los yagunzos y cómo una partida de capangas vinieron a cortarle los pelos rojos y a robarse el cadáver del filicida. Ni él pregunta ni ellos mencionan a la otra persona que no era cirquera ni forastero. Pero ella, ausencia presentísima, ronda en la conversación, cada vez que alguno refiere cómo el extranjero era curado y alimentado. ¿Saben que esa sombra es la mujer de Rufino? Seguramente lo saben o lo adivinan, como saben o adivinan lo que se puede decir y lo que hay que callar. Casi casualmente, al concluir la charla, Rufino averigua en qué dirección partieron los cirqueros. Duerme en el almacén, en un camastro que le ofrece el dueño y parte al amanecer, con su trotecito metódico.
Sin acelerar ni disminuir el ritmo, la silueta de Rufino cruza un paisaje donde la única sombra es la de su cuerpo, primero siguiéndolo, luego precediéndolo. La cara apretada, los ojos entrecerrados, marcha sin vacilar, pese a que el viento ha borrado a trechos la huella. Está oscureciendo cuando llega a un rancho que domina un sembrío. El morador, su mujer y chiquillos semidesnudos lo reciben con familiaridad. Come y bebe con ellos, dándoles noticias de Queimadas, Ipupiará y otros lugares. Charlan de la guerra y los temores que provoca, de los peregrinos que pasan rumbo a Canudos y filosofan sobre la posibilidad del fin del mundo. Sólo después les pregunta Rufino por el arco y el forastero sin pelo. Sí. han pasado por aquí y seguido hacia la Sierra de Olhos d'Água para tomar el camino a Monte Santo. La mujer recuerda sobre todo al hombre flaco y lampiño, de ojos amarillentos, que se movía como un animal sin huesos y al que, sin razones, le brotaba la risa. La pareja cede una hamaca a Rufino y, a la mañana siguiente, le llenan las alforjas sin aceptar remuneración.
Buena parte del día, Rufino trota sin ver a nadie, en un paisaje refrescado por matorrales entre los que chacotean bandadas de loros. Esa tarde empieza a toparse con pastores de cabras, con los que a veces conversa. Poco después del Sitio de las Flores —nombre que parece burla pues allí hay sólo piedras y tierra recocida — se desvía hasta una cruz de troncos cercada de ex votos, que son figurillas talladas en madera. Una mujer sin piernas vela junto al calvario, tendida en el suelo como una cobra. Rufino se arrodilla y la mujer lo bendice. El rastreador le da algo de comer y charlan. Ella no sabe quiénes son, no los ha visto. Antes de partir, Rufino enciende una vela y hace una reverencia a la cruz.
Durante tres días pierde el rastro. Interroga a campesinos y vaqueros y concluye que, en vez de seguir a Monte Santo, el circo se ha desviado o retrocedido. ¿Tal vez en procura de una feria, para poder comer? Da vueltas en torno al Sitio de las Flores, ampliando el círculo, averiguando por cada uno de quienes lo componen. ¿Alguien ha visto a una mujer con pelos en la cara? ¿A un enano de cinco palmos? ¿A un idiota de cuerpo blando? ¿A un forastero de pelusa rojiza que habla un idioma difícil de entender? La respuesta es siempre no. Hace suposiciones, tumbado en refugios de ocasión. ¿Y si lo han matado ya o murió de sus heridas? Baja hasta Tanquinho y sube otra vez, sin recobrar la huella. Una tarde que se ha echado a dormir, rendido, unos hombres armados se llegan hasta él, sigilosos como aparecidos. Lo despierta una alpargata posada en su pecho. Ve que los hombres, además de carabinas, llevan machetes, pitos de madera, facas, sartas de municiones y que no son bandidos o, en todo caso, que ya no lo son. Le cuesta convencerlos que no es pistero del Ejército, que no ha visto un soldado desde
Queimadas. Está tan desinteresado de la guerra que creen que miente, y, en un momento, uno le pone la faca en la garganta. Por fin, el interrogatorio se vuelve plática. Rufino pasa la noche entre ellos, escuchándolos hablar del Anticristo, del Buen Jesús, del Consejero y de Belo Monte. Entiende que han secuestrado, matado y robado y vivido a salto de mata pero que ahora son santos. Le explican que un Ejército avanza como una peste, incautando las armas de la gente, levando hombres y hundiendo cuchillos en el pescuezo del que se resista a escupir los crucifijos y maldecir a Cristo. Cuando le preguntan si quiere unirse a ellos, Rufino les responde que no. Les explica por qué y ellos comprenden.
A la mañana siguiente, llega a Cansancao casi al mismo tiempo que los soldados. Rufino visita al herrero, que conoce. El hombre, sudando junto a la fragua que chisporrotea, le aconseja que se vaya cuanto antes pues los diablos enrolan por la fuerza a todos los pisteros. Cuando Rufino le explica, también él comprende. Sí puede ayudarlo; no hace mucho pasó por aquí Barbadura, que se encontró con los que busca. Y le ha hablado del forastero que lee las cabezas. ¿Dónde se los encontró? El hombre se lo explica y el rastreador se queda en la herrería, charlando, hasta que anochece. Entonces, sale de la aldea sin que los centinelas lo descubran y un par de horas después se encuentra de nuevo con los apóstoles de Belo Monte. Les dice que, en efecto, la guerra ha llegado a Cansancao.
El doctor Souza Ferreiro iba impregnando los vasos con alcohol y se los alcanzaba a la Baronesa Estela, quien se había colocado un pañuelo como una toca. Ella encendía el vaso y lo aplicaba con destreza sobre la espalda del Coronel. Éste se mantenía tan quieto que las sábanas apenas lucían arrugas. ' —Aquí en Calumbí he tenido que hacer de médico y de partera muchas veces —decía la voz cantarína, dirigiéndose tal vez al Doctor, tal vez al enfermo—. Pero, la verdad, años que no ponía ventosas. ¿Lo hago sufrir mucho, Coronel?
—En absoluto, señora. —Moreira César hacía esfuerzos por disimular su incomodidad, pero no lo lograba—. Le ruego que acepte mis excusas y se las transmita a su esposo, por esta invasión. No fue idea mía.
—Estamos encantados con su visita. —La Baronesa había terminado de aplicar las ventosas y acomodaba las almohadas—. Tenía muchas ganas de conocer a un héroe de carne y hueso. Bueno, desde luego, hubiera preferido que no fuera una enfermedad lo que lo trajera a Calumbí…
Su voz era amable, encantadora, superficial. Junto a la cama, había una mesa con jarras y lavadores de porcelana con pinturas de pavos reales, vendas, algodones, bocal con sanguijuelas, vasos para las ventosas y muchos pomos. En la habitación fresca, limpia, de cortinas blancas, entraba el amanecer. Sebastiana, la mucama de la Baronesa, permanecía junto a la puerta, inmóvil. El Doctor Souza Ferreiro examinó la espalda del enfermo, erupcionada de vasos de cristal, con unos ojos que delataban la mala noche. —Bueno, ahora esperar media hora para el baño y las fricciones. No me negará que se siente mejor, Excelencia: le han vuelto los colores.
—El baño está preparado y yo estaré allí, para lo que necesiten —dijo Sebastiana. —Yo también estoy a sus órdenes —encadenó la Baronesa—. Ahora los dejo. Ah, me olvidaba. Le he pedido permiso al Doctor para que tome el té con nosotros, Coronel. Mi esposo quiere saludarlo. Usted también está invitado, Doctor. Y el Capitán de Castro, y ese joven tan original, ¿cómo se llama?
El Coronel intentó sonreírle, pero apenas la esposa del Barón de Cañabrava hubo traspuesto el umbral, seguida por Sebastiana, fulminó al médico. —Debería fusilarlo por meterme en esta trampa.
—Si le da un colerón, lo sangraré y tendrá que guardar cama un día más. —El Doctor Souza Ferreiro se dejó caer en una mecedora, borracho de fatiga—. Y ahora déjeme descansar a mí también, una media hora. No se mueva, por favor. A la media hora exacta, abrió los ojos, se los restregó y comenzó a quitarle las ventosas. Los vasos se desprendían fácilmente y quedaba un círculo cárdeno donde habían estado apoyados. El Coronel permanecía boca abajo, con la cabeza hundida sobre los brazos cruzados y apenas despegó los labios cuando el Capitán Olimpio de Castro entró a darle noticias de la Columna. Souza Ferreiro acompañó a Moreira César al cuarto de baño, donde Sebastiana había preparado todo según sus instrucciones. El Coronel se desnudó —a diferencia de su tez y brazos bruñidos su cuerpecillo era muy blanco—, entró a la bañera sin hacer un gesto y permaneció en ella largo rato, apretando los dientes. Luego, el Doctor lo frotó vigorosamente con alcohol y emplasto de mostaza y le hizo inhalar humo de hierbas que hervían en un brasero. La curación transcurrió en silencio, pero, al terminar las inhalaciones, el Coronel, para relajar la atmósfera, murmuró que tenía la sensación de estar sometido a prácticas de brujería. Souza Ferreiro comentó que las fronteras entre ciencia y magia eran indiferenciables. Habían hecho las paces. En la habitación los esperaba una bandeja con frutas, leche fresca, panes, mermelada y café. Moreira César comió sin apetito y se quedó dormido. Cuando despertó, era mediodía y estaba a su lado el periodista del Jornal de Noticias con un juego de naipes, proponiéndole enseñarle el tresillo, que estaba de moda entre los bohemios de Bahía. Estuvieron jugando sin cambiar palabra hasta que Zouza Ferreiro, lavado y rasurado, vino a decir al Coronel que podía levantarse. Al entrar éste a la sala, para tomar el té con los dueños de casa, estaban allí el Barón y su esposa, el Doctor, el Capitán de Castro y el periodista, el único que no se había aseado desde la víspera.
El Barón de Cañabrava vino a estrechar la mano del Coronel. En la amplia habitación de baldosas rojas y blancas, había muebles de Jacaranda y las sillas de paja y madera llamadas «austríacas», mesitas con lámparas de kerosene, fotos, vitrinas con cristalería y porcelana y mariposas clavadas en cajas de terciopelo. En las paredes, acuarelas campestres. El Barón se interesó por la salud de su huésped y ambos cambiaron civilidades; pero el hacendado jugaba ese juego mejor que el oficial. Por las ventanas, abiertas sobre el crepúsculo, se veían las columnas de piedra de la entrada, un pozo de agua, y a los costados del terraplén del frente, con tamarindos y palmeras imperiales, lo que había sido la senzala de los esclavos y eran ahora las viviendas de los trabajadores. Sebastiana y una sirvienta de mandil a cuadros disponían las teteras, las tazas, pastas y galletas. La Baronesa explicaba al Doctor, al periodista y a Olimpio de Castro lo difícil que había sido, a lo largo de años, acarrear hasta Calumbí los materiales y objetos de esta casa y el Barón, mostrando a Moreira César un herbario, le decía que de joven soñaba con la ciencia y pasar su vida en laboratorios y anfiteatros. Pero el hombre propone y Dios dispone; al final, se había consagrado a la agricultura, la diplomacia y la política, cosas que no le interesaron jamás de muchacho. ¿Y el Coronel? ¿Siempre había querido ser militar? Sí, él ambicionó la carrera de las armas desde que tuvo uso de razón, y acaso antes, allá en el poblado paulista donde nació: Pindamonhangaba. El periodista se separó del otro grupo y estaba ahora junto a ellos, escuchándolos con impudicia. —Fue una sorpresa ver llegar a este joven con usted —sonrió el Barón, señalando al miope—. ¿Le ha contado que trabajó para mí, antes? En ese tiempo admiraba a Víctor Hugo y quería ser dramaturgo. Hablaba muy mal del periodismo, entonces. —Todavía lo hago —dijo la vocecita antipática.
— ¡Puras mentiras! —exclamó el Barón—. En realidad, su vocación es la chismografía, la infidencia, la calumnia, el ataque artero. Era mi protegido y cuando se pasó al periódico de mi adversario, se convirtió en el más vil de mis críticos. Cuídese, Coronel. Es peligroso.
El periodista miope estaba radiante, como si hubieran hecho su elogio. —Todos los intelectuales son peligrosos —asintió Moreira César—. Débiles, sentimentales y capaces de usar las mejores ideas para justificar las peores bribonadas. El país los necesita, pero debe manejarlos como a animales que hacen extraños. El periodista miope se echó a reír con tanta felicidad que la Baronesa, el Doctor y Olimpio de Castro lo miraron. Sebastiana servía el té. El Barón cogió del brazo a Moreira César y lo llevó hacia un armario:
—Tengo para usted un regalo. Es una costumbre del sertón: ofrecer un presente a quien se hospeda. —Sacó una polvorienta botella de Brandy y le mostró la etiqueta, con un guiño —: Ya sé que usted quiere extirpar toda influencia europea del Brasil, pero supongo que su odio no incluye también al Brandy.
Apenas se sentaron, la Baronesa alcanzó una taza de té al Coronel y le echó dos terrones de azúcar.
—Mis fusiles son franceses y mis cañones alemanes —dijo Moreira César, tan en serio que los otros interrumpieron su charla—. No odio a Europa y tampoco el Brandy. Pero como no bebo alcohol, no vale la pena que desperdicie un regalo así en alguien que no puede apreciarlo.
—Guárdelo de recuerdo, entonces —intervino la Baronesa.
—Odio a los terratenientes locales y a los mercaderes ingleses que han mantenido esta región en la prehistoria —prosiguió el Coronel, con acento helado—. Odio a quienes el azúcar les interesaba más que la gente del Brasil.
La Baronesa atendía a sus invitados, inmutable. El dueño de casa, en cambio, había dejado de sonreír. Pero su tono siguió siendo cordial:
—¿A los comerciantes norteamericanos que el Sur recibe con los brazos abiertos les interesa la gente, o sólo el café? —preguntó. Moreira César tenía lista la respuesta: —Con ellos llegan las máquinas, la técnica y el dinero que necesita el Brasil para su progreso. Porque progreso quiere decir industria, trabajo, capital, como lo han demostrado los Estados Unidos de Norteamérica. —Sus ojitos fríos parpadearon al añadir —: Es algo que no entenderán nunca los dueños de esclavos, Barón de Cañabrava.
En el silencio que siguió a sus palabras, se oyó a las cucharillas moviéndose en las tazas y los sorbos del periodista miope, que parecía hacer gárgaras.
—No fue la República sino la monarquía la que abolió la esclavitud —recordó la Baronesa, risueña como si hiciera una broma, a la vez que ofrecía galletas a su invitado— . A propósito, ¿sabía que en las haciendas de mi marido los esclavos fueron libertados cinco años antes de la ley?
—No lo sabía —repuso el Coronel—. Algo loable, sin duda.
Sonrió, forzado y bebió un sorbo. La atmósfera era ahora tensa y no la distendían las sonrisas de la Baronesa, ni el súbito interés del Doctor Souza Ferreiro por las mariposas de la colección ni la anécdota del Capitán Olimpio de Castro sobre un abogado de Río asesinado por su esposa. La tensión todavía se agravó por un cumplido de Souza Ferreiro:
—Los hacendados de por aquí abandonan sus tierras, porque los yagunzaos se las queman —dijo—. Usted, en cambio, da el ejemplo volviendo a Calumbí. —He vuelto para poner la hacienda a disposición del Séptimo Regimiento–dijo el Barón—. Lástima que mi ayuda no haya sido aceptada.
—Nadie diría al ver esta paz que la guerra está cerca —murmuró el Coronel Moreira César—. Los yagunzos no lo han tocado. Es usted un hombre con suerte. —Las apariencias engañan —repuso el Barón, sin perder la calma—. Muchas familias de Calumbí se han marchado y los sembríos se han reducido a la mitad. Por otra parte, Canudos es una tierra mía, ¿no es cierto? He pagado mi cuota de sacrificio más que nadie en la región.
El Barón lograba disimular la cólera que podían causarle las palabras del Coronel; pero la Baronesa era otra persona cuando volvió a hablar:
—Supongo que usted no toma en serio esa calumnia de que mi esposo entregó Canudos a los yagunzos —dijo, con la cara afilada por la indignación. El Coronel bebió otro sorbo, sin asentir ni negar.
—De modo que lo han convencido de esa infamia —murmuró el Barón—. ¿De veras cree que yo ayudo a herejes dementes, a incendiarios y ladrones de haciendas?
Moreira César puso su taza sobre la mesa. Miró al Barón con mirada glacial y se pasó rápidamente la lengua por los labios.
—Esos dementes matan soldados con balas explosivas —deletreó, como temiendo que alguien pudiera perder alguna sílaba—. Esos incendiarios tienen fusiles muy modernos. Esos ladrones reciben ayuda de agentes ingleses. ¿Quién sino los monárquicos pueden fomentar una insurrección contra la República?
Se había puesto pálido y la tacita comenzó a temblar en sus manos. Todos, salvo el periodista, miraban al suelo.
—Esta gente no roba ni mata ni incendia cuando sienten un orden, cuando ven que el mundo está organizado, porque nadie sabe mejor que ellos respetar las jerarquías —dijo el Barón, con voz firme—. Pero la República destruyó nuestro sistema con leyes impracticables, sustituyendo el principio de la obediencia por el de los entusiasmos infundados. Un error del Mariscal Floriano, Coronel, porque el ideal social radica en la tranquilidad, no en el entusiasmo.
—¿Se siente usted mal, Excelencia? —lo interrumpió el Doctor Souza Ferreiro, levantándose.
Pero una mirada de Moreira César le impidió llegar hasta él. Se había puesto lívido y tenía la frente húmeda y los labios cárdenos, como si los hubiera mordido. Se puso de pie y se dirigió a la Baronesa, con una voz que se le quedaba entre los dientes: —Le ruego que me disculpe, señora. Sé que mis maneras dejan mucho que desear. Vengo de un medio humilde y no he tenido otra sociedad que el cuartel. Se retiró de la sala haciendo equilibrio entre los muebles y vitrinas. A su espalda, la voz ineducada del periodista pidió otra taza de té. Olimpio de Castro y él permanecieron en la sala, pero el Doctor fue tras el jefe del Séptimo Regimiento, a quien encontró en la cama, respirando con ansiedad, en estado de gran fatiga. Lo ayudó a desnudarse, le dio un calmante y lo oyó decir que se reincorporaría al Regimiento al amanecer: no toleraba discusión al respecto. Dicho esto, se prestó a otra sesión de ventosas y se zambulló de nuevo en una bañera de agua fría, de la que salió temblando. Unas fricciones de trementina y de mostaza lo hicieron entrar en calor. Comió en su dormitorio, pero luego se levantó en bata y estuvo unos minutos en la sala, agradeciendo al Barón y a la Baronesa su hospitalidad. Se despertó a las cinco de la madrugada. Aseguró al Doctor Souza Ferreiro, mientras tomaban un café, que nunca se había sentido mejor y volvió a prevenir al periodista miope que, desgreñado y entre bostezos, despertaba a su lado, que si en algún periódico había la menor noticia sobre su enfermedad, lo consideraría responsable. Cuando iba a salir, un sirviente vino a decirle que el Barón le rogaba pasar por su despacho. Lo guió hasta una pieza pequeña, con un gran escritorio de madera en el que destacaba un artefacto para liar cigarros, y en cuyas paredes había, además de estantes con libros, facas, fuetes, guantes y sombreros de cuero y monturas. La pieza daba al exterior y en la luz naciente se veía a los hombres de la escolta charlando con el periodista bahiano. El Barón estaba en bata y zapatillas.
—Pese a nuestras discrepancias, lo creo un patriota que desea lo mejor para el Brasil, Coronel —dijo, a manera de saludo—. No, no quiero ganarme su simpatía con lisonjas. Ni hacerle perder tiempo. Necesito saber si el Ejército, o por lo menos usted, están al tanto de las maniobras fraguadas contra mí y contra mis amigos por nuestros adversarios.
—El Ejército no se mezcla en querellas políticas locales —lo interrumpió Moreira César— . He venido a Bahía a sofocar una insurrección que pone en peligro a la República. A nada más.
Estaban de pie, muy juntos, y se miraban fijamente.
—En eso consiste la maniobra —dijo el Barón—. En haber hecho creer a Río, al Gobierno, al Ejército, que Canudos significa ese peligro. Esos miserables no tienen armas modernas de ninguna clase. Las balas explosivas son proyectiles de limonita, o hematita parda si prefiere el nombre técnico, un mineral que abunda en la Sierra de Bendengó y que los sertaneros usan para sus escopetas desde siempre.
—¿Las derrotas sufridas por el Ejército en Uauá y en el Cambaio son también una maniobra? —preguntó el Coronel—. ¿Los fusiles traídos desde Liverpool y metidos de contrabando por agentes ingleses lo son?
El Barón examinó con minucia la menuda cara impávida del oficial, sus ojos hostiles, la mueca despectiva. ¿Era un cínico? No podía saberlo aún: lo único claro era que Moreira César lo odiaba.
—Los fusiles ingleses sí lo son —dijo—. Los trajo Epaminondas Gonce, su más ferviente partidario en Bahía, para acusarnos de complicidad con una potencia extranjera y con los yagunzos. Y en cuanto al espía inglés de Ipupiará también lo fabricó él, mandando asesinar a un pobre diablo que para su desgracia era rubio. ¿Sabía usted eso? Moreira César no pestañeó, no movió un músculo; tampoco abrió la boca. Siguió devolviendo la mirada al Barón, haciéndole saber más locuazmente que con palabras lo que pensaba de él y de lo que decía.
—De modo que lo sabe, es usted cómplice y acaso eminencia gris de todo esto. —El Barón apartó la vista y estuvo un momento cabizbajo, como si reflexionara, pero, en realidad, tenía la mente en blanco, un aturdimiento del que al fin se repuso—. ¿Cree que vale la pena? Quiero decir, tanta mentira, intriga, incluso crímenes, para establecer la República Dictatorial. ¿Cree que algo nacido así será la panacea de todos los males del Brasil?
Pasaron unos segundos sin que Moreira César abriera la boca. Afuera, una resolana rojiza precedía al sol, se oía relinchar a los caballos y voces; en el piso alto, alguien arrastraba los pies.
—Hay una rebelión de gentes que rechazan la República y que han derrotado a dos expediciones militares —dijo el Coronel de pronto, sin que su voz firme, seca, impersonal, se hubiera alterado lo más mínimo—. Objetivamente, esas gentes son instrumentos de quienes, como usted, han aceptado la República sólo para traicionarla mejor, apoderarse de ella y, cambiando algunos nombres, mantener el sistema tradicional. Lo estaban consiguiendo, es verdad. Ahora hay un Presidente civil, un régimen de partidos que divide y paraliza al país, un Parlamento donde todo esfuerzo para cambiar las cosas puede ser demorado y desnaturalizado con las artimañas en las que ustedes son diestros. Cantaban victoria ya, ¿no es cierto? Se habla incluso de reducir a la mitad los efectivos del Ejército, ¿no? ¡Qué triunfo! Pues bien, se equivocan. Brasil no seguirá siendo el feudo que explotan hace siglos. Para eso está el Ejército. Para imponer la unidad nacional, para traer el progreso, para establecer la igualdad entre los brasileños y hacer al país moderno y fuerte. Vamos a remover los obstáculos, sí: Canudos, usted, los mercaderes ingleses, quienes se crucen en nuestro camino. No voy a explicarle la República tal como la entendemos los verdaderos republicanos. No lo entendería, porque usted es el pasado, alguien que mira atrás. ¿No comprende lo ridículo que es ser Barón faltando cuatro años para que comience el siglo veinte? Usted y yo somos enemigos mortales, nuestra guerra es sin cuartel y no tenemos nada que hablar. Hizo una venia, dio media vuelta y caminó hacia la puerta.
—Le agradezco su franqueza —murmuró el Barón. Sin moverse del sitio, lo vio salir del despacho y, después, aparecer en el exterior. Lo vio montar en el caballo blanco que sujetaba su ordenanza y partir, seguido por la escolta, en una nube de polvo.
El sonido de los pitos se parece al de ciertos pájaros, es un lamento desacompasado qué atraviesa los oídos y va a incrustarse en los nervios de los soldados, despertándolos en la noche o sorprendiéndolos en una marcha. Preludia la muerte, viene seguido de balas o dardos que, con silbido rasante, brillan contra el cielo luminoso o estrellado antes de dar en el blanco. El sonido de los pitos cesa entonces y se oyen los bufidos dolientes de las reses, los caballos, las mulas, las cabras o los chivos. Alguna vez cae herido un soldado, pero es excepcional porque, así como los pitos están destinados a los oídos —las mentes, las almas — de los soldados, los proyectiles buscan obsesivamente a los animales. Han bastado las dos primeras reses alcanzadas para que descubran que esas víctimas no son ya comestibles, ni siquiera por quienes en todas las campañas que han vivido juntos aprendieron a comer piedras. Los que probaron esas reses comenzaron a vomitar de tal modo y a padecer tales diarreas que, antes que los médicos lo dictaminaran, supieron que los dardos de los yagunzos matan doblemente a los animales, quitándoles la vida y la posibilidad de ayudar a sobrevivir a quienes venían arreándolos. Desde entonces, apenas cae una res, el Mayor Febronio de Brito la rocía de kerosene y prende fuego. Enflaquecido, con las pupilas irritadas, en los pocos días desde la salida de Queimadas el Mayor se ha vuelto un ser amargo y huraño. Es probablemente la persona de la Columna sobre la que los pitos operan con más eficacia, desvelándolo y martirizándolo. Su mala suerte hace que sea suya la responsabilidad de esos cuadrúpedos que caen en medio de elegías sonoras, que sea él quien deba ordenar que los rematen y carbonicen sabiendo que esas muertes significan hambrunas futuras. Ha hecho lo que estaba a su alcance para amortiguar el efecto de los dardos, disponiendo círculos de patrullas en torno a los rebaños y protegiendo a las bestias con cueros y crudos, pero con la altísima temperatura del verano, el abrigo las hace sudar, demorarse y a veces se desploman. Los soldados han visto al Mayor a la cabeza de las patrullas que, apenas, comienza la sinfonía, salen a dar batidas. Son incursiones agotadoras, deprimentes, que sólo sirven para comprobar lo inubicables, traslaticios, fantasmales que son los atacantes. El poderoso ruido de los pitos sugiere que son muchos, pero es imposible que así sea, pues ¿cómo podrían invisibilizarse en este terreno plano, de escasa vegetación? El Coronel Moreira César lo ha explicado: se trata de partidas ínfimas, enquistadas en sitios claves, que permanecen horas y días al acecho en cuevas, grietas, cubiles, matorrales, y el ruido de los pitos está tramposamente magnificado por el silencio astral del paisaje que recorren. Estas triquiñuelas no deben distraerlos, son incapaces de afectar a la Columna. Y, al reordenar la marcha, luego de recibir el informe de los animales perdidos, ha comentado:
—Esto es bueno, nos aligera, llegaremos más pronto.
Su serenidad impresiona a los corresponsales, ante quienes, cada vez que recibe noticias de nuevas muertes, se permite alguna broma. Ellos están crecientemente nerviosos con esos adversarios que espían sus movimientos y a los que nadie ve. No tienen otro tema de conversación. Acosan al periodista miope del Jornal de Noticias, preguntándole qué piensa el Coronel realmente de ese hostigamiento continuo a los nervios y reservas de la Columna, y el periodista les responde, todas las veces, que Moreira César no habla de esos dardos ni oye esos pitos porque vive entregado en cuerpo y alma a una sola preocupación: llegar a Canudos antes que el Consejero y los insurrectos tengan tiempo de huir. Él sabe, está seguro, que esos dardos y pitos no tienen otro objeto que distraer al Séptimo Regimiento para dar tiempo a los bandidos a preparar la retirada. Pero el Coronel es un soldado diestro y no se deja engañar, ni pierde un día en batidas inútiles ni se desvía un milímetro de su trayectoria. A los oficiales que se inquietan por el aprovisionamiento futuro les ha dicho que también desde ese punto de vista lo que interesa es llegar cuanto antes a Canudos, donde el Séptimo Regimiento encontrará, en los almacenes, chacras y establos del enemigo, lo que le haga falta. ¿Cuántas veces han visto los corresponsales, desde que reanudaron la marcha, llegar a la cabeza de la Columna a un joven oficial con un puñado de dardos sanguinolentos a dar cuenta de nuevos atentados? Pero este mediodía, pocas horas antes de entrar a Monte Santo, el oficial enviado por el Mayor Febronio de Brito trae, además de dardos, un pito de madera y una ballesta. La Columna está detenida en una quebrada, bajo un sol que empapa las caras. Moreira César revisa cuidadosamente la ballesta. Es una versión muy primitiva, fabricada con maderas sin pulir y cuerdas bastas, de uso simple. El Coronel Tamarindo, Olimpio de Castro y los corresponsales lo rodean. El Coronel coge uno de los dardos, lo coloca en la ballesta, muestra a los periodista cómo funciona. Luego, se lleva a la boca el pito hecho de caña, con incisiones, y todos escuchan el lúgubre lamento. Sólo entonces hace el mensajero la gran revelación:
—Tenemos dos prisioneros, Excelencia. Uno está herido, pero el otro puede hablar. Hay un silencio, en el que Moreira César, Tamarindo y Olimpio de Castro se miran. El joven oficial explica ahora que tres patrullas se hallan siempre listas para salir apenas se escuchen los pitos y que hace dos horas, al sonar éstos, las tres salieron en distintas direcciones, antes de que cayeran los dardos, y que una ellas divisó a los flecheros cuando se escurrían detrás de unas rocas. Los habían perseguido, alcanzado, procurado capturar vivos, pero uno atacó a los soldados y resultó herido. Moreira César parte al instante hacia la retaguardia, seguido por los corresponsales, sobreexcitados con la idea de ver por fin la cara del enemigo. No alcanzarán a verla de inmediato. Cuando llegan, una hora después, a la retaguardia, los prisioneros están encerrados en una barraca custodiada por soldados con bayonetas. No los dejan acercarse. Merodean por los alrededores, ven el ir y venir de oficiales, reciben evasivas de aquellos que los han visto. Dos o quizá tres horas más tarde Moreira César va a retomar su puesto a la cabeza de la Columna. Por fin se enteran de algo.
—Hay uno que está bastante grave —explica el Coronel—. Tal vez no llegue a Monte Santo. Una lástima. Deben ser ejecutados allí, para que su muerte sirva. Aquí, sería inútil.
Cuando el periodista veterano, que anda siempre como convaleciendo de un resfrío, pregunta si los prisioneros han proporcionado informaciones útiles, el Coronel hace un gesto escéptico:
—La coartada de Dios, del Anticristo, del fin del mundo. Sobre eso, lo dicen todo. Pero no sobre sus cómplices y azuzadores. Es posible que no sepan mucho, son pobres diablos. Pertenecen a la banda de Pajeú, un cangaceiro.
La Columna reanuda de inmediato la marcha, a un ritmo endiablado, y entra al anochecer a Monte Santo. Allí no ocurre lo que en otros poblados, en los que el Regimiento sólo hace un rápido registro en busca de armas. Aquí, los corresponsales, cuando todavía están desmontando en la plaza cuadrangular, bajo los tamarindos, al pie de la montaña de las capillas, rodeados de niños, viejos y mujeres de miradas que ya han aprendido a reconocer —indolentes, desconfiadas, distantes, que se empeñan en parecer estúpidas y desinformadas—, ven que los soldados se precipitan, de a dos y de a tres, hacia las casas de tierra, donde entran con los fusiles en alto como si fueran a encontrar resistencia. A sus lados, adelante, por doquier, al compás de órdenes y gritos, las patrullas hacen saltar puertas y ventanas a culatazos y patadas y pronto empiezan a ver filas de vecinos arrastrados hacia cuatro corrales enmarcados por centinelas. Allí son interrogados. Desde el lugar en el que están, oyen los insultos, las protestas, los rugidos, a los que se suman los llantos y forcejeos de las mujeres que tratan de acercarse. Bastan pocos minutos para que todo Monte Santo sea escenario de una extraña contienda, sin disparos ni cargas. Abandonados, sin que ningún oficial les explique lo que ocurre, los corresponsales deambulan de un lado a otro por la aldea de los calvarios y cruces. Van de uno a otro corral y ven siempre lo mismo: filas de hombres entre soldados con bayonetas y a veces un prisionero que se llevan a empellones o sacan de una casucha tan maltratado que apenas se tiene de pie. Van en grupo, atemorizados de caer en el engranaje de este mecanismo que cruje a su alrededor, sin entender qué ocurre, pero sospechando que es consecuencia de lo que han dicho los prisioneros de esa mañana. Y así se los confirma el Coronel Moreira César, con quien pueden conversar esa misma noche, después que los prisioneros son ejecutados. Antes de la ejecución, que tiene lugar entre los tamarindos, un oficial lee una Orden del Día, puntualizando que la República está obligada a defenderse de quienes, por codicia, fanatismo, ignorancia o engaño atenían contra ella y sirven los apetitos de una casta retrógrada, interesada en mantener al Brasil en el atraso para explotarlo mejor. ¿Llega a los vecinos este mensaje? Los corresponsales intuyen que esas palabras, proferidas con voz tronante por el pregonero, pasan ante esos seres silenciosos de detrás de los centinelas como mero ruido. Terminada la ejecución, cuando los vecinos pueden acercarse a los degollados, los periodistas acompañan al Jefe del Séptimo Regimiento hacia la vivienda donde pasará la noche. El miope del Jornal de Noticias se las arregla, como de costumbre, para estar a su lado.
—¿Era necesario convertir a todo Monte Santo en enemigo con esos interrogatorios? — le pregunta.
—Ya lo son, todo el pueblo es cómplice —responde Moreira César—. El cangaceiro Pajeú ha estado aquí en estos días, con una cincuentena de hombres. Los recibieron en fiesta y les dieron provisiones. ¿Ven ustedes? La subversión ha calado hondo en esta pobre gente, gracias a un terreno abonado por el fanatismo religioso.
No se lo nota alarmado. Por todas partes arden mecheros, velas, fogatas, y en las sombras circulan, espectrales, las patrullas del Regimiento.
—Para ejecutar a todos los cómplices, hubiera habido que pasar a cuchillo a Monte Santo entero. —Moreira César ha llegado a una casita donde lo esperan el Coronel Tamarindo, el Mayor Cunha Matos y un grupo de oficiales. Despide a los corresponsales con un ademán y, sin transición, se dirige a un teniente —: ¿Cuántas reses quedan?
—Entre quince y dieciocho, Excelencia.
—Antes de que las envenenen, daremos un banquete a la tropa. Dígale a Febronio que las sacrifique de una vez. —El oficial parte corriendo y Moreira César se vuelve a sus otros subordinados—. A partir de mañana, habrá que apretarse los cinturones. Desaparece en la casucha y los corresponsales se dirigen a la barraca de los ranchos. Allí beben café, fuman, cambian impresiones y oyen las letanías que bajan de las capillas de la montaña donde el pueblo vela a los dos muertos. Más tarde, ven el reparto de carne y cómo los soldados disfrutan de esa comida suntuosa, y los oyen animarse, tocar guitarras, cantar. Aunque también comen carne y beben aguardiente, ellos no participan de la efervescencia que se ha apoderado de los soldados por algo que es para ellos la proximidad de la victoria. Poco después, el Capitán Olimpio de Castro viene a preguntarles si van a quedarse en Monte Santo o continuar hacia Canudos. A los que continúen les será difícil regresar, pues no habrá otro campamento intermedio. De los cinco, dos deciden permanecer en Monte Santo y otro volver a Queimadas, ya que se siente enfermo. A los que seguirán con el Regimiento —el viejo arropado y el miope — el Capitán les sugiere que, como a partir de ahora habrá marchas forzadas, se vayan a dormir.
Al día siguiente, cuando los dos periodistas despiertan —es el alba y hay quiquiriquís — les hacen saber que Moreira César ya ha partido, pues hubo un incidente en la vanguardia: tres soldados violaron a una muchacha. Parten en el acto, con una compañía en la que va el Coronel Tamarindo. Cuando alcanzan a la cabeza de la Expedición, los violadores están siendo azotados, uno al lado del otro, sujetos a troncos de árboles. Uno ruge con cada latigazo; otro parece rezar y el tercero mantiene un gesto arrogante mientras su espalda enrojece y revienta en sangre.
Están en un claro, rodeado de mandacarús, veíame y calumbí. Entre los arbustos y matorrales se hallan las compañías de la vanguardia, observando el castigo. Reina silencio absoluto entre los hombres, que no apartan la vista de quienes reciben los azotes. Hay a veces vocerío de loros y unos sollozos de mujer. La que llora es una muchacha albina, algo contrahecha, descalza, por cuyas ropas desgarradas se divisan moretones. Nadie le presta atención y cuando el periodista miope pregunta a un oficial si es ella la que ha sido violada, éste asiente. Moreira César está junto al Mayor Cunha Matos. Su caballo blanco remolonea unos metros más allá, sin montura, fresco y limpio como si acabaran de cepillarlo.
Cuando terminan de azotarlos, dos de los castigados han perdido el sentido, pero el otro, el arrogante, hace todavía el alarde de ponerse en atención para escuchar al Coronel. —Que esto les sirva de ejemplo, soldados —grita éste—. El Ejército es y debe ser la institución más pura de la República. Estamos obligados a actuar siempre, desde el más encumbrado hasta el más humilde, de manera que los ciudadanos respeten nuestro uniforme. Ustedes saben la tradición del Regimiento: las fechorías se castigan con el máximo rigor. Estamos aquí para proteger a la población civil, no para competir con los bandidos. El próximo caso de violación será castigado con pena de muerte. Ningún murmullo, movimiento, hace eco a sus palabras. Los cuerpos de los desmayados cuelgan en posturas absurdas, cómicas. La muchacha albina ha dejado de llorar. Tiene una mirada extraviada y por momentos sonríe.
—Den algo de comer a esta infeliz —dice Moreira César, señalándola. Y, a los periodistas que se le han acercado —: Es una loquita. ¿Les parece un buen ejemplo, para una población ya prejuiciada contra nosotros? ¿No es ésta la mejor manera de dar razón a quienes nos llaman el Anticristo?
Un ordenanza ensilla su caballo y el claro se ha llenado de órdenes, desplazamientos. Las compañías parten, en direcciones distintas.
—Comienzan a aparecer los cómplices importantes —dice Moreira César, olvidando de pronto la violación—. Sí, señores. ¿Saben quién es proveedor de Canudos? El párroco de Cumbe, un tal Padre Joaquim. El hábito, un salvoconducto ideal, un abrepuertas, una inmunidad. ¡Un sacerdote católico, señores! Su expresión es más satisfecha que colérica.
Los cirqueros avanzaban entre macambiras y cascajo, turnándose para tirar del carromato. El paisaje se había secado y a veces realizaban largas jornadas sin nada que meterse a la boca. Desde el Sitio de las Flores, empezaron a encontrar peregrinos que iban a Canudos, gente más miserable que ellos mismos, con todas sus pertenencias a cuestas y que, a menudo, arrastraban inválidos. Donde podían, la Barbuda, el Idiota y el Enano leían la suerte, cantaban romances y hacían payaserías, pero la gente del camino tenía poco que darles a cambio. Como corrían rumores de que en Monte Santo la Guardia Rural bahiana impedía el paso hacia Canudos y enrolaba a todo hombre en edad de pelear, tomaron la ruta más larga de Cumbe. De vez en cuando percibían humaredas; según la gente, eran obra de los yagunzos que asolaban la tierra para que los ejércitos del Can murieran de hambre. También ellos podían ser víctimas de esa desolación. El Idiota, muy débil, habían perdido la risa y la voz.
Tiraban de la carreta por parejas; el aspecto de los cinco era ruinoso, como si sobrellevaran grandes padecimientos. Siempre que hacía de bestia de carga, el Enano rezongaba contra la Barbuda:
—Sabes que es locura ir allá y estamos yendo. No hay qué comer, la gente muere de hambre en Canudos. —Señaló a Gall, con una mueca de furia —: ¿Por qué le haces caso?
El Enano transpiraba y así, encogido y adelantado para hablar, parecía aún más pequeño. ¿Qué edad podía tener? Tampoco él lo sabía. Ya asomaban arrugas en su cara: las pequeñas jorobas de la espalda y el pecho se habían pronunciado con la flacura. La Barbuda miró a Gall:
—Porque es un hombre de verdad —exclamó—. Ya me cansé de andar con monstruos. El Enano tuvo un ataque de risa.
—¿Y tú qué eres? —dijo contorsionado por las carcajadas—. Sí, ya sé qué. Una esclava. Barbuda. Te gusta obedecerle, como antes al Gitano.
La Barbuda, que se había puesto a reír también, trató de abofetearlo, pero el Enano la esquivó.
—Te gusta ser esclava —gritaba—. Te compró el día que te tocó la cabeza y te dijo que hubieras sido una madre perfecta. Te lo creíste, se te llenaron los ojos de lágrimas. ^ Se reía a carcajadas y tuvo que echar a correr para que la Barbuda no lo alcanzara. Ésta le tiró piedras, un rato. Pero después, el Enano caminaba de nuevo junto a ella. Sus peleas eran así, más parecían un juego o un modo especial de comunicación. Marchaban en silencio, sin un sistema de turnos para tirar de la carreta o descansar. Se detenían cuando alguno no podía más de fatiga, o cuando encontraban un riachuelo, un pozo o un lugar sombreado para las horas de más calor. Iban, mientras andaban, con los ojos alertas, explorando el contorno en busca de alimento, y así habían capturado alguna vez una presa comestible. Pero eso era raro y tenían que contentarse con masticar todo lo que fuera verde. Buscaban sobre todo el imbuzeiro, árbol que Galileo Gall había aprendido a apreciar: el gusto dulzón, acuoso, refrescante, de sus raíces le parecía un verdadero manjar.
Esa tarde, después de Algodones, encontraron a un grupo de peregrinos que habían hecho un alto. Dejaron el carromato y se unieron a ellos. La mayoría eran vecinos del poblado que habían decidido partir a Canudos. Los conducía un apóstol, hombre ya viejo que llevaba alpargatas y una túnica sobre los pantalones. Tenía un escapulario enorme y los seres que lo seguían lo miraban con veneración y timidez, como a alguien caído de otro mundo. Galileo Gall, acuclillándose a su lado, le hizo preguntas. Pero el apóstol lo miró de lejos, sin entender, y siguió conversando con su gente. Más tarde, sin embargo, el viejo habló de Canudos, de los Libros Santos y de lo anunciado por el Consejero, al que llamaba mensajero de Jesús. Resucitarían a los tres meses y un día, exactamente. Los del Can, en cambio, morirían para siempre. Ésa era la diferencia: la de la vida y la muerte, la del cielo y el infierno, la de la condena y la salvación. El Anticristo podía mandar soldados a Canudos: ¿de qué le serviría? Se pudrirían, desaparecerían. Los creyentes podían morir, pero, tres meses y un día después, estarían de vuelta, completos de cuerpo y purificados de alma por el roce con los ángeles y el tufo del Buen Jesús. Gall lo escudriñaba con los ojos encendidos, esforzándose por no perder una sílaba. En una pausa del viejo dijo que las guerras se ganaban no sólo con fe, sino con armas. ¿Estaba Canudos en condiciones de defenderse contra el Ejército de los ricos? Las miradas de los peregrinos oscilaron hacia el que hablaba y volvieron al apóstol. Éste había escuchado, sin mirar a Gall. Al final de la guerra ya no habría ricos o, mejor dicho, no se notaría, pues todos serían ricos. Estas piedras se volverían ríos, esos cerros sembríos fértiles y el arenal que era Algodones un jardín de orquídeas como las que crecían en las alturas de Monte Santo. La cobra, la tarántula, la sucuarana serían amigas del hombre, como hubiera sido si éste no se hubiera hecho expulsar del Paraíso. Para recordar estas verdades estaba en el mundo el Consejero.
Alguien, en la penumbra, se puso a llorar. Sentidos, profundos, bajitos, los sollozos se sucedieron largo rato. El viejo volvió a hablar, con una especie de ternura. El espíritu era más fuerte que la materia. El espíritu era el Buen Jesús y la materia era el Perro. Ocurrirían los milagros tan esperados: desaparecerían la miseria, la enfermedad, la fealdad. Sus manos tocaron al Enano, acurrucado junto a Galileo. También él sería alto y hermoso, como los demás. Ahora se oía llorar a otras personas, contagiadas por el llanto de la primera. El apóstol apoyó la cabeza en el cuerpo más próximo y se echó a dormir. La gente se fue sosegando y, unos después de otros, los peregrinos lo imitaron. Los cirqueros retornaron al carromato. Pronto se oyó roncar al Enano, quien solía hablar en sueños.
Galileo y Jurema dormían separados, sobre la lona de la carpa que no se había vuelto a levantar desde Ipupiará. La luna, redonda y lúcida, presidía un séquito de incontables estrellas. La noche era fresca, clara, sin rumores, con sombras de mandacarús y mangabeiras. Jurema cerró los ojos y su respiración se hizo pausada, en tanto que Gall, a su lado, boca arriba, las manos debajo de la cabeza, miraba el cielo. Sería estúpido acabar en este páramo, sin haber visto Canudos. Podía ser algo primitivo, ingenuo, contaminado de superstición, pero no había duda: era también algo distinto. Una ciudadela libertaria, sin dinero, sin amos, sin policías, sin curas, sin banqueros, sin hacendados, un mundo construido con la fe y la sangre de los pobres más pobres. Si duraba, lo demás vendría solo: los prejuicios religiosos, el espejismo del más allá, se marchitarían por obsoletos e inservibles. Cundiría el ejemplo, habría otros Canudos y quién sabe… Se había puesto a sonreír. Se rascó la cabeza. Sus pelos estaban creciendo, podía cogerlos con las puntas de los dedos. Le producía ansiedad, ramalazos de miedo, estar rapado. ¿Por qué? Había sido aquella vez, en Barcelona, cuando lo curaban para darle garrote. El pabellón de la enfermería, los locos de la prisión. Estaban rapados y llevaban camisas de fuerza. Los ciudadanos eran presos comunes; se comían las raciones de los enfermos, los golpeaban sin misericordia y gozaban dándoles baños de agua helada, con mangueras. Ése era el fantasma que resucitaba cada vez que un espejo, arroyo o pozo de agua le mostraba su cabeza: el de esos dementes a quienes carceleros y médicos supliciaban. Había escrito en esa época un artículo del que se enorgulleció: «Contra la opresión de la enfermedad». La revolución no sólo arrancaría al hombre del yugo del capital y de la religión, sino también de los prejuicios que rodeaban a las enfermedades en la sociedad clasista: el enfermo, sobre todo el alienado, era una víctima social no menos sufrida y despreciada que el obrero, el campesino, la prostituta y la sirvienta. ¿No había dicho el viejo santón, hacía un momento, creyendo hablar de Dios cuando en realidad hablaba de la libertad, que en Canudos desaparecerían la miseria, la enfermedad, la fealdad? ¿No era ése acaso el ideal revolucionario? Jurema tenía los ojos abiertos y lo observaba. ¿Había estado pensando en alta voz?
—Hubiera dado cualquier cosa por estar con ellos cuando derrotaron a Febronio de Brito —susurró, como si dijera palabras de amor—. Me he pasado la vida luchando y sólo he visto traiciones, divisiones y derrotas en nuestro campo. Me hubiera gustado ver una victoria, aunque fuera una vez. Saber qué se siente, cómo es, cómo huele una victoria nuestra.
Vio que Jurema le miraba, como otras veces, distante e intrigada. Estaban a milímetros uno del otro, pero no se tocaban. El Enano había comenzado a desvariar, suavemente. —Tú no me entiendes, yo tampoco te entiendo —dijo Gall—. ¿Por qué no me mataste cuando estaba inconsciente? ¿Por qué no convenciste a los capangas que se llevaran mi cabeza en vez de mis pelos? ¿Por qué estás conmigo? Tú no crees en las cosas que yo creo.
—Al que le toca matarte es a Rufino —susurró Jurema, sin odio, como explicando algo muy simple—. Matándote le habría hecho más daño que el que tú le hiciste. «Eso es lo que no entiendo», pensó Gall. Habían hablado otras veces de lo mismo y siempre quedaba él en tinieblas. El honor, la venganza, esa religión tan rigurosa, esos códigos de conducta tan puntillosos, ¿cómo explicárselos en este fin del mundo entre gentes que no tenían más que los harapos y los piojos que llevaban encima? La honra, el juramento, la palabra, esos lujos y juegos de ricos, de ociosos y parásitos, ¿cómo entenderlos aquí? Recordó que, en Queimadas, desde la ventana de su cuarto en la Pensión Nuestra Señora de las Gracias, había escuchado un día de feria a un cantor ambulante narrar una historia que, aunque distorsionada, era una leyenda medieval que había leído de niño y visto de joven transformada en vodevil romántico: Roberto el Diablo. ¿Cómo había llegado hasta aquí? El mundo era más impredecible de lo que parecía.
—Tampoco entiendo a los capangas que se llevaron mis pelos —murmure)—. A ese Caifás, quiero decir. ¿Dejarme vivo para no privar a su amigo del placer de una venganza? Eso no es de campesino sino de aristócrata.
Otras veces, Jurema había tratado de explicárselo, pero esta noche permaneció callada. Tal vez estaba ya convencida de que el forastero nunca entendería estas cosas. A la mañana siguiente, reanudaron la marcha, adelantándose a los peregrinos de Algodones. Les tomó un día cruzar la Sierra de Francia, y ese anochecer estaban tan fatigados y hambrientos que se desmoronaron. El Idiota se desmayó un par de veces durante la marcha y la segunda permaneció tan pálido y quieto que lo creyeron muerto. El atardecer los recompensó de las penalidades de la jornada con un pozo de agua verdosa. Bebieron, apartando las yerbas, y la Barbuda acercó al Idiota el cuenco de sus manos y refrescó a la cobra, salpicándole gotas de agua. El animal no padecía privaciones, pues siempre había hojitas o algún gusano para alimentarla. Una vez que saciaron la sed, arrancaron raíces, tallos, hojas, y el Enano colocó trampas. La brisa que corría era un bálsamo después del terrible calor de todo el día. La Barbuda se sentó junto al Idiota y le hizo apoyar la cabeza en sus rodillas. El destino del Idiota, de la cobra y la carreta la preocupaban tanto como el suyo; parecía creer que su supervivencia dependía de su capacidad de proteger a esa persona, animal y cosa que eran su mundo. Gall, Jurema y el Enano masticaban despacio, sin alegría, escupiendo las ramitas y raíces una vez que les extraían el jugo. A los pies del revolucionario había una forma dura, medio enterrada. Sí, era una calavera, amarillenta y rota. En el tiempo que llevaba en los sertones había visto huesos humanos a lo largo de los caminos. Alguien le contó que ciertos sertaneros desenterraban a sus enemigos y los dejaban a la intemperie, como pasto de los predadores, pues creían mandar así sus almas al infierno. Examinó la calavera, en un sentido y en otro.
—Para mi padre las cabezas eran libros, espejos —dijo, con nostalgia—. ¿Qué pensaría si supiera que estoy en este lugar, en este estado? La última vez que lo vi, yo tenía dieciséis años. Lo decepcioné diciéndole que la acción era más importante que la ciencia. Fue un rebelde, a su manera. Los médicos se burlaban de él, lo llamaban brujo. El Enano lo miraba, tratando de comprender, igual que Jurema. Gall siguió masticando y escupiendo, pensativo.
' —¿Por qué viniste? —murmuró el Enano—. ¿No te asusta morir fuera de tu patria? Aquí no tienes familia, amigos, nadie se acordará de ti.
—Ustedes son mi familia —dijo Gall—. Y también los yagunzos.
—No eres santo, no rezas, no hablas de Dios —dijo el Enano—. ¿Por qué esa terquedad con Canudos?
—Yo no podría vivir entre otras gentes —dijo Jurema—. No tener patria es ser huérfano.
—Un día desaparecerá la palabra patria —replicó al instante Galileo—. La gente mirará hacia atrás, hacia nosotros, encerrados en fronteras, entrematándonos por rayas en los mapas, y dirán: qué estúpidos fueron.
El Enano y Jurema se miraron y Gall sintió que pensaban que el estúpido era él. Masticaban y escupían, haciendo a veces ascos.
—¿Tú crees lo que dijo el apóstol de Algodones? —preguntó el Enano—. Que un día habrá un mundo sin maldad, sin enfermedades…
—Y sin fealdad —añadió Gall. Asintió, varias veces —: Creo en eso como otros en Dios. Hace tiempo que muchos se hacen matar para que sea posible. Por eso tengo la terquedad de Canudos. Allá, en el peor de los casos, moriré por algo que vale la pena. —A ti te matará Rufino —balbuceó Jurema, mirando el suelo. Su voz se animó —: ¿Crees que ha olvidado la ofensa? Nos está buscando y, tarde o temprano, se vengará. Gall la cogió del brazo.
—Sigues conmigo para ver esa venganza, ¿no es cierto? —le preguntó—. Se encogió de hombros—. Tampoco Rufino podría entender. No quise ofenderlo. El deseo se lleva todo de encuentro: la voluntad, la amistad. No depende de uno mismo, está en los huesos, en lo que otros llaman el alma. —Volvió a acercar la cara a Jurema —: No me arrepiento, ha sido… instructivo. Era falso lo que yo creía. El goce no está reñido con el ideal. No hay que avergonzarse del cuerpo, ¿entiendes? No, no entiendes.
—¿O sea que puede ser verdad? —lo interrumpió el Enano. Tenía la voz quebrada y los ojos implorantes —: Dicen que ha hecho ver a los ciegos, oír a los sordos, cerrado llagas de leprosos. Si le digo: «He venido porque sé que harás el milagro», ¿me tocará y creceré?
Gall lo miró, desconcertado, y no encontró ninguna verdad o mentira para responderle. En eso la Barbuda rompió a llorar, compadecida del Idiota: «Ya no puede más —decía—. Ya ni sonríe, ni se queja, se muere a poquitos, cada segundo». La oyeron plañir así mucho rato más, antes de dormirse. Al amanecer, los despertó una familia de Carnaiba, que les dio malas noticias. Patrullas de la Guardia Rural y capangas de hacendados de la región cerraban las salidas de Cumbe, en espera del Ejército. La única manera de llegar a Canudos era desviándose hacia el Norte y dando un gran rodeo por Massacará, Angico y Rosario.
Día y medio después llegaron a San Antonio, minúscula estación de aguas termales a las orillas verdosas del Massacará. Los cirqueros habían estado en el poblado, años atrás, y recordaban la afluencia de gentes que acudían a curarse los males de la piel en las pozas burbujeantes y hediondas. San Antonio había sido también víctima pertinaz de los bandidos, que venían a desvalijar a los enfermos. Ahora parecía desierto. No encontraron lavanderas en el río y tampoco en las callejuelas empedradas, con cocoteros, ficus y cactus, se veía a ser viviente —humano, perro o pájaro. Pese a ello, el Enano se puso de buen humor. Cogió un cornetín, lo sopló arrancándole un sonido cómico y empezó a pregonar la función. La Barbuda se echó a reír y hasta el Idiota, pese a su debilidad, quería apurar al carromato, con los hombros, las manos, la cabeza; tenía la boca entreabierta e hilos de saliva. Por fin, divisaron un viejecillo informe, que sujetaba una armella a una puerta. Los miró como si no los viera pero cuando la Barbuda le mandó un beso, sonrió.
Los cirqueros instalaron la carreta en una placita con enredaderas; comenzaban a abrirse ventanas, puertas, a asomar caras atraídas por el cornetín. El Enano, la Barbuda y el Idiota revolvían trapos y artefactos y un momento después estaban pintarrajeándose, tiznándose, arropándose de colorines, y aparecían en sus manos los vestigios de una utilería extinta: la jaula de la cobra, aros, varillas mágicas, un acordeón de papel. El Enano soplaba con furia y rugía: «¡Ya comienza la función!» Poco a poco, se formó en torno un auditorio de pesadilla. Esqueletos humanos, de edad y sexo indefinibles, la mayoría con las caras, los brazos y las piernas comidos por gangrenas, llagas, sarpullidos, granos, salían de las casas y, venciendo una aprensión inicial, apoyándose uno en otro, gateando o arrastrándose, venían a engrosar el círculo. «No dan la impresión de agonizantes —pensó Gall—, sino de haber muerto hace tiempo. » Todos, principalmente los niños, parecían viejísimos. Algunos sonreían a la Barbuda, que se enrollaba la cobra, la besaba en la boca y la hacía retorcerse en sus brazos. El Enano cogió al Idiota y mimó con él el número de la Barbuda y el animal: lo hacía bailar, contorsionarse, anudarse. Los vecinos y enfermos de San Antonio miraban, graves o risueños, moviendo las cabezas en signo de aprobación y a veces aplaudiendo. Algunos se volvían a espiar a Gall y a Jurema, como preguntándose a qué hora actuarían. El revolucionario los observaba fascinado, y Jurema tenía la cara desfigurada en una mueca de repulsión. Hacía esfuerzos por contenerse, pero, de pronto, susurró que no podía verlos, quería irse. Galileo no la tranquilizó. Sus ojos se habían ido encandilando y estaba íntimamente revuelto. La salud era egoísta, igual que el amor, igual que la riqueza y el poder: lo enclaustraba a uno en sí mismo, abolía a los otros. Sí, era preferible no tener nada, no amar, pero ¿cómo renunciar a la salud para ser solidario de los hermanos enfermos? Había tantos problemas, la hidra tenía tantas cabezas, la iniquidad asomaba por donde se volviera la vista. Adivinó el asco y el temor de Jurema y la cogió del brazo: —Míralos, míralos —dijo con fiebre, con indignación—. Mira a las mujeres. Eran jóvenes, fuertes, bonitas. ¿Quién las volvió así? ¿Dios? Los canallas, los malvados, los ricos, los sanos, los egoístas, los poderosos.
Tenía una expresión exaltada, enfervorecida y, soltando a Jurema, avanzó hasta el centro del círculo, sin darse cuenta que el Enano había empezado a contar la singular historia de la Princesa Magalona, hija del Rey de Ñapóles. Los espectadores vieron que el hombre de pelusa y barba rojiza, pantalones rotosos y cicatriz en el cuello, se ponía a accionar:
—No perdáis el valor, hermanos, no sucumbáis a la desesperación. No estáis pudriéndolos en vida porque lo haya decidido un fantasma escondido tras las nubes, sino porque la sociedad está mal hecha. Estáis así porque no coméis, porque no tenéis médicos ni medicinas, porque nadie se ocupa de vosotros, porque sois pobres. Vuestro mal se llama injusticia, abuso, explotación. No os resignéis, hermanos. Desde el fondo de vuestra desgracia, rebelaos, como vuestros hermanos de Canudos. Ocupad las tierras, las casas, apoderaos de los bienes de aquellos que se apoderaron de vuestra juventud, que os robaron vuestra salud, vuestra humanidad…
La Barbuda no lo dejó continuar. Congestionada de ira lo remeció, increpándolo: — ¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Nadie te entiende! ¡Los estás poniendo tristes, los estás aburriendo, no nos darán de comer! ¡Tócales las cabezas, diles el futuro, algo que los alegre!
El Beatito, los ojos todavía cerrados, oyó cantar el gallo y pensó: «Alabado sea el Buen Jesús». Sin moverse, rezó y pidió al Padre fuerzas para la jornada. Su cuerpo menudo soportaba mal la intensa actividad; en los últimos días, con el aumento de peregrinos, a ratos tenía vértigos. En las noches, cuando se echaba sobre el jergón, detrás del altar de la capilla de San Antonio, el dolor en los huesos y músculos le impedía descansar; permanecía a veces horas, con los dientes apretados, antes de que el sueño lo librara de ese suplicio secreto. Porque el Beatito, aunque débil, tenía un espíritu lo bastante fuerte para que nadie notara las flaquezas de su carne, en esa ciudad en la que ejercía las funciones espirituales más altas, después del Consejero.
Abrió los ojos. El gallo había vuelto a cantar y la madrugada apuntaba por el tragaluz. Dormía con la túnica que María Quadrado y las beatas del Coro habían zurcido innumerables veces. Se calzó las alpargatas, besó el escapulario y el detente que llevaba en el pecho y se acomodó en la cintura el oxidado cilicio que le había cedido el Consejero cuando era todavía un niño, allá en Pombal. Enrolló el jergón y fue a despertar al llavero y mayordomo, que dormía a la entrada de la Iglesia. Era un viejo de Chorrochó; al abrir los ojos, murmuró: «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo». «Alabado sea», repuso el Beatito. Le alcanzó el látigo con el que cada mañana ofrecía sacrificio de dolor al Padre. El anciano cogió el látigo —el Beatito se había arrodillado — y le dio diez azotes, en la espalda y las nalgas, con toda la fuerza de sus brazos. Los recibió sin un quejido. Luego, volvieron a persignarse. Así iniciaban las tareas del día.
Mientras el llavero iba a asear el altar, el Beatito fue a la puerta y, al acercarse, sintió a los romeros llegados a Belo Monte por la noche, que los hombres de la Guardia Católica tendrían vigilados esperando que él decidiera si podían permanecer o eran indignos. El miedo a equivocarse, rechazando a un buen cristiano o admitiendo a alguien cuya presencia ocasionara daño al Consejero, laceraba su corazón, era algo por lo que pedía ayuda con más angustia al Padre. Abrió la puerta y oyó un rumor y vio a las decenas de seres que acampaban frente al portón. Había entre ellos miembros de la Guardia Católica, con brazaletes o pañuelos azules y carabinas, que corearon: «Alabado sea el
Buen Jesús». «Alabado sea», murmuró el Beatito. Los romeros se persignaban, los que no eran tullidos o enfermos se ponían de pie. En sus ojos había hambre y felicidad. El Beatito calculó lo menos cincuenta.
—Bienvenidos a Belo Monte, tierra del Padre y del Buen Jesús —salmodió—. Dos cosas pide el Consejero a los que vienen, escuchando el llamado: fe y verdad. Nadie que sea incrédulo o que mienta se aposentará en esta tierra del Señor.
Dijo a la Guardia Católica que comenzara a hacerlos pasar. Antes, conversaba con cada peregrino a solas; ahora tenía que hacerlo por grupos. El Consejero no quería que nadie lo ayudara; «Tú eres la puerta, Beatito», respondía, cada vez que él le rogaba compartir esta función.
Entraron un ciego, su hija y su marido y dos hijos de éstos. Venían de Querará y el viaje les había tomado un mes. En el trayecto murió la madre del marido y dos hijos mellizos de la pareja. ¿Los enterraron cristianamente? Sí, en cajones y con responso. Mientras el anciano de párpados pegados le refería el viaje, el Beatito los observó. Se dijo que eran una familia unida, donde se respetaba a los mayores, pues los cuatro escuchaban al ciego sin interrumpirlo, asintiendo en apoyo de lo que decía. Las cinco caras mostraban esa mezcla de fatiga que daban el hambre y el sufrimiento físico y de regocijo del alma que invadía a los peregrinos al pisar Belo Monte. Sintiendo el roce del ángel, el Beatito decidió que eran bienvenidos. Todavía preguntó si ninguno había servido al Anticristo. Luego de tomarles juramento de no ser republicanos, ni aceptar la expulsión del Emperador, ni la separación de la Iglesia y el Estado, ni el matrimonio civil, ni los nuevos pesos y medidas ni las preguntas del censo, los abrazó y envió con alguien de la Guardia Católica donde Antonio Vilanova. En la puerta, la mujer murmuró algo al oído del ciego. Éste, temeroso, preguntó cuándo verían al Buen Jesús Consejero. Había tanta ansiedad en la familia mientras esperaba su respuesta, que el Beatito pensó: «Son elegidos». Lo verían esta tarde, en el Templo; lo oirían dar consejos y decirles que el Padre estaba dichoso de recibirlos en el rebaño. Los vio partir, aturdidos de gozo. Era purificadora la presencia de la gracia en este mundo condenado a la perdición. Esos vecinos —el Beatito lo sabía — habían olvidado ya sus tres muertos y las penalidades y sentían que la vida valía la pena de ser vivida. Ahora Antonio Vilanova los apuntaría en sus libros, mandaría al ciego a una Casa de Salud, a la mujer a ayudar a las Sardelinhas y al marido y a los chiquillos a trabajar como aguateros.
Mientras escuchaba a otra pareja —la mujer tenía un bulto en las manos—, el Beatito pensó en Antonio Vilanova. Era un hombre de fe, un elegido, una oveja del Padre. Él y su hermano eran gente instruida, habían tenido negocios, ganado, dinero; hubieran podido dedicar su vida a atesorar y a tener casas, tierras, sirvientes. Pero habían preferido compartir con sus hermanos–humildes la servidumbre de Dios. ¿No era merced del Padre tener aquí a alguien como Antonio Vilanova, cuya sabiduría solucionaba tantos problemas? Acababa, por ejemplo, de organizar el reparto del agua. Se recogía del Vassa Barris y de las aguadas de la Fazenda Velha y se distribuía gratuitamente. Los aguateros eran peregrinos recién llegados; así, iban siendo conocidos, se sentían útiles al Consejero y al Buen Jesús y las gentes les daban de comer.
El Beatito comprendió, por la jerigonza del hombre, que el bulto era una niña recién nacida, muerta la víspera, cuando bajaban la Sierra de Cañabrava. Levantó el pedazo de tela y observó: el cadáver estaba rígido, color del pergamino. Explicó a la mujer que era favor del cielo que su hija hubiese muerto en el único pedazo de tierra que permanecía a salvo del Demonio. No la habían bautizado y lo hizo, llamándola María Eufrasia y rogando al Padre que se llevara esa almita a Su gloria. Tomó juramento a la pareja y los mandó donde los Vilanova, para que su hija fuera enterrada. Por la escasez de madera, los entierros se habían convertido en un problema de Belo Monte. Lo recorrió un escalofrío. Era lo que más temía: su cuerpo sepultado en una fosa, sin nada que lo cubriera. Mientras entrevistaba a nuevos romeros, entraron unas beatas del Coro Sagrado a arreglar la capilla y Alejandrinha Correa le trajo una ollita de barro con un recado de María Quadrado: «Para que lo comas tú solo». Porque la Madre de los Hombres sabía que regalaba sus raciones a los hambrientos. A la vez que escuchaba a los peregrinos, el Beatito agradeció a Dios haberle dado suficiente fortaleza de alma para no sufrir hambre ni sed. Unos sorbos, un bocado le bastaban; ni siquiera durante la peregrinación por el desierto había padecido como otros hermanos los tormentos de la falta de comida. Por eso, sólo el Consejero había ofrecido más ayunos que él al Buen Jesús. Alejandrinha Correa le dijo también que Joáo Abade, Joáo Grande y Antonio Vilanova lo esperaban en el Santuario.
Estuvo todavía cerca de dos horas recibiendo peregrinos y sólo prohibió quedarse a un comerciante en granos de Pedrinhas, que había sido recaudador de impuestos. A los ex soldados, pisteros y proveedores del Ejército, el Beatito no los rechazaba. Pero los cobradores de impuestos debían marcharse y no volver, bajo amenaza de muerte. Habían esquilmado al pobre, le habían rematado sus cosechas, robado sus animales, eran implacables en su codicia: podían ser el gusanito que corrompe la fruta. El Beatito explicó al hombre de Pedrinhas que, para obtener la misericordia del cielo, debía luchar contra el Can, lejos, por su cuenta y riesgo. Luego de decir a los romeros del descampado que lo esperaran, se dirigió al Santuario. Era media mañana, el sol hacía reverberar las piedras. Muchas personas intentaron detenerlo, pero él les explicó con gestos que tenía prisa. Iba escoltado por gente de la Guardia Católica. Al principio, había rechazado la escolta, pero ahora comprendía que era indispensable. Sin esos hermanos, cruzar los pocos metros entre la capilla y el Santuario le tomaría horas, por la gente que lo acosaba con pedidos y consultas. Iba pensando que entre los peregrinos de esa mañana había algunos venidos de Alagoas y Ceará. ¿No era extraordinario? La muchedumbre aglomerada alrededor del Santuario era tan compacta —gentes de toda edad estirando las cabezas hacia la puertecita de madera donde, en algún momento del día, asomaría el Consejero — que él y los cuatro de la Guardia Católica quedaron atollados. Agitaron entonces sus trapos azules y sus compañeros que cuidaban el Santuario abrieron una valla para el Beatito. Mientras, inclinado, avanzaba por el callejón de cuerpos, éste se dijo que sin la Guardia Católica el caos habría hecho presa de Belo Monte: ésa hubiera sido la puerta para que el Perro entrara.
«Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo», dijo y oyó: «Alabado sea». Percibió la paz que instalaba a su alrededor el Consejero. Incluso el ruido de la calle era aquí música. —Me avergüenzo de haberme hecho esperar, padre —musitó—. Llegan cada vez más peregrinos y no alcanzo a hablar con ellos ni a recordar sus caras. —Todos tienen derecho a salvarse —dijo el Consejero—. Alégrate por ellos. —Mi corazón goza viendo que cada día son más —dijo el Beatito—. Mi cólera es contra mí, porque no llego a conocerlos bien.
Se sentó en él suelo, entre Joáo Abade y Joáo Grande, que tenían sus carabinas sobre las rodillas. Estaban allí también, además de Antonio Vilanová, su hermano Honorio, que parecía recién llegado de viaje por el terral que lo cubría. María Quadrado le alcanzó un vaso de agua y él bebió, paladeando. El Consejero, sentado en su camastro, permanecía erecto, envuelto en su túnica morada, y a sus pies el León de Natuba, el lápiz y el cuaderno en las manos, con su gran cabeza apoyada en las rodillas del santo; una mano de éste se hundía en los pelos retintos e intrincados. Mudas e inmóviles, las beatas estaban acuclilladas contra la pared y el carnerito blanco dormía. «Es el Consejero, el Maestro, el Pimpollo, el Amado», pensó el Beatito con unción. «Somos sus hijos. No éramos nada y él nos convirtió en apóstoles. » Sintió una oleada de felicidad: otro roce del ángel.
Comprendió que había una diferencia de opiniones entre Joáo Abade y Antonio Vilanova. Éste decía que era opuesto a que se quemara Calumbí, como quería aquél, que Belo Monte y no el Maligno sería el perjudicado si la hacienda del Barón de Cañabrava desaparecía, pues era su mejor fuente de abastecimientos. Se expresaba como si temiera herir a alguien o decir algo gravísimo, en voz tan tenue que había que esforzar los oídos. Qué indiscutiblemente sobrenatural era el aura del Consejero para que un hombre como Antonio Vilanova se turbara así en su delante, pensó el Beatito. En la vida diaria, el comerciante era una fuerza de la naturaleza, cuya energía apabullaba y cuyas opiniones eran vertidas con una convicción contagiosa. Y ese vozarrón estentóreo, ese trabajador incansable, ese surtidor de ideas, ante el Consejero se volvía un párvulo. «Pero no está sufriendo —pensó—, sino sintiendo el bálsamo. » Se lo había dicho él mismo, muchas veces, antes, cuando daban paseos conversando, después de los consejos. Antonio quería saber todo sobre el Consejero, la historia de sus peregrinaciones, las enseñanzas ya sembradas, y el Beatito lo instruía. Pensó con nostalgia en esos primeros tiempos de Belo Monte, en la disponibilidad perdida. Se podía meditar, rezar, conversar. Él y el comerciante charlaban a diario, caminando de un extremo a otro del lugar, entonces pequeño y despoblado. Antonio Vilanova le abrió su corazón, revelándole cómo había cambiado su vida el Consejero. «Yo vivía agitado, con los nervios a punto de romperse y la sensación de que mi cabeza iba a estallar. Ahora, basta saber que está cerca para sentir una serenidad que nunca tuve. Es un bálsamo, Beatito. » Ya no podían conversar, esclavizados cada uno por sus respectivas obligaciones. Que se hiciera la voluntad del Padre.
Había estado tan abstraído en sus recuerdos que no notó en qué momento calló Antonio Vilanova. Ahora, Joáo Abade le respondía. Las noticias eran terminantes y las había confirmado Pajeú: el Barón de Cañabrava servía al Anticristo, ordenaba a los hacendados que dieran capangas, víveres, pisteros, caballos y mulas al Ejército y Calumbí se estaba convirtiendo en campamento para uniformados. Esa hacienda era la más rica, la más grande, la de mejores depósitos y podía aprovisionar diez Ejércitos. Había que arrasarla, no dejar nada que sirviera a los perros o sería mucho más difícil defender Belo Monte cuando llegaran. Quedó con la vista fija en los labios del Consejero, como Antonio Vilanova. No había más que discutir: el santo sabría si Calumbí se salvaba o ardía. Pese a sus diferencias —el Beatito los había visto discrepar muchas veces — su hermandad no sufriría mella. Pero antes de que el Consejero abriera la boca, tocaron a la puerta del Santuario. Eran hombres armados, venían de Cumbe. Joáo Abade fue a averiguar qué noticias traían.
Cuando salió, tomó otra vez la palabra Antonio Vilanova, pero para hablar de las muertes. Aumentaban, con la invasión de peregrinos, y el cementerio viejo, de detrás de las iglesias, ya no tenía espacio para muchas tumbas. Por eso, había puesto gente a limpiar y cercar un terreno en el Tabolerinho, entre Canudos y el Cambaio, para levantar uno nuevo. ¿Aprobaba eso el Consejero? El santo hizo un brevísimo signo de asentimiento. Cuando Joáo Grande, moviendo sus manazas, confuso, brillando de sudor su pelo crespo, contaba que la Guardia Católica abría desde ayer una trinchera con doble parapeto de piedras que, comenzando a orillas del Vassa Barris llegaría hasta la Fazenda Velha, volvió Joáo Abade. Hasta el León de Natuba alzó su enorme cabeza de ojos inquisitivos.
—Los soldados llegaron a Cumbe esta madrugada. Entraron preguntando por el Padre Joaquim, buscándolo. Parece que le han cortado el pescuezo.
El Beatito oyó un sollozo, pero no miró: sabía que era Alejandrinha Correa. Tampoco los otros la miraron, pese a que los sollozos crecieron y ocuparon el Santuario. El Consejero no se había movido.
—Vamos a rezar por el Padre Joaquim —dijo, por fin, con voz afectuosa—. Ahora está junto al Padre. Allí nos seguirá ayudando, más que en este mundo. Alegrémonos por él y por nosotros. La muerte es fiesta para el justo.
El Beatito, arrodillándose, envidió con fuerza al párroco de Cumbe, ya a salvo del Can, allá arriba, en ese lugar privilegiado donde sólo suben los mártires del Buen Jesús.
Rufino entra a Cumbe al mismo tiempo que dos patrullas de soldados que se conducen como si los vecinos fueran el enemigo. Registran las casas, golpean con las culatas a los que protestan, clavan una ordenanza prometiendo la muerte a quien oculte armas de fuego y la pregonan con redoble de tambor. Buscan al cura. A Rufino le cuentan que lo ubican por fin y que no tienen escrúpulos en entrar a la Iglesia y sacarlo a empellones. Después de recorrer Cumbe indagando por los cirqueros, Rufino se aloja en casa de un ladrillero. La familia comenta los registros, los maltratos. Los impresionan menos que el sacrilegio: ¡invadir la Iglesia y golpear a un ministro de Dios! Debe ser cierto, pues, lo que se dice: esas gentes impías sirven al Can.
Rufino sale del pueblo seguro de que el forastero no ha pasado por Cumbe. ¿Se encuentra tal vez en Canudos? ¿O en manos de los soldados? Está a punto de ser apresado en una barrera de guardias rurales que cierra la ruta a Canudos. Varios lo conocen e interceden por él ante los otros; después de un rato le permiten irse. Toma un atajo hacia el Norte y, al poco tiempo de marcha, oye un tiro. Comprende que le disparan, por el polvo alborotado a sus pies. Se tira al suelo, se arrastra, localiza a sus agresores: dos guardias agazapados en una elevación. Le gritan que arroje la carabina y la faca. Se lanza, veloz, corriendo en zigzag, hacia un ángulo muerto. Llega al refugio, ileso, y desde allí puede distanciarse por el roquerío. Pero pierde el rumbo y cuando está seguro de no ser seguido, se halla tan exhausto que se duerme como un tronco. El sol lo pone en la dirección de Canudos. Hay grupos de peregrinos que afluyen de distintos lados a la borrosa trocha que hace algunos años sólo recorrían convoyes de ganado y comerciantes paupérrimos. Al anochecer, acampando entre romeros, oye a un viejecillo con forúnculos que viene de San Antonio, recordar una función de circo. El corazón de Rufino late con fuerza. Deja hablar al viejo sin interrumpirlo y un momento después sabe que ha recobrado la pista.
Llega oscuro a San Antonio y se sienta junto a una de las pozas, a orillas del Massacará, a esperar la luz. La impaciencia no lo deja pensar. Con el primer rayo de sol, empieza a recorrer las casitas idénticas. La mayoría están vacías. El primer vecino que encuentra le señala dónde ir. Ingresa a un interior oscuro y pestilente y se detiene, hasta que sus ojos se acostumbren a la penumbra. Van apareciendo las paredes, con rayas, dibujos y un Corazón de Jesús. No hay muebles, cuadros, ni un mechero, pero queda como una reminiscencia de esas cosas que se llevaron los ocupantes.
La mujer está en el suelo y se reincorpora al verlo entrar. Hay a su alrededor trapos de colorines, una cesta de mimbre y un brasero. Tiene, en su falda, algo que le cuesta reconocer. Sí, es la cabeza de un ofidio. El rastreador advierte ahora la pelusa que sombrea la cara y los brazos de la mujer. Entre ella y la pared hay alguien tendido, del que ve medio cuerpo y los pies. Descubre la desolación que arrasa los ojos de la Barbuda. Se inclina y, en actitud respetuosa, le pregunta por el circo. Ella sigue mirándolo sin verlo y, por fin, con desaliento, le alcanza la cobra: puede comérsela. Rufino, acuclillado, le explica que no quiere quitarle la comida sino saber algo. La Barbuda habla del muerto. Ha estado agonizando a poquitos y la noche anterior expiró. Él la escucha, asintiendo. Ella se acusa, tiene cargos de conciencia, tal vez debió matar a Idílica antes para darle de comer. ¿Lo hubiera salvado, si lo hacía? Ella misma responde que no. La cobra y el muerto compartían con ella la vida desde los comienzos del circo. La memoria devuelve a Rufino imágenes del Gitano, del Gigante Pedrín y otros artistas que vio de niño, en Calumbí. La mujer ha oído que si no son enterrados en cajón, los muertos se van al infierno; eso la angustia. Rufino se ofrece a fabricar un ataúd y cavar una fosa para su amigo. Ella le pregunta a boca de jarro qué quiere. Rufino —su voz tiembla —se lo dice. ¿El forastero?, repite la Barbuda, ¿Galileo Gall? Sí, él. Se lo llevaron unos hombres a caballo, cuando salían del pueblo. Y habla otra vez del muerto, no podía arrastrarlo, le daba pena, y prefirió quedarse cuidándolo. ¿Eran soldados? ¿Guardias rurales? ¿Bandidos? No lo sabe. ¿Los que le cortaron los pelos en Ipupiará? No, no eran ésos. ¿Lo buscaban a él? Sí, a los cirqueros los dejaron en paz. ¿Partieron hacia Canudos? Tampoco lo sabe.
Rufino amortaja al difunto con las tablas de la ventana, que amarra con los trapos de colorines. Se echa al hombro el dudoso ataúd y sale, seguido por la mujer. Algunos vecinos lo guían hasta el cementerio y le prestan una pala. Abre una fosa, vuelve a llenarla y permanece allí mientras la Barbuda reza. Al volver al caserío, ella se lo agradece, efusivamente. Rufino, que ha estado con la mirada perdida, le pregunta: ¿se llevaron también a la mujer? La Barbuda pestañea. Tú eres Rufino, dice. Él asiente. Ella le cuenta que Jurema sabía que aparecería. ¿También a ella se la llevaron? No, se ha ido con el Enano, rumbo a Canudos. Un grupo de enfermos y de gente sana los oyen hablar, entretenidos. La fatiga que Rufino siente de pronto lo hace tambalearse. Le ofrecen hospitalidad y él acepta dormir en la casa que ocupa la Barbuda. Duerme hasta la noche. Al despertar, la mujer y una pareja le acercan una escudilla con una sustancia espesa. Conversa con ellos sobre la guerra y los trastornos del mundo. Cuando la pareja se va, interroga a la Barbuda sobre Galileo y Jurema. Ella le dice lo que sabe y, también, que se va a Canudos. ¿No teme meterse en la boca del lobo? Más teme quedarse sola; allá, tal vez, encuentre al Enano y puedan seguir acompañándose.
A la mañana siguiente, se despiden. El rastreador parte hacia el Oeste, pues los vecinos aseguran que ese rumbo tomaron los capangas. Marcha entre arbustos, espinas y matorrales y a media mañana esquiva una patrulla de exploradores que rastrilla la caatinga. A menudo se detiene a estudiar las huellas. Ese día no captura ninguna presa y sólo mastica yerbas. Pasa la noche en el Riacho de Varginha. A poco de retomar la travesía, divisa el Ejército del Cortapescuezos, ese que está en todas las bocas. Ve brillar las bayonetas en el polvo, oye el crujido de las cureñas rodando por la trocha. Reanuda su trotecito pero no entra a Zélia hasta oscurecer. Los vecinos le cuentan que, además de los soldados, han estado allí los yagunzos de Pajeú. Nadie recuerda a una partida de capangas con alguien como Gall. Rufino oye ulular a lo lejos los pitos de madera que, de manera intermitente, resonarán toda la noche.
Entre Zélia y Monte Santo, el terreno es llano, seco y puntiagudo, sin trochas. Rufino avanza temiendo ver en cualquier momento una patrulla. Encuentra agua y comida a media mañana. Pero después, tiene la sensación de no estar solo. Mira en torno, examina la caatinga, va y viene: nada. Sin embargo, un rato más tarde, ya no duda: lo espían, varios. Intenta perderlos, cambia el rumbo, se oculta, corre. Inútil: son pisteros que saben su oficio y están siempre ahí, invisibles y próximos. Resignado, marcha ya sin tomar precauciones, esperando que lo maten. Poco después oye a un hato de cabras. Por fin, avista un claro. Antes que a los hombres armados ve a la muchacha, albina, contrahecha, de mirada extraviada. Por sus ropas desgarradas, se ven moretones. Está distraída con un puñado de cencerros y un pito de madera, de esos con que los pastores dirigen el rebaño. Los hombres, una veintena, lo dejan acercarse sin dirigirle la palabra. Su aspecto es más de campesinos que de cangaceiros, pero están armados de machetes, carabinas, sartas de municiones, facas, cuernos con pólvora. Al llegar Rufino, uno de ellos se acerca a la muchacha, sonriendo para no asustarla. Ella abre mucho los ojos y queda inmóvil. El hombre, siempre tranquilizándola con gestos, le quita las campanillas y el pito y retorna donde sus compañeros. Rufino ve que todos ellos llevan colgados cencerros y pitos.
Están sentados en círculo, comiendo, algo apartados. No parecen dar la menor importancia a su llegada, como si lo estuvieran esperando. El rastreador se lleva la mano al sombrero de paja: «Buenas tardes». Algunos siguen comiendo, otros mueven la cabeza, y uno murmura, con la boca llena: «Alabado sea el Buen Jesús». Es un caboclo fortachón amarillento, con una cicatriz que lo ha privado casi de nariz. «Es Pajeú», piensa Rufino. «Me va a matar. » Siente tristeza, pues morirá sin haberle puesto la mano en la cara al que lo deshonró. Pajeú comienza a interrogarlo. Sin animosidad, sin siquiera pedirle sus armas: de dónde viene, para quién trabaja, adonde va, qué ha visto. Rufino responde sin vacilar, callándose sólo cuando lo interrumpe una nueva pregunta. Los demás siguen comiendo; sólo cuando Rufino explica qué es lo que busca y por qué, vuelven las caras y lo escudriñan, de pies a cabeza. Pajeú le hace repetir cuántas veces guió a las volantes que perseguían cangaceiros, a ver si se contradice. Pero como, desde un principio, Rufino ha optado por decir la verdad, no se equivoca. ¿Sabía que una de esas volantes perseguía a Pajeú? Sí, lo sabía. El ex–bandido dice entonces que recuerda a esa volante del Capitán Geraido Macedo, el Cazabandidos, pues le costó mucho trabajo zafarse de ella. «Eres buen pistero», dice. «Soy», responde Rufino. «Pero tus pisteros son mejores. Yo no pude librarme de ellos. » A ratos, de las enramadas, surge una figura sigilosa que viene a decir algo a Pajeú; parte, con la misma discreción fantasmal. Sin impacientarse, sin preguntar cuál será su suerte, Rufino los ve terminar de comer. Los yagunzos se ponen de pie, entierran los carbones de la fogata, borran las huellas de su presencia con ramas de icá. Pajeú lo mira. «¿No quieres salvarte?», le pregunta. «Primero tengo que salvar mi honor», dice Rufino. Nadie se ríe. Pajeú duda, unos segundos. «Al forastero que buscas se lo llevaron a Calumbí, donde el Barón de Cañabrava», murmura entre dientes. Parte de inmediato, con sus hombres. Rufino percibe a la muchacha albina, sentada en el suelo, y a dos urubús, en la copa de un imbuzeiro, carraspeando como viejos.
Se aleja inmediatamente del claro, pero no ha andado media hora cuando una parálisis se apodera de su cuerpo, una fatiga que lo tumba donde está. Despierta, con la cara, cuello y brazos llenos de picaduras. Por primera vez, desde Queimadas, siente una desazón amarga, el convencimiento de que todo es en vano. Reemprende la marcha, en dirección contraria. Pero ahora, pese a que atraviesa una zona que ha recorrido una y otra vez desde que supo andar, en la que sabe cuáles son los atajos y dónde buscar agua y el mejor sitio para tender trampas, la jornada se le hace interminable y todo el tiempo debe luchar contra el abatimiento. A menudo, vuelve a su cabeza algo que soñó esta tarde: la tierra es una delgada costra que, en cualquier momento, puede rajarse y tragarlo. Vadea Monte Santo, sigilosamente, y desde allí demora menos de diez horas en llegar a Calumbí. No se ha parado a descansar en toda la noche y a ratos ha corrido. No advierte, al atravesar la hacienda en que nació y pasó su infancia, el estado ruinoso de los sembríos, la escasez de hombres, el deterioro generalizado. Cruza a algunos peones que lo saludan, pero no les devuelve las buenas tardes ni responde sus preguntas. Ninguno le cierra el paso y algunos lo siguen, de lejos.
En el terraplén que rodea la casa grande, entre las palmeras imperiales y los tamarindos, hay hombres armados, además de peones que circulan por los establos, depósitos y cuadras de la servidumbre. Fuman, conversan. Las ventanas tienen las persianas bajas. Rufino avanza, despacio, atento a las actitudes de los capangas. Sin orden alguna, ni decirse palabra, éstos salen a su encuentro. No hay gritos, amenazas, ni siquiera diálogo entre ellos y Rufino. Cuando el rastreador llega a su altura, lo sujetan de los brazos. No lo golpean, no le quitan su carabina ni su machete ni su faca y evitan ser bruscos. Se limitan a impedirle avanzar. A la vez, lo palmean, lo saludan, le aconsejan que no sea terco y entienda razones. El rastreador tiene la cara empapada. Tampoco los golpea, pero trata de zafarse. Cuando se desprende de dos y da un paso ya hay otros dos, obligándolo a retroceder. El tira y afloja sigue así, un buen rato. Por fin, Rufino deja de forcejear y baja la cabeza. Los hombres lo sueltan. Mira la fachada de dos plantas, el techo de tejas, la ventana que es el despacho del Barón. Da un paso y en el acto se reconstituye la barrera de hombres. Se abre la puerta de la casa grande y sale alguien que conoce: Aristarco, el capataz, el que manda a los capangas.
—Si quieres verlo, el Barón te recibe ahora mismo —le dice, con amistad. El pecho de Rufino crece y decrece:
—¿Me va a entregar al forastero? Aristarco niega con la cabeza: —Lo va a entregar al Ejército. El Ejército te vengará. —Ese tipo es mío —murmura Rufino—. El Barón sabe eso.
—No es para ti, no te lo va a entregar —repite Aristarco—. ¿Quieres que él te lo explique?
Rufino, lívido, dice que no. Se le han hinchado las venas de la frente y del cuello, está desorbitado y suda.
—Dile al Barón que ya no es mi padrino —articula su voz rajada—. Y a él dile que estoy yendo a matar a la que me robó. Escupe, da media vuelta y se aleja, por donde vino.
Por la ventana del despacho, el Barón de Cañabrava y Galileo Gall vieron partir a Rufino y retornar a los sitios que ocupaban a guardianes y peones. Galileo estaba aseado, le habían dado una blusa y un pantalón en mejor estado que los que tenía. El Barón regresó a su escritorio, bajo una panoplia de facas y fuetes. Había una taza de café, humeando, y él bebió un trago, con la mirada distraída. Después, volvió a examinar a Gall como un entomólogo fascinado por una especie rara. Así lo miraba desde que lo vio entrar, extenuado y hambriento, entre Aristarco y sus capangas, y, más todavía, desde que lo oyó hablar.
—¿Hubiera mandado matar a Rufino? —preguntó Galileo, en inglés—. ¿Si insistía en entrar, si se ponía insolente? Sí, estoy seguro, lo hubiera mandado matar. —No se mata a los muertos, señor Gall —dijo el Barón—. Rufino está muerto. Lo mató usted, cuando le robó a Jurema. Mandándolo matar le hubiera hecho un favor, lo hubiera librado de la angustia de la deshonra. No existe peor suplicio para un sertanero. Abrió una caja de tabacos y, mientras encendía uno, imaginó un titular del Jornal de Noticias: «Agente inglés guiado por esbirro del Barón». Estaba bien pensado que Rufino le sirviera de pistero: ¿qué mejor prueba de complicidad con él?
—Lo único que no entendía era de qué se había valido Epaminondas para atraer al sertón al supuesto agente —dijo, moviendo los dedos como si los tuviera acalambrados—. No se me pasó por la cabeza que el cielo lo favoreciera poniendo en sus manos a un idealista. Raza curiosa, la de los idealistas. No conocía a ninguno y ahora, con pocos días de diferencia, he tratado a dos. El otro es el Coronel Moreira César. Sí, es también un soñador. Aunque sus sueños no coincidan con los suyos… Los interrumpió una viva agitación en el exterior. Fue a la ventana y, a través de los cuadraditos de la rejilla metálica, vio que no era Rufino, de vuelta, sino cuatro hombres con carabinas, a los que rodeaban Aristarco y los capangas. «Es Pajeú, el de Canudos», oyó decir a Gall, ese hombre que ni él mismo sabía si era un prisionero o su huésped. Examinó a los recién llegados. Tres permanecían mudos, mientras el cuarto hablaba con Aristarco. Era caboclo, bajo, macizo, ya no joven, con la piel como cuero de vaca. Una cicatriz seccionaba su cara: sí, podía ser Pajeú. Aristarco asintió varias veces y el Barón lo vio venir hacia la casa.
—Éste es un día de acontecimientos —murmuró, chupando su tabaco. Aristarco traía la cara impenetrable de siempre, pero el Barón adivinó la alarma que lo habitaba. —Pajeú —dijo, lacónicamente—. Quiere hablar con usted. El Barón, en vez de responder, se volvió a Gall:
—Le ruego que se retire ahora. Lo veré a la hora de la cena. Comemos temprano, aquí en el campo. A las seis.
Cuando hubo salido, preguntó al capataz si sólo habían venido esos cuatro. No, en los alrededores había por lo menos medio centenar de yagunzos. ¿Seguro que el caboclo era Pajeú? Sí, lo era.
—¿Qué ocurre si atacan Calumbí? —dijo el Barón—. ¿Podemos resistir? —Podemos hacernos matar —replicó el capanga, como si antes se hubiera dado a sí mismo esa respuesta—. De muchos de los hombres, ya no confío. También pueden irse a Canudos en cualquier momento. . El Barón suspiró.
—Tráelo —dijo—. Quiero que asistas a la entrevista.
Aristarco salió y un momento después estaba de vuelta, con el recién llegado. El hombre de Canudos se quitó el sombrero a la vez que se detenía, a un metro del dueño de casa. El Barón trató de identificar en esos ojitos pertinaces, en esas facciones curtidas, las fechorías y crímenes que se le atribuían. La feroz cicatriz, que podía ser de bala, faca o zarpa, rememoraba la violencia de su vida. Por lo demás, hubiera podido ser tomado por un morador. Pero éstos, cuando miraban al Barón, solían pestañear, bajar los ojos. Pajeú sostenía su mirada, sin humildad. —¿Tú eres Pajeú? —preguntó, por fin.
—Soy —asintió el hombre. Aristarco permanecía tras él, como una estatua. —Has hecho tantos estragos en esta tierra como la sequía —dijo el Barón—. Con tus robos, tus matanzas, tus pillajes.
—Fueron otros tiempos —repuso Pajeú, sin resentimiento, con una recóndita conmiseración—. En mi vida hay pecados de los que tendré que dar cuenta. Ahora ya no sirvo al Can sino al Padre.
El Barón reconoció ese tono: era el de los predicadores capuchinos de las Santas Misiones, el de los santones ambulantes que llegaban a Monte Santo, el de Moreira César, el de Galileo Gall. El tono de la seguridad absoluta, pensó, el de los que nunca dudan. Y, por primera vez, sintió curiosidad por oír al Consejero, ese sujeto capaz de convertir a un truhán en fanático. —¿A qué has venido?
—A quemar Calumbí —dijo la voz sin inflexiones.
—¿A quemar Calumbí? —El estupor cambió la expresión, la voz, la postura del Barón. —A purificarla —replicó el caboclo, despacio—. Después de tanto sudar, esta tierra merece descanso.
Aristarco no se había movido y el Barón, que había recobrado el aplomo, escudriñaba al ex–cangaceiro como, en épocas más tranquilas, solía hacerlo con las mariposas y las plantas de su herbario, ayudado por un lente de aumento. Sintió, de pronto, el deseo de penetrar en la intimidad del hombre, de conocer las secretas raíces de eso que decía. Y, a la vez, imaginaba a Sebastiana, escobillando los claros cabellos de Estela en medio de un círculo de llamas. Se puso pálido.
—¿No se da cuenta el infeliz del Consejero de lo que está haciendo? —Hacía esfuerzos por contener la indignación—. ¿No ve que las haciendas quemadas significan hambre y muerte para cientos de familias? ¿No se da cuenta de que esas locuras han traído ya la guerra a Bahía?
—Está en la Biblia —explicó Pajeú, sin inmutarse—. Vendrá la República, el Cortapescuezos, habrá un cataclismo. Pero los pobres se salvarán, gracias a Belo Monte. —¿Has leído tú la Biblia, siquiera? —murmuró el Barón.
—La ha leído él —dijo el caboclo—. Usted y su familia pueden irse. El Cortapescuezos ha estado aquí y se ha llevado pisteros, reses. Calumbí está maldita, se ha pasado al Can. —No permitiré que arrases la hacienda —dijo el Barón—. No sólo por mí. Sino por los centenares de personas para las que esta tierra representa la supervivencia. —El Buen Jesús se ocupará de ellas mejor que usted —dijo Pajeú. Era evidente que no quería ser ofensivo; hablaba esforzándose por mostrarse respetuoso; parecía desconcertado por la incapacidad del Barón para aceptar las verdades más obvias—. Cuando usted parta, todos se irán a Belo Monte.
—Para entonces, Moreira César lo habrá desaparecido —dijo el Barón—. ¿No comprendes que las escopetas y las facas no pueden resistir a un Ejército? No, nunca comprendería. Era tan vano tratar de razonar con él, como con Moreira César o con Gall. El Barón tuvo un estremecimiento; era como si el mundo hubiera perdido la razón y sólo creencias ciegas, irracionales, gobernaran la vida.
—¿Para esto se les ha mandado comida, animales, cargamentos de granos? —dijo—. El compromiso de Antonio Vilanova era que ustedes no tocarían Calumbí ni molestarían a mi gente. ¿Así cumple su palabra el Consejero? —Él tiene que obedecer al Padre —explicó Pajeú.
—O sea que es Dios quien ha ordenado que quemes mi casa —murmuró el Barón. —El Padre —corrigió el caboclo, con viveza, como para evitar un gravísimo malentendido—. El Consejero no quiere que se le haga daño a usted ni a su familia. Pueden irse todos los que quieran.
—Muy amable de tu parte —replicó el Barón, con sarcasmo—. No dejaré que quemes esta casa. No me iré.
Una sombra veló los ojos del caboclo y la cicatriz de su cara se crispó. —Si usted no se va, tendré que atacar y matar a gente que puede salvarse —explicó, con pesadumbre—. Matarlos a usted y a su familia. No quiero que esas muertes caigan sobre mi alma. Además, casi no habría pelea. —Señaló con la mano, atrás —: Pregúntele a Aristarco.
Esperó, implorando con la mirada una respuesta tranquilizadora. —¿Puedes darme una semana? —murmuró al fin el Barón—. No puedo partir… —Un día —lo interrumpió Pajeú—. Puede llevarse lo que quiera. No puedo esperar más. El Perro está yendo a Belo Monte y tengo que estar allá, yo también. —Se puso el sombrero, dio media vuelta y, de espaldas, a modo de despedida, añadió al cruzar el umbral seguido por Aristarco —: Alabado sea el Buen Jesús.
El Barón advirtió que se le había apagado el tabaco. Arrojó la ceniza, lo encendió y mientras daba una bocanada, calculó que no tenía posibilidad alguna de pedir ayuda a Moreira César antes de que se cumpliera el plazo. Entonces, con fatalismo —él también era, a fin de cuentas, un sertanero — se preguntó cómo tomaría Estela la destrucción de esta casa y esta tierra tan ligada a sus vidas.
Media hora después estaba en el comedor, con Estela a su derecha y Galileo Gall a su izquierda, sentados los tres en las sillas «austríacas» de altos espaldares. Todavía no oscurecía, pero los criados habían encendido las lámparas. El Barón observó a Gall: se llevaba las cucharadas a la boca con desgano y tenía la expresión atormentada de costumbre. Le había dicho que, si quería estirar las piernas, podía salir al exterior, pero Gall, salvo los momentos que pasaba conversando con él, permanecía en su cuarto —el mismo que había ocupado Moreira César — escribiendo. El Barón le había pedido un testimonio de todo lo que había ocurrido desde su entrevista con Epaminondas Gonce.
«¿A cambio de eso recuperaré la libertad?», le había preguntado Gall. El Barón negó con la cabeza: «Usted es la mejor arma que tengo contra mis enemigos». El revolucionario había permanecido mudo y el Barón dudaba que estuviera escribiendo esa confesión. ¿Qué era entonces lo que podía garabatear, día y noche? Sintió curiosidad, en medio de su desazón.
—¿Un idealista? —lo sorprendió la voz de Gall—. ¿Un hombre del que se dicen tantas atrocidades?
Comprendió que el escocés, sin prevenirlo, retomaba la conversación de su despacho. —¿Le parece raro que el Coronel sea un idealista? —repuso, en inglés—. Lo es, sin duda alguna. No le interesan el dinero, ni los honores y acaso ni siquiera el poder para él. Lo mueven cosas abstractas: un nacionalismo enfermizo, la idolatría del progreso técnico, la creencia de que sólo el Ejército puede poner orden y salvar a este país del caos y de la corrupción. Un idealista a la manera de Robespierre…
Calló, mientras un sirviente recogía los platos. Jugueteó con la servilleta, distraído, pensando que la noche próxima todo lo que lo rodeaba sería escombros y cenizas. Deseó un instante que ocurriera un milagro, que el Ejército de su enemigo Moreira César se presentara en Calumbí e impidiera ese crimen.
—Como ocurre con muchos idealistas, es implacable cuando quiere materializar sus sueños —añadió, sin que su cara trasluciera lo que sentía. Su esposa y Gall lo miraban— . ¿Sabe usted qué hizo en la Fortaleza de Anhato Miram, cuando la revuelta federalista contra el Mariscal Floriano? Ejecutar a ciento ochenta y cinco personas. Se habían rendido, pero no le importó. Quería un escarmiento.
—Las degolló —dijo la Baronesa. Hablaba el inglés sin la desenvoltura del Barón, despacio, pronunciando con temor cada sílaba—. ¿Sabe cómo le dicen los campesinos? Cortapescuezos.
El Barón soltó una risita; miraba, sin verlo, el plato que acababan de servirle. —Imagine lo que va a ocurrir cuando ese idealista tenga a su merced a los insurrectos monárquicos y anglofilos de Canudos —dijo, en tono lúgubre—. Él sabe que no son ni lo uno ni lo otro, pero es útil para la causa jacobina que lo sean, así que da lo mismo. ¿Por qué hace eso? Por el bien del Brasil, naturalmente. Y cree con toda su alma que es así. Tragó con dificultad y pensó en las llamas que arrasarían Calumbí. Las vio devorándolo todo, las sintió crepitando.
—A esos pobres diablos de Canudos los conozco bien —dijo, sintiendo las manos húmedas—. Son ignorantes, supersticiosos, y un charlatán puede hacerles creer que ha llegado el fin del mundo. Pero son también gente valerosa, sufrida, con un instinto certero de la dignidad. ¿No es absurdo? Van a ser sacrificados por monárquicos y anglofilos, ellos que confunden al Emperador Pedro II con uno de los apóstoles, que no tienen idea dónde está Inglaterra y que esperan que el Rey Don Sebastián salga del fondo del mar a defenderlos.
Volvió a llevarse el tenedor a la boca y tragó un bocado que le supo a hollín. —Moreira César decía que hay que desconfiar de los intelectuales —añadió—. Más aún de los idealistas, señor Gall.
La voz de éste llegó a sus oídos como si le hablara desde muy lejos: —Déjeme partir a Canudos. —Tenía la expresión encandilada, los ojos brillantes y parecía conmovido hasta el tuétano —: Quiero morir por lo mejor que hay en mí, por lo que creo, por lo que he luchado. No quiero acabar como un estúpido. Esos pobres diablos representan lo más digno de esta tierra, el sufrimiento que se rebela. A pesar del abismo que nos separa, usted puede entenderme.
La Baronesa, con un gesto, indicó al sirviente que recogiera los platos y saliera. —No le sirvo de nada —añadió Gall—. Soy ingenuo, tal vez, pero no fanfarrón. Esto no es un chantaje sino un hecho. De nada le valdrá entregarme a las autoridades, al Ejército. No diré palabra. Y, si hace falta, mentiré, juraré que he sido pagado por usted para acusar a Epaminondas Gonce de algo que no hizo. Porque aunque él sea una rata y usted un caballero, preteriré siempre a un jacobino que a un monárquico. Somos enemigos, Barón, no lo olvide. La Baronesa intentó ponerse de pie.
—No es necesario que te vayas —la contuvo el Barón. Escuchaba a Gall pero sólo podía
pensar en el fuego que abrasaría Calumbí. ¿Cómo se lo diría a Estela? —Déjeme partir a Canudos —repitió Gall.
—Pero ¿para qué? —exclamó la Baronesa—. Los yagunzos lo matarán, creyéndolo enemigo. ¿No dice usted que es ateo, anarquista? ¿Qué tiene que ver con Canudos? —Los yagunzos y yo coincidimos en muchas cosas, señora, aunque ellos no lo sepan — dijo Gall. Hizo una pausa y preguntó —: ¿Podré partir? El Barón, casi sin darse cuenta, le habló a su esposa, en portugués:
—Tenemos que irnos, Estela. Van a quemar Calumbí. No hay otro remedio. No tengo hombres para resistir y no vale la pena suicidarse. Vio que su esposa se quedaba inmóvil, que palidecía mucho, que se mordía los labios. Pensó que se iba a desmayar. Se volvió a Gall —: Como ve, Estela y yo tenemos algo grave que tratar. Iré a su cuarto, más tarde. Gall se retiró de inmediato. Los dueños de casa quedaron en silencio. La Baronesa esperaba, sin abrir la boca. El Barón le contó su conversación con Pajeú. Notó que ella hacía esfuerzos por parecerle serena, pero apenas lo conseguía: estaba demacrada, temblando. Siempre la había querido mucho, pero, en los momentos de crisis, además, la había admirado. Jamás la vio flaquear; tras esa apariencia delicada, grácil, decorativa, había un ser fuerte. Pensó que también esta vez ella sería su mejor defensa contra la adversidad. Le explicó que no podrían llevarse casi nada, que debían guardar en baúles lo más valioso y enterrarlos y que, lo demás, era mejor distribuirlo entre los criados y peones.
—¿No hay nada que hacer? —susurró la Baronesa, como si algún enemigo fuera a oírla. El Barón movió la cabeza: nada.
En realidad, no quieren hacernos daño a nosotros, sino matar al diablo y que la
tierra descanse. No se puede razonar con ellos. —Encogió los hombros y, como sintió que empezaba a conmoverse, puso fin al diálogo —: Partiremos mañana a mediodía. Es el plazo que me han dado.
La Baronesa asintió. Sus facciones se habían afilado, había pliegues en su frente y le chocaban los dientes.
—Entonces, habrá que trabajar toda la noche —dijo, levantándose. El Barón la vio alejarse y supo que, antes que nada, había ido a contárselo a Sebastiana. Mandó llamar a Aristarco y discutió con él los preparativos del viaje. Luego, se encerró en su despacho y durante mucho rato rompió cuadernos, papeles, cartas. Lo que llevaría consigo cabía en dos maletines. Cuando iba al cuarto de Gall comprobó que Estela y Sebastiana se habían puesto en acción. La casa era presa de una actividad febril y criadas y sirvientes circulaban de un lado a otro, acarreando cosas, descolgando objetos, llenando canastas, cajas, baúles y cuchicheando con caras de pánico. Entró sin llamar. Gall estaba escribiendo, en el velador, y al sentirlo, con la pluma todavía en la mano, lo interrogó con los ojos.
—Sé que es una locura dejarlo partir —dijo el Barón, con una media sonrisa que era en realidad una mueca—. Lo que tendría que hacer es pasearlo por Salvador, por Río, como se hizo con sus pelos, con el falso cadáver, con los falsos fusiles ingleses… Dejó la frase sin terminar, ganado por el desánimo.
—No se equivoque —dijo Galileo. Estaba muy cerca del Barón y sus rodillas se tocaban—. No voy a ayudarlo a resolver sus problemas, no seré nunca su colaborador. Estamos en guerra y todas las armas valen.
Hablaba sin agresividad y el Barón lo veía lejos: pequeñito, pintoresco, inofensivo, absurdo.
—Todas las armas valen —murmuró—. Es la definición de esta época, del siglo veinte que se viene, señor Gall. No me extraña que esos locos piensen que el fin del mundo ha llegado.
Veía tanta angustia en la cara del escocés que, súbitamente, sintió compasión por él. Pensó: «Todo lo que anhela es ir a morir como un perro entre gentes que no lo entienden y a las que no entiende. Cree que va a morir como un héroe y en realidad va a morir como lo que teme: como un idiota». El mundo entero le pareció víctima de un malentendido sin remedio.
—Puede usted partir —le dijo—. Le daré un guía. Aunque dudo que llegue a Canudos. Vio que la cara de Gall se encendía y le oyó balbucear un agradecimiento.
—No sé por qué lo dejo ir —añadió—. Tengo fascinación por los idealistas, aunque simpatía no, ninguna. Pero tal vez sí, algo, por usted, pues es un hombre perdido sin remedio y su fin será resultado de una equivocación.
Pero se dio cuenta que Gall no lo oía. Estaba recogiendo las páginas escritas del velador. Se las alcanzó:
—Es un resumen de lo que soy, de lo que pienso. —Su mirada, sus manos, su piel parecían en efervescencia—. Quizá no sea usted la persona más indicada para que le deje esto, pero no hay otra a mano. Léalo y, después, le agradecería que lo enviara a esa dirección, en Lyon. Es una revista, la publican unos amigos. No sé si sigue saliendo… — Calló, como avergonzado de algo—. ¿A qué hora puedo partir?
—Ahora mismo —dijo el Barón—. No necesito advertirle a lo que se arriesga, supongo. Lo más probable es que caiga en manos del Ejército. Y el Coronel lo matará de todos modos.
—No se mata a los muertos, señor, como usted dijo —repuso Gall—. Recuerde que ya me mataron en Ipupiará…
El grupo de hombres avanza por la extensión arenosa, los ojos clavados en el matorral. En las caras hay esperanza, pero no en la del periodista miope, quien, desde que salieron del campamento, piensa: «Será inútil». No ha dicho palabra que delate ese derrotismo con el que lucha desde que se racionó el agua. La poca comida no es problema para él, eterno inapetente. En cambio, soporta mal la sed. A cada rato, se descubre contando el tiempo que falta para tomar el sorbo de agua, según el rígido horario que se ha puesto. Tal vez por eso acompaña a la patrulla del Capitán Olimpio de Castro. Lo sensato sería aprovechar estas horas en el campamento, descansando. Esta correría, a él, tan mal jinete, lo fatigará y, por supuesto, aumentará su sed. Pero no, allá en el campamento la angustia haría presa de él, lo llenaría de suposiciones lúgubres. Aquí, por lo menos, está obligado a concentrarse en el esfuerzo que significa para él no caerse de la montura. Sabe que sus anteojos, sus ropas, su cuerpo, su tablero, su tintero, son motivo de burla entre los soldados. Pero eso no le molesta.
El rastreador que guía a la patrulla señala el pozo. Al periodista le basta la expresión del hombre para saber que el pozo ha sido también cegado por los yagunzos. Los soldados se precipitan con recipientes, empujándose; oye el ruido de las latas al chocar contra las piedras y ve la decepción, la amargura de los hombres. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no está en su desordenada casita de Salvador, entre sus libros, fumándose una pipa de opio, sintiendo esa gran paz?
—Bueno, era de esperar —murmura el Capitán Olimpio de Castro—. ¿Cuántos pozos quedan por los alrededores?
—Sólo dos por ver. —El rastreador hace un gesto escéptico —: No creo que valga la pena.
—No importa, verifique —lo interrumpe el Capitán—. Tienen que estar de vuelta antes de que oscurezca, Sargento.
El oficial y el periodista hacen un trecho con el resto de la patrulla y cuando están ya lejos del matorral, otra vez en la extensión calcinada, oyen murmurar al rastreador que se está cumpliendo la profecía del Consejero: el Buen Jesús encerrará a Canudos en un círculo, fuera del cual desaparecería la vida vegetal, animal y, por último, humana.
—Si crees eso ¿qué haces con nosotros? —le pregunta Olimpio de Castro. El rastreador se toca la garganta:
—Tengo más miedo al Cortapescuezos que al Can.
Algunos soldados ríen. El Capitán y el periodista miope se apartan de la patrulla. Cabalgan un rato hasta que el oficial, compadecido de su compañero, pone su caballo al paso. El periodista, aliviado, violentando su horario, bebe un sorbo de agua. Tres cuartos de hora después divisan las barracas del campamento.
Acaban de pasar al primer centinela, cuando los alcanza la polvareda de otra patrulla, que viene del Norte. El Teniente que la comanda, muy joven, cubierto de tierra, está contento.
—¿Y? —le dice Olimpio de Castro, a modo de saludo—. ¿Lo encontró? El Teniente se lo muestra, con el mentón. El periodista miope descubre al prisionero. Tiene las manos amarradas, expresión de terror y ese camisón debe haber sido su sotana. Es bajito, robusto, barrigón, con mechones blancos en las sienes. Mueve los ojos, en una dirección y en otra. La patrulla prosigue su marcha, seguida por el Capitán y el periodista. Cuando llega ante la tienda del jefe del Séptimo Regimiento, dos soldados le sacuden la ropa al prisionero a palmazos. Su llegada produce revuelo, muchos se acercan a observarlo. Al hombrecillo le castañetean los dientes y mira con pánico, como temiendo que lo vayan a golpear. El Teniente lo arrastra al interior de la tienda y el periodista miope se desliza tras ellos.
—Misión cumplida, Excelencia —dice el joven oficial, chocando los talones. Moreira César se levanta de una mesita plegable, donde está sentado entre el Coronel Tamarindo y el Mayor Cunha Matos. Se acerca y examina al prisionero, con sus ojitos fríos. Su cara no trasluce emoción, pero el periodista miope advierte que se muerde el labio inferior, como siempre que algo lo impresiona.
—Buen trabajo. Teniente —dice, estirándole !a mano—. Vaya a descansar ahora. El periodista miope ve que los ojos del Coronel se posan un instante en los suyos y teme que le ordene salir. Pero no lo hace. Moreira César estudia al prisionero con detenimiento. Son casi de la misma altura, aunque el oficial es mucho más delgado. —Está usted muerto de miedo.
—Sí, Excelencia, lo estoy —tartamudea el prisionero. Apenas puede hablar, por el temblor—. He sido maltratado. Mi condición de sacerdote…
—No le ha impedido ponerse al servicio de los enemigos de su patria —lo calla el Coronel. Da unos pasos, frente al párroco de Cumbe, que ha bajado la cabeza. —Soy un hombre pacífico. Excelencia —gime.
—No, usted es un enemigo de la República, al servicio de la subversión restauradora y de una potencia extranjera.
—¿Una potencia extranjera? —balbucea el Padre Joaquim, con un estupor tan grande que ha interrumpido su miedo.
—A usted no le admito la coartada de la superstición —añade Moreira César, en voz suave, con las manos en la espalda—. Las pamplinas del fin del mundo, del Diablo y de Dios.
Las otras personas siguen, mudas, los desplazamientos del Coronel. El periodista miope siente en la nariz la comezón que precede al estornudo y eso, no sabe por qué, lo alarma.
—Su miedo me revela que está al tanto, señor cura —dice Moreira, con aspereza—. En efecto, tenemos los medios de hacer hablar al yagunzo más bravo. De manera que no nos haga perder tiempo.
—No tengo nada que ocultar —balbucea el párroco, temblando otra vez—. No sé si he hecho bien o mal, estoy confuso…
—Ante todo, las complicidades exteriores —lo interrumpe el Coronel y el periodista miope nota que el oficial mueve, nerviosos, los dedos enlazados a la espalda—. Terratenientes, políticos, asesores militares, nativos o ingleses.
—¿Ingleses? —exclama el cura, desorbitado—. Nunca vi un extranjero en Canudos, sólo la gente más humilde y más pobre. Qué hacendado ni político pondría los pies entre tanta miseria. Se lo aseguro, señor. Hay gente venida de lejos, desde luego. De Pernambuco, del Piauí. Es una de las cosas que me sorprenden. Cómo tanta gente ha podido…
—¿Cuanta? —le interrumpe el Coronel y el curita respinga.
—Miles —murmura—. Cinco, ocho mil, no sé. Los más pobres, los más desamparados. Se lo dice alguien que ha visto mucha miseria. Aquí abundan, con la sequía, las epidemias. Pero allá parece que se hubieran dado cita, que Dios los hubiera congregado.
Enfermos, inválidos, todas las gentes sin esperanza, viviendo unos encima de otros. ¿No era mi obligación de sacerdote estar con ellos?
—Siempre ha sido política de la Iglesia Católica estar donde cree que está su conveniencia —dice Moreira César—. ¿Fue su Obispo quien le ordenó ayudar a los revoltosos?
—Y, sin embargo, pese a la miseria, esa gente es feliz —balbucea el Padre Joaquim como si no lo hubiera oído. Sus ojos revolotean entre Moreira César, Tamarindo y Cunha Matos—. La más feliz que he visto señor. Es difícil admitirlo, también para mí. Pero es así, es así. El les ha dado una tranquilidad de espíritu, una resignación a las privaciones, al sufrimiento, que es algo milagroso.
—Hablemos de las balas explosivas —dice Moreira César—. Entran en el cuerpo y revientan como una granada, abriendo cráteres. Los médicos no habían visto heridas así en el Brasil. ¿De dónde salen? ¿Algún milagro, también?
—No sé nada de armas —balbucea el Padre Joaquim—. Usted no lo cree, pero es cierto, Excelencia. Se lo juro por el hábito que visto. Ocurre algo extraordinario allá. Esa gente vive en gracia de Dios.
El Coronel lo mira con sorna. Pero, en un rincón, el periodista miope ha olvidado la sed y se halla pendiente de las palabras del párroco, como si lo que dice fuera para él de vida o muerte.
—¿Santos, justos, bíblicos, elegidos de Dios? ¿Eso es lo que debo tragarme? —dice el Coronel—. ¿Eso son los que queman haciendas, asesinan y llaman Anticristo a la República?
—No me hago entender, Excelencia —chilla el prisionero—. Han cometido actos terribles, desde luego. Pero, pero…
—Pero usted es su cómplice —murmura el Coronel—. ¿Qué otros curas los ayudan?
—Es difícil de explicar —baja la cabeza el párroco de Cumbe—. Al principio, iba a decirles misa y jamás vi fervor igual, una participación así. Extraordinaria la fe de esa gente, señor. ¿No era pecado volverles la espalda? Por eso seguí yendo, pese a la prohibición del Arzobispo. ¿No era pecado dejar sin sacramentos a quienes creen como no he visto creer a nadie? Para ellos la religión lo es todo en la vida. Le estoy abriendo mi conciencia. Yo sé que no soy un sacerdote digno, señor.
El periodista miope quisiera, de pronto, tener consigo un tablero, su pluma, su tintero, sus papeles.
—Tuve una conviviente, hice vida marital muchos años —balbucea el cura de Cumbe—. Tengo hijos, señor.
Queda cabizbajo, temblando, y es seguro, piensa el periodista miope, que no percibe la risita del Mayor Cunha Matos. Piensa que seguramente está rojo de rubor bajo la costra de tierra que le embadurna la cara.
—Que un cura tenga hijos no me quita el sueño —dice Moreira César—. Sí, en cambio, que la Iglesia Católica esté con los facciosos. ¿Qué otros sacerdotes ayudan a Canudos?
—Y él me dio una lección —dice el Padre Joaquim—. Ver cómo era capaz de vivir prescindiendo de todo, consagrado al espíritu, a lo más importante. ¿Acaso Dios, el alma, no deberían ser lo primero?
—¿El Consejero? —pregunta Moreira César, con sarcasmo—. ¿Un santo, sin duda?
—No lo sé, Excelencia —dice el prisionero—. Me lo pregunto todos los días, desde que lo vi entrar en Cumbe, hace ya muchos años. Un loco, pensaba al principio, como la jerarquía. Vinieron unos Padres capuchinos, mandados por el Arzobispo, a averiguar. No entendieron nada, se asustaron, también dijeron que era loco. ¿Pero cómo se explica entonces, señor? Esas conversiones, esa serenidad de espíritu, la felicidad de tantos miserables.
—¿Y cómo se explican los crímenes, la destrucción de propiedades, los ataques al Ejército? —lo interrumpe el Coronel.
—Cierto, cierto, no tienen excusa —asiente el Padre Joaquim—. Pero ellos no se dan cuenta de lo que hacen. Es decir, son crímenes que cometen de buena fe. Por amor de Dios, señor. Hay una gran confusión, sin duda.
Aterrado, mira en derredor, como si hubiera dicho algo que podría provocar una tragedia.
—¿Quiénes han inculcado a esos infelices que la República es el Anticristo? ¿Quién ha convertido esas locuras religiosas en un movimiento militar contra el régimen? Eso es lo que quiero saber, señor cura. —Moreira César sube la voz, que suena destemplada—. ¿Quién ha puesto a esa pobre gente al servicio de los políticos que quieren restaurar la monarquía en el Brasil?
—Ellos no son políticos, no saben nada de política —chilla el Padre Joaquim—. Están contra el matrimonio civil, por eso lo del Anticristo. Son cristianos puros, señor. No pueden entender que haya matrimonio civil cuando existe un sacramento creado por Dios…
Pero enmudece, después de emitir un gruñido, porque Moreira César ha sacado la pistola de su cartuchera. La descerroja, calmado, y apunta al prisionero en la sien. El corazón del periodista miope parece un bombo y las sienes le duelen del esfuerzo que hace por contener el estornudo.
— ¡No me mate! ¡No me mate, por lo que más quiera, Excelencia, señor!
—Se ha dejado caer de rodillas.
—Pese a mi advertencia, nos hace perder tiempo, señor cura —dice el Coronel.
—Es verdad, les he llevado medicinas, provisiones, les he hecho encargos —gime el Padre Joaquim—. También explosivos, pólvora, cartuchos de dinamita. Los compraba para ellos en las minas de Cacabú. Fue un error, sin duda. No lo sé, señor, no pensé. Me causa tanto malestar, tanta envidia, por esa fe, esa serenidad de espíritu que nunca he tenido. ¡No me mate!
—¿Quiénes los ayudan? —pregunta el Coronel—. ¿Quiénes les dan armas, provisiones, dinero?
—No sé quiénes, no sé —lloriquea el cura—. Es decir, sí, muchos hacendados. Es la costumbre, señor, como con los bandidos. Darles algo para que no ataquen, para que se vayan a otras tierras.
—¿También de la hacienda del Barón de Cañabravas reciben ayuda? —lo interrumpe Moreira César.
—Sí, supongo que también de Calumbí, señor. Es la costumbre. Pero eso ha cambiado, muchos se han ido. Jamás he visto a un terrateniente, a un político o a un extranjero en Canudos. Sólo a miserables, señor. Le digo todo lo que sé. Yo no soy como ellos, no quiero ser mártir, no me mate. Se le corta la voz y rompe en llanto, encogiéndose.
—En esa mesa hay papel —dice Moreira César—. Quiero un mapa detallado de Canudos. Calles, entradas, cómo está defendido el lugar.
—Sí, sí —gatea hacia la mesita plegable el Padre Joaquim—. Todo lo que sepa, no tengo por qué mentirle.
Se encarama en el asiento y comienza a dibujar. Moreira César, Tamarindo y Cunha Matos lo rodean. En su rincón, el periodista del Jornal de Noticias siente alivio. No verá volar en pedazos la cabeza del curita. Divisa su perfil ansioso mientras dibuja el mapa que le han pedido. Lo oye responder atropelladamente a preguntas sobre trincheras, trampas, caminos cortados. El periodista miope se sienta en el suelo y estornuda, dos, tres, diez veces. La cabeza le revolotea y vuelve a sentir, compulsiva, la sed. El Coronel y los otros oficiales hablan con el prisionero sobre «nidos de fusileros» y «puestos de avanzada» —éste no parece entender bien qué son — y él abre su cantimplora y bebe un largo trago, pensando que ha violentado una vez más su horario. Distraído, aturdido, desinteresado, oye discutir a los oficiales sobre los confusos datos que les da el párroco y al Coronel explicar dónde se instalarán las ametralladoras, los cañones, y en qué forma deben desplegarse las compañías para encerrar a los yagunzos en una tenaza. Lo oye decir:
—Debemos impedirles toda posibilidad de fuga.
Ha terminado el interrogatorio. Dos soldados entran a llevarse al prisionero. Antes de que salga, Moreira César le dice:
—Como conoce esta tierra, ayudará a los guías. Y nos ayudará a identificar a los jefecillos, cuando llegue la hora.
—Creí que lo iba usted a matar —dice, desde el suelo, el periodista miope, cuando se lo han llevado.
El Coronel lo mira como si sólo ahora lo descubriera.
—El señor cura nos será útil en Canudos —responde—. Y, además, conviene que se sepa que la adhesión de la Iglesia a la República no es tan sincera como algunos creen. El periodista miope sale de la tienda. Ha anochecido y la luna, grande y amarilla, baña el campamento. Mientras avanza hacia la barraca que comparte con el periodista viejo y friolento, la corneta anuncia el rancho. El sonido se repite, a lo lejos. Se han encendido, aquí y allá, fogatas, y él pasa entre grupos de soldados que van en busca de las magras raciones. En la barraca, encuentra a su colega. Como siempre, tiene su bufanda enrollada al cuello. Mientras hacen la cola de la comida, el periodista del Jornal de Noticias le cuenta todo lo que ha visto y oído en la tienda del Coronel. Comen, sentados en tierra, conversando. El rancho es una sustancia espesa, con un remoto sabor a mandioca, un poco de farinha y dos terrones de azúcar. Les dan también café que les sabe a maravilla.
—¿Qué lo ha impresionado tanto? —le pregunta su colega.
—No entendemos lo que pasa en Canudos —responde él—. Es más complicado, más confuso de lo que creía.
—Bueno, yo nunca creí que los emisarios de Su Majestad británica estuvieran en los sertones, si se refiere a eso —gruñe el periodista viejo—. Pero tampoco puedo creerme el cuento del curita de que sólo hay amor a Dios detrás de todo eso. Demasiados fusiles, demasiados estragos, una táctica muy bien concebida para que todo sea obra de Sebastianistas analfabetos.
El periodista miope no dice nada. Retornan a la barraca y, de inmediato, el viejo se abriga y se duerme. Pero él permanece despierto, escribiendo con su tablero portátil sobre las rodillas, a la luz de un candil. Se tumba en su manta cuando oye el toque de silencio. Imagina a los soldados que duermen a la intemperie, vestidos, al pie de sus fusiles, alineados de a cuatro, y a los caballos, en su corral, junto a las piezas de artillería. Está mucho rato desvelado pensando en los centinelas que recorren el perímetro del campamento y que, a lo largo de la noche, se comunicarán mediante silbatos. Pero, a la vez, subyacente, aguijoneante, turbadora, hay en su conciencia otra preocupación: el cura prisionero, sus balbuceos, sus palabras. ¿Tiene razón su colega, el Coronel? ¿Puede explicarse Canudos de acuerdo a los conceptos familiares de conjura, rebeldía, subversión, intrigas de los políticos que quieren la restauración monárquica? Hoy, oyendo al empavorecido curita, ha tenido la certidumbre que no. Se trata de algo más difuso, inactual, desacostumbrado, algo que su escepticismo le impide llamar divino o diabólico o simplemente espiritual. ¿Qué, entonces? Pasa la lengua por su cantimplora vacía y poco después cae dormido.
Cuando la primera \w raya el horizonte, se escucha, en un extremo del campamento, el tintineo de unos cencerros y balidos. Un pequeño brote de arbustos comienza a agitarse. Algunas cabezas se yerguen, en la sección que custodia ese flanco del Regimiento. El centinela que se estaba alejando regresa ligero. Los que han sido despertados por el ruido esfuerzan los ojos, se llevan las manos a la oreja. Sí: balidos, campanillas. En sus caras soñolientas, sedientas, hambrientas, hay ansiedad, alegría. Se frotan los ojos, se hacen señas de guardar silencio, se incorporan con sigilo y corren hacia los arbustos. Ahí están siempre los balidos, el tintineo. Los primeros que llegan al matorral divisan a los carneros, blancuzcos en la sombra azulada… choccc, choccc… Ha cogido a uno de los animales cuando estalla el tiroteo y se escuchan los ayes de dolor de los que ruedan por el suelo, alcanzados por balas de carabina o dardos de ballesta.
En el otro extremo del campamento, suena la diana, anunciando a la Columna que se reanuda la marcha.
El saldo de la emboscada no es muy grave —dos muertos, tres heridos — y las patrullas que salen en pos de los yagunzos, aunque no los capturan, traen una docena de carneros que refuerzan el rancho. Pero, tal vez por las crecientes dificultades con el alimento y el agua, tal vez por la cercanía de Canudos, la reacción de la tropa ante la emboscada revela un nerviosismo que hasta ahora no se había manifestado. Los soldados de la compañía a la que pertenecen las víctimas piden a Moreira César que el prisionero sea ejecutado, en represalia. El periodista miope comprueba el cambio de actitud de los hombres apiñados en torno al caballo blanco del jefe del Séptimo Regimiento: caras descompuestas, odio en las pupilas. El Coronel los deja hablar, los escucha, asiente, mientras ellos se quitan la palabra. Por fin, les explica que ese prisionero no es un yagunzo del montón, sino alguien cuyos conocimientos serán preciosos para el Regimiento allá en Canudos.
—Se vengarán —les dice—. Ya falta poco. Guarden esa rabia, no la desperdicien. Ese mediodía, sin embargo, los soldados tienen la venganza que anhelan. El Regimiento está pasando junto a un promontorio pedregoso, en el que se divisa —el espectáculo es frecuente — el pellejo y la cabeza de una vaca a la que los urubús han arrancado todo lo comestible. Un palpito hace murmurar a un soldado que esa res muerta es un escondrijo de vigía. Apenas lo ha dicho cuando varios rompen la formación, corren y, con aullidos de entusiasmo, ven asomar del hueco donde estaba apostado, debajo de la vaca, un yagunzo esquelético. Caen sobre él, le hunden sus cuchillos, sus bayonetas. Inmediatamente lo decapitan y van a mostrarle su cabeza a Moreira César. Le dicen que la dispararán con un cañón a Canudos, para que los rebeldes sepan lo que les espera. El Coronel le comenta al periodista miope que la tropa se halla en excelente forma para el combate.
Aunque pasó la noche viajando, Galileo Gall no sentía sueño. Las cabalgaduras eran viejas y flacas, pero no dieron muestras de cansancio hasta entrada la mañana. No era fácil la comunicación con el guía Ulpino, hombre de rasgos fuertes y piel cobriza que mascaba tabaco. Casi no cambiaron palabras hasta el mediodía, en que hicieron un alto para comer. ¿Cuánto tardarían hasta Canudos? El guía, escupiendo la brizna que mordisqueaba, no le dio una respuesta precisa. Si los caballos respondían, dos o tres días. Pero eso era en tiempos normales, no en éstos… Ahora no seguirían el camino recto, irían pespunteando, para evitar a los yagunzos y a los soldados, pues, cualquiera de ellos, les quitarían los animales. Gall sintió, de pronto, gran cansancio y casi al instante se quedó dormido.
Unas horas después, reanudaron la marcha. A poco de partir pudieron refrescarse, en un ínfimo arroyo de agua salobre. Mientras avanzaban, entre colinas de cascajo y llanos crispados de cardos y palmatorias, la impaciencia angustiaba a Gall. Recordó aquel amanecer de Queimadas donde pudo morir y en el que el sexo volvió a su vida. Se perdía al fondo de su memoria. Descubrió, asombrado, que no tenía idea de la fecha: ni día ni mes. El año sólo podía seguir siendo 1897. Era como si en esta región que recorría incesantemente, rebotando de un lado a otro, el tiempo hubiera sido abolido, o fuera un tiempo distinto, con su propio ritmo. Trató de recordar qué ocurría, en las cabezas que había palpado aquí, con d sentido de la cronología. ¿Existía un órgano específico vinculado a la relación del hombre con el tiempo? Sí, por supuesto. ¿Era un huesecillo, una imperceptible depresión, una temperatura? No recordaba su asiento. Pero sí, en cambio, las aptitudes o ineptitudes que revelaba: puntualidad e impuntualidad, previsión del futuro o improvisación continua, capacidad para organizar con método la vida o existencias socavadas por el desorden, comidas por la confusión… «Como la mía», pensó. Sí, él era un caso típico de personalidad cuyo destino era el tumulto crónico, una vida que por todas partes se disolvía en caos… Lo había comprobado en Calumbí, cuando trataba febrilmente de resumir aquello en lo que creía y los hechos centrales de su biografía. Había sentido la desmoralizadora sensación de que era imposible ordenar, jerarquizar ese vértigo de viajes, paisajes, gentes, convicciones, peligro, exaltaciones, infortunios. Y, lo más probable, es que en esos papeles que habían quedado en manos del Barón de Cañabrava no se transparentara bastante lo que sí era constante en su vida, esa lealtad que nunca había incumplido, algo que podía dar un semblante de orden al desorden: su pasión revolucionaria, su gran odio a la infelicidad y la injusticia que padecían tantos hombres, su voluntad de contribuir de algún modo a que aquello cambiara. «Nada de lo que usted cree es cierto ni sus ideales tienen nada que ver con lo que pasa en Canudos. » La frase del Barón vibró de nuevo en sus oídos y lo irritó. ¿Qué podía entender de sus ideales un terrateniente aristócrata que vivía como si la Revolución Francesa no hubiera tenido lugar? ¿Alguien consideraba «idealismo» una mala palabra? ¿Qué podía entender de Canudos la persona a quien los yagunzos le arrebataron una hacienda y le estaban quemando otra? Calumbí era, sin duda, en este momento, pasto de las llamas. Él sí podía entender ese fuego, él sabía muy bien que no era obra del fanatismo o la locura. Los yagunzos estaban destruyendo el símbolo de la opresión. Oscura, sabiamente, intuían que siglos de régimen de propiedad privada llegaban a arraigar de tal modo en las mentes de los explotados, que ese sistema podía parecerles de derecho divino y, los terratenientes, seres de naturaleza superior, semidioses. ¿No era el fuego la mejor manera de probar la falsedad de esos mitos, de disipar los temores de las víctimas, de hacer ver a las masas de hambrientos que el poder de los propietarios era destruible, que los pobres tenían la fuerza necesaria para acabar con él? El Consejero y sus hombres, pese a las escorias religiosas que arrastraban, sabían dónde había que golpear. En los fundamentos mismos de la opresión: la propiedad, el Ejército, la moral oscurantista. ¿Había cometido un error escribiendo esas páginas autobiográficas que dejó en manos del Barón? No, ellas no harían daño a la causa. ¿Pero no era absurdo confiar algo tan personal a un enemigo? Porque el Barón era su enemigo. Sin embargo, no sentía por él animadversión. Tal vez porque, gracias a él, había podido sentir que entendía todo lo que oía y que le entendían todo lo que decía: era algo que no le pasaba desde que salió de Salvador. ¿Por qué había escrito esas páginas? ¿Porque sabía que iba a morir? ¿Las había escrito en un arranque de debilidad burguesa, porque no quería acabar sin dejar rastro de él en el mundo? De pronto se le ocurrió que a lo mejor había embarazado a Jurema. Sintió una especie de pánico. Siempre le había producido un rechazo visceral la idea de un hijo y tal vez ello había influido en su decisión de Roma, de abstención sexual. Se había dicho, siempre, que su horror a la paternidad era consecuencia de su convicción revolucionaria. ¿Cómo puede un hombre estar disponible para la acción si tiene la responsabilidad de un apéndice al que hay que alimentar, vestir, cuidar? También en eso había sido constante: ni mujer, ni hijos ni nada que pudiera coartar su libertad y debilitar su rebeldía.
Cuando ya chispeaban estrellas, desmontaron en un bosquecillo de veíame y macambira. Comieron sin hablar y Galileo se durmió antes de tomar el café. Tuvo un sueño sobresaltado, con imágenes de muerte. Cuando Ulpino lo despertó, era aún noche cerrada y se oía un lamento que podía ser de zorro. El guía había calentado café y ensillado los caballos. Trató de entablar conversación con Ulpino. ¿Cuánto tiempo trabajaba con el Barón? ¿Qué pensaba de los yagunzos? El guía respondía con tantas evasivas que no insistió. ¿Era su acento extranjero lo que hacía brotar la desconfianza en esta gente? ¿O era una incomunicación más profunda, de manera de sentir y de pensar? En ese momento, Ulpino dijo algo que no entendió. Le hizo repetir y esta vez sus palabras sonaron claras: ¿por qué iba a Canudos? «Porque allá pasan cosas por las que he luchado toda mi vida», le dijo. «Allá están creando un mundo sin opresores ni oprimidos, donde todos son libres e iguales. » Le explicó, en los términos más sencillos de que era capaz, por qué Canudos era importante para el mundo, cómo ciertas cosas que hacían los yagunzos coincidían con un viejo ideal por el que muchos hombres habían dado la vida. Ulpino no lo interrumpió ni lo miró mientras hablaba, y Gall no podía evitar sentir que lo que decía resbalaba en el guía, como el viento en las rocas, sin mellarlo. Cuando calló, Ulpino, ladeando un poco la cabeza, y de una manera que a Gall le pareció extraña, murmuró que él creía que iba a Canudos a salvar a su mujer. Y, ante la sorpresa de Gall, insistió: ¿no dijo Rufino que iba a matarla? ¿No le importaba que la matara? ¿No era su mujer acaso? ¿Para qué se la había robado, entonces? «Yo no tengo mujer, yo no he robado a nadie», replicó Gall, con fuerza. Rufino hablaba de otra persona, era víctima de un malentendido. El guía retornó a su mudez.
No volvieron a hablar hasta horas más tarde, en que encontraron a un grupo de peregrinos, con carretas y tinajas, que les dieron de beber. Cuando los dejaron atrás, Gall sintió abatimiento. Habían sido las preguntas de Ulpino, tan inesperadas, y su tono admonitivo. Para no recordar a Jurema ni a Rufino, pensó en la muerte. No la temía, por eso la había desafiado tantas veces. Si los soldados lo capturaban antes de llegar a Canudos, se les enfrentaría hasta obligarlos a matarlo, para no pasar por la humillación de la tortura y, quizá, del acobardamiento.
Notó que Ulpino parecía inquieto. Hacía media hora que cruzaban una caatinga cerrada, en medio de vaharadas de aire caliente, cuando el guía empezó a escudriñar el ramaje.
«Estamos rodeados —susurró—. Mejor esperar que se acerquen. » Bajaron de los caballos. Gall no alcanzaba a distinguir nada que indicara seres humanos en el contorno. Pero, poco después, unos hombres armados con escopetas, ballestas, machetes y facas surgieron de entre los árboles. Un negro, ya entrado en años, enorme, semidesnudo, hizo un saludo que Gall no entendió y preguntó de dónde venían. Ulpino repuso que de Calumbí, que iban a Canudos e indicó la ruta que habían seguido para, afirmó, no tropezar con los soldados. El diálogo era difícil pero no le parecía inamistoso. Vio en eso que el negro cogía las riendas del caballo del guía y se subía a él, a la vez que otro hacía lo mismo con el suyo. Dio un paso hacia el negro y en el acto todos los que tenían escopetas lo apuntaron. Hizo gestos de paz y pidió que lo escucharan. Explicó que tenía que llegar pronto a Canudos, hablar con el Consejero, decirle algo importante, que él iba a ayudarlos contra los soldados…, pero, calló, derrotado por las caras distantes, apáticas, burlonas de los hombres. El negro esperó un momento, pero al ver que Gal! permanecía callado dijo algo que éste tampoco entendió. Y al instante partieron, tan discretos como habían aparecido.
—¿Qué dijo? —murmuró Gall.
—Que a Belo Monte y al Consejero los defienden el Padre, el Buen Jesús y el Divino —le contestó Ulpino—. No necesitan más ayuda.
Y añadió que no estaban tan lejos, así que no se preocupara por los caballos. Se pusieron en camino de inmediato. La verdad era que, con lo enredado de la caatinga, avanzaban al mismo ritmo que montados. Pero la pérdida de los caballos había sido, también, la de las alforjas con provisiones y a partir de entonces mataron el hambre con frutas secas, tallos y raíces. Como Gall advirtió que, desde que salieron de Calumbí, recordar los incidentes de la última etapa de su vida, abría las puertas de su ánimo al pesimismo, trató —era un viejo recurso — de enfrascarse en reflexiones abstractas, impersonales. «La ciencia contra la mala conciencia. » ¿No planteaba Canudos una interesante excepción a la ley histórica según la cual la religión había servido siempre para adormecer a los pueblos e impedirles rebelarse contra los amos? El Consejero había utilizado la superstición religiosa para soliviantar a los campesinos contra el orden burgués y la moral conservadora y enfrentarlos a aquellos que tradicionalmente se habían valido de las creencias religiosas para mantenerlos sometidos y esquilmados. La religión era, en el mejor de los casos, lo que había escrito David Hume —un sueño de hombres enfermos—, sin duda, pero en ciertos casos, como el de Canudos, podía servir para arrancar a las víctimas sociales de su pasividad y empujarlas a la acción revolucionaria, en el curso de la cual las verdades científicas, racionales, irían sustituyendo a los mitos y fetiches irracionales. ¿Tendría ocasión de enviar una carta sobre este tema a l'Étincelle de la révoltel Intentó de nuevo entablar conversación con el guía. ¿Qué pensaba Ulpino de Canudos? Éste permaneció masticando, un buen rato, sin contestar. Por fin, con tranquilo fatalismo, como si no le concerniera, dijo: «Les cortarán el pescuezo a todos». Gall pensó que no tenían nada más que decirse. Al salir de la caatinga, entraron en un tablazo cargado de xique–xiques, que Ulpino partía con su faca; en el interior había una pulpa agridulce que quitaba la sed. Ese día encontraron nuevos grupos de peregrinos que iban a Canudos. Esas gentes, que dejaban atrás, en cuyos ojos fatigados podía distinguir un recóndito entusiasmo más fuerte que su miseria, hicieron bien a Gall. Le devolvieron el optimismo, la euforia. Habían dejado sus casas para ir a un lugar amenazado por la guerra. ¿No significaba eso que el instinto popular era certero? Iban allí porque intuían que Canudos encarnaba su hambre de justicia y emancipación. Preguntó a Ulpino cuándo llegarían. Al anochecer, si no había percances. ¿Qué percances? ¿Acaso tenían algo que robarles? «Pueden matarnos», dijo Ulpino. Pero Gall no se dejó desmoralizar. Pensó, sonriendo, que los caballos perdidos eran, después de todo, una contribución a la causa.
Descansaron en una alquería desierta, con rastros de incendio. No había vegetación ni agua. Gall se sobó las piernas, acalambradas por la caminata. Ulpino, de improviso, murmuró que habían cruzado el círculo. Señalaba en dirección a donde había habido establos, animales, vaqueros, y ahora había sólo desolación. ¿El círculo? El que separaba a Canudos del resto del mundo. Decían que, adentro, mandaba el Buen Jesús y, afuera, el Can. Gall no dijo nada. En última instancia, los nombres no importaban, eran envolturas, y si servían para que las gentes sin instrucción identificaran más fácilmente los contenidos, era indiferente que en vez de decir justicia e injusticia, libertad y opresión, sociedad emancipada y sociedad clasista, se hablara de Dios y del Diablo. Pensó que llegaría a Canudos y que vería algo que había visto de adolescente en París: un pueblo en efervescencia, defendiendo con uñas y dientes su dignidad. Si conseguía hacerse oír, entender, sí, podría ayudarlos, por lo menos compartiendo con ellos aquellas cosas que ignoraban y que él había aprendido en tantas correrías por el mundo. —¿De veras no le importa que Rufino mate a su mujer? —oyó que le decía Ulpino—. ¿Para qué se la robó, entonces?
Sintió que la cólera lo ahogaba. Rugió, atropellándose, que no tenía mujer: ¿cómo se atrevía a preguntarle algo que ya le había contestado? Sentía odio contra él y ganas de insultarlo.
—Es algo que no se puede entender —oyó que mascullaba Ulpino. Le dolían las piernas y tenía los pies tan hinchados que, a poco de reanudar la marcha, dijo que necesitaba descansar algo más. Pensó tumbándose: «Ya no soy el de antes». Había enflaquecido mucho, también: miraba, como si fuera ajeno, ese antebrazo huesudo en el que se apoyaba la cabeza.
—Voy a ver si encuentro algo de comer —dijo Ulpino—. Duérmase un rato. Gall lo vio perderse detrás de unos árboles sin hojas. Cuando cerraba los ojos percibió, en un tronco, medio desclavada, una madera con una inscripción borrosa: Caracatá. El nombre quedó revoloteando en su mente mientras dormía.
Aguzando el oído, el León de Natuba pensó: «Me va a hablar». Su cuerpecillo se estremeció de felicidad. El Consejero permanecía mudo en su camastro, pero el escriba de Canudos sabía si estaba despierto o dormido por su respiración. Volvió a escuchar, en la oscuridad. Sí, velaba. Tendría cerrados sus ojos profundos y, debajo de los párpados, estaría viendo alguna de esas apariciones que bajaban a hablarle o que él subía a visitar sobre las altas nubes: los santos, la Virgen, el Buen Jesús, el Padre. O estaría pensando en las cosas sabias que diría mañana y que él anotaría en las hojas que le traía el Padre Joaquim y que los futuros creyentes leerían como los de hoy los Evangelios. Pensó que, puesto que el Padre Joaquim ya no vendría a Canudos, pronto se le acabaría el papel y tendría que escribir en esos pliegos del almacén de los Vilanova en los que se corría la tinta. El Padre Joaquim rara vez le había dirigido la palabra y, desde que lo vio —la mañana en que entró trotando a Cumbe detrás del Consejero—, había advertido también en sus ojos, muchas veces, esa sorpresa, incomodidad, repugnancia, que su persona provocaba siempre y ese movimiento rápido de apartar la vista y olvidarlo. Pero la captura del párroco por los soldados del Cortapescuezos y su muerte probable lo apenaban por el efecto que habían causado en el Consejero. «Alegrémonos, hijos», había dicho esa tarde, durante los consejos, en la torre del nuevo Templo: «Belo Monte tiene su primer santo». Pero luego, en el Santuario, el León de Natuba había comprobado la tristeza que lo embargaba. Rehusó los alimentos que le alcanzó María Quadrado y, mientras las beatas lo aseaban, no hizo los cariños que solía a la cabrita que Alejandrinha Correa (los ojos hinchados de tanto llorar) mantenía a su alcance. Al apoyar la cabeza en sus rodillas, el León no sintió la mano del Consejero y, más tarde, lo oyó suspirar: «No habrá más misas, nos ha dejado huérfanos». El León tuvo un presentimiento de catástrofe.
Por eso tampoco él conseguía dormir. ¿Qué ocurriría? Otra vez la guerra estaba próxima y, ahora, sería peor que cuando los elegidos y los canes se enfrentaron en el Tabolerinho. Se pelearía en las calles, habría más heridos y muertos y él sería uno de los primeros en morir. Nadie vendría a salvarlo, como lo había salvado el Consejero de morir quemado en Natuba. Por gratitud había partido con él y por gratitud había seguido pegado al santo, brincando por el mundo, pese al esfuerzo sobrehumano que para él, desplazándose a cuatro patas, significaban esas larguísimas travesías. El León entendía que muchos añoraran aquellas andanzas. Entonces eran pocos y tenían al Consejero exclusivamente para ellos. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Pensó en los millares que lo envidiaban por estar día y noche junto al santo. Sin embargo, tampoco él tenía ocasión ya de hablar a solas con el único hombre que lo había tratado siempre como si fuera igual a los demás. Porque nunca había notado el León el más ligero indicio de que el Consejero viera en él a ese ser de espinazo curvo y cabeza gigante que parecía un extraño animal nacido por equivocación entre los hombres.
Recordó esa noche, en las afueras de Tepidó, hacía muchos años. ¿Cuántos peregrinos había alrededor del Consejero? Después de los rezos, habían comenzado a confesarse en voz alta. Cuando le tocó el turno, el León de Natuba, en un arrebato impensado, dijo de pronto algo que nadie le había oído antes: «Yo no creo en Dios, ni en la religión. Sólo en ti, padre, porque tú me haces sentir humano». Hubo un gran silencio. Temblando de su temeridad, sintió sobre sí las miradas espantadas de los peregrinos. Volvió a escuchar las palabras del Consejero, esa noche: «Has sufrido tanto que hasta los diablos escapan de tanto dolor. El Padre sabe que tu alma es pura porque está todo el tiempo expiando. No tienes de qué arrepentirte, León: tu vida es penitencia». Repitió mentalmente: «Tu vida es penitencia». Pero también había en ella instantes de incomparable felicidad. Por ejemplo, hallar algo nuevo que leer, un pedazo de libro, una página de revista, un fragmento impreso cualquiera y aprender esas cosas fabulosas que decían las letras. O imaginar que Almudia estaba viva, era aún la bella niña de Natuba y que él le cantaba y que, en vez de embrujarla y matarla, sus canciones la hacían sonreír. O apoyar la cabeza en las rodillas del Consejero y sentir sus dedos abriéndose camino entre sus crenchas, separándolas, sobándole el cuero cabelludo. Era adormecedor, una sensación cálida que lo atravesaba de pies a cabeza y él sentía que, gracias a esa mano en sus pelos y a esos huesos contra su mejilla, los malos ratos de la vida quedaban recompensados. Era injusto, no sólo al Consejero debía agradecimiento. ¿No lo habían cargado los otros cuando ya no le daban las fuerzas? ¿No habían rezado tanto, sobre todo el Beatito, para que creyera? ¿No era buena, caritativa, generosa con él María Cuadrado? Trató de pensar con cariño en la Madre de los Hombres. Ella había hecho lo imposible por ganárselo. En las peregrinaciones, cuando lo veía extenuado, le masajeaba largamente el cuerpo, como hacía con las extremidades del Beatito. Y cuando tuvo las fiebres lo hizo dormir en sus brazos, para darle calor. Ella le procuraba la ropa que vestía y había ideado los ingeniosos guantes–zapatos de madera y cuero con que andaba. ¿Por qué, entonces, no la quería? Sin duda porque también a la Superiora del Coro Sagrado la había oído, en los altos nocturnos del desierto, acusarse de haber sentido asco del León de Natuba y de haber pensado que su fealdad provenía del Maligno. María Quadrado lloraba ^ al confesar estos pecados y, golpeándose el pecho, le pedía perdón por ser tan pérfida. Él decía que la perdonaba y la llamaba Madre. Pero, en el fondo, no era verdad. «Soy rencoroso — pensó—. Si hay un infierno, arderé por los siglos de los siglos. » Otras veces, la idea del fuego le daba terror. Hoy lo dejó frío.
Se preguntó, recordando la última. procesión, si debía asistir a alguna más. ¡Cuánto miedo había pasado! ¡Cuántas veces había estado a punto de ser sofocado, pisoteado, por la multitud que trataba de acercarse al Consejero! La Guardia Católica hacía esfuerzos inauditos para no ser rebasada por los creyentes que, entre las antorchas y el incienso, estiraban las manos para tocar al santo. Él León se vio zarandeado, empujado al suelo, tuvo que aullar para que la Guardia Católica lo izara cuando la marea humana iba a tragárselo. Últimamente, apenas se aventuraba fuera del Santuario, pues las calles se habían vuelto peligrosas. Las gentes se precipitaban a tocarle el lomo, creyendo que les traería suerte, y se lo arranchaban como un muñeco y lo tenían horas en sus casas haciéndole preguntas sobre el Consejero. ¿Tendría que pasar el resto de sus días encerrado entre estas paredes de barro? No había fondo en la infelicidad, las reservas de sufrimiento eran inextinguibles.
Sintió, por su respiración, que ahora el Consejero dormía. Escuchó en dirección del cubículo donde se amontonaban las beatas: también dormían, hasta Alejandrinha Correa. ¿Permanecía desvelado por la guerra? Era inminente, ni Joáo Abade, ni Pajeú, ni Macambira, ni Pedráo, ni Táramela, ni los que cuidaban los caminos y las trincheras habían venido a los consejos y el León había visto a las gentes armadas detrás de los parapetos erigidos alrededor de las iglesias y los hombres yendo y viniendo con trabucos, escopetas, sartas de balas, ballestas, palos, trinches, como si esperaran el ataque en cualquier momento.
Oyó cantar el gallo; por entre los carrizos, amanecía. Cuando se escuchaban las bocinas de los aguateros anunciando el reparto del agua, el Consejero despertó y se tumbó a rezar. María Quadrado entró al momento. El León estaba ya incorporado, pese a la noche en blanco, dispuesto a registrar los pensamientos del santo. Éste oró largo rato y, mientras las beatas le humedecían los pies y le calzaban las sandalias, permaneció con los ojos cerrados. Sin embargo, bebió la escudilla de leche que le alcanzó María Cuadrado y comió un panecillo de maíz. Pero no acarició al carnerito. «No sólo por el Padre Joaquim está tan triste —pensó el León de Natuba—. También por la guerra. » En eso entraron Joáo Abade, Joáo Grande y Táramela. Era la primera vez que el León veía a este último en el Santuario. Cuando el Comandante de la Calle y el jefe de la Guardia Católica, después de besar la mano del Consejero, se pusieron de pie, el lugarteniente de Pajeú continuó arrodillado. —Táramela recibió anoche noticias, padre —dijo Joáo Abade.
El León pensó que, probablemente, tampoco el Comandante de la Calle había pegado los ojos. Estaba sudoroso, sucio, preocupado. Joáo Grande bebía con fruición la escudilla que acababa de darle María Quadrado. El León los imaginó, a ambos, corriendo toda la noche, de trinchera en trinchera, de entrada a entrada, acarreando pólvora, revisando armas, discutiendo. Pensó: «Será hoy». Táramela seguía de rodillas, el sombrero de cuero arrugado en su mano. Tenía dos escopetas y tantos collares de proyectiles que parecían adorno de carnaval. Se mordisqueaba los labios, incapaz de hablar. Al fin, balbuceó que habían llegado a caballo, Cintio y Cruces. Uno de los caballos reventó. El otro tal vez había reventado ya, porque lo dejó sudando a chorros. Los cabras habían galopado dos días sin parar. Ellos también por poco reventaron. Se calló, confuso, y sus ojitos achinados pidieron socorro a Joáo Abade.
—Cuéntale al Padre Consejero el mensaje de Pajeú que traían Cintio y Cruces —lo orientó el ex–cangaceiro. También a él había alcanzado María Quadrado un tazón de leche y un panecillo. Hablaba con la boca llena.
—La orden está cumplida, padre —recordó Táramela—. Calumbí ardió. El Barón de Cañabrava se fue a Queimadas, con su familia y unos capangas.
Luchando contra la timidez que le producía el santo, explicó que, luego de quemar la hacienda, Pajeú, en vez de adelantarse a los soldados, se había colocado detrás del Cortapescuezos, para caerle por la retaguardia cuando se lanzara contra Belo Monte. Y, sin transición, pasó a hablar nuevamente del caballo muerto. Había dado orden de que se lo comieran en su trinchera y de que, si el otro animal moría, lo entregaran a Antonio Vilanova, para que él dispusiera… pero, como en ese momento el Consejero abrió los ojos, enmudeció. La mirada profunda, oscurísima, aumentó el nerviosismo del lugarteniente de Pajeú; el León vio la fuerza con que estrujaba su sombrero. —Está bien, hijo —murmuró el Consejero—. El Buen Jesús premiará su fe y su valentía a Pajeú y a los que están con él.
Estiró su mano y Táramela se la besó, reteniéndola un momento en las suyas y mirándola con unción. El Consejero lo bendijo y él se persignó. Joáo Abade le indicó con un gesto que partiera. Táramela retrocedió, haciendo unos movimientos reverentes de cabeza, y antes de que saliera, María Quadrado le dio de beber del mismo cazo en el que habían bebido Joáo Abade y Joáo Grande. El Consejero los interrogó con la mirada. —Están muy cerca, padre —dijo el Comandante de la Calle, acuclillándose. Habló con acento tan grave que el León de Natuba se asustó y sintió que las beatas también se estremecían. Joáo Abade sacó su faca, trazó un círculo y ahora le añadía rayas que eran los caminos por donde se acercaban los soldados.
—Por este lado no viene nadie —dijo, señalando la salida a Geremoabo—. Los Vilanova están llevando allí a muchos viejos y enfermos, para librarlos de los tiros. Miró a Joáo Grande, para que éste continuara. El negro apuntó con un dedo al círculo. —Hemos construido un refugio para ti, entre los establos y el Mocambo —murmuró—. Hondo y con muchas piedras, para que resista la bala. Aquí no puedes quedarte, porque vienen por este lado.
—Traen cañones —dijo Joáo Abade—. Los vi, anoche. Los pisteros me hicieron entrar al campamento de Cortapescuezos. Son grandes, lanzan fuego a gran distancia. El Santuario y las iglesias serán su primer blanco.
El León de Natuba sentía tanto sueño que la pluma se le resbaló de los dedos. Empujando, apartó los brazos del Consejero y consiguió apoyar la cabezota, que sentía
zumbando, en sus rodillas. Oyó apenas las palabras del santo: —¿Cuándo estarán aquí?
—Esta noche a más tardar —repuso Joáo Abade.
—Voy a ir a las trincheras, entonces —dijo suavemente el Consejero—. Que el Beatito saque los santos y los Cristos, y la urna con el Buen Jesús, y que haga llevar todas las imágenes y las cruces a los caminos por donde viene el Anticristo. Van a morir muchos pero no hay que llorar, la muerte es dicha para el buen creyente.
Para el León de Natuba la dicha llegó en ese momento: la mano del Consejero acababa de posarse en su cabeza. Se hundió en el sueño, reconciliado con la vida.
Cuando vuelve la espalda a la casa grande de Calumbí, Rufino se siente aligerado: haber roto el vínculo que lo ligaba al Barón le da, de pronto, la sensación de disponer de más recursos para lograr sus propósitos. A media legua, acepta la hospitalidad de una familia que conoce desde niño. Ellos, sin preguntarle por Jurema ni por la razón de su presencia en Calumbí, le hacen muchas demostraciones de afecto y, a la mañana siguiente, lo despiden con provisiones para el camino.
Viaja todo el día, encontrando, aquí y allá, peregrinos que van a Canudos y que, siempre, le piden algo de comer. De este modo, al anochecer, se le han terminado las provisiones. Duerme junto a unas cuevas donde solía venir con otros niños de Calumbí a quemar a los murciélagos con antorchas. Al otro día, un morador le advierte que ha pasado una patrulla de soldados y que rondan yagunzos por toda la comarca. Prosigue su marcha, con un presentimiento oscuro en el ánimo.
Al atardecer llega a las afueras de Caracatá, puñado de viviendas salpicadas entre arbustos y cactos, a lo lejos. Después del sofocante sol, la sombra de las mangabeiras y cipos resulta bienhechora. En ese momento siente que no está solo. Varias siluetas lo rodean, surgidas felinamente de la caatinga. Son hombres armados con carabinas, ballestas y machetes que llevan campanillas y pitos de madera. Reconoce a algunos yagunzos que iban con Pajeú, pero el caboclo no está con ellos. El hombre aindiado y descalzo que los manda, se lleva un dedo a los labios y le indica con un gesto que los siga. Rufino duda, pero la mirada del yagunzo le hace saber que debe ir con ellos, que le está haciendo un favor. Piensa en Jurema al instante y su expresión lo delata, pues el yagunzo asiente. Entre los árboles y matorrales descubre a otros hombres emboscados. Varios llevan mantos de hierbas que los cubren enteramente. Inclinados, en cuclillas, tumbados, espían la trocha y el poblado. Indican a Rufino que se esconda. Un momento después el rastreador oye un rumor.
Es una patrulla de diez soldados de uniformes grises y rojos, encabezada por un Sargento joven y rubio. Los guía un pistero que, sin duda, piensa Rufino, es cómplice de los yagunzos. Como presintiendo algo, el Sargento comienza a tomar precauciones. Tiene el dedo en el gatillo del fusil y salta de un árbol a otro, seguido por sus hombres que progresan también, escudándose en los troncos. El pistero va por media trocha. En torno a Rufino, los yagunzos parecen haberse esfumado. No se mueve una hoja en la caatinga. La patrulla llega a la primera vivienda. Dos soldados echan abajo la puerta y entran, mientras los demás los cubren. El pistero se acuclilla detrás de los soldados y Rufino nota que comienza a retroceder. Luego de un momento, los dos soldados reaparecen y con manos y cabezas indican al Sargento que no hay nadie. La patrulla avanza hacia la próxima vivienda y se repite la operación, con el mismo resultado. Pero, de pronto, en la puerta de una casa más grande que las otras, asoma una mujer greñuda y luego otra, que observan, asustadas. Cuando los soldados las divisan y apuntan sus fusiles hacia ellas, las mujeres hacen gestos de paz, dando grititos. Rufino siente un atolondramiento parecido al que tuvo cuando oyó a la Barbuda nombrar a Galileo Gall. El pistero, aprovechando la distracción, desaparece en la maleza.
Los soldados rodean la casa y Rufino comprende que hablan con las mujeres. Por fin, dos uniformados entran tras ellas, mientras el resto aguarda afuera, con los fusiles listos. Poco después, retornan los que entraron, haciendo gestos obscenos y animando a los otros a imitarlos. Rufino escucha risas, voces y ve que todos los soldados, con caras exultantes, avanzan hacia la casa. Pero el Sargento hace que dos permanezcan en la puerta, de guardia.
La caatinga comienza a moverse, a su alrededor. Los emboscados se arrastran, gatean, se empinan y el rastreador advierte que son treinta, cuando menos. Va tras ellos, de prisa, hasta alcanzar al jefe: «¿Está ahí la que era mi mujer?», se oye decir. «¿La acompaña un enano, no es cierto?» «Sí. » «Debe ser ella, entonces», asiente el yagunzo. En ese instante una salva de tiros acribilla a los dos soldados que hacen guardia, al mismo tiempo que en el interior rompen gritos, alaridos, carreras, un disparo. Mientras corre, entre los yagunzos, Rufino saca su cuchillo, única arma que le queda, y ve aparecer por la puerta y las ventanas de la casa, a soldados disparando o tratando de huir. Apenas consiguen alejarse unos pasos, antes de ser alcanzados por los dardos o las balas o arrollados por los yagunzos que los rematan con sus facas y machetes. En eso, Rufino resbala y cae al suelo. Cuando se levanta, escucha ulular a los pitos y ve que están arrojando desde una ventana el cadáver sanguinolento de un soldado al que han arrancado la ropa. El cuerpo se estrella en tierra con un golpe seco. Cuando Rufino entra a la casa, la violencia del espectáculo lo aturde. Hay soldados agonizantes en el suelo, sobre los que se encarnizan racimos de hombres y mujeres que esgrimen cuchillos, palos, piedras; los golpean y hieren sin misericordia, ayudados por los que siguen invadiendo el lugar. Las mujeres, cuatro o cinco, son las que chillan y también ellas quitan los uniformes a jalones a sus víctimas para, muertos o moribundos, afrentarlos en su hombría. Hay sangre, pestilencia y, en el suelo, unos boquetes donde deben haber estado escondidos los yagunzos, esperando a la patrulla. Una mujer, torcida bajo una mesa, tiene una herida en la frente y se queja.
Mientras los yagunzos desnudan a los soldados y cogen sus fusiles y morrales, Rufino, seguro de que en la habitación no está lo que busca, se abre camino hacia los cuartos. Son tres, en hilera, uno abierto, en el que no ve a nadie. Por las rendijas del segundo divisa un catre de tablas y unas piernas de mujer, estirada en el suelo. Empuja la puerta y ve a Jurema. Está viva y su cara, al encontrarse con él, se frunce y toda ella se encoge, golpeada por la sorpresa. Al lado de Jurema, desfigurado por el miedo, minúsculo, el rastreador ve al Enano, que le parece conocer desde siempre, y, sobre la cama, al Sargento rubio a quien, pese a estar exánime, dos yagunzos siguen acuchillando: ambos rugen con cada golpe y las salpicaduras de sangre llegan hasta Rufino. Jurema, inmóvil, lo mira con la boca entreabierta; está desencajada, se le ha afilado la nariz y en sus ojos hay pánico y resignación. El rastreador se da cuenta que el yagunzo aindiado y descalzo ha entrado y que ayuda a los otros a alzar al Sargento y a echarlo a la calle por la ventana. Salen, llevándose el uniforme, el fusil y el morral del muerto. Al pasar junto a Rufino, el jefe, señalando a Jurema, murmura: «¿Ves? Era ella». El Enano se pone a proferir frases que Rufino oye pero no entiende. Sigue en la puerta, quieto y, ahora, de nuevo con el rostro inexpresivo. Su corazón se calma y al vértigo del principio sigue una total serenidad. Jurema continúa en el suelo, sin fuerzas para levantarse. Por la ventana se llega a ver a los yagunzos, hombres y mujeres, alejándose hacia la caatinga.
—Se están yendo —balbucea el Enano, sus ojos saltando de uno a otro—. Tenemos que irnos también, Jurema. Rufino mueve la cabeza.
—Ella se queda —dice, con suavidad—. Vete tú.
Pero el Enano no se va. Confuso, indeciso, miedoso, corretea por la casa vacía, entre la pestilencia y la sangre, maldiciendo su suerte, llamando a la Barbuda, persignándose y rogándole a Dios. Mientras, Rufino revisa los cuartos, encuentra dos colchones de paja y los arrastra a la habitación de la entrada, desde la cual puede ver la única calle y las viviendas de Caracatá. Ha sacado los colchones maquinalmente, sin saber qué se propone, pero, ahora que están allí, lo sabe: dormir. Su cuerpo es como una esponja blanda que el agua estuviera llenando, hundiendo. Coge las amarras de un gancho, va donde Jurema y ordena: «Ven». Ella lo sigue, sin curiosidad, sin temor. La hace sentar junto a los colchones y le ata manos y pies. El Enano está ahí, desorbitado de terror. «¡No la mates, no la mates!», grita. El rastreador se echa de espaldas y, sin mirarlo, le ordena:
—Ponte ahí y si viene alguien me despiertas.
El Enano pestañea, desconcertado, pero un segundo después asiente y brinca hasta la puerta. Rufino cierra los ojos. Se pregunta, antes de desaparecer en el sueño, si no ha matado a Jurema todavía porque quiere verla sufrir o porque, ahora que la tiene, su odio ha amainado. Siente que ella, a un metro suyo, se tumba en el otro colchón. Con disimulo, por entre las pestañas, la espía: está mucho más flaca, con los ojos hundidos y resignados, la ropa deshecha y los cabellos revueltos. Tiene un rasguñón en el brazo. Cuando Rufino despierta, se incorpora de un salto, como escapando de una pesadilla. Pero no recuerda haber soñado. Sin echar un vistazo a Jurema, pasa junto al Enano, quien sigue en la puerta y lo mira entre asustado y esperanzado. ¿Puede ir con el? Rufino asiente. No cambian palabra, mientras el rastreador busca, en las últimas luces, algo que pueda aplacar el hambre y la sed. Cuando están regresando, el Enano le pregunta: «¿Vas a matarla?». Él no contesta. Saca de su alforja yerbas, raíces, hojas, tallos y los pone sobre el colchón. No mira a Jurema mientras la desata o la mira como si no estuviera allí. El Enano tiene un puñado de yerbas en la boca y mastica empeñosamente. Jurema también comienza a masticar y a tragar, de manera mecánica; a ratos se soba las muñecas y los tobillos. En silencio, comen, mientras afuera anochece del todo y aumentan los ruidos de los insectos. Rufino piensa que esta hediondez se parece a la que sintió la noche que pasó en una trampa, junto al cadáver de un tigre. De pronto, oye a Jurema:
—¿Por qué no me matas de una vez?
Él sigue mirando el vacío, como si no la oyera. Pero está pendiente de esa voz que va exasperándose, desgarrándose:
¿Crees que tengo miedo de morir? No tengo. Al contrario, te he estado esperando
para eso. ¿Crees que no estoy harta, que no estoy cansada? Ya me hubiera matado si no lo prohibiera Dios, si no fuera pecado. ¿Cuándo me vas a matar? ¿Por qué no lo haces ahora?
—No, no —balbucea el Enano, atorándose.
El rastreador sigue sin moverse ni responder. Están casi en la oscuridad. Un momento después, Rufino siente que ella se arrastra hasta tocarlo. Todo su cuerpo se crispa, en una sensación en la que se mezclan el asco, el deseo, el despecho, la rabia, la nostalgia. Pero no deja que nada de esto se note.
—Olvídate, olvídate de lo que pasó, por la Virgen, por el Buen Jesús —la oye implorar, la siente temblar—. Fue a la fuerza, yo no tuve la culpa, yo me defendí. Ya no sufras, Rufino.
Se abraza a él y, en el acto, el rastreador la aparta, sin violencia. Se pone de pie, busca a tientas las amarras y, sin proferir palabra, vuelve a atarla. Regresa a sentarse donde estaba.
—Tengo hambre, tengo sed, tengo cansancio, ya no quiero vivir —la oye sollozar—. Mátame de una vez.
—Voy a hacerlo —dice él—. Pero no aquí, sino en Calumbí. Para que te vean morir. Pasa un largo rato, en el que los sollozos de Jurema van acortándose, hasta extinguirse. —Ya no eres el Rufino que eras —la oye murmurar.
—Tú tampoco —dice él—. Ahora tienes adentro una leche que no es la mía. Ahora ya sé por qué Dios te castigó desde antes, no permitiendo que te preñara. La luz de la luna entra, de repente, oblicuamente por puertas y ventanas y revela el polvo suspendido en el aire. El Enano se hace un ovillo a los pies de Jurema y Rufino también se tiende. ¿Cuánto tiempo pasa, con los dientes apretados, cavilando, recordando? Cuando los oye es como si despertara pero no ha pegado los ojos. —¿Por qué sigues aquí, si nadie te obliga? —dice Jurema—. ¿Cómo soportas este olor, este qué va a pasar? Vete a Canudos, más bien.
—Tengo miedo de irme, de quedarme —gime el Enano—. No sé estar solo, nunca he estado desde que me compró el Gitano. Tengo miedo a morir, como todo el mundo. —Las mujeres que estaban esperando a los soldados no tenían miedo —dice Jurema. —Porque estaban seguras de resucitar —chilla el Enano—. Si yo estuviera tan seguro, tampoco tendría miedo.
—Yo no tengo miedo a morir y no sé si voy a resucitar —afirma Jurema y el rastreador entiende que le está hablando ahora a él, no al Enano.
Algo lo despierta, cuando el amanecer es apenas un fulgor azulado verdoso. ¿El chasquido del viento? No, algo más. Jurema y el Enano abren simultáneamente los ojos, y este último empieza a desperezarse pero Rufino lo calla: «Shhht, shhht». Agazapado tras la puerta, espía. Una silueta masculina, alargada, sin escopeta, viene por la única calle de Caracatá, metiendo la cabeza en las viviendas. Lo reconoce cuando está ya cerca: Ulpino, el de Calumbí. Lo ve llevarse ambas manos a la boca y llamar: «¡Rufino! ¡Rufino!». Se deja ver, asomando a la puerta. Ulpino, al reconocerlo, abre los ojos con alivio y lo llama. Va a su encuentro, cogiendo el mango de su faca. No dirige a Ulpino una palabra de saludo. Comprende, por su aspecto, que ha andado mucho. —Te busco desde ayer en la tarde —exclama Ulpino, en tono amistoso—. Me dijeron que ibas a Canudos. Pero encontré a los yagunzos que mataron a los soldados. He pasado la noche caminando.
Rufino lo escucha con la boca cerrada, muy serio. Ulpino lo mira con simpatía, como recordándole que eran amigos.
—Te lo he traído —murmura, despacio—. El Barón me mandó llevarlo a Canudos. Pero con Aristarco decidimos que, si te encontraba, era para ti. En la cara de Rufino hay asombro, incredulidad. —¿Lo has traído? ¿Al forastero?
—Es un cabra sin honor —Ulpino, exagerando su asco, escupe al suelo—. No le importa que mates a su mujer, a la que te quitó. No quería hablar de eso. Mentía que no era suya.
—¿Dónde está? —Rufino pestañea y se pasa la lengua por los labios. Piensa que no es verdad, que no lo ha traído.
Pero Ulpino le explica con muchos detalles dónde lo encontrará.
—Aunque no es asunto mío, me gustaría saber algo —añade—. ¿Has matado a Jurema? No hace ningún comentario cuando Rufino, moviendo la cabeza, le responde que no. Parece, un momento, avergonzado de su curiosidad. Señala la caatinga que tiene atrás. —Una pesadilla —dice—. Han colgado en los árboles a esos que mataron aquí. Los urubús los picotean. Pone los pelos de punta. —¿Cuándo lo dejaste? —lo corta Rufino, atropellándose.
—Ayer tarde —dice Ulpino—. No se habrá movido. Estaba muerto de cansancio. Tampoco tendría dónde ir. No sólo le falta honor, también resistencia, y no sabe orientarse por la tierra… Rufino le coge el brazo. Se lo aprieta. —Gracias —dice, mirándolo a los ojos.
Ulpino asiente y suelta su brazo. No se despiden. El rastreador vuelve a la vivienda a saltos, con los ojos brillando. El Enano y Jurema lo reciben de pie, atolondrados. Desata los pies de Jurema, pero no sus manos y, con movimientos rápidos, diestros, le pasa la misma cuerda por el cuello. El Enano chilla y se tapa la cara. Pero no está ahorcándola sino haciendo un lazo, para arrastrarla. La obliga a seguirlo al exterior. Ulpino se ha ido. El Enano va detrás, brincando. Rufino se vuelve y le ordena: «No hagas ruido». Jurema tropieza contra las piedras, se enreda en los matorrales, pero no abre la boca y mantiene el ritmo de Rufino. Tras ellos, el Enano a ratos desvaría sobre los soldados colgados que se están comiendo los urubús.
—He visto muchas desgracias en mi vida —dijo la Baronesa Estela, mirando el suelo desportillado de la estancia—. Allá, en el campo. Cosas que aterrarían a los hombres de Salvador. —Miró al Barón, que se mecía en la mecedora, contagiado por el dueño de casa, el anciano coronel José Bernardo Murau, que estaba también hamacándose en la suya—. ¿Te acuerdas del toro que enloqueció y embistió a los niños que salían del catecismo? ¿Acaso me desmayé? No soy una mujer débil. En la gran sequía, por ejemplo, vimos cosas atroces ¿no es cierto?
El Barón asintió. José Bernardo Murau y Adalberto de Gumucio —que había venido desde Salvador a dar el encuentro a los Cañabrava a la hacienda de Pedra Vermelha y que apenas llevaba con ellos un par de horas — la escuchaban esforzándose por mostrarse naturales, pero no podían disimular la incomodidad que les producía el desasosiego de la
Baronesa. Esa mujer discreta, invisible detrás de sus maneras corteses, cuyas sonrisas levantaban una muralla impalpable entre ella y los demás, ahora divagaba, se quejaba, monologaba sin tregua, como si tuviera la enfermedad del habla. Ni siquiera Sebastiana, que venía de rato en rato a humedecerle la frente con agua de colonia, conseguía hacerla callar. Ni su marido, ni el dueño de casa ni Gumucio habían podido convencerla que se retirara a descansar.
—Estoy preparada para las desgracias —repitió, estirando hacia ellos las blancas manos, de manera implorante—. Ver arder Calumbí ha sido peor que la agonía de mi madre, que oírla aullar de dolor, que aplicarle yo misma el láudano que la iba matando. Esas llamas siguen ardiendo aquí dentro. —Se tocó el estómago y se encogió, temblando—. Era como si se carbonizaran ahí los hijos que perdí al nacer. Su cara giró para mirar al Barón, al coronel Murau, a Gumucio, suplicándoles que la creyeran. Adalberto de Gumucio le sonrió. Había intentado desviar la conversación hacia otros temas, pero, cada vez, la Baronesa los regresaba al incendio de Calumbí. Intentó, de nuevo, apartarla de ese recuerdo:
—Y, sin embargo, Estela querida, uno se resigna a las peores tragedias. ¿Te he dicho alguna vez lo que fue para mí el asesinato de Adelinha Isabel, por dos esclavos? ¿Lo que sentí cuando hallamos el cadáver de mi hermana ya descompuesto, irreconocible por las puñaladas? —Carraspeó, moviéndose en el sillón—. Por eso prefiero los caballos a los negros. En las clases y razas inferiores hay unos fondos de barbarie y de ignominia que dan vértigo. Y, sin embargo. Estela querida, uno acaba por aceptar la voluntad de Dios, se resigna y descubre que, con todos sus viacrucis, la vida está llena de cosas hermosas. La mano derecha de la Baronesa se posó sobre el brazo de Gumucio: —Siento haberte hecho recordar a Adelinha Isabel —dijo, con cariño—. Perdóname. —No me la has hecho recordar porque no la olvido nunca —sonrió Gumucio, cogiendo entre las suyas las manos de la Baronesa—. Han pasado veinte años y es como si hubiera sido esta mañana. Te hablo de Adelinha Isabel para que veas que la desaparición de Calumbí es una herida que va a cicatrizar.
La Baronesa trató de sonreír, pero su sonrisa se volvió puchero. En eso entró Sebastiana, con un frasco en las manos. A la vez que refrescaba la frente y las mejillas de la Baronesa, tocándole la piel con gran cuidado, con la otra mano le corregía el cabello alborotado. «De Calumbí a aquí ha dejado de ser la mujer joven, bella, animosa que era», pensó el Barón. Tenía unas ojeras profundas, un pliegue sombrío en la frente, sus facciones se habían relajado y de sus ojos habían huido la vivacidad y la seguridad que siempre vio en ellos. ¿Le había exigido demasiado? ¿Había sacrificado a su mujer a los intereses políticos? Recordó que cuando decidió retornar a Calumbí, Luis Viana y Adalberto Gumucio le aconsejaron que no llevara a Estela, por lo convulsionada que estaba la región con Canudos. Sintió un malestar intenso. Por inconsciencia y egoísmo había hecho quizá un daño irreparable a la mujer que amaba más que a nadie en el mundo. Y, sin embargo, cuando Aristarco, que galopaba a su lado, los alertó —«Miren, ya prendieron Calumbí»—, Estela había guardado una compostura extraordinaria. Estaban en lo alto de una chapada en la que, cuando iba de caza, el Barón se detenía a observar la tierra, el lugar adonde llevaba a los visitantes a mostrarles la hacienda, la atalaya adonde todos acudían para apreciar los daños de las inundaciones o las plagas. Ahora, en la noche sin viento y con estrellas, veían cimbrearse —rojas, azules, amarillas — las llamas, arrasando la casa grande a la que estaba ligada la vida de todos los presentes. El Barón oyó sollozar a Sebastiana en la oscuridad y vio los ojos de Aristarco arrasados por las lágrimas. Pero Estela no lloró, y en algún momento la oyó murmurar: «No sólo queman la casa, también los establos, las cuadras, el almacén». A la mañana siguiente había comenzado a recordar en voz alta el incendio y desde entonces no había manera de tranquilizarla. «No me lo perdonaré nunca», pensó.
—Si hubiera sido yo, estaría allá, muerto —dijo de pronto el coronel Murau—. Hubieran tenido que quemarme a mí también.
Sebastiana salió del cuarto, murmurando «Con permiso». El Barón pensó que las cóleras del viejo debían de haber sido terribles, peores que las de Adalberto, y que, en tiempos de la esclavitud, seguramente supliciaba a los díscolos y cimarrones. —No porque Pedra Vermelha valga ya gran cosa —gruñó, mirando las descalabradas
paredes de su sala—. Incluso he pensado quemarla, alguna vez, por las amarguras que me da. Uno puede destruir su propiedad si le da la gana. Pero que una partida de ladrones infames y dementes me digan que van a quemar mi tierra para que descanse, porque ha sudado mucho, eso no. Hubieran tenido que matarme.
—A ti no te hubieran dado a elegir —trató de bromear el Barón—. A ti te hubieran quemado antes que a tu hacienda.
Pensó: «Son como los escorpiones. Quemar las haciendas es clavarse la lanceta, ganarle la mano a la muerte. ¿Pero a quién ofrecen ese sacrificio de sí mismos, de todos nosotros?». Advirtió, feliz, que la Baronesa bostezaba. Ah, si pudiera dormir, ése sería el mejor remedio para sus nervios. En estos últimos días, Estela no había pegado los ojos. En la escala de Monte Santo, ni siquiera había querido echarse en el camastro de la parroquia y permaneció toda la noche sentada, llorando en brazos de Sebastiana. Allí comenzó a alarmarse el Barón, pues Estela no acostumbraba llorar. —Es curioso —dijo Murau, cambiando miradas de alivio con el Barón y Gumucio, pues la Baronesa había cerrado los ojos—. Cuando pasaste por aquí, camino a Calumbí, mi odio principal era contra Moreira César. Ahora, siento hasta simpatía por él. Mi odio a los yagunzos es más fuerte que el que he tenido jamás por Epaminondas y los jacobinos. — Cuando estaba muy agitado, hacía un movimiento circular con las manos y se rascaba el mentón: el Barón estaba esperando que lo hiciera. Pero el anciano tenía los brazos cruzados en actitud hierática—. Lo que han hecho con Calumbí, con Poco da Pedra, con Sucurana, con Jua y Curral Novo, con Penedo y Lagoa, es inicuo, inconcebible. ¡Destruir las haciendas que les dan de comer, los focos de civilización de este país! No tiene perdón de Dios. Es de diablos, de monstruos.
«Vaya, por fin», pensó el Barón: acababa de hacer el gesto. Una circunferencia veloz con la mano nudosa y el dedo índice estirado y, ahora, se rascaba con furia el pellejo de la barbilla.
—No alces tanto la voz, José Bernardo —lo interrumpió Gumucio, señalando a la Baronesa—. ¿La llevamos al dormitorio?
—Cuando su sueño sea más profundo —repuso el Barón. Se había puesto de pie y acomodaba la almohadilla a fin de que su esposa se recostara en ella. Luego, arrodillándose, le colocó los pies sobre un banquito.
—Creí que lo mejor sería llevarla cuanto antes a Salvador —susurró Adalberto de Gumucio—. Pero no sé si es imprudente someterla a otro viaje tan largo. —Veremos cómo amanece mañana. —El Barón, de nuevo en la mecedora, se mecía sincrónicamente con el dueño de casa.
— ¡Quemar Calumbí! ¡Gentes que te deben tanto! —Murau volvió a hacer uno, dos círculos y a rascarse—. Espero que Moreira César se los haga pagar caro. Me gustaría estar allí, cuando los pase a cuchillo.
—¿No hay noticias de él, aún? —volvió a interrumpirlo Gumucio—. Tendría que haber acabado con Canudos hace rato.
—Sí, he estado calculando —asintió el Barón—. Aun con pies de plomo, tendría que haber llegado a Canudos hace días. A menos que… —Observó que sus amigos lo miraban intrigados—. Quiero decir, otro ataque, como el que lo obligó a refugiarse en Calumbí. Tal vez le ha repetido.
—Lo único que falta es que Moreira César se muera de enfermedad antes de poner fin a esa degeneración —refunfuñó José Bernardo Murau.
—También es posible que no quede una línea de telégrafos en la región —dijo Gumucio—. Si queman las tierras para que hagan siesta, sin duda destruyen los alambres y los postes para evitarles el dolor de cabeza. El Coronel puede estar incomunicado.
El Barón sonrió, con pesadumbre. La última vez que habían estado reunidos, aquí, la venida de Moreira César era como la partida de defunción para los Autonomistas de Bahía. Y ahora ardían de impaciencia por conocer los detalles de su victoria contra los que el Coronel quería hacer pasar por restauradores y gentes de Inglaterra. Reflexionaba sin dejar de observar el sueño de la Baronesa: estaba pálida, con la expresión tranquila. —Los agentes de Inglaterra —exclamó de pronto—. Caballeros que queman haciendas para que la tierra repose. Lo he oído y no acabo de creerlo. Un cangaceiro como Pajeú, asesino, violador, ladrón, cortador de orejas, saqueador de pueblos, convertido en cruzado de la fe. Estos ojos lo vieron. Nadie diría que he nacido y pasado buena parte de mi vida aquí. Esta tierra se me ha vuelto extranjera. Estas gentes no son las que he tratado siempre. Quizá el escocés anarquista las entienda mejor. O el Consejero. Es posible que sólo los locos entiendan a los locos… Hizo un gesto de desesperanza y dejó la frase sin terminar.
—A propósito del escocés anarquista —dijo Gumucio. El Barón sintió íntima desazón: sabía que la pregunta vendría, la esperaba desde hacía dos horas—. Te consta que nunca he puesto en duda tu sensatez política. Pero que dejaras partir así al escocés, no lo entiendo. Era un prisionero importante, la mejor arma contra nuestro enemigo número uno. —Miró al Barón, pestañeando—. ¿No lo era, acaso?
—Nuestro enemigo número uno ya no es Epaminondas, ni ningún jacobino —murmuró el Barón, con desánimo—. Son los yagunzos. La quiebra económica de Bahía. Es lo que va a ocurrir si no se pone fin a esta locura. Las tierras van a quedar inservibles y todo se está yendo al diablo. Se comen los animales, la ganadería desaparece. Y, lo peor, una región donde la falta de brazos fue siempre un problema, va a quedar despoblada. A la gente que se marcha ahora en masa, no la vamos a traer de vuelta. Hay que atajar de cualquier modo la ruina que está provocando Canudos.
Vio las miradas, sorprendidas y admonitivas, de Gumucio y de José Bernardo y se sintió incómodo.
—Ya sé que no he contestado tu pregunta sobre Galileo Gall —murmuró—. Dicho sea de paso, ni siquiera se llama así. ¿Por qué lo dejé ir? Quizá es otro signo de la locura de los tiempos, mi cuota a la insensatez general. —Sin advertirlo, hizo un círculo con la mano, como los de Murau—. Dudo que nos hubiera servido, aun si nuestra guerra con Epaminondas continúa…
—¿Continúa? —respingó Gumucio—. No ha cesado un segundo, que yo sepa. En Salvador, los jacobinos están ensoberbecidos como nunca, con la llegada de Moreira César. El Jornal de Noticias pide que el Parlamento enjuicie a Viana y nombre un Tribunal Especial para juzgar nuestras conspiraciones y negocios.
—No he olvidado el daño que nos han hecho los Republicanos Progresistas —lo interrumpió el Barón—. Pero en este momento las cosas han tomado un rumbo distinto. —Te equivocas —dijo Gumucio—. Sólo esperan que Moreira César y el Séptimo Regimiento entren a Bahía con la cabeza del Consejero, para deponer a Viana, cerrar el Parlamento y comenzar la cacería contra nosotros.
—¿Ha perdido algo Epaminondas Gonce a manos de los restauradores monárquicos? — sonrió el Barón—. Yo, además de Canudos, he perdido Calumbí, la hacienda más antigua y próspera del interior. Tengo más razones que él para recibir a Moreira César como nuestro salvador.
—De todos modos, nada de eso explica que soltaras tan alegremente al cadáver inglés —dijo José Bernardo. El Barón supo de inmediato el gran esfuerzo que hacía el anciano para pronunciar esas frases—. ¿No era una prueba viviente. de la falta de escrúpulos de Epaminondas? ¿No era un testigo de oro para demostrar el desprecio de ese ambicioso por el Brasil?
—En teoría —asintió el Barón—. En el terreno de las hipótesis.
—Lo hubiéramos paseado por los mismos sitios donde ellos pasearon la famosa cabellera —murmuró Gumucio. También su voz era severa, herida.
—Pero en la práctica, no —continuó el Barón—. Gall no es un loco normal. Sí, no se rían, es un loco especial: un fanático. No hubiera declarado a favor sino en contra de nosotros. Hubiera confirmado las acusaciones de Epaminondas, nos hubiera cubierto de ridículo.
—Tengo que contradecirte otra vez, lo siento —dijo Gumucio—. Hay medios de sobra para hacer decir la verdad, a cuerdos y a locos.
—No a los fanáticos —repuso el Barón—. No a aquellos en los que las creencias son más fuertes que el miedo a morir. El tormento no le haría efecto a Gall, reforzaría sus convicciones. La historia de la religión ofrece muchos ejemplos…
—En ese caso, era preferible pegarle un tiro y traer su cadáver —murmuró Murau—. Pero soltarlo…
—Tengo curiosidad por saber qué fue de él —dijo el Barón—. Por saber quién lo mató. ¿El guía, para no llevarlo hasta Canudos? ¿Los yagunzos, para robarle? ¿O Moreira César?
—¿El guía? —Gumucio abrió mucho los ojos—. ¿Además, le diste un guía? —Y un caballo —asintió el Barón—. Tuve una debilidad por él. Me inspiró compasión, simpatía.
—¿Simpatía? ¿Compasión? —repitió el coronel José Bernardo Murau, hamacándose de prisa—. ¿Por un anarquista que sueña con poner el mundo a sangre y fuego? —Y con algunos cadáveres a la espalda, a juzgar por sus papeles —dijo el Barón—. A no ser que sean embrollos, lo que también es posible. El pobre diablo estaba convencido que Canudos es la fraternidad universal, el paraíso materialista, hablaba de los yagunzos como de correligionarios políticos. Era imposible no sentir ternura por él. Notó que sus amigos lo miraban cada vez más extrañados.
—Tengo su testamento —les dijo—. Una lectura difícil, con muchos disparates, pero interesante. Incluye detalles de la intriga de Epaminondas: cómo lo contrató, intentó luego matarlo, etc.
—Hubiera sido mejor que se la contara al mundo de viva voz —dijo Adalberto de Gumucio, indignado.
—Nadie se la hubiera creído —replicó el Barón—. La fantasía inventada por Epaminondas Gonce, con sus agentes secretos y contrabandistas de armas, es más verosímil que la historia real. Les traduciré unos párrafos, después de la cena. Está en inglés, sí. —Calló unos segundos, mientras observaba a la Baronesa, que había suspirado en el sueño—. ¿Saben por qué me dio ese testamento? Para que lo envíe a un pasquín anarquista de Lyon. Imagínense, ya no conspiro con la monarquía inglesa sino con los terroristas franceses que luchan por la revolución universal. Se rió, observando que el enojo de sus amigos aumentaba por segundos. —Como ves, no podemos compartir tu buen humor —dijo Gumucio. —Y eso que es a mí a quien han quemado Calumbí.
—Déjate de falsas bromas y explícanoslo de una vez —lo amonestó Murau. —Ya no se trata de hacerle ningún daño a Epaminondas, campesino brutón —dijo el Barón de Cañabrava—. Se trata de llegar a un acomodo con los Republicanos. La guerra entre nosotros se acabó, acabaron con ella las circunstancias. No se puede librar dos guerras al mismo tiempo. El escocés no nos servía para nada y, a la larga, hubiera sido una complicación.
—¿Un acomodo con los Republicanos Progresistas has dicho? —lo miraba atónito Gumucio.
—He dicho acomodo, pero he pensado una alianza, un pacto —dijo el Barón—. Es difícil de entender y más todavía de hacer, pero no hay otro camino. Bueno, creo que ahora podemos llevar a Estela al dormitorio.
Calado hasta los huesos, encogido sobre una manta que se confunde con el barro, el periodista miope del Jornal de Noticias siente tronar el cañón. En parte por la lluvia, en parte por la inminencia del combate, nadie duerme. Aguza los oídos: ¿siguen repicando en la oscuridad las campanas de Canudos? Sólo oye, espaciados, los cañonazos y las cornetas, entonando el Toque de Carga y Degüello. ¿También los yagunzos habrán puesto nombre a la sinfonía de pitos con que han martirizado al Séptimo Regimiento desde Monte Santo? Está desasosegado, sobresaltado, estremecido de frío. El agua le humedece los huesos. Piensa en su colega, el viejo friolento que, al quedarse rezagado entre los soldados–niños semidesnudos, le dijo: «En la puerta del horno se quema el pan, joven amigo». ¿Habrá muerto? ¿Habrán corrido él y esos muchachos la misma suerte que el Sargento rubio y los soldados de su patrulla que encontraron esa tarde, en las estribaciones de esta sierra? En eso, allá abajo, las campanas responden a las cornetas del Regimiento, diálogo en las tinieblas lluviosas que preludia el que entablarán escopetas y fusiles apenas despunte el día.
La suerte del Sargento rubio y su patrulla ha podido ser la suya: había estado a punto de decir sí cuando Moreira César le sugirió acompañarlos. ¿Lo salvó la fatiga? ¿Un palpito? ¿La casualidad? Ha ocurrido la víspera pero, en su memoria, parece lejanísimo, porque ayer todavía sentía Canudos como inalcanzable. La cabeza de la Columna se detiene y el periodista miope recuerda que le zumbaban los oídos, que las piernas le temblaban, que tenía llagados los labios. El Coronel lleva el caballo de la rienda y los oficiales se confunden con los soldados y los pisteros, pues la tierra los uniforma. Advierte la fatiga, la suciedad, la privación que lo rodean. Una docena de soldados se desgaja de las filas y a paso ligero vienen a cuadrarse ante el Coronel y el Mayor Cunha Matos. Quien los comanda es el joven oficial que trajo prisionero al cura de Cumbe. Lo oye chocar los tacos, repetir las instrucciones:
—Hacerme fuerte en Caracatá, cerrar las quebradas con fuego cruzado apenas comience el asalto. —Tiene el aire resuelto, saludable, optimista, que le ha visto en todos los momentos de la marcha—. No tema, Excelencia, ningún bandido escapará por Caracatá. ¿El pistero que se alineó junto al Sargento era el que guiaba a las patrullas a buscar agua? El ha sido quien llevó a los soldados a la emboscada y el periodista miope piensa que está aquí, empapado, confuso y fantaseando, de puro milagro. El Coronel Moreira César lo ve sentado en tierra, rendido, acalambrado, con su tablero portátil sobre las rodillas:
—¿Quiere ir con la patrulla? En Caracatá estará más protegido que con nosotros. ¿Qué le hizo decir no, después de unos segundos de vacilación? Recuerda que el joven Sargento y él han conversado varias veces: le hacía preguntas sobre el Jornal de Noticias y su trabajo, Moreira César era la persona que más admiraba en el mundo —«Más aún que al Mariscal Floriano» — y, como él, creía que los políticos civiles eran una catástrofe para la República, fuente de corrupción y de división, y que sólo los hombres de espada y uniforme podían regenerar a la Patria envilecida por la monarquía. ¿Ha dejado de llover? El periodista miope se pone boca arriba, sin abrir los ojos. Sí, ya no gotea, esos alfilerazos de agua son obra del viento que barre la ladera. El cañoneo también ha cesado y la imagen del viejo periodista friolento sustituye en su mente a la del joven Sargento: sus cabellos entre blancos y amarillentos, su desencajada cara bondadosa, su bufanda, las uñas que se contemplaba como si estimularan la meditación. ¿Estará colgado de un árbol, también? No mucho después de la partida de la patrulla un mensajero viene a decir al Coronel que algo ocurre con los párvulos. ¡La compañía de los párvulos!, piensa. Está escrito, yace al fondo del bolsón sobre el que está echado para protegerlo de la lluvia, cuatro o cinco hojas relatan la historia de esos adolescentes, casi niños, que el Séptimo Regimiento recluta sin preguntarles la edad. ¿Por qué lo hace? Porque, según Moreira César, los niños tienen mejor puntería, nervios más firmes que los adultos. Él ha visto, ha hablado con esos soldados de catorce y quince años a los que llaman párvulos. Por eso, cuando escucha al mensajero decir que algo les ocurre, el periodista miope sigue al Coronel hacia la retaguardia. Media hora después los encuentran.
En las tinieblas mojadas, un escalofrío le corre de la cabeza a los pies. De nuevo suenan, muy fuertes, las cornetas y las campanas, pero él sigue viendo, en el sol del atardecer, a los ocho o diez niños–soldados, en cuclillas o tumbados sobre el cascajo. Las compañías de la retaguardia los van dejando atrás. Son los más jóvenes, parecen disfrazados, se los nota muertos de hambre y cansancio. Asombrado, el periodista miope descubre a su colega entre ellos. Un Capitán de bigotes, que parece víctima de sentimientos encontrados —piedad, cólera, indecisión — recibe al Coronel: se negaban a continuar, Excelencia, ¿qué debía hacer? El periodista trata afanosamente de persuadir a su colega: que se levante, que haga un esfuerzo. «No eran razones lo que necesitaba —piensa—, si hubiera tenido un átomo de energía hubiera seguido. » Recuerda sus piernas estiradas, la lividez de su cara, su respiración perruna. Uno de los niños lloriquea: prefieren que los haga matar, Excelencia, tienen los pies infectados, zumbidos en la cabeza, no darán un paso más. Solloza, con las manos como rezando, y, poco a poco, los que no lloraban también rompen a llorar, tapándose las caras y encogiéndose a los pies del Coronel. Recuerda la mirada de Moreira César, sus ojitos fríos pasando y volviendo a pasar sobre el grupo:
—Creí que se harían hombres más rápido en las filas. Se van a perder lo mejor de la fiesta. Me han defraudado, muchachos. Para no considerarlos desertores, les doy de baja. Entreguen sus armas y sus uniformes.
El periodista miope cede media ración de agua a su colega y ahí está la sonrisa con que éste se lo agradece, mientras los niños, apoyándose unos en otros, con manos flojas, se quitan las guerreras y los quepis y devuelven sus fusiles a los armeros. —No se queden aquí, es demasiado descubierto —les dice Moreira César—. Traten de llegar al roquedal donde hicimos alto esta mañana. Escóndanse ahí hasta que pase alguna patrulla. La verdad, tienen pocas probabilidades.
Da media vuelta y regresa a la cabeza de la Columna. Su colega susurra a modo de despedida: «En la puerta del horno se quema el pan, joven amigo». Ahí está el viejo, con su bufanda absurda en el pescuezo, quedándose atrás, sentado como un monitor entre chiquillos semidesnudos que berrean. Piensa: «También ha llovido allá». Imagina la sorpresa, la felicidad, la resurrección que debió ser para el viejo y los chiquillos ese súbito chaparrón que envía el cielo segundos después de jorobarse y oscurecerse de nubarrones. Imagina la incredulidad, las sonrisas, las bocas abriéndose ávidas, gozosas, las manos formando cuencos para retener el agua, imagina a los muchachos abrazándose, poniéndose de pie, descansando, envalentonados, desmagullados. ¿Habrán reanudado la marcha, alcanzado tal vez a la retaguardia? Encogiéndose hasta tocar el mentón con las rodillas, el periodista miope se responde que no: su abatimiento y ruina física eran tales que ni siquiera la lluvia habrá sido capaz de levantarlos. ¿Cuántas horas dura ya esta lluvia? Ha comenzado al anochecer, cuando la vanguardia empieza a tomar posesión de las alturas de Canudos. Hay una explosión indescriptible en todo el Regimiento, soldados y oficiales saltan, se palmean, beben en sus quepis, se exponen con los brazos abiertos a las trombas del cielo, el caballo blanco del Coronel relincha, agita las crines, remueve los cascos en el fango que empieza a formarse. El periodista miope sólo atina a alzar la cabeza, a cerrar los ojos, a abrir la boca, las narices, incrédulo, extasiado por esas gotas que salpican sobre sus huesos y está así, tan absorto, tan dichoso, que no oye los disparos, ni los gritos del soldado que rueda por el suelo, a su costado, dando ayes de dolor y cogiéndose la cara. Cuando descubre el desbarajuste se agacha, levanta el tablero y el bolsón y se tapa la cabeza. Desde ese miserable refugio ve al Capitán Olimpio de Castro disparando su revólver y a soldados que corren en busca de abrigo o se arrojan al barro. Y entre las piernas enfangadas que se cruzan y descruzan ve —la imagen está detenida en su memoria como un daguerrotipo — al Coronel Moreira César cogiendo las riendas del caballo, saltando sobre la montura y, con el sable desenvainado, cargando, sin saber si es seguido, hacia la caatinga de donde han disparado. «Gritaba viva la República —piensa—, viva el Brasil. » En la plomiza luz, entre los chorros de agua y el viento que mece los árboles, oficiales y soldados echan a correr, coreando los gritos del Coronel, y —olvidando un instante el frío y la zozobra, el periodista del Jornal de Noticias se ríe, acordándose — se ve de pronto él también corriendo en medio de ellos, también hacia el bosque, también al encuentro del invisible enemigo. Recuerda haber pensado, mientras daba traspiés, que corría estúpidamente hacia un combate que no iba a librar. ¿Con qué lo hubiera librado? ¿Con un tablero portátil? ¿Con el bolsón de cuero donde lleva sus mudas y sus papeles? ¿Con su tintero vacío? Pero el enemigo, claro está, no aparece.
«Lo que apareció fue peor», piensa, y otro escalofrío lo atraviesa, como una lagartija por su espalda. En la cenicienta tarde que comienza a ser noche, vuelve a ver cómo el paisaje adquiere de pronto perfil fantasmagórico, con esos extraños frutos humanos colgados de las umburanas y la favela, y esas botas, vainas de sables, polacas, quepis, bailoteando de las ramas. Algunos cadáveres son ya esqueletos vaciados de ojos, vientres, nalgas, muslos, sexos, por los picotazos de los buitres o los mordiscos de los roedores y su desnudez resalta contra la grisura verdosa, espectral, de los árboles y el color pardo de la tierra. Detenido en seco por lo insólito del espectáculo, camina atontado entre esos restos de hombres y uniformes que adornan la caatinga. Moreira César ha desmontado y lo rodean los oficiales y soldados que cargaron tras él. Están petrificados. Un profundo silencio, una inmovilidad tirante han reemplazado el griterío y las carreras de hace un momento. Todos observan y, en las caras, al estupor, al miedo, van sucediendo la tristeza, la cólera. El joven Sargento rubio tiene la cabeza intacta — aunque sin ojos — y el cuerpo deshecho de cicatrices cárdenas, huesos salientes, bocas tumefactas que con el correr de la lluvia parecen sangrar. Se mece, suavemente. Desde ese momento, antes aún de espantarse y apiadarse, el periodista miope ha pensado lo que no puede dejar de pensar, lo que ahora mismo lo roe y le impide dormir: la casualidad, el milagro que lo salvaron de estar también ahí, desnudo, cortado, castrado por las facas de los yagunzos o los picos de los urubús, colgando entre los cactos. Alguien solloza. Es el Capitán Olimpio de Castro, que, con la pistola todavía en la mano, se lleva el brazo a la cara. En la penumbra, el periodista miope ve que otros oficiales y soldados también lloran por el Sargento rubio y sus soldados, a los que han comenzado a descolgar. Moreira César permanece allí, presenciando la operación que se hace a oscuras, con el rostro fruncido en una expresión de una dureza que no le ha visto hasta ahora. Envueltos en mantas, unos junto a otros, los cadáveres son enterrados de inmediato, por soldados que presentan armas en la oscuridad y disparan una salva en su honor. Después del toque del corneta, Moreira César señala con la espada las laderas que tienen delante y pronuncia una arenga cortísima:
—Los asesinos no han huido, soldados. Están ahí, esperando el castigo. Ahora callo para que hablen las bayonetas y los fusiles.
Siente de nuevo el bramido del cañón, esta vez más cerca, y salta en el sitio, muy despierto. Recuerda que en los últimos días casi no ha estornudado, ni siquiera en esta humedad lluviosa, y se dice que por lo menos para eso le habrá servido la Expedición: la pesadilla de su vida, esos estornudos que enloquecían a sus compañeros de redacción y que lo tenían desvelado noches íntegras, han disminuido, tal vez desaparecido. Recuerda que comenzó a fumar opio no tanto para soñar como para dormir sin estornudos y se dice: «qué mediocridad». Se ladea y espía el cielo: es una mancha sin chispas. Está tan oscuro que no distingue las caras de los soldados tumbados junto a él, a derecha e izquierda. Pero oye su resuello, las palabras que se les escapan.
Cada cierto tiempo, unos se levantan y otros vienen a descansar mientras los primeros suben a relevarlos en la cumbre. Piensa: será terrible. Algo que nunca podrá reproducir fielmente por escrito. Piensa: están llenos de odio, intoxicados por el deseo de venganza, por hacerles pagar la fatiga, el hambre, la sed, los caballos y las reses perdidos y, sobre todo, los cadáveres destrozados, vejados, de esos compañeros a los que vieron partir apenas unas horas antes de tomar Caracatá. Piensa: era lo que necesitaban para llegar al paroxismo. Ese odio es el que los ha hecho escalar las laderas rocallosas a un ritmo frenético, apretando los dientes, y el que debe tenerlos ahora insomnes, empuñando sus armas, mirando obsesivamente desde la cumbre las sombras de abajo donde están esas presas que, si al principio odiaban por deber, ahora odian personalmente, como enemigos a los que deben cobrar una deuda de honor.
Por el ritmo loco en que el Séptimo Regimiento ha escalado las colinas, no ha podido permanecer a la cabeza, junto al Coronel, el Estado Mayor y la escolta. Se lo han impedido la falta de luz, los tropezones, los pies hinchados, el corazón que parecía salírsele, las sienes que golpeaban. ¿Qué lo ha hecho resistir, incorporarse tantas veces, seguir trepando? Piensa: el miedo a quedarme solo, la oscuridad por lo que va a pasar. En una de esas caídas ha extraviado el tablero, pero un soldado con el cráneo rapado — rapan a los infectados de piojos — se lo alcanza poco después. Ya no tiene modo de usarlo, se le ha terminado la tinta y la última pluma de ganso se quebró la víspera. Ahora que ha cesado la lluvia, percibe ruidos diversos, un rumor de piedras, y se pregunta si, en la noche, las compañías siguen desplegándose a uno y otro lado, si están arrastrando los cañones y ametralladoras a un nuevo emplazamiento o si la vanguardia se ha lanzado ya cuesta abajo, sin esperar el día.
No lo han dejado rezagado, ha llegado antes que muchos soldados. Siente una alegría infantil, la sensación de haber ganado una apuesta. Esas siluetas sin facciones ya no avanzan, están afanosamente abriendo bultos, quitándose las mochilas. Desaparecen su fatiga, su angustia. Pregunta dónde está el comando, rebota en uno y otro grupo de soldados, va y viene hasta dar con la lona sostenida en estacas, iluminada por un candil débil. Es ya noche cerrada, sigue lloviendo a cántaros, y el periodista miope recuerda la seguridad, el alivio que ha sentido al acercarse gateando a la lona y ver a Moreira César. Está recibiendo partes, dando instrucciones, reina una actividad febril en torno a la mesita sobre la que chisporrotea la llama. El periodista miope se deja caer en el suelo, a la entrada, como otras veces, pensando que su postura, presencia, allí, son las de un perro y que es a un perro sin duda a lo que más debe asociarlo el Coronel Moreira César. Ve entrar y salir a oficiales salpicados de barro, oye discutir al Coronel Tamarindo con el Mayor Cunha Matos, dar órdenes a Moreira César. El Coronel está envuelto en una capa negra y, en la luz aceitosa, parece deforme. ¿Ha tenido una nueva crisis de su misteriosa enfermedad? Porque a su lado está el Doctor Souza Ferreiro.
—Que la artillería rompa el fuego —lo oye decir—. Que los Krupp les manden nuestras tarjetas de visita, para ablandarlos hasta el momento del asalto.
Cuando los oficiales comienzan a salir de la tienda, debe hacerse a un lado a fin de que no lo pisen.
—Que oigan el Toque del Regimiento —dice el Coronel al Capitán Olimpio de Castro. Poco después el periodista miope oye el toque largo, lúgubre, funeral, que oyó al partir la Columna de Queimadas. Moreira César se ha puesto de pie y avanza, medio encogido en su capa, hasta la salida. Va dando la mano y deseando suerte a los oficiales que parten. —Vaya, llegó usted hasta Canudos —le dice al verlo—. Le confieso que me asombra. Nunca creí que sería el único de los corresponsales en acompañarnos hasta aquí. Y de inmediato, desinteresado de él, se vuelve hacia el Coronel Tamarindo. El Toque de Carga y Degüello resuena en distintos puntos del contorno, por sobre la lluvia. En un silencio, el periodista miope escucha de pronto un rebato de campanas. Recuerda lo que pensó que todos pensaban: «La respuesta de los yagunzos». «Mañana almorzaremos en Canudos», oye decir al Coronel. Se le atolondra el corazón, pues mañana ya es hoy.
Lo despierta un fuerte escozor: hileras de hormigas le recorrían ambos brazos, dejando un reguero de puntos rojos en su piel. Las aplastó a manazos mientras se sacudía la cabeza embotada. Observando el cielo gris, la luz que raleaba, Galileo Gall trató de calcular la hora. Siempre había envidiado en Rufino, en Jurema, en la Barbuda, en toda la gente de aquí, la seguridad con que, mediante un simple vistazo al sol o a las estrellas, podían saber a qué altura del día o de la noche se encontraban. ¿Cuánto había dormido? No mucho, pues Ulpino aún no volvía. Cuando vio las primeras estrellas se sobresaltó. ¿Le habría ocurrido algo? ¿Habría huido, temeroso de llevarlo hasta el mismo Canudos? Sintió frío, una sensación que le parecía no experimentar hacía siglos. Horas después, en la clara noche, tuvo la certidumbre de que Ulpino no iba a volver. Se puso de pie y, sin saber qué pretendía, echó a andar por la dirección que señalaba el madero donde decía Caracatá. El caminito se disolvía en un laberinto de espinas que lo arañaron. Regresó al claro. Alcanzó a dormir, angustiado, con pesadillas que al amanecer recordaba confusamente. Tenía tanta hambre que estuvo un buen rato, olvidado del guía, masticando yerbas, hasta calmar el vacío de su vientre. Luego, exploró los alrededores, convencido de que no tenía más remedio que orientarse solo. Después de todo, no sería difícil; bastaba encontrar al primer grupo de peregrinos y seguirlos. ¿Pero, dónde estaban? Que Ulpino lo hubiera extraviado deliberadamente, le producía tanta angustia que, apenas aparecía en su cerebro esa sospecha, la expulsaba. Para abrirse paso en el bosque llevaba una gruesa rama y, prendida al hombro, su alforja. De pronto, rompió a llover. Ebrio de excitación, lamía las gotas que caían a su cara, cuando vio unas siluetas entre los árboles. Gritó, llamándolas, y corrió hacia ellas, chapoteando, diciéndose que por fin, cuando reconoció a Jurema. Y a Rufino. Se paró en seco. A través de una cortina de agua, advirtió la tranquilidad del rastreador y que llevaba a Jurema atada del pescuezo, como a un animal. Lo vio soltar la cuerda y divisó la cara asustada del Enano. Los tres lo miraban y se sintió desconcertado, irreal. Rufino tenía una faca en la mano; sus ojos parecían carbones.
—Por ti, no hubieras venido a defender a tu mujer —entendió que le decía, con más desprecio que rabia—. No tienes honor, Gall.
Sintió que se acentuaba la sensación de irrealidad. Alzó la mano que tenía libre e hizo un gesto pacificador, amistoso:
—No hay tiempo para esto, Rufino. Lo que pasó puedo explicártelo. Lo urgente ahora es otra cosa. Hay miles de hombres y mujeres que pueden ser sacrificados por un puñado de ambiciosos. Tu deber…
Pero se dio cuenta que hablaba en inglés. Rufino venía hacia él y Galileo comenzó a retroceder. El suelo era ya barro. Atrás, el Enano trataba de desanudar a Jurema. «No te voy a matar todavía», creyó entender, y que el rastreador iba a ponerle la mano en la cara para quitarle su honor. Tuvo ganas de reírse. La distancia entre ambos se iba acortando por segundos y pensó: «No entiende ni entenderá razones». El odio, como el deseo, anulaba la inteligencia y volvía al hombre puro instinto. ¿Iba a morir por esa estupidez, el hueco de una mujer? Seguía haciendo gestos apaciguadores y ponía una cara miedosa e implorante. A la vez, calculaba la distancia y, cuando lo tuvo próximo, súbitamente descargó contra Rufino el palo que empuñaba. El rastreador cayó al suelo. Escuchó gritar a Jurema, pero cuando ella llegó a su lado, había vuelto a golpear a Rufino un par de veces y éste, aturdido, había soltado la faca, que Gall recogió. Contuvo a Jurema, indicándole con un gesto que no iba a matarlo. Enfurecido, mostrando el puño al hombre caído, rugió:
—Ciego, egoísta, traidor a tu clase, mezquino, ¿no puedes salir de tu mundito vanidoso? El honor de los hombres no está en sus caras ni en el cono de las mujeres, insensato. Hay millares de inocentes en Canudos. Se está jugando la suerte de tus hermanos, compréndelo.
Rufino movía la cabeza, volviendo del desmayo.
—Trata tú de que entienda —gritó Gall a Jurema todavía, antes de marcharse. Ella lo miraba como si estuviera loco o no lo conociera. De nuevo tuvo una sensación de absurdo e irrealidad. ¿Por qué no había matado a Rufino? El imbécil lo perseguiría hasta el fin del mundo, era seguro. Corría, acezante, rasguñado por la caatinga, bajo trombas de agua, enlodándose, sin saber dónde iba. Conservaba el palo y la alforja, pero había perdido el sombrero y sentía las gotas rebotando en su cráneo. Un tiempo después, que podía ser unos minutos o una hora, se detuvo. Echó a andar, despacio. No había sendero alguno, ningún punto de referencia entre los matorrales y los cactos, y los pies se le hundían en el barro, frenándolo. Sentía que sudaba bajo el agua. Maldijo su suerte, en silencio. La luz se había ido apagando y le costaba creer que fuera ya el atardecer. Al fin, se dijo que estaba mirando a todos lados como si estuviera a punto de suplicar a esos árboles grises, estériles, de púas filudas en vez de hojas, que lo ayudaran. Hizo un gesto, entre compasivo y desesperado, y echó a correr de nuevo. Pero a los pocos metros dejó de hacerlo y permaneció en el sitio, crispado por la impotencia. Se le escapó un sollozo:
— ¡Rufinoooo! ¡Rufinoooo! —gritó, llevándose las manos a la boca—. ¡Ven, ven, aquí estoy, te necesito! Ayúdame, llévame a Canudos, hagamos algo útil, no seamos estúpidos. Luego podrás vengarte, matarme, abofetearme. ¡Rufinooo!
Escuchó el eco de sus gritos, entre el chasquido del agua. Estaba hecho una sopa, muerto de frío. Siguió andando, sin rumbo, moviendo la boca, golpeándose las piernas con el palo. Era el atardecer, pronto sería noche, todo esto era tal vez una simple pesadilla y el suelo cedió bajo sus pies. Antes de chocar contra el fondo, comprendió que había pisado una enramada que disimulaba un agujero. El golpe no lo hizo perder el sentido: la tierra estaba blanda por la lluvia. Se enderezó, se tocó brazos, piernas, la espalda adolorida. Buscó a tientas la faca de Rufino que se le había desprendido de la cintura y pensó que hubiera podido clavársela. Intentó escalar el hueco, pero sus pies resbalaban y volvía a caer. Se sentó en el suelo empapado, se apoyó en el muro y, con una especie de alivio, se durmió. Lo despertó un murmullo tenue, de ramas y hojas pisadas. Iba a gritar cuando sintió un soplo junto a su hombro y en la penumbra vio clavarse en la tierra un dardo de madera.
— ¡No tiren! ¡No tiren! —gritó—. Soy un amigo, un amigo.
Hubo murmullos, voces, y siguió gritando hasta que un leño prendido se hundió en el pozo y tras la llama intuyó cabezas humanas. Eran hombres armados y cubiertos de mantones de yerbas. Se extendieron varias manos y lo izaron hasta la superficie. Había exaltación, felicidad, en la cara de Galileo Gall que los yagunzos examinaban, de pies a cabeza, a la luz de sus antorchas, chisporroteantes en la humedad de la lluvia reciente. Los hombres parecían disfrazados con sus caparazones de yerbas, los pitos de madera enroscados en el cuello, las carabinas, los machetes, las ballestas, las sartas de balas, los andrajos, los escapularios y detentes con el Corazón de Jesús. Mientras ellos lo miraban, olfateaban, con expresiones que decían la sorpresa que les producía ese ser que no lograban identificar dentro de las variedades de hombres conocidos, Galileo Gall les pedía con vehemencia que lo llevaran a Canudos: podía servirlos, ayudar al Consejero, explicarles las maquinaciones de que eran víctimas por obra de los políticos y militares corrompidos de la burguesía. Accionaba, para dar énfasis y elocuencia a sus palabras y llenar los vacíos de su media lengua, mirando a unos y otros con ojos desorbitados: tenía una vieja experiencia revolucionaria, camaradas, había combatido muchas veces al lado del pueblo, quería compartir su suerte.
—Alabado sea el Buen Jesús —le pareció entender que alguien decía. ¿Se burlaban de él? Balbuceó, se le trabó la lengua, luchó contra la sensación de impotencia que lo ganaba al darse cuenta que las cosas que decía no eran exactamente las que quería decir, las que ellos hubieran podido entender. Lo desmoralizaba, sobre todo, advertir en la indecisa luz de las antorchas que los yagunzos cambiaban miradas y gestos significativos y que le sonreían piadosamente, mostrándole sus bocas donde faltaban o sobraban dientes. Sí, parecían disparates, ¡pero tenían que creerle! Estaba aquí para ayudarlos, le había costado muchísimo llegar a Canudos. Gracias a ellos había renacido un fuego que el opresor creía haber extinguido en el mundo. Calló de nuevo, desconcertado, desesperado, por la actitud benévola de los hombres con mantones de yerbas en los que sólo adivinaba curiosidad y compasión. Quedó con las manos estiradas y sintió los ojos cargados de lágrimas. ¿Qué hacía aquí? ¿Cómo había llegado a meterse en esta trampa, de la que no iba a salir, creyendo que así ponía un granito de arena en la gran empresa de desbarbariar el mundo? Alguien le aconsejaba que no tuviera miedo: eran sólo masones, protestantes, sirvientes del Anticristo, y el Consejero y el Buen Jesús valían más. El que le hablaba tenía una cara larga y unos ojos diminutos y deletreaba cada palabra: cuando hiciera falta, un rey llamado Sebastián saldría del mar y subiría a Belo Monte. No debía llorar, los inocentes habían sido tocados por el ángel y el Padre lo haría resucitar si los herejes lo mataban. Quería responderles que sí, que, por debajo del ropaje engañoso de las palabras que decían, era capaz de escuchar la contundente verdad de una lucha en marcha, entre el bien representado por los pobres y los sufridos y los expoliados y el mal que eran los ricos y sus ejércitos y que, al término de esa lucha, se abriría una era de fraternidad universal, pero no encontraba las palabras apropiadas y sentía que ahora lo palmeaban en el hombro, consolándolo, pues lo veían sollozar. Malentendía frases sueltas, el ósculo de los elegidos, alguna vez sería rico, y que debía rezar.
—Quiero ir a Canudos —pudo decir, cogiendo el brazo del que hablaba—. Llévenme con ustedes. ¿Puedo seguirlos?
—No puedes —le repuso uno, señalando hacia arriba—. Ahí están los perros. Te cortarían el pescuezo. Escóndete. Irás después, cuando estén muertos. Le hicieron gestos de paz y se desvanecieron a su alrededor, dejándolo en medio de la noche, atontado, con una frase que resonaba en sus oídos como una burla: Alabado sea el Buen Jesús. Dio unos pasos, tratando de seguirlos, pero se le interpuso un bólido que lo derribó. Comprendió que era Rufino cuando ya estaba peleando con él y, mientras golpeaba y era golpeado, pensó que esos brillos azogados detrás de los yagunzos eran los ojos del rastreador. ¿Había esperado que aquéllos partieran para atacarlo? No cambiaban insultos mientras se herían, resollando en el lodo de la caatinga. De nuevo llovía y Gall oía el trueno, el chasquido del agua y, de algún modo, esta violencia animal lo libraba de la desesperación y daba un momentáneo sentido a su vida. Mientras mordía, pateaba, rasguñaba, cabeceaba, oía los gritos de una mujer que sin duda era Jurema llamando a Rufino y, mezclado, el alarido del Enano llamando a Jurema. Pero de pronto todos los ruidos quedaron sumergidos por un estallido de cornetas, multiplicado, que provenía de la altura y por un repique de campanas que le contestaba. Fue como si esas cornetas y campanas, cuyo sentido presentía, lo ayudaran; ahora luchaba con más bríos, sin experimentar fatiga ni dolor. Caía y se levantaba, sin saber si lo que sentía chorrear sobre su piel era sudor, lluvia o sangre de heridas. Bruscamente, Rufino se le fue de entre las manos, se hundió, y escuchó el ruido de su cuerpo al chocar en el fondo del pozo. Permaneció tendido, jadeando, tentando con la mano el borde que había decidido la lucha, pensando que era la primera cosa favorable que le sucedía en varios días.
— ¡Prejuicioso! ¡Insensato! ¡Vanidoso! ¡Terco! —gritó, ahogándose—. No soy tu enemigo, tus enemigos son los que tocan esas cornetas. ¿No las oyes? Eso es más importante que mi semen, que el coño de tu mujer, donde has puesto tu honor, como un burgués imbécil.
Se dio cuenta que, de nuevo, había hablado en inglés. Con esfuerzo, se puso de pie. Llovía a cántaros y el agua que recibía con la boca abierta le hacía bien. Cojeando, porque, tal vez al caer al pozo, tal vez en la pelea, se había herido una pierna, avanzó por la caatinga, sintiendo las ramas y astillas de los árboles, tropezando. Trataba de orientarse por los toques elegíacos, mortuorios, de las cornetas, o por las solemnes campanas, pero los sonidos parecían itinerantes. Y en eso algo se prendió de sus pies y lo hizo rodar, sentir barro en los dientes. Pateó, tratando de zafarse, y oyó gemir al Enano. Aferrado a él, aterrado, chillaba:
—No me abandones, Gall, no me dejes solo. ¿No sientes esos roces? ¿No ves lo que son, Gall?
Volvió a sentir esa sensación de pesadilla, de fantasía, de absurdo. Recordó que el Enano perforaba la oscuridad y que a veces la Barbuda le decía gato y lechuza. Estaba tan cansado que seguía tumbado, sin apartar al Enano, oyéndolo lloriquear que no quería morir. Le puso una mano en la espalda y se la sobó, mientras se esforzaba por oír. No cabía duda: eran cañonazos. Los había venido oyendo, espaciados, pensando que eran redobles de tambor, pero ahora estaba seguro que eran explosivos. De cañones sin duda pequeños, acaso morteros, pero que, por supuesto, volatilizarían Canudos. La fatiga era demasiado grande y, por desmayo o sueño, perdió la conciencia.
Despertó temblando de frío en una debilísima claridad. Oyó el castañeteo de dientes del Enano y vio sus ojos girando espantados en las órbitas. El hombrecito debía haber dormido apoyándose sobre su pierna derecha, que sentía entumecida. Fue recobrando la conciencia, parpadeó, miró: vio, colgados de los árboles, restos de uniformes, quepis, zapatones, capotes, cantimploras, mochilas, vainas de sables y de bayonetas, y unas toscas cruces. Eran los colgajos de los árboles lo que el Enano miraba hechizado, como si no viera esas prendas sino los fantasmas de quienes las vistieron. «Por lo menos a ésos los derrotaron», pensó.
Escuchó. Sí, otro cañonazo. Había dejado de llover hacía horas, pues a su alrededor todo estaba seco, pero el frío le mordía los huesos. Débil, adolorido, consiguió ponerse de pie. Descubrió en su cintura la faca y pensó que ni siquiera se le había ocurrido usarla mientras luchaba contra el rastreador. ¿Por qué no había querido matarlo tampoco esta segunda vez? Oyó, ahora sí, muy claro, otro cañonazo, y una algarabía de cornetas, ese sonido lúgubre que parecía toque de difuntos. Como en sueños, vio aparecer a Rufino y Jurema entre los arbustos. El rastreador estaba malherido, o exhausto, pues se apoyaba en ella, y Gall supo que Rufino había pasado la noche buscándolo, incansable, por la oscuridad del bosque. Sintió odio por esa tozudez, por esa decisión rectilínea e inconmovible de matarlo. Se miraban a los ojos y él estaba trémulo. Sacó la faca de su cintura y señaló hacia donde venía el toque de cornetas:
—¿Oyes? —silabeó—. Tus hermanos reciben metralla, mueren como moscas. Tú me impediste llegar allá y morir con ellos. Tú has hecho de mí un payaso estúpido… Rufino tenía en la mano una suerte de puñal de madera. Lo vio soltar a Jurema, empujarla, agazaparse para embestir:
—Qué clase de bicho eres, Gall —lo oyó decir—. Hablas mucho de los pobres, pero traicionas al amigo y ofendes la casa donde te dan hospitalidad.
Lo calló, lanzándose contra él, ciego de furia. Habían comenzado a destrozarse y Jurema los miraba, estupidizada de angustia y fatiga. El Enano se dobló en dos. —No moriré por las miserias que hay en mí, Rufino —rugía Gall—. Mi vida vale más que un poco de semen, infeliz.
Estaban revolcándose en el suelo cuando aparecieron dos soldados corriendo. Se detuvieron en seco al verlos. Iban con el uniforme medio roto, uno de ellos sin zapatos, con los fusiles listos. El Enano se tapó la cabeza. Jurema corrió hacia ellos, se les interpuso, les rogó: —No disparen, no son yagunzos…
Pero los soldados dispararon a quemarropa sobre los dos adversarios y se abalanzaron luego sobre ella, bufando, y la arrastraron hacia unos matorrales secos. Malheridos, el rastreador y el frenólogo seguían peleando.
«Tendría que estar contenta, pues significa que el sufrimiento del cuerpo terminará, que veré al Padre y a la Santísima», pensó María Quadrado. Pero el miedo la traspasaba y hacía esfuerzos para que las beatas no lo advirtieran. Si ellas notaban su miedo, se contagiarían y la armazón dedicada al cuidado del Consejero se haría viento. Y en las próximas horas, estaba segura, el Coro Sagrado sería más necesario que nunca. Pidió perdón a Dios por su cobardía y trató de rezar, como lo hacía y había instruido a las beatas que lo hicieran, mientras el Consejero celebraba reunión con los apóstoles. Pero no pudo concentrarse en el Credo. Joáo Abade y Joáo Grande ya no insistían en llevarlo al refugio, pero el Comandante de la Calle trataba de disuadirlo de recorrer las trincheras: la guerra podía sorprenderlo al aire libre, sin protección alguna, padre. El Consejero no discutía nunca y ahora tampoco lo hizo. Retiró la cabeza del León de Natuba de sus rodillas y la colocó en el suelo, donde el escriba siguió durmiendo. Se puso de pie y Joáo Abade y Joáo Grande también se incorporaron. Había enflaquecido aún más en los últimos días y parecía más alto. María Quadrado se estremeció al ver lo adolorido que estaba: tenía arrugados los ojos, entreabierta la boca y había en ese rictus como una adivinación terrible. Decidió instantáneamente acompañarlo. No siempre lo hacía, sobre todo en las últimas semanas, cuando, por la aglomeración en las estrechas calles, la Guardia Católica debía formar una muralla en torno al Consejero que a ella y a las beatas les resultaba difícil mantenerse cerca de él. Pero ahora sintió, de manera perentoria, que debía ir. Hizo una seña y las beatas se amontonaron a su alrededor. Salieron detrás de los hombres, dejando dormido en el Santuario al León de Natuba.
La aparición del Consejero en la puerta del Santuario tomó tan de sorpresa a las gentes allí apiñadas que no tuvieron tiempo de cerrarle el paso. A una señal de Joáo Grande, los hombres con brazaletes azules que se hallaban en la explanada, entre la iglesia de San Antonio y el Templo en construcción, poniendo orden en los peregrinos recién llegados, corrieron a rodear al santo, que avanzaba ya por la callejuela de los Mártires hacia la bajada de Umburanas. Mientras trotaba, rodeada de las beatas, detrás del Consejero, María Quadrado recordó su travesía de Salvador a Monte Santo, y aquel muchacho que la violó, por el que había sentido compasión. Era un mal síntoma: sólo recordaba el mayor pecado de su vida cuando se hallaba muy abatida. Se había arrepentido de ese pecado incontables veces y lo había confesado en público y a los oídos de los párrocos y hecho por él toda clase de penitencias. Pero la culpa estaba siempre en el fondo de su memoria, desde donde venía a torturarla periódicamente.
Se daba cuenta de que, entre los vítores al Consejero, había voces que la nombraban — ¡Madre María Quadrado! ¡Madre de los Hombres!—, que preguntaban por ella y la señalaban. Esa popularidad le parecía trampa del diablo. Al principio, se dijo que esos que le pedían intersecciones eran romeros de Monte Santo, que la habían conocido allá. Pero al cabo comprendió que la veneración de que era objeto se debía a los años que llevaba sirviendo al Consejero, que la gente creía que éste la había impregnado con su santidad.
El movimiento febril, los preparativos que veía en los vericuetos y casuchas apiñadas de Belo Monte, fueron apartando a la Superiora del Coro Sagrado de su preocupación. Esas palas y azadas, esos martillazos, eran preparativos de guerra. El pueblo estaba transformándose como si fuera a combatirse en cada casa. Vio que había hombres levantando sobre los techos esos tabladillos aéreos que había visto en las caatingas, entre los árboles, desde donde los tiradores acechaban a los tigres. Aun en el interior de las viviendas, hombres, mujeres y niños que interrumpían su tarea para persignarse, abrían fosos o llenaban sacos de tierra. Y todos tenían carabinas, trabucos, picas, palos, facas, collares de balas, o cargaban guijas, fierros, pedruscos.
La bajada de Umburanas, que se abría a ambas orillas de un riacho, esta irreconocible. Los de la Guardia Católica tuvieron que guiar a las beatas por ese campo cribado, entre los fosos que proliferaban. Porque, además de la trinchera que había visto cuando la última procesión llegó hasta allí, había ahora, por doquier, huecos excavados en la tierra, de uno o dos ocupantes, con parapetos de piedra para resguardar las cabezas y apoyar el fusil.
La llegada del Consejero causó gran alborozo. Los que cavaban o cargaban corrieron a escucharlo. María Quadrado, al pie de la carreta donde trepó el santo, detrás de una doble valla de la Guardia Católica, podía ver en la trinchera decenas de hombres armados, algunos dormidos en posturas absurdas y que no despertaban pese al alboroto. Los imaginó toda la noche velando, vigilando, trabajando, preparando la defensa de Belo Monte contra el Gran Perro y sintió ternura por todos, deseo de limpiarles las frentes, de darles agua y panes recién horneados y decirles que por esa abnegación la Santísima Madre y el Padre les perdonarían todas sus culpas.
El Consejero se había puesto a hablar, acallando los ruidos. No hablaba de los perros ni de los elegidos, sino de las tempestades de dolor que se levantaron en el Corazón de María cuando, respetuosa de la ley de los judíos, llevó a su hijo al Templo, a los ocho días de nacido, para que sangrara en la ceremonia de la circuncisión. Describía el Consejero, con un acento que llegaba al alma de María Quadrado —y podía ver que todos estaban igualmente de conmovidos—, cómo el Niño Jesús, recién circuncidado, extendía hacia la Santísima sus brazos, reclamando consuelo, y cómo sus balidos de corderito penetraban en el alma de la Señora y la supliciaban, cuando rompió a llover. El murmullo, la gente que cayó de hinojos ante esa prueba de que también los elementos se enternecían con lo que evocaba el Consejero, dijeron a María Cuadrado que los hermanos y hermanas comprendían que acababa de ocurrir un milagro. «¿Es una señal, Madre?», murmuró Alejandrinha Correa. Ella asintió. El Consejero decía que era preciso oír cómo gimió María al ver tan linda flor bautizada de sangre en el alborear de su preciosa vida, y que ese llanto era símbolo del que a diario lloraba la Señora por los pecados y cobardías de los hombres que, como el sacerdote del Templo, hacen sangrar a Jesús. En eso llegó el Beatito, seguido por un cortejo que traía las imágenes de las iglesias y la urna con el rostro del Buen Jesús. Entre los recién venidos llegó, casi perdido, curvo como una hoz, empapado, el León de Natuba. El Beatito y el escriba fueron levantados en peso por la Guardia Católica al sitio que les correspondía. Cuando se reanudó la procesión, hacia el Vassa Barris, la lluvia había convertido la tierra en lodazal. Los elegidos chapoteaban y se embarraban y en pocos momentos las imágenes, estandartes, palios y banderas fueron manchas y bultos plomizos. Encaramado en un altar de barriles, el Consejero, mientras la lluvia erupcionaba la superficie del río, habló, en voz que apenas alcanzaban a oír los más próximos, pero que éstos repetían a los de atrás y éstos a los de más atrás en una cadena de ondas concéntricas, de algo que era, tal vez, la guerra.
Refiriéndose a Dios y a su Iglesia dijo que el cuerpo debía estar unido en todo a su cabeza, o no sería cuerpo vivo ni viviría la vida de la cabeza, y María Ouadrado, los pies hundidos en el fango cálido, sintiendo contra sus rodillas el carnerito que Alejandrinha Correa tenía de la cuerda, entendió que hablaba de la indisoluble unión que debía haber entre los elegidos y él y el Padre, el Hijo y el Divino en la batalla. Y bastaba ver las caras del contorno para saber que todos entendían, como ella misma, que estaba pensando en ellos cuando decía que el buen creyente tenía la prudencia de la serpiente y la sencillez de la paloma. María Cuadrado tembló al escucharlo salmodiar: «Me derramo como agua y todos mis huesos se han descoyuntado. Mi corazón se ha vuelto de cera y se está derritiendo en mis entrañas». Lo había oído canturrear ese mismo Salmo hacía ¿cuatro, cinco años? en las alturas de Masseté, el día del enfrentamiento que puso fin a las peregrinaciones.
La muchedumbre continuó detrás del Consejero a lo largo de Vassa Barris. por esos campos que los elegidos habían labrado, llenado de maíz, de mandioca, de pasto, de cabras, de chivos, de ovejas, de vacas. ¿Iba a desaparecer todo eso, arrasado por la herejía? Vio fosos también en medio de los sembríos, con hombres armados. El Consejero, desde un montículo, hablaba explícitamente de la guerra. ¿Vomitarían agua en vez de balas los fusiles de los masones? Ella sabía que las palabras del Consejero no debían tomarse en sentido literal, porque a menudo eran comparaciones, símbolos difíciles de descifrar, que sólo podían identificarse claramente con los hechos cuando éstos ocurrían. Había cesado de llover y encendieron antorchas. Un olor fresco dominaba la atmósfera. El Consejero explicó que el caballo blanco del Corta–pescuezos no era novedad para el creyente, pues ¿no estaba escrito en el Apocalipsis que vendría y que su jinete llevaría un arco y una corona para vencer y conquistar? Pero sus conquistas cesarían a las puertas de Belo Monte por intercesión de la Señora.
Y así continuó, de la salida a Geremoabo a la de Uauá, del Cambaio a la entrada de Rosario, de la ruta de Chorrochó al Curral de Bois, llevando a hombres y mujeres el fuego de su presencia. En todas las trincheras se detuvo y en todas era recibido y despedido con vítores y aplausos. Fue la más larga de las procesiones que María Cuadrado recordaba, entre chaparrones y períodos de calma, altibajos que correspondían a los de su espíritu, que, a lo largo del día, pasó, como el cielo, del pánico a la serenidad y del pesimismo al entusiasmo.
Era ya noche y en la salida de Cocorobó el Consejero diferenció a Eva, en la que predominaban la curiosidad y la desobediencia, de María, toda amor y servidumbre y quien nunca hubiera sucumbido a la tentación del fruto prohibido que desgració a la humanidad. En la rala luz, María Quadrado veía al Consejero, entre Joáo Abade, Joáo Grande, el Beatito, los Vilanova, y pensaba que, así como ella, habría visto María Magdalena, allá en Judea, al Buen Jesús y a sus discípulos, hombres tan humildes y buenos como éstos, y habría pensado, como ella en este instante, qué generoso era el Señor que eligió, para que la historia cambiara de rumbo, no a los ricos dueños de tierras y de capangas, sino a un puñado de humildísimos seres. Se dio cuenta que el León de Natuba no estaba entre los apóstoles. Su corazón dio un vuelco. ¿Habría caído, sido pisoteado, yacería en el suelo fangoso, con su cuerpecillo de niño y sus ojos de sabio? Se insultó por no haberlo cuidado y ordenó a las beatas que lo buscaran. Pero en esa masa apenas podían moverse.
Al regresar, María Quadrado pudo acercarse a Joáo Grande y estaba diciéndole que había que encontrar al León de Natuba, cuando estalló el primer cañonazo. La muchedumbre se detuvo a escuchar y muchos exploraban el cielo, desconcertados. Pero tronó otro cañonazo y vieron saltar, en astillas y brasas, una vivienda del sector del cementerio. En la estampida que se produjo alrededor, María Quadrado sintió que algo informe buscaba refugio contra su cuerpo. Reconoció al León de Natuba por las crenchas y la mínima osatura. Lo abrazó, lo apretó, lo besó tiernamente, susurrándole: «Hijo mío, hijito, te creía perdido, tu madre está feliz, feliz». Desordenaba más la noche un toque de clarines, a lo lejos, largo y lúgubre. El Consejero seguía avanzando, al mismo paso, hacia el corazón de Belo Monte. Tratando de escudar al León de Natuba de los empellones, María Quadrado quiso pegarse al anillo de hombres que, pasado el primer momento de confusión, se cerró de nuevo en torno al Consejero. Pero las caídas y remezones los rezagaron y llegaron a la explanada de las iglesias cuando estaba cubierta de gente. Sobresaliendo entre los gritos de los que se llamaban o pedían protección al cielo, el vozarrón de Joáo Abade ordenó que se apagaran todos los mecheros de Canudos. Pronto, la ciudad fue un foso de tinieblas en el que María Quadrado no distinguía ni las facciones del escriba.
«Se me ha quitado el miedo», pensó. Había comenzado la guerra, en cualquier momento otro cañonazo podía caer aquí mismo y convertirlos a ella y al León en el amasijo de músculos y huesos que debían ser los habitantes de la casa destruida. Y sin embargo ya no tenía miedo. «Gracias, Padre, Señora», rezó. Abrazando al escriba, se dejó caer al suelo, igual que otra gente. Trató de percibir el tiroteo. Pero no había disparos. ¿Por qué esta oscuridad, entonces? Había hablado en voz alta, pues la voz viva del León de Natuba le repuso: «Para que no puedan apuntarnos. Madre».
Las campanas del Templo del Buen Jesús retumbaron y su palabra metálica apagó los clarines con que el Perro pretendía atemorizar a Belo Monte. Fue como un vendaval de fe, de alivio, ese revuelo de campanas que duraría el resto de la noche. «Él está arriba, en el campanario», dijo María Quadrado. Hubo un rugido de reconocimiento, de afirmación, en la multitud reunida en la plaza, al sentirse bañada por el tañido desafiante, revitalizador, de las campanas. Y María Quadrado pensó en la sabiduría del Consejero que supo, en medio del espanto, dar orden y esperanza a los creyentes. Un nuevo cañonazo iluminó con voz amarilla el espacio de la plaza. La explosión levantó y volvió al suelo a María Quadrado, y resonó en su cerebro. En el segundo de luz alcanzó a ver las caras de las mujeres y los niños que miraban el cielo como si vieran el infierno. Se le ocurrió de pronto que los trozos y objetos que había visto por los aires eran la casa del zapatero Eufrasio, de Chorrochó, que vivía junto al cementerio con un enjambre de hijas, entenados y nietos. Un silencio siguió al cañonazo y esta vez no hubo carreras. Las campanas repicaban con la misma alegría. Le hacía bien sentir al León de Natuba apretándose como si quisiera esconderse dentro de su viejo cuerpo. Hubo una agitación, sombras que se abrían paso gritando «¡Aguateros! ¡Aguateros!». Reconoció a Antonio y Honorio Vilanova y comprendió adonde iban. Hacía dos o tres días, el ex–comerciante había explicado al Consejero que, entre los preparativos, instruyó a los aguateros para que en caso de combate recogieran a los heridos y los llevaran a las Casas de Salud y arrastraran a los muertos a un establo, convertido en Morgue, para darles después un entierro cristiano. Convertidos en enfermeros y sepultureros, los repartidores de agua comenzaban a trabajar.
María Quadrado rezó por ellos, pensando: «Todo pasa como estaba anunciado». Alguien lloraba, no muy lejos. En la plaza, por lo visto, sólo había niños y mujeres. ¿Dónde estaban los hombres? Debían haber corrido a treparse a los palenques, a agazaparse en las trincheras y parapetos, y estarían ahora detrás de Joáo Abade, de Macambira, de Pajeú, de Joáo Grande, de Pedráo, de Táramela y los otros jefes, con sus carabinas y fusiles, con sus picas, facas, machetes y garrotes, escudriñando las tinieblas en espera del Anticristo. Sintió gratitud, amor, por esos hombres que iban a recibir la mordedura del Perro y tal vez a morir. Rezó por ellos, arrullada por las campanas de la torre.
Y así transcurrió la noche, entre rápidos aguaceros cuyos truenos silenciaban al campanario y espaciados cañonazos que venían a pulverizar una o dos chozas y a provocar un incendio que el siguiente aguacero extinguía. Una nube de humo, que hacía arder la garganta y los ojos, se extendió por la ciudad y María Quadrado, en su adormecimiento, con el León de Natuba en brazos, sentía toser y escupir. De pronto, la removieron. Abrió los ojos y se vio rodeada por las beatas del Coro Sagrado, en una luz todavía débil, que luchaba con la sombra. El León de Natuba dormía, apoyado en sus rodillas. Las campanas seguían sonando. Las beatas la abrazaban, la habían estado buscando, llamándola en la oscuridad, y ella apenas podía oírlas por la fatiga y el entumecimiento. Despertó al León: sus grandes ojos la miraron, brillantes, desde detrás de la selva de crenchas. Trabajosamente, se pusieron de pie.
Parte de la plaza se había despejado y Alejandrinha Correa le explicó que Antonio Vilanova había ordenado que las mujeres que no cupieran en las iglesias fueran a sus casas, a meterse en los agujeros, porque ahora que viniera el día las explosiones barrerían la explanada. Rodeados de las beatas, el León de Natuba y María Quadrado avanzaron hasta el Templo del Buen Jesús. La Guardia Católica las hizo entrar. En el entramado de vigas y paredes a medio erigir, estaba aún oscuro. La Superiora del Coro Sagrado vio, además de mujeres y niños acurrucados, muchos hombres en armas, y a Joáo Grande, corriendo con una carabina y sartas de balas en los hombros. Se sintió empujada, arrastrada, guiada hacia los andamios con racimos de gentes que espiaban el exterior. Subió, ayudada por brazos musculosos, oyendo que le decían Madre, sin soltar al León, que a ratos se le escurría. Antes de alcanzar el campanario, escuchó un nuevo cañonazo, muy lejano.
Por fin, en el rellano de las campanas, vio al Consejero. Estaba de rodillas, rezando, dentro de una barrera de hombres que no dejaban cruzar a nadie la escalerilla. Pero a ella y al León los hicieron pasar. Se echó en el suelo y besó los pies del Consejero que habían perdido las sandalias y eran una costra de barro seco. Cuando se incorporó notó que aclaraba rápidamente. Se acercó al alféizar de piedra y madera y, pestañeando, vio, en las colinas, una mancha gris, azulada, rojiza, con brillos, que bajaba hacia Canudos. No preguntó a los hombres ceñudos y silenciosos que se turnaban para tocar las campanas qué era esa mancha, porque su corazón le dijo que eran los perros. Ya estaban viniendo, ahitos de odio, a Belo Monte, para perpetrar una nueva matanza de inocentes.
«No me van a matar», piensa Jurema. Se deja arrastrar por los soldados que la cogen férreamente de las muñecas y la internan, a jalones, en el laberinto de ramas, espinas, troncos y barro. Resbala y se incorpora, echando una mirada de disculpas a los hombres de uniformes rotosos, en cuyos ojos y labios entreabiertos percibe aquello que aprendió a conocer esa mañana en que cambió su vida, en Queimadas, cuando, luego del tiroteo, Galileo Gall se abalanzó sobre ella. Piensa, con serenidad que la asombra: «Mientras tengan esa mirada, mientras quieran eso, no me matarán». Olvida a Rufino y a Gall y sólo piensa en salvarse, en demorarlos, complacerlos, rogarles, en hacer lo que haga falta para que no la maten. Vuelve a resbalar y esta vez uno la suelta y cae sobre ella, de rodillas, con las piernas abiertas. El otro también la suelta y se retira un paso para mirar, excitado. El que está sobre ella blande el fusil, advirtiéndole que le triturará la cara si grita, y ella, lúcida, obediente, instantáneamente se ablanda y permanece quieta y mueve la cabeza con suavidad para tranquilizarlo. Es la misma mirada, la misma expresión bestial, hambrienta, de esa vez. Con los ojos entrecerrados lo ve escarbar en el pantalón, abrírselo, mientras con la mano que acaba de soltar el fusil trata de levantarle la falda. Lo ayuda, encogiéndose, alargando una pierna, pero aun así el hombre se estorba y termina dando tirones. En su cabeza chisporrotean toda clase de ideas y oye también truenos, cornetas, campanas, detrás del jadeo del soldado. Está tendido sobre ella, golpeándola con uno de sus codos hasta que ella entiende y aparta la pierna que lo molesta y ahora siente, entre sus muslos, la verga dura, mojada, pugnando por entrar en ella. Se siente asfixiada por el peso y cada movimiento del hombre parece romperle un hueso. Hace un inmenso esfuerzo para no delatar la repugnancia que la invade cuando la tara con barba se refriega contra la suya, y una boca verdosa por las yerbas que todavía mastica se aplasta contra su boca y empuja, obligándola a separar los labios para hundirle ávidamente una lengua que se afana contra la suya. Está tan pendiente de no hacer nada que pueda irritarlo que no ve llegar a los hombres cubiertos con mantones de yerbas, ni se da cuenta que ponen una faca al soldado en el pescuezo y de un puntapié lo sacan de encima. Sólo cuando respira de nuevo y se siente libre, los ve. Son veinte, treinta, quizá más y ocupan toda la caatinga del rededor. Se inclinan, le acomodan la falda, la cubren, la ayudan a sentarse, a ponerse de pie. Oye palabras afectuosas, ve caras que se esfuerzan por ser amables.
Le parece despertar, volver de un viaje larguísimo, y no han pasado sino pocos minutos desde que los soldados cayeron sobre ella. ¿Qué ha sido de Rufino, de Gall, del Enano? En sueños los recuerda, peleando, recuerda a los soldados disparándoles. Al soldado que le sacaron de encima lo está interrogando, a pocos pasos, un caboclo bajo y macizo, ya maduro, cuyos rasgos amarillo–cenizos corta brutalmente una cicatriz, entre la boca y los ojos. Piensa: Pajeú. Siente miedo por primera vez en el día. El soldado ha puesto cara de terror, contesta a toda velocidad lo que le preguntan e implora, ruega, con ojos, boca, manos, pues mientras Pajeú lo interroga otros van desnudándolo. Le quitan la guerrera rotosa, el pantalón deshilachado, sin maltratarlo, y Jurema —sin alegrarse ni entristecerse, siempre como si estuviera soñando — ve que, una vez desnudo, a un simple gesto de ese caboclo del que se cuentan historias tan terribles, los yagunzos le hunden varias facas, en el vientre, en la espalda, en el cuello, y que el soldado se desploma sin tiempo siquiera de gritar. Ve que uno de los yagunzos se inclina, coge el sexo ahora chato y minúsculo del soldado, se lo corta de un tajo y con el mismo movimiento se lo embute en la boca. Limpia luego su cuchillo en el cadáver y se lo guarda en el cinto. No siente ni pena ni alegría ni asco. Se da cuenta que el caboclo sin nariz le habla:
—¿Vienes sola a Belo Monte o con otros peregrinos? —Pronuncia lentamente, como si no pudiera entenderle, oírlo—. ¿De dónde eres?
Le cuesta hablar. Balbucea, con voz que le parece de otra mujer, que viene de
Queimadas.
—Largo viaje —dice el caboclo, examinándola de arriba abajo, con curiosidad—. Y por el mismo camino que los soldados, además.
Jurema asiente. Tendría que agradecerle, decirle algo amable por haberla rescatado, pero Pajeú le inspira demasiado miedo. Todos los otros yaguznos la rodean y con sus mantos de yerbas, sus armas, sus pitos, le dan la impresión de no ser de carne y hueso sino de cuento o pesadilla.
—No puedes entrar a Belo Monte por aquí —le dice Pajeú, con una mueca que debe ser su sonrisa—. Hay protestantes en esos cerros. Da la vuelta, más bien, hasta el camino de Geremoabo. Por ahí no hay soldados.
—Mi marido —murmura Jurema, señalando el bosque.
La voz se le corta en un sollozo. Echa a andar, angustiada, devuelta a lo que ocurría cuando llegaron los soldados, y reconoce de pronto al otro, el que miraba esperando su turno: es el cuerpo desnudo, sanguinolento, colgado de un árbol, que bailotea junto a su uniforme también prendido de las ramas. Jurema sabe dónde ir porque un rumor la guía y, en efecto, a los pocos momentos descubre, en ese sector de la caatinga decorado con uniformes, a Galileo Gall y a Rufino. Tienen el color de la tierra barrosa, deben estar moribundos pero siguen luchando. Son dos piltrafas anudadas, se golpean con las cabezas, con los pies, se muerden y se arañan, pero tan despacio como si estuvieran jugando. Jurema se detiene frente a ellos y el caboclo y los yaguznos forman un círculo y observan la pelea. Es un combate que termina, dos formas embarradas, irreconocibles, inseparables, que apenas se mueven y no dan señales de saber que están rodeados por docenas de recién venidos. Jadean, sangran, arrastran jirones de ropas.
—Tú eres Jurema, tú eres la mujer del pistero de Queimadas —dice a su lado Pajeú, con animación—. O sea que te encontró. O sea que encontró al pobre de espíritu que estaba en Calumbí.
—Es el alunado que cayó anoche en la trampa —dice alguien, desde el otro lado del círculo—. El que tenía tanto terror a los soldados.
Jurema siente una mano entre las suyas, pequeñita, regordeta, que aprieta con fuerza. Es el Enano. La mira con alegría y esperanza, como si ella fuera a salvarle la vida. Está embarrado y se le pega.
—Páralos, páralos, Pajeú —dice Jurema—. Salva a mi marido, salva a…
—¿Quieres que salve a los dos? —se burla Pajeú—. ¿Quieres quedarte con los dos? Jurema oye que otros yaguznos ríen también por lo que ha dicho el caboclo sin nariz.
—Es cosa de hombres, Jurema —le explica Pajeú, con calma—. Tú los metiste en eso. Déjalos donde los pusiste, que resuelvan su negocio como dos hombres. Si tu marido se salva te matará y si muere su muerte caerá sobre ti y tendrás que dar cuenta al Padre. En Belo Monte el Consejero te aconsejará para que te redimas. Ahora márchate porque aquí viene la guerra. ¡Alabado sea el Buen Jesús Consejero!
La caatinga se mueve y en segundos los yaguznos desaparecen entre la favela. El Enano sigue apretándole la mano y mirando, como ella. Jurema ve que Gall tiene un cuchillo medio hundido en el cuerpo, a la altura de las costillas. Oye, siempre, clarines, campanas, pitos. De pronto, el forcejeo cesa pues Gall, dando un rugido, rueda a unos metros de Rufino. Jurema lo ve coger la faca y arrancársela, con un nuevo rugido. Mira a Rufino quien lo mira también, desde el barro, con la boca abierta y una mirada sin vida.
—Todavía no me has puesto la mano en la cara —oye decir a Galileo, que llama a Rufino con la mano que tiene el cuchillo.
Jurema ve que Rufino asiente y piensa: «Se entienden». No sabe qué quiere decir lo que ha pensado pero lo siente muy cierto. Rufino se arrastra hacia Gall, muy despacio. ¿Va a llegar hasta él? Se empuja con los codos, con las rodillas, frota la cara contra el barro, como una lombriz, y Gall lo alienta, moviendo el cuchillo. «Cosa de hombres», piensa Jurema. Piensa: «La culpa caerá sobre mí». Rufino llega junto a Gall, quien trata de clavarle la faca, mientras el pistero lo golpea en la cara. Pero la bofetada pierde fuerza al tocarlo, porque Rufino carece ya de energía o por un abatimiento íntimo. La mano queda en la cara de Gall, en una especie de caricia. Gall lo golpea también, una, dos veces, y su mano se aquieta sobre la cabeza del rastreador. Agonizan abrazados, mirándose. Jurema tiene la impresión de que las dos caras, a milímetros una de la otra, se están sonriendo.
Los toques de corneta y los pitos han sido desplazados por un tiroteo nutrido. El Enano dice algo que ella no entiende.
«Ya le pusiste la mano en la cara, Rufino», piensa Jurema. «¿Qué has ganado con eso, Rufino? ¿De qué te sirve la venganza si has muerto, si me has dejado sola en el mundo, Rufino?» No llora, no se mueve, no aparta los ojos de los hombres inmóviles. Esa mano sobre la cabeza de Rufino le recuerda que, en Queimadas, cuando para desgracia de todos Dios hizo que viniera a ofrecer trabajo a su marido, el forastero palpó una vez la cabeza de Rufino y le leyó sus secretos, como el brujo Porfirio los leía en las hojas de café y doña Casilda en una vasija llena de agua.
—¿Les conté quién se presentó en Calumbí, en el séquito de Moreira César? —dijo el Barón de Cañabrava—. Ese periodista que trabajó conmigo y que se llevó Epaminondas para el Jornal de Noticias. Esa calamidad con anteojos como escafandra de buzo, que caminaba haciendo garabatos y se vestía de payaso. ¿Te acuerdas de él, Adalberto? Escribía poesías, fumaba opio.
Pero ni el coronel José Bernardo Murau, ni Adalberto de Gumicio lo escuchaban. Este último releía los papeles que el Barón acababa de traducirle, acercándolos al candelabro que iluminaba la mesa del comedor, de la que no habían recogido las tazas vacías de café. El viejo Murau, moviéndose en su silla de la cabecera como si continuara en la mecedora de la salita, parecía adormecido. Pero el Barón supo que reflexionaba en lo que les había leído.
—Voy a ver a Estela —dijo, poniéndose de pie.
Mientras recorría la destartalada casa grande, sumida en la penumbra, hacia el dormitorio donde habían acostado a la Baronesa poco antes de la cena, iba calculando la impresión que había hecho en sus amigos esa especie de testamento del aventurero escocés. Pensó, tropezando en una loseta rota en el corredor a cuyos lados se abrían los dormitorios: «Las preguntas continuarán, en Salvador. Y cada vez que explique por qué lo dejé partir, sentiré la misma sensación de estar mintiendo». ¿Por qué había dejado partir a Galileo Gall? ¿Por estupidez? ¿Por cansancio? ¿Por hartazgo de todo? ¿Por simpatía? Pensó, recordando a Gall y al periodista miope: «Tengo debilidad por los especímenes raros, por lo anormal».
Desde el umbral vio, en el débil resplandor rojizo de la mariposa de aceite que alumbraba el velador, el perfil de Sebastiana. Estaba sentada al pie de la cama, en un sillón con almohadillas, y aunque nunca había sido una mujer risueña su expresión era ahora tan grave que el Barón se alarmó. Se había puesto de pie al verlo entrar. —¿Ha seguido durmiendo tranquila? —preguntó el Barón, levantando el mosquitero e inclinándose para observar. Su esposa tenía los ojos cerrados y en la media oscuridad su rostro, aunque muy pálido, parecía sereno. Las sábanas subían y bajaban suavemente, con su respiración.
—Durmiendo, sí, pero no tan tranquila —murmuró Sebastiana, acompañándolo de regreso hasta la puerta del dormitorio. Bajó más la voz y el Barón notó la inquietud empozada en los ojos negros, vivísimos, de la mucama—. Está soñando. Habla en sueños y siempre de lo mismo.
«No se atreve a decir incendio, fuego, llamas», pensó el Barón, con el pecho oprimido. ¿Se convertirían en tabú, debería ordenar que nunca más se pronunciaran en su hogar las palabras que Estela pudiera asociar con el holocausto de Calumbí? Había cogido del brazo a Sebastiana, tratando de tranquilizarla, pero no atinaba a decir nada. Sentía en sus dedos la piel lisa y tibia de la mucama.
—La señora no puede quedarse aquí —susurró ésta—. Llévela a Salvador. Tienen que verla los médicos, darle algo, sacarle esos recuerdos de la cabeza. No puede seguir con esa angustia, día y noche.
—Lo sé, Sebastiana —asintió el Barón—. Pero el viaje es tan largo, tan duro. Me parece arriesgado exponerla a otra expedición estando así. Aunque tal vez sea más peligroso tenerla sin cuidados. Ya veremos mañana. Ahora, debes ir a descansar. Tampoco tú has pegado los ojos desde hace días.
—Voy a pasar la noche aquí, con la señora —repuso Sebastiana, desafiante. El Barón, viéndola instalarse de nuevo junto a Estela, pensó que seguía siendo una mujer de formas duras y bellas, admirablemente conservadas. «Igual que Estela», se dijo. Y, en una vaharada de nostalgia, recordó que en los primeros años de matrimonio había llegado a sentir unos celos intensos, desveladores, al ver la camaradería, la intimidad infranqueable que existía entre ambas mujeres. Iba de regreso al comedor y, por una ventana, vio que la noche estaba encapotada de nubes que ocultaban las estrellas. Recordó, sonriendo, que esos celos le habían hecho pedir a Estela que despidiera a Sebastiana y que por ese motivo habían tenido la disputa más seria de toda su vida conyugal. Entró al comedor con la imagen vivida, intacta, dolorosa, de la Baronesa, las mejillas arrebatadas, defendiendo a su criada y repitiéndole que si Sebastiana partía, partiría ella también. Ese recuerdo, que había sido mucho tiempo una chispa que inflamaba su deseo, lo conmovió ahora hasta los huesos. Tenía ganas de llorar. Encontró a sus amigos enfrascados en conjeturas sobre lo que les había leído. —Un fanfarrón, un imaginativo, un pillo con fantasía, un embaucador de lujo —decía el coronel Murau—. Ni en las novelas pasa un sujeto tantas peripecias. Lo único que creo es el acuerdo con Epaminondas para llevar armas a Canudos. Un contrabandista que inventó la historia del anarquismo como excusa y justificación.
—¿Excusa y justificación? —Adalberto de Gumicio rebotó en su asiento—. Eso es un agravante, más bien.
El Barón se sentó a su lado e hizo esfuerzos por interesarse.
—Querer acabar con la propiedad, con la religión, con el matrimonio, con la moral, ¿te parecen atenuantes? —insistía Gumucio—. Eso es más grave que traficar con armas. «El matrimonio, la moral», pensó el Barón. Y se preguntó si Adalberto hubiera consentido en su hogar una complicidad tan estrecha como la de Estela y Sebastiana. El corazón volvió a oprimírsele pensando en su esposa. Decidió partir a la mañana siguiente. Se sirvió una copa de oporto y bebió un largo trago.
—Yo me inclino a creer que la historia es cierta —dijo Gumucio—. Por la naturalidad con que se refiere a esas cosas extraordinarias, las fugas, los asesinatos, los viajes piratescos, el ayuno sexual. No se da cuenta que son hechos fuera de lo común. Eso hace pensar que los vivió y que cree las barbaridades que dice contra Dios, la familia y la sociedad.
—Que las cree no cabe duda —dijo el Barón, saboreando el gusto ardiente dulzón del oporto—. Se las oí muchas veces, en Calumbí.
El viejo Murau llenó otra vez las copas. En la comida no habían bebido, pero luego del café el hacendado sacó esta garrafa de oporto que estaba ya casi vacía. ¿Embriagarse hasta perder la conciencia era el remedio que necesitaba para no pensar en la salud de Estela?
—Confunde la realidad y las ilusiones, no sabe dónde termina una y comienza la otra — dijo—. Puede ser que cuente esas cosas con sinceridad y las crea al pie de la letra. No importa. Porque él no las ve con los ojos sino con las ideas, con las creencias. ¿No recuerdan lo que dice de Canudos, de los yagunzos? Debe ser lo mismo con lo demás. Es posible que una reyerta de rufianes en Barcelona, o una redada de contrabandistas por la policía de Marsella, sean para él batallas entre oprimidos y opresores en la guerra por romper las cadenas de la humanidad.
—¿Y el sexo? —dijo José Bernardo Murau: estaba abotagado, con los ojitos chispeantes y la voz blanda—. Esos diez años de castidad ¿ustedes se los tragan? ¿Diez años de castidad para atesorar energías y descargarlas en la revolución?
Hablaba de tal modo que el Barón supuso que en cualquier momento empezaría a referir historias subidas de color.
—¿Y los sacerdotes? —preguntó—. ¿No viven castos por amor a Dios? Gall es una especie de sacerdote.
—José Bernardo juzga a los hombres por sí mismo —bromeó Gumucio, volviéndose hacia el dueño de casa—. Para ti hubiera sido imposible soportar diez años de castidad. —Imposible —lanzó una risotada el hacendado—. ¿No es estúpido renunciar a una de las pocas compensaciones que tiene la vida?
Una de las velas del candelabro comenzaba a chisporrotear, soltando un hilillo de humo y
Murau se incorporó a apagarla. Aprovechó para servir una nueva ronda de oporto que vació del todo la garrafa.
—En esos años de abstinencia acumularía tanta energía como para embarazar a una burra —dijo, con la mirada encandilada. Se rió con vulgaridad y fue con paso vacilante a sacar otra botella de oporto de un aparador. Las demás velas del candelabro estaban acabándose y el recinto se había oscurecido—. ¿Cómo es la mujer del pistero, la que lo sacó de la castidad?
—No la veo hace tiempo —dijo el Barón—. Era una chiquilla delgadita, dócil y tímida. —¿Buenas ancas? —balbuceó el coronel Murau, levantando su copa con mano temblorosa—. Es lo mejor que tienen, en estas tierras. Son bajitas, enclenques, envejecen rápido. Pero las ancas, siempre de primera. Adalberto de Gumucio se apresuró a cambiar de tema:
—Será difícil hacer las paces con los jacobinos, como quieres —comentó al Barón—. Nuestros amigos no se conformarán a trabajar con quienes nos han estado atacando desde hace tantos años.
—Claro que será difícil —repuso el Barón, agradecido a Adalberto—. Sobre todo, convencer a Epaminondas, que se cree triunfador. Pero al final todos comprenderán que no hay otro camino. Es una cuestión de supervivencia…
Lo interrumpieron unos cascos y relinchos muy próximos y, un momento después, fuertes golpes a la puerta. José Bernardo Murau frunció la cara, disgustado, «¿Qué diablos pasa?», gruñó, levantándose con trabajo. Salió del comedor arrastrando los pies. El Barón volvió a llenar las copas.
—Tú, bebiendo, eso sí que es nuevo —dijo Gumucio—. ¿Es por la quema de Calumbí? No se ha acabado el mundo. Un revés, solamente.
—Es por Estela —dijo el Barón—. No me lo perdonaré nunca. Ha sido mi culpa, Adalberto. Le he exigido demasiado. No debí llevarla a Calumbí, como tú y Viana me dijeron. He sido un egoísta, un insensato.
Allá, en la puerta de entrada, se oyó correr una tranca y voces de hombres. —Es una crisis pasajera, de la que se recuperará muy pronto —dijo Gamucio—. Es absurdo que te eches la culpa.
—He decidido seguir mañana a Salvador —dijo el Barón—. Hay más peligro teniéndola aquí, sin atención médica.
José Bernardo Murau reapareció en el dintel. Parecía habérsele quitado la borrachera de golpe y traía una expresión tan insólita que el Barón y Gumucio fueron a su encuentro. —¿Noticias de Moreira César? —lo cogió del brazo el Barón, tratando de hacerlo reaccionar.
—Increíble, increíble —murmuraba el viejo hacendado, entre dientes, como si viera fantasmas.
Lo primero que el periodista miope advierte, en el día que despunta, mientras se sacude las costras de barro, es que el cuerpo le duele más que la víspera, como si durante la noche desvelada lo hubieran molido a palos. Lo segundo, la febril actividad, el movimiento de uniformes, que se lleva a cabo sin órdenes, en un silencio que contrasta con los cañonazos, campanas y clarines que han bombardeado sus oídos toda la noche. Se echa al hombro el bolsón de cuero, sujeta el tablero bajo el brazo y, sintiendo agujas que le hincan las piernas y la comezón de un inminente estornudo, comienza a trepar el monte hacia la tienda del Coronel Moreira César. «La humedad», piensa, sacudido por un ataque de estornudos que lo hace olvidar la guerra y todo lo que no sean esas explosiones internas que le mojan los ojos, le tapan los oídos, le aturden el cerebro y convierten en hormigueros sus narices. Lo rozan y empujan soldados que pasan sujetándose las mochilas, con los fusiles en las manos, y ahora sí oye voces de mando. En la cima, descubre a Moreira César, rodeado de oficiales, encaramado en algo, observando ladera abajo con unos prismáticos. Reina gran desbarajuste en el contorno. El caballo blanco, con la montura puesta, corcovea entre soldados y cornetas que tropiezan con oficiales que llegan o parten, saltante, rugiendo frases que los oídos del periodista, zumbando por los estornudos, apenas entienden. Oye la voz del Coronel: «¿Qué pasa con la artillería, Cunha Matos?». La respuesta se pierde entre toques de clarín. El periodista, desembarazándose del bolsón y del tablero, se adelanta a mirar hacia Canudos.
La noche anterior no lo vio y piensa que dentro de minutos u horas ya nadie podrá ver ese lugar. Limpia de prisa el cristal empañado de sus gafas con una punta de la camiseta y observa lo que tiene a sus pies. La luz entre azulada y plomiza que baña las cumbres no alcanza aún la depresión en que se encuentra Canudos. Le cuesta trabajo diferenciar dónde terminan las laderas, los sembríos y campos de guijarros de las chozas y ranchos que se amontonan y entreveran en una vasta extensión. Pero divisa de inmediato dos iglesias, una pequeña y la otra muy alta, de torres imponentes, separadas por un descampado cuadrangular. Está esforzando los ojos para distinguir, en la medialuz, la zona limitada por un río que parece cargado de agua, cuando estalla un cañoneo que lo hace brincar y taparse los oídos. Pero no cierra los ojos que, fascinados, ven una súbita llamarada y elevarse varias casuchas convertidas en chisporroteo de madera, adobes, latas, esteras, objetos indiferenciables que estallan, se desintegran y desaparecen. El cañoneo aumenta y Canudos queda sepultado en una nube de humo que escala las faldas de los cerros y que se abre, aquí y allá, en cráteres por los que salen despedidos pedazos de techos y paredes alcanzados por nuevas explosiones. Estúpidamente piensa que si la nube sigue subiendo llegará hasta su nariz y lo hará estornudar de nuevo. — ¡Qué espera el séptimo! ¡Y el noveno! ¡Y el dieciséis! —dice Moreira César tan cerca que se vuelve a mirar y, en efecto, el Coronel y el grupo que lo rodea están prácticamente a su lado.
—Ahí carga el séptimo, Excelencia —responde a su costado el Capitán Olimpio de Castro.
—Y el nueve y el dieciséis —se atropella alguien, a su espalda.
—Es testigo de un espectáculo que lo hará famoso. —El Coronel Moreira César le da una palmada al pasar junto a él. No alcanza a responderle porque el oficial y su séquito lo dejan atrás y van a instalarse, algo más abajo, en un pequeño promontorio. «El séptimo, el noveno, el dieciséis», piensa. «¿Batallones? ¿Pelotones? ¿Compañías?» Pero inmediatamente entiende. Por tres lados, en los cerros del rededor, bajan cuerpos del Regimiento —las bayonetas destellan — hacia el fondo humoso de Canudos. Los cañones han dejado de tronar y, en el silencio, el periodista miope oye de pronto campanas. Los soldados corren, resbalan, saltan por las faldas de los cerros, disparando. También las laderas comienzan a llenarse de humo. El quepis rojiazul de Moreira César se mueve, en signo de aprobación. Recoge su bolsón y su tablero y baja los metros que lo separan del jefe del Séptimo Regimiento; se acomoda en una hendidura, entre ellos y el caballo blanco, que un ordenanza tiene de la brida. Se siente extraño, hipnotizado, y le pasa por la cabeza la absurda idea de que no está viendo aquello que ve. Una brisa empieza a disipar las jorobas plomizas que ocultan la ciudad; las ve aligerarse, deshacerse, alejarse, empujadas por el viento en dirección al terreno abierto donde debe estar la ruta de Geremoabo. Ahora puede seguir el desplazamiento de los soldados. Los de su derecha han ganado la orilla del río y están cruzándolo; las figurillas rojas, verdes, azules, se vuelven grises, desaparecen y reaparecen al otro lado de las aguas, cuando, súbitamente, entre ellas y Canudos se levanta una pared de polvo. Varias figurillas caen. —Trincheras —dice alguien.
El periodista miope opta por acercarse al grupo que rodea al Coronel, quien ha dado unos pasos más cerro abajo y observa, cambiando de los prismáticos al catalejo. La bola roja del sol ilumina el teatro de operaciones desde hace un momento. Casi sin darse cuenta, el periodista del Jornal de Noticias, que no ha dejado de temblar, se encarama sobre una roca saliente para ver mejor. Adivina entonces lo que está ocurriendo. Las primeras filas de soldados en vadear el río han sido acribilladas desde una sucesión de defensas disimuladas y hay allí, ahora, un tiroteo nutrido. Otro de los cuerpos de asalto que, casi a sus pies, avanza desplegado, se ve detenido también por una ráfaga súbita, que se eleva desde el suelo. Los tiradores están atrincherados en escondrijos. Ve a los yagunzos. Son esas cabezas —¿ensombreradas, empañueladas? — que brotan de pronto de la tierra, echando humo, y aunque la polvareda difumina sus rasgos y siluetas, puede darse cuenta que hay hombres alcanzados por los tiros o que resbalan en los huecos donde sin duda se combate ya cuerpo a cuerpo.
Lo sacude una racha de estornudos tan prolongada que, un momento, cree desmayarse. Doblado en dos, los ojos cerrados, los anteojos en la mano, estornuda y abre la boca y trata desesperadamente de llevar aire a sus pulmones. Por fin puede enderezarse, respirar, y se da cuenta que le golpean la espalda. Se calza las gafas y ve al Coronel. —Creímos que lo habían herido —dice Moreira César, que parece de excelente humor. Está rodeado de oficiales y no sabe qué decir, pues la idea de que lo crean herido lo maravilla, como si no se le hubiera pasado por la cabeza que él también forma parte de esta guerra, que también se halla a merced de las balas. —Qué pasa, qué pasa —tartamudea.
—El noveno entró a Canudos y ahora entra el séptimo —dice el Coronel, con los prismáticos en la cara.
Las sienes palpitantes, jadeando, el periodista miope tiene la sensación de que todo se ha acercado, de que puede tocar la guerra. En los bordes de Canudos hay casas en llamas y dos hileras de soldados entran a la ciudad, entre nubéculas que deben ser disparos. Desaparecen, tragados por un laberinto de techos de tejas, de paja, de latas, de estacas, en el que a ratos surgen llamas. «Están acribillándolos a todos los que se salvaron de los cañonazos», piensa. E imagina el furor con que oficiales y soldados estarán vengando a los cadáveres colgados en la caatinga, desquitándose de esas emboscadas y pitos que los desvelaron desde Monte Santo.
—En las iglesias hay focos de tiradores —oye decir al Coronel—. Qué espera Cunha Matos para tomarlas.
Las campanas han seguido repicando y él ha estado escuchándolas, entre los cañonazos y la fusilería, como una música de fondo. Entre los vericuetos de viviendas, distingue figuras que corren, uniformes que se cruzan y descruzan. «Cunha Matos está en ese infierno», piensa. «Corriendo, tropezando, matando.» ¿También Tamarindo y Olimpio de Castro? Los busca y no encuentra al viejo Coronel, pero el Capitán se halla entre los acompañantes de Moreira César. Siente alivio, no sabe por qué.
—Que la retaguardia y la policía bahiana ataquen por el otro flanco —oye ordenar al Coronel.
El Capitán Olimpio de Castro y tres o cuatro escoltas corren, cerro arriba, y varios cornetas comienzan a tocar hasta que, a lo lejos, les responden toques parecidos. Sólo ahora se da cuenta que las órdenes se transmiten con cornetas. Le gustaría anotar eso para no olvidarlo. Pero varios oficiales exclaman algo, al unísono, y vuelve a mirar. En el descampado entre las iglesias, diez, doce, quince uniformes rojiazules corren detrás de dos oficiales —divisa sables desenvainados, trata de reconocer a esos tenientes o capitanes a los que tiene que haber visto muchas veces — con el evidente propósito de capturar el templo de altísimas torres blancas rodeadas de andamios, cuando una cerrada descarga sale de todo el recinto y derriba a la mayoría; unos pocos dan media vuelta y desaparecen en el polvo.
—Debieron protegerse con cargas de fusilería —oye decir a Moreira César, en tono helado—. Hay un reducto ahí…
De las iglesias han salido muchas siluetas que corren hacia los caídos y se afanan sobre ellos. «Los están rematando, castrando, sacándoles los ojos», piensa, y en ese instante oye murmurar al Coronel: «Locos dementes, los están desnudando». «Desnudando», repite, mentalmente. Y vuelve a ver los cuerpos colgados de los árboles del Sargento rubio y sus soldados. Está muerto de frío. El descampado queda borrado por el polvo. Los ojos del periodista se mueven en distintas direcciones, tratando de averiguar lo que ocurre allí abajo. Los soldados de los dos cuerpos que entraron a Canudos, uno a su izquierda y otro a sus pies, han desaparecido en esa telaraña crispada, en tanto que un tercer cuerpo, a su derecha, sigue penetrando en la ciudad, y puede seguir su progresión por los remolinos de polvo que lo preceden y que se propagan por esos pasajes, callejones, recovecos, meandros en los que adivina los choques, los golpes, las culatas que derriban puertas, echan abajo tablas, estacas, derrumban techos, episodios de esa guerra que al fragmentarse en mil casuchas se vuelve entrevero confuso, agresión de uno contra uno, de uno contra dos, de dos contra tres.
No ha tomado ni un trago de agua esa mañana, la noche anterior tampoco ha comido, y además del vacío en el estómago se le retuercen las tripas. El sol luce en el centro del cielo. ¿Es posible que sea mediodía, que hayan pasado tantas horas? Moreira César y sus acompañantes bajan todavía unos metros y el periodista miope, dando traspiés, va a unirse a ellos. Coge del brazo a Olimpio de Castro y le pregunta qué ocurre, cuántas horas lleva el combate.
—Ya están allá la retaguardia y la policía bahiana —dice Moreira César, los prismáticos en su cara—. Ya no podrán huir por ese lado.
El periodista miope distingue al otro extremo de las casitas semidisueltas por el polvo unas manchas azules, verdosas, doradas, que avanzan por ese sector hasta ahora incontaminado, sin humo, sin incendios, sin gente. Las operaciones han ido abarcando todo Canudos, hay casas en llamas por todas partes.
—Esto demora demasiado —dice el Coronel y el periodista miope advierte su brusca impaciencia, su indignación—. Que el escuadrón de caballería le eche una mano a Cunha Matos.
Detecta al instante —por las caras de sorpresa, de contrariedad, de los oficiales — que la orden del Coronel es inesperada, riesgosa. Nadie protesta, pero las miradas de unos y otros son más elocuentes que las palabras.
—¿Qué les pasa? —Moreira César pasea los ojos por los oficiales. Encara a Olimpio de Castro —: ¿Cuál es la objeción?
—Ninguna, Excelencia —dice el Capitán—. Sólo que…
—Siga —lo increpa Moreira César—. Es una orden.
—El escuadrón de caballería es la única reserva, Excelencia —termina el Capitán.
—¿Y para qué la necesitamos aquí? —Moreira César apunta hacia abajo—. ¿No está allá la pelea? Cuando vean a los jinetes los que aún estén vivos saldrán despavoridos y podremos rematarlos. ¡Que carguen de inmediato!
—Le ruego que me deje cargar con el escuadrón —balbucea Olimpio de Castro.
—A usted lo necesito aquí —responde el Coronel, secamente.
Oye nuevos toques de corneta y minutos después asoman, por la cumbre donde se hallan, los jinetes, en pelotones de diez y quince, con un oficial al frente, que al pasar junto a Moreira César saludan levantando el sable.
—Despejen las iglesias, empújenlos hacia el Norte —les grita éste. Está pensando que esas caras tensas, jóvenes, blancas, oscuras, negras, aindiadas, van a entrar en ese torbellino, cuando lo sacude otro ataque de estornudos, más fuerte que el anterior. Sus gafas salen disparadas y él piensa, con terror, mientras siente la asfixia, las explosiones en el pecho y en las sienes, la comezón en la nariz, que se han roto, que alguien puede pisarlas, que sus días serán niebla perpetua. Cuando el ataque cesa, cae de rodillas, palma con angustia en derredor hasta dar con ellas. Comprueba, feliz, que están intactas. Las limpia, se las calza, mira. El centenar de jinetes ha bajado el cerro. ¿Cómo han podido hacerlo tan rápido? Pero pasa algo con ellos, en el río. No acaban de cruzarlo. Las cabalgaduras entran en el agua y parecen encabritarse, rebelarse, pese a la furia con que son urgidas, azotadas, por las manos, las botas, los sables. Es como si el río las espantara. Se revuelven en media corriente y algunas botan a sus jinetes.
—Deben haber puesto trampas —dice un oficial.
—Los tirotean desde ese ángulo muerto —murmura otro.
— ¡Mi caballo! —grita Moreira César y el periodista miope le ve entregar sus prismáticos a un ordenanza. Mientras monta al animal, añade, con fastidio —: Los muchachos necesitan un estímulo. Quédese en el mando, Olimpio. Su corazón se acelera al ver que el Coronel desenvaina su sable, espolea al animal y comienza a bajar la cuesta, de prisa. Pero no ha avanzado cincuenta metros cuando lo ve encogerse en la montura, apoyarse en el pescuezo del caballo, que se detiene en seco. Ve que el Coronel lo hace girar, ¿para regresar al puesto de mando?, pero, como si recibiera órdenes contradictorias del jinete, el animal gira en redondo, dos, tres veces. Ahora entiende por qué oficiales y escoltas profieren exclamaciones, gritos, y corren pendiente abajo, con los revólveres desenfundados. Moreira César rueda al suelo y casi al mismo tiempo se lo ocultan el Capitán y los otros que lo han cargado y lo están subiendo, hacia él, apresuradamente. Hay un vocerío ensordecedor, disparos, ruidos diversos.
Permanece alelado, sin iniciativa, viendo al grupo de hombres que trepan al trote la ladera, seguidos por el caballo blanco, que arrastra las bridas. Se ha quedado solo. El terror que se apodera de él lo impulsa cerro arriba, resbalándose, incorporándose, gateando. Cuando llega a la cumbre y brinca hacia la tienda de lona, vagamente advierte que el lugar está casi vacío de soldados. Salvo un grupo apiñado a la entrada de la tienda, apenas divisa uno que otro centinela, mirando asustado en esta dirección. «¿Puede ayudar al Doctor Souza Ferreiro?», oye, y aunque quien le habla es el Capitán no reconoce su voz y apenas su cara. Asiente y Olimpio de Castro lo empuja con tanta fuerza que se lleva de encuentro a un soldado. Adentro, ve la espalda del Doctor Souza Ferreiro, inclinada sobre la litera y los pies del Coronel.
—¿Enfermero? —Souza Ferreiro se vuelve y al darse con él su expresión se avinagra. —Se lo he dicho, no hay enfermeros —le grita el Capitán de Castro, remeciendo al periodista miope—. Están con los batallones, allá abajo. Que él lo ayude. El nerviosismo de uno y otro lo contagian y tiene ganas de gritar, de zapatear. —Hay que extraer los proyectiles o la infección acabará con él en un dos por tres — gimotea el Doctor Souza Ferreiro, mirando a un lado y a otro como en espera de un milagro.
—Haga lo imposible —dice el Capitán, yéndose—. No puedo abandonar el Comando, tengo que informar al Coronel Tamarindo para que tome… Sale, sin terminar la frase. —Remánguese, fricciónese con ese desinfectante —ruge el Doctor. Él obedece a toda la velocidad que su torpeza se lo permite y un momento después se descubre, dentro del aturdimiento que se ha adueñado de él, con las rodillas en tierra, empapando unos chisguetes de éter que le hacen pensar en las fiestas de Carnavales en el Politeama, unas vendas que aplica en la nariz y boca del Coronel Moreira César, para mantenerlo dormido, mientras el médico opera. «No tiemble, no sea imbécil, mantenga el éter sobre la nariz», le dice el Doctor un par de veces. Se concentra en su función — abrir el tubo, embeber el paño, colocarlo sobre esa nariz afilada, sobre esos labios que se tuercen en una mueca de interminable angustia — y piensa en el dolor que debe sentir ese hombrecillo sobre cuyo vientre hunde la cara el Doctor Souza Ferreiro como oliendo o lamiendo. Cada cierto tiempo echa una ojeada, a pesar de sí mismo, a las manchas esparcidas por la camisa, las manos y el uniforme del médico, la manta de la litera y su propio pantalón. ¡Cuánta sangre almacena un cuerpo tan pequeño! El olor del éter lo marea y le provoca arcadas. Piensa: «No tengo qué vomitar». Piensa: «¿Cómo no tengo hambre, sed?». El herido permanece con los ojos cerrados, pero a ratos se mueve en el sitio y entonces el médico gruñe: «Más éter, más éter». Pero el último de los tubos está ya casi vacío y él se lo dice, con un sentimiento de culpa.
Entran ordenanzas trayendo unas palanganas humeantes y en ellas lava el Doctor bisturíes, agujas, hilos, tijeras, con una sola mano. Varias veces, mientras aplica las vendas al herido, escucha al Doctor Souza Ferreiro hablando solo, palabrotas, injurias, maldiciones, insultos contra su propia madre por haberlo parido. Lo va ganando una modorra y el Doctor lo recrimina: «No sea imbécil, no es momento para siestas». Balbucea una disculpa y la próxima vez que traen la palangana, les implora que le den de beber.
Nota que ya no están solos en la tienda; la sombra que le pone una cantimplora en la boca es el Capitán Olimpio de Castro. Allí están también, las espaldas pegadas a la lona, las caras amargadas, los uniformes en ruinas, el Coronel Tamarindo y el Mayor Cunha Matos. «¿Más éter?», pregunta, y se siente estúpido, porque el tubo está vacío hace rato. El Doctor Souza Ferreiro venda a Moreira César y está ahora abrigándolo. Asombrado, piensa: «Ya es de noche». Hay sombras y alguien coloca una lámpara en uno de los postes que sujetan la lona. —¿Cómo está? —murmura el Coronel Tamarindo.
—Tiene el vientre destrozado —resopla el Doctor—. Mucho me temo que…
Mientras se baja las mangas de la camisa, el periodista miope piensa: «Si ahora mismo era el amanecer, el mediodía, cómo es posible que el tiempo vuele de ese modo». —Dudo, incluso, que recobre el sentido —añade Souza Ferreiro.
Como respondiéndole, el Coronel Moreira César comienza a moverse. Todos se acercan. ¿Le incomodan las vendas? Pestañea. El periodista miope lo imagina viendo siluetas, oyendo ruidos, tratando de entender, de recordar, y a su vez, recuerda, como algo de otra vida, ciertos despertares después de una noche serenada por el opio. Así debe ser de lento, de difícil, de impreciso, el retorno del Coronel a la realidad. Moreira César tiene los ojos abiertos y observa con ansia a Tamarindo, repasa su deshecho uniforme, los arañones de su cuello, su desánimo. —¿Tomamos Canudos? —articula, roncando.
El Coronel Tamarindo baja los ojos y niega. Moreira César recorre las caras abrumadas del Mayor, del Capitán, del Doctor Souza Ferreiro y el periodista miope ve que también lo examina, como autopsiándolo.
—Lo intentamos tres veces, Excelencia —balbucea el Coronel Tamarindo—. Los hombres han combatido hasta el límite de sus fuerzas.
El Coronel Moreira César se incorpora —ha palidecido aún más de lo que estaba — y agita una mano crispada, iracunda: —Un nuevo asalto, Tamarindo. ¡De inmediato! ¡Lo ordeno!
—Las bajas son muy grandes, Excelencia —murmura el Coronel, avergonzado, como si todo fuera culpa suya—. Nuestra posición, insostenible. Debemos retirarnos a un lugar seguro y pedir refuerzos…
—Responderá ante un Tribunal de Guerra por esto —lo interrumpe Moreira César, alzando la voz—. ¿El Séptimo Regimiento retirarse ante unos malhechores? Entregue su espada a Cunha Matos.
«Cómo puede moverse, retorcerse así con la barriga abierta», piensa el periodista miope. En el silencio que se prolonga el Coronel Tamarindo mira, pidiendo ayuda, a los otros oficiales. Cunha Matos se adelanta hacia el catre de campaña:
—Hay muchas deserciones, Excelencia, la unidad está en pedazos. Si los yagunzos atacan, tomarán el campamento. Ordene la retirada.
El periodista miope ve, por entre el Doctor y el Capitán, que Moreira César se deja caer de espaldas sobre la litera.
—¿Usted también traiciona? —murmura, con desesperación—. Ustedes saben lo que significa esta campaña para nuestra causa. ¿Quiere decir que he comprometido mi honor en vano?
—Todos hemos comprometido nuestro honor, Excelencia —murmura el Coronel Tamarindo.
—Saben que he debido resignarme a conspirar con politicastros corrompidos —Moreira César habla con entonaciones bruscas, absurdas—. ¿Quiere decir que hemos mentido al país en vano?
—Oiga lo que pasa allí afuera, Excelencia —chilla el Mayor Cunha Matos, y él se dice que ha estado oyendo esa sinfonía, ese griterío, esas carreras, ese atolondramiento, pero que no ha querido tomar conciencia de lo que significa para no sentir miedo—. Es la desbandada. Pueden acabar con el Regimiento si no nos retiramos en orden. El periodista miope distingue los pitos de madera y las campanas entre las carreras y las voces. El Coronel Moreira César los mira, uno a uno, desencajado, boquiabierto. Dice algo que no se oye. El periodista miope se da cuenta que los ojos relampagueantes de esa cara lívida están fijos en él:
—Usted, usted —oye—. Papel y pluma, ¿no me entiende? Quiero levantar acta de esta infamia. Vamos, escriba, ¿está listo?
En ese momento recuerda el periodista miope su tablero, su bolsa, mientras, como picado por una víbora, busca a un lado y a otro. Con la sensación de haber perdido parte de su cuerpo, un amuleto que lo protegía, recuerda que no subió el cerro con ellos, han quedado tirados en la cuesta, pero no puede pensar más porque Olimpio de Castro —sus ojos están llenos de lágrimas — le pone en las manos unos pliegos de papel y un lápiz y el Mayor Souza Ferreiro lo alumbra con la lámpara.
—Estoy listo —dice, pensando que no podrá escribir, que las manos le temblarán.
—Yo, Comandante en jefe del Séptimo Regimiento, en uso de mis facultades, dejo constancia que la retirada del sitio de Canudos es decisión que se toma en contra de mi voluntad, por subalternos que no están a la altura de su responsabilidad histórica — Moreira César se yergue un segundo en el camastro y vuelve a caer de espaldas—. Las generaciones futuras son llamadas a juzgar. Confío en que haya republicanos que me defiendan. Toda mi conducta ha estado orientada a la defensa de la República, que debe hacer sentir su autoridad en todos los rincones si quiere que el país progrese. Cuando la voz, que casi no oía por lo queda, cesa, tarda en descubrirlo, por lo atrasado que está en el dictado. Escribir, ese trabajo manual, como poner trapos llenos de éter en la nariz del herido, es bienhechor, lo libra de torturarse preguntándose cómo se explica que el Séptimo Regimiento no tomara Canudos, que deba retirarse. Cuando levanta los ojos, el Doctor tiene la oreja en el pecho del Coronel y está tomándole el pulso. Se pone de pie y hace un gesto expresivo. Un desorden cunde al instante y Cunha Matos y Tamarindo se ponen a discutir a gritos mientras Olimpio de Castro le dice a Souza Ferreiro que los restos del Coronel no pueden ser vejados.
—Una retirada ahora, en la oscuridad, es insensatez —grita Tamarindo—. ¿Adonde? ¿Por dónde? ¿Voy a mandar al sacrificio a hombres extenuados, que han combatido todo un día? Mañana…
—Mañana no quedarán aquí ni los muertos —gesticula Cunha Matos—. ¿No ve que el Regimiento se desintegra, que no hay mando, que si no se los reagrupa ahora los van a cazar como a conejos?
—Agrúpelos, haga lo que quiera, yo permaneceré aquí hasta el amanecer, para llevar a cabo una retirada en regla. —El Coronel Tamarindo se vuelve a Olimpio de Castro —: Trate de llegar hasta la artillería. Esos cuatro cañones no deben caer en manos del enemigo. Que Salomáo da Rocha los destruya. —Sí, Excelencia.
El Capitán y Cunha Matos salen juntos de la tienda y el periodista miope los sigue, como autómata. Los oye y no cree lo que oye:
—Esperar es una locura, Olimpio, hay que retirarse ahora o nadie llegará vivo a mañana. —Yo voy a tratar de alcanzar a la artillería —lo corta Olimpio de Castro—. Es una locura, tal vez, pero mi obligación es obedecer al nuevo comandante.
El periodista miope lo sacude del brazo, le susurra: «Su cantimplora, estoy muriéndome de sed». Bebe con avidez, atorándose, mientras el Capitán lo aconseja: —No se quede_ con nosotros, el Mayor tiene razón, esto va mal. Márchese. ¿Marcharse? ¿Él solo, por la caatinga, en la oscuridad? Olimpio de Castro y Cunha Matos desaparecen, dejándolo confuso, miedoso, petrificado. Hay a su alrededor gente que corre o camina de prisa. Da unos pasos en una dirección, en otra, regresa hacia la tienda de campaña, pero alguien le da un empellón y lo hace cambiar de rumbo. «Déjenme ir con ustedes, no se vayan», grita, y un soldado lo anima, sin volverse: «Corre, corre, ya están subiendo, ¿no oyes los pitos?». Sí, los oye. Echa a correr detrás de ellos, pero tropieza, varias veces, y queda rezagado. Se apoya en una sombra que parece un árbol, pero apenas lo toca siente que se mueve. «Desáteme, por amor de Dios», oye. Y reconoce la voz del cura de Cumbe que respondía al interrogatorio de Moreira César, chillando también ahora con el mismo pánico: «Desáteme, desáteme, me están comiendo las hormigas».
—Sí, sí —tartamudea el periodista miope, sintiéndose feliz, acompañado—. Lo desato, lo desato.
—Vámonos de una vez —le rogó el Enano—. Vámonos, Jurema, vámonos. Ahora que no hay cañonazos.
Jurema había permanecido allí, mirando a Rufino y a Gall, sin darse cuenta que el sol doraba la caatinga, secaba las gotas y evaporaba la humedad del aire y de los matorrales. El Enano la remecía.
—¿Adonde vamos a ir? —contestó, sintiendo gran cansancio y un peso en el estómago. —A Cumbe, a Geremoabo, a cualquier parte —insistió el Enano, tirando de ella.
—¿Y por dónde se va a Cumbe, a Geremoabo? —murmuró Jurema—. ¿Acaso sabemos? ¿Acaso tú sabes?
— ¡No importa! ¡No importa! —chilló el Enano, jalándola—. ¿No oíste a los yaguznos? Van a pelear aquí, van a caer tiros aquí, nos van a matar.
Jurema se incorporó y dio unos pasos hacia la manta de yerbas trenzadas con la que los yaguznos la cubrieron al rescatarla de los soldados. La sintió mojada. La echó encima de los cadáveres del rastreador y del forastero, procurando cubrirles las partes más lastimadas: torsos y cabezas. Luego, con brusca decisión de vencer el sopor, tomó la dirección por la que recordaba haber visto irse a Pajeú. Inmediatamente sintió en su mano derecha la mano pequeñita y regordeta. —¿Adonde vamos? —dijo el Enano—. ¿Y los soldados?
Ella encogió los hombros. Los soldados, los yaguznos, qué más daba. Se sentía harta de todo y de todos y con el único deseo de olvidar lo que había visto. Iba arrancando hojas y ramitas para chuparles el jugo. —Tiros —dijo el Enano—. Tiros, tiros.
Eran descargas cerradas, que en unos segundos impregnaron la caatinga densa, serpenteante, que parecía multiplicar las ráfagas y salvas. Pero no se veía a ser viviente por los alrededores: sólo una tierra trepadora, cubierta de zarzas y hojas desprendidas de los árboles por la lluvia, charcas fangosas y una vegetación de macambiras con ramas como garras y mandacarús y xiquexiques de puntas aceradas. Había perdido las sandalias en algún momento de la noche y, aunque buena parte de su vida anduvo descalza, sentía los pies heridos. El cerro era cada vez más empinado. El sol caía de lleno en la cara y parecía recomponer, resucitar, sus miembros. Supo que ocurría algo por las uñas del Enano, que se le incrustaron. A cuatro metros los apuntaba una escopeta de caño corto y boca ancha, sujeta por un hombre boscoso, de piel de corteza, extremidades ramosas y pelos que eran penachos de yerbas.
—Largo de aquí —dijo el yagunzo, sacando la cara del manto—. ¿No te dijo Pajeú que te fueras a la entrada de Geremoabo? —No sé cómo ir —respondió Jurema.
«Shhht, shhht», oyó al momento, en varias partes, como si los matorrales y los cactos se pusieran a hablar. Vio que asomaban cabezas de hombres, entre la enramada. —Escóndelos —escuchó ordenar a Pajeú, sin saber de dónde salía la voz, y se sintió empujada al suelo, aplastada por un cuerpo de hombre que, a la vez que la envolvía en su manto de yerbas, le soplaba: «Shhht, shhht». Permaneció inmóvil, con los ojos entrecerrados, espiando. Sentía en el oído el aliento del yagunzo y pensaba si el Enano estaría también así como ella. Vio a los soldados. Se le encabritó el corazón al verlos tan cerca. Venían en columna de a dos, con sus pantalones de tiras rojas y sus casacas azuladas, sus botines negros y el fusil con la bayoneta desnuda. Contuvo la respiración, cerró los ojos, esperando que reventaran los disparos, pero como no ocurría volvió a abrirlos y ahí estaban siempre los soldados, pasando. Podía verles los ojos encandilados por la ansiedad o devastados por la falta de sueño, las caras impávidas o sobrecogidas, y oír palabras sueltas de sus diálogos. ¿No era increíble que tantos soldados cruzaran sin descubrir que había yagunzos casi tocándolos, casi pisándolos?
Y en ese momento la caatinga se encendió en una reventazón de pólvora que, un segundo, le recordó la fiesta de San Antonio, en Queimadas, cuando venía el circo y se quemaban cohetes. Alcanzó a ver, entre la fusilería, una lluvia de siluetas enyerbadas, que caían o se alzaban contra los uniformados, y en medio del humo y del trueno de los tiros se sintió libre del que la sujetaba, izada, arrastrada, a la vez que le decían: «Agáchate, agáchate». Obedeció, encogiéndose, hundiendo la cabeza, y corrió a todo lo que le daban sus fuerzas, esperando en cualquier momento el impacto de los balazos en su espalda, deseándolos casi. La carrera la empapó de sudor y era como si fuera a escupir el corazón. Y en eso vio al caboclo sin nariz ahí a su lado, mirándola con cierta sorna:
—¿Quién ganó la pelea? ¿Tu marido o el alunado? —Se mataron los dos —acezó.
—Mejor para ti —comentó Pajeú, con una sonrisa—. Ahora podrás buscarte otro marido, en Belo Monte.
El Enano estaba a su lado, también jadeando. Ella divisó a Canudos. Se extendía al frente, a lo ancho y a lo largo, sacudido por explosiones, lenguas de fuego, humaredas diseminadas, bajo un cielo que contradecía ese desorden por lo limpio y azul, en el que el sol reverberaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo un ramalazo de odio contra esa ciudad y esos hombres, entrematándose en esas callecitas como madrigueras. Su desgracia comenzó por ese lugar; por Canudos fue el forastero a su casa y así arrancaron las desventuras que la habían dejado sin nada ni nadie en el mundo, perdida en una guerra. Deseó con toda su alma un milagro, que no hubiera ocurrido nada y que ella y Rufino estuvieran como antes, en Queimadas.
—No llores, muchacha —le dijo el caboclo—. ¿No sabes? Los muertos van a resucitar. ¿No has oído? Existe la resurrección de la carne.
Hablaba tranquilo, como si él y sus hombres no acabaran de tirotearse con los soldados. Se limpió las lágrimas con la mano y echó una ojeada, reconociendo el lugar. Era un atajo entre los cerros, una especie de túnel. A su izquierda había un techo de piedras y rocas sin vegetación que le ocultaban la montaña, y a su derecha la caatinga, algo raleada, descendía hasta desaparecer en una extensión pedregosa que, más allá de un río de ancho cauce, se volvía una confusión de casitas de tejas rojizas y fachadas contrahechas. Pajeú le puso algo en la mano y sin ver qué era se lo llevó a la boca. Devoró a poquitos la fruta de pulpa blanda y ácida. Los enyerbados se fueron esparciendo, pegándose a los matorrales, hundiéndose en escondites cavados en la tierra. Otra vez la mano regordeta buscó la suya. Sintió pena y cariño por esa presencia familiar. «Métanse ahí», ordenó Pajeú, apartando unas ramas. Cuando estuvieron acuclillados en el foso, les explicó, señalando las rocas: «Ahí están los perros». En el hueco había otro yagunzo, un hombre sin dientes que se arrimó para hacerles sitio. Tenía una ballesta y un carcaj repleto de dardos. —¿Qué va a pasar? —susurró el Enano.
—Cállate —dijo el yagunzo—. ¿No has oído? Los heréticos están encima nuestro. Jurema espió entre las ramas. Los tiros continuaban, dispersos, intermitentes, y allí seguían las nubéculas y llamas de los incendios, pero no alcanzaba a ver desde su escondrijo a las figuritas uniformadas que había visto cruzando el río y desapareciendo en el poblado. «Quietos» , dijo el yagunzo y por segunda vez en el día los soldados surgieron de la nada. Esta vez eran jinetes, en filas de a dos, montados en animales pardos, negros, bayos, moteados, relinchantes, que, a una distancia increíblemente próxima, se descolgaban de la pared de rocas de su izquierda y se precipitaban a galope hacia el río. Parecían a punto de rodar en esa bajada casi vertical, pero mantenían el equilibrio y ella los veía pasar, raudos, usando las patas traseras como freno. Estaba mareada por las caras sucesivas de los jinetes y los sables que los oficiales llevaban en alto, señalando, cuando hubo un encrespamiento de la caatinga. Los enyerbados salían de los huecos, de las rama y disparaban sus escopetas o, como el yagunzo que había estado con ellos y reptaba ahora pendiente abajo, los flechaban con sus dardos que hacían un ruido silbante de cobra. Oyó, clarísima, la voz de Pajeú: «A los caballos, a los que tienen machetes». Ya no se podía ver a los jinetes, pero los imaginaba chapoteando en el río —entre la fusilería y un remoto rebato de campanas distinguía relinchos — y recibiendo en las espaldas, sin saber de dónde, esos dardos y balas que veía y oía disparar a los yagunzos desparramados a su alrededor. Algunos, de pie, apoyaban la carabina o las ballestas en las ramas de los mandacarús. El caboclo sin nariz no disparaba. Con las manos iba moviendo hacia la derecha y hacia abajo a los enyerbados. En eso, le apretaron el vientre. El Enano apenas le permitía respirar. Lo sentía temblando. Lo remeció con las dos manos: «Ya pasaron, ya se fueron, mira». Pero cuando ella también miró, había ahí otro jinete, en un caballo blanco, que descendía la roca con las crines alborotadas. El pequeño oficial sujetaba las riendas con una mano y con la otra blandía un sable. Estaba tan cerca que vio su cara fruncida, sus ojos incendiados, y un momento después lo vio encogerse. Su cara se apagó de golpe. Pajeú le estaba apuntando y pensó que era él quien le había disparado. Vio caracolear al caballo blanco, lo vio girar en una de esas piruetas con que se lucían los vaqueros en las ferias, y, con el jinete colgado del pescuezo, lo vio desandar el camino, subir la cuesta, y, cuando desaparecía, volvió a ver a Pajeú apuntándolo y, sin duda, disparándole.
—Vámonos, vámonos, estamos en medio de la guerra —lloriqueó el Enano, incrustándose de nuevo contra ella.
Jurema lo insultó: «Cállate, estúpido, cobarde». El Enano enmudeció, se apartó y la miró asustado, implorándole perdón con los ojos. El ruido de explosiones, de disparos, de clarines, de campanas continuaba y los enyerbados desaparecían, corriendo o arrastrándose por esa lomada boscosa que iba a perderse en el río y en Canudos. Buscó a Pajeú y el caboclo tampoco estaba. Se habían quedado solos. ¿Qué debía hacer? ¿Permanecer allí? ¿Seguir a los yagunzos? ¿Buscar una trocha que la alejara de Canudos? Sintió fatiga, agarrotamiento de músculos y huesos, como si su organismo protestara contra la sola idea de moverse. Se apoyó contra la pared húmeda del foso y cerró los ojos. Flotó, se hundió en el sueño.
Cuando, removida por el Enano, oyó que éste le pedía disculpas por despertarla, le costó moverse. Los huesos le dolían y tuvo que frotarse el cuello. Era ya tarde, por las sombras en sesgo y lo amortiguada que caía la luz. Ese ruido atronador no era del sueño. «¿Qué pasa?», preguntó, sintiendo la lengua reseca e hinchada. «Se acercan, ¿no los oyes?», murmuró el Enano, señalando la pendiente. «Hay que ir a ver», dijo Jurema. El Enano se le prendió, tratando de atajarla, pero cuando ella salió del foso, la siguió gateando. Bajó hasta las rocas y zarzas donde había visto a Pejeú y se acuclilló. Pese a la polvareda, divisó en las faldas de los cerros del frente un hervidero de hormigas oscuras, y pensó que más soldados bajaban hacia el río, pero pronto comprendió que no bajaban sino subían, que huían de Canudos. Sí, no había duda, salían del río, corrían, trataban de ganar las cumbres y vio, en la otra margen, a grupos de hombres que disparaban y correteaban a soldados aislados que surgían de entre las casuchas, tratando de ganar la orilla. Sí, los soldados se estaban escapando y eran los yagunzos quienes ahora los perseguían. «Vienen para acá», gimoteó el Enano y a ella se le heló el cuerpo al advertir que, por observar los cerros del frente, no se había dado cuenta que la guerra tenía lugar también a sus pies, a ambas orillas del Vassa Barris. De ahí venía el bullicio con el que creyó soñar.
Medio borrados por el terral y el humo que deformaba cuerpos, rostros, vislumbró, en una confusión de vértigo, caballos tumbados y varados en las orillas del río, algunos agonizando, pues movían sus largos pescuezos como pidiendo ayuda para salir de esa agua fangosa donde iban a morir ahogados o desangrados. Un caballo sin jinete, de sólo tres patas, brincaba enloquecido queriendo morderse la cola, entre soldados que vadeaban el río con los fusiles sobre las cabezas, y otros aparecían corriendo, gritando, de entre las paredes de Canudos. Irrumpían de a dos y de a tres, a la carrera, a veces de espaldas como alacranes, y se tiraban al agua con la intención de ganar la pendiente donde estaban ella y el Enano. Les disparaban de alguna parte porque algunos caían rugiendo, aullando, y había uniformados que comenzaban a trepar las rocas.
—Nos van a matar, Jurema —lloriqueó el Enano.
Sí, pensó ella, nos van a matar. Se puso de pie, cogió al Enano, y gritó: «Corre, corre». Se lanzó cuesta arriba, por la parte más tupida de la caatinga. Muy pronto se fatigó pero encontró ánimos para seguir en el recuerdo del soldado que había caído sobre ella en la mañana. Cuando ya no pudo correr, siguió andando. Pensaba, compadecida, en lo extenuado que debía estar el Enano, con sus piernas cortitas, a quien, sin embargo, no había sentido quejarse y que había corrido prendido con firmeza de su mano. Cuando se detuvieron, oscurecía. Se hallaban en la otra vertiente, el terreno era plano a ratos y la vegetación se había enredado. El ruido de la guerra se oía lejos. Se dejó caer en el suelo y a ciegas cogió yerbas y se las llevó a la boca y las masticó, despacio, hasta sentir su juguito ácido en el paladar. Escupió, cogió otro puñado y así fue burlando la sed. El Enano, un bulto inmóvil, hacía lo mismo. «Hemos corrido horas», le dijo, pero no oyó su voz y pensó que seguramente él tampoco tenía fuerzas para hablarle. Lo tocó en el brazo y él le apretó la mano, con gratitud. Así estuvieron, respirando, masticando y escupiendo briznas, hasta que entre el ramaje raleado de la favela se encendieron las estrellas. Viéndolas, Jurema se acordó de Rufino, de Gall. A lo largo del día los habrían picoteado los urubús, las hormigas y las lagartijas y ya habrían comenzado a pudrirse. Nunca más vería esos restos que, a lo mejor, estaban ahí a pocos metros, abrazados. Las lágrimas le mojaron la cara. En eso oyó voces, muy cerca, y buscó y encontró la mano aterrada del
Enano, contra el que una de las dos siluetas acababa de chocar. El Enano chilló como si lo hubieran acuchillado.
—No disparen, no nos maten —ululó una voz muy próxima—. Soy el Padre Joaquim, soy el párroco de Cumbe. ¡Somos gente de paz!
—Nosotros somos una mujer y un enano. Padre —dijo Jurema, sin moverse—. También somos gente de paz. Esta vez sí le salió la voz.
Al estallar el primer cañonazo de esa noche, la reacción de Antonio Vilanova, pasado el atolondramiento, fue proteger al santo con su cuerpo. Igual cosa hicieron Joáo Abade y Joáo Grande, el Beatito y Joaquim Macambira y su hermano Honorio, de modo que se encontró cogido con ellos de los brazos, rodeando al Consejero, y calculando la trayectoria de la granada, que debía haber caído por San Cipriano, la callejuela de los curanderos, brujos, yerbateros y ahumadores de Belo Monte. ¿Cuál o cuáles de esas cabañas de viejas que curaban el mal de ojo con bebedizos de jurema y manacá, o de esos hueseros que componían el cuerpo a jalones, habían volado por los aires? El Consejero los sacó de la parálisis: «Vamos al Templo». Mientras, tomados de los brazos, se internaban por Campo Grande en dirección a las iglesias, Joáo Abade comenzó a gritar que apagaran la lumbre de las casas, pues mecheros y fogatas era señuelos para el enemigo. Sus órdenes eran repetidas, extendidas y obedecidas: a medida que dejaban atrás los callejones y barracas del Espíritu Santo, de San Agustín, del Santo Cristo, de los Papas y de María Magdalena, que se ramificaban a las márgenes de Campo Grande, las viviendas desaparecían en las sombras. Frente a la pendiente de los Mártires, Antonio Vilanova oyó a Joáo Grande decir al Comandante de la Calle: «Anda a dirigir la guerra, nosotros lo llevaremos sano y salvo». Pero el ex–cangaceiro estaba aún con ellos cuando estalló el segundo cañonazo que los hizo soltarse y ver tablas y cascotes, tejas y restos de animales o personas suspendidos en el aire, en medio de la llamarada que iluminó Canudos. Las granadas parecían haber estallado en Santa Inés, donde los campesinos que trabajaban las huertas de frutales, o en esa aglomeración continua en la que coincidían tantos cafusos, mulatos y negros que llamaban el Mocambo. El Consejero se separó del grupo en la puerta del Templo del Buen Jesús, al que entró seguido por una multitud. En las tinieblas, Antonio Vilanova sintió que el descampado se atestaba con la gente que había seguido la procesión y que ya no cabía en las iglesias. «¿Tengo miedo?», pensó, sorprendido de su inanición, ese deseo de acuclillarse allí con los hombres y mujeres que lo rodeaban. No, no era miedo. En sus años de comerciante, cruzando los sertones con mercaderías y dinero, había corrido muchos riesgos sin asustarse. Y aquí, en Canudos, como le recordaba el Consejero, había aprendido a sumar, a encontrar sentido a las cosas, una razón última para todo lo que hacía y eso lo había liberado de ese temor que, antes, en ciertas noches de desvelo, llenaba su espalda de sudor helado. No era miedo sino tristeza. Una mano recia lo sacudió: —¿No oyes, Antonio Vilanova? —oyó que le decía Joáo Abade—. ¿No ves que están aquí? ¿No hemos estado preparándonos para recibirlos? ¿Qué esperas? —Perdóname —murmuró pasándose la mano por el cráneo semipelado—. Estoy aturdido. Sí, sí, voy.
—Hay que sacar a la gente de aquí —dijo el ex–cangaceiro, remeciéndolo—. Si no, morirán despedazados.
—Voy, voy, no te preocupes, todo funcionará —dijo Antonio—. No fallaré. Llamó a gritos a su hermano, tropezando entre la muchedumbre, y al poco rato lo sintió: «Aquí estoy, compadre». Pero, mientras él y Honorio se ponían en acción, exhortando a la gente a ir a los refugios cavados en las casas y llamaban a los aguateros para que recogieran las parihuelas y desandaban Campo Grande rumbo al almacén, Antonio seguía luchando contra una tristeza que le laceraba el alma. Había ya muchos aguateros, esperándolo. Les repartió las camillas de pitas y cortezas y envió a unos en dirección de las explosiones y ordenó a otros que aguardaran. Su mujer y su cuñada habían partido a las Casas de Salud y los hijos de Honorio se hallaban en la trinchera de Umburanas. Abrió el depósito que había sido antaño caballeriza y era ahora la armería de Canudos y sus ayudantes sacaron a la trastienda las cajas de explosivos y de proyectiles. Los instruyó para que sólo entregaran municiones a Joáo Abade o a emisarios enviados por él. Dejó a Honorio encargado de la distribución de pólvora y con tres ayudantes corrió por los meandros de San Eloy y San Pedro hasta la forja del Niño Jesús, donde los herreros, por indicación suya, desde hacía una semana habían dejado de fabricar herraduras, azadas, hoces, facas, para día y noche convertir en proyectiles de trabucos y bacamartes los clavos, latas, fierros, ganchos y toda clase de objetos de metal que se pudo reunir. Encontró a los herreros confusos, sin saber si la orden de apagar los mecheros y hogueras también era para ellos. Les hizo encender la fragua y reanudar la tarea, después de ayudarlos a taponar las rendijas de los tabiques que miraban a los cerros. Cuando regresaba al almacén, con un cajón de municiones que olían a azufre, dos obuses cruzaron el cielo y fueron a estrellarse lejos, hacia los corrales. Pensó que varios chivos habrían quedado desventrados y despatarrados, y quizá algún pastor, y que muchas cabras habrían salido despavoridas y se estarían quebrando las patas y arañando en las breñas y los cactos. Entonces se dio cuenta por qué estaba triste. «Otra vez va a ser destruido todo, se va a perder todo», pensó. Sentía gusto a ceniza en la boca. Pensó: «Como cuando la peste en Assaré, como cuando la sequía en Joazeiro, como cuando la inundación en Caatinga do Moura». Pero quienes bombardeaban Belo Monte esta noche eran peores que los elementos adversos, más nocivos que las plagas y las catástrofes. «Gracias por hacerme sentir tan cierta la existencia del Perro —rezó—. Gracias, porque así sé que tú existes, Padre.» Oyó las campanas, muy fuertes, y su repiqueteo le hizo bien.
Encontró a Joáo Abade y una veintena de hombres llevándose las municiones y la pólvora: eran seres sin caras, bultos que se movían silenciosamente mientras la lluvia caía de nuevo, removiendo el techo. «¿Te llevas todo?», le preguntó, extrañado, pues el propio Joáo Abade había insistido para que el almacén fuera el centro distribuidor de armas y pertrechos. El Comandante de la Calle sacó al ex–comerciante al lodazal en que estaba convertido Campo Grande. «Están estirándose desde este extremo hasta ahí», le indicó, señalando las lomas de la Favela y el Cambaio. «Van a atacar por estos dos lados. Si la gente de Joaquim Macambira no resiste, este sector será el primero en caer. Es mejor repartir las balas desde ahora.» Antonio asintió: «¿Dónde vas a estar?», dijo. «Por todas partes», repuso el ex–cangaceiro. Los hombres esperaban con los cajones y las bolsas en los brazos.
—Buena suerte, Joáo —dijo Antonio—. Voy a las Casas de Salud. ¿Algún encargo para Catarina?
El ex–cangaceiro vaciló. Luego dijo, despacio:
—Si me matan, debe saber que aunque ella perdonara lo de Custodia, yo no lo perdoné. Desapareció en la noche húmeda, en la que acababa de estallar un cañonazo. —¿Usted entendió el mensaje de Joáo a Catarina, compadre? —dijo Honorio. —Es una historia antigua, compadre —le repuso.
A la luz de una vela, sin hablarse, oyendo el diálogo de las campanas y los clarines y, a ratos, el bramido del cañón, estuvieron disponiendo víveres, vendas, remedios. Poco después llegó un chiquillo a decir, de parte de Antonia Sardelinha, que habían traído muchos heridos a la Casa de la Salud de Santa Ana. Cogió una de las cajas con yodoformo sustrato de bismuto y calomelano que había encargado al Padre Joaquim y fue a llevársela, después de decir a su hermano que descansara un rato pues lo bravo vendría con el amanecer.
La Casa de Salud de la pendiente de Santa Ana era un manicomio. Se escuchaban llantos y quejidos y Antonia Sardelinha, Catarina y las otras mujeres que iban allí a cocinar para los ancianos, inválidos y enfermos apenas podían moverse entre los parientes y amistades de los heridos que las tironeaban y exigían que atendieran a sus víctimas. Estas yacían unas sobre otras, en el suelo, y eran a veces pisoteadas. Imitado por los aguateros, Antonio obligó a salir del local a los intrusos y puso a aquéllos a cuidar la puerta mientras ayudaba a curar y vendar a los heridos. Los bombardeos habían volado dedos y manos, abierto boquetes en los cuerpos y a una mujer la explosión le arrancó una pierna. ¿Cómo podía estar viva?, se preguntaba Antonio, mientras la hacía aspirar alcohol. Sus sufrimientos debían ser tan terribles que lo mejor que podía ocurrirle era morir cuanto antes. El boticario llegó cuando la mujer expiraba en sus brazos. Venía de la otra Casa de Salud, donde, dijo, había tantas víctimas como en ésta, y de inmediato ordenó que arrinconaran en el gallinero a los cadáveres, que reconocía de una simple ojeada. Era la única persona de Canudos con alguna instrucción médica y su presencia calmó al recinto. Antonio Vilanova encontró a Catarina mojándole la frente a un muchacho, con brazalete de la Guardia Católica, al que una esquirla había vaciado un ojo y abierto el pómulo. Estaba prendido con avidez infantil de ella, que le canturreaba entre dientes.
—Joáo me dio un recado —le dijo Antonio. Y le repitió las palabras del cangaceiro. Catarina se limitó a hacer un ligero movimiento de cabeza. Esta mujer flaca, triste y callada resultaba un misterio para él. Era servicial, devota, y parecía ausente de todo y de todos. Ella y Joáo Abade vivían en la calle del Niño Jesús, en una cabañita aplastada por dos casas de tablas y preferían andar solos. Antonio los había visto, muchas veces, paseándose por los sembríos de detrás del Mocambo, enfrascados en una conversación interminable. «¿Lo vas a ver a Joáo?», le preguntó. «Tal vez. ¿Qué quieres que le diga?» «Que si se condena, quiero condenarme», dijo suavemente Catarina. El resto de la noche pasó, para el ex–comerciante, acondicionando enfermerías en dos viviendas de la trocha a Geremoabo, de las que tuvo que trasladar a sus moradores a casas de vecinos. Mientras con sus auxiliares despejaba el lugar y hacía traer tarimas, camastros, mantas, baldes de agua, remedios, vendas, volvió a sentirse invadido por la tristeza. Había costado tanto que esta tierra diera de nuevo, trazar y cavar canales, roturar y abonar ese pedregal para que se aclimataran el maíz y el fréjol, las habas y la caña, los melones y las sandías, y había costado tanto traer, cuidar, hacer reproducirse a las cabras y a los chivos. Había sido preciso tanto trabajo, tanta fe, tanta dedicación de tanta gente para que estos sembríos y corrales fueran lo que eran. Y ahora los cañonazos estaban acabando con ellos e iban a entrar los soldados a acabar con unas gentes que se habían reunido allí para vivir en amor a Dios y ayudarse a sí mismas ya que nunca las habían ayudado. Se esforzó por quitarse esos pensamientos que le provocaban aquella rabia contra la que predicaba el Consejero. Un ayudante vino a decirle que los canes estaban bajando de los cerros.
Era el amanecer, había una algarabía de cornetas, las laderas se movían con formas rojiazules. Sacando el revólver de su funda, Antonio Vilanova echó a correr al almacén de la calle Campo Grande, donde llegó a tiempo para ver, cincuenta metros adelante, que las líneas de soldados habían cruzado el río y franqueaban la trinchera del viejo Joaquim Macambira, disparando a diestra y siniestra.
Honorio y media docena de ayudantes se habían atrincherado en el local, detrás de barriles, mostradores, camastros, cajones y sacos de tierra, por los que Antonio y sus auxiliares treparon a cuatro manos, jalados por los de adentro. Jadeante, se instaló de manera que pudiera tener un buen punto de mira hacia el exterior. La balacera era tan fuerte que no oía a su hermano, pese a estar codo con codo. Espió por la empalizada de trastos: unas nubes terrosas avanzaban, procedentes del río, por Campo Grande y las cuestas de San José y de Santa Ana. Vio humaredas, llamas. Estaban quemando las casas, querían achicharrarlos. Pensó que su mujer y su cuñada estaban allá abajo, en Santa Ana, tal vez asfixiándose y chamuscándose con los heridos de la Casa de Salud y sintió otra vez rabia. Varios soldados surgieron del humo y la tierra, mirando con locura a derecha y a izquierda. Las bayonetas de sus largos fusiles destellaban, vestían casacas azules y pantalones rojos. Uno lanzó una antorcha por encima de la empalizada. «Apágala», rugió Antonio al muchacho que tenía a su lado, mientras apuntaba al pecho al soldado más cercano. Disparó, casi sin ver, por la densa polvareda, con los tímpanos que le reventaban, hasta que su revólver se quedó sin balas. Mientras lo cargaba, de espaldas contra un tonel, vio que Pedrín, el muchacho al que había mandado apagar la antorcha, permanecía sobre el madero embreado, con la espalda sangrando. Pero no pudo ir hacia él pues, a su izquierda, la empalizada se desmoronó y dos soldados se metieron por allí, estorbándose uno al otro. «Cuidado, cuidado», gritó, disparándoles, hasta sentir de nuevo que el gatillo golpeaba el percutor vacío. Los dos soldados habían caído y cuando llegó a ellos, con el cuchillo en la mano, tres ayudantes los remataban con sus facas, maldiciéndolos. Buscó y sintió alegría al ver a Honorio indemne, sonriéndole. «¿Todo bien, compadre?», le dijo y su hermano asintió. Fue a ver a Pedrín. No estaba muerto, pero además de la herida en la espalda se había quemado las manos. Lo cargó al cuarto de al lado y lo depositó sobre unas mantas. Tenía la cara mojada. Era un huérfano, que él y Antonia habían recogido a poco de instalarse en Canudos. Oyendo que se reanudaba el tiroteo, lo abrigó y se separó de él, diciéndole: «Ya vuelvo a curarte, Pedrín».
En la empalizada, su hermano disparaba con un fusil de los soldados y los auxiliares habían tapado la abertura. Volvió a cargar su revólver y se instaló junto a Honorio, quien le dijo: «Acaban de pasar unos treinta». El tiroteo, atronador, parecía cercarlos. Escudriñó lo que ocurría en la cuesta de Santa Ana y oyó que Honorio le decía: «¿Crees que Antonia y Asunción estarán vivas, compadre?». En eso vio, en el lodo, frente a la empalizada, a un soldado medio abrazado a su fusil y con un sable en la otra mano. «Necesitamos esas armas», dijo. Abrieron un boquete y se lanzó a la calle. Cuando se inclinaba a recoger el fusil, el soldado intentó levantar el sable. Sin vacilar, le hundió el puñal en el vientre, dejándose caer sobre él con todo su peso. Bajo el suyo, el cuerpo del soldado exhaló una especie de eructo, gruñó y se ablandó y quedó inmóvil. Mientras le arrancaba el puñal, el sable, el fusil y el morral, examinó la cara cenicienta, medio amarilla, una cara que había visto muchas veces entre los campesinos y vaqueros y sintió una sensación amarga. Honorio y los ayudantes estaban afuera, desarmando a otro soldado. Y en eso reconoció la voz de Joáo Abade. El Comandante de la Calle llegó como segregado por el terral. Venía seguido de dos hombres y los tres tenían lamparones de sangre.
—¿Cuántos son ustedes? —preguntó, a la vez que les hacía señas de que se arrimaran a la fachada de la casa–hacienda.
—Nueve —dijo Antonio—. Y adentro está Pedrín, herido.
—Vengan —dijo Joáo Abade, dando media vuelta—. Tengan cuidado, hay soldados metidos en muchas casas.
Pero el cangaceiro no tenía el menor cuidado, pues caminaba erecto, a paso rápido, por media calle, mientras iba explicando que atacaban las iglesias y el cementerio por el río y que había que impedir que los soldados se acercaran también por este lugar, pues el Consejero quedaría aislado. Quería cerrar Campo Grande con una barrera a la altura de los Mártires, ya casi en la esquina de la capilla de San Antonio.
Unos trescientos metros los separaban de allí y Antonio quedó sorprendido al ver los estragos. Había casas derruidas, desfondadas y agujereadas, escombros, altos de cascotes, tejas rotas, maderas carbonizadas entre las cuales aparecía a veces un cadáver, y nubes de polvo y humo que todo lo borraban, mezclaban, disolvían. Aquí y allá, como hitos del avance de los soldados, lengüetas de incendios. Colocándose al lado de Joáo Abade, le repitió el mensaje de Catarina. El cangaceiro asintió, sin volverse. Intempestivamente, se dieron con una patrulla de soldados en la bocacalle de María Magdalena y Antonio vio que Joáo saltaba, corría y lanzaba por el aire su faca como en las apuestas de puntería. Corrió también, disparando. Las balas silbaban a su alrededor y un instante después tropezó y cayó al suelo. Pero pudo pararse y esquivar la bayoneta que vio venir y arrastrar al soldado con él al fango. Golpeaba y recibía golpes sin saber si tenía en la mano la faca. De pronto sintió que el hombre con el que luchaba se encogía. Joáo Abade lo ayudó a levantarse.
—Recojan las armas de los perros —ordenaba, al mismo tiempo—. Las bayonetas, los morrales, las balas.
Honorio y dos auxiliares estaban inclinados sobre Anastasio, otro ayudante, tratando de incorporarlo.
—Es inútil, está muerto —los contuvo Joáo Abade—. Arrastren los cuerpos, para tapar la calle.
Y dio el ejemplo, cogiendo de un pie el cadáver más próximo y echando a andar en dirección a los Mártires. En la bocacalle, muchos yagunzos habían comenzado a levantar la barricada con todo lo que hallaban a mano. Antonio Vilanova se puso de inmediato a trabajar con ellos. Se escuchaban tiros, ráfagas, y al poco rato apareció un muchacho de la Guardia Católica a decir a Joáo Abade, que cargaba con Antonio las ruedas de una carreta, que los heréticos venían de nuevo hacia el Templo del Buen Jesús. «Todos allá», gritó Joáo Abade y los yagunzos corrieron detrás de él. Entraron a la plaza al mismo tiempo que, del cementerio, desembocaban varios soldados, dirigidos por un joven rubio que blandía un sable y disparaba un revólver. Una cerrada fusilería, desde la capilla y las torres y techos del Templo en construcción, los atajó. «Síganlos, síganlos», oyó rugir a Joáo Abade. De las iglesias salieron decenas de hombres a sumarse a la persecución. Vio a Joáo Grande, enorme, descalzo, alcanzar al Comandante de la Calle y hablarle mientras corría. Los soldados se habían hecho fuertes detrás del cementerio y al entrar a San Cipriano los yagunzos fueron recibidos con una granizada de balas. «Lo van a matar», pensó Antonio, tirado en el suelo, al ver a Joáo Abade que, de pie en media calle, indicaba con gestos a quienes lo seguían que se refugiaran en las casas o se aplastaran contra la tierra. Luego, se acercó a Antonio, a quien le habló acuclillándose a su lado: —Regresa a la barricada y asegúrala. Hay que desalojarlos de aquí y empujarlos hacia donde les caerá Pajeú. Anda y que no se cuelen por el otro lado.
Antonio asintió y, un momento después, corría de regreso, seguido de Honorio, los auxiliares y otros diez hombres, a la encrucijada de los Mártires y Campo Grande. Le pareció recobrar al fin la conciencia, salir del aturdimiento. «Tú sabes organizar, —se dijo—. Y ahora hace falta eso, eso.» Indicó que los cadáveres y escombros del descampado fueran llevados a la barricada y él ayudó hasta que, en medio del trajín, oyó gritos en el interior de una vivienda. Fue el primero en entrar, abriendo el tabique de una patada y disparando al uniforme acuclillado. Estupefacto, comprendió que el soldado que había matado estaba comiendo; tenía en la mano el pedazo de charqui que sin duda acababa de coger del fogón. A su lado, el dueño de casa, un viejo, agonizaba con la bayoneta clavada en el estómago y tres chiquillos chillaban desaforados. «Qué hambre tendría —pensó—, para olvidarse de todo y dejarse matar con tal de tragar un bocado de charqui.» Con cinco hombres fue revisando las viviendas, entre la bocacalle y el descampado. Todas parecían un campo de batalla: desorden, techos con boquetes, muros partidos, objetos pulverizados. Mujeres, ancianos, niños armados de palos y trinches ponían cara de alivio al verlos o prorrumpían en una chachara frenética. En una casa encontró dos baldes de agua y después de beber y hacer beber a los otros, los arrastró a la barricada. Vio la felicidad con que Honorio y los demás bebían. Encaramándose en la barricada, observó por entre los trastos y los muertos. La única calle recta de Canudos, Campo Grande, lucía desierta. A su derecha, el tiroteo arreciaba entre incendios. «La cosa está brava en el Mocambo, compadre», dijo Honorio. Tenía la cara encarnada y cubierta de sudor. Le sonreía. «No nos van a sacar de aquí, ¿no es cierto?», dijo. «Claro que no, compadre», respondió Honorio. Antonio se sentó en una carreta y mientras cargaba su revólver —ya casi no le quedaban balas en los cinturones que le ceñían el vientre — vio que los yagunzos estaban en su mayoría armados con los fusiles de los soldados. Les estaban ganando la guerra. Se acordó de las Sardelinhas, allá abajo, en la cuesta de Santa Ana.
—Quédate aquí y dile a Joáo que he ido a la Casa de Salud a ver qué pasa —le dijo a su hermano.
Saltó al otro lado de la barricada, pisando las cadáveres acosados por miríadas de moscas. Cuatro yagunzos lo siguieron. «¿Quién les ordenó venir?», les gritó. «Joáo Abade», dijo uno de ellos. No tuvo tiempo de replicar, pues en San Pedro se vieron atrapados en un tiroteo: se luchaba en las puertas, en los techos y en el interior de las casas de la calle. Volvieron a Campo Grande y por allí pudieron bajar hacia Santa Ana, sin encontrar soldados. Pero en Santa Ana había tiros. Se agazaparon detrás de una casa que humeaba y el comerciante observó. A la altura de la Casa de Salud había otra humareda; de allí disparaban. «Voy a acercarme, esperen aquí», dijo, pero cuando reptaba, vio que los yagunzos reptaban a su lado. Unos metros más allá descubrió por fin a media docena de soldados, disparando no contra ellos sino contra las casas. Se incorporó y corrió hacia ellos a toda la velocidad de sus piernas, con el dedo en el gatillo, pero sólo disparó cuando uno de los soldados volvió la cabeza. Le descargó los seis tiros y lanzó la faca a otro que se le vino encima. Cayó al suelo y allí se prendió de las piernas del mismo o de otro soldado y, sin saber cómo, se encontró apretándole el cuello, con todas sus fuerzas. «Mataste dos perros, Antonio», dijo un yagunzo. «Los fusiles, las balas, quítenselas», respondió él. Las casas se abrían y salían grupos, tosiendo, sonriendo, haciendo adiós. Ahí estaban Antonia, su mujer, y Asunción, y, detrás, Catarina, la mujer de Joáo Abade.
—Míralos —dijo uno de los yagunzos, sacudiéndolo—. Mira cómo se tiran al río. A derecha e izquierda, por sobre los techos encrespados de la cuesta de Santa Ana, había otras figuras uniformadas, aceleradas, trepando la pendiente, y otras se lanzaban al río, a veces arrojando sus fusiles. Pero le llamó más la atención advertir que muy pronto sería de noche. «Vamos a quitarles las armas», gritó con todas sus fuerzas. «Vamos, cabras, no se deja un trabajo sin terminar.» Varios yagunzos corrieron con él hacia el río y uno se puso a dar mueras a la República y al Anticristo y vivas al Consejero y al Buen Jesús.
En ese sueño que es y no es, duermevela que disuelve la frontera entre la vigilia y el dormir y que le recuerda ciertas noches de opio en su desordenada casita de Salvador, el periodista miope del Jornal de Noticias tiene la sensación de no haber dormido sino hablado y escuchado, dicho a esas presencias sin rostro que comparten con él la caatinga, el hambre y la incertidumbre, que para él lo más terrible no es estar extraviado, ignorante de lo que ocurrirá cuando despunte el día, sino haber perdido el bolsón de cuero y los rollos de papeles garabateados que tenía envueltos en sus pocas mudas de ropa. Está seguro de haberles contado también cosas que lo avergüenzan: que hace dos días, cuando se le acabó la tinta y se le partió la última pluma de ganso tuvo un acceso de llanto, como si se le hubiera muerto un familiar. Y está seguro —seguro de la manera incierta, inconexa, blanda, en que todo pasa, se dice o se recibe en el mundo del opio — que toda la noche ha masticado, sin asco, los manojos de yerbas, de hojas, de ramitas, quizá los insectos, las indescifrables materias, secas o húmedas, viscosas o sólidas, que se han pasado de mano en mano él y sus compañeros. Y está seguro que ha escuchado tantas confesiones íntimas como las que cree haber hecho. «Menos ella, todos tenemos un miedo inconmensurable», piensa. Así lo ha reconocido el Padre Joaquim, a quien ha servido de almohada y quien lo ha sido suya: que ha descubierto el verdadero miedo sólo hoy día, allá, amarrado a ese árbol, esperando que un soldado viniera a cortarle el pescuezo, oyendo el tiroteo, viendo las idas y venidas, la llegada de los heridos, un miedo infinitamente mayor que el que nunca ha sentido por nada y por nadie, incluidos el Demonio y el infierno. ¿Ha dicho estas cosas el cura gimiendo y a ratos pidiendo perdón a Dios por decirlas? Pero quien tiene más miedo todavía es el que ella dijo que es enano. Porque, con una vocecita tan deforme como debe ser su cuerpo, no ha cesado de lloriquear y de desvariar sobre mujeres barbudas, gitanos, forzudos y un hombre sin huesos que podía doblarse en cuatro. ¿Cómo será el Enano? ¿Será ella su madre? ¿Qué hacen aquí ese par? ¿Cómo es posible que ella no tenga miedo? ¿Qué tiene que es peor que el miedo? Pues el periodista miope ha percibido algo todavía más corrosivo, ruinoso, desgarrador, en el murmullo suave, esporádico, en el que la mujer no ha hablado de lo único que tiene sentido, el miedo a morir, sino de la porfía de alguien que está muerto, sin enterrar, mojándose, helándose, mordido por toda clase de bichos. ¿Será una loca, alguien que ya no tiene miedo porque lo tuvo tanto que enloqueció? Siente que lo remecen. Piensa: «Mis anteojos». Ve una claridad verdosa, sombras móviles. Y mientras palpa su cuerpo, su alrededor, oye al Padre Joaquim: «Despierte, ya amanece, tratemos de encontrar el camino de Cumbe». Los halla al fin, entre sus piernas, intactos. Los limpia, se incorpora, balbucea «vamos, vamos», y al ponerse los anteojos y definirse el mundo ve al Enano: en efecto, es pequeñísimo como un niño de diez años y con una cara constelada de pliegues. Está de la mano de ella, una mujer sin edad, con los pelos sueltos, tan delgada que la piel parece superpuesta a sus huesos. Ambos están cubiertos de barro, con las ropas destrozadas, y el periodista miope se pregunta si él dará también, como ellos y como el curita fortachón, que se ha puesto a caminar decidido rumbo al sol, esa impresión de desgreñamiento, de abandono, de indefensión. «Estamos al otro lado de la Favela», dice el Padre Joaquim. «Por aquí deberíamos salir a la trocha de Bendengó. Dios quiera que no haya soldados…» «Pero habrá», piensa el periodista miope. O, en vez de ellos, yagunzos. Piensa: «No somos nada, no estamos en uno ni en otro bando. Nos matarán». Camina, sorprendido de no estar cansado, viendo delante la filiforme silueta de la mujer y el Enano que salta para no atrasarse. Andan mucho rato, sin cambiar palabra, en ese orden. En la madrugada soleada oyen cantos de pájaros, bordoneo de insectos y ruidos múltiples, confusos, disímiles, crecientes: tiros aislados, campanas, el ulular de una corneta, tal vez una explosión, tal vez voces humanas. El curita no se desvía, parece saber adonde va. La caatinga comienza a ralear y empequeñecerse de matorrales y cactos, hasta convertirse en tierra escarpada, al descubierto. Marchan paralelos a una línea rocosa que les oculta la visión de la derecha. Una media hora después alcanzan la cresta de ese horizonte rocoso y al mismo tiempo que la exclamación del cura, el periodista miope ve qué la motiva: casi junto a ellos están los soldados y detrás, delante, a los costados, los yagunzos. «Miles», murmura el periodista miope. Tiene ganas de sentarse, de cerrar los ojos, de olvidarse. El Enano chilla: «Jurema, mira, mira». El cura cae de rodillas, para ofrecer menos bulto a las miradas y sus compañeros también se acuclillan. «Justamente, teníamos que caer en medio de la guerra», susurra el Enano. «No es la guerra, piensa el periodista miope. Es la fuga.» El espectáculo al pie de esas lomas cuya cumbre ocupan suspende su miedo. Así, no le hicieron caso al Mayor Cunha Matos, no se retiraron anoche y lo hacían sólo ahora, como quería el Coronel Tamarindo. Las masas de soldados sin orden ni concierto, que se aglomeran allá abajo en una extensión amplia, en partes apiñados y en otras distanciados, en un estado calamitoso, arrastrando las carretas de la Enfermería y cargando camillas, con los fusiles colgados de cualquier manera o convertidos en bastones y muletas, no se parecen en nada al Séptimo Regimiento del Coronel Moreira César que él recuerda, ese cuerpo disciplinado, cuidadoso del atuendo y las formas. ¿Lo habrán enterrado allá arriba? ¿Traerán sus restos en una de esas camillas, de esas carretas?
—¿Habrán hecho las paces? —murmura el cura, a su lado—. ¿Un armisticio, tal vez? La idea de una reconciliación le resulta extravagante, pero es verdad que algo extraño sucede allá abajo: no hay pelea. Y, sin embargo, soldados y yagunzos están cerca, cada momento más cerca. Los ojos miopes, ávidos, alucinados, saltan entre los grupos de yagunzos, esa indescriptible humanidad de atuendos estrafalarios, armada de escopetas, de carabinas, de palos, de machetes, de rastrillos, de ballestas, de piedras, con trapos en las cabezas, que parece encarnar el desorden, la confusión, como aquellos a quienes persiguen, o, más bien, escoltan, acompañan.
—¿Se habrán rendido los soldados? —dice el Padre Joaquim—. ¿Los llevarán prisioneros?
Los grandes grupos de yagunzos van por las faldas de los cerros, a uno y otro lado de la corriente ebria y dislocada de soldados, acercándoseles y constriñéndolos cada vez más. Pero no hay tiros. No, por lo menos, lo que había ayer en Canudos, esas ráfagas y explosiones, aunque a sus oídos llegan a veces tiros aislados. Y ecos de insultos e injurias: ¿qué otra cosa pueden ser esas hilachas de voces? A la retaguardia de la desastrada Columna el periodista miope reconoce de pronto al Capitán Salomáo da Rocha. El grupito de soldados que va a la cola, distanciado de los demás, con cuatro cañones tirados por mulas a las que azotan sin misericordia, queda completamente aislado cuando un grupo de yagunzos de los flancos echa a correr y se interpone entre ellos y el resto de los soldados. Los cañones ya no se mueven y el periodista miope está seguro que ese oficial —tiene un sable y una pistola, va de uno a otro de los soldados aplastados contra los mulares y cañones, dándoles sin duda órdenes, aliento, a medida que los yagunzos se cierran sobre ellos — es Salomáo da Rocha. Recuerda sus bigotitos recortados —sus compañeros le decían el Figurín — y su manía de hablar siempre de los adelantos anunciados en el catálogo de los Comblain, de la precisión de los Krupp y de esos cañones a los que puso nombre y apellido. Al ver pequeños brotes de humo comprende que se están disparando, a bocajarro, sólo que él, ellos, no oyen los disparos porque el viento corre en otra dirección. «Todo este tiempo han estado disparándose, matándose, insultándose, sin que nosotros oyéramos», piensa y deja de pensar, pues el grupo de soldados y cañones es bruscamente sumergido por los yagunzos que lo cercaban. Parpadeando, pestañeando, abriendo la boca el periodista miope ve que el oficial del sable resiste unos segundos la andanada de palos, picas, azadas, hoces, machetes, bayonetas o lo que sean esos objetos oscuros, antes de desaparecer igual que los soldados, bajo la masa de asaltantes que ahora da saltos y sin duda gritos que no llega a oír. Oye, en cambio, relinchar a las mulas a las que tampoco ve. Se da cuenta que se ha quedado solo en ese parapeto desde el que ha visto la captura de la artillería del Séptimo Regimiento y la segura muerte de los soldados y el oficial que la servían. El párroco de Cumbe trota pendiente abajo, a veinte o treinta metros, seguido por la mujer y el Enano, derecho hacia los yagunzos. Todo su ser duda. Pero el miedo a quedarse solo allí es peor y se pone de pie y echa a correr también, pendiente abajo. Tropieza, resbala, cae, se levanta, hace equilibrio. Muchos yagunzos los han visto, hay caras que se ladean, levantan, hacia la pendiente por donde él baja, con una sensación de ridículo por su torpeza para pisar y mantenerse derecho. El cura de Cumbe, ahora diez metros delante, dice algo, grita y hace señas, gestos a los yagunzos. ¿Lo está denunciando, delatando? ¿Para congraciarse con ellos les dirá que es soldado, hará que…? y vuelve a rodar, aparatosamente. Da volteretas, gira como un tonel, sin sentir dolor, vergüenza, únicamente pensando en sus anteojos que de milagro siguen firmes en sus orejas cuando por fin se detiene y trata de incorporarse. Pero está tan magullado, aturdido y aterrado que no consigue hacerlo hasta que unos brazos lo levantan en peso. «Gracias», murmura y ve al Padre Joaquim palmeado, abrazado, besado en la mano por yagunzos que sonríen y muestran sorpresa, excitación. «Lo conocen —piensa—, si él se los pide no me matarán.»
—Yo mismo, yo mismo, Joáo, en cuerpo y alma —dice el Padre Joaquim a un hombre alto, fuerte, de piel curtida, embarrado, en medio de un corro de gente con sartas de balas en el cuello—, ningún espíritu, no me mataron, me escapé. Quiero volver a Cumbe, Joáo Abade, salir de aquí, ayúdame…
—Imposible, Padre, es peligroso, ¿no ve que hay tiros por todas partes? —dice el hombre—. Vaya a Belo Monte, hasta que la guerra pase.
«¿Joáo Abade?», piensa el periodista miope. «¿Joáo Abade también en Canudos?» Oye descargas de fusilería, súbitas, fuertes, ubicuas, y se le hiela la sangre: «¿Quién es el cabra cuatro ojos?», oye decir a Joáo Abade, señalándolo. «Ah, sí, un periodista, me ayudó a escapar, no es soldado. Y esa mujer y ese…», pero no puede concluir la frase por el tiroteo. «Regrese a Belo Monte, Padre, allá está despejado», dice Joáo Abade a la vez que corre pendiente abajo, seguido por los yagunzos que lo rodeaban. Desde el suelo, el periodista miope divisa de pronto, a lo lejos, al Coronel Tamarindo cogiéndose la cabeza en medio de una estampida de soldados. Hay un desorden y confusión totales; la Columna parece diseminada, pulverizada. Los soldados corren, desalados, despavoridos, perseguidos y, desde el suelo, la boca llena de tierra, el periodista miope ve la mancha de gente que se va esparciendo, repartiendo, mezclando, figuras que caen, que forcejean, y sus ojos vuelven una y otra vez al lugar donde ha caído el viejo Tamarindo. Unos yagunzos están inclinados, ¿rematándolo? Pero se demoran demasiado, acuclillados ahí, y los ojos del periodista miope, ardiendo de tanto forzarse, advierten al fin que lo están desnudando.
Siente un sabor acre, un comienzo de atoro y se da cuenta que, como autómata, está masticando la tierra que le entró a la boca al tirarse al suelo. Escupe, sin dejar de mirar, en el gigantesco terral que se ha levantado, la desbandada de los soldados. Corren en todas direcciones, algunos disparando, otros arrojando al suelo, al aire, armas, cajas, camillas, y aunque están ya lejos alcanza a ver que van también, en su carrera frenética, aturdida, arrojando los quepis, las polacas, los correajes, las cartucheras. ¿Por qué se desnudan ellos también, qué locura es esta que está viendo? Intuye que se despojan de todo lo que pueda identificarlos como soldados, que quieren hacerse pasar por yagunzos en el desbarajuste. El Padre Joaquim se pone de pie y, como hace un momento, vuelve a correr. Esta vez de manera extraña, moviendo la cabeza, las manos, hablando y gritando a fugitivos y perseguidores. «Está yendo a meterse en medio de las balas, donde se están acuchillando, destrozando», piensa. Sus ojos encuentran los de la mujer, que lo mira asustada, pidiéndole consejo. Y entonces él, siguiendo un impulso, también se pone de pie, gritándole: «Hay que estar con él, es el único que puede salvarnos». Ella se incorpora y echa a correr, arrastrando al Enano que, desorbitado, con la cara llena de tierra, chilla mientras corre. El periodista miope deja de verlos pronto, pues sus largas piernas o su miedo les sacan ventaja. Corre veloz, torcido, desancado, la cabeza sumida, pensando hipnóticamente que una de esas balas que queman y que silban le está destinada, que corre hacia ella, y que uno de esos cuchillos, hoces, machetes, bayonetas que entrevé lo aguarda para poner fin a su carrera. Pero sigue corriendo entre nubes de tierra, percibiendo y perdiendo y recobrando la figurita fortachona, como con aspas, del cura de Cumbe. De pronto, lo pierde del todo. Mientras lo maldice y odia, piensa: «Adonde va, por qué corre así, por qué quiere morir y que muramos». Aunque ya no tiene aliento —va con la lengua afuera, tragando polvo, casi sin ver pues los anteojos se han cubierto de tierra — sigue corriendo, derrengándose: las pocas fuerzas que le quedan le dicen que su vida depende del Padre Joaquim.
Cuando cae por tierra, porque tropieza o porque el cansancio le dobla las piernas, siente una curiosa sensación bienhechora. Apoya la cabeza en sus brazos, trata de que entre el aire a sus pulmones, escucha su corazón. Mejor morir que seguir corriendo. Poco a poco va reponiéndose sintiendo que la palpitación de las sienes se calma. Está mareado y con arcadas pero no vomita. Se saca los anteojos y los limpia. Se los pone. Está rodeado de gente. No tiene miedo ya ni le importa. El cansancio lo ha librado de temores, incertidumbres, imaginación. Por lo demás, nadie parece fijarse en él. Están recogiendo los fusiles, las municiones, las bayonetas, pero sus ojos no se engañan y desde el primer momento saben que, además, esos grupos de yagunzos, aquí, allá, más allá, están también decapitando a los cadáveres con sus machetes, con la aplicación con que se decapita a los bueyes y a los chivos, y echando las cabezas en costales o ensartándolas en picas y en las mismas bayonetas que esos muertos trajeron para ensartarlos o llevándoselas cogidas de los pelos, en tanto que otros prenden fogatas donde comienzan a chisporrotear, a chasquear, a retorcerse, a estallar, a chamuscarse, los cadáveres descabezados. Una fogata está muy cerca y ve que, sobre dos cuerpos que se asan, unos hombres con trapos azules arrojan otros restos. «Ahora me toca —piensa—, vendrán, me la cortarán, se la llevarán en un palo y echarán mi cuerpo a esa fogata.» Sigue amodorrado, vacunado contra todo por la infinita fatiga. Aunque los yagunzos hablan, no los entiende.
En eso ve al Padre Joaquim. Sí, el Padre Joaquim. No va sino viene, no corre sino anda, con los pies muy abiertos, sale de ese terral que ha comenzado ya a producir en sus narices el cosquilleo que precede los estornudos, siempre haciendo gestos, muecas, señales, a nadie y a todos, incluso a estos muertos quemados. Viene embarrado, desgarrado, los pelos revueltos. El periodista miope se incorpora cuando pasa frente a él, diciendo: «No se vaya, lléveme, no deje que me arranquen la cabeza, no deje que me quemen…». ¿Lo oye el cura de Cumbe? Habla solo o con fantasmas, repite cosas incomprensibles, nombres desconocidos, acciona. Él camina a su lado, muy junto, sintiendo que esa vecindad lo resucita. Advierte que a su derecha caminan, con ellos, la mujer descalza y el Enano. Demacrados, enterrados, rotos, le parecen sonámbulos. Nada de lo que ve y oye le sorprende o asusta o interesa. ¿Es esto el éxtasis? Piensa: «Ni siquiera el opio, en Salvador…». Ve a su paso que los yagunzos están colgando en los árboles de favela salpicados a ambos lados del sendero, quepis, guerreras, cantimploras, capotes, mantas, correajes, botas, como quien decora los árboles para la Nochebuena, pero no le importa. Y cuando, en la bajada hacia el mar de techos y escombros que es Canudos, ve a ambas orillas de la trocha, alineadas, mirándose, acribilladas por insectos, las cabezas de los soldados, tampoco su corazón se enloquece ni regresan su miedo, su fantasía. Ni siquiera cuando una figura absurda, uno de esos espantapájaros que se plantan en los sembríos, les obstruye el camino y reconoce, en la forma desnuda, adiposa, empalada en una rama seca, el cuerpo y la cara del Coronel Tamarindo, se inmuta. Pero un momento después se para en seco y, con la serenidad que ha alcanzado, se pone a escudriñar una de las cabezas aureoladas por enjambres de moscas. No hay duda alguna: es la cabeza de Moreira César.
El estornudo lo toma tan desprevenido que no tiene tiempo de llevarse las manos a la cara, de atajar sus anteojos: salen despedidos y él doblado por la ráfaga de estornudos, está seguro de oír el impacto que hacen al chocar contra los guijarros. Apenas puede, se acuclilla y manotea. Los encuentra al instante. Ahora sí, al palparlos y sentir que los cristales se han hecho añicos, retorna la pesadilla de la noche, del amanecer, de hace un momento.
—Alto, alto —grita, poniéndose los anteojos, viendo un mundo trizado, resquebrajado, puntillado—. No veo nada, les suplico.
Siente en su mano derecha una mano que sólo puede ser —por su tamaño, por su presión — la de la mujer descalza. Tira de él, sin decir una palabra, orientándolo en ese mundo de pronto inaprensible, ciego.
Lo primero que sorprendió a Epaminondas Gonce, al entrar en el palacio del Barón de Cañabrava, en el que nunca había puesto los pies, fue el olor a vinagre y a yerbas aromáticas que impregnaba las habitaciones, por las que un criado negro lo conducía, alumbrándolo con un candil. Lo introdujo a un despacho con estanterías llenas de libros, iluminado por una lámpara de cristales verdosos que daba apariencia selvática al escritorio de extremidades ovaladas y a los confortables y mesitas con adornos. Curioseaba un mapa antiguo, en el que alcanzó a leer escrito en letras cardenalicias el nombre de Calumbí, cuando entró el Barón. Se dieron la mano sin calor, como personas que apenas se conocen.
—Le agradezco que viniera —dijo el Barón, ofreciéndole asiento—. Tal vez hubiera sido mejor celebrar esta entrevista en un lugar neutral, pero me permití proponerle mi casa porque mi esposa está delicada y prefiero no salir.
—Espero que se recobre pronto —dijo Epaminondas Goncalves, rechazando la caja de cigarros que el Barón le alcanzó—. Todo Bahía espera verla otra vez tan sana y bella como siempre.
El Barón se había adelgazado y envejecido mucho y el dueño del Jornal de Noticias se preguntó si esas arrugas y ese abatimiento eran obra de la vejez o de los últimos acontecimientos.
—En realidad, Estela se halla físicamente bien, su organismo se ha recuperado —dijo el Barón, con viveza—. Es su espíritu el que sigue dolido, por la impresión que fue para ella el incendio de Calumbí.
—Una desgracia que nos concierne a todos los bahianos —murmuró Epaminondas. Alzó la vista para seguir al Barón, que se había puesto de pie y estaba sirviendo dos copas de cognac—. Lo he dicho en la Asamblea y en el Jornal de Noticias. La destrucción de propiedades es un crimen que nos afecta a aliados y adversarios por igual. El Barón asintió. Alcanzó a Epaminondas su copa y brindaron en silencio, antes de beber. Epaminondas colocó su copa en la mesita y el Barón la retuvo, calentando y removiendo el líquido rojizo.
—He pensado que era bueno que habláramos —dijo, despacio—. El éxito de las negociaciones entre el Partido Republicano y el Partido Autonomista dependen de que usted y yo nos pongamos de acuerdo.
—Tengo que advertirle que no he sido autorizado por mis amigos políticos para negociar nada esta noche —lo interrumpió Epaminondas Gonce.
—No necesita su autorización —sonrió el Barón, con sorna—. Mi querido Epaminondas, no juguemos a las sombras chinas. No hay tiempo. La situación es gravísima y usted lo sabe. En Río, en Sao Paulo, asaltan los diarios monárquicos y linchan a sus dueños. Las señoras del Brasil rifan sus joyas y sus cabellos para ayudar al Ejército que viene a Bahía. Vamos a poner las cartas sobre la mesa. No podemos hacer otra cosa a menos que queramos suicidarnos. Volvió a beber un sorbo de cognac.
—Ya que quiere franqueza, le confesaré que sin lo ocurrido a Moreira César en Canudos no estaría aquí ni habría conversaciones entre nuestros partidos —asintió Epaminondas Goncalves.
—En eso estamos de acuerdo —dijo el Barón—. Supongo que también lo estamos en lo que significa políticamente para Bahía esa movilización militar en gran escala que organiza el gobierno federal en todo el país.
—No sé si la vemos de la misma manera. —Epaminondas cogió su copa, bebió, paladeó y añadió, fríamente —: Para usted y sus amigos es, desde luego, el fin.
—Lo es sobre todo para ustedes, Epaminondas —repuso amablemente el Barón—. ¿No se ha dado cuenta? Con la muerte de Moreira César, los jacobinos han sufrido un golpe mortal. Han perdido la única figura de prestigio con que contaban. Sí, mi amigo, los yagunzos han hecho un favor al Presidente Prudente de Moráis y al Parlamento, a ese gobierno de «bachilleres» y «cosmopolitas» que ustedes querían derribar para instalar la República Dictatorial. Moráis y los Paulistas van a servirse de esta crisis para limpiar al Ejército y la administración de jacobinos. Siempre fueron pocos y ahora están acéfalos. Usted también será barrido en la limpieza. Por eso lo he llamado. Vamos a vernos en aprietos con el gigantesco Ejército que viene a Bahía. El gobierno federal pondrá un jefe militar y político en el estado, alguien de confianza de Prudente de Moráis, y la Asamblea perderá toda fuerza si no se cierra por falta de uso. Toda forma de poder local desaparecerá de Bahía y seremos un simple apéndice de Río. Por más partidario del centralismo que sea, me imagino que no lo es tanto como para aceptar verse expulsado de la vida política.
—Es una manera de ver las cosas —murmura Epaminondas, imperturbable—. ¿Puede decirme en qué forma contrarrestaría el peligro ese frente común que me propone? —Nuestra unión obligará a Moráis a negociar y pactar con nosotros y salvará a Bahía de caer atada de pies y manos bajo el control de un virrey militar —dijo el Barón—. Y le dará a usted, además, la posibilidad de llegar al poder. —Acompañado… —dijo Epaminondas Gonce.
—Solo —lo rectificó el Barón—. La Gobernación es suya. Luis Viana no volverá a presentarse y usted será nuestro candidato. Tendremos listas conjuntas para la Asamblea y para los Concejos Municipales. ¿No es por lo que lucha hace tanto tiempo? Epaminondas Gonce enrojeció. ¿Le producían ese arrebato el cognac, el calor, lo que acababa de oír o lo que pensaba? Permaneció silencioso unos segundos, abstraído. —¿Sus partidarios están de acuerdo? —preguntó al fin, en voz baja. —Lo estarán cuando comprendan qué es lo que deben hacer —dijo el Barón—. Yo me comprometo a convencerlos. ¿Está satisfecho?
—Necesito saber qué va a pedirme a cambio —dijo Epaminondas Gonce. —Que no se toquen las propiedades agrarias ni los comercios urbanos —repuso el Barón de Cañabrava, en el acto—. Ustedes y nosotros lucharemos contra cualquier intento de confiscar, expropiar, intervenir o gravar inmoderadamente las tierras o los comercios. Es la única condición.
Epaminondas Gonce respiró hondo, como si le faltara el aire. Bebió el resto del cognac de un trago.
—¿Y usted. Barón?
—¿Yo? —murmuró el Barón, como si hablara de un espíritu—. Voy a retirarme de la vida política. No seré un estorbo de ninguna especie. Por lo demás, como sabe, viajo a Europa la próxima semana. Permaneceré allá por tiempo indefinido. ¿Lo tranquiliza eso? Epaminondas Gonce, en vez de responder, se puso de pie y dio unos pasos por la habitación, con las manos en la espalda. El Barón había adoptado una actitud ausente. El dueño del Jornal de Noticias no trataba de ocultar el indefinible sentimiento que se había apoderado de él. Estaba serio, arrebatado, y en sus ojos, además de la bulliciosa energía de siempre, había también desasosiego, curiosidad.
—Ya no soy un niño, aunque no tenga su experiencia —dijo, mirando de manera desafiante al dueño de casa—. Sé que usted me está engañando, que hay una trampa en lo que me propone.
El Barón asintió, sin demostrar el menor enfado. Se levantó para servir un dedo de cognac en las copas vacías.
—Comprendo que desconfíe —dijo, con su copa en la mano, iniciando un recorrido por la habitación que terminó en la ventana de la huerta. La abrió: una bocanada de aire tibio entró al despacho junto con la algarabía de los grillos y una lejana guitarra—. Es natural. Pero no hay trampa alguna, le aseguro. La verdad es que, tal como están las cosas, he llegado al convencimiento que la persona con las dotes necesarias para dirigir la política de Bahía es usted.
—¿Debo tomar eso como un elogio? —preguntó Epaminondas Gonce, con aire sarcástico.
—Creo que se acabó un estilo, una manera de hacer política —precisó el Barón, como si no lo oyera—. Reconozco que me he quedado obsoleto. Yo funcionaba mejor en el viejo sistema, cuando se trataba de conseguir la obediencia de la gente hacia las instituciones, de negociar, de persuadir, de usar la diplomacia y las formas. Lo hacía bastante bien. Eso se acabó, desde luego. Hemos entrado en la hora de la acción, de la audacia, de la violencia, incluso de los crímenes. Ahora se trata de disociar totalmente la política de la moral. Estando así las cosas, la persona mejor preparada para mantener el orden en este Estado es usted.
—Ya me sospechaba que no me estaba usted haciendo un elogio —murmuró Epaminondas Goncalves, tomando asiento.
El Barón se sentó a su lado. Con el parloteo de los grillos entraban en la habitación ruidos de coches, la cantilena de un sereno, una bocina, ladridos.
—En cierto sentido, lo admiro. —El Barón lo observó con un brillo fugaz en las pupilas—. He podido apreciar lo temerario que es, la complejidad y la frialdad de sus operaciones políticas. Sí, nadie tiene en Bahía las condiciones suyas para hacer frente a lo que se avecina.
—¿Me va a decir de una vez por todas lo que quiere de mí? —dijo el dirigente del Partido Republicano. En su voz había algo dramático.
—Que me reemplace —afirmó el Barón, con énfasis—. ¿Elimina su desconfianza que le diga que me siento derrotado por usted? No en los hechos, pues nosotros tenemos más posibilidades que los jacobinos de Bahía de entendernos con Moráis y los Paulistas del Gobierno Federal. Pero psicológicamente sí lo estoy, Epaminondas. Bebió un sorbo de cognac y sus ojos se alejaron.
—Han ocurrido cosas que nunca hubiera soñado —dijo, hablando solo—. El mejor Regimiento del Brasil derrotado por una banda de pordioseros fanáticos. ¿Quién lo entiende? Un gran estratega militar hecho pedazos en el primer encuentro… —No hay manera de entenderlo, en efecto —asintió Epaminondas Gonce—. Estuve esta tarde con el Mayor Cunha Matos. Es mucho peor de lo que se ha dicho oficialmente. ¿Está enterado de las cifras? Son increíbles: entre trescientas y cuatrocientas bajas, la tercera parte de los hombres. Decenas de oficiales masacrados. Han perdido íntegramente el armamento, desde los cañones hasta las facas. Los sobrevivientes llegan a Monte Santo desnudos, en calzoncillos, desvariando. ¡El Séptimo Regimiento! Usted estuvo cerca, en Calumbí, usted los ha visto. ¿Qué está ocurriendo en Canudos, Barón? —No lo sé ni lo entiendo —dijo el Barón, con pesadumbre—. Supera todo lo que imaginaba. Y, sin embargo, creía conocer esta tierra, a esta gente. Esa derrota ya no se puede explicar con el fanatismo de unos muertos de hambre. Tiene que haber algo más. —Lo miró otra vez, aturdido—. He llegado a pensar que ese fantástico embuste propagado por ustedes, de que en Canudos había oficiales ingleses y armamento monárquico, podía tener algo de cierto. No, no vamos a tocar ese asunto, es historia vieja. Se lo digo para que vea hasta qué punto me pasma lo ocurrido con Moreira César. —A mí, más bien, me asusta —dijo Epaminondas—. Si esos hombres pueden pulverizar al mejor Regimiento del Brasil, también pueden extender la anarquía por todo el Estado, por los Estados vecinos, llegar hasta aquí… Encogió los hombros e hizo un gesto vago, catastrófico.
—La única explicación es que a la banda de Sebastianistas se hayan sumado miles de campesinos, incluso de otras regiones —dijo el Barón—. Movidos por la ignorancia, por la superstición, por el hambre. Porque ya no existen los frenos que mitigaban la locura, como antes. Esto significa la guerra, el Ejército del Brasil instalándose aquí, la ruina de Bahía. —Cogió a Epaminondas Gonce del brazo—. Por eso debe reemplazarme. En esta situación, se necesita a alguien de sus condiciones para unificar a los elementos valiosos y defender los intereses bahianos, en medio del cataclismo. En el resto del Brasil hay resentimiento contra Bahía, por lo de Moreira César. Dicen que las turbas que asaltaron los diarios monárquicos en Río gritaban «¡Muera Bahía!». Hizo una larga pausa, removiendo su copa de cognac con apresuramiento. —Muchos se han arruinado ya, allá en el interior —dijo—. Yo he perdido dos haciendas. Esta guerra civil va a hundir y matar a muchísima gente. Si nosotros seguimos destruyéndonos, ¿cuál será el resultado? Lo perderemos todo. Aumentará el éxodo hacia el Sur y hacia el Marañón. ¿En qué quedará convertida Bahía? Hay que hacer las paces, Epaminondas. Olvídese de las estridencias jacobinas, deje de atacar a los pobres portugueses, de pedir la nacionalización de los comercios y sea práctico. El jacobinismo murió con Moreira César. Asuma la Gobernación y defendamos juntos, en esta hecatombe, el orden civil. Evitemos que la República se convierta aquí, como en tantos países latinoamericanos, en un grotesco aquelarre donde todo es caos, cuartelazo, corrupción, demagogia…
Permanecieron en silencio un buen rato, con las copas en las manos, pensando o escuchando. A veces, en el interior de la casa se oían pasos, voces. Un reloj dio nueve campanadas.
—Le agradezco que me invitara —dijo Epaminondas, levantándose—. Todo lo que ha dicho me lo llevo en la cabeza, para darle vueltas. No puedo contestarle ahora. —Desde luego que no —dijo el Barón, poniéndose también de pie—. Reflexione y conversaremos. Me gustaría verlo antes de mi partida, claro está. —Tendrá mi respuesta pasado mañana —dijo Epaminondas, caminando hacia la puerta. Cuando cruzaban los salones, apareció el criado negro con el candil. El Barón acompañó a Epaminondas hasta la calle. En la reja, le preguntó: —¿Ha tenido noticias de su periodista, el que acompañaba a Moreira César? —¿El excéntrico? —dijo Epaminondas—. No ha aparecido. Lo matarían, supongo. Como sabe, no era un hombre de acción. Se despidieron con una venia.