38651.fb2 La guerra del fin del mundo - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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CUATRO

I

Cuando un sirviente le informó quién lo buscaba, el Barón de Cañabrava, en vez de mandarle decir, como a todos los que se acercaban al solar, que él no hacía ni aceptaba visitas, se echó escaleras abajo, cruzó las amplias estancias que el sol de la mañana iluminaba y fue hasta la puerta de calle a ver si no había oído mal: era el mismísimo él. Le dio la mano, sin decir palabra, y lo hizo entrar. La memoria le devolvió, a quemarropa, aquello que hacía meses trataba de olvidar: el incendio de Calumbí, Canudos, la crisis de Estela, su retiro de la vida pública.

Callado, sobreponiéndose a la sorpresa de la visita y a la resurrección de ese pasado, guió al recién venido hasta el cuarto en el que celebraba todas las entrevistas importantes: el escritorio. Pese a ser temprano, hacía calor. A lo lejos, por sobre los crotos y el ramaje de los mangos, los ficus, las guayabas y las pitangas de la huerta, el sol blanqueaba el mar como una lámina de acero. El Barón corrió la cortina y la habitación quedó en sombra.

—Sabía que le sorprendería mi visita —dijo el visitante y el Barón reconoció la vocecita de cómico que habla en falsete—. Me enteré que había vuelto usted de Europa y tuve… este impulso. Se lo digo sin rodeos. He venido a pedirle trabajo. —Tome asiento —dijo el Barón.

Lo había oído como en sueños, sin prestar atención a sus palabras, ocupado en examinar su físico y en confrontarlo con el de la última vez, el espantapájaros que aquella mañana vio partir de Calumbí junto con el Coronel Moreira César y su pequeña escolta. «Es y no es él», pensó. Porque el periodista que había trabajado para el Diario de Bahía y luego para el Jornal de Noticias era un mozo y este hombre de gruesos anteojos, que al sentarse parecía dividirse en cuatro o seis partes, era un viejo. Su cara hervía de estrías, mechones grises salpicaban sus cabellos, su cuerpo daba una impresión quebradiza. Vestía una camisa desabotonada, un chaleco sin mangas, con lamparones de vejez o de grasa, un pantalón deshilachado en la basta y zapatos de vaquero. —Ahora recuerdo —dijo el Barón—. Alguien me escribió que estaba usted vivo. Lo supe en Europa. «Apareció un fantasma.» Me escribieron eso. Pese a ello, lo seguía creyendo desaparecido, muerto.

—No morí ni desaparecí —dijo, sin rastro de humor, la vocecita nasal—. Luego de oír diez veces en el día lo que usted ha dicho, me di cuenta que la gente estaba defraudada de que siguiera en este mundo.

—Si quiere que le sea franco, me importa un bledo que esté vivo o muerto —se oyó decir, sobreponiéndose de su crudeza—. Tal vez preferiría que esté muerto. Odio todo lo que me recuerda a Canudos.

—Supe lo de su esposa —dijo el periodista miope y el Barón adivinó la impertinencia inevitable—. Que perdió la razón, que es una gran desgracia en su vida. Lo miró de tal manera que lo hizo callar, asustarse. Carraspeó, parpadeó y se sacó los anteojos para desempañarlos con el filo de su camisa. El Barón se alegró de haber reprimido el impulso de echarlo.

—Ahora vuelve todo —dijo, con amabilidad—. Fue una carta de Epaminondas Gonce, hará un par de meses. Por él me enteré que había vuelto a Salvador. —¿Se cartea con ese miserable? —vibró la vocecita nasal—. Es cierto, ahora son aliados.

—¿Habla así del Gobernador de Bahía? —sonrió el Barón—. ¿No quiso reponerlo en el Jornal de Noticias?

—Me ofreció aumentarme el sueldo, más bien —replicó el periodista miope—. Pero a condición de que me olvidara de la historia de Canudos.

Se rió, con una risa de pájaro exótico, y el Barón vio que su risa se transformaba en una racha de estornudos que lo hacían rebotar en el asiento.

—O sea que Canudos hizo de usted un periodista íntegro —dijo, burlándose—. O sea que cambió. Porque mi aliado Epaminondas es como fue siempre, él no ha cambiado un ápice.

Esperó que el periodista se sonara la nariz con un trapo azul que sacó a jalones del bolsillo.

—En esa carta, Epaminondas decía que apareció usted junto con un personaje extraño. ¿Un enano o algo así?

—Es mi amigo —asintió el periodista miope—. Tengo una deuda con él. Me salvó la vida. ¿Quiere saber cómo? Hablando de Carlomagno, de los Doce Pares de Francia, de la Reina Magalona. Cantando la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo. Hablaba con premura, frotándose las manos, torciéndose en el asiento. El Barón recordó al profesor Thales de Azevedo, un académico amigo que lo visitó en Calumbí, años atrás: se quedaba horas fascinado oyendo a los troveros de las ferias, se hacía dictar las letras que oía cantar y contar y aseguraba que eran romances medievales, traídos por los primeros portugueses y conservados por la tradición sertanera. Advirtió la expresión de angustia de su visitante.

—Todavía se puede salvar —lo oyó decir, implorar con sus ojos ambiguos—. Está tuberculoso, pero la operación es posible. El Doctor Magalháes, el del Hospital Portugués, ha salvado a muchos. Quiero hacer eso por él. También para eso necesito trabajo. Pero, sobre todo… para comer.

El Barón vio que se avergonzaba, como si hubiera confesado algo ignominioso. —No sé por qué tendría que ayudar a ese enano —murmuró—. Ni a usted. —No hay ninguna razón, por supuesto —repuso al instante el miope, estirándose los dedos—. Simplemente, decidí jugarlo a la suerte. Pensé que podría conmoverlo. Usted tenía fama de generoso, antes.

—Una táctica banal de político —dijo el Barón—. Ya no la necesito, ya me retiré de la política.

Y en eso vio, por la ventana de la huerta, al camaleón. Rara vez lo veía, o, mejor dicho, lo reconocía, pues siempre se identificaba de tal modo con las piedras, la yerba o los arbustos y ramajes del jardín, que alguna vez había estado a punto de pisarlo. La víspera, en la tarde, había sacado a Estela con Sebastiana a tomar el fresco, bajo los mangos y ficus de la huerta, y el camaleón fue un entretenimiento maravilloso para la Baronesa, que, desde la mecedora de paja, se dedicó a señalar al animal, al que reconocía con la misma facilidad que antaño, entre los yerbajos y cortezas. El Barón y Sebastiana la vieron sonreír, al ver que el camaleón corría cuando ellos se acercaban a comprobar si era él. Ahora estaba ahí, al pie de uno de los mangos, entre verdoso y marrón, tornasolado, apenas distinguible de la yerba, con su papada palpitante. Mentalmente, le habló: «Camaleón querido, animalito escurridizo, buen amigo. Te agradezco con toda el alma que hicieras reír a mi mujer».

—Sólo tengo lo que llevo puesto —dijo el periodista miope—. Al volver de Canudos encontré que la dueña de la casa había rematado todas mis cosas para pagarse los alquileres. El Jornal de Noticias no quiso asumir los gastos. —Hizo una pausa y añadió — : Vendió también mis libros. A veces reconozco alguno, en el Mercado de Santa Bárbara. El Barón pensó que la pérdida de sus libros debía haber herido mucho a ese hombre que hacía diez o doce años le había dicho que algún día sería el Osear Wilde del Brasil. —Está bien —dijo—. Puede volver al Diario de Bahía. Después de todo, usted no era un mal redactor.

El periodista miope se sacó los anteojos y movió varias veces la cabeza, muy pálido, incapaz de agradecer de otro modo. «Qué importa —pensó el Barón—. ¿Acaso lo hago por él o por ese enano? Lo hago por el camaleón.» Miró por la ventana, buscándolo, y se sintió defraudado: ya no estaba allí o, intuyendo que lo espiaban, se había disfrazado perfectamente con los colores del contorno.

—Es un hombre que tiene un gran terror a la muerte —murmuró el periodista miope, calzándose de nuevo los lentes—. No es amor a la vida, entiéndame. Su vida ha sido siempre abyecta. Fue vendido de niño a un gitano para que fuera curiosidad de circo, monstruo público. Pero su miedo a la muerte es tan grande, tan fabuloso, que lo ha hecho sobrevivir. Y a mí, de paso.

El Barón se arrepintió de pronto de haberle dado trabajo, porque esto establecía de algún modo un vínculo entre él y ese sujeto. Y no quería tener vínculos con alguien que se asociara tanto al recuerdo de Canudos. Pero en vez de hacer saber al visitante que la entrevista había terminado, dijo, sin pensarlo:

—Debe haber visto usted cosas terribles. —Carraspeó, incómodo de haber cedido a esa curiosidad y, sin embargo, añadió —: Allí, mientras estuvo en Canudos. —En realidad, no vi nada —contestó en el acto el esquelético personaje, doblándose y enderezándose—. Se me rompieron los anteojos el día que deshicieron al Séptimo Regimiento. Estuve allí cuatro meses viendo sombras, bultos, fantasmas. Su voz era tan irónica que el Barón se preguntó si decía eso para irritarlo o porque era su manera cruda, antipática, de hacerle saber que no quería hablar.

—No sé por qué no se ha reído —lo oyó decir, aguzando el tonito provocador—. Todos se ríen cuando les digo que no vi lo que pasó en Canudos porque se me rompieron los anteojos. No hay duda que es cómico.

—Sí, lo es —dijo el Barón, poniéndose de pie—. Pero el tema no me interesa. Así que… —Pero aunque no las vi, sentí, oí, palpé, olí las cosas que pasaron —dijo el periodista, siguiéndolo desde detrás de sus gafas—. Y, el resto, lo adiviné.

El Barón lo vio reírse de nuevo, ahora con una especie de picardía, mirándolo impávidamente a los ojos. Se sentó de nuevo.

—¿De veras ha venido a pedirme trabajo y a hablarme de ese enano? —dijo—. ¿Existe ese enano tuberculoso?

—Está escupiendo sangre y yo quiero ayudarlo —dijo el visitante—. Pero he venido también por otra cosa.

Bajó la cabeza y el Barón, mientras miraba la mata de pelos alborotados y entrecanos, espolvoreados de caspa, imaginó los ojos acuosos clavados en el suelo. Tuvo la fantástica sospecha que el visitante le traía un recado de Galileo Gall.

—Se están olvidando de Canudos —dijo el periodista miope, con voz que parecía eco—. Los últimos recuerdos de lo sucedido se evaporarán con el éter y la música de los próximos Carnavales, en el Teatro Politeama.

—¿Canudos? —murmuró el Barón—. Epaminondas hace bien en querer que no se hable de esa historia. Olvidémosla, es lo mejor. Es un episodio desgraciado, turbio, confuso. No sirve. La historia debe ser instructiva, ejemplar. En esa guerra nadie se cubrió de gloria. Y nadie entiende lo que pasó. Las gentes han decidido bajar una cortina. Es sabio, es saludable.

—No permitiré que se olviden —dijo el periodista, mirándolo con la dudosa fijeza de su mirada—. Es una promesa que he hecho.

El Barón sonrió. No por la súbita solemnidad del visitante, sino porque el camaleón acababa de materializarse, detrás del escritorio y las cortinas, en el verde brillante de las yerbas del jardín, bajo las nudosas ramas de la pitanga. Largo, inmóvil, verdoso, con su orografía de cumbres puntiagudas, casi transparente, relucía como una piedra preciosa. «Bienvenido, amigo», pensó. —¿Como? —dijo, porque sí, para llenar el vacío.

—De la única manera que se conservan las cosas —oyó gruñir al visitante—. Escribiéndolas.

—También me acuerdo de eso —asintió el Barón—. Usted quería ser poeta, dramaturgo. ¿Va a escribir esa historia de Canudos que no vio?

«¿Qué culpa tiene el pobre diablo de que Estela no sea ya ese ser lúcido, la clara inteligencia que era?», pensó.

—Desde que pude sacarme de encima a los impertinentes y a los curiosos, he estado yendo al Gabinete de Lectura de la Academia Histórica —dijo el miope—. A revisar los periódicos, todas las noticias de Canudos. El Jornal de Noticias, el Diario de Bahía, el Republicano. He leído todo lo que se escribió, lo que escribí. Es algo… difícil de expresar. Demasiado irreal, ¿ve usted? Parece una conspiración de la que todo el mundo participara, un malentendido generalizado, total.

—No entiendo. —El Barón había olvidado al camaleón e incluso a Estela y observaba intrigado al personaje que, encogido, parecía pujar: su mentón rozaba su rodilla. —Hordas de fanáticos, sanguinarios abyectos, caníbales del sertón, degenerados de la raza, monstruos despreciables, escoria humana, infames lunáticos, filicidas, tarados del alma —recitó el visitante, deteniéndose en cada sílaba—. Algunos de esos adjetivos eran míos. No sólo los escribí. Los creía, también.

—¿Va a hacer una apología de Canudos? —preguntó el Barón—. Siempre me pareció un poco chiflado. Pero me cuesta creer que lo sea tanto como para pedirme que lo ayude en eso. ¿Sabe lo que me costó Canudos, no es cierto? ¿Que perdí la mitad de mis bienes? Que por Canudos me ocurrió la peor desgracia, pues, Estela…

Sintió que su voz vacilaba y calló. Miró a la ventana, pidiendo ayuda. Y la encontró: seguía allí, quieto, hermoso, prehistórico, eterno, a medio camino entre los reinos animal y vegetal, sereno en la resplandeciente mañana.

—Pero esos adjetivos eran preferibles, al menos la gente pensaba en eso —dijo el periodista, como si no lo hubiera oído—. Ahora, ni una palabra. ¿Se habla de Canudos en los cafés de la rua de Chile, en los mercados, en las tabernas? Se habla de las huérfanas desvirginadas por el Director del Hospicio Santa Rita de Cassia, más bien. O de la píldora antisifilítica del Dr. Silva Lima o de la última remesa de jabones rusos y calzados ingleses que han recibido los Almacenes Clarks. —Miró al Barón a los ojos y éste vio que en las bolas miopes había furia y pánico—. La última noticia sobre Canudos apareció en los diarios hace doce días. ¿Sabe cuál era?

—Desde que dejé la política no leo periódicos —dijo el Barón—. Ni siquiera el mío. —El retorno a Río de Janeiro de la Comisión que mandó el Centro Espiritista de la capital a fin de que, valiéndose de sus poderes meddiúmnicos, ayudaran a las fuerzas del orden a acabar con los yagunzos. Pues bien, ya volvieron a Río, en el barco Río Vermelho, con sus mesas de tres patas y sus bolas de vidrio y lo que sea. Desde entonces, ni una línea. Y no han pasado ni tres meses.

—No quiero seguir oyéndolo —dijo el Barón—. Ya le he dicho que Canudos es un tema doloroso para mí.

—Necesito saber lo que usted sabe —lo cortó el periodista en voz rápida, conspiratoria— . Usted sabe muchas cosas, usted les mandó varias cargas de farinha y también ganado. Tuvo contactos con ellos, habló con Pajeú.

¿Un chantaje? ¿Venía a amenazarlo, a sacarle dinero? El Barón se sintió decepcionado de que la explicación de tanto misterio y tanta palabrería fuera algo tan vulgar. —¿De verdad le dio a Antonio Vilanova ese recado para mí? —dice Joáo Abade, despertando de la sensación cálida en que lo sumen los dedos delgadísimos de Catarina cuando se hunden en sus crenchas, a la caza de liendres.

—No sé qué recado le dio Antonio Vilanova —responde Catarina, sin dejar de explorar su cabeza.

«Está contenta», piensa Joáo Abade. La conoce lo bastante para percibir, por furtivas inflexiones en su voz o chispas en sus ojos pardos, cuándo lo está. Sabe que la gente habla de la tristeza mortal de Catarina, a la que nadie ha visto reír y muy pocos hablar. ¿Para qué sacarlos de su error? Él sí la ha visto sonreír y hablar, aunque siempre como un secreto.

—Que si yo me condeno, usted también quiere condenarse —murmura. Los dedos de su mujer se inmovilizan, igual que cada vez que encuentran un piojo anidado entre sus crenchas y sus uñas van a triturarlo. Luego de un momento, reanudan su labor y Joáo vuelve a sumirse en la placidez bienhechora que es estar así, sin zapatos, con el torso desnudo, en el camastro de varas de la minúscula casita de tablas y barro de la calle del Niño Jesús, con su mujer arrodillada a su espalda, despiojándolo. Siente pena por la ceguera de la gente. Sin necesidad de hablarse, Catarina y él dicen más cosas que las cotorras más deslenguadas de Canudos. Es media mañana y el sol alardea el único cuarto de la cabaña, por las ranuras de la puerta de tablas y los huececillos del trapo azulado que cubre la única ventana. Afuera, se oyen voces, chiquillos correteando, ruido de seres atareados, como si éste fuera un mundo de paz, como si no acabara de morir tanta gente que Canudos ha tardado una semana en enterrar a sus muertos y en arrastrar a las afueras los cadáveres de los soldados para que se los coman los urubús. —Es verdad. —Catarina le habla al oído, su aliento lo cosquillea—. Si se va al infierno, quiero irme con usted.

Joáo alarga el brazo, toma a Catarina de la cintura y la sienta en sus rodillas. Lo hace con la mayor delicadeza, como cada vez que la toca, pues por su extrema flacura o por los remordimientos, siempre tiene la angustiosa sensación de hacerle daño, y pensando que ahora mismo deberá soltarla pues encontrará esa resistencia que aparece siempre que intenta incluso cogerla del brazo. Él sabe que el contacto físico le es insoportable y ha aprendido a respetarla, violentándose a sí mismo, porque la ama. Pese a vivir ya tantos años juntos, han hecho el amor pocas veces, por lo menos el amor completo, piensa Joáo Abade, sin esas interrupciones que lo dejan acezante, sudoroso, con el corazón alborotado. Pero esta mañana, ante su sorpresa, Catarina no lo rechaza. Por el contrario, se encoge en sus rodillas y él siente su cuerpo frágil, de costillas salientes, casi sin pechos, apretándose contra el suyo.

—En la Casa de Salud, tenía miedo por usted —dice Catarina—. Mientras cuidábamos a los heridos, mientras veíamos pasar a los soldados, disparando y tirando antorchas. Tenía miedo. Por usted.

No lo dice de manera febril, apasionada, sino impersonal, en todo caso fría, como si hablara de otros. Pero Joáo Abade siente una emoción profunda y, de pronto, deseo. Su mano se introduce bajo el batín de Catarina y le acaricia la espalda, los costados, los pezones pequeñitos, mientras su boca sin dientes delanteros baja por su cuello, por su mejilla, buscándole los labios. Catarina deja que la bese, pero no abre su boca y cuando Joáo intenta echarla en el camastro, se pone rígida. En el acto, la suelta, respirando hondo, cerrando los ojos. Catarina se pone de pie, se acomoda el batín, se coloca en la cabeza el pañuelo azul que ha caído al suelo. El techo de la cabaña es tan bajo que debe mantenerse inclinada, en el rincón donde se guardan (cuando las hay) las provisiones: el charqui, la farinha, el fréjol, la rapadura. Joáo la mira preparar la comida y calcula cuántos días —¿o semanas? — no tenía la fortuna de hallarse así, a solas con ella, olvidados ambos de la guerra y del Anticristo. Al poco rato, Catarina viene a sentarse a su lado en el camastro, con un cazo de madera lleno de fréjol rociado de farinha. Tiene en la mano una cuchara de palo. Comen pasándose la cuchara, dos o tres bocados él por cada bocado de ella.

—¿Es verdad que Belo Monte se salvó del Cortapescuezos gracias a los indios de Mirandela? —susurra Catarina—. Joaquim Macambira lo dijo.

—Y también gracias a los morenos del Mocambo y a los demás —dice Joáo Abade—, Pero es cierto, fueron bravos. Los indios de Mirandela no tenían carabinas ni fusiles. ^ No habían querido tenerlos por capricho, superstición, desconfianza o lo que fuera. Él, los Vilanova, Pedráo, Joáo Grande, los Macambira habían intentado varias veces darles armas de fuego, petardos, explosivos. El cacique movía la cabeza enérgicamente, estirando las manos con una especie de asco. Él mismo se había ofrecido, poco antes de la llegada del Cortapescuezos, a enseñarles cómo cargar, limpiar y disparar las escopetas, las espingardas, los fusiles. La respuesta había sido no. Joáo Abade concluyó que los kariris tampoco pelearían esta vez. Ellos no habían ido a enfrentarse con los perros a Uauá y cuando la expedición que entró por el Cambiao ni siquiera abandonaron sus chozas, como si esa guerra no hubiera sido también suya. «Por ese lado Belo Monte no está defendido», había dicho Joáo Abade. «Pidamos al Buen Jesús que no vengan por ahí.» Pero habían venido también por ahí. «El único lado por el que no pudieron entrar», piensa Joáo Abade. Habían sido esas criaturas hoscas, distantes, incomprensibles, luchando sólo con arcos y flechas, lanzas y cuchillos, quienes se lo habían impedido. ¿Un milagro, acaso? Buscando los ojos de su mujer, Joáo pregunta: —¿Se acuerda cuando entramos a Mirandela por primera vez, con e! Consejero? Ella asiente. Han terminado de comer y Catarina lleva la escudilla y la cuchara hasta la esquina del fogón. Luego Joáo la ve venir hacia él —delgadita, seria, descalza, su cabeza rozando el techo lleno de tizne — y echarse a su lado en el camastro. Le pasa el brazo bajo la espalda y la acomoda, con precaución. Permanecen quietos, oyendo los ruidos de Canudos, próximos y lejanísimos. Así pueden permanecer horas y ésos son tal vez los momentos más profundos de la vida que comparten.

—En ese tiempo yo lo odiaba a usted tanto como usted había odiado a Custodia — susurra Catarina.

Mirandela, aldea de indios agrupados allí en el siglo XVIII por los misioneros capuchinos de la Misión de Massacará, era un extraño enclave del sertón de Canudos, separado de Pombal por cuatro leguas de terreno arenoso, caatinga espesa y espinosa, a ratos impenetrable, y de una atmósfera tan ardiente que cortaba los labios y apergaminaba la piel. El pueblo de indios kariris, erigido en lo alto de una montaña, en medio de un paisaje bravío, era desde tiempos inmemoriales escenario de sangrientas disputas, y a veces carnicerías, entre los indígenas y los blancos de la comarca por la posesión de las mejores tierras. Los indios vivían reconcentrados en el pueblo, en cabañas desperdigadas en torno a la Iglesia del Señor de la Ascensión, una construcción de piedra de dos siglos de antigüedad, con techo de paja y puerta y ventanas azules y al descampado terroso que era la Plaza, en la que sólo había un puñado de cocoteros y una cruz de madera. Los blancos permanecían en sus haciendas del rededor y esa cercanía no era coexistencia sino guerra sorda que periódicamente estallaba en recíprocas incursiones, incidentes, saqueos y asesinatos. Los pocos centenares de indios de Mirandela vivían semidesnudos, hablando una lengua vernácula aderezada de escupitajos y cazando con dardos y flechas envenenadas. Eran una humanidad hosca y miserable, que permanecía acuartelada dentro de su ronda de cabañas techadas con hojas de icó y sus sembríos de maíz, y tan pobre que ni los bandidos ni las volantes entraban a saquear Mirandela. Se habían vuelto otra vez herejes. Hacía años que los padres capuchinos y lazaristas no conseguían celebrar en el pueblo una Santa Misión, pues, apenas aparecían los misioneros por la vecindad, los indios, con sus mujeres y sus criaturas, se desvanecían en la caatinga hasta que aquéllos, resignados, daban la Misión sólo para los blancos. Joáo Abade no recuerda cuándo decidió el consejero ir a Mirandela. El tiempo de la peregrinación no es para él lineal, un antes y un después, sino circular, una repetición de días y hechos equivalentes. Recuerda, en cambio, cómo sucedió. Luego de haber restaurado la capilla de Pombal, una madrugada el Consejero enfiló hacia el Norte, por una sucesión de lomas filudas y compactas que conducían derechamente a ese reducto de indios donde acababa de ser masacrada una familia de blancos. Nadie le dijo una palabra, pues nunca, nadie, lo interrogaba acerca de sus decisiones. Pero muchos pensaron, como Joáo Abade, durante la ardiente jornada en la que el sol parecía trepanarle el cráneo, que los recibiría una aldea desierta o una lluvia de flechas.

No ocurrió ni una ni otra cosa. El Consejero y los peregrinos subieron la montaña al atardecer y entraron en el pueblo en procesión, cantando Loores a María. Los indios los recibieron sin espantarse, sin hostilidad, en una actitud que simulaba la indiferencia. Los vieron instalarse en el descampado frente a sus cabañas y encender una fogata y arremolinarse alrededor. Luego los vieron entrar a la Iglesia del Señor de la Ascensión y rezar las estaciones del Calvario, y, más tarde, desde sus cabañas y corralitos y sembríos esos hombres con incisiones y rayas blancas y verdes en las caras, escucharon al Consejero dar los consejos de la tarde. Lo oyeron hablar del Espíritu Santo, que es la libertad, de las aflicciones de María, celebrar las virtudes de la frugalidad, de la pobreza y del sacrificio y explicar que cada sufrimiento ofrecido a Dios se convierte en premio en la otra vida. Luego oyeron a los peregrinos del Buen Jesús rezar un rosario a la Madre de Cristo. Y a la mañana siguiente, siempre sin acercarse a ellos, siempre sin dirigirles una sonrisa o un gesto amistoso, los vieron partir por la ruta del cementerio en el que se detuvieron a limpiar las tumbas y cortar la yerba.

—Fue inspiración del Padre que el Consejero fuera a Mirandela esa vez —dice Joáo Abade—. Sembró una semilla y ésta acabó por florecer.

Catarina no dice nada pero Joáo sabe que está recordando, como él, la sorprendente aparición en Belo Monte de más de un centenar de indios, arrastrando consigo sus pertenencias, sus viejos, algunos en parihuelas, sus mujeres y sus niños, por la ruta que venía de Bendengó. Habían pasado años, pero nadie puso en duda que la llegada de esas gentes semidesnudas y pintarrajeadas era la devolución de la visita del Consejero. Los kariris entraron a Canudos acompañados por un blanco de Mirandela —Antonio el Fogueteiro—, como si entraran a su casa, y se instalaron en el descampado vecino al Mocambo que les indicó Antonio Vilanova. Allí levantaron sus cabañas y abrieron entre ellas sus sembríos. Iban a oír los consejos y chapurreaban suficiente portugués para entenderse con los demás, pero constituían un mundo aparte. El Consejero solía ir a verlos —lo recibían zapateando en la tierra en su extraña manera de bailar — y también los hermanos Vilanova con quienes comerciaban sus productos. Joáo Abade siempre había pensado en ellos como forasteros. Ahora ya no. Porque el día de la invasión del Cortapescuezos los vio resistir tres cargas de infantes, que, dos por el lado del Vassa Barris y la otra por la ruta de Geremoabo, cayeron directamente sobre su barrio. Cuando él, con una veintena de hombres de la Guardia Católica, fue a reforzar ese sector, se había quedado asombrado del número de atacantes que circulaban entre las chozas y de la reciedumbre con que los indios resistían, flechándolos desde las techumbres y abalanzándoseles con sus hachas de piedra, sus hondas y sus lanzas de madera. Los kariris peleaban prendidos de los invasores y también sus mujeres les saltaban encima y los mordían y rasguñaban tratando de arrancarles fusiles y bayonetas, a la vez que les rugían seguramente conjuros y maldiciones. Por lo menos un tercio de ellos habían quedado muertos o heridos al terminar el combate.

Unos golpes en la puerta sacan a Joáo Abade de sus pensamientos. Catarina aparta la tabla, sujeta con un alambre, y asoma uno de los chiquillos de Honorio Vilanova, entre una bocanada de polvo, luz blanca y ruido. —Mi tío Antonio quiere ver al Comandante de la Calle —dice. —Dile que ya voy —responde Joáo Abade.

Tanta felicidad no podía durar, piensa, y por la cara de su mujer comprende que ella piensa lo mismo. Se enfunda el pantalón de crudo con tiras de cuero, las alpargatas, la blusa y sale a la calle. La luz brillante del mediodía lo ciega. Como siempre, los chiquillos, las mujeres, los viejos sentados a las puertas de las viviendas, lo saludan y él les va haciendo adiós. Avanza entre mujeres que muelen el maíz en sus morteros formando corros, hombres que conversan a voz en cuello mientras arman andamios de cañas y los rellenan a manotazos de barro, para reponer las paredes caídas. Hasta oye una guitarra, en alguna parte. No necesita verlos, para saber que otros centenares de personas están en estos momentos, a las orillas del Vassa Barris y a la salida a Geremoabo, acuclillados, roturando la tierra, limpiando las huertas y los corrales. Casi no hay escombros en las calles, muchas cabañas incendiadas están de nuevo en pie. «Es Antonio Vilanova», piensa. No había terminado la procesión celebrando el triunfo de Belo Monte contra los apóstatas de la República, cuando ya estaba Antonio Vilanova a la cabeza de piquetes de voluntarios y gente de la Guardia Católica, organizando el entierro de los muertos, la remoción de escombros, la reconstrucción de las cabañas, de los talleres y el rescate de las ovejas, cabras y chivos espantados. «Son también ellos», piensa Joáo Abade. «Son resignados. Son héroes.» Ahí están, tranquilos, saludándolo, sonriéndole, y esta tarde correrán al Templo del Buen Jesús a oír al Consejero, como si nada hubiese ocurrido, como si todas estas familias no tuviesen alguien abaleado, ensartado o quemado en la guerra y algún herido entre esos seres gimientes que se apiñan en las Casas de Salud y en la Iglesia de San Antonio convertida en Enfermería.

En eso, algo lo hace detenerse de golpe. Cierra los ojos, para escuchar. No se ha equivocado, no es sueño. La voz, monótona, afinada, sigue recitando. Desde el fondo de su memoria, cascada que crece y se torna río, algo exaltante toma forma y coagula en un tropel de espadas y un relumbre de palacios y alcobas lujosísimas. «La batalla del caballero Oliveros con Fierabrás», piensa. Es uno de los episodios que más lo seducen de las historias de los Doce Pares de Francia, un duelo que no ha vuelto a oír desde hace muchísimo tiempo. La voz del trovero viene de la encrucijada entre Campo Grande y el Callejón del Divino, donde hay mucha gente. Se acerca y, al reconocerlo, le abren paso. Quien canta la prisión de Oliveros y su duelo con Fierabrás es un niño. No, un enano.

Minúsculo, delgadito, hace como que toca una guitarra y va también mimando el choque de las lanzas, el galope de los jinetes, las venias cortesanas al Gran Carlomagno. Sentada en el suelo, con una lata entre las piernas, hay una mujer de cabellos largos y a su lado un ser huesudo, torcido, embarrado, que mira como los ciegos. Los reconoce: son los tres que aparecieron con el Padre Joaquim, a los que Antonio Vilanova permite dormir en el almacén. Estira un brazo y toca al hombrecito que en el acto se calla. —¿Sabes la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo? —le pregunta. El Enano, después de un instante de vacilación, asiente.

—Me gustaría oírtela alguna vez —lo tranquiliza el Comandante de la Calle. Y echa a correr, para recuperar el tiempo perdido. Aquí y allá, en Campo Grande, hay cráteres de obuses. La antigua casa grande tiene la fachada perforada de balas. —Alabado sea el Buen Jesús —murmura Joáo Abade, sentándose en un barril, junto a Pajeú. La expresión del caboclo es inescrutable, pero a Antonio y Honorio Vilanova, al viejo Macambira, a Joáo Grande y a Pedráo los nota ceñudos. El Padre Joaquim está en medio de ellos, de pie, enterrado de pies a cabeza, con los cabellos alborotados y la barba crecida.

—¿Averiguó algo en Joazeiro, Padre? —le preguntan—. ¿Vienen más soldados? —Tal como ofreció, el Padre Maximiliano vino desde Queimadas y me llevó la lista completa —carraspea el Padre Joaquim. Saca un papel de su bolsillo y lee, jadeando —: Primera Brigada: Batallones Séptimo, Decimocuarto y Tercero de Infantería, al mando del Coronel Joaquim Manuel de Medeiros. Segunda Brigada: Batallones Decimosexto, Vigesimoquinto y Vigesimoséptimo de Infantería, al mando del Coronel Ignacio María Gouveia. Tercera Brigada: Quinto Regimiento de Artillería y Batallones Quinto y Noveno de Infantería al mando del Coronel Olimpio de Silveira. Jefe de la División: General Juan de Silva Barboza. Jefe de la Expedición: General Artur Osear. Deja de leer y mira a Joáo Abade, exhausto y alelado. —¿Qué quiere decir eso en soldados, Padre? —pregunta el ex cangaceiro. —Unos cinco mil, parece —balbucea el curita—. Pero ésos son sólo los que están en Queimadas y Monte Santo. Vienen otros por el Norte, por Sergipe. —Lee de nuevo, con voz temblona —: Columna al mando del General Claudio de Amaral Savaget. Tres Brigadas: Cuarta, Quinta y Sexta. Integradas por los Batallones Decimosegundo, Trigesimoprimero y Trigesimotercero de Infantería, de una División de Artillería y de los Batallones Trigesimocuarto, Trigesimoquinto, Cuadragésimo, Vigesimosexto, Trigesimosegundo y de otra División de Artillería. Otros cuatro mil hombres, más o menos. Desembarcaron en Aracajú y vienen hacia Geremoabo. El Padre Maximiliano no consiguió los nombres de los que los mandan. Le dije que no importaba. No importa, ¿no,Joáo?

—Claro que no, Padre Joaquim —dice Joáo Abade—. Consiguió usted una buena información allá. Dios se lo pagará.

—El Padre Maximiliano es un buen creyente —murmura el curita—. Me confesó que tenía mucho miedo de hacer esto. Yo le dije que tenía más que él. —Hace un simulacro de risa y de inmediato añade —: Tienen muchos problemas allá en Queimadas, me explicó. Demasiadas bocas para alimentar. No han resuelto lo del transporte. No tienen carros, mulares, para el enorme equipo. Dice que pueden tardar semanas en ponerse en marcha.

Joáo Abade asiente. Nadie habla. Todos parecen concentrados en el bordoneo de las moscas y en las acrobacias de una avispa que termina por posarse en la rodilla de Joáo Grande. El negro la aparta de un capirotazo. Joáo Abade extraña de pronto el cotorreo del papagayo de los Vilanova.

—Estuve también con el Doctor Aguilar de Nascimento —añade el Padre Joaquim—. Dijo que les dijera que lo único que podían hacer era dispersar a la gente y regresar todos a los pueblos, antes de que ese cepo blindado llegara aquí. —Hace una pausa y echa un ojeada temerosa a los siete hombres que lo miran con respeto y atención—. Pero que si, pese a todo, van a enfrentarse a los soldados, sí, sí puede ofrecer algo. Baja la cabeza, como si la fatiga o el miedo no le permitieran decir más. —Cien fusiles Comblain y veinticinco cajas de municiones —dice Antonio Vilanova—. Sin estrenar, del Ejército, en sus cajas de fábrica. Se pueden traer por Uauá y Bendengó, la ruta está libre. —Suda copiosamente y se seca la frente mientras habla—. Pero no hay pieles ni bueyes ni cabras en Canudos para pagar lo que pide.

—Hay joyas de plata y oro —dice Joáo Abade, leyendo en los ojos del comerciante lo que éste debe haber dicho o pensado ya, antes que él llegara.

—Son de la Virgen y de su Hijo —murmura el Padre Joaquim, en voz casi inaudible—. ¿No es sacrilegio, eso?

—El Consejero sabrá si es, Padre —dice Joáo Abade—. Hay que preguntárselo.

«Siempre se puede sentir más miedo», pensó el periodista miope. Era la gran enseñanza de estos días sin horas, de figuras sin caras, de luces recubiertas por nubes que sus ojos se esforzaban en perforar hasta infligirse un ardor tan grande que era preciso cerrarlos y permanecer un rato a oscuras, entregado a la desesperación: haber descubierto lo cobarde que era. ¿Qué dirían de eso sus colegas del Jornal de Noticias, del Diario de Bahía, de O Republicano? Tenía la fama de temerario entre ellos, por andar siempre a la caza de experiencias nuevas: había sido de los primeros en asistir a los candomblés, no importa en qué secreto callejón o ranchería se celebraran, en una época en que las prácticas religiosas de los negros inspiraban repugnancia y temor a los blancos de Bahía, un tenaz frecuentador de brujos y hechiceros y uno de los primeros en fumar opio. ¿No había sido por espíritu de aventura que se ofreció a ir a Joazeiro a entrevistar a los sobrevivientes de la Expedición del Teniente Pires Ferreira, no propuso él mismo a Epaminondas Goncalves acompañar a Moreira César? «Soy el hombre más cobarde del mundo», pensó. El Enano proseguía enumerando las aventuras, desventuras y galanterías de Oliveros y Fierabrás. Esos bultos, que él no conseguía saber si eran hombres o mujeres, permanecían quietos y era evidente que el relato los mantenía absortos, fuera del tiempo y de Canudos. ¿Cómo era posible que aquí, en el fin del mundo, estuviera oyendo, recitado por un enano que sin duda no sabía leer, un romance de los Caballeros de la Mesa Redonda llegado a estos lugares haría siglos, en las alforjas de algún navegante o algún bachiller de Coimbra? ¿Qué sorpresas no le depararía esta tierra?

Tuvo un retortijón en el estómago y se preguntó si el auditorio les daría de comer. Era otro descubrimiento, en estos días instructivos: que la comida podía ser una preocupación absorbente, capaz de esclavizar su conciencia horas de horas, y, por momentos, una fuente mayor de angustia que la semiceguera en que la rotura de sus anteojos lo dejó, esta condición de hombre que se tropezaba contra todo y todos y tenía el cuerpo lleno de cardenales por los encontrones contra los filos de esas cosas imprecisables que se interponían y lo obligaban a ir pidiendo disculpas, diciendo no veo, lo siento mucho, para desarmar cualquier posible enojo.

El Enano hizo una pausa y dijo que, para continuar la historia —imaginó sus morisquetas implorantes—, su cuerpo reclamaba sustento. Todos los órganos del periodista entraron en actividad. Su mano derecha se movió hacia Jurema y la rozó. Hacía eso muchas veces al día, siempre que sucedía algo nuevo, pues era en los umbrales de lo novedoso y lo imprevisible, que su miedo —siempre empozado — recobraba su imperio. Era sólo un roce rápido, para apaciguar su espíritu, pues esa mujer era su última esperanza, ahora que el Padre Joaquim parecía definitivamente fuera de su alcance, la que veía por él y atenuaba su desamparo. Él y el Enano eran un estorbo para Jurema. ¿Por qué no se iba y los dejaba? ¿Por generosidad? No, sin duda por desidia, por esa terrible indolencia en que parecía sumida. Pero el Enano, al menos, con sus payaserías, conseguía esos puñados de farinha de maíz o de carne de chivo secado al sol que los mantenía vivos. Sólo él era el inútil total del que, tarde o temprano, se desprendería la mujer. El Enano, luego de unos chistes que no provocaron risas, reanudó la historia de Oliveros. El periodista miope presintió la mano de Jurema y en el acto abrió los dedos. Inmediatamente se llevó a la boca esa forma que parecía un pedazo de pan duro. Masticó tenaz, ávidamente, todo su espíritu concentrado en la papilla que se iba formando en su boca y que tragaba con dificultad, con felicidad. Pensó: «Si sobrevivo, la odiaré, maldeciré hasta las flores que se llaman como ella». Porque Jurema sabía hasta dónde llegaba su cobardía, los extremos a que podía empujarlo. Mientras masticaba, lento, avaro, dichoso, asustado, recordó la primera noche de Canudos, el hombre exhausto, de piernas de aserrín y semiciego que era, tropezando, cayendo, los oídos aturdidos por los vítores al Consejero. De pronto se había sentido levantado en peso por una vivísima confusión de olores, de puntos chisporroteantes, oleaginosos, y el rumor creciente de las letanías. De la misma manera súbita todo enmudeció. «Es él, el Consejero.» Su mano apretó con tanta fuerza esa mano que no había soltado todo el día, que la mujer dijo «suélteme, suélteme». Más tarde, cuando la voz ronca cesó y la gente comenzó a dispersarse, él, Jurema y el Enano se tumbaron en el mismo descampado. Habían perdido al cura de Cumbe al entrar a Canudos, arrebatado por la gente. Durante la prédica, el Consejero agradeció al cielo que lo hubiera hecho volver, resucitar, y el periodista miope supuso que el Padre Joaquim estaba allá, al lado del ¡santo, en la tribuna, andamio o torre desde donde hablaba. Después de todo, Moreira César tenía razón: el cura era yagunzo, era uno de ellos. Fue entonces que se puso a llorar. Había sollozado como ni siquiera imaginaba haberlo hecho de niño, implorando a la mujer que lo ayudara a salir de Canudos. Le ofreció ropas, casa, cualquier cosa para que no lo abandonara, medio ciego y medio muerto de hambre. Sí, ella sabía que el miedo lo tornaba una basura capaz de cualquier cosa para despertar la compasión. El Enano había terminado. Oyó algunos aplausos y el auditorio comenzó a deshacerse. Tenso, trató de distinguir si estiraban una mano, si daban algo, pero tuvo la desoladora impresión de que nadie lo hacía. —¿Nada? —susurró, cuando sintió que estaban solos.

—Nada —repuso la mujer, con su indiferencia de siempre, poniéndose de pie. El periodista miope se incorporó también y, al notar que ella —figurilla alargada, cuyos cabellos sueltos y camisola en jirones recordaba — se ponía a andar, la imitó. El Enano iba a su lado, su cabeza a la altura de su codo.

—Están más hueso y pellejo que nosotros —lo oyó murmurar—. ¿Te recuerdas de Cipo, Jurema? Aquí se ven todavía más desechos. ¿Has visto nunca tantos mancos, ciegos, tullidos, tembladores, albinos, sin orejas, sin narices, sin pelos, con tantas costras y manchas? Ni te has dado cuenta, Jurema. Yo sí. Porque aquí me siento normal. Se rió, de buen humor, y el periodista miope lo oyó silbar una tonada alegre un buen rato.

—¿Nos darán hoy también farinha de maíz? —dijo, de pronto, con ansiedad. Pero estaba pensando algo distinto y añadió, con amargura —: Si es verdad que el Padre Joaquim se ha ido de viaje, ya no tenemos quien nos ayude. ¿Por qué nos hizo eso, por qué nos abandonó?

—¿Y por qué no nos iba a abandonar? —dijo el Enano—. ¿Acaso somos algo de él? ¿Nos conocía? Agradece que, por él, tengamos techo para dormir.

Era cierto, ya los había ayudado, gracias a él tenían techo. Quién si no el Padre Joaquim podía haber sido la razón de que, al día siguiente de dormir a la intemperie, con los huesos y músculos adoloridos, una voz poderosa, eficiente, que parecía corresponder a ese bulto sólido, a ese rostro barbado, les había dicho: —Vengan, pueden dormir en el depósito. Pero no salgan de Belo Monte. ¿Estaban prisioneros? Ni él, ni Jurema ni el Enano le preguntaron nada a ese hombre que sabía mandar y que, con una simple frase, les organizó el mundo. Los llevó sin decir otra palabra a un sitio que el periodista miope adivinó grande, sombreado, caluroso y repleto y, antes de desaparecer —sin averiguar quiénes eran, ni qué hacían allí ni qué querían hacer — les repitió que no podían irse de Canudos y que tuvieran cuidado con las armas. El Enano y Jurema le explicaron que estaban rodeados de fusiles, de pólvora, de morteros, de cartuchos de dinamita. Comprendió que eran las armas arrebatadas al Séptimo Regimiento. ¿No era absurdo que durmieran ahí, en medio de ese botín de guerra? No, la vida había dejado de ser lógica y por eso nada podía ser absurdo. Era la vida: había que aceptarla así o matarse.

Pensaba eso, que, aquí, algo distinto a la razón ordenaba las cosas, los hombres, el tiempo, la muerte, algo que sería injusto llamar locura y demasiado general llamar fe, superstición, desde la tarde en que oyó por primera vez al Consejero, inmerso en esa multitud que al escuchar la voz profunda, alta, extrañamente impersonal, había adoptado una inmovilidad granítica, un silencio que podía tocarse. Antes que por las palabras y el tono majestuoso del hombre, el periodista se sintió golpeado, aturdido, anegado, por esa quietud y ese silencio con que lo escuchaban. Era como… era como… Buscó con desesperación esa semejanza con algo que sabía depositado al fondo de la memoria porque, está seguro, una vez que asomara a su conciencia le aclararía lo que estaba sintiendo. Sí: los candomblés. Alguna vez, en esos humildes ranchos de los morenos de Salvador, o en los callejones de detrás de la Estación de la Calzada, asistiendo a los ritos frenéticos de esas sectas que cantaban en perdidas lenguas africanas, había percibido una organización de la vida, un contubernio de las cosas y de los hombres, del tiempo, el espacio y la experiencia humana tan totalmente prescindente de la lógica, del sentido común, de la razón, como la que, en esta noche rápida que comenzaba a deshacer las siluetas, percibía en esos seres a los que aliviaba, daba fuerzas y asiendo esa voz profunda, cavernosa, dilacerada, tan despectiva de las necesidades materiales, tan orgullosamente concentrada en el espíritu, en todo lo que no se comía ni vestía ni usaba, los pensamientos, las emociones, los sentimientos, las virtudes. Mientras la oía, el periodista miope creyó intuir el porqué de Canudos, el porqué duraba esa aberración que era Canudos. Pero cuando la voz cesó y terminó el éxtasis de la gente, su confusión volvió a ser la de antes.

—Ahí tienen un poco de farinha —oyó que decía la esposa de Antonio Vilanova o la de Honorio: sus voces eran idénticas—. Y leche.

Dejó de pensar, de divagar, y fue sólo un ser ávido que se llevaba con las puntas de los dedos bocaditos de harina de maíz a la boca y los ensalivaba y retenía mucho rato entre el paladar y la lengua antes de tragarlos, un organismo que sentía gratitud cada vez que el sorbo de leche de cabra llevaba a la intimidad de su cuerpo esa sensación bienhechora.

Cuando terminaron, el Enano eructó y el periodista miope lo sintió reír, con alegría. «Si come está contento, si no, triste», pensó. Él también: su felicidad o infelicidad dependían ahora en buena parte de sus tripas. Esa verdad elemental era la que reinaba en Canudos, y, sin embargo, ¿podían ser llamadas materialistas estas gentes? Porque otra idea persistente de estos días era que esta sociedad había llegado, por oscuros caminos y acaso equivocaciones y accidentes, a desembarazarse de las preocupaciones del cuerpo, de la economía, de la vida inmediata, de todo aquello que era primordial en el mundo de donde venía. ¿Sería su tumba este sórdido paraíso de espiritualidad y miseria? Los primeros días en Canudos tenía ilusiones, imaginaba que el curita de Cumbe se acordaría de él, le contrataría unos guías, un caballo, y podría volver a Salvador. Pero el Padre Joaquim no había vuelto a verlos y ahora decían que estaba de viaje. Ya no aparecía en las tardes en los andamios del Templo en construcción, en las mañanas ya no celebraba misa. Nunca había podido acercarse a él, cruzar esa masa compacta y armada de hombres y mujeres con trapos azules que rodeaba al Consejero y a su séquito y ahora nadie sabía si el Padre Joaquim volvería. ¿Sería distinta su suerte si le hubiera hablado? ¿Qué le habría dicho? «¿Padre Joaquim, tengo miedo de estar entre yagunzos, sáqueme de aquí, lléveme donde haya militares y policías que me ofrezcan alguna seguridad?» Le pareció oír la respuesta del curita: «¿Y a mí qué seguridad me ofrecen ellos, señor periodista? ¿Se olvida que me salvé de puro milagro de que el Cortapescuezos me matara? ¿Se imagina que yo podría volver donde haya militares y policías?». Se echó a reír, de manera incontenible, histérica. Se escuchó riendo, asustado, pensando que esa risa podía ofender a los borrosos seres de esta tierra. El Enano, contagiado, se reía también, a carcajadas. Lo imaginó pequeñito, contrahecho, retorciéndose. Lo irritó que Jurema permaneciese seria.

—Vaya, el mundo es chico, volvimos a encontrarnos —dijo una voz áspera, viril, y el periodista miope advirtió que unas siluetas se acercaban. Una de ellas, la más baja, con una mancha roja que debía ser un pañuelo, se plantó frente a Jurema—. Yo pensaba que los perros la habían matado allá arriba, en el monte. —No me mataron —respondió Jurema. —Me alegro —dijo el hombre—. Hubiera sido una lástima.

«La quiere para él, se la va a llevar», pensó el periodista miope, rápido. Se le humedecieron las manos. Se la llevaría y el Enano los seguiría. Se puso a temblar: se

imaginaba solo, librado a su semiceguera, agonizando de inanición, de encontronazos, de terror.

—Además del enanito, se trajo otro acompañante —oyó decir al hombre, entre adulador y burlón—. Bueno, ya nos veremos. Alabado sea el Buen Jesús.

Jurema no contestó y el periodista miope permaneció encogido, atento, esperando —no sabía por qué — recibir una patada, un bofetón, un escupitajo.

—Éstos no son todos —dijo una voz distinta a la que había hablado y él, después de un segundo, reconoció a Joáo Abade—. Hay más en el depósito de cueros. —Son bastantes —dijo la voz del primer hombre, ahora neutra.

—No lo son —dijo Joáo Abade—. No lo son si es verdad que vienen ocho o nueve mil. Ni el doble ni el triple serían bastantes. —Cierto —dijo el primero.

Los sintió moverse, circular por delante y por detrás de ellos, y adivinó que estaban palpando los fusiles, levantándolos, manoseándolos, que se los llevaban a la cara para ver si tenían alineadas las miras y limpias las almas. ¿Ocho, nueve mil? ¿Venían ocho, nueve mil soldados?

—Y ni siquiera todos sirven, Pajeú —dijo Joáo Abade—. ¿Ves? El cañón torcido, el gatillo roto, la culata partida.

¿Pajeú? El que estaba ahí, moviéndose, conversando, el que le había hablado a Jurema, era Pajeú. Decían algo de las joyas de la Virgen, mencionaban a un Doctor llamado Aguilar de Nascimento, sus voces se alejaban y se acercaban con sus pasos. Todos los bandidos del sertón estaban acá, todos se habían vuelto beatos. ¿Quién lo podía entender? Pasaban frente a él y el periodista miope podía ver esos dos pares de piernas al alcance de su mano.

—¿Quiere oír ahora la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo? —oyó preguntar al Enano—. La sé, la he contado mil veces ¿Se la recito, señor? —Ahora no —dijo Joáo Abade—. Pero otro día sí. ¿Por qué me dices señor? ¿No sabes mi nombre acaso?

—Sí lo sé —murmuró el Enano—. Discúlpeme…

Los pasos de los hombres se apagaron. El periodista miope se había puesto a pensar: «El que cortaba orejas, narices, el que castraba a sus enemigos y les tatuaba sus iniciales. El que asesinó a todo un pueblo para probar que era Satán. Y Pajeú, el carnicero, el ladrón de ganado, el asesino, el bribón». Ahí habían estado, junto a él. Se hallaba aturdido y con ganas de escribir.

—¿Viste cómo te habló, te miró? —oyó decir al Enano—. Qué suerte, Jurema. Te llevará a vivir con él y tendrás casa y comida. Porque Pajeú es uno de los que mandan aquí. ¿Qué iba a ser de él?

«No son diez moscas por habitante sino mil —piensa el Teniente Pires Ferreira—. Saben que son indestructibles.» Por eso no se inmutan cuando el ingenuo trata de espantarlas. Eran las únicas moscas del mundo que no se movían cuando la mano revoloteaba a milímetros de ellas, queriendo ahuyentarlas. Sus varios ojos observaban al infeliz, desafiándolo. Éste podía aplastarlas, sí, sin ningún trabajo. ¿Qué ganaba con esa asquerosidad? Diez, veinte se materializaban al instante en el sitio de la apachurrada. Mejor resignarse a su vecindad, como los sertaneros. Las dejaban pasearse por sus comidas y sus ropas, ennegrecer sus casas y sus alimentos, anidar en los cuerpos de los recién nacidos, limitándose a apartarlas de la rapadura que iban a morder o a escupirlas si se les metían a la boca. Eran más grandes que las de Salvador, los únicos seres gordos de esta tierra donde hombres y animales parecían reducidos a su mínima expresión. Está tumbado, desnudo, en su cama del Hotel Continental. Por la ventana ve la estación y la enseña: Vila Bela de Santo Antonio das Queimadas. ¿Odia más a las moscas o a Queimadas, donde tiene la sensación de que va a pasar el resto de sus días, enfermo de tedio, decepcionado, ocupado en filosofar sobre las moscas? Éste es uno de esos momentos en que la amargura lo hace olvidar que es un privilegiado, pues tiene un cuartito para él solo, en este Hotel Continental que es la codicia de los millares de soldados y oficiales que se apiñan, de dos en dos, de cuatro en cuatro, en las viviendas intervenidas o alquiladas por el Ejército y de quienes —la gran mayoría — duermen en las barracas levantadas a orillas del Itapicurú. Tiene la fortuna de ocupar un cuarto en el Hotel Continental por derecho de veteranía. Está aquí desde que pasó por Queimadas el Séptimo Regimiento y el Coronel Moreira César lo confinó a la humillada función de ocuparse de los enfermos, en la retaguardia. Desde esta ventana ha visto los acontecimientos que han convulsionado el sertón, a Bahía, al Brasil, en los últimos tres meses: la partida de Moreira César en dirección a Monte Santo y el regreso precipitado de los sobrevivientes del desastre, los ojos encandilados todavía por el pánico y la estupefacción; ha visto después vomitar, semana tras semana, al tren de Salvador a militares profesionales, cuerpos de policía y regimientos de voluntarios que vienen desde todas la regiones del país a este pueblo enseñoreado por las moscas, a vengar a los patriotas muertos, a salvar a las instituciones humilladas y a restaurar la soberanía de la República. Y desde este Hotel Continental el Teniente Pires Ferreira ha visto cómo esas decenas y decenas de compañías, tan entusiastas, tan ávidas de acción, han sido aprisionadas por una telaraña que las mantiene inactivas, inmovilizadas, distraídas por preocupaciones que no tienen nada que ver con los ideales generosos que las trajeron: los incidentes, los robos, la falta de vivienda, de comida, de transporte, de enemigos, de mujer. La víspera, el Teniente Pires Ferreira ha asistido a una reunión de oficiales del Tercer Batallón de Infantería, convocada por un escándalo mayúsculo —la desaparición de cien fusiles Comblain y de veinticinco cajas de municiones — y el Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, después de leer una Ordenanza advirtiendo que, a menos de devolución inmediata, los autores del robo serán sumariamente ejecutados, les ha dicho que el gran problema —transportar a Canudos el enorme equipo del cuerpo expedicionario — aún no se ha resuelto y que por lo tanto no hay nada fijo todavía sobre la partida.

Tocan la puerta y el Teniente Pires Ferreira dice «Adelante». Su ordenanza viene a recordarle el castigo al soldado Queluz. Mientras se viste, bostezando, trata de evocar la cara de éste al que, está seguro, hace una semana o un mes, ya azotó, acaso por la misma falta. ¿Cuál? Las conoce todas: raterías al Regimiento o a las familias que aún no se han marchado de Queimadas, peleas con soldados de otros cuerpos, intentos de deserción. El Capitán de la compañía le confía a menudo los azotes con que se trata de conservar la disciplina, cada vez más estropeada por el aburrimiento y las privaciones. No es algo que le guste al Teniente Pires Ferreira, eso de dar varazos. Pero ahora tampoco le disgusta, ha pasado a formar parte de la rutina de Queimadas, como dormir, vestirse, desvestirse, comer, enseñar a los soldados las piezas de un Mánnlicher o un Comblain, lo que es el cuadrado de defensa y el de ataque, o reflexionar sobre las moscas.

Al salir del Hotel Continental, el Teniente Pires Ferreira toma la avenida de Itapicurú, nombre de la pendiente pedregosa que sube hacia la Iglesia de San Antonio, observando, por sobre los techos de las casitas pintadas de verde, blanco o azul, las colinas con arbustos resecos que rodean a Queimadas. Pobres las compañías de infantes en plena instrucción, en aquellas colinas abrasadas. Ha llevado cien veces a los reclutas a enterrarse en ellas y los ha visto empaparse de sudor y a veces perder el conocimiento. Son sobre todo los voluntarios de tierras frías los que se desploman como pollitos a poco de marchar por el desierto con la mochila a la espalda y el fusil al hombro. Las calles de Queimadas no son a estas horas el hormigueo de uniformes, el muestrario de acentos del Brasil, que se vuelven en las noches, cuando soldados y oficiales se vuelcan a las calles a conversar, tocar una guitarra, escuchar canciones de sus pueblos y saborear el trago de aguardiente que han conseguido procurarse a precios exorbitantes. Hay, aquí y allá, grupos de soldados con la camisa desabotonada, pero no divisa a un solo vecino en el trayecto hacia la Plaza Matriz, de airosas palmeras uricurís que siempre hierven de pájaros. Casi no quedan vecinos. Salvo alguno que otro vaquero demasiado viejo, enfermo o apático, que mira con odio indisimulado desde la puerta de la casa que debe compartir con los intrusos, todos han ido desapareciendo.

En la esquina de la pensión Nuestra Señora de las Gracias —en cuya fachada se lee: «No permitimos personas sin camisas» — el Teniente Pires Ferreira reconoce, en el joven oficial de cara borrada por el sol que viene a su encuentro, al Teniente Pinto Souza, de su Batallón. Está aquí hace sólo una semana, conserva la fogosidad de los recién venidos. Se han hecho amigos y en las noches suelen pasear juntos.

—He leído el informe que escribiste sobre Uauá —dice, poniéndose a caminar junto a Pires Ferreira, en dirección al campamento—. Es terrible.

El Teniente Pires Ferreira lo mira protegiéndose con una mano contra la resolana: —Para quienes lo vivimos, sí, sin duda. Para el pobre Doctor Antonio Alves de Santos sobre todo —dice—. Pero lo de Uauá no es nada comparado con lo que les ocurrió al Mayor Febronio y al Coronel Moreira César.

—No hablo de los muertos sino de lo que dices sobre los uniformes y las armas —lo corrige el Teniente Pinto Souza. —Ah, eso —murmura el Teniente Pires Ferreira.

—No lo comprendo —exclama su amigo, consternado—. La superioridad no ha hecho nada.

—A la segunda y a la tercera expedición les pasó lo que a nosotros —dice Pires Ferreira—. También las derrotaron el calor, las espinas y el polvo antes que los yagunzos. Se encoge de hombros. Redactó ese informe recién llegado a Joazeiro, después de la derrota, con lágrimas en los ojos, deseoso de que su experiencia aprovechara a sus compañeros de armas. Con lujo de detalles explicó que los uniformes quedaron destrozados con el sol, la lluvia y la polvareda, que las casacas de franela y los pantalones de paño se convertían en cataplasmas y eran desgarrados por las ramas de la caatinga. Contó que los soldados perdieron gorras y zapatos y tuvieron que andar descalzos la mayor parte del tiempo. Pero sobre todo fue explícito, escrupuloso, insistente en lo de las armas: «Pese a su magnífica puntería, el Mánnlicher se malogra con gran facilidad; bastan unos granos de arena en la recámara para que el cerrojo deje de funcionar. De otro lado, si se dispara seguido, el calor dilata el cañón y entonces se estrecha la recámara y los cargadores de seis cartuchos ya no entran en ella. El extractor, por efecto del calor, se estropea y hay que sacar los cartuchos usados con la mano. Por último, la culata es tan frágil que al primer golpe se quiebra». No sólo lo ha escrito; lo ha dicho a todas las comisiones que lo han interrogado y lo ha repetido en decenas de conversaciones privadas. ¿De qué ha servido?

—Al principio, creí que no me creían —dice—. Que pensaban que escribí eso para excusar mi derrota. Ahora ya sé por qué la superioridad no hace nada. —¿Por qué? —pregunta el Teniente Pinto Souza.

—¿Van a cambiar los uniformes de todos los cuerpos del Ejército del Brasil? ¿No son todos de franela y paño? ¿Van a tirar a la basura todos los zapatos? ¿Echar al mar todos los Mánnlichers que tenemos? Hay que seguir usándolos, sirvan o no sirvan. Han llegado al campamento del Tercer Batallón de Infantería, en la margen derecha del Itapicurú. Está junto al pueblo, en tanto que los otros se alejan de Queimadas, aguas arriba. Las barracas se alinean frente a las laderas de tierra rojiza, de grandes pedruscos oscuros, a cuyos pies discurren las aguas negro–verdosas. Los soldados de la compañía están aguardándolo; los castigos son siempre muy concurridos pues es uno de los pocos entretenimientos del Batallón. El soldado Queluz, ya preparado, tiene la espalda desnuda, entre una ronda de soldados que le hacen bromas. Él les contesta riéndose. Al llegar los dos oficiales todos se ponen serios y Pires Ferreira ve, en los ojos del castigado, un súbito temor, que disimula tratando de conservar la expresión burlona e indócil. —Treinta varas —lee, en el parte del día—. Son muchas. ¿Quién te castigó? —El Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, su señoría —murmura Queluz. —¿Qué hiciste? —pregunta Pires Ferreira. Está calzándose el guante de cuero, para que la frotación de las varas no le reviente las ampollas. Queluz pestañea, incómodo, mirando con el rabillo del ojo a derecha y a izquierda. Brotan risitas, murmullos. —Nada, su señoría —dice, atragantado.

Pires Ferreira interroga con los ojos al centenar de soldados que forman círculo. —Quiso violar a un corneta del Quinto Regimiento —dice el Teniente Pinto Souza, con disgusto—. Un cabra que no ha cumplido quince años. Lo sorprendió el propio Coronel. Eres un degenerado, Queluz.

—No es cierto, su señoría, no es cierto —dice el soldado, negando con la cabeza—. El

Coronel interpretó mal mis intenciones. Estábamos bañándonos en el río sanamente. Se lo juro.

—¿Y por eso se puso a pedir auxilio el corneta? —dice Pinto Souza—. No seas cínico. —Es que el corneta también interpretó mal mis intenciones, su señoría —dice el soldado, muy serio. Pero como estalla una risotada general, él mismo acaba por reírse. —Más pronto comenzamos, más pronto terminamos —dice Pires Ferreira, cogiendo la primera vara, de varias que tiene a su alcance el ordenanza. La prueba en el aire y con el movimiento cimbreante, que produce un silbido de enjambre, la ronda de soldados retrocede—. ¿Te amarramos o aguantas como bravo? —Como bravo, su señoría —dice el soldado Queluz, palideciendo. —Como bravo que se tira a los cornetas —aclara alguien y hay otra salva de risas. —Media vuelta, entonces, y cógete las bolas —ordena el Teniente Pires Ferreira. La da los primeros azotes con fuerza, viéndolo trastabillar cuando la varilla enrojece su espalda; luego, a medida que el esfuerzo lo empapa de transpiración a él también, lo hace de modo más suave. El corro de soldados canta los varazos. No han llegado a veinte cuando los puntos cárdenos de la espalda de Queluz comienzan a sangrar. Con el último varazo, el soldado cae de rodillas, pero se incorpora ahí mismo y se vuelve hacia el Teniente, tambaleándose:

—Muchas gracias, su señoría —murmura, con la cara hecha agua y los ojos inyectados. —Consuélate pensando que estoy tan agotado como tú —jadea Pires Ferreira—. Anda a la enfermería, que te echen desinfectante. Y deja en paz a los cornetas. La ronda se disuelve. Algunos soldados se alejan con Queluz, al que alguien echa encima una toalla, en tanto que otros descienden la barranca arcillosa para refrescarse en el Itapicurú. Pires Ferreira se moja la cara en un cubo de agua que le acerca su ordenanza. Firma el parte indicando que ha ejecutado el castigo. Mientras, responde a las preguntas del Teniente Pinto Souza, quien sigue obsesionado con su informe sobre Uauá. ¿Esos fusiles eran antiguos o comprados recientemente?

—No eran nuevos —dice Pires Ferreira—. Habían sido usados en 1894, en la campaña de Sao Paulo y Paraná. Pero la vejez no explica sus desperfectos. El problema es la constitución del Mánnlicher. Fue concebido en Europa, para ambientes y climas muy distintos, para un Ejército con una capacidad de mantenimiento que el nuestro no tiene. Lo interrumpe el toque simultáneo de muchas cornetas, en todos los campamentos. —Reunión general —dice Pinto Souza—. No estaba prevista.

—Debe ser el robo de esos cien fusiles Comblain, tiene loco al Comando —dice Pires Ferreira—. A lo mejor han encontrado a los ladrones y van a fusilarlos. —A lo mejor ha llegado el Ministro de Guerra —dice Pinto Souza—. Está anunciado. Se dirigen al punto de reunión del Tercer Batallón, pero allí les informan que se reunirán también con los oficiales del Séptimo y del Decimocuarto, es decir, toda la Primera Brigada. Corren hacia el puesto de mando, instalado en una curtiembre, a un cuarto de legua aguas arriba del Itapicurú. En el trayecto, advierten un movimiento inusitado en todos los campamentos y la algarabía de las cornetas ha crecido tanto que es difícil desentrañar sus mensajes. En la curtiembre se hallan ya varias decenas de oficiales, algunos de los cuales deben haber sido sorprendidos en plena siesta, pues están todavía embutiéndose las camisas o abrochándose las guerreras. El jefe de la Primera Brigada, Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, encaramado sobre una banca, habla, accionando, pero Pires Ferreira y Pinto Souza no oyen lo que dice pues hay a su alrededor aclamaciones, vítores al Brasil, burras a la República y algunos oficiales arrojan al aire sus quepis para manifestar su contento. —Qué pasa, qué pasa —dice el Teniente Pinto Souza.

— ¡Partimos a Canudos dentro de dos horas! —le grita, eufórico, un capitán de Artillería.

— II

—¿Locura, malentendidos? No basta, no explica todo —murmuró el Barón de Cañabrava—. Ha habido también estupidez y crueldad.

Se le había representado de pronto la cara mansa de Gentil de Castro, con sus pómulos sonrosados y sus patillas rubias, inclinándose a besar la mano de Estela en alguna fiesta de Palacio, cuando él formaba parte del gabinete del Emperador. Era delicado como una dama, ingenuo como un niño, bondadoso, servicial. ¿Qué otra cosa que la imbecilidad y la maldad podían explicar lo ocurrido con Gentil de Castro?

—Supongo que no sólo Canudos, que toda la historia está amasada con eso —repitió, haciendo una mueca de disgusto.

—A menos que uno crea en Dios —lo interrumpió el periodista miope, y su voz empedrada recordó al Barón su existencia—. Como ellos, allá. Todo era transparente. La hambruna, los bombardeos, los despanzurrados, los muertos de inanición. El Perro o el Padre, el Anticristo o el Buen Jesús. Sabían al instante qué hecho procedía de uno u otro, si era benéfico o maléfico. ¿No los envidia? Todo resulta fácil si uno es capaz de identificar el mal o el bien detrás de cada cosa que ocurre.

—Me acordé de repente de Gentil de Castro —murmuró el Barón de Cañabrava—. La estupefacción que debió sentir al saber por qué arrasaban sus periódicos, por qué destruían su casa.

El periodista miope alargó el pescuezo. Estaban sentados frente a frente, en los sillones de cuero, separados por una mesita con una jarra de refresco de papaya y plátano. La mañana transcurría de prisa, la luz que alanceaba la huerta era ya la del mediodía. Voces de pregoneros ofreciendo viandas, loros, rezos, servicios, sobrevolaban las tapias. —Esta parte de la historia tiene explicación —retintineó el hombre que parecía plegadizo—. Lo que ocurrió en Río de Janeiro, en Sao Paulo, es lógico y racional. —¿Lógico y racional que la multitud se vuelque a las calles a destruir periódicos, a asaltar casas, a asesinar a gentes incapaces de señalar en el mapa dónde está Canudos, porque unos fanáticos derrotan a una expedición a miles de kilómetros de distancia? ¿Lógico y racional eso?

—Estaban intoxicados por la propaganda —insistió el periodista miope—. Usted no ha leído los periódicos, Barón.

—Conozco lo que pasó en Río por una de las propias víctimas —dijo éste—. Se salvó por un pelo de que lo mataran a él también.

El Barón se había encontrado con el Vizconde de Ouro Préto en Lisboa. Había pasado toda una tarde con el anciano líder monárquico, refugiado en Portugal luego de huir precipitadamente del Brasil, después de las terribles jornadas que vivió Río de Janeiro al llegar allí la noticia de la derrota del Séptimo Regimiento y la muerte de Moreira César. Incrédulo, confuso, espantado, el viejo ex–dignatario había visto desfilar en la rua Marqués de Abrantes, bajo los balcones de la casa de la Baronesa de Guanabara, donde se hallaba de visita, una manifestación que, iniciada en el Club Militar, llevaba carteles pidiendo su cabeza como responsable de la derrota de la República en Canudos. Poco después venía un mensajero a avisarle que su hogar había sido saqueado, al igual que los de otros conocidos monárquicos, y que la Gazeta de Noticias y A Liberdade ardían. —El espía inglés de Ipupiará —recitó el periodista miope, golpeando con los nudillos en la mesa—. Los fusiles encontrados en el sertón que iban rumbo a Canudos. Los proyectiles de Kropatchek de los yagunzos que sólo podían haber traído barcos británicos. Y las balas explosivas. Las mentiras machacadas día y noche se vuelven verdades.

—Usted sobrestima la audiencia del Jornal de Noticias —sonrió el Barón de Cañabrava. —El Epaminondas Goncalves de Río de Janeiro se llama Aleindo Guanabara y su diario A República —afirmó el periodista miope—. Desde la derrota del Mayor Febronio, A República no dejó un solo día de presentar pruebas concluyentes de la complicidad del Partido Monárquico con Canudos.

El Barón lo oía a medias, porque estaba oyendo lo que, arropado en una manta que apenas le dejaba la boca libre, le había dicho el Vizconde de Ouro Préto: «Lo patético es que nunca tomamos en serio a Gentil de Castro. Nunca fue nadie durante el Imperio. Jamás recibió un título, una distinción, un cargo. Su monarquismo era sentimental, no tenía que ver con la realidad».

—Por ejemplo, la prueba concluyente de las reses y las armas de Sete Lagoas, en Minas Gerais —seguía diciendo el periodista miope—. ¿No iban acaso hacia Canudos? ¿No las conducía el conocido jefe de capangas de caudillos monárquicos, Manuel Joáo Brandao? ¿No había trabajado éste para Joaquim Nabuco, para el Vizconde de Ouro Préto? Aleindo da los nombres de los policías que prendieron a Brandao, reproduce sus declaraciones confesándolo todo. ¿Qué importa que Brandao no existiera y que nunca fuera descubierto tal cargamento? Estaba escrito, era verdad. La historia del espía de Ipupiará repetida, multiplicada. ¿Ve cómo es lógico, racional? A usted no lo lincharon porque en Salvador no hay jacobinos, Barón. Los bahianos sólo se exaltan con los Carnavales, la política les importa un bledo.

—En efecto, ahora puede trabajar en el Diario de Bahía —bromeó el Barón—. Ya conoce las infamias de nuestros adversarios.

—Ustedes no son mejores que ellos —susurró el periodista miope—. ¿Se olvida que Epaminondas es su aliado y sus antiguos amigos miembros del gobierno? —Descubre un poco tarde que la política es algo sucio —dijo el Barón. —No para el Consejero —dijo el periodista miope—. Para él era limpia. —También para el pobre Gentil de Castro —suspiró el Barón.

Al volver de Europa se había encontrado en su escritorio una carta, despachada desde Río varios meses atrás, en la que el propio Gentil de Castro, con estudiada caligrafía, le preguntaba: «¿Qué es esto de Canudos, mi afectísimo Barón? ¿Qué está ocurriendo en sus queridas tierras nordestinas? Nos achacan toda clase de disparates conspiratorios y no podemos siquiera defendernos pues no entendemos el asunto. ¿Quién es Antonio Consejero? ¿Existe? ¿Quiénes son esos depredadores Sebastianistas con quien se empeñan en vincularnos los jacobinos? Mucho le agradecería me ilustrara el respecto…». Ahora, el anciano al que el nombre de Gentil correspondía tan bien estaba muerto por haber armado y financiado una rebelión que pretendía restaurar el Imperio y esclavizar el Brasil a Inglaterra. Años atrás, cuando comenzó a recibir ejemplares de A Gazeta de Noticias y A Liberdade, el Barón de Cañabrava le escribió al Vizconde de Ouro Préto, preguntándole qué absurdidad era esa de sacar dos hojas nostálgicas de la monarquía, a estas alturas, cuando era obvio para todo el mundo que el Imperio estaba definitivamente enterrado. «Qué quiere usted, mi querido… No ha sido idea mía ni de Joáo Alfredo ni de Joaquim Nabuco ni de ninguno de sus amigos de aquí, sino, exclusivamente del Coronel Gentil de Castro. Ha decidido gastarse sus dineros sacando esas publicaciones con el propósito de defender el nombre de quienes servimos al Emperador, del vilipendio a que nos someten. A todos nos parece bastante extemporánea la reivindicación de la monarquía en estos momentos, pero ¿cómo cortarle este arranque al pobre Gentil de Castro? No sé si usted lo recuerda. Un buen hombre, nunca figuró demasiado…»

—No estaba en Río sino en Petrópolis, al llegar las noticias a la capital —dijo el Vizconde de Ouro Préto—. Con mi hijo, Alfonso Celso, le mandé decir que no se le ocurriera volver, que sus diarios habían sido arrasados, su casa destruida y que una turbamulta en la rua do Ouvidor y en el Largo de San Francisco pedía su muerte. Bastó eso para que Gentil de Castro decidiera volver.

El Barón lo imaginó, sonrosado, haciendo su maletín y dirigiéndose a la estación, mientras en Río, en el Club Militar, una veintena de oficiales mezclaban sus sangres ante un compás y una escuadra y juraban vengar a Moreira César, elaborando una lista de traidores que debían ser ejecutados. El primer nombre: Gentil de Castro. —En la estación de Merití, Alfonso Celso le compró los diarios —prosiguió el Vizconde de Ouro Préto—. Gentil de Castro pudo leer todo lo ocurrido la víspera en la capital federal. Los mítines, el cierre de comercios y de teatros, las banderas a media asta y los crespones negros en los balcones, los ataques a diarios, los asaltos. Y, por supuesto, la noticia sensacional en A República: «Los fusiles descubiertos en Gazeta de Noticias y A Liberdade son de la misma marca y el mismo calibre que los de Canudos». ¿Cuál cree usted que fue su reacción?

—No tengo más alternativa que mandar mis padrinos a Aleindo Guanabara —musitó el Coronel Gentil de Castro, atusándose el blanco bigote—. Ha llevado la vileza demasiado lejos.

El Barón se echó a reír: «Quería batirse a duelo», pensó. «Lo único que se le ocurrió fue retar a duelo al Epaminondas Goncalves de Río. Mientras la muchedumbre lo buscaba para lincharlo, él pensaba en padrinos vestidos de oscuro, en espadas, en desafíos a primera sangre o a muerte.» La risa le humedecía los ojos y el periodista miope lo miraba sorprendido. Mientras ocurría eso, él viajaba hacia Salvador, estupefacto, sí, por la derrota de Moreira César, pero, en realidad, obsesionado por Estela, contando las horas que faltaban para que los médicos del Hospital Portugués y de la Facultad de Medicina lo tranquilizaran asegurándole que era una crisis pasajera, que la Baronesa volvería a ser una mujer alegre, lúcida, vital. Había estado tan aturdido por lo que ocurría a su mujer que recordaba como un sueño sus negociaciones con Epaminondas Goncalves y sus sentimientos al enterarse de la gran movilización nacional para castigar a los yagunzos, el envío de batallones de todos los estados, la formación de cuerpos de voluntarios, las kermesses y rifas públicas donde las damas subastaban sus joyas y sus cabelleras para armar nuevas compañías que fueran a defender a la República. Volvió a sentir el vértigo que había sentido al darse cuenta de la magnitud de aquello, ese laberinto de equivocaciones, desvaríos y crueldades.

—Al llegar a Río, Gentil de Castro y Alfonso Celso se deslizaron hasta una casa amiga, cerca de la estación de San Francisco Xavier —añadió el Vizconde de Ouro Préto—. Allí fui a reunirme con ellos, a escondidas. A mí me tenían de un lado a otro, oculto, para protegerme de las turbas que seguían en las calles. Todo el grupo de amigos tardamos un buen rato en convencer a Gentil de Castro que lo único que nos quedaba era huir cuanto antes de Río y del Brasil.

Se acordó trasladar al Vizconde y al Coronel a la estación, embozados, segundos antes de las seis y media de la tarde, hora de la partida del tren a Petrópolis. Allí permanecerían en una hacienda mientras se preparaba su fuga al extranjero. —Pero el destino estaba con los asesinos —murmuró el Vizconde—. El tren se atrasó media hora. En ese tiempo, el grupo de hombres embozados que éramos acabó por llamar la atención. Comenzaron a llegar manifestaciones que recorrían el andén dando vivas al Mariscal Floriano y mueras a mí. Acabábamos de subir al vagón cuando nos rodeó una turba con revólveres y puñales. Sonaron varios pistoletazos en el instante en que el tren arrancaba. Todas las balas dieron en Gentil de Castro. No sé por qué estoy vivo.

El Barón se imaginó al anciano de mejillas sonrosadas con la cabeza y el pecho abierto, tratando de persignarse. Tal vez esa muerte no le hubiera disgustado. ¿Era una muerte de caballero, no?

—Tal vez —dijo el Vizconde de Ouro Préto—. Pero, su entierro, estoy seguro que le disgustó.

Había sido enterrado a escondidas, por consejo de las autoridades. El Ministro Amaro Cavalcanti advirtió a los deudos que, debido a la excitación callejera, el gobierno no podía garantizar la seguridad de los familiares y amigos si intentaban un sepelio aparatoso. Ningún monárquico asistió al entierro y Gentil de Castro fue llevado al cementerio en una carroza cualquiera, a la que seguía una berlina en la que se hallaban su jardinero y dos sobrinos. Éstos no permitieron que el sacerdote terminara el responso, temerosos de que aparecieran los jacobinos.

—Veo que la muerte de ese hombre, allá en Río, lo impresiona mucho —volvió a sacarlo de sus reflexiones el periodista miope—. En cambio, no lo impresionan las otras. Porque hubo otras muertes, allá en Canudos.

¿En qué momento se había puesto de pie su visitante? Estaba frente a los estantes de libros, inclinado, torcido, un rompecabezas humano, mirándolo ¿con furia? detrás de sus lentes espesos.

—Es más fácil imaginar la muerte de una persona que la de cien o mil —murmuró el Barón—. Multiplicado, el sufrimiento se vuelve abstracto. No es fácil conmoverse por cosas abstractas.

—A menos que uno lo haya visto pasar de uno a diez, a cien, a mil, a miles —dijo el periodista miope—. Si la muerte de Gentil de Castro fue absurda, en Canudos murieron muchos por razones no menos absurdas.

—¿Cuántos? —murmuró el Barón. Sabía que nunca se conocería, que, como lo demás de la historia, la cifra sería algo que historiadores y políticos reducirían y aumentarían al compás de sus doctrinas y del provecho que podían sacarle. Pero no pudo dejar de preguntárselo.

—He tratado de saberlo —dijo el periodista, acercándose con su andar dubitativo y desmoronándose en el sillón—. No hay cálculo exacto. —¿Tres mil? ¿Cinco mil muertos? —susurró el Barón, buscándole los ojos. —Entre veinticinco y treinta mil.

—¿Está usted considerando los heridos, los enfermos? —respingó el Barón. —No hablo de los muertos del Ejército —dijo el periodista—. Sobre ellos sí hay estadísticas precisas. Ochocientos veintitrés, incluidas las víctimas de epidemias y accidentes.

Hubo un silencio. El Barón bajó la vista. Se sirvió un poco de refresco, pero apenas lo probó pues se había calentado y parecía un caldo.

—En Canudos no podía haber treinta mil almas —dijo—. Ningún pueblo del sertón puede albergar a esa cantidad de gente.

—El cálculo es relativamente simple —dijo el periodista—. El General Osear hizo contar las viviendas. ¿No lo sabía? Está en los diarios: 5.783. ¿Cuánta gente vivía en cada casa? Mínimo, cinco o seis. O sea, entre veinticinco y treinta mil muertos. Hubo otro silencio, largo, interrumpido por un zumbar de moscardones. —En Canudos no hubo heridos —dijo el periodista—. Los llamados sobrevivientes, esas mujeres y niños que el Comité Patriótico de su amigo Lelis Piedades ha repartido por el Brasil, no estaban en Canudos, sino en localidades de la vecindad. Del cerco sólo escaparon siete personas.

—¿También sabe eso? —levantó la vista el Barón.

—Yo era uno de los siete —dijo el periodista miope. Y, como queriendo evitar una pregunta, añadió de prisa —: Ea estadística que les preocupaba a los yagunzos era otra. Cuántos morirían de bala y cuántos de cuchillo. Se quedó callado un buen rato; con la cabeza espantó a un insecto. —Es un cálculo que no hay manera de hacer, por supuesto —continuó, estrujándose las manos—. Pero alguien podría darnos pistas. Un sujeto interesante, Barón. Estuvo con el Regimiento de Moreira César y volvió con la cuarta expedición al mando de una Compañía de Río Grande do Sul. El Alférez Maranháo. El Barón lo miraba, adivinando casi lo que iba a decir.

—¿Sabía que degollar es una especialidad gaucha? El Alférez Maranháo y sus hombres eran especialistas. En él, a la destreza se unía la afición. Con la mano izquierda cogía al yagunzo de la nariz, le levantaba la cabeza y pegaba el tajo. Uno de veinticinco centímetros, que abría la carótida: la cabeza caía como la de un monigote. —¿Está tratando de conmoverme? —dijo el Barón.

—Si el Alférez Maranháo nos dijera cuántos degollaron él y sus hombres se podría saber cuántos yagunzos se fueron al cielo y cuántos al infierno —estornudó el miope—. El degüello tenía ese otro inconveniente. Despachaba el alma al infierno, al parecer.

La noche que sale de Canudos, al frente de trescientos hombres armados —muchos más de los que ha mandado nunca — Pajeú se ordena a sí mismo no pensar en la mujer. Sabe la importancia que tiene su misión, y también lo saben sus compañeros, escogidos entre los mejores caminantes de Canudos (porque habrá que andar mucho). Al pasar al pie de la Favela hacen un alto. Señalando los contrafuertes del cerro, apenas visible en la oscuridad conmovida por los grillos y las ranas, Pajeú les recuerda que es allí donde hay que traerlos, subirlos, encerrarlos, para que Joáo Abade y Joáo Grande y todos los que no han partido con Pedráo y los Vilanova hacia Geremoabo al encuentro de los soldados que vienen por ese rumbo, los acribillen desde los cerros y llanos vecinos, donde los yagunzos ya han tomado sus emplazamientos en trincheras cargadas de municiones. Joáo Abade tiene razón, es la manera de dar un golpe mortal a las carnadas malditas: empujarlas a ese cerro pelado. No tendrán donde guarecerse y los tiradores harán puntería sobre ellas sin ser siquiera vistos. «O los soldados caen en la trampa y los deshacemos —ha dicho el Comandante de la Calle—. O caemos nosotros, pues, si rodean Belo Monte, no tenemos hombres ni armas para impedir que entren. De ustedes depende, cabras.» Pajeú aconseja a los hombres que sean avaros con las municiones, que apunten siempre a los perros que llevan insignias en los brazos o tienen sable y van montados y que no se dejen ver. Los divide en cuatro cuerpos y los cita a la tarde siguiente, en la Laguna del Lage, no lejos de la Sierra de Aracaty, donde, calcula, estará llegando para entonces la avanzada de la tropa que partió ayer de Monte Santo. Ninguno de los grupos debe dar pelea si encuentran patrullas; deben ocultarse, dejarlas pasar y, a lo más, hacerlas seguir por un pistero. Nada ni nadie debe hacerles olvidar su obligación: traer a los perros a la Favela.

El grupo de ochenta hombres que se queda con él, es el último en continuar la marcha. Una vez más rumbo a la guerra… Ha salido así tantas veces, desde que tiene uso de razón, en las noches, escondiéndose, para dar un zarpazo o para evitar que se lo dieran, que no está más inquieto esta vez que las otras. Para Pajeú la vida es eso: huir o ir al encuentro de algún enemigo, sabiendo que atrás y adelante hay y habrá siempre, en el espacio y en el tiempo, balas, heridos y muertos.

La cara de la mujer se desliza una vez más —porfiada, intrusa — en su cabeza. El caboclo hace un esfuerzo para expulsar la tez pálida, los ojos resignados, los cabellos lacios que caen sueltos sobre la espalda, y ansiosamente busca algo distinto en qué pensar. A su lado va Táramela, pequeñito, enérgico, masticando, feliz porque lo acompaña, como en los tiempos del cangaco. Precipitadamente le pregunta si trae consigo ese emplasto de yema de huevo que es el mejor remedio contra la picadura de la cobra. Táramela le recuerda que, al separarse de los otros grupos, él mismo ha repartido a Joaquim Macambira, Mané Quadrado y Felicio un poco de emplasto. «Cierto», dice Pajeú. Y como Táramela calla y lo mira, Pajeú se interesa por saber si los otros grupos tendrán suficientes tigelinhas, esos lamparines de barro que les permitirán comunicarse a la distancia, en las noches, si hace falta. Táramela, riéndose, le recuerda que él mismo ha verificado la distribución de lamparines en el almacén de los Vilanova. Pajeú gruñe que tantos olvidos, indican que se está volviendo viejo. «O que se está enamorando», bromea Táramela. Pajeú siente calor en las mejillas y la cara de la mujer, que ha conseguido expulsar, regresa. Con extraña vergüenza de sí mismo, piensa: «No sé su nombre, no sé de dónde es». Cuando vuelva a Belo Monte, se lo preguntará. Los ochenta yagunzos caminan detrás de él y de Táramela en silencio, o hablando tan bajo que sus voces quedan apagadas por el rodar de piedrecillas y el acompasado sonido de sandalias y alpargatas. Hay entre ellos quienes estuvieron con él en el cangaco, mezclados con otros que fueron compañeros de correrías de Joáo Abade o de Pedráo, cabras que sirvieron en las volantes de la policía e incluso ex–guardias rurales e infantes que desertaron. Que estén marchando juntos hombres que eran enemigos irreconciliables es obra del Padre, allá arriba, y aquí abajo del Consejero. Ellos han hecho este milagro, hermanar a los caínes, convertir en fraternidad el odio que reinaba en el sertón.

Pajeú apura la marcha y mantiene un paso vivo toda la noche. Cuando, al amanecer, llegan a la Sierra de Caxamango y protegidos por una empalizada de xique–xiques y mandacarús hacen alto para comer, todos están acalambrados.

Táramela despierta a Pajeú unas cuatro horas después. Han llegado dos pisteros, ambos muy jóvenes. Hablan ahogándose y uno de ellos se soba los pies hinchados, mientras explican a Pajeú que han seguido a las tropas desde Monte Santo. En efecto, son miles de soldados. Divididos en nueve cuerpos, avanzan muy despacio por la dificultad para arrastrar sus armas, carros y barracas, y el freno que les significa un cañón larguísimo, que se entierra a cada paso y los obliga a ensanchar la trocha. Lo halan nada menos que cuarenta bueyes. Hacen, a lo más, cinco leguas por día. Pajeú los interrumpe: no le interesa cuántos son sino su rumbo. El muchacho que se soba los pies cuenta que han hecho un alto en Río Pequenho y pernoctado en Caldeiráo Grande. Luego han tomado la dirección de Gitirana, donde se detuvieron, y, por fin, después de muchos tropiezos, arribaron a Jua, donde han pasado la noche.

La ruta de los perros sorprende a Pajeú. No es la de ninguna de las expediciones anteriores. ¿Tienen la intención de llegar por Rosario, en vez de por Bendengó, el Cambaio o la Sierra de Cañabrava? Si es así, todo será más fácil, pues con unas cuantas embestidas y mañas de los yagunzos, esa ruta los llevará a la Favela. Manda a un pistero a Belo Monte, a repetir a Joáo Abade lo que acaba de oír, y reanudan la marcha. Andan hasta el crepúsculo sin detenerse, por parajes alborotados de mangabeiras y cipos y matorrales de macambiras. En la Laguna de Lage están ya los grupos de Mané Quadrado, Macambira y Felicio. El primero ha cruzado una patrulla a caballo que exploraba la trocha de Aracaty y Jueté. Acuclillados detrás de vallas de cactos los han visto pasar y, un par de horas después, regresar. No hay duda, pues: si mandan patrullas por el rumbo de Jueté es que han elegido el camino de Rosario. El viejo Macambira se rasca la cabeza: ¿por qué escoger la trayectoria más larga? ¿Por qué dar esa vuelta que les representará catorce o quince leguas más?

—Porque es más plano —dice Táramela—. Por ahí casi no hay subidas ni bajadas. Les será más fácil hacer pasar sus cañones y carretas.

Convienen en que es lo más probable. Mientras los otros descansan, Pajeú, Táramela, Mané Quadrado, Macambira y Felicio cambian opiniones. Como es casi seguro que la tropa entre por Rosario, se decide que Mané Quadrado y Joaquim Macambira vayan a apostarse allí. Pajeú y Felicio le escoltarán desde la Sierra de Aracaty. Al amanecer, Macambira y Mané Quadrado parten con la mitad de los hombres. Pajeú pide a Felicio adelantarse con sus setenta yagunzos hacia Aracaty, sembrando a éstos por la media legua de camino a fin de conocer en detalle los movimientos de los batallones. El permanecerá aquí.

La Laguna de Lage no es una laguna —acaso lo fue, en tiempos remotísimos—, sino una oquedad húmeda, donde se sembraba maíz, yuca y fréjol, como recuerda muy bien Pajeú, que pernoctó muchas veces en esas casitas ahora quemadas. Hay una sola con la fachada intacta y el techo completo. Un cabra aindiado dice, señalándola, que esas tejas podrían servir para el Templo del Buen Jesús. En Belo Monte ya no se fabrican tejas pues todos los hornos funden balas. Pajeú asiente y ordena destejar la casa. Distribuye a los hombres por el contorno. Está dando instrucciones al pistero que va a despachar a Canudos, cuando oye cascos y un relincho. Se arroja al suelo y se escabulle entre los pedruscos. Ya protegido, ve que los hombres han tenido tiempo de refugiarse también, antes de que aparezca la patrulla. Todos, menos los que destejan la casita. Ve a una docena de jinetes corretear a tres yagunzos que escapan en zigzag, en direcciones distintas. Desaparecen en los roquedales sin, aparentemente, ser heridos. Pero el cuarto no llega a saltar del techo. Pajeú trata de identificarlo: no, está muy lejos. Después de mirar un rato a los jinetes que le apuntan con los fusiles, se lleva las manos a la cabeza, en actitud de rendición. Pero de pronto se lanza sobre uno de los jinetes. ¿Quería apoderarse del caballo, escapar al galope? Le falla, pues el soldado lo arrastra con él al suelo. El yagunzo golpea a derecha y a izquierda hasta que el que dirige el pelotón le dispara a boca de jarro. Se nota que le fastidia matarlo, que hubiera querido llevar un prisionero a sus jefes. La patrulla se retira, observada por los emboscados. Pajeú se dice, satisfecho, que los hombres han resistido la tentación de matar a ese puñado de perros. Deja a Táramela en la Laguna de Lage, para enterrar al muerto, y va a instalarse en las elevaciones que hay a medio camino de Aracaty. Ya no permite que sus hombres marchen juntos, sino fragmentados y a distancia de la trocha. A poco de llegar a los peñascos —un buen mirador — aparece la vanguardia. Pajeú siente la cicatriz en su cara, una tirantez, una herida que fuera a abrirse. Le ocurre en los momentos críticos, cuando vive alguna ocurrencia extraordinaria. Soldados armados de picos, palas, machetes y serruchos van despejando la trocha, aplanándola, tumbando árboles, apartando piedras. Deben haber tenido trabajo en la Sierra de Aracaty, filuda y escabrosa; vienen con los torsos desnudos y las camisas amarradas a la cintura, de tres en fondo, encabezados por oficiales a caballo. Los perros son muchos, sí, cuando los encargados de abrirles camino pasan de doscientos. Pajeú divisa también a un pistero de Felicio que sigue de cerca a los zapadores.

Es el principio de la tarde cuando cruza el primero de los nueve cuerpos. Cuando pasa el último el cielo está lleno de estrellas diseminadas en torno a una luna redonda que baña el sertón con suave resplandor amarillo. Han estado pasando, a veces juntos, a veces separados por kilómetros, con uniformes que cambian de color y de forma —verdosos, azules con listas rojas, grises, con botones dorados, con correajes, con quepis, con sombreros de vaquero, con botines, con zapatos, con alpargatas — a pie y a caballo. En medio de cada cuerpo, cañones tirados por bueyes. Pajeú —la cicatriz no deja un momento de estar presente en su cara — cuenta las municiones y los víveres: siete carretas de bueyes, cuarenta y tres carros de burros, unos doscientos cargadores doblados por los bultos en las espaldas (muchos son yagunzos). Sabe que esas cajas de madera traen proyectiles para fusil y en su cabeza se arma un laberinto de cifras cuando trata de adivinar cuántas balas tendrán por habitante de Belo Monte. Sus hombres no se mueven; se diría que no respiran, que no pestañean, y nadie abre la boca. Mudos, inmóviles, consubstanciados con las piedras, los cactos y los arbustos que los ocultan, escuchan las cornetas que llevan órdenes de batallón a batallón, ven flamear las banderas de los escoltas, oyen gritar a los servidores de las piezas de artillería azuzando a bueyes, mulas y burros. Cada cuerpo avanza separado en tres partes, esperando la del centre que las de los costados se adelanten para luego avanzar. ¿Por qué hacen este movimiento que los demora y que parece un retroceso tanto como un avance? Pajeú comprende que es para evitar ser sorprendidos por los flancos, como les ocurría a los animales y soldados del Cortapescuezos, que podían ser atacados por los yagunzos desde la misma orilla de la trocha. Mientras contempla este espectáculo ruidoso, multicolor, que se desenvuelve calmosamente a sus pies, se repite las mismas preguntas: ¿Cuál es la ruta por la que piensan llegar? ¿Y si se abren en abanico para entrar a Canudos por diez sitios diferentes a la vez?

Luego de haber pasado la retaguardia, come un bocado de farinha y rapadura y reemprende el regreso, para esperar a los soldados en Jueté, a dos leguas de marcha. Durante el trayecto, que les toma un par de horas, Pajeú siente a los hombres comentando entre dientes el tamaño de ese cañón al que han bautizado la Matadeira. Los hace callar. Cierto, es enorme, capaz sin duda de volar varias casas de un disparo, tal vez de perforar las paredes de piedra del Templo en construcción. Habrá que prevenir a Joáo Abade sobre la Matadeira.

Como ha calculado, los soldados acampan en la Laguna de Lage. Pajeú y sus hombres pasan tan cerca de las barracas que oyen a los centinelas comentando las incidencias de la jornada. Se reúnen con Táramela antes de la medianoche, en Jueté. Allí encuentran un mensajero de Mané Quadrado y Macambira; ambos están ya en Rosario. En el camino han visto patrullas a caballo. Mientras los hombres beben y se mojan las caras, a la luz de la luna, en la lagunita de Jueté donde antes llevaban sus rebaños los pastores de la comarca, Pajeú despacha un pistero a Joáo Abade y se tiende a dormir, entre Táramela y un viejo que sigue hablando de la Matadeira. Sería bueno que los perros capturaran a un yagunzo y que éste les revelara que todas las entradas de Belo Monte están protegidas, salvo los cerros de la Favela. Pajeú da vueltas a la idea hasta que se duerme. En el sueño, lo visita la mujer.

Cuando comienza a clarear, llega el grupo de Felicio. Se ha visto sorprendido por una de las patrullas de soldados que flanquean al convoy de reses y cabras que siguen a la Columna. Ellos se dispersaron, sin sufrir bajas, pero el volver a agruparse los demoró y todavía hay tres perdidos. Cuando se enteran del encuentro en la Laguna de Lage, un curiboca que no debe tener más de trece años y que Pajeú usa como mensajero, se echa a llorar. Es el hijo del yagunzo que los perros encontraron destejando la casa y mataron. Mientras marchan hacia Rosario, atomizados en grupos de pocos hombres, Pajeú se acerca al chiquillo. Éste hace esfuerzos por contener las lágrimas, pero, a veces, se le escapa un sollozo. Le pregunta sin preámbulos si quiere hacer algo por el Consejero, algo que ayudará a vengar a su padre. El chiquillo lo mira con tanta decisión que no necesita otra respuesta. Le explica lo que espera de él. Se forma una ronda de yagunzos, que escuchan mirándolos alternativamente a él y al chiquillo.

—No es cuestión sólo de hacerte pescar —dice Pajeú—. Tienen que creerse que no querías que te pescaran. Y no es cuestión de que te pongas a hablar a la primera. Tienen que creerse que te han hecho hablar. O sea, dejar que te peguen y hasta que te corten. Tienen que creerse que estás asustado. Sólo así te creerán. ¿Podrás? El chiquillo tiene los ojos secos y una expresión adulta, como si en cinco minutos hubiera

crecido cinco años. —Podré, Pajeú.

Se reúnen con Mané Quadrado y Macambira en las afueras de Rosario, donde la senzala y la casa grande de la hacienda están en ruinas. Pajeú despliega a los hombres en una quebrada, al filo derecho de la trocha, con órdenes de no pelear sino el tiempo justo para que los perros los vean huir en dirección a Bendengó. El chiquillo está a su lado, las manos en la escopeta de perdigones casi tan alta como él. Pasan los zapadores, sin verlos, y, algo después, el primer batallón. El tiroteo estalla y se eleva una polvoreda. Pajeú espera, para disparar, que ésta se disipe un poco. Lo hace tranquilo, apuntando, disparando con intervalos de varios segundos las seis balas del Mánnlicher que lo acompaña desde Uauá. Escucha la algarabía de silbatos, cornetas, gritos, ve el desorden de la tropa. Superada en algo la confusión, urgidos por sus jefes, los soldados comienzan a arrodillarse y a responder los disparos. Hay una cometería frenética, no tardarán en llegar refuerzos. Puede oír a los oficiales ordenando a sus subordinados internarse en la caatinga en pos de los atacantes.

Entonces, carga su fusil, se incorpora y, seguido por otros yagunzos, avanza hasta el centro de la trocha. Encara a los soldados que se hallan a cincuenta metros, les apunta y les descarga su fusil. Los hombres hacen lo mismo, plantados a su alrededor. Nuevos yagunzos emergen de los matorrales. Los soldados, por fin, vienen a su encuentro. El chiquillo, siempre a su lado, se lleva la escopeta a una oreja y cerrando los ojos se dispara. El perdigón lo baña en sangre.

—Llévate mi escopeta, Pajeú —dice, alcanzándosela—. Cuídamela. Me escaparé, volveré a Belo Monte.

Se tira al suelo y se pone a dar alaridos, cogiéndose la cara. Pajeú echa a correr —las balas zumban por todas partes — y seguido por los yagunzos se pierde en la caatinga. Una compañía se lanza tras ellos y se hacen perseguir un buen rato; la enredan en las matas de xique–xiques y altos mandacarús, hasta que los soldados se encuentran tiroteados por la espalda por los hombres de Macambira. Optan por retirarse. Pajeú también da media vuelta. Dividiendo a los hombres en los cuatro grupos de siempre, les ordena regresar, adelantarse a la tropa y esperarla en Baixas, a una legua de Rosario. En el camino, todos hablan de la bravura del chiquillo. ¿Se habrán creído los protestantes que ellos lo hirieron? ¿Lo estarán interrogando? ¿O, furiosos por la emboscada, lo despedazarían a sablazos?

Unas horas después, desde las matas densas de la planicie arcillosa de Baixas —han descansado, comido, contado a la gente, descubierto que faltan dos hombres y que hay once heridos — Pajeú y Táramela ven acercarse a la vanguardia. A la cabeza de la Columna, renqueando junto a un jinete que lo lleva atado a una cuerda, entre un grupo de soldados, está el chiquillo. Tiene la cabeza vendada y camina cabizbajo. «Le han creído —piensa Pajeú—. Si está ahí delante, es que va de pistero.» Siente un ramalazo de afecto por el curiboca.

Dándole un codazo, Táramela le susurra que los perros ya no están en el mismo orden que en Rosario. En efecto, las banderas de los escoltas de adelante son encarnadas y doradas en vez de azules y los cañones van a la vanguardia, incluso la Matadeira. Para protegerlos, hay compañías que peinan la caatinga; de continuar donde se hallan, alguna se dará de bruces con ellos. Pajeú indica a Macambira y a Felicio que se adelanten hasta Rancho do Vigario, adonde sin duda acampará la tropa. Gateando, sin ruido, sin que sus movimientos alteren la quietud del ramaje, los hombres del viejo y de Felicio se alejan y desaparecen. Poco después, estallan disparos. ¿Los han descubierto? Pajeú no se mueve: a cinco metros ve, por el entramado de matorrales, un cuerpo de masones a caballo, con largas lanzas rematadas en puntas de metal. Al oír los tiros, los soldados apuran el paso, hay galopes, toque de cornetas. La fusilería continúa, aumenta. Pajeú no mira a Táramela, no mira a ninguno de los yagunzos aplastados contra la tierra, ovillados entre las ramas. Sabe que el centenar y medio de hombres están, como él, sin respirar, sin moverse, pensando que Macambira y Felicio pueden estar siendo exterminados… El estruendo lo remece de pies a cabeza. Pero más que el cañonazo lo asusta el gritito que el estampido arranca a un yagunzo, detrás de él. No se vuelve a recriminarlo; con los relinchos y exclamaciones es improbable que lo hayan oído. Después del cañonazo, los tiros cesan.

En las horas que siguen, la cicatriz parece incandescente, irradia ondas ardientes hacia su cerebro. Ha elegido mal el sitio, dos veces pasan, a su espalda, patrullas con macheteros de paisano haciendo volar los arbustos. ¿Es milagro que no vean a sus hombres, pese a pasar casi pisándolos? ¿O esos macheteros son elegidos del Buen Jesús? Si los descubren, escaparán pocos pues, con esos miles de soldados, les será fácil cercarlos. Es el temor de ver a sus hombres diezmados, sin haber cumplido la misión, lo que convierte en llaga viva su cara. Pero, ahora, sería insensato moverse. Cuando empieza a oscurecer, ha contado veintidós carros de burros; aún falta la mitad de la Columna. Cinco horas ha visto soldados, cañones, animales. Nunca se le ocurrió que había tantos soldados en el mundo. La bola roja está cayendo rápido; en media hora estará oscuro. Le ordena a Táramela que se lleve la mitad de la gente a Rancho do Vigario y lo cita en las grutas donde hay armas escondidas. Apretándole el brazo, le susurra: «Ten cuidado». Los yagunzos parten, inclinados hasta tocar con el pecho las rodillas, de a tres, de a cuatro.

Pajeú continúa allí hasta que el cielo se estrella. Cuenta diez carros más y ya no duda: es evidente que ningún batallón tomó otro rumbo. Llevándose a la boca el pito de madera, sopla, corto. Ha estado tanto rato inmóvil que le duele todo el cuerpo. Se soba con fuerza las pantorrilas antes de echarse a andar. Cuando va a tocarse el sombrero, descubre que no lo tiene. Recuerda que lo perdió en Rosario: una bala se lo llevó, una bala que le dejó el calor de su paso.

La marcha hasta Rancho do Vigario, a dos leguas de Baixas, es lenta, fatigante; progresan cerca de la trocha, en fila india, deteniéndose a cada momento, arrastrándose como lombrices para cruzar los descampados. Llegan pasada la medianoche. En vez de acercarse a la vivienda misionera al que el sitio debe el nombre, Pajeú se desvía hacia el Oeste, en busca del desfiladero rocoso, al que siguen colinas con grutas. Es el punto de reunión. No sólo Joaquim Macambira y Felicio —han perdido sólo tres hombres en el choque con los soldados — los esperan. También Joáo Abade.

Sentados por tierra, en una gruta, en torno a una lamparilla, mientras bebe un zurrón de agua algo salobre, que le sabe a gloria, y come bocados de fréjol que tienen fresco el sabor del aceite, Pajeú le cuenta a Joáo Abade lo que ha visto, hecho, temido y sospechado desde que salió de Canudos. Éste lo escucha, sin interrumpirlo, esperando que se ponga a beber o a masticar para hacerle preguntas. Alrededor están Táramela, Mané Quadrado y el viejo Macambira, que mete su cuchara para hablar alarmado de la Matadeira. Afuera, los yagunzos se han echado a dormir. La noche es clara, con grillos. Joáo Abade cuenta que la Columna que viene subiendo desde Sergipe y Geremoabo, es la mitad de numerosa que ésta, no más de dos mil hombres. Pedráo y los Vilanova la esperan en Cocorobó. «Es el mejor lugar para caerle», dice. «Lo que viene después es chato. Desde hace tres días, todo Belo Monte está abriendo trincheras, allí donde había corrales, por si Pedráo y los Vilanova no consiguen parar a la República en Cocorobó.» Y de inmediato vuelve al asunto que les importa. Está de acuerdo con ellos: si ha venido hasta Rancho do Vigario, la Columna atravesará mañana la Sierra de Angico. Porque, si no, tendría que hacer diez leguas más hacia el Oeste antes de hallar otra trocha para sus cañones.

—Después de Angico comienza el peligro —gruñe Pajeú. Como otras veces, Joáo Abade hace trazos en la tierra con la punta de su faca: —Si se desvían hacia el Tabolerinho, todo nos falla. La gente está esperándolos ya alrededor de la Favela.

Pajeú imagina la horquilla en que se bifurca el declive, luego del pedrerío espinoso de Angico. Si no toman el rumbo de Pitombas, no llegarán a la Favela. ¿Por qué tendrían que tomar el rumbo de Pitombas? Muy bien podrían tomar el otro, el que desemboca en las faldas del Cambaio y el Tabolerinho.

—Salvo que se encuentren aquí con una pared de balas —explica Joáo Abade, alumbrando con la lamparilla la tierra rayada—. Si no tienen pase por ese lado, no les queda más que tomar la dirección de Pitombas y el Umburanas.

—Los esperaremos a la salida de Angico, entonces —asiente Pajeú—. Les meteremos bala a lo largo de toda la ruta, por la derecha. Verán que el camino está cerrado.

—Eso no es todo —dice Joáo Abade—. Después, tienen que darse tiempo para reforzar a Joáo Grande, en el Riacho. Al otro lado hay bastante gente. Pero no en el Riacho. La fatiga y la tensión caen de golpe sobre Pajeú, a quien Joáo Abade ve de pronto escurrirse sobre el hombro de Táramela, dormido. Éste lo desliza hasta el suelo y aparta el fusil y la escopeta del muchacho curiboca, que Pajeú tenía sobre las piernas. Joáo Abade se despide con un rápido «Alabado sea el Buen Jesús Consejero». Cuando Pajeú despierta, el día despunta en la cima del desfiladero, pero a su alrededor es aún noche cerrada. Remece a Táramela, a Felicio, a Mané Quadrado y al viejo Macambira, que han dormido también en la gruta. Mientras un resplandor azulado se extiende por las lomas, se ocupan de reponer, con las municiones enterradas por la Guardia Católica, las que gastaron en Rosario. Cada yagunzo lleva trescientos proyectiles en su zurrón. Pajeú hace repetir a cada uno lo que va a hacer. Los cuatro grupos parten por separado.

Al trepar las lajas de la Sierra de Angico, el de Pajeú —será el primero que atacará, para hacerse perseguir desde esas lomas hasta Pitombas, donde estarán apostados los otros — escucha, lejanas, las cornetas. La Columna se ha puesto en marcha. Deja a dos yagunzos en la cumbre y va a emboscarse al pie de la vertiente, frente a la rampa que es paso obligatorio, el único sitio por donde pueden resbalar las ruedas de los carromatos. Esparce a la gente entre las matas, bloqueando la trocha que se bifurca al Oeste y les vuelve a repetir que esta vez no se trata de correr. Eso, más tarde. Primero hay que aguantar el tiroteo. Que el Anticristo crea que tiene al frente cientos de yagunzos. Después, hay que hacerse ver, corretear, seguir hasta Pitombas. Uno de los yagunzos que dejó en la cumbre llega a decir que viene una patrulla. Son seis soldados; los dejan pasar sin dispararles. Uno rueda del caballo, pues la laja es resbaladiza, sobre todo en la mañana, por la humedad acumulada en la noche. Después de esa patrulla, pasan otras dos, antes de los zapadores con sus palas, picos y serruchos. La segunda patrulla enrumba hacia el Cambaio. Malo. ¿Significa que en este punto van a abrirse? Casi enseguida surge la vanguardia. Se ha arrimado mucho a los que limpian el camino. ¿Estarán así, tan juntos, los nueve cuerpos?

Tiene ya el fusil en el hombro y está midiendo al jinete viejo que debe ser el jefe, cuando estalla un disparo, otro y varias ráfagas. Mientras observa el desorden en la rampa, los protestantes que se atropellan, y, a su vez, dispara, Pajeú se dice que tendrá que averiguar quién desencadenó el tiroteo antes de que él diera el primer disparo. Vacía su cacerina, despacio, apuntando, pensando que por culpa del que disparó los perros han tenido tiempo de retroceder y refugiarse en la cumbre.

El fuego cesa una vez que la rampa queda vacía. En la cima se vislumbran gorras rojiazules, brillo de bayonetas. Los soldados, parapetados tras las rocas, tratan de localizarlos. Oye ruidos de armas, de hombres, de animales, a veces injurias. De repente, irrumpe por la rampa un pelotón, encabezado por un oficial que apunta con el sable a la caatinga. Pajeú ve cómo taconea con ferocidad en su bayo nervioso, piafante. Ninguno de los jinetes rueda en la rampa, todos llegan al pie de la vertiente pese a la lluvia de balas. Pero todos caen, acribillados, apenas invaden la caatinga. El oficial del sable, alcanzado por varios tiros, ruge: «¡Muestren las caras, cobardes!». «¿Mostrarles las caras para que nos maten?», piensa Pajeú. «¿Eso es lo que los ateos llaman hombría?» Extraña manera de pensar; el diablo no sólo es malvado, sino estúpido. Está cargando su fusil, recalentado por el fuego. La rampa se llena de soldados, otros se descuelgan por el roquerío. A la vez que apunta, siempre con calma, Pajeú calcula que son lo menos cien, acaso ciento cincuenta.

Ve, por el rabillo del ojo, que un yagunzo lucha cuerpo a cuerpo con un soldado y se pregunta cómo ha llegado éste hasta aquí. Se pone la faca entre los dientes; es su costumbre, desde los tiempos del cangaco. La cicatriz se hace presente y oye, muy cerca, muy nítidos, gritos de «¡Viva la república!» «¡Viva el Mariscal Floriano!» «¡Muera Inglaterra!». Los yagunzos responden: «¡Muera el Anticristo!» «¡Viva el Consejero!» «¡Viva Belo Monte!».

«No podemos quedarnos aquí, Pajeú», le dice Táramela. Por la rampa baja ahora una compacta masa de soldados, carros de bueyes, un cañón, jinetes, protegidos por dos compañías que cargan contra la caatinga. Se abalanzan disparando y hunden las bayonetas en los matorrales con la esperanza de ensartar al enemigo invisible. «O nos vamos ahora o no nos vamos más, Pajeú», repite Táramela, pero su voz no está asustada. Él quiere tener la seguridad de que los soldados toman realmente el rumbo de Pitombas. Sí, no hay duda, el flujo de uniformes enfila sin vacilar al Norte; nadie, fuera de los que rastrillan el matorral, tuerce hacia el Oeste. Todavía dispara las últimas balas antes de sacarse la faca de la boca y soplar el pito de madera con todas sus fuerzas. Instantáneamente aquí y allá surgen los yagunzos, agazapados, gateando, corriendo, alejándose de espaldas, saltando de refugio en refugio, desalados, algunos escabulléndose entre los pies de los soldados. «No hemos perdido a nadie», piensa, admirado. Vuelve a soplar el pito y, seguido por Táramela, inicia también la retirada. ¿Ha demorado mucho? No corre en línea recta sino trazando un garabato de curvas, idas, vueltas, para dificultar la puntería del enemigo; vislumbra, a derecha y a izquierda, soldados que se llevan sus armas a la cara o corren persiguiendo a los yagunzos con la bayoneta adelantada. Mientras se interna en la caatinga, a toda la velocidad de sus piernas, piensa de nuevo en la mujer, en los dos que se mataron por ella: ¿será una de esas que traen desgracias?

Se siente agotado, el corazón a punto de estallar. Táramela también jadea. Es bueno que esté ahí ese compañero leal, amigo de tantos años, con el que no ha tenido jamás un cambio de palabras. Y en eso le salen al frente cuatro uniformes, cuatro rifles. «Tírate, tírate», grita. Se arroja al suelo y rueda, sintiendo que por lo menos dos disparan. Cuando alcanza a agazaparse ya tiene su fusil apuntando a los soldados que vienen hacia él. El Mánnlicher se ha encasquillado: el gatillo golpea sin provocar explosión. Oye un tiro y uno de los protestantes cae, agarrándose el vientre. «Sí, Táramela, eres mi suerte», piensa, a la vez que, utilizando el fusil como garrote, se lanza sobre los tres soldados a quienes ver a su compañero herido desconcierta unos segundos. Golpea y hace trastabillar a uno de ellos pero los otros se le echan encima. Siente un ardor, una punzada. Súbitamente la cara de uno de los soldados revienta en sangre y lo oye rugir. Táramela está ahí, después de irrumpir como un bólido. El enemigo que le toca no es adversario para Pajeú: muy joven, transpira y el uniforme en que está embutido apenas lo deja moverse. Forcejea hasta que Pajeú le arrebata el fusil y, entonces, corre. Táramela y el otro están en el suelo, resollando. Pajeú se les acerca y de un impulso hunde la faca hasta el mango en el cuello del soldado, el que gargariza, tiembla y queda inmóvil. Táramela tiene unos cuantos moretones y Pajeú sangra del hombro. Táramela le frota emplasto de huevo y lo venda, con la camisa de uno de los muertos. «Eres mi suerte, Táramela», dice Pajeú. «Soy», asiente éste. No pueden correr ahora, pues, además de los suyos, cada uno lleva un fusil de los soldados y su morral. Poco después oyen un tiroteo. Empieza ralo pero pronto cobra intensidad. La vanguardia ya está en Pitombas, recibiendo las balas de Felicio. Imagina la rabia que deben sentir al encontrarse, colgando de los árboles, los uniformes, las botas, las gorras, los correajes del Cortapescuezos, de darse con los restos comidos por los urubús. Durante casi toda su marcha hacia Pitombas, sigue el tiroteo y Táramela comenta: «Quién como ellos, les sobran balas, pueden disparar por disparar». Los tiros cesan de pronto. Felicio debe haber emprendido la retirada, sirviendo de señuelo a la Columna por el camino de las Umburanas, donde el viejo Macambira y Mané Quadrado la recibirán con otra lluvia de fuego.

Cuando Pajeú y Táramela —deben descansar un rato, pues el sobrepeso de los fusiles y morrales los fatiga el doble — llegan a la caatinga de Pitombas, todavía hay allí yagunzos diseminados. Disparan esporádicamente a la Columna que, sin prestarles atención, continúa discurriendo, entre una polvareda amarilla, hacia esa profunda depresión, antaño cauce de río, que los sertañeros llaman camino de las Umburanas. —No te debe doler mucho, cuando te ríes, Pajeú —dice Táramela. Pajeú está soplando el pito de madera, para hacer saber a los yagunzos que ya está allí, y piensa que tiene derecho a sonreír. ¿No están los perros hundiéndose por la quebrada, batallón tras batallón, camino de las Umburanas? ¿No los lleva ese camino, indefectiblemente, hacia la Favela?

Él y Táramela están en una explanada boscosa que cuelga sobre las barrancas peladas; no necesitan ocultarse, pues, además del ángulo muerto, los protegen los rayos del sol que ciegan a los soldados si miran en esta dirección. Ven cómo la Columna, allí abajo, va azulando, enrojeciendo la tierra grisácea. Escuchan siempre tiros esporádicos. Los yagunzos llegan reptando, emergen de cuevas, se descuelgan de palenques disimulados en los árboles.

Se apiñan en torno a Pajeú, al que alguien pasa un zurrón con leche, que él toma a sorbitos y que le deja un hilo blanco en las comisuras. Nadie le pregunta por su herida y, más bien, evitan mirársela, como si fuera algo impúdico. Pajeú va comiendo un puñado de frutas que ponen en sus manos: quixabas, trozos de umbú, mangabas. A la vez, escucha el informe entrecortado de dos hombres que Felicio dejó allí, mientras él iba a reforzar a Joaquim Macambira y a Mané Quadrado en las Umburanas. Los perros tardaron en reaccionar al ser tiroteados desde la explanada, porque les parecía arriesgado trepar el declive y ponerse en la mira de los tiradores o porque adivinaban que éstos eran grupos insignificantes. Sin embargo, cuando Felicio y sus hombres se adelantaron hasta la orilla del barranco y los ateos vieron que comenzaban a tener bajas, mandaron varias compañías a cazarlos. Así habían estado, ellos tratando de subir y los yagunzos aguantándolos, hasta que, por fin, los soldados se les colaron por uno y otro sitio y ellos los vieron desaparecer entre las matas. Felicio partió poco después. —Hasta hace un rato —dice uno de los mensajeros—, todo esto hervía de soldados. Táramela, que ha estado contando a la gente, le informa a Pajeú que hay treinta y cinco. ¿Esperarán a los otros?

—No hay tiempo —responde Pajeú—. Nos necesitan.

Deja un mensajero, para orientar a los demás, reparte los rifles y morrales que han traído y parte por el filo de las barrancas a encontrarse con Mané Quadrado, Felicio y Macambira. El reposo le ha hecho bien, y haber bebido y comido. Ya no le duelen los músculos; la herida le arde menos. Va de prisa, sin ocultarse, por la vereda quebradiza que los obliga a hacer eses. Sigue, a sus pies, la progresión de la Columna. La cabeza está ya lejos, tal vez subiendo la Favela, pues ni siquiera en las perspectivas sin obstáculos la divisa. El río de soldados, caballos, cañones, carromatos, no tiene fin. «Es un crótalo», piensa Pajeú. Cada batallón son los anillos, los uniformes las escamas, la pólvora de sus cañones el veneno con que emponzoña a sus víctimas. Le gustaría poder contarle a la mujer lo que le ha ocurrido.

Entonces, oye disparos. Todo ha salido como Joáo Abade planeó. Ahí están ya fusilando a la serpiente desde las rocas de las Umburanas, dándole el último empujón hacia la Favela. Al contornear una loma, ven subiendo a un pelotón de jinetes. Comienza a disparar, a los animales, para hacerlos rodar por el barranco. Qué buenos caballos, cómo escalan la pendiente tan parada. La salva de fusilería derriba a dos pero varios alcanzan la cumbre. Pajeú da orden de escapar, sabiendo, mientras corre, que los hombres deben sentirse resentidos pues los ha privado de una victoria fácil.

Cuando llegan por fin a las quebradas en las que se despliegan los yagunzos, Pajeú se da cuenta que sus compañeros están en una situación difícil. El viejo Macambira, a quien localiza después de un buen rato, le explica que los soldados bombardean las cumbres, provocando derrumbes, y que les envía compañías frescas cada cuerpo que pasa. «Hemos perdido bastantes», dice el viejo, mientras baquetea su fusil con energía y lo carga, cuidadosamente, con pólvora que extrae de un cuerno. «Lo menos veinte, gruñe. No sé si aguantaremos la próxima carga. ¿Qué hacemos?»

Desde donde está, Pajeú ve, próximo, el haz de lomas que componen la Favela y, más adelante, el Monte Mario. Esos cerros, grises y ocres, se han vuelto azulosos, rojizos, verdosos, y se mueven como infestados de larvas.

—Hace tres o cuatro horas que suben —dice el viejo Macambira—. Han subido hasta los cañones. Y también la Matadeira.

—Entonces, hicimos lo que teníamos que hacer —dijo Pajeú—. Entonces, vamonos todos a reforzar el Riacho.

Cuando las Sardelinhas le preguntaron si quería ir con ellas a cocinar a los hombres que esperaban a los soldados en Trabubú y Cocorobó, Jurema dijo que sí. Lo dijo mecánicamente, como decía y hacía las cosas. El Enano se lo reprochó y el miope lanzó ese ruido entre gemido y gárgara que emitía cada vez que algo lo asustaba. Llevaban ya más de dos meses en Canudos y no se separaban nunca.

Creyó que el Enano y el miope permanecerían en la ciudad, pero, cuando estuvo listo el convoy de cuatro acémilas, veinte cargadores y una docena de mujeres, ambos se pusieron junto a ella. Tomaron la ruta de Geremoabo. Nadie se incomodó ¿con la presencia de esos dos intrusos que no tenían armas ni picos y palas para hacer trincheras. Al pasar por los corrales, reconstruidos y con cabras y chivos otra vez, todos se pusieron a cantar himnos que, decían, había compuesto el Beatito. Ella iba callada, sintiendo, a través de las sandalias, los pedruscos del camino. El Enano cantaba como los demás. El miope, concentrado en la operación de ver qué pisaba, tenía una mano en el ojo derecho sosteniendo la montura de carey a la que había colado varios pedacitos de sus anteojos rotos. Ese hombre que parecía con más huesos que los otros, de andar desbarajustado, con ese artefacto de añicos de vidrio, que se acercaba a las cosas y a las personas como si fuera a toparlas, hacía olvidarse a ratos a Jurema de su mala estrella. En esas semanas en que había sido, para él, ojos, bastón y consuelo, había pensado que era como su hijo. Pensar «es mi hijo» de ese grandullón era su juego secreto, un pensamiento que la hacía reír. Dios la había hecho conocer gentes extrañas, que ni sospechaba que existieran, como Galileo Gall, los cirqueros o este ser descalabrado que acababa de dar un traspiés.

Cada cierto trecho encontraban en los montes grupos armados de la Guardia Católica; se detenían a repartirles farinha, frutas, rapadura, charqui y municiones. A ratos aparecían mensajeros que frenaban su carrera para hablar con Antonio Vilanova. Su paso levantaba un cuchicheo. El tema era el mismo: la guerra, los perros que venían. Había acabado por comprender que eran dos Ejércitos, acercándose uno por Queimadas y Monte Santo y otro por Sergipe y Geremoabo. Centenares de yagunzos habían partido en esas dos direcciones en los días pasados y cada tarde, durante los consejos, a los que Jurema asistía puntualmente, el Consejero exhortaba a rezar por ellos. Había visto la zozobra que provocaba la cercanía de una nueva guerra. A ella se le ocurrió sólo que, gracias a esa guerra, había partido y tardaría en volver el caboclo maduro y fortachón de la cicatriz cuyos ojitos la asustaban.

El convoy llegó a Trabubú al anochecer. Dieron de comer a los yagunzos atrincherados en las rocas y tres mujeres se quedaron con ellos. Luego Antonio Vilanova ordenó continuar rumbo a Cocorobó. Hicieron el último tramo a oscuras. Jurema le dio la mano al miope. Pese a su ayuda, resbaló tantas veces que Antonio Vilanova lo hizo montar en una acémila, sobre las bolsas de maíz. Al entrar al desfiladero de Cocorobó vino a su encuentro Pedráo. Era un hombre agigantado, casi tanto como Joáo Grande, mulato claro y ya viejo, con un clavinote antiguo que no se quitaba del hombro ni para dormir. Andaba descalzo, con un pantalón al tobillo y un chaleco que dejaba al aire sus brazos fornidos. Tenía un vientre esférico que se rascaba al hablar. Jurema sentía aprensión al verlo, por las historias que circulaban sobre su vida en Varzea de Ema, donde había hecho grandes fechorías con esos acompañantes de caras de forajidos que jamás se apartaban de él. Sentía que estar cerca de gentes como Pedráo, Joáo Abade o Pajeú, por más que ahora fueran santos, era inseguro, como vivir con una onza, una cobra y una tarántula que, por un oscuro instinto, podían en cualquier momento dar el zarpazo, morder o picar.

Ahora, Pedráo parecía inofensivo, disuelto en las sombras en las que conversaba con Antonio y con Honorio Vilanova, quien había emergido fantasmalmente de detrás de las rocas. Numerosas siluetas llegaron con él, descolgándose de las breñas para desembarazar a los cargadores de los bultos que traían a las espaldas. Jurema ayudaba a encender los braseros. Los hombres abrían cajas de municiones, bolsas con pólvora, repartían mechas. Ella y las demás mujeres empezaron a cocinar. Los yagunzos estaban tan hambrientos que apenas podían esperar que hirvieran las marmitas. Se aglomeraban en torno a Asunción Sardelinha, que les iba llenando de agua los cazos y latas, en tanto que otras les repartían puñados de mandioca; como cundió cierto desorden, Pedráo les ordenó calmarse.

Trabajó toda la noche, reponiendo una y otra vez las ollas, friendo trozos de carne, recalentando el fréjol. Los racimos de hombres parecían el mismo hombre multiplicado. Venían de diez en diez, de quince en quince, y cuando alguno reconocía entre las cocineras a su mujer, la cogía del brazo y se apartaba para conversar. ¿Por qué no se le había pasado nunca a Rufino por la cabeza, como a tantos sertaneros, venirse a Canudos? Si lo hubieran hecho, todavía estaría vivo.

Se escuchó un trueno. Pero el aire estaba seco, no podía ser anuncio de lluvia. Comprendió que era un cañón lo que retumbaba; Pedráo y los Vilanova hicieron apagar las fogatas y a los que estaban comiendo los mandaron regresar a las alturas. Sin embargo, una vez que se hubieron ido, ellos siguieron allí, conversando. Pedráo dijo que los soldados estaban en las afueras de Canche; tardarían en llegar. No viajaban de noche, los había seguido desde Simáo Dias y conocía sus costumbres. Apenas oscurecía, instalaban barracas y centinelas, hasta el día siguiente. En la madrugada, antes de partir, disparaban al aire: eso debía ser el cañonazo, estarían dejando Canche. —¿Son muchos? —lo interrumpió, desde el suelo, una voz que parecía ulular de pájaro—. ¿Cuántos son?

Jurema lo vio incorporarse, perfilarse entre ella y los hombres, larguirucho y quebradizo, tratando de mirar con el anteojo de añicos. Los Vilanova y Pedráo se echaron a reír, igual que las mujeres que estaban guardando los cacharros y las sobras de comida. Ella contuvo la risa. Sintió pena por el miope. ¿Había alguien más desvalido y acobardado que su hijo? Todo lo asustaba; las personas que lo rozaban, los tullidos, locos y leprosos que pedían caridad, la rata que cruzaba el almacén: todo le provocaba el gritito, le desencajaba la cara, lo hacía buscar su mano.

—No los he contado —se carcajeó Pedro—. ¿Para qué, si los vamos a matar a todos? Hubo otra onda de risas. En lo alto, comenzaba a aclarar. —Es mejor que las mujeres salgan de aquí —dijo Honorio Vilanova. Como su hermano, además de fusil, llevaba pistola y botas. Los Vilanova, por su manera de vestirse, de hablar y hasta por su físico, le parecían a Jurema muy diferentes del resto de Canudos. Pero nadie los trataba como si fueran distintos.

Pedráo, olvidándose del miope, indicó a las mujeres que lo siguieran. La mitad de los cargadores se habían trepado al monte, pero el resto estaba allí, con los bultos a cuestas. Un arco rojo se levantaba detrás de los cerros de Cocorobó. El miope siguió en el sitio, moviendo la cabeza, cuando el convoy se puso en marcha para instalarse en las rocas, detrás de los combatientes. Jurema le cogió la mano: estaba empapada. Sus ojos vidriosos y oscilantes la miraron con gratitud. «Vamos —dijo ella, arrastrándolo—. Nos están dejando atrás.» Tuvieron que despertar al Enano, que dormía a pierna suelta. Cuando llegaron a un altozano abrigado, cerca de las cumbres, las avanzadas del Ejército entraban al desfiladero y había comenzado la guerra. Los Vilanova y Pedráo desaparecieron y allí quedaron, entre rocas erosionadas, las mujeres, el miope y el Enano, escuchando los disparos. Eran lejanos, dispersos. Jurema los oía a izquierda y derecha y pensó que el viento debía llevarse el estruendo pues llegaban muy amortiguados. No veía nada: una pared de piedras mohosas les ocultaba a los tiradores. Esa guerra, a pesar de estar tan cerca, parecía lejanísima. «¿Son muchos?», balbuceó el miope. Seguía aferrado a su mano. Le respondió que no sabía y fue a ayudar a las Sardelinhas a descargar las acémilas y disponer las tinajas con agua, las ollas con comida, las tiras y trapos para hacer vendados y los emplastos y remedios que el boticario había metido en una caja. Vio que el Enano trepaba hacia la cumbre. El miope se sentó en el suelo y se tapó la cara, como llorando. Pero cuando una de las mujeres le gritó que recogiera ramas para hacer una techumbre, se incorporó de prisa y Jurema lo vio afanarse, palpando el lugar en busca de tallos, hojas, yerbas, que venía a alcanzarles tropezando. Era tan cómica esa figurilla que iba y venía, levantándose y cayendo y mirando la tierra con su anteojo estrambótico, que las mujeres acabaron por burlarse, señalándolo. El Enano desapareció en el pedrerío.

De pronto, los disparos se acrecentaron y acercaron. Las mujeres quedaron inmóviles, escuchando. Jurema vio que la crepitación, las ráfagas continuas, las ponían muy serias: habían olvidado al miope y se acordaban de sus maridos, padres, hijos, que, en la vertiente opuesta, eran blanco de ese fuego. Se le dibujó la cara de Rufino y se mordió los labios. El tiroteo la aturdía pero no le daba miedo. Sentía que aquella guerra no la concernía y que, por eso, las balas la respetarían. Sintió una modorra tan fuerte que se encogió contra las rocas, al lado de las Sardelinhas. Durmió sin dormir, con un sueño lúcido, consciente del tiroteo que sacudía los montes de Cocorobó, soñando una y otra vez con otros tiros, los de esa mañana de Queimadas, aquel amanecer en que estuvo a punto de ser muerta por los capangas y en que el forastero de hablar raro la violó. Soñaba que, como sabía lo que iba a pasar, le rogaba que no lo hiciera pues eso sería su ruina y la de Rufino y la del propio forastero, pero éste, que no entendía su idioma, no le hacía caso.

Cuando despertó, el miope, a sus pies, la miraba como el idiota del circo. Dos yagunzos bebían de una de las tinajas, rodeados por las mujeres. Se incorporó y fue a averiguar qué ocurría. El Enano no había vuelto y la fusilería era ensordecedora. Venían a llevarse municiones; apenas podían hablar, de la tensión y la fatiga: el desfiladero estaba sembrado de ateos, caían como moscas todas las veces que se lanzaban al asalto del monte. Una y otra vez les habían rechazado sus cargas, sin permitirles llegar ni a media ladera. El que hablaba, un hombrecito de barba rala, salpicada de puntos blancos, encogió los hombros: sólo que eran tantos que nada los hacía retroceder. A ellos, en cambio, comenzaba a agotárseles la munición. —¿Y si toman las laderas? —oyó Jurema balbucear al miope.

—En Trabubú no podrán pararlos —carraspeó el otro yagunzo—. Allá ya casi no queda gente, todos se vinieron a ayudarnos.

Como si eso les hubiera recordado la necesidad de partir, los yagunzos murmuraron «Alabado sea el Buen Jesús» y Jurema los vio escalar las rocas y esfumarse. Las Sardelinhas dijeron que había que recalentar la comida, pues en cualquier momento aparecerían más yagunzos. Mientras las ayudaba, Jurema sentía al miope, pegado a sus faldas, temblando. Adivinó su terror, su pánico de que súbitamente hombres uniformados empezaran a descolgarse de las rocas, baleando y ensartando lo que se les ponía delante. Además de fusilería, estallaban cañonazos cuyos impactos eran seguidos por piedras que rodaban con ruido de terremoto. Jurema recordó la indecisión de su pobre hijo todas estas semanas, sin saber qué hacer con su vida, si quedarse o escaparse. Quería partir, era lo que ansiaba, y, en las noches, cuando, tumbados en el suelo del almacén, oían roncar a la familia Vilanova, se los decía, trémulo: quería salir, escaparse a Salvador, a Cumbe, a Monte Santo, a Geremoabo, donde pudiese pedir ayuda, hacer saber a la gente amiga que vivía. ¿Pero cómo irse si se lo habían prohibido? ¿Adonde podía llegar solo y medio ciego? Lo alcanzarían y matarían. Algunas veces intentaba convencerla a ella, en esos susurrantes diálogos nocturnos, que lo guiara hasta cualquier aldea donde pudiera contratar pisteros. Le ofrecía todas las recompensas del mundo si lo ayudaba, pero un instante después, se rectificaba y decía que era locura querer escapar pues los encontrarían y matarían. Antes temblaba por los yagunzos, ahora temblaba por los soldados. «Pobre mi hijo», pensó. Se sentía triste y desanimada. ¿La matarían los soldados? No le importaba. ¿Sería cierto que al morir cada hombre o mujer de Belo Monte vendrían ángeles a llevarse sus almas? En todo caso, la muerte sería descanso, sueño sin sueños tristes, algo menos malo que la vida que llevaba desde lo de Queimadas.

Todas las mujeres se enderezaron. Siguió con la vista lo que miraban: de las cumbres venían saltando diez o doce yagunzos. El cañoneo era tan fuerte que a Jurema le parecía que reventaba dentro de su cabeza. Igual que las otras corrió hacia ellos y entendió que querían municiones: no había con qué pelear, los hombres estaban rabiosos. Cuando las Sardelinhas replicaron «qué municiones», pues la última caja se la habían llevado dos yagunzos hacía rato, se miraron entre ellos y uno escupió y pisoteó con cólera. Les ofrecieron de comer, pero ellos sólo bebieron, pasándose un cucharón de mano en mano: terminaban y corrían cerro arriba. Las mujeres los miraban beber, partir, sudorosos, el ceño fruncido, las venas salientes, los ojos inyectados, sin preguntarles nada. El último se dirigió a las Sardelinhas:

—Regresen a Belo Monte, mejor. No aguantaremos mucho. Son demasiados, no hay balas.

Luego de un instante de duda, las mujeres, en vez de ir hacia las acémilas, se precipitaron también cerro arriba. Jurema quedó confusa. No iban a la guerra por locas, allí estaban sus hombres, querían saber si aún vivían. Sin pensar más corrió tras ellas, gritando al miope —petrificado y boquiabierto — que la esperara.

Trepando el cerro se arañó las manos y dos veces resbaló. La subida era empinada; su corazón se resentía y le faltaba la respiración. Arriba, vio nubarrones ocres, plomizos, anaranjados, el viento los hacía, deshacía y rehacía, y sus oídos, además de tiros, espaciados, próximos, oían voces ininteligibles. Descendió por un declive sin piedras, gateando, tratando de ver. Encontró dos pedrones recostados uno en el otro y escudriñó los velos de polvo. Poco a poco fue viendo, intuyendo, adivinando. Los yagunzos no estaban lejos pero era difícil reconocerlos, pues se confundían con la ladera. Fue ubicándolos, ovillados detrás de lajas o matas de cactos, hundidos en huecos, con sólo la cabeza afuera. En los cerros opuestos, cuyas moles alcanzaba a distinguir en el terral, habría también muchos yagunzos, esparcidos, sumidos, disparando. Tuvo la impresión de que se iba a quedar sorda, que estos estampidos era lo último que oiría. Y en eso se dio cuenta que esa tierra oscura, como boscaje, en que se convertía el barranco cincuenta metros más abajo, eran los soldados. Sí, ellos: una mancha que ascendía y se acercaba, en la que había brillos, destellos, reflejos, estrellitas rojas que debían ser disparos, bayonetas, espadas, y entrevió caras que aparecían y desaparecían. Miró a ambos lados y hacia la derecha la mancha estaba ya a su altura. Sintió algo en el estómago, tuvo una arcada y se vomitó encima del brazo. Estaba sola en medio del cerro y esa creciente de uniformes muy pronto la sumergiría. Irreflexivamente se dejó resbalar, sentada, hasta el nido de yagunzos más próximo: tres sombreros, dos de cuero y uno de paja, en una oquedad. «No disparen, no disparen», gritó, mientras rodaba. Pero ninguno se volvió a mirarla cuando saltó en el hueco protegido por un parapeto de piedras. Entonces vio que de los tres dos estaban muertos. Uno había recibido una explosión que convirtió su cara en una masa bermeja. Estaba abrazado por el otro que tenía los ojos y la boca llenos de moscas. Se sostenían, como los pedrones en que había estado oculta. El yagunzo vivo la miró de soslayo, después de un momento. Apuntaba con un ojo cerrado, calculando antes de disparar, y a cada disparo el fusil le golpeaba el hombro. Sin dejar de apuntar, movió los labios. Jurema no entendió lo que le estaba diciendo. Gateó hacia él, en vano. En sus oídos había un zumbido y era lo único que podía oír. El yagunzo señaló algo y por fin entendió que quería la bolsa que estaba junto al cadáver sin cara. Se la alcanzó y vio al yagunzo, sentado con las piernas cruzadas, limpiar su fusil y cargarlo, tranquilo, como si dispusiera de todo el tiempo. —Los soldados ya están aquí —gritó Jurema—. Dios mío, ¿qué va a pasar, qué va a pasar?

Él se encogió de hombros y se acomodó de nuevo en el parapeto. ¿Debía salir de esa trinchera, volver al otro lado, huir a Canudos? Su cuerpo no le obedecía, sus piernas se habían vuelto de trapo, si se ponía de pie se derrumbaría. ¿Por qué no aparecían con sus bayonetas, por qué tardaban si los había visto tan cerca? El yagunzo movía la boca pero ella escuchaba sólo ese zumbido confuso y ahora, también, ruidos metálicos: ¿cornetas? —No oigo nada, no oigo nada —gritó, con todas sus fuerzas—. Estoy sorda. El yagunzo asintió y le hizo una seña, como indicando que alguien se iba. Era joven, de cabellos largos y crespos que se chorreaban bajo las alas del sombrero, de piel algo verdosa. Tenía el brazalete de la Guardia Católica. «¿Qué?», rugió Jurema. Él le hizo señas de que mirara por el parapeto. Empujando a los cadáveres, asomó la cara a una de las aberturas entre las piedras. Los soldados estaban ahora más abajo, eran ellos los que se iban. «¿Por qué se van si han ganado?», pensó, viendo cómo se los tragaban los remolinos de tierra. ¿Por qué se iban en vez de subir a rematar a los sobrevivientes?

Cuando el Sargento Fructuoso Medrado —Primera Compañía, Decimosegundo Batallón — oye la corneta ordenando la retirada, cree loquearse. Su grupo de cazadores está a la cabeza de la Compañía y ésta a la cabeza del Batallón en la carga a la bayoneta, la quinta del día, a las laderas occidentales de Cocorobó. Que esta vez, cuando han ocupado las tres cuartas partes de la pendiente, sacando a bayoneta y sable a los ingleses de los escondrijos desde donde raleaban a los patriotas, les ordenen retroceder, es algo que, simplemente, no le cabe en la cabeza al Sargento Fructuoso, a pesar de que la tiene grande. Pero no hay duda: ahora son muchas las cornetas que ordenan marcha atrás. Sus once hombres están agazapados, mirándolo, y en el terral que los envuelve el Sargento Medrado los ve tan sorprendidos como él. ¿Ha perdido el juicio el Comando para privarlos de la victoria cuando sólo quedan las cumbres por limpiar? Los ingleses son pocos y casi no tienen municiones; el Sargento Fructuoso Medrado divisa allá en lo alto a los que han ido escapando de las olas de soldados que rompían sobre ellos y ve que nos disparan: hacen gestos, muestran facas y machetes, tiran piedras. «Todavía no he matado mi inglés», piensa Fructuoso.

—¿Qué espera el primer grupo de cazadores para cumplir la orden? —grita el jefe de la Compañía, el Capitán Almeida, que se materializa a su lado.

— ¡Primer grupo de cazadores! ¡Retirada! —ruge de inmediato el Sargento y sus once hombres se lanzan pendiente abajo.

Pero él no se apura; desciende al mismo paso que el Capitán Almeida. —La orden me tomó de sorpresa, su señoría —murmura, colocándose a la izquierda del oficial—. ¿Quién entiende una retirada a estas alturas?

—Nuestra obligación no es entender sino obedecer —gruñe el Capitán Almeida, que se desliza sobre los talones, utilizando el sable como bastón. Pero, un momento después añade, sin disimular su cólera —: Tampoco lo entiendo. Sólo faltaba rematarlos, era ya un juego.

Fructuoso Medrado piensa que uno de los inconvenientes de esa vida militar que le gusta tanto, es lo misteriosas que pueden ser las decisiones de la autoridad. Ha participado en las cinco cargas contra los cerros de Cocorobó y, sin embargo, no está cansado. Lleva seis horas peleando, desde que, esta madrugada, su Batallón, que iba a la vanguardia de la Columna, se vio de pronto, a la entrada del desfiladero, entre un fuego cruzado de fusilería. En la primera carga, el Sargento iba detrás de la Tercera Compañía y vio cómo los grupos de cazadores del Alférez Sepúlveda eran segados por ráfagas que nadie localizó de dónde venían. En la segunda, la mortandad fue también tan grande que hubo que retroceder. La tercera carga la dieron dos Batallones de la Sexta Brigada, el Veintiséis y el Treinta y dos, pero a la Compañía del Capitán Almeida el Coronel Carlos María de Silva Telles le encargó una maniobra envolvente. No dio resultado, pues al escalar las estribaciones de la espalda descubrieron que se cortaban en cuchillo sobre una quebrada de espinas. Al regreso, el Sargento sintió un ardor en la mano izquierda: una bala acababa de llevarse la punta de su meñique. No le dolía y, en la retaguardia, mientras el médico del Batallón le ponía desinfectante, él hizo bromas para levantarles la moral a los heridos que traían los camilleros. En la cuarta carga fue de voluntario, argumentando que quería vengarse por ese pedazo de dedo y matar un inglés. Habían llegado hasta medio cerro, pero con tanta pérdida que, una vez más, tuvieron que retroceder. Pero en ésta los habían derrotado en toda la línea: ¿por qué retirarse? ¿Tal vez para que la Quinta Brigada los rematara y se llevara toda la gloria el Coronel Donaciano de Araujo Pantoja, subordinado preferido del General Savaget? «A lo mejor», murmura el Capitán Almeida.

Al pie del cerro, donde hay compañías que intentan reconstituirse, empujándose unas a otras, troperos que tratan de uncir los animales de arrastre a cañones, carros y ambulancias, toques de cornetas contradictorios, heridos que chillan, el Sargento Fructuoso Medrado descubre el porqué de la súbita retirada: la Columna que viene de Queimadas y Monte Santo ha caído en una trampa y la Segunda Columna, en vez de invadir Canudos por el Norte, irá a marchas forzadas a sacarla del atolladero. El Sargento, que entró al Ejército a los catorce años e hizo la guerra contra el Paraguay y peleó en las revoluciones que alborotaron el Sur desde la caída de la monarquía, no se inmuta con la idea de partir, por un terreno desconocido, después de haber pasado el día peleando. ¡Y qué pelea! Los bandidos son bravos, se lo reconoce. Aguantaron varias rociadas de cañonazos sin moverse, obligando a los soldados a ir a sacarlos al arma blanca, y enfrentándoseles con ferocidad en el cuerpo a cuerpo: los malparidos pelean como paraguayos. A diferencia de él, que, luego de unos tragos de agua y unas galletas, se siente fresco, sus hombres lucen exhaustos. Son novatos, reclutados en Bagé en los últimos seis meses; éste ha sido su bautismo. Se han portado bien, a ninguno lo ha visto asustarse. ¿Le tendrán más miedo que a los ingleses? Es un hombre enérgico con sus subordinados, a la primera se las ven con él. En lugar de los castigos reglamentarios — pérdida de salida, calabozo, varazos — el Sargento prefiere los coscorrones, jalones de orejas, puntapiés en el trasero o aventarios a la charca lodosa de los cerdos. Están bien entrenados, lo han probado hoy. Todos se hallan salvos, con excepción del soldado Corintio, quien se golpeó contra unas piedras y cojea. Es flacuchento, camina aplastado por la mochila. Buen tipo, Corintio, tímido, servicial, madrugador, y Fructuoso Medrado tiene con él favoritismos por ser el marido de Florisa. El Sargento siente una comezón y se ríe para sus adentros. «Qué puta eres, Florisa —piensa—. Qué puta para que, estando tan lejos y en una guerra, seas capaz de parármela.» Tiene ganas de reírse a carcajadas con las burradas que se le ocurren. Mira a Corintio, cojeando, jorobado bajo la mochila, y recuerda el día que se presentó con el mayor desparpajo al rancho de la lavandera: «O te acuestas conmigo, Florisa, o Corintio se queda todas las semanas con castigo de rigor, sin derecho a visitas». Florisa resistió un mes; cedió para ver a Corintio, al principio, pero ahora, cree Fructuoso, se sigue acostando con él porque le gusta. Lo hacen en el mismo rancho o en el recodo del río donde ella va a lavar. Es una relación de la que Fructuoso se ufana cuando está borracho. ¿Sospechará algo Corintio? No, no sabe nada. ¿O se hace, pues, qué puede hacer contra un hombre como el Sargento que es, además, su superior?

Oye tiros sobre la derecha así que va en busca del Capitán Almeida. La orden es seguir, salvar a la Primera Columna, impedir que los fanáticos la aniquilen. Esos tiros son maniobras de distracción, los bandidos se han reagrupado en Trabubú y quieren inmovilizarlos. El General Savaget ha destacado a dos Batallones de la Quinta Brigada para responder el reto, en tanto que los otros continúan la marcha acelerada hacia donde se halla el General Osear.

El Capitán Almeida está tan lúgubre que Fructuoso le pregunta si algo va mal. —Muchas bajas —murmura el Capitán—. Más de doscientos heridos, setenta muertos, entre ellos el Comandante Tristáo Sucupira. Hasta el general Savaget está herido. —¿El General Savaget? —dice el Sargento—. Pero si lo acabo de ver a caballo, su señoría.

—Porque es un bravo —responde el Capitán—. Tiene el vientre perforado por una bala. Fructuoso regresa a su grupo de cazadores. Con tantos muertos y heridos han tenido suerte: están intactos, descontando la rodilla de Corintio y un dedo meñique. Se mira el dedo. No le duele pero sangra, la venda se ha teñido de oscuro. El médico que lo curó, el Mayor Nieri, se rió cuando el Sargento quiso saber si le darían de baja por invalidez. «¿Acaso no has visto tantos oficiales y soldados mochos?» Sí, ha visto. Se le erizan los pelos cuando piensa que podrían darle de baja. ¿Qué haría entonces? Para él, que no tiene mujer, ni hijos ni padres el Ejército es todas esas cosas.

A lo largo de la marcha, contorneando los montes que rodean Canudos, los infantes, artilleros y jinetes de la Segunda Columna oyen varias veces disparos, hechos desde las breñas. Alguna Compañía se retrasa para lanzar unas salvas, mientras el resto continúa. Al anochecer, el Decimosegundo Batallón hace alto, por fin. Los trescientos hombres se desembarazan de sus mochilas y fusiles. Están rendidos. Ésta no es como otras noches, como ha sido cada noche desde que salieron de Aracajú y avanzaron hacia aquí por Sao Cristóváo, Lagarto, Itaporanga, Simáo Dias, Geremoabo y Canche. Entonces, al detenerse, los soldados carneaban y salían en procura de agua y leña y la noche se llenaba de guitarras, cantos y charlas. Ahora nadie habla. Hasta el Sargento está cansado.

El reposo no dura mucho para él. El Capitán Almeida convoca a los jefes de grupo para saber cuántos cartuchos conservan y reponer los usados, de modo que todos partan con doscientos cartuchos en la mochila. Les anuncia que la Cuarta Brigada, a la que pertenecen, pasará ahora a la vanguardia y su Batallón a la vanguardia de la vanguardia. La noticia reanima el entusiasmo de Fructuoso Medrado, pero saber que irán de punta de lanza no provoca la menor reacción entre sus hombres, que reanudan la marcha con bostezos y sin comentarios.

El Capitán Almeida ha dicho que harán contacto con la Primera Columna al amanecer, pero, a menos de dos horas, las avanzadas de la Cuarta Brigada divisan la mole oscura de la Favela, donde, según los mensajeros del General Osear se halla éste cercado por los bandidos. La voz de las cornetas perfora la noche sin brisa, tibia, y poco después oyen, a lo lejos, la respuesta de otras cornetas. Una salva de vítores recorre el Batallón: los compañeros de la Primera Columna están allí. El Sargento Fructuoso ve que sus hombres, también conmovidos, agitan los quepis y gritan «Viva la República», «Viva el Mariscal Floriano».

El Coronel Silva Telles ordena proseguir hacia la Favela. «Va contra la Táctica de las Ordenanzas eso de lanzarse a la boca del lobo, en terreno desconocido», bufa el Capitán Almeida a los Alféreces y Sargentos mientras les da las últimas recomendaciones: «Avanzar como los alacranes, pasito aquí, allá, acá, guardar distancias y evitar sorpresas». Tampoco al Sargento Fructuoso le parece inteligente progresar de noche a sabiendas de que entre la Primera Columna y ellos se interpone el enemigo. Pronto, la cercanía del peligro lo ocupa por entero; a la cabeza de su grupo husmea a derecha y a izquierda la extensión pedregosa.

El tiroteo cae súbito, próximo, fulminante, y borra las cornetas de la Fávela que los guían. «Al suelo, al suelo», ruge el Sargento, aplastándose contra los pedruscos. Aguza el oído: ¿los tirotean de la derecha? Sí, de la derecha. «Están a su derecha», ruge. «Quémenlos, muchachos.» Y mientras dispara, apoyado en el codo izquierdo, piensa que gracias a estos bandidos ingleses está viendo cosas extrañas, como retirarse de una pelea ya ganada y fajarse a oscuras confiando que Dios orientará las balas contra los invasores. ¿No irán éstas a incrustarse en otros soldados, más bien? Se acuerda de algunas máximas de la instrucción: «La bala desperdiciada debilita al que la desperdicia, sólo se dispara cuando se ve contra qué». Sus hombres deben estarse riendo. A ratos, entre los disparos, hay maldiciones, gemidos. Por fin viene la orden de cesar el fuego; otra vez suenan las cornetas de la Favela, llamándolos. El Capitán Almeida mantiene un rato a la Compañía en el suelo, hasta estar seguro que los bandidos han sido repelidos. Los cazadores del Sargento Fructuoso Medrado abren la marcha.

«De Compañía a Compañía, ocho metros. De Batallón a Batallón, dieciséis. De Brigada a Brigada, cincuenta.» ¿Quién puede guardar las distancias en la tiniebla? La Ordenanza también dice que el jefe de grupo debe ir a la retaguardia en la progresión, a la cabeza en la carga y hallarse al centro en el cuadrado. Sin embargo, el Sargento va a la cabeza porque piensa que si se pone atrás sus hombres pueden flaquear, nerviosos como andan por esta oscuridad en la que en cualquier momento brotan disparos. Cada media hora, cada hora, tal vez cada diez minutos —ya no lo sabe, pues esos ataques relámpago, que duran apenas, que dañan más sus nervios que sus cuerpos, le confunden el tiempo — una granizada de tiros los obliga a tumbarse y responder con otra, más por razones de honor que de eficacia. Sospecha que quienes atacan son pocos, acaso dos y tres hombres. Pero que la oscuridad sea una ventaja para los ingleses, pues los ven a ellos en tanto que los patriotas no los ven, enerva al Sargento y lo fatiga muchísimo. Cómo estarán sus hombres, si él, con toda su experiencia, se siente así.

A ratos, las cornetas de la Favela parecen alejarse. Los toques recíprocos pespuntean la marcha. Hay dos breves descansos, para que los soldados beban y para averiguar las bajas. La Compañía del Capitán Almeida está intacta, a diferencia de la del Capitán Noronha, en la que han herido a tres.

—Ya ven, suertudos, no están sufriendo nada —les levanta el ánimo el Sargento. Comienza a amanecer y en la débil luz, la sensación de que ha terminado la pesadilla de los disparos a oscuras, de que ahora sí verán dónde pisan y quiénes los atacan, lo hace sonreír.

El último trecho es un juego en comparación con lo anterior. Las estribaciones de la Favela están vecinas y en el resplandor que se levanta el Sargento distingue a la Primera Columna, unas manchas azulosas, unos puntitos que poco a poco se convierten en siluetas, en animales, en carromatos. Se diría que hay mucho desorden, una gran confusión. Fructuoso Medrado se dice que ese amontonamiento tampoco parece muy de acuerdo con la Táctica y la Ordenanza. Y está comentándole al Capitán Almeida —los grupos se han unido y la Compañía marcha de cuatro en fondo, al frente del Batallón — que el enemigo se ha hecho humo, cuando emergen de la tierra, a unos pasos, entre las ramas y tallos del matorral, cabezas, brazos, caños de fusiles y carabinas que escupen fuego simultáneamente. El Capitán Almeida forcejea para sacar el revólver de su cartuchera y se dobla, abriendo la boca como si se quedara sin aire, y el Sargento Fructuoso Medrado, con su gran cabezota en efervescencia, rapidísimamente comprende que aplastarse contra el suelo sería suicida pues el enemigo está muy cerca; también, dar media vuelta, pues harían puntería con ellos. De manera que, el fusil en la mano, ordena con todos sus pulmones: «¡Carguen, carguen, carguen!», y les da el ejemplo, saltando hacia la trinchera de ingleses cuya bocaza se abre detrás de un bordillo de piedra. Cae dentro y tiene la impresión de que el gatillo no corre, pero está seguro que la hoja de la bayoneta se clava en un cuerpo. Queda incrustada y no consigue arrancarla. Suelta el fusil y se avienta contra la figura que está más cerca, buscándole el pescuezo. No deja de rugir: «¡Carguen, carguen, quémenlos!», mientras golpea, cabecea, aprieta, muerde y se disuelve en un remolino en el que alguien recita los elementos que, según la Táctica, componen el ataque correctamente efectuado: refuerzo, apoyo, reserva y cordón.

Cuando un minuto o un siglo después abre los ojos, sus labios repiten: retuerzo, apoyo, reserva, cordón. Eso es el ataque mixto, malparidos. ¿De qué convoy de provisiones hablan? Está lucido. No en la trinchera, sino en una garganta reseca; ve al frente un barranco empinado, cactos, y arriba el cielo azul, una bola rojiza. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo ha venido hasta aquí? ¿En qué momento salió de la trinchera? Lo del convoy repica en sus oídos con angustia y sollozos. Le cuesta un esfuerzo sobrehumano ladear la cabeza. Entonces ve al soldadito. Siente alivio; temía que fuera un inglés. El soldadito está boca abajo, a menos de un metro, delirando, y apenas le entiende pues habla contra la tierra. «¿Tienes agua?», le pregunta. El dolor llega hasta el cerebro del Sargento como una punzada ígnea. Cierra los ojos y se esfuerza por controlar el pánico. ¿Está herido de bala? ¿Dónde? Con otro esfuerzo enorme se mira: de su vientre sale una raíz filuda. Demora en darse cuenta que la lanza curva no sólo lo atraviesa de parte a parte sino que lo fija en el suelo. «Estoy ensartado, estoy clavado», piensa. Piensa: «Me darán una medalla». ¿Por qué no puede mover las manos, los pies? ¿Como han podido trincharlo así sin que lo viera ni sintiera? ¿Has perdido mucha sangre? No quiere mirar su vientre de nuevo. Se vuelve al soldadito:

—Ayúdame, ayúdame —ruega, sintiendo que se le abre la cabeza—. Sácame esto, desclávame. Tenemos que subir al barranco, ayudémonos.

De pronto, le resulta estúpido hablar de subir ese barranco cuando ni siquiera puede encoger un dedo.

—Se llevaron todo el transporte, todas las municiones también —lloriquea el soldadito— . No es mi culpa, Excelencia. Es la culpa del Coronel Campelo.

Lo oye sollozar como un niño y se le ocurre que está borracho. Siente odio y rabia por ese malparido que lloriquea en vez de reaccionar y de pedir ayuda. El soldadito levanta la cabeza y lo mira.

—¿Eres del Segundo de Infantería? —le dice el Sargento, sintiendo la lengua dura dentro de la boca—. ¿De la Brigada del Coronel Silva Telles?

—No, Excelencia —hace pucheros el soldadito—. Soy del Quinto de Infantería, de la Tercera Brigada. La del Coronel Olimpio de Silveira.

—No llores, no seas estúpido, acércate, ayúdame a sacarme esto de la barriga —dice el Sargento—. Ven, malparido.

Pero el soldadito hunde la cabeza en la tierra y llora.

—O sea que eres uno de esos que vinimos a salvar de los ingleses —dice el Sargento—. Ven y sálvame tú ahora, estúpido.

— ¡Nos quitaron todo! ¡Se robaron todo! —llora el soldadito—. Le dije al Coronel Campelo que el convoy no podía retrasarse tanto, que podían cortarnos de la Columna. ¡Se lo dije, se lo dije! ¡Y eso nos pasó, Excelencia! ¡Se robaron hasta mi caballo! —Olvídate del convoy que se robaron, sácame esto —grita Fructuoso—. ¿Quieres que muramos como perros? ¡No seas estúpido, recapacita!

— ¡Nos traicionaron los cargadores! ¡Nos traicionaron los pisteros! —lloriquea el soldadito—. Eran espías, Excelencia, ellos también sacaron escopetas. Fíjese, saque la cuenta. Veinte carros con munición, siete con sal, farinha, azúcar, aguardiente, alfalfa, cuarenta sacos de maíz. ¡Se llevaron más de cien reses, Excelencia! ¿Comprende usted la locura del Coronel Campelo? Se lo advertí. Soy el Capitán Manuel Porto y nunca miento, Excelencia: fue culpa de él.

—¿Es usted Capitán? —balbucea Fructuoso Medrado—. Mil perdones, su señoría. No se veían sus galones.

La respuesta es un estertor. Su vecino queda mudo e inmóvil. «Ha muerto», piensa Fructuoso Medrado. Siente un escalofrío. Piensa: «¡Un capitán! Parecía un recién levado». También va a morir en cualquier momento. Te ganaron los ingleses, Fructuoso. Te mataron esos malparidos extranjeros. Y en eso ve perfilarse en el borde del barranco dos siluetas. El sudor no le permite distinguir si llevan uniformes, pero grita «¡Ayuda, ayuda!». Trata de moverse, de retorcerse, que vean que está vivo y vengan. Su cabezota es un brasero. Las siluetas bajan el declive a saltos y siente que va a llorar al darse cuenta que visten de azul claro, que llevan botines. Trata de gritar: «Sáquenme este palo de la barriga, muchachos».

—¿Me reconoce, Sargento? ¿Sabe quién soy? —dice el soldado que, estúpidamente, en vez de acuclillarse a desclavarlo, apoya la punta de la bayoneta en su cuello. —Claro que te reconozco, Corintio —ruge—. Qué esperas, idiota. ¡Sácame eso de la barriga! ¿Qué haces, Corintio? ¡Corintio!

El marido de Florisa está hundiéndole la bayoneta en el pescuezo ante la mirada asqueada del otro, al que Fructuoso Medrado también identifica: Argimiro. Alcanza a decirse que, entonces, Corintio sabía.

III

—¿Cómo no se lo hubieran creído, allá, en Río de Janeiro, en Sao Paulo, esos que salieron a las calles a linchar monárquicos, si se lo creían los que estaban a las puertas de Canudos y podían ver la verdad con sus ojos? —dijo el periodista miope. Se había deslizado del sillón de cuero al suelo y allí estaba, sentado en la madera, con las rodillas encogidas y el mentón sobre una de ellas, hablando como si el Barón no estuviera allí. Era el comienzo de la tarde y los envolvía una resolana caliente y embotante, que se filtraba por los visillos del jardín. El Barón se había acostumbrado a los bruscos cambios de su interlocutor, que pasaba de un asunto a otro sin aviso, de acuerdo a urgencias íntimas, y ya no le importaba la línea fracturada de la conversación, intensa y chisporroteante por momentos, luego empantanada en períodos de vacío en los que, a veces él, a veces el periodista, a veces ambos, se retraían para reflexionar o recordar.

—Los corresponsales —explicó el periodista miope, contorsionándose en uno de esos movimientos imprevisibles, que removían su magro esqueleto y parecían estremecer cada una de sus vértebras. Detrás de las gafas, sus ojos parpadearon, rápidos —: Podían ver pero sin embargo no veían. Sólo vieron lo que fueron a ver. Aunque no estuviese allí. No eran uno, dos. Todos encontraron pruebas flagrantes de la conspiración monárquico–británica. ¿Cuál es la explicación?

—La credulidad de la gente, su apetito de fantasía, de ilusión —dijo el Barón—. Había que explicar de alguna manera esa cosa inconcebible: que bandas de campesinos y de vagabundos derrotaran a tres expediciones del Ejército, que resistieran meses a las Fuerzas Armadas del país. La conspiración era una necesidad: por eso la inventaron y la creyeron.

—Tendría que leer usted las crónicas de mi sustituto en el Jornal de Noticias —dijo el periodista miope—. El que mandó Epaminondas Goncalves cuando me creyó muerto. Un buen hombre. Honesto, sin imaginación, sin pasiones ni convicciones. El hombre ideal para dar una versión desapasionada y objetiva de lo que ocurría allá. —Estaban muriendo y matando de ambos lados —murmuró el Barón, mirándolo con piedad—. ¿Es posible el desapasionamiento y la objetividad en una guerra?

—En su primera crónica, los oficiales de la Columna del General Osear sorprenden en las alturas de Canudos a cuatro observadores rubios y bien trajeados mezclados con los yagunzos —dijo, despacio, el periodista—. En la segunda, la Columna del General Savaget encuentra entre los yagunzos muertos a un sujeto blanco, rubio, con correaje de oficial y un gorro de crochet tejido a mano. Nadie puede identificar su uniforme, que jamás ha sido usado por ninguno de los cuerpos militares del país.

—¿Un oficial de Su Graciosa Majestad, sin duda? —sonrió el Barón.

—Y en la tercera crónica, aparece una carta, rescatada del bolsillo de un yagunzo prisionero, sin firma pero de letra inequívocamente aristocrática —continuó el periodista, sin oírlo—. Dirigida al Consejero, explicándole por qué es preciso restablecer un gobierno conservador y monárquico, temeroso de Dios. Todo indica que el autor de la carta era usted.

—¿Era de veras tan ingenuo para creer que lo que se escribe en los periódicos es cierto? —le preguntó el Barón—. ¿Siendo periodista?

—Y hay, también, esa crónica sobre las señales luminosas —prosiguió el periodista miope, sin responderle—. Gracias a ellas, los yagunzos podían comunicarse en las noches a grandes distancias. Las misteriosas luces se apagaban y encendían, trasmitiendo claves tan sutiles que los técnicos del Ejército no consiguieron descifrar nunca los mensajes. Sí, no había duda, pese a sus travesuras bohemias, al opio y al éter y a los candomblés, era alguien ingenuo y angelical. No era extraño, solía darse entre intelectuales y artistas. Canudos lo había cambiado, por supuesto. ¿Qué había hecho de él? ¿Un amargado? ¿Un escéptico? ¿Acaso un fanático? Los ojos miopes lo miraban fijamente desde detrás de los cristales.

—Lo importante en esas crónicas son los sobreentendidos —concluyó la vocecita metálica, atiplada, incisiva—. No lo que dicen, sino lo que sugieren, lo que queda librado a la imaginación. Fueron a ver oficiales ingleses. Y los vieron. He conversado con mi sustituto, toda una tarde. No mintió nunca, no se dio cuenta que mentía. Simplemente, no escribió lo que veía sino lo que creía y sentía, lo que creían y sentían quienes lo rodeaban. Así se fue armando esa maraña tan compacta de fábulas y de patrañas que no hay manera de desenredar. ¿Cómo se va a saber, entonces, la historia de Canudos?

—Ya lo ve, lo mejor es olvidarla —dijo el Barón—. No vale la pena perder el tiempo con ella.

—Tampoco el cinismo es una solución —dijo el periodista miope—. Por lo demás, tampoco creo que esa actitud suya, de desprecio soberbio por lo ocurrido, sea sincera.

—Es indiferencia, no desprecio —lo corrigió el Barón. Estela había estado lejos de su mente un buen rato, pero ahora estaba allí otra vez y con ella el dolor ácido, corrosivo, que lo convertía en un ser anonadado y sumiso—. Ya le he dicho que no me importa lo más mínimo lo que pasó en Canudos.

—Le importa, Barón —vibró la vocecita del miope—. Por lo mismo que a mí: porque Canudos cambió su vida. Por Canudos su esposa perdió el juicio, por Canudos perdió usted buena parte de su fortuna y de su poder. Claro que le importa. Por eso no me ha echado, por eso estamos hablando hace tantas horas…

Sí, tal vez tenía razón. El Barón de Cañabrava sintió un gusto amargo en la boca; aunque estaba harto de él y no había razón para prolongar la entrevista, tampoco ahora pudo despacharlo. ¿Qué lo retenía? Acabó por confesárselo: la idea de quedarse solo, solo con Estela, solo con esa terrible tragedia.

—Pero no sólo veían lo que no existía —añadió el periodista miope—. Además, nadie vio lo que de veras había allí.

—¿Frenólogos? —murmuró el Barón—. ¿Anarquistas escoceses?

—Curas —dijo el periodista miope—. Nadie los menciona. Y allí estaban, espiando para los yagunzos o peleando hombro a hombro con ellos. Mandando informaciones y trayendo medicinas, contrabandeando salitre y azufre para fabricar explosivos. ¿No es sorprendente? ¿No era importante?

—¿Está usted seguro? —se interesó el Barón.

—A uno de esos curas lo conocí, casi puedo decir que nos hicimos amigos —asintió el periodista miope—. El Padre Joaquim, párroco de Cumbe. El Barón escrutó a su huésped:

—¿Ese curita cargado de hijos? ¿Ese borrachín y practicante de los siete pecados capitales estaba en Canudos?

—Es un buen indicio del poder de persuasión del Consejero —afirmó el periodista—. Además de volver santos a los ladrones y asesinos, catequizó a los curitas corrompidos y simoníacos del sertón. Hombre inquietante ¿no es cierto? ^

Aquella vieja anécdota pareció subir a la memoria del Barón desde el fondo del tiempo. Él y Estela, seguidos de un pequeño séquito de hombres armados, entraban a Cumbe y se dirigían sin pérdida de tiempo a la iglesia, obedeciendo las campanas que llamaban a la misa del domingo. El famoso Padre Joaquim, pese a sus esfuerzos, no conseguía disimular las huellas de lo que debió haber sido una noche en blanco de guitarra, aguardiente y faldas. Recordó el desagrado de la Baronesa por los atoros y equivocaciones del curita, las arcadas que le sobrevinieron en pleno oficio y su fuga precipitada para ir a vomitar. Volvió a ver, incluso, la cara de su concubina: ¿no era acaso la muchacha a la que llamaban «hacedora de lluvia» porque sabía detectar «cacimbas» subterráneas? Así que el curita calavera se volvió Consejerista, también. —Sí, Consejerista y, en cierta forma, héroe. —El periodista lanzó una de esas carcajadas que hacían el efecto de un deslizamiento de piedrecillas por su garganta; como solía ocurrirle, también esta vez la risa terminó en estornudos. —Era un curita pecador pero no estúpido —reflexionó el Barón—. Cuando estaba sobrio se podía conversar con él. Hombre despierto y hasta con lecturas. Me cuesta creer que cayera también bajo el hechizo de un charlatán, igual que los analfabetos del sertón. —La cultura, la inteligencia, los libros no tienen nada que ver con la historia del Consejero —dijo el periodista miope—. Pero eso es lo de menos. Lo sorprendente no es que el Padre Joaquim se hiciera yagunzo. Es que el Consejero lo volviera valiente, a él que era un cobarde. —Pestañeó, atolondrado—. Es la conversión más difícil, la más milagrosa. Se lo puedo decir yo. Yo sé lo que es el miedo. Y el curita de Cumbe era un hombre con bastante imaginación para saber sentir pánico, para vivir en el terror. Y sin embargo…

Su voz se ahuecó, vaciada de sustancia, y su cara se volvió mueca. ¿Qué le había ocurrido, de pronto? El Barón advirtió que su huésped porfiaba por serenarse, por romper algo que lo ataba. Trató de ayudarlo: —¿Y, sin embargo…? —lo animó.

—Y sin embargo estuvo meses, acaso años, viajando por los pueblos, por las haciendas, por las minas, comprando pólvora, dinamita, espoletas. Urdiendo mentiras para justificar esas compras que debían llamar un tanto la atención. Y cuando el sertón se llenó de soldados ¿sabe cómo se jugaba el pellejo? Escondiendo barricas de pólvora en el baúl de los objetos de culto, entre el sagrario, el copón de las hostias, el crucifijo, la casulla, los ropines. Pasaba eso en las barbas de la Guardia Nacional, del Ejército. ¿Adivina lo que[significa hacer algo así siendo cobarde, temblando, sudando hielo? ¿Adivina la convicción que hay que tener?

—El catecismo está lleno de historias parecidas, mi amigo —murmuró el ¡Barón—. Los flechados, los devorados por leones, los crucificados, los… Pero, es cierto, me cuesta imaginar al Padre Joaquim haciendo esas cosas por el Consejero.

—Tiene que haber un convencimiento profundo —repitió el periodista miope—. Una seguridad íntima, total, una fe que sin duda usted no ha sentido nunca. Yo tampoco… Cabeceó otra vez como una gallina sin sosiego y se izó en sus largos brazos huesudos hasta el sillón de cuero. Jugó unos segundos con sus manos, caviloso, antes de seguir: —La Iglesia había condenado al Consejero formalmente por herético, supersticioso, agitador y turbador de conciencias. El Arzobispo de Bahía había prohibido a los párrocos que le permitieran predicar en los pulpitos. Se necesita una fe absoluta, para, siendo cura, desobedecer a la propia Iglesia, al propio Arzobispo y correr el riesgo de condenarse por ayudar al Consejero.

—¿Qué lo angustia así? —dijo el Barón—. ¿La sospecha de que el Consejero fuese efectivamente un nuevo Cristo, venido por segunda vez a redimir a los hombres? Lo dijo sin pensar y apenas lo hubo dicho se sintió incómodo. ¿Había querido hacer una broma? Pero ni él ni el periodista miope sonreían. Vio a éste hacer una negativa con la cabeza, que podía ser su respuesta o una manera de espantar una mosca. —Hasta en eso he pensado —dijo el periodista miope—. Si era Dios, si lo envió Dios, si

existía Dios… No sé. En todo caso, esta vez no quedaron discípulos para propagar el mito y llevar la buena nueva a los paganos. Quedó uno solo, que yo sepa; dudo que baste… Lanzó otra carcajada y los estornudos lo ocuparon un buen rato. Cuando terminó tenía la nariz y los ojos irritados.

—Pero, más que en su posible divinidad, he pensado en ese espíritu solidario, fraterno, en el vínculo irrompible que consiguió forjar entre esa gente —dijo el periodista miope, en tono patético—. Asombroso, conmovedor. Después del 18 de julio, sólo quedaron abiertas las rutas de Chorrochó y de Riacho Seco. ¿Qué hubiera sido lo lógico? Que la gente intentara irse, escapar por esas trochas antes de que ellas también se cerraran ¿no es cierto? Pero fue al contrario. La gente trataba de entrar a Canudos, seguían viniendo de todos lados, desesperados, apurados, a meterse a la ratonera, al infierno, antes de que los soldados completaran el cerco. ¿Ve usted? Allá nada era normal. —Usted habló de curas en plural —lo interrumpió el Barón. Ese tema, la solidaridad y la voluntad de inmolación colectiva de los yagunzos, lo turbaba. Varias veces había aparecido en el diálogo y siempre lo había apartado, igual que ahora. —A los otros no los conocí —repuso el periodista, como aliviado también de que lo hubieran hecho cambiar de tema—. Pero existían, el Padre Joaquim recibía informes y ayuda de ellos. Y, al final, acaso estaban ahí, diseminados, perdidos en la masa de yagunzos. Alguien me habló de un tal Padre Martínez. ¿Sabe quién? Usted la conoció, hace años, muchos años. La filicida de Salvador, ¿le dice algo? —¿La filicida de Salvador? —dijo el Barón.

—Yo asistí al juicio cuando era de pantalón corto. Mi padre era defensor de oficio, abogado de pobres, él la defendió. La reconocí pese a no verla, pese a haber pasado veinte o veinticinco años. ¿Usted leía periódicos entonces, no? Todo el Nordeste se apasionó por el caso de María Quadrado, la filicida de Salvador. El Emperador le conmutó la pena de muerte por la cadena perpetua. ¿No la recuerda? Ella estaba también en Canudos. ¿Ve cómo es una historia de nunca acabar?

—Eso ya lo sé —dijo el Barón—. Todos los que tenían cuentas con la justicia, con su conciencia, con Dios, encontraron gracias a Canudos un refugio. Era natural. —Que se refugiaran allá, sí, pero no que se volvieran otros. —Como si no supiera qué hacer con su cuerpo, el periodista volvió a deslizarse al suelo con una flexión de sus largas piernas—. Era la santa, la Madre de los Hombres, la Superiora de las beatas que cuidaban al Consejero. Se le atribuían milagros, se decía que había peregrinado con él por todo el mundo.

La historia fue reconstruyéndose en la memoria del Barón. Un caso célebre, motivo de habladurías sin cuento. Era sirvienta de un notario y había ahogado a su hijo recién nacido, metiéndole un ovillo de lana en la boca, pues como lloraba mucho, temía que por su culpa la echaran del trabajo. Tuvo el cadáver varios días debajo de la cama, hasta que lo descubrió la dueña de casa por el olor. La muchacha confesó todo de inmediato. Durante el juicio, mantuvo una actitud mansa y respondió con buena voluntad y franqueza a todas las preguntas. El Barón recordaba la polémica que había provocado la personalidad de la filicida entre quienes defendían la tesis de la «catatonía irresponsable» y los que la consideraban «un instinto perverso». ¿Se había fugado de la cárcel, entonces? El periodista había cambiado una vez más de tema:

—Antes del 18 de julio muchas cosas habían sido terribles, pero, en realidad, sólo ese día toqué y olí y tragué el horror hasta sentirlo en las tripas. —El Barón vio que el miope se daba un golpe en el estómago—. Ese día me la encontré, hablé con ella y supe que era la filicida con la que soñé tanto de niño. Me ayudó, pues yo me había quedado solo. —El 18 de julio yo estaba en Londres —dijo el Barón—. No estoy enterado de los pormenores de la guerra. ¿Qué pasó ese día?

—Van a atacar mañana —jadeó Joáo Abade, que había venido corriendo. En ese momento recordó algo importante —: Alabado sea el Buen Jesús.

Hacía un mes que los soldados estaban en los montes de la Favela y la guerra se eternizaba: tiroteos salpicados y cañoneos, generalmente a las horas de las campanas. Al despuntar el día, al mediodía y en la tarde la gente circulaba sólo por ciertos sitios. El hombre se iba acostumbrando, creaba rutinas con todo, ¿no? Moría gente y cada noche había entierros. Los bombardeos ciegos destruían manojos de casas, despanzurraban a los viejos y a las criaturas, es decir a quienes no iban a las trincheras. Parecía que todo iba a continuar así, indefinidamente. Pero no, iba a ser peor, lo acababa de decir el Comandante de la Calle. El periodista miope estaba solo, pues Jurema y el Enano habían ido a llevarle la comida a Pajeú, cuando se presentaron en el almacén los que dirigían la guerra: Honorio Vilanova, Joáo Grande, Pedráo, el propio Pajeú. Estaban inquietos, bastaba olerlos, la atmósfera del local delataba algo tenso. Y sin embargo ninguno se sorprendió cuando Joáo Abade anunció que iban a atacar mañana. Sabía todo. Cañonearían Canudos toda la noche, para ablandar las defensas, y a las cinco de la madrugada comenzaría el asalto de las tropas. Sabía por qué sitios. Hablaban tranquilos, se repartían los lugares, tú espéralos aquí, hay que cerrar la calle allá, levantaremos barreras acá, mejor yo me muevo de aquí por si mandan perros de este lado. ¿Podía el Barón imaginar lo que él sentía, escuchando eso? Entonces surgió el asunto del papel. ¿Qué papel? Uno que un «párvulo» de Pajeú trajo corriendo a toda carrera. Hubo conciliábulos, le preguntaron si podía leerlo y él trató, con su lente de añicos, ayudándose con una vela, de descifrar lo que decía. No lo consiguió. Entonces Joáo Abade hizo llamar al León de Natuba.

—¿Ninguno de los lugartenientes del Consejero sabía leer? —preguntó el Barón. —Antonio Vilanova sabía, pero no estaba en Canudos —dijo el periodista miope—. Y también sabía el que mandaron llamar. El León de Natuba. Otro íntimo, otro apóstol del Consejero. Leía, escribía, era el sabio de Canudos.

Calló, interrumpido por una racha de estornudos que lo tuvo doblado, cogiéndose el estómago.

—No podía verle los detalles, las partes —susurró después, jadeando—. Sólo el bulto, la forma, o, mejor dicho, la falta de forma. Bastaba para adivinar el resto. Caminaba a cuatro patas, tenía una enorme cabeza y una gran joroba. Lo mandaron llamar y vino con María Quadrado. Les leyó el papel. Eran las instrucciones del Comando para el asalto de la madrugada.

La voz honda, melódica, normal, enumeraba los dispositivos de batalla, la colocación de los regimientos, las distancias entre compañía y compañía, entre combatiente y combatiente, las señales, los toques, y, mientras, a él el miedo lo iba impregnando, y una ansiedad sin límites porque Jurema y el Enano regresaran. Antes de que el León de Natuba terminara de leer, la primera parte del plan de los soldados entró en ejecución: el bombardeo de ablandamiento.

—Ahora sé que en ese momento sólo nueve cañones disparaban contra Canudos y que nunca dispararían más de dieciséis al mismo tiempo —dijo el periodista miope—. Pero esa noche parecían mil, parecía como si todas las estrellas del cielo se hubieran puesto a bombardearnos.

El estruendo hacía vibrar las calaminas, estremecerse las repisas y el mostrador, y se oían derrumbes, desmoronamientos, chillidos, carreras y, en las pausas, el inevitable griterío de los niños. «Comenzó», dijo uno de los yagunzos. Salieron a ver, regresaron, dijeron a María Quadrado y al León de Natuba que no podían volver al Santuario pues el trayecto estaba barrido por el fuego, y el periodista oyó que la mujer insistía en volver. Joáo Grande la disuadió, jurándole que apenas amainara el cañoneo él mismo vendría a conducirlos al Santuario. Los yagunzos partieron y él comprendió que Jurema y el Enano —si aún vivían — tampoco podrían regresar desde Rancho do Vigario a donde él estaba. Comprendió, en su inconmensurable espanto, que tendría que soportar todo aquello sin otra compañía que la santa y el monstruo cuadrumano de Canudos. —¿De qué se ríe ahora? —dijo el Barón de Cañabrava.

—Es demasiado ruin para poder contárselo —balbuceó el periodista miope. Permaneció ensimismado y, de pronto, alzó la cara y exclamó —: Canudos ha cambiado mis ideas sobre la historia, sobre el Brasil, sobre los hombres. Pero, principalmente, sobre mí. —Por el tono en que lo dice, no ha sido para mejor —murmuró el Barón. —Así es —susurró el periodista—. Gracias a Canudos tengo un concepto muy pobre de mí mismo.

¿No era también su caso, en cierto modo? ¿No había Canudos revuelto su vida, sus ideas, sus costumbres, como un beligerante torbellino? ¿No había deteriorado sus convicciones e ilusiones? La imagen de Estela, en sus habitaciones del segundo piso, con

Sebastiana a los pies de su mecedora, acaso releyéndole párrafos de las novelas que le habían gustado, tal vez peinándola o haciéndole escuchar las cajas de música austríacas, y la cara abstraída, retirada, inalcanzable, de la mujer que había sido el gran amor de su vida —esa mujer que simbolizó siempre para él la alegría de vivir, la belleza, el entusiasmo, la elegancia — volvió a llenar de hiel su corazón. Haciendo un esfuerzo, habló de lo primero que le pasó por la cabeza:

—Usted mencionó a Antonio Vilanova —dijo, con precipitación—. ¿El comerciante, verdad? Un ser metalizado y calculador como pocos. Los conocí mucho a él y al hermano. Fueron proveedores de Calumbí. ¿También se volvió santo?

—Para hacer negocios no estaba allí —recuperó su risa sarcástica el periodista miope—. Era difícil hacer negocios en Canudos. Allá no circulaba el dinero de la República. ¿No ve que era el dinero del Perro, del Diablo, de los ateos, protestantes y masones? ¿Por qué cree que los yagunzos les quitaban las armas a los soldados pero no las carteras? «O sea que, después de todo, el frenólogo no estaba tan descaminado», pensó el Barón. «O sea que, gracias a su locura, Gall había llegado a presentir algo de la locura que fue Canudos.»

—No estaba persignándose y dándose golpes de pecho —prosiguió el periodista miope— . Era un hombre práctico, realizador. Siempre moviéndose, organizando, hacía pensar en una máquina de energía perpetua. Durante esos cinco meses infinitos, se ocupó de que Canudos tuviera que comer. ¿Por qué hubiera hecho eso, entre las balas y la carroña? No hay otra explicación. El Consejero le había tocado alguna fibra secreta. —Como a usted —dijo el Barón—. Faltó poco para que también lo volviera santo. —Hasta el final estuvo saliendo a traer comida —dijo el periodista, sin hacerle caso—. Partía con pocos hombres, a escondidas. Cruzaban las líneas, asaltaban los convoyes. Sé cómo lo hacían. Con el ruido infernal de los trabucos provocaban una estampida. En el desorden, arreaban diez, quince bueyes a Canudos. Para que los que iban a morir por el Buen Jesús pudieran pelear un poco más. —¿Sabe de dónde venían esas reses? —lo interrumpió el Barón.

—De los convoyes que mandaba el Ejército de Monte Santo a la Favela —dijo el periodista miope—. Como las armas y balas de los yagunzos. Una de las excentricidades de esta guerra: el Ejército nutría a sus fuerzas y al adversario.

—Los robos de los yagunzos eran robos de robos —suspiró el Barón—. Muchas de esas vacas y cabras eran mías. Rara vez compradas. Casi siempre arrebatadas a mis vaqueros por los lanceros gauchos. Tengo un amigo hacendado, el viejo Murau, que ha enjuiciado al Estado por las vacas y ovejas que se comieron los soldados. Reclama setenta contos de reis, nada menos.

En el entresueño, Joáo Grande huele el mar. Una sensación cálida lo recorre, algo que le parece la felicidad. En estos años en que, gracias al Consejero, ha encontrado sosiego para el lacerante borbotar que era su alma cuando servía al Diablo, sólo una cosa añora, a veces. ¿Cuántos años que no ha visto, olido, sentido en el cuerpo el mar? No tiene idea pero sabe que ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que lo vio, en aquel alto promontorio rodeado de cañaverales donde la señorita Adelinha Isabel de Gumucio subía a ver los crepúsculos. Balas aisladas le recuerdan que la batalla no ha terminado, pero no se inquieta: su conciencia le dice que aun si estuviera despierto nada cambiaría, ya que ni a él ni a ninguno de los hombres de la Guardia Católica encogidos en esas trincheras les queda un cartucho de Mánnlicher ni proyectil de escopeta ni un grano de pólvora para hacer accionar las armas de explosión fabricadas por esos herreros de Canudos que la necesidad ha vuelto armeros.

¿Para qué siguen, entonces, en esas cuevas de los altozanos, en la quebrada al pie de la Favela donde están amontonados los perros? Cumplen órdenes de Joáo Abade. Éste, después de asegurarse que todas las fuerzas de la Primera Columna se hallaban ya en la Favela, inmovilizadas por el tiroteo de los yagunzos que rodean los cerros y los acribillan desde parapetos, trincheras, escondrijos, ha ido a tratar de capturar el convoy de municiones, víveres, reses y cabras de los soldados, que, gracias a la topografía y al hostigamiento de Pajeú, viene muy retrasado. Joáo Abade, que espera sorprender al convoy en las Umburanas y desviarlo a Canudos, ha pedido a Joáo Grande que la Guardia Católica impida, cueste lo que cueste, que los regimientos de la Favela den marcha atrás. En el entresueño, el ex–esclavo se dice que los perros deben ser muy estúpidos o haber perdido mucha gente, pues, hasta ahora, ni siquiera un patrulla ha intentado desandar el camino de las Umburanas para averiguar qué ocurre con el convoy. Los hombres de la Guardia Católica saben que, al menor intento de los soldados de abandonar la Favela, deben abalanzarse sobre ellos y cerrarles el paso, con facas, machetes, bayonetas, uñas, dientes. El viejo Joaquim Macambira y su gente, emboscados al otro lado de la trocha abierta por los soldados y sus carricoches y cañones en su paso a la Favela, harán lo mismo. No lo intentarán, están demasiado concentrados en responder al fuego que les hacen desde el frente y los costados, demasiado ocupados en bombardear Canudos para adivinar lo que ocurre a sus espaldas. «Joáo Abade es más inteligente que ellos», sueña. ¿No ha resultado buena su idea de traer a los perros a la Favela? ¿No se le ocurrió a él que Pedráo y los Vilanova fueran a esperar a los otros diablos en el desfiladero de Cocorobó? Allí también deben de haberlos destrozado. El olor del mar, que le entra por las narices y lo emborracha, lo aleja de la guerra y ve olas y siente sobre su piel la caricia del agua espumosa. Es la primera vez que duerme, después de cuarenta y ocho horas de estar peleando.

A las dos horas lo despierta un mensajero de Joaquim Macambira. Es uno de sus hijos, joven, esbelto, de largos cabellos, que, acuclillado en la trinchera, espera pacientemente que Joáo Grande se desaturda. Su padre necesita municiones, casi no les quedan balas ni pólvora a sus hombres. Con la lengua entorpecida por el sueño, Joáo Grande le explica que a ellos tampoco. ¿Han tenido algún mensaje de Joáo Abade? Ninguno. ¿Y de Pedráo? El joven asiente: tuvo que retirarse de Cocorobó, se quedaron sin municiones y perdieron mucha gente. Tampoco pudieron parar a los perros en Trabubú.

Joáo Grande se siente por fin despierto. ¿Significa eso que el Ejército de Geremoabo viene hacia aquí?

—Viene —dice el hijo de Joaquim Macambira—. Pedráo y los cabras que no murieron están ya en Belo Monte.

Tal vez es lo que debería hacer la Guardia Católica: regresar a Canudos para defender al Consejero del asalto que parece inevitable, si el otro Ejército se encamina hacia aquí. ¿Qué va a hacer Joaquim Macambira? El joven no lo sabe. Joáo Grande decide ir a hablar con el viejo.

Es tarde en la noche y el cielo está tachonado de estrellas. Después de instruir a los hombres que no se muevan de allí, el ex–esclavo se descuelga silenciosamente por el cascajo de la ladera, junto al joven Macambira. Por desgracia, con tantas estrellas verá a los caballos despanzurrados y picoteados por los urubús, y el cadáver de la anciana. Todo el día anterior y parte de la víspera ha estado viendo a esos animales que montan los oficiales, las primeras víctimas de la fusilería. Está seguro de haber matado él también a varios de esos animales. Había que hacerlo, estaban de por medio el Padre y el Buen Jesús Consejero y Belo Monte, lo más precioso de esta vida. Lo hará cuantas veces sea preciso. Pero algo en su alma protesta y sufre al ver caer relinchando a esos animales, al verlos agonizar horas de horas, con las vísceras derramadas por el suelo y una pestilencia que envenena el aire. Él sabe de dónde viene ese sentimiento de culpa, de estar pecando, que lo embarga cuando dispara a los caballos de los oficiales. Es el recuerdo del cuidado que protegía a los caballos de la hacienda, donde el amo Adalberto de Gumucio había impuesto a familiares, empleados y esclavos la religión de los caballos. Al ver las sombras esparcidas de los cadáveres de los animales, mientras cruza la trocha agazapado junto al joven Macambira, se pregunta por qué el Padre le conserva tan fuerte en la cabeza ciertos hechos de su pasado pecador, como la nostalgia del mar, como el amor a los caballos.

En eso ve el cadáver de la anciana y siente un golpe de sangre en el pecho. La ha visto sólo un segundo, la cara bañada por la luna, los ojos abiertos y enloquecidos, dos únicos dientes sobresaliendo de los labios, los pelos revueltos, la frente y el ceño crispados. No sabe su nombre pero la conoce muy bien, hace mucho que vino a instalarse a Belo Monte con una numerosa familia de hijos, hijas, nietos, sobrinos y recogidos, en una casita de barro de la calle Corazón de Jesús. Fue la primera que pulverizaron los cañones del Cortapescuezos. La vieja estaba en la procesión y cuando regresó a su casa ésta era un montón de escombros bajo los cuales se hallaban tres de sus hijas y todos sus nietos, una docena de criaturas que dormían una sobre otra en un par de hamacas y en el suelo. La mujer había trepado a las trincheras de las Umburanas con la Guardia Católica, cuando ésta vino allí, hacía tres días, a esperar a los soldados. Con otras mujeres había cocinado, traído agua de la aguada vecina a los yagunzos, pero cuando comenzó el tiroteo Joáo Grande y los hombres la vieron, de pronto, en medio de la polvareda, descolgarse a tropezones por el cascajo y llegar hasta la trocha, donde —despacio, sin tomar precaución alguna — se dedicó a deambular entre los soldados heridos, rematándolos con un pequeño puñal. La habían visto escarbar en los cadáveres uniformados y antes de que la derribaran las balas había llegado a desnudar a algunos y a cortarles su hombría e incrustársela en la boca. Durante el combate, mientras veía pasar soldados y jinetes y los veía morir, disparar, atropellarse, pisotear a sus heridos y muertos, huir de la balacera y precipitarse por el único camino libre —los montes de la Favela—, Joáo Grande volvía constantemente los ojos hacia el cadáver de esa anciana que acababa de dejar atrás.

Al acercarse a un lodazal erupcionado de árboles de favela, cactos y uno que otro imbuzeiro, el joven Macambira se lleva a la boca el pito de madera y sopla un sonido que parece de lorito. Le responde otro sonido idéntico. Cogiendo del brazo a Joáo, el muchacho lo guía por el lodazal, donde se hunden hasta las rodillas, y poco después el ex–esclavo está bebiendo un zurrón de agua dulzona junto a Joaquim Macambira, ambos de cuclillas bajo una ramada en torno a la cual brillan muchas pupilas. El viejo está angustiado, pero Joáo Grande se sorprende al descubrir que su angustia se debe exclusivamente al cañón ancho, larguísimo, lustroso, tirado por cuarenta bueyes que ha visto en el camino de Jueté. «Si la Matadeira dispara, volarán las torres y las paredes del Templo del Buen Jesús y desaparecerá Belo Monte», masculla, lúgubre. Joáo Grande lo escucha con atención. Joaquim Macambira le inspira reverencia, hay en él algo venerable y patriarcal. Es muy anciano, los cabellos blancos le caen en rizos hasta el hombro y una barbita blanquea su cara curtida, de nariz sarmentosa. En sus ojos arrugados bulle una incontenible energía. Había sido dueño de un gran sembrío de mandioca y maíz, entre Cocorobó y Trabubú, esa comarca que se llama justamente Macambira. Trabajaba esas tierras con sus once hijos y guerreaba con sus vecinos por litigios de linderos. Un día lo abandonó todo y se trasladó con su enorme familia a Canudos, donde ocupan media docena de viviendas frente al cementerio. Todos en Belo Monte tratan al viejo con algo de temor pues tiene fama de orgulloso.

Joaquim Macambira ha mandado mensajeros a preguntar a Joáo Abade si, en vista de las circunstancias, sigue cuidando las Umburanas o se repliega a Canudos. Aún no hay respuesta. ¿Qué piensa él? Joáo Grande mueve su cabeza con pesadumbre: no sabe qué hacer. Por un lado, lo más urgente es correr a Belo Monte a proteger al Consejero por si hay un asalto por el Norte. De otro ¿no ha dicho Joáo Abade que es imprescindible que le cuiden las espaldas?

—Pero ¿con qué? —ruge Macambira—. ¿Con las manos?

—Sí —asiente humildemente Joáo Grande—, si no hay otra cosa.

Acuerdan permanecer en las Umburanas hasta tener noticias del Comandante de la Calle. Se despiden con un simultáneo «Alabado sea el Buen Jesús Consejero». Al internarse de nuevo en el lodazal, esta vez solo, Joáo Grande oye los pitos que parecen loritos indicando a los yagunzos que lo dejen pasar. Mientras chapotea en el barro y siente en su cara, brazos y pecho picotazos de mosquitos, trata de imaginar la Matadeira, ese artefacto que tanto alarma a Macambira. Debe ser enorme, mortífero, tronante, un dragón de acero que vomita fuego, para asustar a un bravo como el viejo. El Maligno, el Dragón, el Perro es realmente poderosísimo, de infinitos recursos, puede mandar contra Canudos enemigos cada vez más numerosos y mejor armados. ¿Hasta cuándo quería probar el Padre la fe de los católicos? ¿No habían sufrido bastante? ¿No habían pasado bastante hambre, muertes, sufrimientos? No, todavía no. Lo ha dicho el Consejero: la penitencia será del mismo tamaño de nuestras culpas. Como su culpa es más grave que la de los otros, él, sin duda, tendrá que pagar más. Pero es un gran consuelo estar del lado de la buena causa, saber que se pelea junto a San Jorge y no junto al Dragón. Cuando llega a la trinchera ha comenzado a amanecer; salvo los centinelas trepados en las rocas, los hombres, desparramados por las laderas, siguen durmiendo. Joáo Grande está encogiéndose, sintiendo que el sueño lo ablanda, cuando un galope lo incorpora de un salto. Envueltos en una polvareda, vienen hacia él ocho o diez jinetes. ¿Exploradores, la vanguardia de una tropa que irá a proteger el convoy? En la luz todavía muy débil una lluvia de flechas, dardos, piedras, lanzas, rompe sobre la patrulla desde las laderas y oye tiros en el lodazal donde está Macambira. Los jinetes vuelven grupas hacia la Favela. Ahora sí, está seguro que la tropa de refuerzos al convoy va a aparecer en cualquier momento, numerosa, indetenible para hombres a los que sólo les quedan ballestas, bayonetas y facas, y Joáo Grande ruega al Padre que Joáo Abade tenga tiempo de cumplir su plan.

Aparecen una horas después. Para entonces la Guardia Católica ha obstruido de tal modo la quebrada con los cadáveres de los caballos, mulas y soldados, y con lajas, arbustos y cactos que hacen rodar de las pendientes, que dos compañías de zapadores tienen que venir por delante a reabrir la trocha. No les resulta fácil, pues, además de la fusilería que hace sobre ellos Joaquim Macambira con sus últimas municiones y que los obliga a retroceder un par de veces, cuando los zapadores han empezado a dinamitar los obstáculos, Joáo Grande y un centenar de sus hombres llegan hasta ellos arrastrándose y los hacen trabarse en lucha cuerpo a cuerpo. Antes de que aparezcan más soldados, les hieren y matan a varios, además de arrebatarles algunos rifles y esas preciosas mochilas de proyectiles. Cuando Joáo Grande da con el pito y luego a gritos orden de retirada, varios yagunzos quedan en la trocha, muertos o agonizantes. Ya arriba, protegido por las lajas de la granizada de balas, al ex esclavo tiene tiempo de comprobar que está ileso. Manchado de sangre, sí, pero es sangre ajena; se la limpia con arenilla. ¿Es divino que en tres días de guerra no haya recibido ni un rasguño? De barriga en el suelo, jadeando, ve en la trocha por fin abierta que los soldados pasan de cuatro en fondo en dirección a donde se halla Joáo Abade. Por decenas, por centenas. Van a proteger el convoy, sin duda, pues, pese a todas las provocaciones de la Guardia Católica y de Macambira, no se molestan en trepar las laderas ni invadir el lodazal. Se limitan a rociar ambos flancos con fusilería de pequeños grupos de tiradores que ponen una rodilla en tierra para disparar. Joáo Grande no duda más. Ya no puede ayudar en nada aquí al Comandante de la Calle. Se asegura que la orden de replegarse llegue a todos, saltando entre los riscos y alcores, yendo de trinchera en trinchera, bajando detrás de los cerros a ver si las mujeres que vinieron a cocinar han partido. Ya no están allí. Entonces, reemprende también el regreso a Belo Monte.

Lo hace siguiendo un ramal serpenteante del Vassa Barris, que sólo se aniega en las grandes crecientes. En el escuálido cauce empedrado de guijarros Joáo siente aumentar el calor de la mañana. Va rezagado, averiguando por los muertos, intuyendo la tristeza del Consejero, del Beatito, de la Madre de los Hombres, cuando sepan que esos hermanos se pudrirán a la intemperie. Le da lástima recordar a esos muchachos, a muchos de los cuales enseñó a disparar, convertidos en alimento de buitres, sin un entierro con rezos. ¿Pero cómo hubieran podido rescatar sus restos? A lo largo de todo el trayecto oyen tiros, de la dirección de la Favela. Un yagunzo dice que es raro que Pajeú, Mané Quadrado y Táramela, que fusilan a los perros desde ese frente, puedan hacer tantas descargas. Joáo Grande le recuerda que la mayor parte de las municiones se repartieron a los hombres de esas trincheras, que se interponen entre Belo Monte y la Favela. Y que hasta los herreros se trasladaron allí con sus yunques y fuelles para seguir fundiendo plomo junto a los combatientes. Sin embargo, apenas avistan Canudos bajo unas nubéculas que deben ser explosión de granadas —el sol está alto y las torres del Templo y las viviendas encaladas reverberan—, Joáo Grande presiente la buena nueva. Pestañea, mira, calcula, compara. Sí, disparan ráfagas continuas desde el Templo del Buen Jesús, desde la Iglesia de San Antonio, desde los parapetos del cementerio, al igual que desde las barrancas del Vassa Barris y la Fazenda Velha. ¿De dónde salen tantas municiones? Minutos después un «párvulo» le trae un mensaje de Joáo Abade.

—O sea que volvió a Canudos —exclama el ex–esclavo.

—Con más de cien vacas y muchos fusiles —dice el niño, entusiasmado—. Y cajones de balas, de granadas y latas grandes de pólvora. Les robó eso a los perros y ahora todo Belo Monte está comiendo carne.

Joáo Grande pone una de sus manazas sobre la cabeza del chiquillo y refrena su emoción. Joáo Abade quiere que la Guardia Católica vaya a la Fazenda Velha, a reforzar a Pajeú, y que el ex–esclavo se reúna con él en casa de Vilanova. Joáo Grande enrumba a sus hombres por los barracones del Vassa Barris, ángulo muerto que los protegerá contra los tiros de la Favela, hacia la Fazenda Velha, un kilómetro de vericuetos y escondrijos excavados aprovechando los desniveles y sinuosidades del terreno que son la primera línea de defensa de Belo Monte, apenas a medio centenar de metros de los soldados. Desde que regresó, el caboclo Pajeú se encarga de ese frente.

Al llegar a Belo Monte, Joáo Grande apenas puede ver por la densidad del terral que lo deforma todo. La fusilería es muy fuerte y al estruendo de los disparos se suma el ruido de tejas que se quiebran, paredes que se derrumban y latas que retintinean. El chiquillo lo coge de la mano: él sabe por donde no caen balas. En estos dos días de bombardeo y tiroteo la gente ha establecido una geografía de seguridad y circula sólo por ciertas calles y por cierto ángulo de cada calle, a salvo de la metralla. Las reses que ha traído Joáo Abade son carneadas en el callejón del Espíritu Santo, convertido en corral y matadero, y hay allí una larga cola de viejos, niños y mujeres, esperando sus raciones, en tanto que Campo Grande parece un campamento militar por la cantidad de cajas, barriles y cuñetes de fusiles entre los que se agita una muchedumbre de yagunzos. Las acémilas que han arrastrado el cargamento tienen visibles las marcas de los regimientos y algunas sangran de los azotes y relinchan, atemorizadas por el estruendo. Joáo Grande ve un burro muerto al que devoran perros esqueléticos entre nubes de moscas. Reconoce a Antonio y Honorio Vilanova encaramados en una tarima; a gritos y ademanes, distribuyen esas cajas de municiones que se llevan de dos en dos, corriendo pegados al lado septentrional de las viviendas, yagunzos jóvenes, algunos tan niños como este que no lo deja acercarse a los Vilanova y lo conmina a entrar a la antigua casa–hacienda, donde, le dice, lo espera el Comandante de la Calle. Que los chiquillos de Canudos sean mensajeros — los llaman «párvulos» — ha sido idea de Pajeú. Cuando lo propuso, en este mismo almacén, Joáo Abade dijo que era riesgoso, no eran responsables y su memoria fallaba, pero Pajeú insistió, refutándolo: en su experiencia, los niños habían sido rápidos, eficientes y también abnegados. «Era Pajeú quien tenía razón», piensa el ex–esclavo viendo la mano pequeñita que no suelta la suya hasta que lo deja frente a Joáo Abade, quien, apoyado en el mostrador, bebe y mastica, tranquilo, mientras escucha a Pedráo, al que rodean una docena de yagunzos. Al verlo, le hace señas de que se acerque y le apriete la mano con fuerza. Joáo Grande quiere decirle lo que siente, agradecerle, felicitarlo por haber conseguido esas armas, municiones y comida, pero, como siempre, algo lo retiene, intimida, avergüenza: sólo el Consejero es capaz de romper esa barrera que desde que tiene uso de razón le impide participar a la gente los sentimientos de su alma. Saluda a los otros con movimientos de cabeza o palmeándolos. Siente de pronto un enorme cansancio y se acuclilla en el suelo. Asunción Sardelinha le pone en las manos una escudilla repleta de carne asada con farinha y una jarra de agua. Durante un rato olvida la guerra y quién es y come y bebe con felicidad. Cuando termina, nota que Joáo Abade, Pedráo y los otros están callados, esperándolo, y se siente confuso. Balbucea una disculpa.

Está explicándoles lo sucedido en las Umburanas cuando el indescriptible trueno lo levanta y remece en el sitio. Unos segundos todos permanecen inmóviles, encogidos, con las manos cubriéndose la cabeza, sintiendo vibrar las piedras, el techo, los objetos del almacén como si todo, por efecto de la interminable vibración, fuera a quebrarse en mil astillas.

—¿Ven, ven, se dan cuenta? —entra rugiendo el viejo Joaquim Macambira, irreconocible por el barro y el polvo—. ¿Ves lo que es la Matadeira, Joáo Abade? En vez de responderle, éste ordena al «párvulo» que guió a Joáo Grande y al que la explosión ha lanzado contra los brazos de Pedráo, de los que sale con la cara descompuesta por el miedo, que vea si el cañonazo ha dañado el Templo del Buen Jesús o el Santuario. Luego, hace señas a Macambira de que se siente y coma algo. Pero el viejo está frenético y, mientras mordisquea el trozo de carne que le alcanza Antonia Sardelinha, sigue hablando con espanto y odio de la Matadeira. Joáo Grande lo oye mascullar: «Si no hacemos algo nos enterrará».

Y de pronto Joáo Grande está viendo, en un sueño plácido, a una tropilla de alazanes briosos que galopan por una playa arenosa y arremeten contra el mar blanco de espuma. Hay un olor a cañaverales, a miel recién hecha, a bagazo triturado que perfuma el aire. Sin embargo, la dicha que es ver a esos lustrosos animales, relinchantes de alegría entre las frescas olas, dura poco, pues súbitamente surge del fondo del mar el alargado y mortífero artefacto, escupiendo fuego como el Dragón al que Oxossi, en los candomblés del Mocambo, extermina con una espada luciente. Alguien retumba: «El Diablo ganará». El susto lo despierta.

Tras una cortina de légañas ve, a la luz vacilante de un mechero, a tres personas comiendo: la mujer, el ciego y el enano que vinieron a Belo Monte con el Padre Joaquim. Es de noche, no hay nadie más en el recinto, ha dormido muchas horas. Siente un remordimiento que lo despierta del todo. «¿Qué ha pasado?», grita, levantándose. Al ciego se le escapa el pedazo de carne y lo ve palpar la tierra, buscándolo. «Yo les dije que te dejaran dormir», oye la voz de Joáo Abade, y en las sombras se perfila su robusta silueta. «Alabado sea el Buen Jesús Consejero», murmura el exesclavo y comienza a disculparse, pero el Comandante de la Calle lo ataja: «Necesitabas dormir, Joáo Grande, nadie vive sin dormir». Se sienta en un tonel, junto al mechero, y el ex–esclavo ve que está demacrado, con los ojos hundidos y la frente estriada. «Mientras yo soñaba con caballos, tú peleabas, corrías, ayudabas», piensa. Siente tanta culpa que apenas se da cuenta que el Enano se acerca a alcanzarles una latita de agua. Después de beber, Joáo Abade se la pasa.

El Consejero está a salvo, en el Santuario, y los ateos no se han movido de la Favela; tirotean, de cuando en cuando. En la cara fatigada de Joáo Abade hay inquietud. «¿Qué pasa, Joáo? ¿Puedo hacer algo?» El Comandante de la Calle lo mira con afecto. Aunque no hablen mucho, el ex–esclavo sabe, desde las peregrinaciones, que el ex–cangaceiro lo aprecia; en multitud de ocasiones se lo ha hecho sentir.

—Joaquim Macambira y sus hijos van a subir a la Favela, a callar a la Matadeira —dice; las tres personas sentadas en el suelo dejan de comer y el ciego estira su cabeza con el ojo derecho pegado a ese anteojo que es un rompecabezas de vidriecitos—. Difícil que lleguen arriba. Pero, si llegan, pueden inutilizarlo. Es fácil. Quebrarle la espoleta o volarle el cargador.

—¿Puedo ir con ellos? —lo interrumpe Joáo Grande—. Le meteré pólvora en el cañón, la volaré.

—Puedes ayudar a los Macambira a subir hasta allá —dice Joáo Abade—. No ir con ellos, Joáo Grande. Sólo ayudarlos a llegar arriba. Es su plan, su decisión. Ven, vamos. Cuando están saliendo, el Enano se prende de Joáo Abade y con voz azucarada lo adula: «Cuando quieras te contaré de nuevo la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo, Joáo Abade». El ex–cangaceiro lo aparta, sin contestarle.

Afuera, es noche entrada y nubosa. No brilla una sola estrella. No se oyen disparos y no se ve gente en Campo Grande. Tampoco luces en las viviendas. Las reses fueron llevadas, apenas oscureció, detrás del Mocambo. El callejón del Espíritu Santo hiede a carroña y a sangre reseca y mientras escucha el plan de los Macambira, Joáo Grande siente revolotear miríadas de moscas sobre los despojos que escarban los perros. Remontan Campo Grande hasta la explanada de las Iglesias, fortificada por los cuatro costados, con dobles y triples empalizadas de ladrillos, piedras, cajones de tierra, carros volcados, barriles, puertas, latas, estacas, detrás de los cuales se apiñan hombres armados. Descansan, tumbados en el suelo, conversan alrededor de pequeños braseros, y en una de las esquinas un grupo canta, animado por una guitarra. «¿Cómo se puede ser tan poca cosa que uno no resista estar sin dormir ni siquiera cuando se trata de salvar el alma o quemarse por la vida eterna?», piensa, atormentado. En la puerta del Santuario, ocultos tras un alto parapeto de sacos y cajones de tierra, conversan con los hombres de la Guardia Católica mientras esperan a los Macambira. El viejo, sus once hijos y las mujeres de éstos se hallan con el Consejero. Joáo Grande selecciona mentalmente a los muchachos que lo acompañarán y piensa que le gustaría oír lo que el Consejero estará diciendo a esa familia que va a sacrificarse por el Buen Jesús. Cuando salen, el viejo tiene los ojos brillantes. El Beatito y la Madre María Quadrado los acompañan hasta el parapeto y los bendicen. Los Macambira abrazan a sus mujeres, que se ponen a llorar, prendidas de ellos. Pero Joaquim Macambira pone fin a la escena, indicando que es hora de partir. Las mujeres se van con el Beatito a rezar al Templo del Buen Jesús.

. En el camino hacia las trincheras de la Fazenda Velha, recogen el equipo que Joáo Abade ha ordenado: barras, palancas, petardos, hachas, martillos. El viejo y sus hijos se los reparten en silencio, mientras Joáo Abade les explica que la Guardia Católica distraerá a los perros, con un amago de asalto, mientras ellos reptan hasta la Matadeira. «Vamos a ver si los «párvulos» la han localizado», dice.

Sí, la han localizado. Se lo confirma Pajeú, al recibirlos en la Fazenda Velha. La Matadeira está en la primera elevación, inmediatamente detrás del Monte Mario, junto con los otros cañones de la Primera Columna. Los han colocado en hilera, entre sacos y cuñetes rellenos de piedras. Dos «párvulos» se arrastraron hasta allí y contaron, luego de la tierra de nadie y la línea de tiradores muertos, tres puestos de vigilancia en las laderas casi verticales de la Favela.

Joáo Grande deja a Joáo Abade y los Macambira con Pajeú y se desliza por los laberintos excavados a lo largo de este terreno contiguo al Vassa Barris. Desde estos socavones y oquedades los yagunzos han infligido el castigo más duro a los soldados que, apenas llegaron a las cumbres y avistaron Canudos, se precipitaron por las laderas hacia la ciudad extendida a sus pies. La terrible fusilería los paró en seco, los hizo volverse, revolverse, atropellarse, pisotearse, embrollarse, descubrir que no podían retroceder ni avanzar ni escapar por los flancos y que su única opción era aplastarse contra el suelo y levantar defensas. Joáo Grande camina entre yagunzos que duermen; cada cierto trecho, un centinela se descuelga de los parapetos para hablar con él. El ex–esclavo despierta a cuarenta hombres de la Guardia Católica y les explica lo que van a hacer. No le sorprende saber que esa trinchera casi no ha tenido bajas; Joáo Abade había previsto que la topografía protegería allí a los yagunzos mejor que en ninguna parte. Cuando regresa a Fazenda Velha, con los cuarenta muchachos, Joáo Abade y Joaquim Macambira están discutiendo. El Comandante de la Calle quiere que los Macambira se pongan uniformes de soldados, dice que así tendrán más probabilidades de llegar hasta el cañón. Joaquim Macambira se niega, indignado. —No quiero condenarme —gruñe.

—No te vas a condenar. Es para que tú y tus hijos regresen con vida.

—Mi vida y la de mis hijos es asunto nuestro —truena el viejo.

—Como quieras —se resigna Joáo Abade—. Que el Padre los acompañe, entonces.

—Alabado sea el Buen Jesús Consejero —se despide el viejo.

Cuando están internándose en la tierra de nadie, sale la luna. Joáo Grande maldice entre dientes y oye a sus hombres murmurar. Es una luna amarilla, redonda, enorme, que reemplaza las tinieblas por una tenue claridad en la que aparece la superficie terrosa, sin arbustos, que se pierde en las sombras densas de la Favela. Pajeú los acompaña hasta el pie de la ladera. Joáo Grande no puede dejar de pensar en lo mismo: ¿cómo ha podido quedarse dormido cuando todos velaban? Espía la cara de Pajeú. ¿Ha estado tres, cuatro días sin dormir? Ha hostigado a los perros desde Monte Santo, los ha tiroteado en Angico y las Umburanas, ha regresado a Canudos a acosarlos desde aquí, lo sigue haciendo hace dos días y ahí está, fresco, tranquilo, hermético, guiándolos junto con los dos «párvulos» que lo sustituirán como guía en la pendiente. «Él no se hubiera dormido», piensa Joáo Grande. Piensa: «El Diablo me durmió». Se sobresalta; a pesar de los años transcurridos y el sosiego que ha dado a su vida el Consejero, de tiempo en tiempo, lo atormenta la sospecha de que el Demonio que se metió en el cuerpo la lejana tarde en que mató a Adelinha de Gumucio, permanece agazapado en la sombra de su alma, esperando la ocasión propicia para perderlo de nuevo.

De pronto, el terreno se empina, vertical, frente a ellos. Joáo se pregunta si el viejo Macambira podrá escalarlo. Pajeú les señala la línea de tiradores muertos, visibles a la luz de la luna. Son muchos soldados; eran la vanguardia y cayeron a la misma altura, segados por la fusilería yagunza. En la penumbra, Joáo Grande ve brillar los botones de sus correajes, las enseñas doradas de sus gorros. Pajeú se despide con un signo de cabeza casi imperceptible y los dos chiquillos comienzan a trepar a gatas la ladera. Joáo Grande y Joaquim Macambira van tras ellos, también gateando, y más atrás la Guardia Católica. Trepan tan sigilosos que ni Joáo los siente. El rumor que producen, los guijarros que hacen rodar, parecen obra del viento. A sus espaldas, abajo, en Belo Monte, oye un murmullo constante. ¿Rezan el rosario en la Plaza? ¿Son los cánticos con que Canudos entierra a los muertos del día, cada noche? Ya percibe, adelante, siluetas, luces, oye voces y tiene todos los músculos alertas, por lo que pueda ocurrir. Los «párvulos» los hacen detenerse. Están cerca de un puesto de centinelas: cuatro soldados, de pie, y tras ellos muchas figuras de soldados iluminados por el resplandor de una fogata. El viejo Macambira se arrastra hasta él y Joáo Grande lo oye respirar, afanoso: «Cuando oigas el pito, quémalos». Asiente: «Que el Buen Jesús los ayude, Don Joaquim». Ve cómo las sombras disuelven a los doce Macambira, aplastados bajo los martillos, palancas y hachas, y al chiquillo que los guía. El otro «párvulo» se queda con ellos.

Espera, en medio de sus hombres, tenso, el silbato indicando que los Macambira han llegado frente a la Matadeira. Tarda mucho y al ex–esclavo le parece que nunca lo va a oír. Cuando —largo, ululante, súbito — borra todos los otros rumores, él y sus hombres disparan simultáneamente contra los centinelas. Estalla una fusilería estruendosa, en todo el contorno. Hay un gran desbarajuste y los soldados apagan la fogata. Tirotean de arriba, pero no los han localizado, pues los tiros no vienen en esta dirección. Joáo Grande ordena a su gente avanzar y un momento después están disparando y aventando petardos contra el campamento, a oscuras, donde hay carreras, voces, órdenes confusas. Una vez que ha vaciado su fusil, Joáo se agazapa y escucha. Arriba, hacia el Monte Mario, parece haber también un tiroteo. ¿Están los Macambira peleando con los artilleros? En todo caso, no vale la pena seguir allí; sus compañeros también han agotado los cartuchos. Con el silbato, da orden de retirarse.

A media pendiente, una figurita menuda los alcanza, corriendo. Joáo Grande le pone la mano en la cabeza enmarañada. —¿Los llevaste hasta la Matadeira? —le pregunta. —Los llevé —responde el chiquillo.

Hay una fusilería ruidosa detrás, como si toda la Favela hubiera entrado en guerra. El chiquillo no añade nada y Joáo Grande piensa, una vez más, en la extraña manera del sertón, donde las gentes prefieren callar a hablar. —¿Y que pasó con los Macambira? —pregunta, al fin. —Los mataron —dice suavemente el chiquillo. —¿A todos? —Creo que a todos.

Ya están en tierra de nadie, a medio camino de las trincheras.

El Enano encontró al miope llorando, encogido en un repliegue de Cocorobó, cuando los hombres de Pedráo se retiraban. De la mano lo guió entre yagunzos que volvían a toda prisa a Belo Monte, convencidos de que los soldados de la Segunda Columna, una vez franqueada la barrera de Trabubú, asaltarían la ciudad. Cuando, a la madrugada siguiente, cruzaban una trinchera delante de los corrales de cabras, en medio de la turbamulta se dieron con Jurema: iba entre las Sardelinhas, azuzando a un asno con canastas. Los tres se abrazaron, conmovidos, y el Enano sintió que, al estrecharlo, Jurema le ponía los labios en la mejilla. Esa noche, tumbados en el almacén, detrás de los toneles y cajas, oyendo el tiroteo que caía sin tregua sobre Canudos, el Enano les contó que, hasta donde podía recordar, ese beso era el primero que le habían dado nunca.

¿Cuántos días duró el tronar del cañón, las ráfagas de fusilería, el estruendo de las granadas que ennegrecían el aire y desportillaban las torres del Templo? ¿Tres, cuatro, cinco? Ellos merodeaban por el almacén, veían entrar de día o de noche a los Vilanova y los demás, los oían discutir y dar órdenes y no entendían nada. Una tarde el Enano tuvo que llenar con un cucharón las bolsitas y cuernos de pólvora para las escopetas y rifles de chispa, y oyó decir a un yagunzo, señalando los explosivos: «Ojalá resistan tus paredes, Antonio Vilanova. Una sola bala podría encender esto y desaparecer la manzana». No se lo contó a sus compañeros. ¿Para qué aterrorizar más al miope? Las cosas que habían vivido juntos, aquí, habían hecho que sintiera por ambos un afecto que no había sentido ni por las gentes del Circo con las que se llevaba mejor. Durante el bombardeo salió en dos ocasiones, en busca de comida. Pegado a los muros, por donde se deslizaba la gente, mendigó en las viviendas, cegado por el terral, aturdido por el tiroteo. En la calle de La Madre Iglesia vio morir a un niño. La criatura apareció corriendo, detrás de una gallina que aleteaba, y a los pocos pasos abrió los ojos y brincó, como alzada de los pelos. La bala le dio en el vientre, matándola al instante. Llevó el cadáver a la casa de donde la vio salir y como no había nadie la dejó en la hamaca. No pudo capturar a la gallina. El ánimo de los tres, pese a la incertidumbre y a la mortandad, mejoró cuando pudieron comer, gracias a las reses que trajo Joáo Abade a Belo Monte.

Era de noche, se había producido una tregua en el tiroteo, había cesado el rumor de los rezos en la Plaza Matriz, y ellos, en el suelo del almacén, despiertos, conversaban. De pronto, una sigilosa figura se plantó en la puerta, con una lamparilla de barro en las manos. El Enano reconoció la herida y los ojitos acerados de Pajeú. Tenía una escopeta en el hombro, machete y faca en la cintura, bandas de cartuchos cruzadas sobre la camisola.

—Con todo respeto —murmuró—. Quiero que sea mi mujer.

El Enano sintió gemir al miope. Le pareció extraordinario que ese hombre tan reservado, tan lúgubre, tan glacial, hubiera dicho semejante cosa. Adivinó, bajo esa cara crispada por la cicatriz, una gran ansiedad. No se oían disparos, ladridos ni letanías; sólo a un abejorro dándose encontrones contra la pared. El corazón del Enano latía con fuerza; no era miedo sino una sensación dulzona, compasiva, por esa cara rajada que, a la lumbre de la lamparilla, miraba fijo a Jurema, esperando. Sentía la respiración temerosa del miope. Jurema no decía nada. Pajeú se puso a hablar de nuevo, articulando cada palabra. No había estado casado antes, no como mandaban la Iglesia, el Padre, el Consejero. Sus ojos no se apartaban de Jurema, no parpadeaban, y el Enano pensó que era tonto sentir pena por alguien tan temido. Pero en ese instante Pajeú parecía terriblemente desamparado. Había tenido amores de paso, esos que no dejan huella, pero no familia, hijos. Su vida no lo permitía. Siempre andando, huyendo, peleando. Por eso entendió muy bien cuando el Consejero explicó que la tierra cansada, exhausta de que le exijan siempre lo mismo, un día pide reposo. Eso había sido para él Belo Monte, como el descanso de la tierra. Su vida había estado vacía de amor. Pero ahora… El Enano notó que tragaba saliva y se le ocurrió que las Sardelinhas se habían despertado y oían a Pajeú desde las sombras. Era una preocupación, algo que lo recordaba en las noches: ¿se había secado su corazón por falta de amor? Tartamudeó y el Enano pensó: «Ni yo ni el ciego existimos para él». No se había secado: vio a Jurema en la caatinga y lo supo. Algo raro ocurrió en la cicatriz: era la llamita de la lamparilla que, al vacilar, le averiaba aún más el rostro. «Su mano tiembla», se asombró el Enano. Ese día su corazón se puso a hablar, sus sentimientos, su alma. Gracias a Jurema descubrió que no estaba seco por dentro. Su cara, su cuerpo, su voz, se le aparecían aquí y aquí. Se tocó la cabeza y el pecho, en un gesto brusco, y la llamita subió y bajó. Otra vez quedó callado, esperando, y se hicieron presentes de nuevo el zumbido y los encontrones del abejorro contra la pared. Jurema seguía muda. El Enano la observó de soslayo: replegada sobre sí misma, en actitud defensiva, resistía la mirada del caboclo, muy seria. —No podemos casarnos ahora, ahora hay otra obligación —añadió Pajeú, como pidiendo excusas—. Cuando los perros se vayan.

El Enano sintió gemir al miope. Tampoco esta vez los ojos del caboclo se apartaron de Jurema para mirar a su vecino. Pero había una cosa… Algo que había pensado mucho, estos días, mientras rastreaba a los ateos, mientras los tiroteaba. Algo que alegraría su corazón. Calló, se avergonzó, luchó para decirlo: ¿le llevaría Jurema la comida, el agua, a la Fazenda Velha? Era algo que les envidiaba a los demás, algo que también quisiera tener. ¿Lo haría?

—Sí, sí, lo hará, se la llevará —oyó el Enano que decía, atolondrado, el miope—. Lo hará, lo hará.

Pero ni siquiera esta vez los ojos del caboclo lo miraron.

—¿Qué cosa es él de usted? —lo oyó preguntar. Ahora su voz era cortante como una faca—. ¿No su marido, no es cierto?

—No —dijo Jurema, muy suave—. Es… como mi hijo. La noche se llenó de tiros. Primero una andanada, luego otra, violentísima. Se oyeron gritos, carreras, una explosión.

—Me alegro de haber venido, de haberle hablado —dijo el caboclo—. Ahora tengo que irme. ¡Alabado sea el Buen Jesús!

Un momento después la oscuridad anegaba de nuevo el almacén y, en vez del abejorro, oían ráfagas intermitentes, lejanas, cercanas. Los Vilanova estaban en las trincheras y sólo aparecían para las reuniones con Joáo Abade; las Sardelinhas pasaban la mayor parte del día en las Casas de Salud y llevando comida a los combatientes. El Enano, Jurema y el miope eran los únicos que permanecían allí. El almacén se había vuelto a llenar de armamentos y explosivos con el convoy que trajo Joáo Abade y una empalizada de arena y piedras defendía su fachada. ^

—¿Por qué no le respondías? —oyó el Enano agitarse al ciego—. Él estaba en una tensión enorme, violentándose para decirte esas cosas. ¿Por qué no le contestabas? ¿No ves que en ese estado podía pasar del amor al odio, pegarte, matarte, y también a nosotros?

Calló para estornudar, una, dos, diez veces. Al terminar sus estornudos habían terminado también los disparos y el abejorro nocturno revoloteaba sobre sus cabezas. —No quiero ser la mujer de Pajeú —dijo Jurema, como si no les hablara a ellos—. Si me obliga, me mataré. Como se mató una de Calumbí, con una espina de xique–xique. No seré nunca su mujer.

El miope tuvo otro ataque de estornudos y el Enano se sintió sobrecogido: si Jurema moría ¿qué sería de él?

—Debimos escaparnos cuando todavía se podía —oyó gemir al ciego—. Ya no saldremos nunca de aquí. Tendremos una muerte horrible. ^

Pajeú dijo que los soldados se irían —susurró el Enano—. Lo dijo convencido. Él sabe, está peleando, se da cuenta de lo que pasa en la guerra.

Otras veces, el ciego lo refutaba: ¿había enloquecido como estos ilusos, se figuraba que podían ganarle una guerra al Ejército del Brasil? ¿Creía, como ellos, que aparecería el Rey Don Sebastián a luchar de su lado? Pero ahora permaneció callado. El Enano no estaba tan seguro como él que los soldados fueran invencibles. ¿Acaso habían entrado a Canudos? ¿No los había despojado Joáo Abade de sus armas y reses? La gente decía que estaban muriendo como moscas en la Favela, tiroteados por todos lados, sin comida, y gastándose las últimas balas.

Sin embargo, el Enano, cuya pasada existencia itinerante le impedía permanecer encerrado y lo lanzaba a la calle, pese a las balas, fue viendo, en los días sucesivos, que Canudos no tenía el aspecto de una ciudad victoriosa. Con frecuencia, encontraba algún muerto o herido en las callejuelas; si la fusilería era intensa pasaban horas antes de que los llevaran a las Casas de Salud, que estaban ahora, todas, en la calle Santa Inés, cerca del Mocambo. Salvo cuando ayudaba a los enfermeros, a acarrearlos, el Enano evitaba ese sector. Porque en Santa Inés se amontonaban durante el día los cadáveres que sólo podían ser enterrados en las noches —el cementerio estaba en la línea de fuego — y la pestilencia era terrible, fuera de los llantos y quejas de los heridos de las Casas de Salud, y del triste espectáculo de los viejecitos añosos, inválidos, inservibles, encargados de ahuyentar a los urubús y a los perros que querían comerse a los cadáveres mosqueados. Los entierros se celebraban después del rosario y los consejos, que tenían lugar puntualmente, cada anochecer, al llamado de la campana del Templo del Buen Jesús. Pero ahora se hacían a oscuras, sin las candelas chisporroteantes de antes de la guerra. A los consejos solían ir, con él, Jurema y el miope. Pero, a diferencia del Enano, que seguía luego los cortejos al cementerio, se regresaban al almacén una vez que terminaba la prédica del Consejero. Al Enano lo fascinaban los entierros, ese curioso afán de los deudos de que sus muertos se enterraran con algún pedazo de madera encima. Como ya no había quien hiciera ataúdes, pues todos estaban dedicados a la guerra, los cadáveres se sepultaban envueltos en hamacas, a veces dos o tres en una sola. Los parientes ponían dentro de la hamaca una tablita, una rama de arbusto, un objeto cualquiera de madera, para probarle al Padre su voluntad de dar al muerto un entierro digno, con cajón, que las adversas circunstancias impedían.

Al retorno de una de sus correrías, el Enano encontró en el almacén a Jurema y el ciego con el Padre Joaquim. Desde su llegada, hacía meses, no habían vuelto a estar a solas con él. Lo veían a menudo, a la diestra del Consejero, en la torre del Templo del Buen Jesús, diciendo misa, rezando el rosario que coreaba la multitud en la Plaza Matriz, en las procesiones, cercado por argollas de la Guardia Católica y en los entierros, salmodiando responsos en latín. Habían oído que sus desapariciones eran viajes que lo llevaban por los rincones del sertón, para hacer encargos y traer ayuda a los yagunzos. Desde que se reanudó la guerra, aparecía con frecuencia en las calles, sobre todo en Santa Inés, adonde iba a confesar e impartir la extremaunción a los moribundos de las Casas de Salud. Aunque se había cruzado con él varias veces nunca le había dirigido la palabra; pero, al entrar el Enano al almacén, el curita le estiró la mano y le dijo unas palabras amables. Estaba sentado en un banquito de ordeñadora y, frente a él, Jurema y el miope, en el suelo, con las piernas cruzadas.

—Nada es fácil, ni siquiera esto que parecía lo más fácil del mundo —dijo el Padre Joaquim a Jurema, desalentado, haciendo sonar los labios cuarteados—. Yo pensaba que te daría una gran felicidad. Que, esta vez, me recibirían como portador de alegría en una casa. —Hizo un pausa y se humedeció la boca con la lengua—. Sólo voy a las casas con los santos óleos, a cerrar los ojos a los muertos, a ver sufrir.

El Enano pensó que, en estos meses, se había vuelto un viejecillo. Casi no tenía cabellos y entre las motas de pelusa blanca, sobre las orejas, se veía su cráneo tostado y cubierto de pecas. Su flacura era extrema; la abertura de la raída sotana azulina delataba los huesos salientes de su pecho; su cara se había descolgado en pellejos amarillentos, en los que blanqueaban puntitos de barba crecida, lechosa. En su expresión, además de hambre y vejez, había inmensa fatiga.

—No me casaré con él, Padre —dijo Jurema—. Si quiere obligarme, me mataré. Habló tranquila, con la quieta determinación con que les había hablado aquella noche, y el Enano comprendió que el cura de Cumbe debía ya haberla oído decir lo mismo, pues no se sorprendió:

—No quiere obligarte —musitó—. No se le pasa por la cabeza siquiera la idea de que lo rechazarías. Sabe, como todo el mundo, que cualquier mujer de Canudos se sentiría dichosa de haber sido elegida por Pajeú para formar un hogar. ¿Tú sabes quién es Pajeú, no es verdad, hija? Has oído, seguramente, las cosas que se cuentan de él. Se quedó mirando el suelo terroso, con aire compungido. Un pequeño ciempiés se arrastraba entre sus sandalias, por las que asomaban sus dedos flacos y amarillentos, de uñas negras crecidas. No lo pisó, lo dejó alejarse, perderse entre la ristra de fusiles apoyados unos en otros.

—Todas son ciertas, incluso están por debajo de la verdad —añadió, de la misma manera abatida—. Esas violencias, muertes, robos, saqueos, venganzas, esas ferocidades gratuitas, como cortar orejas, narices. Toda esa vida de locura e infierno. Y, sin embargo, ahí está, también él, como Joáo Abade, como Táramela, Pedráo y los demás… El Consejero hizo el milagro, volvió oveja al lobo, lo metió al redil. Y por volver ovejas a los lobos, por dar razones para cambiar de vida a gentes que sólo conocían el miedo y el odio, el hambre, el crimen y el pillaje, por espiritualizar la brutalidad de estas tierras, les mandan Ejército tras Ejército, para que los exterminen. ¿Qué confusión se ha apoderado del Brasil, del mundo, para que se cometa una iniquidad así? ¿No es como para darle también en eso la razón al Consejero y pensar que efectivamente Satanás se ha adueñado del Brasil, que la República es el Anticristo?

No hablaba de prisa, no alzaba la voz, no estaba enfurecido ni triste. Sólo abrumado. —No es terquedad ni que le tenga odio —oyó el Enano que decía Jurema, con la misma firmeza—. Si fuera otro que Pajeú, tampoco lo aceptaría. No quiero volver a casarme, Padre.

—Está bien, lo he entendido —suspiró el cura de Cumbe—. Ya lo arreglaremos. Si no quieres, no te casarás con él. No tiene que matarte. Yo soy el que casa a la gente en Belo Monte, aquí no hay matrimonio civil. —Hizo una media sonrisa y asomó una lucecita picara en sus pupilas—. Pero no podemos decírselo de golpe. No hay que herirlo.

La susceptibilidad en gente como Pajeú es una enfermedad tremenda. Otra cosa que siempre me ha asombrado es ese sentido del honor tan puntilloso. Son una llaga viva. No tienen nada pero les sobra honor. Es su riqueza. Bueno, vamos a comenzar por decirle que tu viudez es demasiado reciente para contraer ahora un nuevo matrimonio. Lo haremos esperar. Pero hay una cosa. Es importante para él. Llévale la comida a Fazenda Velha. Me ha hablado de eso. Necesita sentir que una mujer se ocupa de él. No es mucho. Dale gusto. De lo otro, lo iremos desanimando, a pocos.

La mañana había estado tranquila; ahora comenzaban a oírse tiros, espaciados y muy a lo lejos.

—Has despertado una pasión —añadió el Padre Joaquim—. Una gran pasión. Anoche vino al Santuario a pedirle permiso al Consejero para casarse contigo. Dijo que también recibiría a estos dos, ya que son tu familia, que se los llevaría a vivir con él… Bruscamente, se incorporó. El miope estaba sacudido por los estornudos y el Enano se echó a reír, regocijado con la idea de volverse hijo adoptivo de Pajeú: nunca más le faltaría comida.

—Ni por eso ni por nada me casaría con él —repitió Jurema, inconmovible. Aunque añadió, bajando la vista —: Pero, si usted cree que debo hacerlo, le llevaré la comida. El Padre Joaquim asintió y daba media vuelta cuando el miope se incorporó de un salto y lo cogió del brazo. El Enano, al ver su ansiedad, adivinó lo que iba a decir.

—Usted puede ayudarme —susurró, mirando a derecha y a izquierda—. Hágalo por sus creencias, Padre. Yo no tengo nada que ver con lo que pasa aquí. Estoy en Canudos por accidente, usted sabe que no soy soldado ni espía, que no soy nadie. Se lo ruego, ayúdenle.

El cura de Cumbe lo miraba con conmiseración.

—¿A irse de aquí? —murmuró.

—Sí, sí —tartamudeó el miope, moviendo la cabeza—. Me lo han prohibido. No es justo…

—Debió escaparse —susurró el Padre Joaquim—. Cuando era posible, cuando no había soldados por todas partes.

—¿No ve en qué estado estoy? —gimoteó el miope, señalándose los ojos enrojecidos, saltones, acuosos, huidizos—. ¿No ve que sin anteojos soy un ciego? ¿Podía irme solo, dando tumbos por el sertón? —Su voz se quebró en un chillido—. ¡No quiero morir como una rata!

El cura de Cumbe pestañeó varias veces y el Enano sintió frío en la espalda, como siempre que el miope predecía la muerte inminente para todos ellos.

—Yo tampoco quiero morir como una rata —silabeó el curita, haciendo una mueca—. Tampoco tengo que ver con esta guerra. Y, sin embargo… —Agitó la cabeza, como para ahuyentar una imagen—. Aunque quisiera ayudarlo, no podría. Sólo salen de Canudos bandas armadas, a pelear. ¿Podría ir con ellas, acaso? —Hizo un gesto amargo—. Si cree en Dios, encomiéndese a Él. Es el único que puede salvarnos, ahora. Y si no cree, me temo que no haya nadie que pueda ayudarlo, mi amigo.

Se alejó, arrastrando los pies, encorvado y triste. No tuvieron tiempo de comentar su visita pues en ese momento entraron en el almacén los hermanos Vilanova, seguidos de varios hombres. Por sus diálogos, el Enano entendió que los yagunzos estaban abriendo una nueva trinchera, al Oeste de Fazenda Velha, siguiendo la curva del Vassa Barris frente al Tabolerinho, pues parte de las tropas se habían desprendido de la Favela y venían dando un rodeo al Cambaio probablemente para emplazarse en ese sector. Cuando los Vilanova partieron, llevándose armas, el Enano y Jurema consolaron al miope, tan afligido por su diálogo con el Padre Joaquim que le corrían las lágrimas por las mejillas y le vibraban los dientes.

Aquella misma tarde acompañó el Enano a Jurema a llevar comida a Pajeú, a la Fazenda Velha. Ella pidió también al miope que la acompañara, pero el miedo que le inspiraba el caboclo y lo peligroso que era atravesar todo Canudos, lo hicieron negarse. La comida para los yagunzos se preparaba en el callejón de San Cipriano, donde beneficiaban las reses que aún subsistían de la correría de Joáo Abade. Hicieron una larga cola hasta llegar a Catarina, la escuálida mujer de Joáo Abade, que, con otras, distribuía trozos de carne y farinha, y zurrones que los «párvulos» iban a llenar a la aguada de San Pedro. La mujer del Comandante de la Calle les dio una canasta con viandas y ellos se unieron a la fila que iba a las trincheras. Había que recorrer el callejón de San Crispín e ir agachado o gateando por las barrancas del Vassa Barris, cuyas anfractuosidades eran escudo contra las balas. Desde el río, las mujeres ya no podían continuar en grupo, sino de una en una, corriendo en zigzag o, las más prudentes, arrastrándose. Había unos trescientos metros entre las barracas y las trincheras y mientras corría, pegado a Jurema, el Enano iba viendo a su derecha las torres del Templo del Buen Jesús, atiborradas de tiradores, y a su izquierda las lomas de la Favela de las que, estaba seguro, miles de fusiles los apuntaban. Llegó sudando a la orilla de la trinchera y dos brazos lo bajaron al foso. Vio la cara estropeada de Pajeú.

No parecía sorprendido de verlos allí. Ayudó a Jurema, alzándola como una pluma, y la saludó con una inclinación de cabeza, sin sonreír, con naturalidad, como si ella hubiera estado viniendo ya muchos días. Cogió la canasta y les indicó que se apartaran, pues obstruían el trajín de las mujeres. El Enano avanzó entre yagunzos que comían en cuclillas, charlaban con las recién llegadas, o espiaban por boquetes de tubos y troncos horadados que les permitían disparar sin ser vistos. El conducto se amplió por fin en un espacio semicircular. La gente estaba allí menos apiñada y Pajeú se sentó en un rincón. Hizo señas a Jurema de que fuera a su lado. Al Enano, que no sabía si acercarse, le señaló la canasta. Él, entonces, se acomodó junto a ellos y compartió con Jurema y Pajeú el agua y las viandas.

Durante un buen rato, el caboclo no dijo palabra. Comía y bebía, sin siquiera mirar a sus acompañantes. Jurema tampoco lo miraba y el Enano se decía que era tonta de rechazar como marido a ese hombre que podía resolverle todos los problemas. ¿Qué le importaba que fuera feo? A ratos, observaba a Pajeú. Perecía mentira que este hombre que masticaba con empeño frío, de expresión indiferente —había apoyado el fusil contra el muro, pero conservaba la faca, el machete y las sartas de municiones en el cuerpo—, fuera el mismo que con voz temblorosa y desesperada dijo aquellas cosas de amor a Jurema. No había tiroteo sino balas esporádicas, algo a lo que los oídos del Enano se habían acostumbrado. A lo que no se habituaba era a los cañonazos. Su estruendo venía seguido de terral, de derrumbes, de un boquerón en la tierra, del llanto aterrado de las criaturas y a menudo de cadáveres desmembrados. Cuando tronaba, era el primero en aplastarse contra la tierra y permanecía allí, con los ojos cerrados, sudando frío, prendido de Jurema y del miope si estaban cerca, tratando de rezar.

Para romper ese silencio, preguntó tímidamente si era verdad que Joaquim Macambira y sus hijos, antes de que los mataran, destruyeron a la Matadeira. Pajeú dijo que no. Pero la Matadeira les explotó a los masones pocos días después y, parecía, murieron tres o cuatro de los que la disparaban. Tal vez el Padre había hecho eso para premiarlos por su martirio. El caboclo evitaba mirar a Jurema y ésta parecía no oírlo. Dirigiéndose siempre a él, Pajeú añadió que los ateos de la Favela estaban de mal en peor, muñéndose de hambre y enfermedad, desesperados por las bajas que les hacían los católicos. En las noches, hasta aquí se les oía quejarse y llorar. ¿Quería decir, entonces, que se irían pronto?

Pajeú hizo un gesto de duda.

—El problema está atrás —murmuró, señalando con la barbilla hacia el Sur—. En Queimadas y Monte Santo. Llegan más masones, más fusiles, más cañones, más rebaños, más granos. Viene otro convoy con refuerzos y comida. Y a nosotros se nos acaba todo.

En su cara pálido amarillenta, la cicatriz se frunció ligeramente.

—Voy a ir yo, esta vez, a pararlo —dijo, volviéndose a Jurema. El Enano se sintió apartado de pronto a leguas de allí—. Una lástima que, justamente ahora, tenga que partir.

Jurema resistió la mirada del ex–cangaceiro con expresión dócil y ausente, sin decir nada. —No sé cuánto estaré fuera. Vamos a caerles por Jueté. Tres o cuatro días, lo menos. Jurema entreabrió la boca pero no dijo nada. No había hablado desde que llegó. Hubo en eso una agitación en la trinchera y el Enano vio acercarse un tumulto, precedido por un rumor. Pajeú se levantó y cogió su fusil. En desorden, atropellando a los sentados y acuclillados, varios yagunzos llegaron hasta ellos. Rodearon a Pajeú y estuvieron un momento mirándolo, sin que nadie hablara. Lo hizo, al fin, un viejo, que tenía un lunar peludo en el cogote:

—Mataron a Táramela —dijo—. Le cayó una bala en la oreja, mientras comía. —Escupió y, mirando el suelo, gruñó —: Te has quedado sin tu suerte, Pajeú.

«Se pudren antes de morir», dice en voz alta el joven Teotónio Leal Cavalcanti, que cree estar pensando, no hablando. Pero no hay temor de que lo oigan los heridos. Aunque el Hospital de Sangre de la Primera Columna está bien resguardado del fuego, en una hendidura entre las cumbres de la Favela y el Monte Mario, el fragor de los disparos, sobre todo de la artillería, resuena aquí abajo repetido y aumentado por el eco de la semibóveda de los montes, y es un suplicio más para los heridos que tienen que gritar si quieren hacerse oír. No, nadie lo ha oído.

La idea de la pudrición atormenta a Teotónio Leal Cavalcanti. Estudiante del último año de Medicina de Sao Paulo cuando, por su ferviente convicción republicana, se enroló como voluntario con las tropas que partían a defender a la Patria allá en Canudos, ha visto antes de ahora, por supuesto, heridos, agonizantes, cadáveres. Pero aquellas clases de anatomía, las autopsias en el anfiteatro de la Facultad, los heridos de los hospitales donde hacía prácticas de cirugía ¿cómo se podrían comparar al infierno que es la ratonera de la Favela? Lo que lo maravilla es la velocidad con que se infectan las heridas, cómo en pocas horas se advierte en ellas un desasosiego, el hervor de los gusanos, y cómo inmediatamente empiezan a supurar pus fétida.

«Te servirá para tu carrera», le dijo su padre al despedirlo en la estación de Sao Paulo. «Tendrás una práctica intensiva de primeros auxilios.» Ha sido una práctica de carpintero, más bien. Algo ha aprendido en estas tres semanas: los heridos mueren más en razón de la gangrena que de las heridas, los que tienen más posibilidades de salvarse son aquellos que reciben el balazo o el tajo en brazos y piernas —miembros separables — siempre que se les ampute y cauterice a tiempo. Sólo los tres primeros días alcanzó el cloroformo para hacer las amputaciones con humanidad; en esos días era Teotónio quien reventaba las ampolletas, embebía una mota de algodón con el líquido emborrachante y los sujetaba contra la nariz del herido mientras el Capitán–cirujano, doctor Alfredo Gama, serruchaba, resoplando. Cuando se terminó el cloroformo, el anestésico fue una copa de aguardiente y ahora que se terminó el aguardiente las operaciones se hacen en frío, esperando que la víctima se desmaye pronto, de modo que el cirujano pueda operar sin la distracción de los alaridos. Es Teotónio Leal Cavalcanti quien ahora serrucha y corta los pies, piernas, manos y brazos de los gangrenados, mientras dos enfermeros sujetan a la víctima hasta que pierde el sentido. Y es él quien, luego de haber amputado, cauteriza los muñones quemando en ellos un poco de pólvora, o con grasa ardiente, como le enseñó el Capitán Alfredo Gama antes del estúpido accidente.

Estúpido, sí. Pues el Capitán Gama sabía que sobran artilleros y que, en cambio, escasean los médicos. Sobre todo médicos como él, experimentados en esta medicina de urgencia, que aprendió en las selvas del Paraguay, adonde fue de voluntario siendo estudiante, como ha venido a Canudos el joven Teotónio. Pero en esta guerra con el Paraguay, el Doctor Alfredo Gama contrajo para su desgracia, según lo confesaba, el «vicio de la artillería». Ese vicio acabó con él hace siete días, echando sobre los hombros de su joven ayudante la abrumadora responsabilidad de doscientos heridos, enfermos y moribundos que se apiñaban, semidesnudos, pestilentes, roídos por los gusanos, sobre la roca —sólo uno que otro tiene una manta o estera — en el Hospital de Sangre. El cuerpo de Sanidad de la Primera Columna se dividió en cinco equipos, y el Capitán Alfredo Gama y Teotónio constituían uno de ellos, el que tenía a su cargo la zona Norte del Hospital. El «vicio de la artillería» impedía al Doctor Alfredo Gama concentrarse exclusivamente en los heridos. De pronto paraba una curación para trepar ansiosamente el Alto do Mario, adonde se ha arrastrado a pulso todos los cañones de la Primera Columna. Los artilleros le permitían disparar los Krupp, incluso la Matadeira. Teotónio lo recuerda, profetizando: «¡Un cirujano derribará las torres de Canudos!». El Capitán retornaba a la hendidura con bríos renovados. Era un hombre grueso, sanguíneo, abnegado y jovial, que se encariñó con Teotónio Leal Cavalcanti desde el día que lo vio entrar al cuartel. Su personalidad desbordante, su alegría, su vida aventurera, sus pintorescas anécdotas sedujeron de tal manera al estudiante que éste pensó seriamente, en el viaje a Canudos, permanecer en el Ejército una vez diplomado, igual que su ídolo. En la breve escala del Regimiento en Salvador, el Doctor Gama llevó a Teotónio a conocer la Facultad de Medicina de Bahía, en la Plaza de la Basílica Catedral y, frente a la fachada amarilla de grandes ventanales azules en forma de ojiva, bajo los flamboyanes, cocoteros y crotos, el médico y el estudiante bebieron aguardiente dulzón entre los quioscos levantados sobre las baldosas de piedras blancas y negras, rodeados de vendedores de baratijas y de cocineras. Siguieron bebiendo hasta el amanecer, que los sorprendió en un burdel de mulatas, locos de felicidad. Al subir al tren a Queimadas, el Doctor Gama hizo tragar a su discípulo una poción vomitiva, «para prevenir la sífilis africana», según le explicó. Teotónio se seca el sudor, mientras da de beber quinina mezclada con agua a un varioloso que delira por la fiebre. A un lado, hay un soldado con los huesos del codo al aire y, al otro, un baleado en el vientre al que, como carece de esfínter, se le salen todas las heces. El olor a excrementos se mezcla con la chamusquina de los cadáveres que queman a lo lejos. Quinina y ácido fénico es lo único que queda en la ambulancia del Hospital de Sangre. El yodoformo se acabó al mismo tiempo que el cloroformo y, a falta de antisépticos, los médicos han estado usando subnitrato de bismuto y calomelanos. Ahora, ambas cosas también se han acabado. Teotónio Leal Cavalcanti lava las heridas con una solución de agua y ácido fénico. Lo hace acuclillado, sacando la solución fenicada de la bacía con las manos. A otros, les hace tragar un poco de quinina con medio vaso de agua. Se ha traído gran cantidad de quinina en previsión de fiebres palúdicas. «El síndrome de la guerra con el Paraguay», decía el Doctor Gama. Allá habían diezmado al Ejército. Pero el paludismo era inexistente en este clima sequísimo, donde sólo en torno a las escasas aguadas proliferaban mosquitos. Teotónio sabe que la quinina no les hará ningún bien, pero, al menos, les da la ilusión de estar siendo curados. Fue el día del accidente, precisamente, que el Capitán Gama empezó a repartir quinina, a falta de otra cosa.

Piensa en cómo ocurrió, en cómo debió ocurrir ese accidente. Él no estaba allí; se lo han contado y, desde entonces, ésa es, junto con la de los cuerpos que se pudren, una de las pesadillas que estorban su sueño las pocas horas que consigue dormir. La del jocundo y enérgico Capitán–cirujano encendiendo el cañón Krupp 34 cuya culata ha cerrado mal, por apresuramiento. Al detonar la espoleta, la explosión se propaga desde la culata entreabierta a un barril de cartuchos contiguo. Ha oído referir a los artilleros que vieron elevarse al Doctor Alfredo Gama varios metros, que cayó a veinte pasos convertido en un informe montón de carne. Con él han muerto el Teniente Odilón Corioano de Azevedo, el Alférez José A. do Amaral y tres soldados (otros cinco tuvieron quemaduras). Cuando Teotónio llegó al Alto do Mario, los cadáveres estaban siendo incinerados, conforme a una disposición sugerida por la Sanidad, en vista de lo difícil que es enterrar a todos los que mueren: en este suelo que es roca viva abrir una tumba es un gran desgaste de energía, pues las lampas y picos se abollan contra la piedra sin arrancarla. La orden de quemar los cadáveres ha motivado una violenta discusión entre el General Osear y el Capellán de la Primera Columna, el Padre capuchino Lizzardo, quien llama a la incineración «perversidad masónica».

El joven Teotónio guarda un recuerdo del Doctor Alfredo Gama: una cinta milagrosa del Senhor de Bonfim, que les vendieron aquella tarde, en Bahía, los funámbulos de la Plaza de la Basílica Catedral. Se la llevará a la viuda de su jefe, si regresa a Sao Paulo. Pero Teotónio duda que vuelva a ver la ciudad donde nació, estudió y donde se alistó en el Ejército por este idealismo romántico: servir a la Patria y a la Civilización. En estos meses, ciertas creencias que parecían sólidas, se han visto profundamente socavadas. Por ejemplo, su idea del patriotismo, sentimiento que, creía antes, corría por la sangre de todos estos hombres venidos de los cuatro rincones del Brasil a defender a la República contra el oscurantismo, la conspiración traidora y la barbarie. Tuvo la primera desilusión en Queimadas, en esa larga espera de dos meses, en el caos que era la aldea sertanera convertida en Cuartel General de la Primera Columna. En la Sanidad, donde trabajaba con el Capitán Alfredo Gama y otros facultativos, descubrió que muchos trataban de evitar la guerra mediante el pretexto de la mala salud. Los había visto inventar enfermedades, aprenderse los síntomas y recitarlos como consumados actores, para hacerse declarar ineptos. El médico–artillero le enseñó a desbaratar los insensatos recursos de que se valían para darse fiebres, vómitos, diarreas. Que entre ellos hubiera no sólo soldados de línea, es decir, gente inculta, sino oficiales, había sido para Teotónio un duro remezón.

El patriotismo no estaba tan extendido como suponía. Es un pensamiento que se ha confirmado en las tres semanas que lleva en esta ratonera. No es que los hombres no peleen; han peleado, están peleando. Él ha visto con qué bravura han resistido, desde Angico, los ataques de ese enemigo sinuoso, cobarde, que no da la cara, que no conoce las leyes y las maneras de la guerra, que se embosca, que ataca al sesgo, desde escondites, y se esfuma cuando los patriotas van a su encuentro. En estas tres semanas, pese a que una cuarta parte de las fuerzas expedicionarias han caído muertas o heridas, los hombres siguen combatiendo, pese a la falta de comida, pese a que todos empiezan a perder la esperanza de que llegue el convoy de refuerzos.

¿Pero, cómo conciliar el patriotismo con los negociados? ¿Qué amor al Brasil es este que permite esos sórdidos tráficos entre hombres que defienden la más noble de las causas, la de la Patria y la Civilización? Es otra realidad que desmoraliza a Teotónico Leal Cavalcanti: la forma en que se negocia y especula, en razón de la escasez. Al principio, fue sólo el tabaco el que se vendía y revendía cada hora más caro. Esa misma mañana, ha visto pagar doce mil reis por un puñado a un Mayor de Caballería… ¡Doce mil reis! Diez veces más de lo que vale una caja de tabaco en la ciudad. Después, todo ha aumentado vertiginosamente, todo ha pasado a ser objeto de puja. Como los ranchos son ínfimos —los oficiales reciben mazorcas de maíz verde, sin sal, y los soldados el pienso de los caballos — se pagan precios fantásticos por los comestibles: treinta y cuarenta mil reis por un cuarto de chivo, cinco mil por una mazorca de maíz, veinte mil por una rapadura, cinco mil por una taza de farinha, mil y hasta dos mil por una raíz de imbuzeiro o por un cacto «cabeza de frade» del que se puede extraer pulpa. Los cigarros llamados «fuzileires» se venden a mil reis y una taza de café a cinco mil. Y, lo peor, es que él también ha sucumbido al tráfico. Él también, empujado por el hambre y la necesidad de fumar, ha estado gastándose lo que tiene, pagando cinco mil reis por una cuchara de sal, artículo que sólo ahora ha descubierto lo codiciado que podía ser. Lo que horripila es saber que buena parte de esos productos tienen un origen ilícito, son robados de las despensas de la Columna, o robos de robos…

¿No es sorprendente que, en estas circunstancias, cuando se están jugando la vida cada segundo, en esta hora de la verdad que debía purificarlos, dejando en ellos sólo lo elevado, muestren esa avidez por negociar y atesorar dinero? «No es lo sublime sino lo sórdido y abyecto, el espíritu de lucro, la codicia, lo que se exacerba ante la presencia de la muerte», piensa Teotónio. La idea que se hacía del hombre se ha visto brutalmente mancillada en estas semanas.

Lo aparta de sus pensamientos alguien que llora a sus pies. A diferencia de otros, que sollozan, éste llora en silencio, como avergonzado. Se arrodilla junto a él. Es un soldado viejo que ya no aguanta más la comezón.

—Me he rascado, Señor Doctor —murmura—. No me importa que se infecte o lo que sea.

Es una de las víctimas de esa arma diabólica de los caníbales que ha destrozado la epidermis de buen número de patriotas: las hormigas cacaremas. Al principio parecía un fenómeno natural, una fatalidad, que esos bichos feroces, que perforan la piel, producen sarpullidos y un ardor atroz, salieran de sus escondrijos con el fresco de la noche para ensañarse en los dormidos. Pero se ha descubierto que los hormigueros, unas construcciones esféricas de barro, los suben hasta el campamento los yagunzos, y los revientan allí, para que los enjambres voraces hagan estragos entre los patriotas que descansan… ¡Y son niños de pocos años a quienes los caníbales mandan arrastrándose a depositar los hormigueros! Uno de ellos ha sido capturado; al joven Teotónio le han dicho que el «yagunzinho» se debatía en los brazos de sus captores como una fiera, insultándoles con las groserías del rufián más deslenguado….

Al levantar la camisa del viejo soldado para examinar su pecho, Teotónio encuentra que las placas amoratadas de ayer, son ahora una mancha rojiza con pústulas presas de continua agitación. Sí, ya están allí, reproduciéndose, royendo las entrañas del pobre hombre. Teotónio ha aprendido a disimular, a mentir, a sonreír. Las picaduras van mejor, afirma, el soldado debe tratar de no rascarse. Le da de beber media taza de agua con quinina asegurándole que con esto la comezón disminuirá.

Prosigue su ronda, imaginando a esos niños a quienes los degenerados mandan en las noches con los hormigueros. Bárbaros, inciviles, salvajes: sólo gentes sin sentimientos pueden pervertir así a seres inocentes. Pero también sobre Canudos han cambiado las ideas del joven Teotónio. ¿Son, efectivamente, restauradores monárquicos? ¿Están coludidos, de veras, con la Casa de Braganza y los esclavistas? ¿Es cierto que los salvajes son apenas un instrumento de la Pérfida Albión? Aunque los oye gritar ¡Muera la República!, Teotónio Leal Cavalcanti ya no está tan seguro de eso, tampoco. Todo se ha vuelto confuso. Él esperaba encontrar, aquí, oficiales ingleses, asesorando a los yagunzos, enseñándoles a manejar el armamento modernísimo metido de contrabando por las costas bahianas que se ha descubierto. ¡Pero entre los heridos que simula que cura hay víctimas de hormigas cacaremas y, también, de dardos y flechas emponzoñadas y de piedras puntiagudas lanzadas con hondas de trogloditas! De modo que eso del ejército monárquico, reforzado por oficiales ingleses, le parece ahora algo fantástico. «Tenemos al frente a simples caníbales», piensa. «Y, sin embargo, estamos perdiendo la guerra; la hubiéramos perdido si la Segunda Columna no llega a socorrernos cuando nos emboscaron en estos cerros.» ¿Cómo entender semejante paradoja? Una voz lo detiene: «¿Teotónio?». Es un Teniente en cuya guerrera en hilachas se lee todavía su grado y destino: Noveno Batallón de Infantería, Salvador. Se halla en el Hospital de Sangre desde el día que la Primera Columna llegó a la Favela; estaba entre los cuerpos de vanguardia de la Primera Brigada, a los que el Coronel Joaquim Manuel de Medeiros llevó insensatamente a intentar una carga, descendiendo la cuesta de la Favela hacia Canudos. La carnicería que les causaron los yagunzos, desde sus trincheras invisibles, fue espantosa; todavía se ve a la primera línea de soldados petrificada a media pendiente, donde fue detenida. El Teniente Pires Ferreira ha recibido una explosión en la cara; le arrancó las dos manos que había levantado y lo ha dejado ciego. Como era el primer día, el Doctor Alfredo Gama pudo anestesiarlo con morfina mientras le suturaba los muñones y desinfectaba su cara llagada. El Teniente Pires Ferreira tiene la fortuna de que sus heridas estén protegidas por vendas del polvo y los insectos. Es un herido ejemplar, al que Teotónio nunca ha oído llorar ni quejarse. Cada día, al preguntarle cómo se siente, lo oye responder: «Bien». Y decir «Nada» cuando le pregunta si quiere algo. Teotónio suele conversar con él, en Jas noches, tumbado a su lado en el cascajo, mirando las estrellas siempre abundantes en el cielo de Canudos. Así se ha enterado que el Teniente Pires Ferreira es veterano de esta guerra, uno de los pocos que ha servido en las cuatro expediciones enviadas por la República a combatir a los yagunzos; así ha sabido que para este infortunado oficial esta tragedia es el remate de una serie de humillaciones y derrotas. Ha comprendido, entonces, el porqué de la amargura que rumia, por qué resiste con estoicismo esas penalidades que destruyen la moral y la dignidad de otros. En él las peores heridas no son físicas.

—¿Teotónio? —repite Pires Ferreira. Las vendas le cubren media cara, pero no la boca ni el mentón.

—Sí —dice el estudiante, sentándose a su lado. Indica a los dos enfermeros con el botiquín y los zurrones que descansen; ellos se retiran unos pasos y se dejan caer sobre el cascajo—. Voy a acompañarte un rato, Manuel da Silva. ¿Necesitas algo? —¿Nos están oyendo? —dice el vendado, en voz baja—. Es confidencial, Teotónio. En ese momento suenan las campanas, al otro lado de los cerros. El joven Leal Cavalcanti mira al cielo: sí, oscurece, es la hora de las campanas y el rosario de Canudos. Repican todos los días, con una puntualidad mágica, e infaliblemente, poco después, si no hay tiroteo y cañonazos, hasta los campamentos de la Favela y el Monte Mario llegan las avemarías de los fanáticos. Una inmovilidad respetuosa se instala a esta hora en el Hospital de Sangre; muchos heridos y enfermos se persignan al oír las campanas y mueven los labios, rezando al mismo tiempo que sus enemigos. El mismo Teotónio, pese a que ha sido un católico apático, no puede dejar de sentir cada tarde, con estos rezos y campanadas, una sensación curiosa, indefinible, algo que, si no es la fe, es nostalgia de fe.

—O sea que el campanero sigue vivo —murmura, sin responder al Teniente Pires Ferreira—. No pueden bajarlo todavía.

El Capitán Alfredo Gama hablaba mucho del campanero. Lo había visto un par de veces trepando al campanario del Templo de las torres, y, otra, en el pequeño campanario de la capilla. Decía que era un viejecito insignificante e imperturbable, que se columpiaba del badajo, indiferente a la fusilería con que respondían a las campanas los soldados. El Doctor Gama le refirió que tumbar esos campanarios desafiantes y acallar al viejecillo provocador es ambición obsesiva allá, en el Alto do Mario, entre los artilleros, y que todos alistan sus fusiles para apuntarlo, a la hora del Ángelus. ¿No han podido matarlo aún o éste es un nuevo campanero?

—Lo que voy a pedirte no es producto de la desesperación —dice el Teniente Pires Ferreira—. No es el pedido de alguien que ha perdido el juicio.

Tiene la voz serena y firme. Está totalmente inmóvil sobre la manta que lo separa del cascajo, con la cabeza apoyada en una almohadilla de paja, y los muñones vendados sobre su vientre.

—No debes desesperar —dice Teotónio—. Serás de los primeros evacuados. Apenas lleguen los refuerzos y regrese el convoy, te llevarán en ambulancia a Monte Santo, a Queimadas, a tu casa. El General Osear lo prometió el día que vino al Hospital de Sangre. No desesperes, Manuel da Silva.

—Te lo pido por lo que más respetes en el mundo —dice, suave y firme, la boca de Pires Ferreira—. Por Dios, por tu padre, por tu vocación. Por esa novia a la que escribes versos, Teotónio.

—¿Qué quieres, Manuel da Silva? —murmura el joven paulista, apartando la vista del herido, disgustado, absolutamente seguro de lo que va a oír.

—Un tiro en la sien —dice la voz suave, firme—. Te lo suplico desde el fondo de mi alma.

No es el primero que le pide semejante cosa y sabe que no será el último. Pero es el primero que se lo pide con tanta tranquilidad, con tan poco dramatismo. —No puedo hacerlo sin manos —explica el hombre vendado—. Hazlo tú por mí. —Un poco de valor, Manuel da Silva —dice Teotónio, advirtiendo que es él quien tiene la voz alterada por la emoción—. No me pidas algo que va contra mis principios, contra mi profesión.

—Entonces, uno de tus ayudantes —dice el Teniente Pires Ferreira—. Ofrécele mi cartera. Debe haber unos cincuenta mil reis. Y mis botas, que están sin huecos. —La muerte puede ser peor que lo que te ha ocurrido —dice Teotónio—. Serás evacuado. Sanarás, recobrarás el amor a la vida.

—¿Sin ojos y sin manos? —pregunta, suavemente, Pires Ferreira. Teotónio se siente avergonzado. El Teniente tiene la boca entreabierta —: Eso no es lo peor, Teotónio. Son las moscas. Siempre las odié, siempre sentí mucho asco por ellas. Ahora, estoy a su merced. Se pasean por mi cara, se meten a mi boca, se cuelan por las vendas hasta las llagas.

Calla. Teotónio lo ve pasarse la lengua por los labios. Se siente tan conmovido de oír hablar así a ese herido ejemplar, que no atina siquiera a pedir el zurrón de agua a los enfermeros, para aliviarle la sed.

—Se ha vuelto algo personal entre los bandidos y yo —dice Pires Ferreira—. No quiero que se salgan con la suya. No permitiré que me dejen convertido en esto, Teotónio. No seré un monstruo inútil. Desde Uauá, supe que algo trágico se había cruzado en mi camino. Una maldición, un hechizo. —¿Quieres agua? —susurra Teotónio.

—No es fácil matarse cuando no tienes manos ni ojos —prosigue Pires Ferreira—. He intentado los golpes contra la roca. No sirve. Tampoco lamer el suelo, pues no hay piedras capaces de ser tragadas y…

—Calla, Manuel da Silva —dice Teotónio, poniéndole la mano en el hombro. Pero le resulta falso calmar a un hombre que parece el más tranquilo del planeta, que no sube ni apresura la voz, que habla de sí como de otra persona.

—¿Me vas a ayudar? Te lo pido en nombre de nuestra amistad. Una amistad nacida aquí es algo sagrado. ¿Me vas a ayudar?

—Sí —susurra Teotónio Leal Cavalcanti—. Te voy a ayudar, Manuel da Silva.

IV

—¿Su cabeza? —repitió el Barón de Cañabrava. Estaba ante la ventana de la huerta; se había acercado con el pretexto de abrirla, por el calor creciente, pero, en realidad, para localizar al camaleón, cuya ausencia lo angustiaba. Su ojos recorrieron la huerta en todas direcciones, buscándolo. Se había hecho invisible, otra vez, como si jugara con él—. La noticia de que lo decapitaron salió en The Times, en Londres. La leí allí. —Decapitaron su cadáver —lo corrigió el periodista miope.

El Barón regresó a su sillón. Se sentía apesadumbrado, pero, sin embargo, acababa de interesarse de nuevo en lo que decía el visitante. ¿Era un masoquista? Todo eso le traía recuerdos, escarbaba y reabría la herida. Pero quería oírlo.

—¿Lo vio alguna vez a solas? —preguntó, buscando los ojos del periodista—. ¿Llegó a hacerse una idea de la clase de hombre que era?

Habían encontrado la tumba sólo dos días después de caer el último reducto. Consiguieron que el Beatito les indicara el lugar donde estaba enterrado. Bajo tortura, se entiende. Pero no cualquier tortura. El Beatito era un mártir nato y no hubiera hablado por simples brutalidades como ser pateado, quemado, castrado o porque le cortaran la lengua o le reventaran los ojos. Pues a veces devolvían así a los yagunzos prisioneros, sin ojos, sin lengua, sin sexo, creyendo que ese espectáculo destruiría la moral de los que aún resistían. Conseguían lo contrario, claro está. Para el Beatito encontraron la única tortura que no podía resistir: los perros.

—Creía conocer a todos los jefes facinerosos —dijo el Barón—. Pajeú, Joáo Abade, Joáo Grande, Táramela, Pedráo, Macambira. Pero ¿el Beatito?

Lo de los perros era una historia aparte. Tanta carne humana, tanto banquete de cadáver, los meses del cerco, los volvieron feroces, igual a lobos y hienas. Surgieron manadas de perros carniceros que entraban a Canudos, y, sin duda, al campamento de los sitiadores, en busca de alimento humano.

—¿No eran esas manadas el cumplimiento de las profecías, los seres infernales del Apocalipsis? —masculló el periodista miope, cogiéndose el estómago—. Alguien debió decirles que el Beatito tenía un horror especial a los perros, mejor dicho al Perro, el Mal encarnado. Lo pondrían frente a una jauría rabiosa, sin duda, y, ante la amenaza de ser llevado en pedazos al infierno por los mensajeros del Can, los guió al lugar donde lo habían enterrado.

El Barón olvidó al camaleón y a la Baronesa Estela. En su cabeza, rugientes manadas de perros enloquecidos hurgaban amontonamientos de cadáveres, hundían los hocicos en vientres agusanados, daban dentelladas a flacas pantorrillas, se disputaban, entre ladridos, tibias, cartílagos, cráneos. Sobrepuestas a los despanzurramientos, otras jaurías invadían aldeas desprevenidas, abalanzándose sobre vaqueros, pastores, lavanderas, en busca de carne y huesos frescos.

Hubiera podido ocurrírseles que estaba enterrado en el Santuario. ¿En qué otro sitio hubieran podido enterrarlo? Excavaron donde el Beatito les indicó y a los tres metros de profundidad —así de hondo — lo encontraron, vestido con su túnica azul, sus alpargatas de cuero crudo y envuelto en una estera. Tenía los cabellos crecidos y ondulados: así lo consignó el acta notarial de exhumación. Estaban allí todos los jefes, empezando por el General Artur Osear, quien ordenó al artista–fotógrafo de la Primera Columna, Señor Flavio de Barros, que fotografiara el cadáver. La operación tomó media hora, en la que todos continuaron allí a pesar de la pestilencia.

—¿Se imagina qué sentirían esos generales y coroneles viendo, por fin, el cadáver del enemigo de la República, del masacrador de tres expediciones militares, del desordenador del Estado, del aliado de Inglaterra y la casa de Braganza? —Yo lo conocí —murmuró el Barón y su interlocutor quedó callado, interrogándolo con su mirada acuosa —: Pero me pasa con él algo parecido a lo que le pasó en Canudos, por culpa de los anteojos. No lo identifico, se me esfuma. Fue hace quince o veinte años. Estuvo en Calumbí, con un pequeño séquito y parece que les dimos de comer y les regalamos ropas viejas, pues limpiaron las tumbas y la capilla. Recuerdo una colección de harapos más que un conjunto de hombres. Pasaban demasiados santones por Calumbí. ¿Cómo hubiera podido adivinar que ése era, entre tantos, el importante, el que relegaría a los demás, el que atraería a millares de sertaneros?

—También estaba llena de iluminados, de heréticos, la tierra de la Biblia —dijo el periodista miope—. Por eso tanta gente se confundió con Cristo. No entendió, no lo percibió…

—¿Habla en serio? —adelantó la cabeza el Barón—. ¿Cree que el Consejero fue realmente enviado por Dios?

Pero el periodista miope proseguía, con voz correosa, su historia.

Habían levantado un acta notarial frente al cadáver, tan descompuesto que tuvieron que taparse las narices con manos y pañuelos pues se sentían mareados. Los cuatro facultativos lo midieron, comprobaron que tenía un metro setenta y ocho de longitud, que había perdido todos los dientes y que no murió de bala pues la única herida, en su cuerpo esquelético, era una equimosis en la pierna izquierda, causada por el roce de una esquirla o piedra. Luego de breve conciliábulo, se decidió decapitarlo, a fin de que la ciencia estudiara su cráneo. Lo traerían a la Facultad de Medicina de Bahía, para que lo examinara el Doctor Nina Rodríguez. Pero, antes de comenzar a serruchar, degollaron al Beatito. Lo hicieron allí mismo, en el Santuario, mientras el artista–fotógrafo Flavio de Barros tomaba la foto, y lo arrojaron a la fosa donde devolvieron el cadáver sin cabeza del Consejero. Buena cosa para el Beatito, sin duda. Ser enterrado junto a quien tanto veneró y sirvió. Pero algo lo debió espantar, en el último instante: saber que iba a ser enterrado como un animal, sin ceremonia alguna, sin rezos, sin envoltura de madera. Porque ésas eran las cosas que preocupaban allá.

Un nuevo ataque de estornudos lo interrumpió. Pero se repuso y siguió hablando, con una excitación progresiva, que, por momentos, le trababa la lengua. Sus ojos revoloteaban, azogados, detrás de los cristales.

Había habido un cambio de opiniones a ver cuál de los cuatro médicos lo hacía. Fue el Mayor Miranda Curio, jefe del Servicio Sanitario en campaña, el que cogió el serrucho, mientras los otros sujetaban el cuerpo. Pretendían sumergir la cabeza en un recipiente de alcohol, pero como los restos de pellejo y carne comenzaban a desintegrarse, la metieron en un saco de cal. Así fue traída a Salvador. Se confió la delicada misión de transportarla al Teniente Pinto Souza, héroe del Tercer Batallón de Infantería, uno de los contados oficiales sobrevivientes de ese cuerpo diezmado por Pajeú en el primer combate. El Teniente Pinto Souza la entregó a la Facultad de Medicina y el Doctor Nina Rodríguez presidió la Comisión de científicos que la observó, midió y pesó. No había informes fidedignos sobre lo que se dijo, durante el examen, en el anfiteatro. El comunicado oficial era de una parquedad irritante, y el responsable de ello, al parecer, nadie menos que el propio Doctor Nina Rodríguez. Fue él quien redactó esas parcas líneas que desencantaron a la opinión pública diciendo, secamente, que la ciencia no había comprobado ninguna anormalidad constitutiva manifiesta en el cráneo de Antonio Consejero.

—Todo eso me recuerda a Galileo Gall —dijo el Barón, echando una ojeada esperanzada a la huerta—. También él tenía una fe loca en los cráneos, como indicadores del carácter. Pero el fallo del Doctor Nina Rodríguez no era compartido por todos sus colegas de Salvador. Así, el Doctor Honorato Nepomuceno de Alburquerque preparaba un estudio discrepante del informe de la Comisión de científicos. Él sostenía que ese cráneo era típicamente braquicéfalo, según la clasificación del naturalista sueco Retzius, con tendencias a la estrechez y linearidad mentales (por ejemplo, el fanatismo). Y que, de otro lado, la curvatura craneal correspondía exactamente a la señalada por el sabio Benedikt para aquellos epilépticos que, según escribió el científico Samt, tienen el libro de misa en la mano, el nombre de Dios en los labios y los estigmas del crimen y del

bandidismo en el corazón.

—¿Se da cuenta? —dijo el periodista miope, respirando como si acabara de realizar un esfuerzo enorme—. Canudos no es una historia, sino un árbol de historias. —¿Se siente mal? —preguntó el Barón, sin efusividad—. Veo que tampoco a usted le hace bien hablar de estas cosas. ¿Ha estado visitando a todos esos médicos? El periodista miope estaba replegado como una oruga, hundido en sí mismo y parecía muerto de frío. Terminado el examen médico, había surgido un problema. ¿Qué hacer con esos huesos? Alguien propuso que la calavera fuera enviada al Museo Nacional, como curiosidad histórica. Hubo una oposición cerrada. ¿De quién? De los masones. Bastaba ya con Nosso Senhor de Bonfim, dijeron, bastaba ya con un lugar de peregrinación ortodoxo. Esa calavera expuesta en una vitrina convertiría al Museo Nacional en una segunda Iglesia de Bonfim, en un Santuario heterodoxo. El Ejército estuvo de acuerdo: era preciso evitar que la calavera se volviera reliquia, germen de futuras revueltas. Había que desaparecerla. ¿Cómo? ¿Cómo? —Evidentemente, no enterrándola —murmuró el Barón.

Evidentemente, pues el pueblo fanatizado descubriría tarde o temprano el lugar del entierro. ¿Qué lugar más seguro y remoto que el fondo del mar? La calavera fue metida en un costal repleto de piedras, cosido y llevado de noche, en un bote, por un oficial, a un lugar del Atlántico equidistante del Fuerte San Marcelo y la isla de Itaparica, y lanzada al cieno marino, a servir de asiento a las madréporas. El oficial encargado de la secreta operación fue el mismo Teniente Pinto Souza: fin de la historia.

Sudaba tanto y se había puesto tan pálido que el Barón pensó: «Se va a desmayar». ¿Qué sentía este fantoche por el Consejero? ¿Admiración? ¿Fascinación morbosa? ¿Simple curiosidad de chismoso? ¿Había llegado de veras a creerlo mensajero del cielo? ¿Por qué sufría y se atormentaba con Canudos? ¿Por qué no hacía como todo el mundo, tratar de olvidar?

—¿Dijo usted Galileo Gall? —lo oyó decir.

—Sí —asintió el Barón, viendo los ojos enloquecidos, la cabeza rapada, oyendo los discursos apocalípticos—. Esa historia, Gall la habría entendido. Creía que el secreto de las personas estaba en los huesos de la cabeza. ¿Llegaría finalmente a Canudos? Si llegó, sería terrible para él comprobar que ésa no era la revolución con la que soñaba. —No lo era y sin embargo lo era —dijo el periodista miope—. Era el reino del oscurantismo y, a la vez, un mundo fraterno, de una libertad muy particular. Tal vez no se hubiera sentido tan decepcionado. —¿Supo qué fue de él?

—Murió en alguna parte, no muy lejos de Canudos —dijo el periodista—. Yo lo veía mucho, antes de todo esto. En «El Fuerte», una taberna de la ciudad baja. Era hablador, pintoresco, alocado; palpaba cabezas, profetizaba tumultos. Lo creía un embustero. Nadie hubiera adivinado que se convertiría en un personaje trágico. —Tengo unos papeles de él —dijo el Barón—. Una especie de memoria, o testamento, que escribió en mi casa, en Calumbí. Debí entregarlos a unos correligionarios suyos. Pero no pude. No por mala voluntad, pues fui hasta Lyon para cumplir el encargo. ¿Por qué había hecho ese viaje a Lyon, desde Londres, para entregar personalmente el texto de Gall a los redactores de l'Étincelle de la révolte? No por afecto al frenólogo, en todo caso; lo que había llegado a sentir por él era curiosidad, interés científico por esa variante insospechada de la especie humana. Se había dado el trabajo de ir a Lyon para ver la cara y oír a esos compañeros del revolucionario, comprobar si se parecían a él, si creían y decían las cosas que él. Pero había sido un viaje inútil. Todo lo que consiguió averiguar fue que l'Étincelle de la révolte, hoja esporádica, había dejado de salir tiempo atrás, y que la editaba una pequeña imprenta cuyo propietario había sido encarcelado, bajo la acusación de imprimir billetes falsos, hacía ya tres o cuatro años. Congeniaba muy bien con el destino de Gall haber estado, acaso, enviando artículos a unos fantasmas y haber muerto sin que nadie que lo hubiera conocido, en su vida europea, supiera dónde, cómo y por qué murió.

—Historia de locos —dijo, entre dientes—. El Consejero, Moreira César, Gall. Canudos enloqueció a medio mundo. A usted también, por supuesto.

Pero un pensamiento le tapó la boca: «No, ellos estaban locos desde antes. Canudos hizo

perder la razón sólo a Estela». Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar las lágrimas. No recordaba haber llorado de niño, de joven. Pero, desde lo ocurrido a la Baronesa, lo había hecho muchas veces, en su despacho, en las noches de desvelo.

—Más que de locos es una historia de malentendidos —volvió a corregirlo el periodista miope—. Quiero saber una cosa, Barón. Le suplico que me diga la verdad. —Desde que me aparté de la política, casi siempre la digo —susurró el Barón—. ¿Qué quiere saber?

—Si hubo contactos entre el Consejero y los monárquicos —le repuso, espiando su reacción, el periodista miope—. No hablo del grupito de nostálgicos del Imperio que tenían la ingenuidad de proclamarse que lo eran, como Gentil de Castro. Sino de gentes como ustedes, los Autonomistas, los monárquicos de corazón, que, sin embargo, lo ocultaban. ¿Tuvieron contactos con el Consejero? ¿Lo azuzaron? El Barón, que lo había escuchado con burla, se echó a reír.

—¿No lo averiguó en esos meses en Canudos? ¿Vio políticos bahianos, paulistas, cariocas entre los yagunzos?

—Ya le dije que no vi gran cosa —repuso la voz antipática—. Pero supe que usted había enviado desde Calumbí maíz, azúcar, rebaños. —Entonces, sabrá también que no fue por mi voluntad, sino forzado —dijo el Barón—. Tuvimos que hacerlo todos los hacendados de la región, para que no nos quemaran las haciendas. ¿No es ésa la manera de tratar con los bandidos en el sertón? Si no se les puede matar, se les alquila. Si yo hubiera tenido la menor influencia sobre ellos no habrían destruido Calumbí y mi mujer estaría sana. Los fanáticos no eran monárquicos ni sabían lo que era el Imperio. Es fantástico que no lo haya comprendido, a pesar de… El periodista miope tampoco lo dejó continuar esta vez: —No lo sabían, pero sí eran monárquicos, aunque de una manera que ningún monárquico hubiera entendido —dijo, de prisa y pestañeando —: Sabían que la monarquía había abolido la esclavitud. El Consejero elogiaba a la Princesa Isabel por haber dado la libertad a los esclavos. Parecía convencido de que la monarquía cayó por haber abolido la esclavitud. Todos en Canudos creían que la República era esclavista, que quería restaurar la esclavitud.

—¿Piensa que yo y mis amigos inculcamos al Consejero semejante cosa? —volvió a sonreír el Barón—. Si alguien nos lo hubiera propuesto lo hubiéramos creído un imbécil.

—Sin embargo, eso explica muchas cosas —elevó la voz el periodista—. Como el odio al censo. Me devanaba los sesos, tratando de entenderlo, y ahí está la explicación. Raza, color, religión. ¿Para qué podía querer averiguar la República la raza y color de la gente, sino para convertir otra vez en esclavos a los negros? ¿Y para qué la religión sino para identificar a los creyentes antes de la matanza? —¿Ése es el malentendido que explica Canudos? —dijo el Barón.

—Uno de ellos —acezó el periodista miope—. Yo sabía que los yagunzos no habían sido equivocados así por ningún politicastro. Pero quería oírselo decir.

—Pues ya lo ha oído —dijo el Barón. ¿Qué hubieran dicho sus amigos si hubieran podido anticipar una maravilla así? ¡Los hombres y mujeres humildes del sertón levantándose en armas para atacar a la República, con el nombre de la Infanta Doña Isabel en los labios! No, era demasiado irreal para que a ningún monárquico brasileño se le hubiera ocurrido ni en sueños.

El mensajero de Joáo Abade alcanza a Antonio Vilanova en las afueras de Jueté, donde el ex–comerciante está emboscado con catorce yagunzos, al acecho de un convoy de reses y cabras. La noticia es tan grave que Antonio decide regresar a Canudos sin terminar lo que lo ha traído hasta allí: conseguir comida. Es un trabajo que ha hecho ya tres veces, desde que llegaron los soldados, las tres con éxito: veinticinco reses y varias docenas de chivos la primera; ocho reses la segunda, y la tercera una docena, además de un carromato de farinha, café, azúcar y sal. Él ha insistido en dirigir estas correrías destinadas a procurar alimento a los yagunzos, alegando que Joáo Abade, Pajeú, Pedráo y Joáo Grande son indispensables en Belo Monte. Desde hace tres semanas asaltan los convoyes que parten de Queimadas y Monte Santo, por la ruta de Rosario, llevando comida a la Favela.

Es una operación relativamente fácil, que el ex–comerciante, con sus maneras metódicas y escrupulosas y su talento organizador, ha perfeccionado a extremos científicos. El éxito se debe, sobre todo, a los informes que recibe, a la colaboración de los pisteros y cargadores de los soldados, que son, la mayoría, yagunzos que se han hecho contratar o levar en localidades diversas, de Tucano a Itapicurú. Ellos lo mantienen al tanto del movimiento de los convoyes y lo ayudan a decidir el lugar para la estampida, remate de la operación. En el sitio convenido —generalmente el fondo de una cañada o una zona frondosa de monte, siempre de noche — Antonio y su hombres irrumpen súbitamente entre el rebaño, provocando un estruendo con sus trabucos, reventando cartuchos de dinamita y soplando pitos, a fin de que los animales, asustados, se desboquen por la caatinga. En tanto que Antonio y su grupo distraen a la tropa, tiroteándola, los pisteros y cargadores rescatan a los animales que pueden y los azuzan por atajos acordados —la ruta que viene de Calumbí, la más corta y segura, sigue desconocida de los soldados — a Canudos. Antonio y los otros les dan alcance después.

Es lo que hubiera ocurrido, ahora también, si no hubiera llegado esa noticia: que los perros van a asaltar Canudos en cualquier momento. Los dientes apretados, apresurando el paso, las frentes arrugadas, Antonio y sus catorce compañeros tienen una idea fija que los espolea: estar en Belo Monte con los demás, rodeando al Consejero, cuando los ateos ataquen. ¿Cómo se ha enterado el Comandante de la Calle del plan de asalto? El mensajero, un viejo baqueano que camina a su lado, le dice a Vilanova que trajeron la noticia dos yagunzos vestidos de soldados, que merodeaban por la Favela. Lo dice con naturalidad, como si fuera normal que los hijos del Buen Jesús anduvieran entre diablos disfrazados de diablos.

«Ya se acostumbraron, ya no les llama la atención», piensa Antonio Vilanova. Pero la primera vez que Joáo Abade trató de convencer a los yagunzos que usaran uniformes de soldados había habido casi una rebelión. El propio Antonio sintió gusto a ceniza con la propuesta. Ponerse encima aquello que simbolizaba lo malvado, insensible y hostil que hay en el mundo, le repelía visceralmente y entendía muy bien que los hombres de Canudos se resistieran a morir ataviados de perros. «Y, sin embargo, nos equivocamos, piensa. Y, como siempre, Joáo Abade tuvo razón.» Porque la información que traían los valerosos «párvulos» que se introducían a los campamentos, a soltar hormigas, cobras, escorpiones, a echar veneno a los odres de la tropa, no podía jamás ser tan precisa como la de los hombres hechos y derechos, sobre todo los licenciados o desertores del Ejército. Había sido Pajeú quien zanjó el problema, al presentarse, luego de una discusión, en las trincheras de Rancho do Vigario, vestido de cabo, anunciando que se deslizaría a través de las líneas. Todos sabían que él no pasaría desapercibido. Joáo Abade preguntó a los yagunzos si les parecía bien que Pajeú fuera al sacrificio para darles el ejemplo y quitarles el miedo a unos trapos con botones. Varios hombres del antiguo cangaco del caboclo se ofrecieron entonces a uniformarse. Desde ese día, el Comandante de la Calle no ha tenido dificultad en filtrar yagunzos en los campamentos.

Se detienen a descansar y comer, después de varias horas. Comienza a oscurecer y, bajo un cielo plomizo, se distinguen el Cambaio y la entrecortada Sierra de Cañabrava. Sentados en círculo, con las piernas cruzadas, los yagunzos abren sus bolsones de cuerdas trenzadas y sacan puñados de bolacha y carne reseca. Comen en silencio. Antonio Vilanova siente el cansancio en las piernas, acalambradas e hinchadas. ¿Está envejeciendo? Es una sensación de los últimos meses. ¿O es la tensión, la actividad frenética provocada por la guerra? Ha bajado tanto de peso que ha abierto nuevos agujeros a su cinturón y Antonia Sardelinha ha tenido que arreglarle sus dos camisas que le bailaban como camisolas. Pero ¿no les ocurre eso mismo a los hombres y mujeres de Belo Monte? ¿No han enflaquecido también Joáo Grande y Pedráo, que eran unos gigantes? ¿No está Honorio encorvado y encanecido? ¿Y Joáo Abade y Pajeú no están también más viejos?

Escucha el bramido del cañón, hacia el Norte. Una pequeña pausa y, luego, varios cañonazos seguidos. Antonio y los yagunzos saltan del sitio y reanudan la marcha, a tranco largo.

Se acercan a la ciudad por el Tabolerinho, al amanecer, después de cinco horas en las que los cañonazos se suceden casi sin interrupción. En las aguadas, donde comienzan las casas, hay un mensajero esperándolos para conducirlos adonde Joáo Abade. Lo encuentran en las trincheras de Fazenda Velha, reforzadas ahora con el doble de hombres, todos con los dedos en los gatillos de fusiles y espingardas, oteando, en las sombras de la madrugada, las faldas de la Favela, por donde esperan ver derramarse a los masones. «Alabado sea el Buen Jesús Consejero», murmura Antonio y Joáo Abade, sin contestarle, le pregunta si vio soldados por la ruta. No, ni una patrulla. —No sabemos por dónde van a atacar —dice Joáo Abade y el ex–comerciante advierte su enorme preocupación—. Sabemos todo, menos lo principal.

Calcula que atacarán por aquí, el camino más corto, y por eso ha venido el Comandante de la Calle a reforzar con trescientos yagunzos a Pajeú, en esta trinchera que se curva, un cuarto de legua, desde los pies del Monte Mario hasta el Tabolerinho. Joáo Abade le explica que Pedráo cubre el Oriente de Belo Monte, la zona de los corrales y sembríos, y los montes por donde serpentean las trochas a Trabubú, Macambira, Cocorobó y Geremoabo. La ciudad, defendida por la Guardia Católica de Joáo Grande tiene nuevos parapetos de piedra y arena en callejuelas y encrucijadas y se ha reforzado el cuadrilátero de las Iglesias y el Santuario, ese centro al que convergirán los batallones de asalto, como convergen hacia allí los obuses de sus cañones.

Aunque está ávido por hacer preguntas, Vilanova comprende que no hay tiempo. ¿Qué debe hacer? Joáo Abade le dice que a él y a Honorio les corresponde el territorio paralelo a los barrancos del Vassa Barris, al Este del Alto do Mario y la salida a Geremoabo. Sin más explicaciones, le pide que avise en el acto si aparecen soldados, pues lo importante es descubrir a tiempo por dónde tratarán de entrar. Vilanova y los catorce hombres echan a correr.

La fatiga se ha evaporado como por ensalmo. Debe ser otro indicio de la presencia divina, otra manifestación de lo sobrenatural en su persona. ¿Cómo explicarlo, si no es a través del Padre, del Divino o del Buen Jesús? Desde que supo la noticia del asalto no ha hecho otra cosa que andar y correr. Hace un rato, cruzando la Laguna de Cipó, las piernas le flaquearon y el corazón le latía con tanta furia que temió caer desvanecido. Y ahí está ahora, corriendo sobre ese terreno pedregoso, de subidas y bajadas, en ese final de la noche que las bombardas fulminantes de la tropa iluminan y atruenan. Se siente descansado, lleno de energía, capaz de desplegar cualquier esfuerzo, y sabe que así se sienten los catorce hombres que corren a su lado. ¿Quién sino el Padre puede operar semejante cambio, rejuvenecerlos así, cuando las circunstancias lo requieren? No es la primera vez que le ocurre. Muchas veces, en estas semanas, cuando creía que iba a desplomarse, ha sentido de pronto una nueva fuerza que parece alzarlo, renovarlo, inyectarle un ventarrón de vida.

En la media hora que les toma llegar a las trincheras del Vassa Barris —corriendo, andando, corriendo — Antonio Vilanova percibe, en Canudos, llamaradas de incendios. No piensa si alguno de esos fuegos consume su hogar, sino: ¿estará funcionando el sistema que ha ideado para que los incendios no se propaguen? Hay, para eso, en las esquinas y las calles, cientos de barriles y cajas de arena. Los que permanecen en la ciudad saben que apenas estalla una explosión deben correr a sofocar las llamas con baldazos de tierra. El propio Antonio ha organizado, en cada manzana de viviendas, grupos de mujeres, niños y ancianos encargados de esa tarea.

En las trincheras, encuentra a su hermano Honorio y también a su mujer y a su cuñada. Las Sardelinhas están instaladas con otras mujeres bajo un cobertizo, entre cosas de comer y de beber, remedios y vendas. «Bien venido, compadre», lo abraza Honorio. Antonio se demora un momento con él mientras come con apetito los cazos que las Sardelinhas sirven a los recién llegados. Apenas termina su breve refrigerio, el excomerciante distribuye a sus catorce compañeros por los alrededores, les aconseja dormir algo y va con Honorio a recorrer la zona.

¿Por qué les ha encargado Joáo Abade esta frontera a ellos, los menos guerreros de los guerreros? Sin duda porque es la más alejada de la Favela: no atacarán por aquí. Tendrían tres o cuatro veces más de camino que si descienden las laderas y atacan la Fazenda Velha; tendrían, además, antes de llegar al río, que atravesar un territorio abrupto y crispado de espinos que obligaría a los batallones a quebrarse y disgregarse. No es así como pelean los ateos. Lo hacen en bloques compactos, formando esos cuadros que resultan tan buen blanco para los yagunzos atrincherados.

—Nosotros hicimos estas trincheras —dice Honorio—. ¿Se acuerda, compadre?

—Claro que me acuerdo. Hasta ahora siguen vírgenes.

Sí, ellos dirigieron las cuadrillas que han diseminado esa zona sinuosa, entre el río y el cementerio, sin árbol ni matorral, de pequeños pozos para dos o tres tiradores. Cavaron los primeros abrigos hace un año, después del combate de Uauá. Luego de cada expedición han abierto nuevos agujeros, y, últimamente, pequeñas ranuras entre pozo y pozo que permiten a los hombres arrastrarse de uno a otro sin ser vistos. Siguen vírgenes, en efecto: ni una vez se ha combatido en este sector.

Una luz azulada, con tintes amarillos en los bordes, avanza desde el horizonte. Se escucha el cocorocó de los gallos. «Han pasado los cañonazos», dice Honorio, adivinando su pensamiento. Antonio termina la frase: «Quiere decir que ya están en camino, compadre». Las trincheras se esparcen cada quince, veinte pasos, en medio kilómetro de frente y un centenar de metros de fondo. Los yagunzos, embutidos en los abrigos de a dos y de a tres, se hallan tan ocultos que los Vilanova sólo los divisan cuando se inclinan a cambiar unas palabras con ellos. Muchos tienen tubos de metal, cañas de ancho diámetro y troncos horadados que les permiten observar afuera sin asomarse. La mayoría duermen o dormitan, hechos un ovillo, con sus Mánnlichers, Máuseres y trabucos, y la bolsa de proyectiles y el cuerno de pólvora al alcance de la mano. Honorio ha colocado centinelas a lo largo del Vassa Barris; varios han descendido y explorado el cauce —allí totalmente seco — y la otra banda, sin encontrar patrullas. Regresan hacia el cobertizo, conversando. Resulta extraño ese silencio con canto de gallos, después de tantas horas de bombardeo. Antonio comenta que el asalto a Canudos le pareció inevitable desde que esa columna de refuerzos —más de quinientos soldados, al parecer — llegó a la Favela, intacta, pese a los desesperados esfuerzos de Pajeú, que los estuvo hostigando desde Cladeiráo y sólo consiguió arrebatarles unas reses. Honorio pregunta si es verdad que las tropas han dejado compañías en Jueté y Rosario, por donde antes se contentaban con pasar. Sí, es verdad.

Antonio se desabrocha el cinturón y utilizando su brazo como almohada y tapándose la cara con el sombrero, se acurruca en la trinchera que comparte con su hermano. Su cuerpo se relaja, agradecido a la inmovilidad, pero sus oídos siguen alertas, tratando de percibir en el día que comienza alguna señal de los soldados. Al poco rato se olvida de ellos y, después de flotar sobre imágenes diversas, disueltas, se concentra de pronto en ese hombre cuyo cuerpo roza el suyo. Dos años menor que él, de claros cabellos ensortijados, calmo, discreto. Honorio es más que su hermano y concuñado: su compañero, su compadre, su confidente, su mejor amigo. No se han separado nunca, no han tenido jamás una disputa seria. ¿Está Honorio en Belo Monte, como él, por adhesión al Consejero y a todo lo que representa, la religión, la verdad, la salvación del alma, la justicia? ¿O sólo por fidelidad hacia su hermano? En los años que llevan en Canudos jamás se le había pasado por la cabeza. Cuando los rozó el ángel y abandonó sus asuntos para ocuparse de los de Canudos, le pareció natural que su hermano y su cuñada, al igual que su mujer, aceptaran de buen ánimo el cambio de vida, como lo habían hecho cada vez que las desgracias les fijaron nuevos rumbos. Así ha ocurrido: Honorio y Asunción se plegaron a su voluntad sin la menor queja. Había sido cuando Moreira César asaltó Canudos, en ese día interminable, mientras peleaba en las calles, que por primera vez comenzó a carcomerlo la sospecha de que tal vez Honorio iba a morir allí, no por algo en lo que creía, sino por respeto a su hermano mayor. Cuando intenta hablar con Honorio sobre este tema, su hermano se burla: «¿Cree que me jugaría el pellejo sólo por estar a su lado? ¡Que vanidoso se ha vuelto, compadre!». Pero esas bromas, en vez de aplacar sus dudas, las han activado. Se lo había dicho al Consejero: «Por mi egoísmo, he dispuesto de Honorio y de su familia sin jamás averiguar lo que ellos querían; como si fueran muebles o chivos». El Consejero encontró un bálsamo para esa herida: «Si fuera así, los has ayudado a hacer méritos para ganar el cielo». Siente que lo remecen, pero demora en abrir los ojos. El sol brilla en el cielo y Honorio le está haciendo silencio con un dedo en los labios:

—Ahí están, compadre —murmura, con voz queda—. Nos ha tocado recibirlos.

—Qué honor, compadre —responde, con voz pastosa.

Se arrodilla en la trinchera. De las barrancas de la otra banda del Vassa Barris un mar de uniformes azules, plomos, rojos, con brillos de abotonaduras y de espadas y bayonetas, viene hacia ellos en la resplandeciente mañana. Eso es lo que sus oídos están oyendo, hace rato: repique de tambores, clarín de cornetas. «Parece que vinieran derechito hacia nosotros», piensa. El aire está limpio y, pese a la distancia, ve con suma nitidez a las tropas, desplegadas en tres cuerpos, uno de los cuales, el del centro, parece enfilar rectilíneamente hacia estas trincheras. Algo pegajoso en la boca le atranca las palabras. Honorio le dice que ha despachado ya dos «párvulos» a Fazenda Velha y a la salida a Trabubú, a avisar a Joáo Abade y Pedráo que vienen por ese lado. —Tenemos que aguantarlos —se oye decir—. Aguantarlos como sea hasta que Joáo Abade y Pedráo se replieguen a Belo Monte.

—Siempre y cuando no estén atacando a la vez por Favela —gruñe Honorio. Antonio no lo cree. Al frente, bajando las barrancas del río seco, hay varios miles de soldados, más de tres mil, tal vez cuatro mil, lo que tiene que ser toda la fuerza útil de los perros. Los yagunzos saben, por los «párvulos» y espías, que en el hospital de la quebrada entre la Favela y el Alto do Mario hay cerca de mil heridos y enfermos. Una parte de la tropa debe haber quedado allí, protegiendo el hospital, la artillería e instalaciones. Esa tropa tiene que ser toda la del asalto. Se lo dice a Honorio, sin mirarlo, la vista clavada en las barrancas, mientras verifica con los dedos si el tambor del revólver está lleno de cartuchos. Aunque tiene un Mánnlicher, prefiere ese revólver, con el que se ha batido desde que está en Canudos. Honorio, en cambio, tiene el fusil apoyado en el reborde, con el alza levantada y el dedo en el gatillo. Así deben estar todos los otros yagunzos, en sus cuevas, recordando la instrucción: no disparar sino cuando el enemigo esté muy cerca, para ahorrar munición y aprovechar la sorpresa. Es lo único que los favorece, lo único que puede atenuar la desproporción de número y de equipo. Llega arrastrándose y se deja caer en la poza, un chiquillo que les trae un zurrón de café caliente y unas tortas de maíz. Antonio reconoce sus ojos vivos y risueños, su cuerpo torcido. Se llama Sebastián y es veterano en estas lides, pues ha servido de mensajero a Pajeú y a Joáo Grande. Mientras bebe el café, que le compone el cuerpo, Antonio ve desaparecer al chiquillo, reptando con sus zurrones y alforjas, silente y veloz como una lagartija.

«Si se acercan unidos, formando una masa compacta», piensa. Qué fácil sería entonces derribarlos con granizadas a quemarropa, en ese territorio sin árboles, matorrales ni rocas. Las depresiones del suelo no les sirven de mucho pues las trincheras de los yagunzos están en altozanos desde los cuales pueden dominarlas. Pero no vienen unidos. El cuerpo del centro avanza más rápido, como una proa; es el primero en cruzar el cauce y en escalar las barrancas. Unas figurillas azulinas, con listas rojas en los pantalones y puntos destellantes, asoman a menos de doscientos pasos de Antonio. Es una compañía de exploradores, un centenar de hombres, todos a pie, que se reagrupan en dos bloques de tres en fondo y progresan rápidamente, sin la menor precaución. Los ve estirar los pescuezos, avizorar las torres de Belo Monte, totalmente inconscientes de esos tiradores rastreros que los apuntan.

«¿Qué espera, compadre?», dice Honorio. «¿Que nos vean?» Antonio dispara y, al instante, como un eco multiplicado, estalla a su alrededor un estruendo que borra a los tambores y clarines. El humo, el polvo, la confusión se apoderan de los exploradores. Antonio dispara, despacio, todos sus tiros, apuntando con un ojo cerrado a los soldados que han dado media vuelta y huyen a la carrera. Alcanza a ver que otros cuerpos han salvado ya las barrancas y se acercan por tres, cuatro direcciones distintas. La fusilería cesa.

—No nos han visto —le dice su hermano.

—Tienen el sol en contra —le responde—. Dentro de una hora estarán ciegos. Ambos cargan sus armas. Se escuchan tiros aislados, de yagunzos que quieren rematar a esos heridos que Antonio ve arrastrándose sobre el cascajo, tratando de alcanzar las barrancas. Por éstas siguen apareciendo cabezas, brazos, cuerpos de soldados. Las formaciones se desmoronan, fragmentan, tuercen, al avanzar por el terreno quebradizo, danzante. Los soldados han comenzado a disparar, pero Antonio tiene la impresión de que aún no localizan las trincheras, que disparan por encima de ellos, hacia Canudos, creyendo que las ráfagas que segaron a su punta de lanza provenían del Templo del Buen Jesús. El tiroteo adensa la polvareda y remolinos parduzcos envuelven y desaparecen por instantes a los ateos que, agazapados, apretados unos contra otros, los fusiles enhiestos y la bayoneta calada, se adelantan al compás de toques de corneta y tambor y gritos de: «¡Infantería! ¡Avanzar!».

El ex–comerciante vacía dos veces su revólver. El arma se recalienta y le quema la mano, así que la enfunda y empieza a usar el Mánnlicher. Apunta y dispara, buscando siempre, entre los cuerpos enemigos, aquellos que por el sable, los entorchados o las actitudes parecen los que mandan. De pronto, viendo a esos heréticos y fariseos de caras asustadas, descompuestas, que caen de a uno, de a dos, de a diez, por balas que ignoran de dónde vienen, siente compasión. ¿Cómo es posible que le inspiren piedad quienes quieren destruir Belo Monte? Sí, en este momento, mientras los ve desplomarse, los oye gemir y los apunta y los mata, no los odia: presiente su miseria espiritual, su humanidad pecadora, los sabe víctimas, instrumentos ciegos y estúpidos, atrapados en las artes del Maligno. ¿No les hubiera podido ocurrir a todos? ¿A él mismo, si, gracias a ese encuentro con el Consejero, no lo hubiera rozado el ángel? —A la izquierda, compadre —le da un codazo Honorio.

Mira y ve: jinetes con lanzas. Unos doscientos, quizá más. Han cruzado el Vassa Barris a medio kilómetro a su diestra y están agrupándose en pelotones para atacar ese flanco, bajo la algarabía frenética de un cornetín. Están fuera de la línea de trincheras. En un segundo, ve lo que va a ocurrir. Los lanceros cortarán de través, por el lomerío encrespado, hasta el cementerio, y como no hay en ese ángulo trinchera que les obstruya el paso alcanzarán en pocos minutos Belo Monte. Al ver la vía libre, por esa ruta seguirá la tropa de a pie. Ni Pedráo, ni Joáo Grande ni Pajeú han tenido tiempo de refluir hacia la ciudad a reforzar a los yagunzos parapetados en los techos y torres de las Iglesias y el Santuario. Entonces, sin saber qué va a hacer, guiado por la locura del instante, coge la bolsa de municiones y salta del pozo, gritando a Honorio: «Hay que pararlos, que me sigan, que me sigan». Echa a correr, inclinado, el Mánnlicher en la derecha, el revólver en la izquierda, la bolsa en el hombro, en un estado que se parece al sueño, a la embriaguez. En ese momento, el miedo a la muerte —que a veces lo despierta empapado en sudor o le hiela la sangre en medio de una conversación trivial — desaparece y se adueña de él un soberbio desprecio a la idea de ser herido o de desaparecer de entre los vivos. Mientras corre derecho hacia los jinetes que, formados en pelotones, comienzan a trotar, zigzagueando, alzando polvo, a los que ve y deja de ver, según las ondulaciones de la tierra, ideas, recuerdos, imágenes, chisporrotean en la fragua que es su cabeza. Sabe que esos jinetes son parte del batallón de lanceros del Sur, los gauchos, a los que ha avistado merodeando detrás de la Favela en procura de reses. Piensa que ninguno de esos jinetes hollará Canudos, que Joáo Grande y la Guardia Católica, los negros del Mocambo o los kariris flecheros matarán a sus animales, blancos tan magníficos. Y piensa en su mujer y en su cuñada y en si ellas y las otras habrán regresado a Belo Monte. Entre esas caras, esperanzas, fantasías, aparece Assaré, allá en los confines del Ceará, adonde no ha vuelto desde que salió huyendo de la peste. Su pueblo suele presentarse en momentos como éste, cuando siente que toca un límite, que pisa un extremo más allá del cual sólo quedan el milagro o la muerte. Cuando las piernas ya no responden se deja caer y estirándose, sin buscar abrigo, se acomoda el fusil al hombro y comienza a disparar. No tendrá tiempo de recargar el arma, así que apunta cuidadosamente, cada vez. Ha cubierto la mitad de la distancia que lo separaba de los jinetes. Éstos cruzan frente a él, entre la polvareda, y se pregunta cómo no lo han visto, pese a haber venido corriendo a campo traviesa, pese a estarlos tiroteando. Ninguno de los lanceros mira hacia aquí. Pero, como si su pensamiento los hubiera alertado, el pelotón que va a la cabeza gira súbitamente hacia la izquierda. Ve que un jinete hace un movimiento circular con el espadín, como llamándolo, como saludándolo, y que la docena de lanceros galopa en su dirección. El fusil está sin balas. Coge el revólver con las dos manos, los codos apoyados en tierra, decidido a guardar esos cartuchos hasta tener encima a los caballos. Ahí están las caras de los diablos, deformadas por la rabia, ahí la ferocidad con que taconean los ¡jares, las largas varillas que tiemblan, los bombachos que el viento infla. Dispara al del sable, una, dos, tres balas, sin darle, pensando que nada lo librará de que esas lanzas lo ensarten y lo machaquen esos cascos que martillean el cascajo. Pero algo ocurre y otra vez tiene el palpito de lo sobrenatural. De detrás suyo surgen muchas figuras disparando, blandiendo machetes, facas, martillos, hachas, que se avientan contra los animales y sus cabalgaduras, baleándolos, acuchillándolos, cortándolos, en un remolino vertiginoso. Ve yagunzos prendidos de las lanzas y de las piernas de los jinetes y cortando las riendas; ve rodar a caballos y oye rugidos, relinchos, injurias, disparos. Por lo menos dos lanceros pasan encima suyo, sin pisotearlo, antes de que consiga ponerse de pie y lanzarse a la pelea. Dispara los dos últimos tiros de su revólver y, empuñando el Mánnlicher como garrote, corre hacia los ateos y yagunzos más próximos, entreverados en el suelo. Descarga un culatazo contra un soldado encaramado sobre un yagunzo y lo golpea hasta dejarlo inerte. Ayuda al yagunzo a levantarse y ambos corren a socorrer a Honorio, a quien persigue un jinete con la lanza estirada. Al ver que van hacia él, el gaucho azuza al animal y se pierde a galope en dirección a Belo Monte. Durante un buen rato, en medio del terral, Antonio corre de un sitio a otro, ayuda a levantarse a los caídos, carga y vacía su revólver. Hay compañeros malheridos y otros muertos, con lanzas atravesadas. Uno sangra profusamente por una herida abierta a sablazos. Se ve, como en sueños, rematando a culatazos —otros lo hacen con el machete — a los gauchos desmontados. Cuando el entrevero termina por falta de enemigos y los yagunzos se reúnen, Antonio dice que deben regresar a las trincheras, pero a medio hablar advierte, entre nubarrones de polvo rojizo, que por allá donde estaban antes emboscados pasan ahora las compañías de masones, hasta perderse de vista.

No lo rodean más de cincuenta hombres. ¿Y los otros? Los que podían moverse, volvieron a Belo Monte. «Pero no eran muchos», gruñe un yagunzo sin dientes, el hojalatero Zósimo. A Antonio le asombra encontrarlo de combatiente, cuando su decrepitud y sus años deberían tenerlo apagando incendios y acarreando heridos a las Casas de Salud. No tiene sentido seguir allí; una nueva carga de jinetes acabaría con ellos. —Vamos a ayudar a Joáo Grande —les dice.

Se escinden en grupos de tres o cuatro y, dando el brazo a los que cojean, protegiéndose en las arrugas del terreno, emprenden el regreso. Antonio va rezagado, junto a Honorio y a Zósimo. Acaso los nubarrones de polvo, acaso los rayos de sol, acaso la premura que tienen por invadir Canudos expliquen que ni las tropas que progresan a su izquierda ni los lanceros que divisan a la derecha, vengan a rematarlos. Porque los ven, es imposible que no los vean como ellos los están viendo. Pregunta a Honorio por las Sardelinhas. Le responde que a todas las mujeres les mandó decir que se fueran, antes de abandonar las trincheras. Todavía hay un millar de pasos hasta las viviendas. Será difícil, yendo tan despacio, llegar hasta allí sanos y salvos. Pero el temblor de sus piernas y el tumulto de su sangre le dicen que ni él ni ninguno de los sobrevivientes están en condiciones de ir más de prisa. El viejo Zósimo se tambalea, presa de un pasajero desvanecimiento. Le da una palmada, alentándolo, y lo ayuda a caminar. ¿Será cierto que este anciano estuvo alguna vez a punto de quemar vivo al León de Natuba, antes de ser rozado por el ángel? —Mire por el lado de la casa de Antonio el Fogueteiro, compadre.

Una intensa, ruidosa fusilería viene de ese macizo de viviendas que se elevan delante del antiguo cementerio y cuyas callejuelas, enrevesadas como jeroglíficos, son las únicas de Canudos que no llevan nombres de santos, sino de cuentos de troveros: Reina Magalona, Roberto el Diablo, Silvaninha, Carlomagno, Fierabrás, Pares de Francia. Allí están concentrados los nuevos peregrinos. ¿Son ellos quienes tirotean de ese modo a los ateos? Techos, puertas, bocacalles del barrio vomitan fuego contra los soldados. De pronto, entre las siluetas de yagunzos tumbados, de pie o acuclillados, descubre la inconfundible silueta de Pedráo, saltando de aquí a allá con su mosquetón, y está seguro de distinguir, entre el ruido atronador de los disparos, el estruendo del arma del mulato gigantón. Pedráo ha rechazado siempre cambiar esa vieja arma, de sus épocas de bandido, por los fusiles de repetición Mánnlicher y Máuser, pese a que éstos disparan cinco tiros y se cargan de prisa, en tanto que él, cada vez que usa el mosquete, tiene que limpiar el cañón y cebarlo de pólvora y taponarlo, antes de disparar los absurdos proyectiles: pedazos de fierro, de limonita, de vidrio, de plomo, de cera y hasta de piedra. Pero Pedráo tiene una destreza asombrosa y hace esa operación a una velocidad que parece cosa de brujo, como su extraordinaria puntería.

Lo alegra verlo allí. Si Pedráo y sus hombres han tenido tiempo de regresar, también lo habrán hecho Joáo Abade y Pajeú y, entonces, Belo Monte está bien defendido. Les falta ya menos de doscientos pasos para la primera línea de trincheras y los yagunzos que van delante agitan los brazos y se identifican a gritos para que los defensores no les disparen. Algunos corren; él y Honorio los imitan, pero se detienen pues el viejo Zósimo no puede seguirlos. Lo toman de los brazos y lo llevan a rastras, inclinados, tropezando, bajo una granizada de explosiones que a Antonio le parece dirigida contra ellos tres. Llega hasta lo que era una bocacalle y es ahora una tapia de piedras y latas de arena, tablas, tejas, ladrillos y toda clase de objetos sobre los que divisa una compacta hilera de tiradores. Muchas manos se estiran para ayudarlos a trepar. Antonio se siente levantado en peso, bajado, depositado al otro lado de la trinchera. Se sienta a descansar. Alguien le alcanza un zurrón lleno de agua, que bebe a sorbos, con los ojos cerrados, sintiendo una sensación dolorosa y dichosa cuando el líquido moja su lengua, su paladar, su garganta, que parecen de lija. Sus oídos zumbantes se destapan de rato en rato y puede oír la fusilería y los mueras a la República y a los ateos y los vítores al Consejero y al Buen Jesús. Pero en una de ésas —la gran fatiga va cediendo, pronto se levantará — se da cuenta que los yagunzos no pueden aullar «¡Viva la República!», «¡Viva el Mariscal Floriano!», «¡Mueran los traidores!», «¡Mueran los ingleses!». ¿Es posible que estén tan cerca que oiga sus voces? Los toques de corneta vibran en sus mismos oídos. Siempre sentado, coloca cinco balas en el tambor de revólver. Al cargar el Mánnlicher, ve que es la última cacerina. Haciendo un esfuerzo que resiente todos sus huesos, se pone de pie y trepa, ayudándose con codos y rodillas, hasta lo alto de la barricada. Le abren un hueco. A menos de veinte metros carga una maraña de soldados, en filas apretadas. Sin apuntar, sin buscar oficiales, descarga al bulto todas las balas del revólver y luego las del Mánnlicher, sintiendo, en cada rebote de la culata, un agujazo en el hombro. Mientras recarga apresurado el revólver mira el contorno. Los masones atacan por todos lados, y en el sector de Pedráo están aún más cerca que aquí; algunas bayonetas han llegado al borde mismo de las barricadas y hay yagunzos que se alzan de pronto armados de garrotes y fierros, golpeando con furia. No ve a Pedráo. Hacia su derecha, en una polvareda descomunal, las oleadas de uniformes avanzan hacia Espíritu Santo, Santa Ana, San José, Santo Tomás, Santa Rita, San Joaquim. Por cualquiera de esas calles llegarán en segundos hasta San Pedro o Campo Grande, el corazón de Belo Monte, y podrán asaltar las Iglesias y el Santuario. Lo tironean de un pie. Un jovencito le dice a gritos que el Comandante de la Calle quiere verlo, en San Pedro. El jovencito ocupa su puesto en el parapeto.

Mientras sube, trotando, la cuesta de San Crispín, ve a ambos lados de la calle mujeres llenando baldes y cajas de arena, que cargan al hombro. Todo a su alrededor es polvo, carreras, desbarajuste, entre casas con techos desfondados, fachadas acribilladas y ennegrecidas por el humo y otras desmoronadas o removidas. El movimiento frenético tiene un sentido, que descubre al llegar a San Pedro, la paralela a Campo Grande que taja Belo Monte del Vassa Barris al cementerio. El Comandante de la Calle está allí, con dos carabinas cruzadas, clausurando el lugar con barricadas en todas las esquinas que miran al río. Le estira la mano y sin preámbulos —pero, piensa Antonio, sin precipitación, con la calma debida para que el ex–comerciante lo comprenda exactamente — le pide que se encargue él de cerrar esas callejuelas transversales de San Pedro, utilizando toda la gente disponible.

—¿No es mejor reforzar la trinchera de abajo? —dice Antonio Vilanova, señalando el lugar de donde viene.

—Ahí no podremos aguantarlos mucho, es abierto —dice el Comandante de la Calle—. Aquí se enredarán y estorbarán. Tiene que ser una verdadera muralla, ancha, alta. —No te preocupes, Joáo Abade. Anda, yo me encargo. —Pero cuando el otro da media vuelta, añade —: ¿Y Pajeú?

—Vivo —dice Joáo Abade, sin volverse—. En la Fazenda Velha.

«Defendiendo las aguadas», piensa Vilanova. Si los sacan de allí, se quedarían sin gota de agua. Después de las Iglesias y el Santuario, es lo más importante para seguir viviendo: las aguadas. El ex–cangaceiro se pierde en la polvareda, por la cuesta que baja al río. Antonio se vuelve hacia las torres del Templo del Buen Jesús. Por el terror supersticioso de que no las iba a ver en su sitio, no las ha mirado desde que volvió a Belo Monte. Ahí están, desportilladas pero intactas, con su espesa osatura de piedra resistiendo las balas, los obuses, la dinamita de los perros. Los yagunzos encaramados en el campanario, en los techos, en los andamios, disparan sin tregua, y, otros, acuclillados o sentados, lo hacen desde el techo y el campanario de San Antonio. Entre los racimos de tiradores de la Guardia Católica que hacen fuego desde las barricadas del Santuario, divisa a Joáo Grande. Todo eso lo embarga de fe, evapora el pánico que le ha subido desde la planta de los pies al oír a Joáo Abade que los soldados van a trasponer inevitablemente las trincheras de abajo, que allí no hay esperanza de atajarlos. Sin perder más tiempo, ordena a gritos a los enjambres de mujeres, niños y viejos que comiencen a derribar todas las viviendas de las esquinas de San Crispín, de San Joaquim, de Santa Rita, de Santo Tomás, de Espíritu Santo, de Santa Ana, de San José, para convertir en una selva inextricable esa parte de Belo Monte. Les da el ejemplo, utilizando su fusil como ariete. Hacer trincheras, parapetos, es construir, organizar, y ésas son cosas que Antonio Vilanova hace mejor que la guerra.

Como se habían llevado todos los fusiles, cajas de municiones y explosivos, el almacén se había triplicado de tamaño. El gran vacío aumentaba el desamparo del periodista miope. El cañoneo anulaba el tiempo. ¿Cuánto hacía que estaba encerrado en el depósito con la Madre de los Hombres y el León de Natuba? Había escuchado a éste leer el papel de las disposiciones del asalto a la ciudad con un rechinar de dientes que todavía le duraba. Desde entonces, debía haber transcurrido ya la noche, estar amaneciendo. No era posible que aquello durase ya menos de ocho, diez horas. Pero el miedo alargaba los segundos, volvía inmóviles los minutos. Acaso no había pasado una hora desde que Joáo Abade, Pedráo, Pajeú, Honorio Vilanova y Joáo Grande partieron a la carrera, al escuchar las primeras explosiones de eso que el papel llamaba «el ablandamiento». Recordó su partida precipitada, la discusión entre ellos y la mujer que quería regresar al Santuario, cómo la habían obligado a permanecer allí.

Esto, pese a todo, resultaba alentador. Si habían dejado en el almacén a esos dos íntimos del Consejero, allí estaban más protegidos que en otras partes. Pero ¿no era ridículo pensar en sitios seguros, en este momento? El «ablandamiento» no era un tiroteo de blancos específicos; eran cañonazos ciegos, para prender incendios, destruir casas, sembrar las calles de cadáveres y ruinas que desmoralizaran a los pobladores de manera que no tuvieran ánimos para enfrentarse a los soldados cuando irrumpieran en Canudos.

«La filosofía del Coronel Moreira César», pensó. Qué estúpidos, qué estúpidos, qué estúpidos. No entendían palabra de lo que ocurría acá, no sospechaban cómo eran estas gentes. El cañoneo interminable, sobre la ciudad en tinieblas, sólo lo ablandaba a él. Pensó: «Debe haber desaparecido medio Canudos, tres cuartas partes de Canudos». Pero hasta ahora ningún obús había hecho impacto en el almacén. Decenas de veces, cerrando los ojos, apretando los dientes, pensó: «Éste es, éste es». Su cuerpo rebotaba al estremecerse las tejas, calaminas, maderas, al elevarse ese polvo en el que todo parecía quebrarse, rasgarse, despedazarse sobre, encima, bajo, en torno suyo. Pero el almacén seguía en pie, resistiendo los ramalazos de las explosiones. La mujer y el León de Natuba hablaban. Entendía un rumor, no lo que decían. Aguzó el oído. Habían permanecido mudos desde el comienzo del bombardeo y en algún momento imaginó que habían sido alcanzados por las balas y que velaba sus cadáveres. El cañoneo lo había ensordecido; sentía un burbujeo zumbante, pequeñas explosiones internas. ¿Y Jurema? ¿Y el Enano? Habían ido en vano a la Fazenda Velha a llevar comida a Pajeú, pues se cruzaron con él, que vino a la reunión del almacén. ¿Estarían vivos? Una correntada impetuosa, afectuosa, apasionada, dolorida, lo recorrió, mientras los adivinaba en la trinchera de Pajeú, encogidos bajo las bombas, seguramente extrañándolo, como él a ellos. Eran parte de él y él parte de ellos. ¿Cómo era posible que sintiera por esos seres con los que no tenía nada en común y sí, en cambio, grandes diferencias de extracción social, de educación, de sensibilidad, de experiencia, de cultura, una afinidad tan grande, un amor tan desbordante? Lo que compartían desde hacía meses había creado entre ellos ese vínculo, el haberse visto, sin soñarlo, sin quererlo, sin saber cómo, por esos extraños, fantásticos encadenamientos de causas y efectos, de azares, accidentes y de coincidencias que era la historia, catapultados juntos en estos sucesos extraordinarios, en esta vida al borde de la muerte. Eso los había unido así. «No volveré a separarme de ellos», pensó. «Los acompañaré a llevar la comida a Pajeú, iré con ellos a…»

Pero tuvo una sensación de ridículo. ¿Acaso iba a continuar la rutina de los días pasados después de esta noche? Si salían indemnes del cañoneo ¿sobrevivirían a la segunda parte del programa leído por el León de Natuba? Presintió las filas cerradas, macizas, de miles y miles de soldados, bajando de los cerros con las bayonetas caladas, entrando a Canudos por todas las esquinas y sintió un fierro frío en las carnes flacas de su espalda. Les gritaría quién era y no oirían, les gritaría soy uno de ustedes, un civilizado, un intelectual, un periodista y no lo creerían ni entenderían, les gritaría no tengo nada que ver con estos locos, con estos bárbaros, pero sería inútil. No le darían tiempo para abrir la boca. Morir como yagunzo, entre la masa anónima de yagunzos: ¿no era el colmo del absurdo, prueba flagrante de la estupidez innata del mundo? Con todas sus fuerzas echó de menos a Jurema y al Enano, sintió urgencia de tenerlos cerca, de hablarles y de oírlos. Como si se le destaparan ambos oídos, oyó, muy clara, a la Madre de los Hombres: había faltas que no se podían expiar, pecados que no podían ser redimidos. En la voz convencida, resignada, callosa, atormentada, un sufrimiento parecía venir del fondo de los años.

—Hay un sitio en el fuego, esperándome —la oyó repetir—. No puedo cegarme, hijito. —No hay crimen que el Padre no pueda perdonar —respondió el León de Natuba con presteza—. La Señora ha intercedido por ti y el Padre te ha perdonado. No sufras, Madre. Era una voz bien timbrada, segura, fluida, con la música del interior. El periodista pensó que esa voz normal, cadenciosa, sugería a un hombre erecto, entero, apuesto, jamás a quien hablaba.

—Era pequeñito, indefenso, tierno, recién nacido, un corderito —salmodió la mujer—. Su madre tenía los pechos secos y era malvada y vendida al Diablo. Entonces, con el pretexto de no verlo sufrir, le metió una madeja de lana en la boca. No es un pecado como los otros, hijito. Es el pecado que no tiene perdón. Me verás quemándome por los siglos de los siglos.

—¿No crees en el Consejero? —la consoló el escriba de Canudos—. ¿No habla con el Padre? ¿No ha dicho que…?

El estruendo ahogó sus palabras. El periodista miope endureció el cuerpo y cerró los ojos y tembló con el remezón, pero siguió escuchando a la mujer, asociando lo que había oído con un remoto recuerdo que, al conjuro de sus palabras, ascendía a su conciencia desde las profundidades donde estaba enterrado. ¿Era ella? Oyó de nuevo la voz que había oído ante el Tribunal, veinte años atrás: suave, afligida, desasida, impersonal. —Usted es la filicida de Salvador —dijo.

No tuvo tiempo de asustarse de haberlo dicho, pues se sucedieron dos explosiones y el almacén crujió salvajemente, como si fuera a derrumbarse. Lo invadió un terral que pareció concentrarse todo en sus narices. Comenzó a estornudar, en accesos crecientes, potentes, acelerados, desesperados, que lo hacían torcerse en el suelo. Su pecho iba a estallar por falta de aire y se lo golpeó con ambas manos mientras estornudaba y, a la vez, entreveía como en sueños, por las rendijas azules, que, en efecto, había amanecido. Con las sienes estiradas hasta rasgarse pensó que esto sí era el fin, moriría asfixiado, a estornudos, una manera estúpida pero preferible a las bayonetas de los soldados. Se desplomó de espaldas, siempre estornudando. Un segundo después su cabeza reposaba sobre un regazo cálido, femenino, acariciante, protector. La mujer lo acomodó sobre sus rodillas, le secó la frente, lo acunó como las madres a sus hijos para que duerman. Aturdido, agradecido, murmuró: «Madre de los Hombres».

Los estornudos, el malestar, el ahogo, la debilidad, tuvieron la virtud de librarlo del miedo. Sentía el cañoneo como algo ajeno y extraordinaria indiferencia ante la idea de morir. Las manos, el susurro, el aliento de la mujer, el repaso de sus dedos en su cráneo, frente, ojos, lo llenaban de paz, lo regresaban a una infancia borrosa. Había dejado de estornudar pero el cosquilleo en sus narices —dos llagas vivas — le decían que el acceso podía repetirse en cualquier instante. En esa borrachera difusa, rememoraba otros accesos, en que también había tenido la certeza del fin, esas noches de bohemia bahiana que los estornudos interrumpían brutalmente, como una conciencia censora, provocando la hilaridad de sus amigos, esos poetas, músicos, pintores, periodistas, vagos, actores y las luciérnagas noctámbulas de Salvador entre quienes había malgastado su vida. Recordó cómo había comenzado a aspirar éter porque el éter le traía el sosiego después de esos ataques en que quedaba exhausto, humillado y con los nervios erizados, y cómo, luego, el opio lo salvaba de los estornudos con una muerte transitoria y lúcida. Los cariños, el arrullo, el consuelo, el olor de esa mujer que había matado a su hijo cuando él, adolescente, comenzaba a trabajar en un diario y que era ahora sacerdotisa de Canudos, se parecían al opio y al éter, eran algo suave y letárgico, una grata ausencia, y se preguntó si alguna vez, de niño, esa madre a la que él no había conocido lo acarició así y le hizo sentir invulnerabilidad e indiferencia ante los peligros del mundo. Por su mente desfilaron las aulas y patios del Colegio de los Padres Salesianos donde, gracias a sus estornudos, había sido, como sin duda el Enano, como sin duda el monstruo lector que estaba allí, hazmerreír y víctima, blanco de burlas. Por los accesos de estornudos y por su escasa vista había sido apartado de los deportes, juegos fuertes, excursiones, tratado como inválido. Por eso se había vuelto tímido, por esa maldita nariz ingobernable había tenido que usar pañuelos grandes como sábanas, y por culpa de ella y de sus ojos obtusos no había tenido enamorada, novia ni esposa y había vivido con esa permanente sensación de ridículo que no le permitió declarar su amor a las muchachas a las que amó, ni enviarles los versos que les escribía y que luego cobardemente rompía. Por culpa de esa nariz y esa miopía sólo había tenido entre los brazos a las putas de Bahía, conocido esos amores mercantiles, rápidos, sucios, que dos veces pagó con purgaciones y curas con sondas que lo nacían aullar. Él también era monstruo, tullido, inválido, anormal. No era accidente que estuviese donde habían venido a congregarse los tullidos, los desgraciados, los anormales, los sufridos del mundo. Era inevitable pues era uno de ellos.

Lloraba a gritos, encogido, prendido con las dos manos de la Madre de los Hombres, balbuceando, quejándose de su mala suerte y sus desgracias, volcando a borbotones, entre babas y sollozos, su amargura y su desesperación, actuales y pasadas, las de su juventud extinta, su frustración vital e intelectual, habiéndole con una sinceridad que no había tenido antes ni consigo mismo, diciéndole cuán miserable y desdichado se sentía por no haber compartido un gran amor, por no haber sido el exitoso dramaturgo, el poeta inspirado que hubiera querido ser, y por saber que iba a morir aún más estúpidamente de lo que había vivido. Se oyó decir, entre jadeos: «No es justo, no es justo, no es justo». Se dio cuenta que ella lo besaba en la frente, en las mejillas, en los párpados, a la vez que le susurraba palabras tiernas, dulces, incoherentes, como las que se dicen a los recién nacidos para que el ruido los hechice y haga felices. Sentía, en efecto, un gran alivio, una maravillosa gratitud hacia estas palabras mágicas: «Hijito, hijito, niñito, palomita, corderito…».

Pero súbitamente lo devolvieron al presente, a la brutalidad, a la guerra. El trueno de la explosión que arrancó el techo puso de pronto, encima suyo, el cielo, el sol destellante, nubes, la mañana luciente. Volaban astillas, ladrillos, tejas rotas, alambres retorcidos, y el periodista miope sentía impactos de guijarros, granos de tierra, piedras, en mil lugares de su cuerpo, cara, manos. Pero ni él ni la mujer ni el León de Natuba fueron arrollados por el derrumbe. Estaban de pie, apretados, abrazados, y él buscaba afanosamente en sus bolsillos su anteojo de añicos, pensando que se había deshecho, que en adelante ni siquiera contaría con esa ayuda. Pero ahí estaba, intacto, y, siempre aferrado a la Superiora del Coro Sagrado y al León de Natuba, fue reconociendo, en imágenes distorsionadas, los estragos de la explosión. Además del techo, había caído la pared del frente y, salvo el rincón que ocupaban, el almacén era un montón de escombros. Vio por la tapia caída otros escombros, humo, siluetas que corrían.

Y en eso el local se repletó de hombres armados, con brazaletes y pañuelos azules, entre los que adivinó la maciza figura semidesnuda de Joáo Grande. Mientras los veía abrazar a María Quadrado, al León de Natuba, el periodista miope, la pupila aplastada contra el anteojo, tembló: se los iban a llevar, se quedaría abandonado en estas ruinas. Se prendió de la mujer y del escriba y, perdida toda vergüenza, todo escrúpulo, se puso a gimotear que no lo dejaran, a implorarles, y la Madre de los Hombres lo arrastró de la mano, tras ellos, cuando el negro grande ordenó salir de allí.

Se encontró trotando en un mundo revuelto por el desorden, las humaredas, el ruido, las pilas de escombros. Había dejado de llorar, sus sentidos estaban centrados en la arriesgadísima tarea de sortear obstáculos, no tropezar, resbalar, caer, soltar a la mujer. Había recorrido decenas de veces Campo Grande, rumbo a la Plaza de las Iglesias, y sin embargo no reconocía nada: paredes caídas, huecos, piedras, objetos regados aquí y allá, gente que iba y venía, que parecía disparar, huir, rugir. En vez de cañonazos, oía tiros de fusil y llanto de niños. No supo en qué momento se soltó de la mujer, pero, de repente, advirtió que no estaba cogido de ella sino de una forma disímil, trotadora, cuyo ansioso jadeo se confundía con el suyo. Lo tenía asido de unas crenchas espesas, abundante. Se rezagaban, los dejaban atrás. Empuñó con fuerza la cabellera del León de Natuba, si lo soltaba habría perdido todo. Y, mientras corría, saltaba, esquivaba, se oía pidiéndole que no se adelantara, que tuviera compasión de alguien que no podía valerse por sí mismo.

Se dio de bruces contra algo que creyó una pared y eran hombres. Se sintió atajado, rechazado, cuando oyó a la mujer pidiendo que lo dejaran entrar. La muralla se abrió, percibió barriles y costales y hombres que disparaban y hablaban a gritos, e ingresó, entre la Madre de los Hombres y el León de Natuba, en un recinto sombreado, por una puertecita de estacas. La mujer, tocándole la cara, le dijo: «Quédate aquí. No tengas miedo. Reza». Alcanzó a ver que por una segunda puertecita desaparecían ella y el León de Natuba.

Se desmoronó al suelo. Estaba rendido, sentía hambre, sed, sueño, urgencia de olvidar la pesadilla. Pensó: «Estoy en el Santuario». Pensó: «Ahí está el Consejero». Sintió asombro de haber llegado hasta aquí, pensó en el privilegiado que era, vería y oiría de cerca al eje de la tempestad que vivía el Brasil, al hombre más conocido y odiado del país. ¿De qué le serviría? ¿Acaso tendría ocasión de contarlo? Trató de escuchar lo que decían en el interior del Santuario, pero el barullo exterior no le permitió escuchar nada. La luz que se filtraba entre los carrizos era blanca y viva y el calor muy fuerte. Los soldados debían estar aquí, habría combates en las calles. Pese a ello, lo embargaba una profunda tranquilidad en ese sombreado reducto solitario.

Crujió la puerta de estacas y entrevió una sombra de mujer con un pañuelo en la cabeza. Le puso en las manos una escudilla con comida y una lata con un líquido que, al beber, descubrió que era leche.

—La Madre María Quadrado está rezando por usted —oyó—. Alabado sea el Buen Jesús Consejero.

«Alabado», dijo, sin dejar de masticar, de tragar. Siempre que comía en Canudos le dolían las mandíbulas, como anquilosadas por falta de práctica: era un dolor placentero, que su cuerpo festejaba. Apenas hubo terminado, se recostó en la tierra, apoyó su cabeza en el brazo, y se quedó dormido. Comer, dormir: era ahora la única felicidad posible. Las descargas de fusilería se acercaban, alejaban, parecían girar alrededor suyo y había carreras precipitadas. Ahí estaba la cara ascética, menuda, nerviosa, del Coronel Moreira César, como la había visto tantas veces, cabalgando a su lado, o, en las noches del campamento, conversando después del rancho. Reconocía su voz sin pizca de vacilación, su tonito perentorio, acerado: el ablandamiento debía ejecutarse antes de la carga final para ahorrar vidas a la República, una pústula debía ser reventada de inmediato y sin sentimentalismos so pena de que la infección pudriera el organismo todo. Al mismo tiempo, sabía que el tiroteo arreciaba, las muertes, las heridas, los derrumbes, y tenía la sospecha de que gentes armadas pasaban encima suyo, evitando pisarlo, con noticias de la guerra que preferiría no entender porque eran malas. Estuvo seguro que ya no soñaba, cuando comprobó que esos balidos eran de un carnerito blanco que le lamía la mano. Acariñó la cabeza lanosa y el animal lo dejó hacer, sin espantarse. El rumor era una conversación de dos personas, al lado suyo. Se llevó a la cara el anteojo que había mantenido empuñado mientras dormía. En la incierta luz, reconoció la forma del Padre Joaquim y la de una mujer descalza, con túnica blanca y un pañuelo azul en la cabeza. El cura de Cumbe tenía un fusil entre las piernas y una sarta de balas en el cuello. Hasta donde alcanzaba a percibir, su aspecto era el de un hombre que había combatido: los ralos mechones revueltos y apelmazados por la tierra, la sotana en jirones, una sandalia sujeta con un cordel en vez de pasador de cuero. Mostraba agotamiento. Hablaba de alguien llamado Joaquincito.

—Salió con Antonio Vilanova, a conseguir comida —lo oyó decir, con desánimo—. Sé por Joao Abade que todo el grupo regresó salvo y que fueron a las trincheras del Vassa Barris. —Se atoró y carraspeó —: Las que aguantaron la embestida. —¿Y Joaquincito? —repitió la mujer.

Era Alejandrinha Correa, de la que se contaban tantos cuentos: que descubría cacimbas subterráneas, que había sido concubina del Padre Joaquim. No alcanzaba a distinguirle la cara. Ella y el cura estaban sentados por tierra. La puerta del interior del Santuario se hallaba abierta y adentro no parecía haber nadie.

—No regresó —musitó el cura—. Antonio sí, y Honorio y muchos otros que estaban en el Vassa Barris. Él no. Nadie ha podido darme cuenta, nadie lo ha visto. —Al menos, quisiera poder enterrarlo —dijo la mujer—. Que no se quede tirado en el campo, como animal sin dueño.

—Puede ser que no haya muerto —murmuró el cura de Cumbe—. Si los Vilanova y otros volvieron, por qué no Joaquincito. A lo mejor está ahora en las torres, o en la barricada de San Pedro, o con su hermano en la Fazenda Velha. Los soldados tampoco han podido tomar esas trincheras.

El periodista miope sintió alegría y deseos de preguntarle por Jurema y el Enano, pero se contuvo: sintió que no debía inmiscuirse en esa intimidad. Las voces del cura y la beata eran de un fatalismo tranquilo, nada dramáticas. El carnerito le mordisqueaba la mano. Se incorporó y se sentó, pero ni el Padre Joaquim ni la mujer dieron importancia a que estuviera despierto, escuchándolos.

—Si Joaquincito ha muerto, es mejor que Atanasio muera también —dijo la mujer—. Para que se acompañen en la muerte.

Se le escarapeló la piel del cuello, detrás, junto a la nuca. ¿Era lo que había dicho la mujer o el tañido de las campanas? Las oía tañir, muy próximas, y oía Avemarías coreadas por innumerables gargantas. Era el atardecer, pues. La batalla llevaba casi un día. Escuchó. No había cesado, a las campanas y rezos se mezclaban cargas de fusilería. Algunas, rompían encima de sus cabezas. Daban más importancia a la muerte que a la vida. Habían vivido en el desamparo más total y toda su ambición era un buen entierro. ¿Cómo entenderlos? Aunque, tal vez, si uno vivía la vida que él estaba viviendo en este momento, la muerte era la única esperanza de compensación, una «fiesta», como decía el Consejero. El cura de Cumbe lo miraba:

—Es triste que los niños tengan que matar y que morir peleando —lo oyó murmurar—. Atanasio tiene catorce anos, Joaquincito no ha cumplido trece. Llevan un año matando, haciéndose matar. ¿No es triste?

—Sí —balbuceó el periodista miope—. Lo es, lo es. Me quedé dormido. ¿Qué ocurre con la guerra, Padre?

—Han sido detenidos en San Pedro —dijo el cura de Cumbe—. En la barricada que construyó esta mañana Antonio Vilanova. —¿Quiere decir aquí, dentro de la ciudad? —preguntó el miope. —A treinta pasos de aquí.

San Pedro. Esa calle que cortaba Canudos del río al cementerio, la paralela a Campo Grande, una de las pocas que merecía el nombre de calle. Ahora era una barricada y ahí estaban los soldados. A treinta pasos. Sintió frío. El rumor de los rezos ascendía, bajaba, desaparecía, volvía, y el periodista miope pensó que en las pausas se escuchaba, allá afuera, la ronca voz del Consejero o la vocecita aflautada del Beatito, y que respondían en coro los Avemarías las mujeres, los heridos, los ancianos, los agonizantes, los yagunzos que estaban disparando. ¿Qué pensarían los soldados de esos rezos? —También es triste que un cura tenga que coger el fusil —dijo el Padre Joaquim, tocando el arma que tenía puesta en las rodillas a la manera de los yagunzos—. Yo no sabía disparar. Tampoco el Padre Martínez lo había hecho, ni para matar a un venado. ¿Era éste el viejecillo al que el periodista miope había visto lloriquear, muerto de pánico, ante el Coronel Moreira César? —¿El Padre Martínez? —preguntó.

Adivinó la desconfianza del Padre Joaquim. Había más curas en Canudos, entonces. Los imaginó cebando el arma, apuntando, disparando. ¿Acaso la Iglesia no estaba con la República? ¿No había sido excomulgado el Consejero por el Arzobispo? ¿No se habían leído condenaciones del fanático herético y demente de Canudos en todas las parroquias? ¿Cómo podía haber curas matando por el Consejero?

—¿Los oye? Escuche, escuche: ¡Fanáticos! ¡Sebastianistas! ¡Caníbales! ¡Ingleses! ¡Asesinos! ¿Quién vino hasta aquí a matar niños y mujeres, a degollar a la gente? ¿Quién obligó a niños de trece y catorce años a volverse guerreros? Usted está aquí vivo ¿no es cierto?

El terror lo anegó de pies a cabeza. El Padre Joaquim lo iba a entregar a la venganza y el odio de los yagunzos.

—Porque, usted venía con el Cortapescuezos, ¿no es verdad? —añadió el cura—. Y sin embargo le han dado techo, comida, hospitalidad. ¿Se portarían así los soldados con un hombre de Pedráo, de Pajeú, de Joáo Abade? Con voz estrangulada, balbuceó:

—Sí, sí, tiene usted razón. Yo le estoy muy agradecido por haberme ayudado tanto, Padre Joaquim. Se lo juro, se lo juro.

—Mueren por decenas, por centenas —señaló el cura de Cumbe hacia la calle—. ¿Por qué? Por creer en Dios, por ajustar sus vidas a la ley de Dios. La matanza de los Inocentes, de nuevo.

¿Se pondría a llorar, a patalear, se revolcaría de desesperación? Pero el periodista miope vio que el cura se calmaba, haciendo un gran esfuerzo, y que permanecía cabizbajo, escuchando los tiros, los rezos, las campanas. Creyó oír, también, toques de corneta. Tímidamente, aún no repuesto del susto, preguntó al párroco si no había visto a Jurema y al Enano. El cura dijo que no con la cabeza. En ese momento oyó a su lado una voz bien timbrada, de barítono:

—Han estado en San Pedro, ayudando a levantar la barricada.

El anteojo astillado le dibujó, borrosamente, junto a la puertecita abierta del Santuario, al León de Natuba, sentado o arrodillado, en todo caso encogido dentro de su túnica terrosa, mirándolo con sus ojos grandes y brillantes. ¿Había estado allí hacía rato o acababa de asomarse? El extraño ser, medio hombre medio animal, lo turbaba tanto que no atinó a agradecerle ni a pronunciar palabra. Lo veía apenas, pues la luz había bajado, aunque, por las rendijas de las estacas, entraba un rayo de luz menguante que moría en la espesa melena de crenchas revueltas del escriba de Canudos.

—Yo escribía todas las palabras del Consejero —lo oyó decir, con su voz bella y cadenciosa. Se dirigía a él, tratando de ser amable—. Sus pensamientos, sus consejos, sus rezos, sus profecías, sus sueños. Para la posteridad. Para añadir otro Evangelio a la Biblia.

—Sí —murmuró, confuso, el periodista miope.

—Pero ya no hay papel ni tinta en Belo Monte y la última pluma se rompió. Ya no se puede eternizar lo que dice —prosiguió el León de Natuba, sin amargura, con esa aquiescencia tranquila que el periodista miope había visto a las gentes de aquí enfrentar al mundo, como si las desgracias fueran, igual que las lluvias, los crepúsculos, las mareas, fenómenos naturales contra los que sería estúpido rebelarse. —El León de Natuba es una persona muy inteligente —murmuró el cura de Cumbe—. Lo que Dios le quitó en las piernas, en la espalda, en los hombros, se lo dio en inteligencia. ¿No es verdad, León?

—Sí —asintió, moviendo la cabeza, el escriba de Canudos. Y el periodista miope, del que los grandes ojos no se apartaban un instante, estuvo seguro que era cierto—. He leído el Misal Abreviado y las Horas Marianas muchas veces. Y todas las revistas y papeles que la gente me traía de regalo, antes. Muchas veces. ¿El señor ha leído mucho, también? El periodista miope sentía una incomodidad tan grande que hubiera querido salir de allí corriendo, aunque fuera a encontrarse con la guerra.

—He leído algunos libros —repuso, avergonzado. Y pensó: «No me ha servido de nada». Era una cosa que había descubierto en estos meses: la cultura, el conocimiento, mentiras, lastres, vendas. Tantas lecturas y no le habían valido de nada para escapar, para librarse de esta trampa.

—Sé qué es la electricidad —dijo el León de Natuba, con orgullo—. Si el señor quiere, se lo puedo enseñar. Y el señor, a cambio, me puede enseñar cosas que yo no sepa. Sé qué es el principio o ley de Arquímedes. Cómo se momifican los cuerpos. Las distancias que hay entre los astros.

Pero hubo una violenta sucesión de ráfagas en direcciones simultáneas y el periodista miope se descubrió agradeciendo a la guerra que hiciera callar a ese ser cuya voz, cercanía, existencia, le causaban un malestar tan profundo. ¿Por qué lo desazonaba tanto alguien que sólo quería hablar, que desplegaba así sus cualidades, sus virtudes, para ganar su simpatía? «Porque me parezco a él —pensó—, porque estoy en la misma cadena de la que él es el eslabón más degradado.»

El cura de Cumbe corrió hacia la puertita del exterior, la abrió y entró una bocanada de luz de atardecer que le reveló otros rasgos del León de Natuba: su piel oscura, las líneas afiladas de la cara, un mechón de pelusa en la barbilla, el acero de sus ojos. Pero era su postura la que le resultaba abrumadora: esa cara hundida entre dos rodillas huesudas, el bulto de la joroba por detrás de la cabeza, como un atado prendido a la espalda, y las extremidades largas y flacas como patas de araña abrazadas a sus piernas. ¿Cómo podía un esqueleto humano descomponerse, plegarse de ese modo? ¿Qué retorcimientos absurdos tenían esa columna, esas costillas, esos huesos? El Padre Joaquim hablaba a gritos con los de afuera: había un ataque, pedían gente en alguna parte. Volvió a la habitación y adivinó que recogía su fusil.

—Están asaltando la barricada por San Cipriano y San Crispín —lo oyó acezar—. Anda al Templo del Buen Jesús, estarás más protegida. Adiós, adiós, que la Señora nos salve. Salió corriendo y el periodista miope vio que la beata atrapaba al carnerito que, asustado, se había puesto a balar. Alejandrinha Correa preguntó al León de Natuba si vendría con ella y la armoniosa voz repuso que se quedaría en el Santuario. ¿Y él? ¿Y él? ¿Se quedaría con el monstruo? ¿Correría tras la mujer? Pero ésta se había ido ya y otra vez reinaba la penumbra en el cuartito de estacas. El calor era sofocante. El tiroteo arreciaba. Imaginó a los soldados, perforando la barrera de piedras y arena, pisoteando cadáveres, acercándose como una torrentera a donde él estaba. —No quiero morir —articuló, sintiendo que no alcanzaba siquiera a llorar. —Si el señor quiere, hacemos pacto —dijo el León de Natuba, sin alterarse—. Lo hemos hecho con la Madre María Quadrado. Pero ella no tendrá tiempo de volver. ¿Quiere que hagamos pacto?

El periodista miope temblaba tanto que no pudo abrir la boca. Debajo del intenso tiroteo oía, como una música remansada, fugitiva, las campanas y el coro simétrico de Avemarías.

—Para no morir a fierro —le explicaba el León de Natuba—. El fierro, metido en la garganta, cortando al hombre como se corta al animal para desangrarlo, es una gran ofensa a la dignidad. Lacera el alma. ¿Quiere el señor que hagamos pacto? Esperó un instante y como no hubo respuesta, precisó:

—Cuando los sintamos en la puerta del Santuario y sea seguro que van a entrar, nos mataremos. Cada uno apretará al otro la boca y la nariz hasta que revienten los pulmones. O podemos estrangularnos, con las manos o los cordones de las sandalias. ¿Hacemos pacto?

La fusilería apagó la voz del León de Natuba. La cabeza del periodista miope era un vórtice y todas las ideas que chisporroteaban en él, contradictorias, amenazantes, lúgubres, espoleaban su angustia. Estuvieron en silencio, oyendo los tiros, las carreras, el gran caos. La luz decaía con rapidez y ya no veía los rasgos del escriba sino, apenas, su bulto agazapado. No haría ese pacto, sería incapaz de cumplirlo, apenas oyera a los soldados se pondría a gritar soy un prisionero de los yagunzos, socorro, ayuda, vitorearía a la República, al Mariscal Floriano, se lanzaría sobre el cuadrumano, lo dominaría y ofrecería a los soldados en prueba de que no era yagunzo.

—No entiendo, no entiendo, qué seres son ustedes — se oyó decir, cogiéndose la cabeza—. Qué hacen aquí, por qué no han huido antes de que los cercaran, qué locura esperar en una ratonera que vengan a matarlos.

—No hay dónde huir —dijo el León de Natuba—. Ya huimos antes. Para eso vinimos aquí. Éste era el sitio. Ya no hay dónde, ya vinieron también a Belo Monte.

El tiroteo se tragó su voz. Estaba casi oscuro y el periodista miope pensó que para él sería noche más pronto que para los demás. Preferible morir que pasar otra noche como la anterior. Tuvo una urgencia enorme, dolorosa, biológica, de estar cerca de sus dos compañeros. Insensatamente decidió buscarlos, y, mientras tropezaba hacia la salida, gritó:

—Voy buscar a mis amigos, quiero morir con mis amigos.

Al empujar la puertecita, recibió fresco en la cara e intuyó, enrarecidas en la polvareda, a las figuras tumbadas en el parapeto de los que defendían el Santuario. —¿Puedo salir? ¿Puedo salir? —imploró—. Quiero encontrar a mis amigos. —Puedes —dijo alguien—. Ahora no hay tiros.

Dio unos pasos, apoyándose en la barricada y casi inmediatamente tropezó en algo blando. Al incorporarse se encontró abrazado a una forma femenina, delgada, que se estrechó a él. Por el olor, por la felicidad que lo colmó, antes que oírla supo quién era. Su terror se volvió jubiló mientras abrazaba a esa mujer que lo abrazaba con la misma desesperación. Unos labios se juntaron a los suyos, no se apartaron, respondieron a sus besos. «Te amo —balbuceó—, te amo, te amo. Ya no me importa morir.» Y preguntó por el Enano mientras le repetía que la amaba.

—Te hemos buscado todo el día —dijo el Enano, abrazado a su piernas—. Todo el día. Qué felicidad que estés vivo.

—A mí tampoco me importa morir —dijeron, bajo sus labios, los de Jurema.

—Ésta es la casa del Fogueteiro —exclama de pronto el General Artur Osear. Los oficiales que están dándole parte de los muertos y heridos en el asalto que él ha mandado interrumpir, lo miran desconcertados. El General señala unos cohetones a medio hacer, de cañas y tarugos sujetos con pitas, regados por la vivienda —: El que les prepara esas quemazones.

De las ochos manzanas —si se puede llamar «manzanas» a los amontonamientos indescifrables de escombros — que ha conquistado la tropa en casi doce horas de lucha, esa cabaña de una sola pieza, dividida por un tabique de estacas, es la única más o menos en pie. Por eso ha sido elegida para Cuartel General. Los ordenanzas y oficiales que lo rodean no comprenden que el Jefe del cuerpo expedicionario hable en estos momentos, cuando está haciéndose el balance de la dura jornada, de cohetes. No saben que los fuegos de artificio son una secreta debilidad del General Osear, un poderoso resabio de infancia, y que en el Piauí aprovechaba cualquier celebración patriótica para ordenar quema de castillos en el patio del cuartel. En el mes y medio que lleva ya aquí, ha observado con envidia, desde lo alto de la Favela, ciertas noches de procesión, las cascadas de luces en el cielo de Canudos. El hombre que prepara tales castillos es un maestro, se podría ganar muy bien la vida en cualquier ciudad del Brasil. ¿Habrá muerto el Fogueteiro en el combate de hoy día? Al mismo tiempo que se lo pregunta, está atento a las cifras que enumeran los coroneles, mayores, capitanes que entran y salen o permanecen en la minúscula habitación invadida ya por las sombras. Encienden un mechero. Unos soldados apilan costales de arena ante la pared que mira al enemigo. El General termina el cálculo.

—Es peor de lo que suponía, señores —dice al abanico de siluetas. Tiene el pecho oprimido, puede sentir la expectativa de los oficiales—. ¡Mil veintisiete bajas! ¡La tercera parte de las fuerzas! Veintitrés oficiales muertos, entre ellos los Coroneles Carlos Telles y Serra Martins. ¿Se dan cuenta?

Nadie responde, pero el General sabe que todos se dan perfecta cuenta de que un número semejante de bajas equivale a una derrota. Ve la frustración, la cólera, el asombro de sus subordinados; los ojos de algunos brillan.

—Continuar el asalto hubiera significado el aniquilamiento. ¿Lo comprenden ahora? Porque cuando, alarmado por la resistencia de los yagunzos y la intuición de que las bajas de los patriotas eran ya muy altas —y el impacto que fue para él la muerte de Telles y Serra Martins — el General Óscar ordenó que las tropas se limitaran a defender las posiciones conquistadas, hubo en muchos de estos oficiales indignación, y hasta temió que algunos desobedecieran la orden. Su propio adjunto, el Teniente Pinto Souza, del Tercero de Infantería, protestó: «¡Pero si la victoria está al alcance de la mano, Excelencia!». No lo estaba. Un tercio fuera de combate. Es un porcentaje altísimo, catastrófico, pese a las ocho manzanas capturadas y al estrago causado a los fanáticos. Olvida al Fogueteiro y se pone a trabajar con su Estado Mayor. Despide a los jefes, adjuntos o delegados de los cuerpos de asalto, repitiéndoles la orden de conservar, sin dar un paso atrás, las posiciones tomadas, y de apuntalar la barricada, opuesta a la que los contuvo, que se empezó a erigir hace unas horas, cuando se vio que la ciudad no caería. Decide que la Séptima Brigada, que ha quedado protegiendo a los heridos de la Favela, venga a reforzar la «línea negra», el nuevo frente de operaciones, ya incrustado en el corazón de la ciudad sediciosa. En el cono de luz del mechero, se inclina sobre el mapa trazado por el Capitán Teotónio Coriolano, cartógrafo de su Estado Mayor, guiándose por los partes y por sus propias observaciones, sobre la situación. Una quinta parte de Canudos ha sido tomada, un triángulo que se inicia en la trinchera de la Fazenda Velha, siempre en manos de los yagunzos, hasta el cementerio, capturado, y en donde las fuerzas patrióticas se hallan a menos de ochenta pasos de la Iglesia de San Antonio. —El frente no cubre más de mil quinientos metros —dice el Capitán Guimaráes, sin ocultar su decepción—. Estamos lejos de haberlos cercado. Ni la cuarta parte de la circunferencia. Puedan salir, entrar, recibir pertrechos.

—No podemos estirar el frente sin los refuerzos —se queja el Mayor Carreño—. ¿Por qué nos abandonan así, Excelencia?

El General Osear se encoge de hombros. Desde el día de la emboscada, al llegar a Canudos, al ver la mortandad que sufrían sus hombres, ha mandado súplicas urgentes, fundamentadas, incluso exagerando la gravedad de la situación. ¿Por qué no envía refuerzos la superioridad?

—Si en vez de tres mil, hubiéramos sido cinco mil, Canudos estaría en nuestro poder — piensa en voz alta un oficial.

El General los obliga a cambiar de tema, comunicándoles que va a revisar el frente y el nuevo Hospital de Sangre instalado esa mañana junto a las barrancas del Vassa Barris, una vez que fueron desalojados de allí los yagunzos. Antes de abandonar la casa del Fogueteiro, bebe una taza de café, oyendo las campanas y Avemarías de los fanáticos tan cerca que le parece mentira.

A sus cincuenta y tres años es un hombre de gran energía, que raramente se fatiga. Ha seguido los pormenores del asalto, con sus prismáticos, desde las cinco de la mañana, en que los cuerpos comenzaron a abandonar la Favela, y ha marchado con ellos, inmediatamente detrás de los batallones de vanguardia, sin descansar y sin probar bocado, contentándose con tragos de su cantimplora. A comienzos de la tarde, una bala perdida hirió a un soldado que estaba al lado suyo. Sale de la cabaña. Es de noche; no hay una estrella. El rumor de los rezos lo invade todo, como un hechizo, y apaga los últimos tiros. Da instrucciones de que no se enciendan fogatas en la trinchera, pero, pese a ello, en el lento, intrincado recorrido que hace escoltado por cuatro oficiales, en muchos puntos de la serpenteante, jeroglífica, abrupta barricada levantada por las tropas con escombros, tierra, piedras, latas y toda clase de útiles y artefactos, detrás de la cual se alinean, sentados de espaldas contra los ladrillos, durmiendo unos contra otros, algunos con ánimos todavía para cantar o para adelantar la cabeza sobre la muralla e insultar a los bandidos —que deben estar escuchando, agazapados detrás de su propia barrera, a cinco metros de distancia en algunos sectores, en otros a diez, en otros prácticamente tocándose—, el General Osear encuentra braseros donde grupos de soldados hierven una sopa con residuos de viandas, recalientan pedazos de carne salada o dan calor a los heridos que tiemblan por la fiebre y que no han podido ser conducidos hasta el Hospital de Sangre por su estado calamitoso.

Cambia palabras con los jefes de compañía, de batallones. Están agotados, en todos descubre la misma desolación, mezclada de pasmo, que él también siente por las cosas incomprensibles de esta maldita guerra. Mientras felicita a un joven alférez por su comportamiento heroico en el asalto, se repite algo que se ha dicho muchas veces: «Maldita la hora en que acepté este Comando».

Mientras estaba en Queimadas, lidiando con los endemoniados problemas de falta de transportes, de animales de tiro, de carros para los víveres, que lo tendrían atascado allí tres meses de aburrimiento mortal, el General Osear se enteró que, antes de que el Ejército y la Presidencia de la República le ofrecieran el mando de la Expedición, tres generales en activo habían rehusado aceptarlo. Ahora entiende por qué le habían hecho lo que él, en su ingenuidad, creyó una distinción, un regalo para cerrar con broche de oro su carrera. Mientras estrecha manos y cambia impresiones con oficiales y soldados cuyas caras le oculta la noche, piensa en lo imbécil que ha sido creyendo que la superioridad quiso premiarlo sacándolo de su jefatura militar del Piauí donde ha transcurrido, tan sosegadamente, su servicio de cerca de veinte años para permitirle, antes del retiro, dirigir un glorioso hecho de armas: aplastar la rebelión monárquico–restauradora del interior bahiano. No, no ha sido para desagraviarlo por tantas postergaciones y reconocer al fin sus méritos —como él dijo a su esposa al anunciarle la nueva — sino porque los otros jefes del Ejército no querían embarrarse en semejante lodazal, que le encomendaron esta jefatura. Un presente griego. ¡Claro que los tres generales tenían razón! ¿Acaso había sido preparado él, un militar profesional, para esta guerra grotesca, absurda, totalmente al margen de las reglas y convenciones de la verdadera guerra? En un extremo de la muralla están carneando una res. El General Osear se sienta a comer unos bocados de carne fría en un corro de oficiales. Charla con ellos sobre las campanas de Canudos y esas oraciones que acaban de cesar. Las rarezas de esta guerra: esos rezos, esas procesiones, esos tañidos, esas iglesias que los bandidos defienden con tanto encarnizamiento. Otra vez es presa del malestar. Le incomoda que esos caníbales degenerados sean, pese a todo, brasileños, es decir, en un sentido esencial, semejante a ellos. Pero lo que más le fastidia —a él, creyente devoto, cumplidor riguroso de los preceptos de la Iglesia, una de cuyas sospechas es que no ha sido más promocionado en su carrera por haberse negado obstinadamente a ser masón — es que los bandidos mientan que son católicos. Esas manifestaciones de fe —los rosarios, las procesiones, los vivas al Buen Jesús — lo confunden y apenan, a pesar de que el Padre Lizzardo, en todas las misas de campaña, truena contra los impíos, acusándolos de perjuros, heréticos y profanadores de la fe. Aun así, el General Osear no puede librarse del malestar, ante ese enemigo que ha convertido esta guerra en algo tan diferente de lo que esperaba, en una especie de contienda religiosa. Pero que lo turbe no significa que deje de odiarlo, a ese adversario anormal, impredecible, que, además, lo ha humillado, no deshaciéndose al primer choque, como estaba convencido que ocurriría al aceptar esta misión. A ese enemigo lo odia todavía más, en el curso de la noche, cuando luego de recorrer la barricada cruza el descampado hacia el Hospital de Sangre del Vassa Barris. A medio camino se hallan los cañones Krupp 7,5 que han acompañado el asalto, bombardeando sin descanso esas torres desde las que el enemigo causa tanto daño a la tropa. El General Osear charla un momento con los artilleros, que, pese a lo avanzado de la hora, cavan un parapeto con picas, reforzando el emplazamiento.

La visita al Hospital de Sangre, a orillas del cauce seco, lo abruma; debe luchar para que los médicos, enfermeros, agonizantes, no lo adviertan. Agradece que esto suceda en la semioscuridad, pues las linternas y fogatas revelan apenas una insignificante parte del espectáculo que tiene lugar a sus pies. Los heridos están más desamparados que en la Favela, sobre la arcilla y el cascajo, agrupados como han ido llegando y los médicos le explican que, para colmo de males, toda la tarde y parte de la noche un ventarrón ha aventado contra esas heridas abiertas, que no hay con qué vendar ni desinfectar ni suturar, nubarrones de tierra rojiza. Por todas partes escucha alaridos, gemidos, llantos, desvarío de fiebre. La pestilencia es asfixiante y el Capitán Coriolano, que lo acompaña, tiene de pronto una arcada. Lo oye deshacerse en excusas. Cada cierto trecho, se detiene a decir palabras afectuosas, a palmear, estrechar la mano de un herido. Los felicita por su coraje, les agradece su sacrificio en nombre de la República. Pero queda mudo cuando hacen un alto frente a los cadáveres de los Coroneles Carlos Telles y Serra Martins, que serán enterrados mañana. El primero ha muerto de un tiro en el pecho, al comenzar el ataque, cruzando el río. El segundo al atardecer, asaltando a la cabeza de sus hombres la barrera de los yagunzos, en un combate cuerpo a cuerpo. Le informan que su cadáver cosido a heridas de puñal, lanza y machete, está castrado, desorejado y desnarigado. En momentos como éste, cuando oye que un destacado y bravo militar es vejado de ese modo, el General Osear se dice que es justa la política de degollar a todos los Sebastianistas que caen prisioneros. La justificación de esa política, para su conciencia, es de dos órdenes: se trata de bandidos, no de soldados, a los que el honor mandaría respetar; y, de otro lado, la escasez de víveres no deja alternativa, pues sería más cruel matarlos de hambre y absurdo privar de raciones a los patriotas para alimentar a monstruos capaces de hacer lo que han hecho con ese jefe. Cuando está terminando el recorrido, se detiene ante un pobre soldado al que dos enfermeros sujetan mientras le amputan un pie. El cirujano, acuclillado, serrucha, y el General lo oye pedir que le limpien el sudor de los ojos. No debe ver mucho, de todos modos, pues otra vez hay viento y la fogata bailotea. Cuando el cirujano se incorpora reconoce al joven paulista Teotónio Leal Cavalcanti. Cambian un saludo. Cuando el General Osear emprende el regreso, la cara flaca y atormentada del estudiante, cuya abnegación encomian sus colegas y pacientes, lo acompaña. Hace unos días ese joven a quien no conocía se le presentó a decirle: «He matado a mi mejor amigo y quiero ser castigado». Asistía a la entrevista su adjunto, el Teniente Pinto Souza, y al enterarse de quién es el oficial al que Teotónio, por compasión, ha disparado un balazo en la sien, se puso lívido. La escena hizo vibrar al General. Teotónio Leal Cavalcanti, con la voz rota, explicó la condición del Teniente Pires Ferreira —ciego, sin manos, destrozado en el cuerpo y en el alma—, sus súplicas para que pusiera fin a su sufrimiento y los remordimientos que lo acosan por haberlo hecho. El General Osear le ha ordenado guardar absoluta reserva y continuar en sus funciones como si nada hubiera sucedido. Una vez que acaben las operaciones, decidirá sobre su caso.

En casa del Fogueteiro, ya en la hamaca, recibe un informe del Teniente Pinto Souza, que acaba de regresar de la Favela. La Séptima Brigada estará aquí a primera hora, para reforzar la «línea negra».

Duerme cinco horas, y a la mañana siguiente se siente repuesto, lleno de ánimos, mientras toma su café y un puñado de esas galletas de maicena que son el tesoro de su despensa. Reina un extraño silencio en todo el frente. Los batallones de la Séptima Brigada están por llegar y, para cubrir su cruce del descampado, el General ordena que los Krupp bombardeen las torres. Desde los primeros días, ha pedido a la superioridad que, junto con los refuerzos, le manden esas granadas especiales, de setenta milímetros, con puntas de acero; que se fabricaron en la Casa de la Moneda de Río, para perforar los cascos de los barcos rebelados el 6 de septiembre. ¿Por qué no le hacen caso? Ha explicado a la jefatura que los shrapnel y obuses de gasolina no bastan para destruir esas malditas torres de roca viva. ¿Por qué se hacen los sordos?

El día transcurre en calma, con tiroteos ralos, y al General Osear se le pasa dedicado a distribuir a los hombres frescos de la Séptima Brigada a lo largo de la «línea negra». En una reunión con su Estado Mayor se descarta terminantemente otro asalto, mientras no lleguen los refuerzos. Se mantendrá una guerra de posiciones, tratando de avanzar gradualmente por el flanco derecho —el más débil de Canudos, a simple vista—, en ataques parciales, sin exponer a toda la tropa. Se decide, también, que parta una expedición a Monte Santo llevándose a los heridos en condiciones de soportar el viaje. A mediodía, cuando están enterrando a los Coroneles de Silva Telles y Serra Martins, junto al río, en una sola tumba con dos crucecillas de madera, le dan al General una mala noticia: acaba de ser herido en la cadera, por una bala perdida, el Coronel Neri, mientras hacía una necesidad biológica en una encrucijada de la «línea negra». Esa noche lo despierta un fuerte tiroteo. Los yagunzos atacan los dos cañones Krupp 7,5 del descampado y el Batallón 32 de Infantería vuela a reforzar a los artilleros. Los yagunzos cruzaron la «línea negra» en la oscuridad, en

las barbas de los centinelas. El combate es reñido, de dos horas, y la mortandad grande: perecen siete soldados y hay quince heridos, entre ellos un alférez. Pero los yagunzos tienen cincuenta muertos y diecisiete prisioneros. El General va a verlos. Es el alba, una irisación azulada pespunta los cerros. El viento es tan frío que el General Osear se cubre con una manta mientras recorre el descampado a trancos. Los Krupp, felizmente, están intactos. Pero la violencia de la lucha y los compañeros muertos y heridos han exasperado de tal modo a los artilleros e infantes que el General Osear encuentra a los prisioneros medio muertos de los golpes que han recibido. Son muy jóvenes, algunos niños, y hay entre ellos dos mujeres, todos esqueléticos. El General Osear confirma lo que confiesan todos los prisioneros: la gran escasez de alimentos entre los bandidos. Le explican que eran las mujeres y los jóvenes quienes disparaban, pues los yagunzos se dedicaron a tratar de destruir los cañones con picas, mazas, garrotes, martillos, o en atorarlos con arena. Buen síntoma: es la segunda vez que lo intentan, los Krupp 7,5 les están haciendo daño. Las mujeres, igual que los niños, tienen trapos azules. Los oficiales presentes están asqueados de esos extremos de barbarie: que envíen niños y mujeres les parece el colmo de la abyección humana, un escarnio del arte y la moral de la guerra. Cuando se retira, el General Osear oye que los prisioneros, al darse cuenta que los van a ejecutar, vitorearon al Buen Jesús. Sí, los tres generales que rehusaron venir sabían lo que hacían; adivinaban que esto de guerrear contra niños y mujeres que matan y a los que por tanto hay que matar, y que mueren dando vivas a Jesús, es algo que no puede producir alegría a ningún soldado. Tiene la boca amarga, como si hubiera masticado tabaco.

Ese día transcurre en la «línea negra» sin novedad, dentro de lo que —piensa el jefe de la Expedición — será la rutina hasta que lleguen los refuerzos: tiroteos esporádicos de una parte a otra de las dos barricadas que se desafían, ceñudas y enrevesadas; torneos de insultos que sobrevuelan las barreras sin que los insultados se vean las caras, y el cañoneo contra las Iglesias y el Santuario, ahora breve debido a la escasez de municiones. Se hallan prácticamente sin nada que comer; quedan apenas diez reses en el corral habilitado detrás de la Favela y unos cuantos sacos de café y de grano. Reduce a la mitad las raciones de la tropa, que ya eran exiguas.

Pero esa tarde el General Osear recibe una noticia sorprendente: una familia de yagunzos, de catorce personas, se presenta espontáneamente como prisionera en el campamento de la Favela. Es la primera vez que ocurre algo así, desde el comienzo de la campaña. La noticia le levanta el ánimo de manera extraordinaria. La desmoralización y la hambruna deben estar socavando a los caníbales. En la Favela, él mismo interroga a los yagunzos. Son tres viejecillos en ruinas, una pareja adulta y niños raquíticos de vientres hinchados. Son de Ipueiras y según ellos —que responden a sus preguntas con los dientes rechinándoles de miedo — se hallan en Canudos sólo desde hace mes y medio; se refugiaron allí, no por devoción al Consejero, sino por temor al saber que se aproximaba un gran Ejército. Han huido haciendo creer a los bandidos que iban a cavar trincheras a la salida a Cocorobó, lo que en efecto han hecho hasta la víspera, en que, aprovechando un descuido de Pedráo, escaparon. Les ha tomado un día el rodeo hasta la Favela. Dan al General Osear todos los informes sobre la situación del cubil y presentan un cuadro tétrico de lo que ocurre allí, peor aún de lo que éste suponía —hambruna, heridos y muertos por doquier, pánico generalizado — y aseguran que la gente se rendiría si no fuera por los cangaceiros como Joáo Grande, Joáo Abade, Pajeú y Pedráo, que han jurado matar a toda la parentela del que deserte. Sin embargo, el General no les cree al pie de la letra lo que dicen: están tan visiblemente aterrorizados que dirían cualquier embuste para despertar su simpatía. Ordena que los encierren en el corral del ganado. La vida de todos los que, siguiendo el ejemplo de éstos, se rindan, será preservada. Sus oficiales se muestran también optimistas; algunos pronostican que el cubil caerá por descomposición interna, antes de que lleguen los refuerzos. Pero al día siguiente la tropa sufre un duro revés. Centenar y medio de reses, que venían de Monte Santo, caen en manos de los yagunzos de la manera más estúpida. Por exceso de precaución, para evitar ser víctimas de esos pisteros enrolados en el sertón que resultan casi siempre cómplices del enemigo en las emboscadas, la compañía de lanceros que escolta las reses se ha guiado sólo por los mapas trazados por los ingenieros del Ejército. La suerte no los acompaña. En vez de tomar el camino de Rosario y de las Umburanas, que desemboca en la Favela, se desvían por la ruta del Cambaio y el Tabolerinho, yendo a caer de pronto en medio de las trincheras de los yagunzos. Los lanceros dan un valeroso combate, librándose de ser exterminados, pero pierden todas las reses, que los fanáticos se apresuran a arrear a fuetazos a Canudos. Desde la Favela, el General Osear ve con sus prismáticos ese inusitado espectáculo: la polvareda y el ruido que levanta la tropilla entrando a la carrera a Canudos entre la felicidad estentórea de los degenerados. En un ataque de furia, a los que no suele ser propenso, recrimina en público a los oficiales de la compañía que extravió las reses. ¡Este fracaso será un estigma en su carrera! Para castigar a los yagunzos por el golpe de buena suerte que les ha regalado ciento cincuenta reses, el tiroteo de hoy es el doble de intenso. Como el problema de la alimentación asume caracteres críticos, el General Osear y su Estado Mayor envían a los lanceros gauchos —que nunca han desmentido su fama de grandes vaqueros — y al Batallón 27 de Infantería, a conseguir comestibles «de donde sea y como sea», pues el hambre causa ya daño físico y moral en las filas. Los lanceros retornan al anochecer con veinte reses, sin que el General les pregunte la procedencia; son inmediatamente carneadas y distribuidas entre la Favela y la «línea negra». El General y sus adjuntos dan disposiciones para mejorar la comunicación entre los dos campamentos y el frente. Se establecen rutas de seguridad, se las jalona de puestos de vigilancia y se sigue reforzando la barricada. Con su energía de costumbre, el General prepara, también, la partida de los heridos. Se fabrican angarillas, muletas, se reparan las ambulancias y se hace una lista de los que partirán.

Duerme esa noche en su barraca de la Favela. A la mañana siguiente, cuando está desayunando su café con galletas de maicena, se da cuenta que llueve. Boquiabierto, observa el prodigio. Es una lluvia diluvial, acompañada de un viento silbante que lleva y trae las trombas de agua turbia. Cuando sale a empaparse, regocijado, ve que todo el campamento chapotea bajo la lluvia, en el barro, en un estado de fervor. Es la primera lluvia en muchos meses, una verdadera bendición después de estas semanas de calor endemoniado y de sed. Todos los cuerpos almacenan el precioso líquido en los recipientes de que disponen. Con sus prismáticos trata de ver lo que ocurre en Canudos, pero hay una neblina espesa y no distingue siquiera las torres. La lluvia no dura mucho, unos minutos después, está allí, de nuevo, el viento cargado de polvo. Ha pensado muchas veces que cuando esto termine, su memoria conservará de manera indeleble esos ventarrones continuos, deprimentes, que presionan las sienes. Mientras se quita las botas para que su ordenanza les saque el barro, compara la tristeza de este paisaje sin verde, sin siquiera una mata floreada, con la exuberancia vegetal que lo rodeaba en el Piauí.

—Quién me iba a decir que echaría de menos mi jardín —le confiesa al Teniente Pinto Souza, que prepara la Orden del Día—. Nunca entendí la pasión de mi esposa por las flores. Las podaba y regaba todo el día. Me parecía una enfermedad encariñarse con un jardín. Ahora, frente a esta desolación, lo comprendo.

Todo el resto de la mañana, mientras despachaba con distintos subordinados, piensa de manera recurrente en la polvareda que ciega y sofoca. Ni dentro de las barracas se escapa al suplicio. «Cuando uno no come polvo con asado, come asado con polvo. Y siempre aderezado de moscas», piensa.

Un tiroteo lo saca de esas filosofías, al atardecer. Una partida de yagunzos se lanza de pronto —emergiendo de la tierra como si hubieran cavado un túnel bajo la «línea negra» — contra un crucero de la barricada, con la intención de cortarla. El ataque toma de sorpresa a los soldados, que abandonan la posición, pero, una hora después, los yagunzos son desalojados con grandes pérdidas. El General Osear y los oficiales llegan a la conclusión de que el ataque tenía por objeto proteger a las trincheras de la Fazenda Velha. Todos los oficiales sugieren por eso ocuparlas, a como dé lugar: eso precipitará la rendición del cubil. El General Osear traslada tres ametralladoras de la Favela a la «línea negra».

Ese día, los lanceros gauchos vuelven al campamento con treinta reses. La tropa goza de un banquete, que mejora el humor de todo el mundo. El General Osear inspecciona los dos Hospitales de Sangre, donde se realizan los últimos preparativos para la partida de los enfermos y heridos. Para evitar escenas desgarradoras anticipadas, ha decidido dar a conocer sólo en el momento de la partida los nombres de los que emprenderán viaje. Esa tarde, los artilleros le muestran, alborozados, cuatro cajas repletas de obuses para los Krupp 7,5 que una patrulla ha encontrado en el camino de las Umburanas. Los proyectiles están en perfecto estado y el General Osear autoriza lo que el Teniente Macedo Soares, responsable de los cañones de la Favela, llama «un fuego de artificio». Sentado junto a ellos y tapándose los oídos con algodones, como los servidores de las piezas, el General asiste al disparo de sesenta obuses, dirigidos todos contra el corazón de la resistencia de los traidores. Entre la polvareda que las explosiones levantan, observa con ansiedad las altas moles que sabe atestadas de fanáticos. Pese a estar desconchadas y con huecos, resisten. ¿Cómo sigue en pie el campanario de la Iglesia de San Antonio, que parece un colador y que está más ladeado que la famosa Torre de Pisa? Durante todo el bombardeo, espera ávidamente ver desmoronarse esa torrecilla en ruinas. Dios debería concederle esa dádiva, para inyectar un poco de entusiasmo a su espíritu. Pero la torre no cae.

A la mañana siguiente, está de pie al alba para despedir a los heridos. Van en la expedición sesenta oficiales y cuatrocientos ochenta soldados, todos los que los médicos creen en condiciones de llegar a Monte Santo. Entre ellos, se halla el jefe de la Segunda Columna, General Savaget, cuya herida en el vientre lo tiene inutilizado desde que llegó a la Favela. El General Osear se alegra de verlo partir, pues, aunque sus relaciones son cordiales, siente incomodidad frente a ese General sin cuya ayuda, está seguro, la Primera Columna hubiera sido exterminada. Que los bandidos fueran capaces de llevarlo a esa especie de matadero, con tanta habilidad táctica, es algo que, pese a la falta de otras pruebas, todavía hace pensar al General Osear que los yagunzos pueden estar asesorados por oficiales monárquicos y hasta por ingleses. Aunque esta posibilidad ha dejado de mencionarse en los consejos de oficiales.

La despedida de los heridos que parten y de los que se quedan no es desgarradora, con llantos y protestas, como temía, sino de grave solemnidad. Unos y otros se abrazan en silencio, cambian mensajes, y los que lloran procuran disimularlo. Había dispuesto que los que parten recibieran raciones para cuatro días, pero la falta de recursos lo obliga a reducir la ración a sólo un día. Parte con los heridos el Batallón de lanceros gauchos, que les procurará sustento en el recorrido. Además, los escolta el Batallón 33 de Infantería. Cuando los ve alejarse, en el día que despunta, lentos, miserables, famélicos, con los uniformes en ruinas, muchos de ellos descalzos, se dice que cuando lleguen a Monte Santo —los que no sucumban en el camino — estarán en un estado aún peor: tal vez la superioridad entienda entonces lo crítico de la situación y mande los refuerzos. La partida de la expedición deja un clima de melancolía y tristeza en los campamentos de la Favela y la «línea negra». La moral de la tropa ha decaído por la falta de alimento. Los hombres comen las cobras y perros que capturan y hasta tuestan hormigas y se las tragan, para aplacar el hambre.

La guerra consiste en tiros aislados, de parte a parte de las barricadas. Los contendores se limitan a espiar, desde sus posiciones; cuando avizoran un perfil, una cabeza, un brazo, estalla un tiroteo. Dura apenas unos segundos. Luego se instala otra vez ese silencio que es, también, marasmo embrutecedor, hipnótico. Lo perturban las balas perdidas que salen de las torres y del Santuario, no dirigidas a un blanco preciso, sino a las viviendas en ruinas que ocupan los soldados: atraviesan los livianos tabiques de estacas y barro y muchas veces hieren o matan a soldados dormidos o vistiéndose. Ese anochecer, en la casa del Fogueteiro, el General Osear juega a las cartas con el Teniente Pinto Souza, el Coronel Neri (quien se repone de su herida) y dos capitanes de su Estado Mayor. Lo hacen sobre cajas, a la luz de un mechero. Se enfrascan de pronto en una discusión respecto a Antonio Consejero y los bandidos. Uno de los capitanes, que es de Río, dice que la explicación de Canudos es el mestizaje, esa mezcla de negros, indios y portugueses que ha ido paulatinamente degenerando la raza hasta producir una mentalidad inferior, propensa a la superstición y al fatalismo. Esta opinión es rebatida con ímpetu por el Coronel Neri. ¿Acaso no ha habido mezclas en otras partes del Brasil sin que se produzcan allí fenómenos similares? El, como creía el Coronel Moreira César, a quien admira y casi deifica, piensa que Canudos es obra de los enemigos de la República, los restauradores monárquicos, los antiguos esclavócratas y privilegiados que han azuzado y confundido a estos pobres hombres sin cultura inculcándoles el odio al progreso. «No es la raza sino la ignorancia la explicación de Canudos», afirma. El General Osear, que ha seguido con interés el diálogo, queda perplejo cuando le preguntan su opinión. Vacila. Sí, dice al fin, la ignorancia ha permitido a los aristócratas fanatizar a esos miserables y lanzarlos contra lo que amenazaba sus intereses, pues la República garantiza la igualdad de los hombres, lo que está reñido con los privilegios congénitos a un régimen aristocrático. Pero se siente íntimamente escéptico sobre lo que dice. Cuando los otros parten, queda cavilando en su hamaca. ¿Cuál es la explicación de Canudos? ¿Taras sanguíneas de los caboclos? ¿Incultura? ¿Vocación de barbarie de gentes acostumbradas a la violencia y que se resisten por atavismo a la civilización? ¿Tiene algo que ver con la religión, con Dios? Nada lo deja satisfecho. Al día siguiente está afeitándose, sin espejo ni jabón, con una navaja de barbero que él mismo afila en una piedra, cuando oye un galope. Ha ordenado que los desplazamientos entre la Favela y la «línea negra» se hagan a pie, pues los jinetes son blancos demasiado fáciles para las torres, de modo que sale a reprender a los infractores. Oye hurras y vítores. Los recién llegados, tres jinetes, franquean ilesos el descampado. El Teniente que desmonta a su lado y hace sonar los tacos, se presenta como jefe del pelotón de exploradores de la Brigada de refuerzos del General Girard, cuya vanguardia llegará dentro de un par de horas. El Teniente añade que los cuatro mil quinientos soldados y oficiales de los doce Batallones del General Girard están impacientes por ponerse a sus órdenes para derrotar a los enemigos de la República. Por fin, por fin, terminará para él y para el Brasil la pesadilla de Canudos.

V

—¿Jurema? —dijo el Barón, sorprendiéndose—. ¿Jurema de Calumbí?

—Ocurrió en el terrible mes de agosto —se desvió el periodista miope—. En julio, los yagunzos habían contenido a los soldados dentro de la misma ciudad. Pero en agosto llegó la Brigada Girard. Cinco mil hombres más, doce batallones más, miles de armas más, decenas de cañones más. Y comida en abundancia. ¿Qué esperanza podían tener ya?

Pero el Barón no lo oía:

—¿Jurema? —repitió. Podía advertir el regocijo de su visitante, la felicidad con que esquivaba darle una respuesta. Y advertía, también, que ese regocijo y felicidad se debían a que él la nombraba, a que había conseguido interesarlo, a que el Barón sería ahora quien lo obligaría a hablar de ella—. ¿La mujer del pistero Rufino, el de Queimadas?

Tampoco esta vez el periodista miope le respondió:

—En agosto, además, el Ministro de Guerra, el propio Mariscal Carlos Machado Bittencourt vino en persona desde Río, a poner a punto la campaña

—prosiguió, solazándose con su impaciencia—. Eso no lo supimos allá. Que el Mariscal Bittencourt se había instalado en Monte Santo, organizando el transporte, el abastecimiento, los hospitales. No sabíamos que llovían sobre Queimadas y Monte Santo los soldados voluntarios, los médicos voluntarios, las enfermeras voluntarias. Que el propio Mariscal había despachado a la Brigada Girard. Todo eso, en agosto. Fue como si el cielo se abriera para descargar contra Canudos un cataclismo.

—Y, en medio de ese cataclismo, usted era feliz —murmuró el Barón. Porque ésas eran las palabras que el miope había dicho—. ¿Se trata de la misma?

—Sí. —El Barón notó que su felicidad ya no era secreta, ahora rebalsaba, atropellaba la voz del miope—. Es de justicia que la recuerde. Porque ella los recuerda mucho a usted y a su esposa. Con admiración, con cariño.

Así, era la misma, esa muchachita espigada y trigueña que había crecido en Calumbí, sirviendo a Estela, y a la que luego ambos habían casado con el trabajador honrado y tenaz que era el Rufino de entonces. No le cabía en la cabeza. Ese animalito del campo, ese ser rústico que sólo podía haber cambiado para peor desde que salió de los aposentos de Estela, había estado mezclado, también, al destino del hombre que tenía al frente. Porque el periodista había dicho, literalmente, esas inconcebibles palabras: «Pero, justamente, cuando empezó a deshacerse el mundo y fue el apogeo del horror, yo, aunque le parezca mentira, empecé a ser feliz». Otra vez se apoderó del Barón esa sensación de irrealidad, de sueño, de ficción, en que solía precipitarlo Canudos. Esas casualidades, coincidencias y asociaciones lo ponían sobre ascuas. ¿Sabía el periodista que Galileo Gall había violado a Jurema? No se lo preguntó, se quedó perplejo pensando en las extrañas geografías del azar, en ese orden clandestino, en esa inescrutable ley de la historia de los pueblos y de los individuos que acercaba, alejaba, enemistaba y aliaba caprichosamente a unos y a otros. Y se dijo que era imposible que esa pobre criaturita del sertón bahiano pudiera sospechar siquiera que había sido el instrumento de tantos trastornos en la vida de gentes tan disímiles: Rufino, Galileo Gall, este espantapájaros que ahora sonreía entregado con delectación a recordarla. Sintió deseos de volver a ver a Jurema; tal vez a la Baronesa le haría bien ver a esa muchacha a la que, antaño, había tratado con tanto cariño. Recordó que, por eso mismo, Sebastiana le tenía un sordo resentimiento y el alivio que fue para ella verla partir a Queimadas con el rastreador. —La verdad, no esperaba oír hablar en ese momento de amor, de felicidad —murmuró, moviéndose en el asiento—. Y menos todavía en relación a Jurema. El periodista se había puesto a hablar de nuevo de la guerra.

—¿No es curioso que se llamara Brigada Girard? Porque, según me entero ahora, el General Girard nunca pisó Canudos. Una curiosidad más, de la más curiosa de las guerras. Agosto comenzó con la aparición de esos doce batallones frescos. Todavía llegaba gente nueva a Canudos, de prisa, porque sabían que ahora, con el nuevo Ejército, el cerco se cerraría definitivamente. ¡Y que ya no se podría entrar! —El Barón le oyó una de sus carcajadas absurdas, exóticas, forzadas; le oyó repetir —: No que no se podría salir, entiéndame. Que no se podría entrar. Ése era su problema. No les importaba morir, pero querían morir adentro.

—Y, usted, era feliz… —dijo. ¿No estaría aún más chiflado de lo que siempre pareció? ¿No sería todo aquello una sarta de embustes?

—Los vieron llegar, extenderse por los cerros, ocupar, uno tras otro, los lugares por donde hasta entonces podían entrar y salir. Los cañones comenzaron a bombardear las veinticuatro horas del día, del Norte, del Sur, del Este, del Oeste. Pero como estaban demasiado cerca y podían matarse entre ellos se limitaban a cañonear las torres. Porque no habían caído todavía.

—¿Jurema, Jurema? —exclamó el Barón—. ¿La muchachita de Calumbí le dio la felicidad, lo convirtió espiritualmente en yagunzo?

Detrás de los gruesos cristales, como peces en la pecera, los ojos miopes se agitaron, pestañearon. Era tarde, llevaba muchas horas allí, debería levantarse e ir a preguntar por Estela, desde la tragedia no había estado tanto rato separado de ella. Pero siguió esperando, con hormigueante impaciencia.

—La explicación es que yo me había resignado —le oyó susurrar en voz apenas audible. —¿A morir? —dijo el Barón, sabiendo que no era la muerte en lo que pensaba el visitante.

—A no amar, a no ser amado por ninguna mujer —adivinó que decía, pues había bajado aún más la voz—. A ser feo, a ser tímido, a no tener nunca en mis brazos a una mujer que no cobrara por ello.

El Barón se sintió suspendido en el asiento de cuero. Como un relámpago, le pasó por la cabeza la idea de que en este despacho, en el que se habían revelado tantos secretos, tramado tantas conspiraciones, nadie había confesado jamás algo tan inesperado y sorprendente para sus oídos.

—Es algo que usted no puede comprender —dijo el periodista miope, como si lo estuviera acusando—. Porque usted, sin duda, conoció el amor desde muy joven. Muchas mujeres debieron amarlo, admirarlo, rendírsele. Usted, sin duda, pudo escoger a su bellísima esposa, entre otras muchas bellísimas mujeres que sólo esperaban su consentimiento para echarse en sus brazos. Usted no puede entender lo que nos ocurre a los que no somos atractivos, apuestos, favorecidos, ricos, como lo fue usted. Usted no puede entender lo que es saberse repulsivo y ridículo para las mujeres, excluido del amor y del placer. Condenado a las putas.

«El amor, el placer», pensó el Barón, desconcertado: dos palabras inquietantes, dos meteoritos en la noche de su vida. Le pareció sacrilegio que esas hermosas, olvidadas palabras aparecieran en la boca de ese ser risible, encogido como una garza en el asiento, con una pierna trenzada a la otra. ¿No era cómico, grotesco, que una perrita chusca del sertón hiciera hablar de amor y de placer a un hombre, pese a todo, cultivado? ¿Acaso esas palabras no evocaban el lujo, el refinamiento, la sensibilidad, la elegancia, los ritos y sabidurías de una imaginación adiestrada por las lecturas, los viajes, la educación? ¿No eran palabras incompatibles con Jurema de Calumbí? Pensó en la Baronesa y se le abrió una herida en el pecho. Hizo un esfuerzo para volver a lo que el periodista decía. En otra de sus bruscas transiciones, hablaba nuevamente de la guerra: —Se acabó el agua —y, siempre, parecía riñéndolo—. Toda la que bebía Canudos era de las aguadas de la Fazenda Velha, unos pozos junto al Vassa Barris. Habían hecho allí trincheras y las defendieron con uñas y dientes.

Pero con esos cinco mil soldados frescos ni siquiera Pajeú pudo impedir que cayeran. Entonces, se acabó el agua.

¿Pajeú? El Barón se estremeció. Ahí estaba el rostro aindiado, amarillento pálido, la cicatriz en lugar de nariz, ahí su voz anunciándole con calma que en nombre del Padre iba a quemar Calumbí. Pajeú, el individuo que encarnaba toda la maldad y estupidez de que había sido víctima Estela.

—Sí, Pajeú —dijo el miope—. Yo lo odiaba. Y le temía más que a las balas de los soldados. Porque estaba enamorado de Jurema y con sólo levantar un dedo podía arrebatármela y desaparecerme.

Rió otra vez, con una risa corta, estridente, nerviosa, que terminó en unos estornudos sibilantes. El barón, distraído de él, estaba odiando, también a ese bandido fanático. ¿Qué había sido del autor del inexpiable crimen? Sintió terror de preguntar, de oír que estaba salvo. El periodista repetía la palabra agua. Le costó trabajo salir de sí, entender. Sí, las aguadas del Vassa Barris. Sabía muy bien cómo eran esos pozos, paralelos al cauce, donde se empozaba el agua de las crecientes y que daban a beber a hombres, pájaros, chivos, vacas, en los largos meses (y a veces años) en que el Vassa Barris permanecía seco. ¿Y Pajeú? ¿Y Pajeú? ¿Había muerto en combate? ¿Había sido capturado? Tenía la pregunta en la punta de los labios y no la hizo. —Esas cosas hay que entenderlas —decía ahora el periodista miope, con convicción, con energía, con cólera—. Yo apenas podía verlas, por supuesto. Pero tampoco podía entenderlas.

—¿De quién está hablando? —dijo el Barón—. Me distraje, me he perdido. —De las mujeres y de los párvulos —respingó el periodista miope—. Los llamaban así. Párvulos. Cuando los soldados capturaron las aguadas, iban con las mujeres, en las noches, a tratar de robarse unas latas de agua, para que los yagunzos pudieran seguir peleando. Ellos, sólo ellos. Y así fue, también, con esas sobras inmundas que llamaban comida. ¿Me ha oído bien?

—¿Debo asombrarme? —dijo el Barón—. ¿Admirarme?

—Debe tratar de entender —murmuró el periodista miope—. ¿Quién daba esas disposiciones? ¿El Consejero? ¿Joáo Abade? ¿Antonio Vilanova? ¿Quién decidió que fueran sólo mujeres y niños los que se arrastraran hasta la Fazenda Velha para robar agua, sabiendo que en las aguadas estaban los soldados esperándolos para hacer tiro al blanco, sabiendo que de cada diez sólo uno o dos volverían? ¿Quién decidió que los combatientes no debían intentar ese suicidio menor pues a ellos correspondía esa forma superior de suicidio que era morir peleando? —El Barón vio que otra vez buscaba sus ojos con angustia—. Sospecho que ni el Consejero ni los jefes. Eran decisiones espontáneas, simultáneas, anónimas. Si no, no las hubieran respetado, no hubieran ido al matadero con tanta convicción.

—Eran fanáticos —dijo el Barón, consciente del desprecio que había en su voz—. El fanatismo mueve a la gente a actuar así. No son razones elevadas, sublimes, las que explican siempre el heroísmo. También, el prejuicio, la estrechez mental, las ideas más estúpidas.

El periodista miope se quedó mirándolo; tenía la frente empapada de sudor y parecía buscar una respuesta dura. Pensó que le oiría alguna impertinencia. Pero lo vio asentir, como para sacárselo de encima.

—Ése fue, por supuesto, el gran deporte de los soldados, un entretenimiento en su vida aburrida —dijo—. Apostarse en la Fazenda Velha y esperar que la luz de la luna les mostrara a esas sombras que venían reptando a sacar agua. Oíamos los tiros, el sonido cuando una bala perforaba la lata, el recipiente, la olla. Las aguadas amanecían llenas de cadáveres, de malheridos. Pero, pero…

—Pero usted no veía nada de eso —lo cortó el Barón. La agitación que veía en su interlocutor lo irritaba profundamente.

—Las veían Jurema y el Enano —dijo el periodista miope—. Yo las oía. Oía a las mujeres y a los párvulos que partían a la Fazenda Velha, con sus latas, cantimploras, cántaros, botellas, despidiéndose de sus maridos o de sus padres, dándose la bendición, citándose en el cielo. Y oía lo que ocurría cuando conseguían regresar. La lata, el balde, el cántaro, no servían para dar de beber a los viejos moribundos, a las criaturas locas de sed. No. Iban a las trincheras, para que los que todavía podían sostener un fusil, pudieran sostenerlo unos horas o minutos más.

—¿Y usted? —dijo el Barón. El disgusto que le producía esa mezcla de reverencia y terror con que el periodista miope hablaba de los yagunzos era cada vez más grande—. ¿Cómo no murió de sed? Usted no era combatiente ¿no es verdad? —Me lo pregunto —dijo el periodista—. Si hubiera lógica en esta historia, yo debería haber muerto allá varias veces. —El amor no quita la sed —trató de herirlo el Barón.

—No la quita —asintió el otro—. Pero da fuerza para resistirla. Y, además, algo bebíamos. Lo que se pudiera chupar, succionar. Sangre de pájaros, aunque fuera urubús. Masticábamos hojas, tallos, raíces, todo lo que tuviera jugo. Y orines, por supuesto. — Buscó los ojos del Barón y éste pensó de nuevo: «Como acusándome»—. ¿Usted no lo sabía? Aun cuando uno no beba líquido, sigue orinando. Fue un descubrimiento importante, allá.

—Hábleme de Pajeú, por favor —dijo el Barón—. ¿Qué fue de él?. El periodista miope se deslizó sorpresivamente al suelo. Lo había hecho varias veces en el curso de la conversación y el Barón se preguntó si esos cambios de postura se debían a su desasosiego interno o a que se le dormían los músculos.

—¿Dice usted que se enamoró de Jurema? —insistió. Tenía, de pronto, la absurda sensación de que su antigua doméstica de Calumbí era la única mujer del sertón, una fatalidad femenina bajo cuyo inconsciente dominio caían tarde o temprano todos los hombres vinculados a Canudos—. ¿Por qué no se la llevó con él?

—Tal vez por la guerra —dijo el periodista miope—. Era uno de los jefes. A medida que se iba cerrando el cerco, tenía menos tiempo. Y menos ánimos, me imagino. Se echó a reír de una manera tan desgarrada que el Barón dedujo que esta vez su risa no iba a degenerar en estornudos sino en llanto. No ocurrió ni una ni otra cosa. —De manera que me encontré deseando, a ratos, que la guerra continuara, y aun empeorara, para que tuviera ocupado a Pajeú. —Aspiró una bocanada de aire—. Deseando que la guerra o algo lo matara. —¿Qué fue de él? —insistió el Barón. El otro no le hizo caso.

—Pero, a pesar de la guerra, hubiera podido muy bien llevársela y hacerla su mujer — reflexionó, fantaseó, con la vista en el suelo—. ¿No lo hacían otros yagunzos? ¿No los oía, en medio de los tiroteos, de noche o de día, montando a sus mujeres en las hamacas, camastros y suelos de las casas?

El Barón sintió que se le inflamaba la cara. Nunca había tolerado ciertos temas, tan frecuentes entre hombres solos, ni siquiera con sus más íntimos amigos. Si seguía por este camino lo haría callar.

—De manera que la guerra no era la explicación. —Se volvió a mirarlo, como recordando que estaba allí—. Se había vuelto santo ¿ve? Así decían: se volvió santo, lo besó el ángel, lo rozó el ángel, lo tocó el ángel. —Asintió, varias veces—. Tal vez. No quería tomarla por la fuerza. Es la otra explicación. Más fantástica, sin duda, pero tal vez. Que todo se hiciera como Dios manda. Según la religión. Casarse con ella. Yo lo oí pedírselo. Tal vez.

—¿Qué fue de él? —repitió el Barón, despacio, subrayando las palabras. El periodista miope lo miraba, fijamente. Y el Barón advirtió su extrañeza. —Él quemó Calumbí —explicó, despacio—. Fue él quien… ¿Murió? ¿Cómo fue su muerte?

—Supongo que murió —dijo el periodista miope—. ¿Cómo no hubieran muerto? ¿Cómo no hubiera muerto él, Joáo Abade, Joáo Grande, todos ellos? —Usted no murió, y, según me ha dicho, tampoco Vilanova. ¿Pudo escapar? —No querían escapar —dijo el periodista, con pena—. Querían entrar, quedarse, morir allí. Lo de Vilanova fue excepcional. Él tampoco quería irse. Se lo ordenaron. De modo que no le constaba que Pajeú hubiera muerto. El Barón lo imaginó, retomando su antigua vida, libre otra vez a la cabeza de un cangaco reconstituido con malhechores de aquí y de allá, añadiendo a su historial fechorías sin término, en el Ceará, en Pernambuco, en regiones más alejadas. Sintió vértigo.

«Antonio Vilanova», susurra el Consejero y hay como una descarga eléctrica en el Santuario. «Ha hablado, ha hablado», piensa el Beatito, todos los poros de su piel erizados por la impresión. «Alabado sea el Padre, alabado sea el Buen Jesús». Avanza hacia el camastro de varas al mismo tiempo que María Quadrado, el León de Natuba, el Padre Joaquim y las beatas del Coro Sagrado; en la luz taciturna del atardecer, todos los ojos se clavan en la cara oscura, alargada, inmóvil, que sigue con los párpados sellados. No es una alucinación: ha hablado.

El Beatito ve que esa boca amada, a la que la flacura ha dejado sin labios, se abre para repetir: «Antonio Vilanova». Reaccionan, dicen «sí, sí, padre», se atropellan hasta la puerta del Santuario a pedir a la Guardia Católica que llamen a Antonio Vilanova. Varios hombres echan a correr entre los sacos y piedras del parapeto. En ese instante, no hay tiros. El Beatito regresa a la cabecera del Consejero: está otra vez callado, quieto, boca arriba, los ojos cerrados, las manos y los pies al aire, sus huesos sobresaliendo de la túnica morada cuyos pliegues denuncian aquí y allá su pavorosa delgadez. «Es espíritu más que carne ya», piensa el Beatito. La Superiora del Coro Sagrado, alentada al oírlo, le acerca un tazón con un poco de leche. La oye murmurar, llena de recogimiento y esperanza: «¿Quieres tomar algo, padre?» Le ha oído la misma pregunta muchas veces en estos días. Pero esta vez, a diferencia de las otras, en que el Consejero permanecía sin responder, la esquelética cabeza sobre la que caen, revueltos, largos cabellos grises, se mueve diciendo que no. Un vaho de felicidad asciende por el Beatito. Está vivo, va a vivir. Porque en estos días, aunque el Padre Joaquim, cada cierto tiempo, se acercaba a tomarle el pulso y a oírle el corazón y les decía que respiraba, y aunque había esa aguadija constante que fluía de él, el Beatito no podía evitar, ante su inmovilidad y su silencio, pensar que el alma del Consejero había subido al cielo.

Una mano lo tironea desde el suelo. Encuentra los ojos grandes, ansiosos, luminosos, del León de Natuba, mirándolo por entre una selva de greñas. «¿Va a vivir, Beatito?» Hay tanta angustia en el escriba de Belo Monte que el Beatito tiene ganas de llorar. —Sí, sí, León, va a vivir para nosotros, va a vivir todavía mucho tiempo. Pero sabe que no es así; algo, en sus entrañas, le dice que éstos son los últimos días, acaso horas, del hombre que cambió su vida y la de todos los que están en el Santuario, de todos los que allá afuera mueren, agonizan y pelean en las cuevas y trincheras en que ha quedado convertido Belo Monte. Sabe que es el final. Lo ha sabido desde que supo, simultáneamente, la caída de la Fazenda Velha y el desmayo en el Santuario. El Beatito sabe descifrar los símbolos, interpretar el mensaje secreto de esas coincidencias, accidentes, aparentes casualidades que pasan inadvertidas para los demás; tiene una intuición que le permite reconocer de inmediato, bajo lo inocente y lo trivial, la presencia profunda del más allá. Estaba ese día en la Iglesia de San Antonio, haciendo rezar el rosario a los heridos, enfermeros, parturientas y huérfanos de ese lugar convertido en Casa de Salud desde el comienzo de la guerra, elevando la voz para que la doliente humanidad sangrante, purulenta y a medio morir oyera sus Avemarías y Padrenuestros entre el estrépito de la fusilería y los cañonazos. Y en eso vio entrar, a la vez, a la carrera, saltando sobre los cuerpos hacinados, a un «párvulo» y a Alejandrinha Correa. El niño habló primero:

—Los perros han entrado a la Fazenda Velha, Beatito. Dice Joáo Abade que hay que parar un muro en la esquina de los Mártires, porque los ateos tienen ahora paso libre por

ahí.

Y apenas había dado media vuelta el «párvulo» cuando la antigua hacedora de lluvia, en voz más descompuesta que su cara, le susurró al oído otra noticia que él presentía muchísimo más grave: «El Consejero se ha enfermado».

Le tiemblan las piernas, se le seca la boca y se le oprime el pecho, como esa mañana, hace ya ¿seis, siete, diez días? Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que los pies le obedecieran y correr tras Alejandrinha Correa. Cuando llegó al Santuario, el Consejero había sido alzado al camastro y había reabierto los ojos y tranquilizado con la mirada a las aterradas beatas y al León de

Natuba. Había ocurrido al incorporarse, después de rezar varias horas, como siempre lo hacía, tumbado con los brazos en cruz. Las beatas, el León de Natuba, la Madre María Quadrado notaron la dificultad con que ponía una rodilla en tierra, ayudándose con una mano, luego con la otra, y que palidecía por el esfuerzo o el dolor al tenerse de pie. Repentinamente volvió al suelo como un costal de huesos. En ese momento —¿hace seis, siete, diez días? — el Beatito tuvo la revelación: ha llegado la hora nona. ¿Por qué era tan egoísta? ¿Cómo podía no alegrarse de que el Consejero descansara, subiera a recibir la recompensa por lo hecho en esta tierra? ¿No tendría más bien, que cantar hosannas? Tendría. Pero no puede, su alma está traspasada. «Quedaremos huérfanos», piensa una vez más. En eso, lo distrae el ruidito que surte del camastro, que escapa de debajo del Consejero. Es un ruidito que no agita el cuerpo del santo, pero ya la Madre María Quadrado y las beatas corren a rodearlo, levantarle el hábito, limpiarlo, recoger humildemente eso que —piensa el Beatito — no es excremento, porque el excremento es sucio e impuro y nada que provenga de él puede serlo. ¿Cómo sería sucia, impura, esa aguadija que mana sin tregua desde hace —seis, siete, diez días — de ese cuerpo lacerado? ¿Acaso ha comido algo el Consejero en estos días para que su organismo tenga impurezas que evacuar? «Es su esencia lo que corre por ahí, es parte de su alma, algo que está dejándonos.» Lo intuyó en el acto, desde el primer momento. Había algo misterioso y sagrado en esos cuescos súbitos, tamizados, prolongados, en esas acometidas que parecían no terminar nunca, acompañadas siempre de la emisión de esa aguadija. Lo adivinó: «Son óbolos, no excremento». Entendió clarísimo que el Padre, o el Divino Espíritu Santo, o el Buen Jesús, o la Señora, o el propio Consejero querían someterlos a una prueba. Con dichosa inspiración se adelantó, estiró la mano entre las beatas, mojó sus dedos en la aguadija y se los llevó a la boca, salmodiando: «¿Es así como quieres que comulgue tu siervo, Padre? ¿No es esto para mí rocío?» Todas las beatas del Coro Sagrado comulgaron también, como él.

¿Por qué lo sometía el Padre a una agonía así? ¿Por qué quería que pasara sus últimos momentos defecando, defecando, aunque fuera maná lo que escurría su cuerpo? El León de Natuba, la Madre María Quadrado y las beatas no lo entienden. El Beatito ha tratado de explicárselo y de prepararlos: «El Padre no quiere que caiga en manos de los perros. Si se lo lleva, es para que no sea humillado. Pero no quiere tampoco que creamos que lo libra de dolor, de penitencia. Por eso lo hace sufrir, antes del premio». El Padre Joaquim le ha dicho que hizo bien en prepararlos; él también teme que la muerte del Consejero los trastorne, les arranque protestas impías, reacciones dañinas para su alma. El Perro acecha y no perdería una oportunidad para hacerse de esas presas. Se da cuenta de que se ha reanudado el tiroteo —fuerte, nutrido, circular — cuando abren el Santuario. Ahí está Antonio Vilanova. Con él vienen Joáo Abade, Pajeú, Joáo Grande, extenuados, sudorosos, olientes a pólvora, pero con caras radiantes: saben que ha hablado, que está vivo.

—Aquí está Antonio Vilanova, Padre —dice el León de Natuba, empinándose en las patas traseras hasta el Consejero.

El Beatito deja de respirar. Los hombres y mujeres que repletan el aposentó —están tan apretados que ninguno podría alzar los brazos sin golpear al vecino — escrutan suspensos la boca sin labios y sin dientes, la faz que parece máscara mortuoria. ¿Va a hablar, va a hablar? Pese al tiroteo ruidoso, tartamudo, de afuera, el Beatito escucha otra vez el ruidito inconfundible. Ni María Quadrado ni las beatas van a asearlo. Todos siguen inmóviles, inclinados sobre el camastro, esperando. La Superiora del Coro Sagrado acerca su boca a la oreja cubierta por hebras grisáceas y repite: —Aquí está Antonio Vilanova, padre.

Hay un leve parpadeo en sus ojos y la boca del Consejero se entreabre. Comprende que está haciendo esfuerzos por hablar, que la debilidad y el sufrimiento no le permiten emitir sonido alguno y suplica al Padre que le conceda esa gracia ofreciéndose, a cambio, a recibir cualquier tormento, cuando oye la voz amada, tan débil que todas las cabezas se adelantan para escuchar: —¿Está ahí, Antonio? ¿Me oyes?

El antiguo comerciante cae de rodillas, coge una de las manos del Consejero y la besa con unción: «Sí, padre, sí, padre». Transpira, abotagado, sofocado, trémulo. Siente envidia de su amigo. ¿Por qué ha sido el llamado? ¿Por qué él y no el Beatito? Se recrimina por ese pensamiento y teme que el Consejero los haga salir para hablar a solas.

—Anda al mundo a dar testimonio, Antonio, y no vuelvas a cruzar el círculo. Aquí me quedo yo con el rebaño. Allá irás tú. Eres hombre del mundo, anda, enseña a sumar a los que olvidaron la enseñanza. Que el Divino te guíe y el Padre te bendiga. El ex–comerciante se pone a sollozar, con pucheros que se vuelven morisquetas. «Es su testamento», piensa el Beatito. Tiene perfecta conciencia de la solemnidad y trascendencia de este instante. Lo que está viendo y oyendo se recordará por los años y los siglos, entre miles y millones de hombres de todas las lenguas, razas, geografías; se recordará por una inmensa humanidad aún no nacida. La voz destrozada de Vilanova ruega al Consejero que no lo mande partir, mientras besa con desesperación la huesuda mano morena de largas uñas. Debe intervenir, recordarle que en este momento no puede discutir un deseo del Consejero. Se acerca, pone una mano en el hombro de su amigo y la presión afectuosa basta para calmarlo. Vilanova lo mira con los ojos arrasados por el llanto, suplicándole ayuda, aclaración. El Consejero permanece silencioso. ¿Todavía va a oír su voz? Oye, por dos veces consecutivas, el ruidito. Muchas veces se ha preguntado si, cada vez que se produce, el Consejero tiene retortijones, punzadas, estirones, calambres, si el Can le muerde el vientre. Ahora sabe que es así. Le basta advertir esa mínima mueca en la cara macilenta, que acompaña a los cuescos, para saber que éstos vienen con llamas y cuchillos martirizantes.

—Lleva contigo a tu familia, para que no estés solo —susurra el Consejero—. Y llévate a los forasteros amigos del Padre Joaquim. Que cada cual gane la salvación con su esfuerzo. Así como tú, hijo.

Pese a la atención hipnótica con que sigue las palabras del Consejero, el Beatito capta una mueca que contrae la cara de Pajeú: la cicatriz parece hincharse, rajarse, y su boca se abre para preguntar o, acaso, protestar. Es la idea de que se marche de Belo Monte esa mujer con la que quiere casarse.

Maravillado, el Beatito entiende por qué el Consejero, en ese instante supremo, se ha acordado de los forasteros que protege el Padre Joaquim. ¡Para salvar a un apóstol! ¡Para salvar el alma de Pajeú de la caída que podría significarle tal vez esa mujer! ¿O, simplemente, quiere poner a prueba al caboclo? ¿O hacerle ganar indulgencias con el sufrimiento? Pajeú está otra vez inexpresivo, verde oscuro, sereno, quieto, respetuoso, con el sombrero de cuero en la mano, mirando el camastro.

Ahora el Beatito tiene la seguridad de que esa boca no se abrirá más. «Sólo su otra boca habla», piensa. ¿Cuál es el mensaje de ese estómago que se desagua y se desvienta desde hace seis, siete, diez días? Lo angustia pensar que en esos cuescos y en esa aguadija hay un mensaje dirigido a él, que pudiera malinterpretar, no oír. Él sabe que nada es accidental, que la casualidad no existe, que todo tiene un sentido profundo, una raíz cuyas ramificaciones conducen siempre al Padre y que si uno es lo bastante santo puede vislumbrar ese orden milagroso y secreto que Dios ha instaurado en el mundo. El Consejero está otra vez mudo, como si nunca hubiera hablado. El Padre Joaquim, en una esquina de la cabecera, mueve los labios, rezando en silencio. Los ojos de todos brillan. Nadie se ha movido, pese a que todos intuyen que el santo ha dicho lo que tenía que decir. La hora nona. El Beatito sospechó que se avecinaba desde la muerte del carnerito blanco por una bala perdida, cuando, tenido por Alejandrinha Correa, acompañaba al Consejero de vuelta al Santuario, después de los consejos. Ésa fue una de las últimas veces que el Consejero salió del Santuario. «Ya no se le oía la voz, ya estaba en el huerto de los olivos.» Haciendo un esfuerzo sobrehumano, todavía abandonaba el Santuario cada tarde para trepar los andamios, rezar y dar consejos. Pero su voz era un susurro apenas comprensible para los que estaban a su lado. El propio Beatito, que permanecía dentro de la pared viva de la Guardia Católica, sólo escuchaba palabras sueltas. Cuando la Madre María Quadrado le preguntó si quería que enterraran en el Santuario a ese animalito santificado por sus caricias, el Consejero dijo que no y dispuso que sirviera de alimento a la Guardia Católica.

En ese momento la mano derecha del Consejero se mueve, buscando algo; sus dedos nudosos suben, caen sobre el colchón de paja, se encogen y estiran. ¿Qué busca, qué quiere? El Beatito ve en los ojos de María Quadrado, de Joáo Grande, de Pajeú, de las beatas, su misma ansiedad. —León, ¿estás ahí?

Siente una puñalada en el pecho. Hubiera dado cualquier cosa porque el Consejero pronunciara su nombre, porque su mano lo buscara a él. El León de Natuba se empina y avanza la gran cabeza greñuda hacia esa mano, para besarla. Pero la mano no le da tiempo, pues apenas siente la proximidad de esa cara, trepa por ella con rapidez y hunde los dedos en las greñas tupidas. Al Beatito las lágrimas le nublan lo que ocurre. Pero no necesita verlo, sabe que el Consejero está rascando, espulgando, acariciando con sus últimas tuerzas, como lo ha visto hacer a lo largo de los años, la cabeza del León de Natuba.

La furia del estruendo que remece el Santuario, lo obliga a cerrar los ojos, a encogerse, a alzar las manos ante lo que parece una avalancha de piedras. Ciego, oye el ruido, los gritos, las carreras, se pregunta si ha muerto y si es su alma la que tiembla. Por fin, oye a Joáo Abade: «Cayó el campanario de San Antonio». Abre los ojos. El Santuario se ha llenado de polvo y todos han cambiado de lugar. Se abre camino hacia al camastro, sabiendo lo que le espera. Divisa entre la polvareda la mano quieta sobre la cabeza del León de Natuba, arrodillado en la misma postura. Y ve al Padre Joaquim, con la oreja pegada al pecho flaco. Luego de un momento, el párroco se incorpora, desencajado: —Ha rendido su alma a Dios —balbucea y la frase es para los presentes más estruendosa que el estrépito de afuera.

Nadie Hora a gritos, nadie cae de rodillas. Quedan convertidos en piedras. Evitan mirarse unos a otros, como si, al encontrarse, sus ojos fueran a revelar suciedades recíprocas, a rebasar por ellos, en ese momento supremo, vergüenzas íntimas. Llueve polvo del techo, de las paredes, y los oídos del Beatito, como los de otra persona, siguen oyendo, afuera, cerca y lejísimos, alaridos, llantos, carreras, chirridos, desprendimientos, y los rugidos con que los soldados de las trincheras de las que eran las calles de San Pedro y San Cipriano y el viejo cementerio, celebran la caída de la torrecilla de la Iglesia a la que tanto han cañoneado. Y la mente del Beatito, como si fuera de otro, imagina a las decenas de hombres de la Guardia Católica que han caído con el campanario, y las decenas de heridos, enfermos, inválidos, parturientas, recién nacidos y viejos centenarios que estarán en estos momentos apachurrados, quebrados, triturados, bajo los adobes, las piedras y las vigas, muertos, ya salvados, ya cuerpos gloriosos subiendo la dorada escalera de los mártires hacia el trono del Padre, o, acaso, aún agonizando en medio de espantosos dolores entre escombros humeantes. Pero, en realidad, el Beatito no oye ni ve ni piensa: el mundo se ha vaciado, él ha quedado sin carne, sin huesos, es una pluma flotando desamparada en los remolinos de un precipicio. Ve, como si fueran los ojos de otro los que vieran, que el Padre Joaquim coge la mano del Consejero de las crenchas del León de Natuba y la deposita junto a la otra, sobre el cuerpo. Entonces, el Beatito se pone a hablar, con la entonación grave, honda, con que salmodia en la Iglesia y en las procesiones:

—Lo llevaremos al Templo que mandó construir y lo velaremos tres días y tres noches, para que todos los hombres y mujeres puedan adorarlo. Y lo llevaremos en procesión por todas las casas y calles de Belo Monte para que por última vez su cuerpo purifique a la ciudad de la ignominia del Can. Y lo enterraremos bajo el Altar Mayor del Templo del Buen Jesús y plantaremos sobre su sepultura la cruz de madera que él hizo con sus manos en el desierto.

Se persigna devotamente y todos se persignan, sin apartar la vista del camastro. Los primeros sollozos que el Beatito oye son los del León de Natuba; su cuerpecillo jiboso y asimétrico se contorsiona todo con el llanto. El Beatito se pone de rodillas y todos lo imitan; ahora puede oír otros sollozos. Pero es la voz del Padre Joaquim, rezando en latín, la que toma posesión del Santuario, y durante un buen rato borra los ruidos de afuera. Mientras reza, con las manos juntas, volviendo lentamente en sí, recuperando sus oídos, sus ojos, su cuerpo, esa vida terrenal que parecía haber perdido, el Beatito siente aquella infinita desesperación que no había sentido desde que, niño, oyó decir al Padre Moraes que no podía ser sacerdote porque era hijo espúreo. «¿Por qué nos abandonas en estos momentos, padre?» «¿Qué vamos a hacer sin ti, padre?» Recuerda el alambre que el Consejero puso en su cintura, en Pombal, y que él todavía lleva allí, herrumbroso y torcido, ya carne de su carne, y se dice que ahora ésa es reliquia preciosa, como todo lo que el santo tocó, vistió o dijo a su paso por la tierra.

—No se puede, Beatito —afirma Joáo Abade.

El Comandante de la Calle está arrodillado a su lado y tiene los ojos inyectados y la voz altanera. Pero hay una seguridad rotunda en lo que dice:

—No podemos llevarlo al Templo del Buen Jesús ni enterrarlo como quieres. ¡No podernos hacer eso a la gente. Beatito! ¿Quieres clavarles una faca en la espalda? ¿Les vas a decir que se ha muerto por el que están peleando, a pesar de que ya no hay balas ni comida? ¿Vas a hacer una crueldad así? ¿No sería peor que las maldades de los masones?

—Tiene razón, Beatito —dice Pajeú—. No podemos decirles que se ha muerto. No ahora, no en estos momentos. Todo se vendría abajo, sería la estampida, la locura de la gente. Hay que ocultarlo, si queremos que sigan peleando.

—No sólo por eso —dice Joáo Grande y ésta es la voz que más lo asombra, pues ¿desde cuándo abre la boca para opinar ese gigantón tímido al que siempre ha habido que sacarle las palabras a la fuerza?—. ¿Acaso no buscarán los perros sus restos con todo el odio del mundo para deshonrarlos? Nadie debe saber dónde está enterrado. ¿Quieres que los herejes encuentren su cuerpo, Beatito?

El Beatito siente sus dientes chocando, como si tuviera las fiebres. Cierto, cierto, en su afán de rendir homenaje al amado maestro, de darle un velatorio y un entierro a la altura de su majestad, ha olvidado que los perros están apenas a unos pasos y que, en efecto, se encarnizarían como lobos rapaces contra sus despojos. Ya está, ahora comprende — es como si el techo se abriera y una luz cegadora, con el Divino en el centro, lo iluminara — por qué el Padre se lo ha llevado precisamente ahora y cuál es la obligación de los apóstoles: preservar sus restos, impedir que el demonio los mancille.

—Cierto, cierto —exclama, compungido—. Perdónenme, el dolor me ha turbado, tal vez el Maligno. Ahora entiendo, ahora sé. No diremos que ha muerto. Lo velaremos^ aquí, lo enterraremos aquí. Cavaremos su tumba y nadie, salvo nosotros, sabrá dónde. Ésa es la voluntad del Padre.

Hace un instante estaba resentido con Joáo Abade, Pajeú y Joáo Grande por oponerse a la ceremonia fúnebre y ahora, en cambio, se siente agradecido a ellos por haberle ayudado a descifrar el mensaje. Menudo, frágil, precario, lleno de energía, impaciente, se mueve entre las beatas y los apóstoles, empujándolos, urgiéndolos a dejar de llorar, a romper esa parálisis que es trampa del Demonio, implorándoles que se levanten, se muevan, traigan picos, azadas, para cavar. «No hay tiempo, no hay tiempo», los asusta. Y así consigue contagiarlos: se levantan, se secan los ojos, se animan, se miran, asienten, se codean. Es Joáo Abade, con el sentido práctico que nunca lo abandona, quien urde la piadosa mentira para los hombres de los parapetos que protegen el Santuario: van a abrir, como se ha hecho en tantas viviendas de Belo Monte, uno de esos túneles que comunican entre sí a las trincheras y las casas, por si los perros bloquean al Santuario. Joáo Grande sale y vuelve con unas palas. De inmediato comienzan a excavar, junto al camastro.

Así lo siguen haciendo, de cuatro en cuatro, turnándose una y otra vez, y volviendo, cuando dejan las palas, a arrodillarse y a rezar. Así lo seguirán haciendo varias horas, sin darse cuenta que afuera ha oscurecido, que la Madre de los Hombres prende una lamparilla de aceite, y que, afuera, el tiroteo, los gritos de odio o de victoria, se han reanudado, interrumpido y vuelto a reanudar. Cada vez que alguien, junto a la pirámide de tierra que se ha ido levantando a la vez que el pozo se hundía, pregunta, el Beatito dice: «Más hondo, más hondo».

Cuando la inspiración le dice que ya basta, todos, empezando por él, están rendidos, los pelos y las pieles embarrados de tierra. El Beatito tiene la sensación de vivir un sueño los momentos que siguen, cuando, cogiendo él la cabeza, la Madre María Quadrado una de las piernas, Pajeú la otra, Joáo Grande uno de los brazos, el Padre Joaquim el otro, alzan el cuerpo del Consejero para que las beatas puedan colocar bajo él la esterilla de paja que será su sudario. Cuando ya está allí el cuerpo, María Quadrado le pone sobre el pecho el crucifijo de metal que era el único objeto que decoraba las paredes del Santuario y el rosario de cuentas oscuras que lo acompaña desde que todos ellos recuerdan. Vuelven a cargar los restos, envueltos por la esterilla, y Joáo Abade y Pajeú los reciben en el fondo del foso. Mientras el Padre Joaquim ora en latín, otra vez trabajan por turnos, acompañando las paladas de tierra con los rezos. En esa extraña sensación de sueño a la que contribuye la rancia luz, el Beatito ve que hasta el León de Natuba, brincando entre las piernas de los demás, ayuda a rellenar la sepultura. Mientras trabaja, controla su tristeza. Se dice que este velatorio humilde y esta tumba pobre sobre la que no se pondrá inscripción ni cruz es algo que el hombre pobre y humilde que fue en vida el Consejero seguramente hubiera pedido para él. Pero cuando todo termina y el Santuario queda como antes —con el camastro vacío — el Beatito se echa a llorar. En medio de su llanto, siente que los otros lloran. Luego de un rato, se sobrepone. A media voz les pide jurar, por la salud de sus almas, que nunca revelarán, sea cual sea la tortura, el lugar donde reposa el Consejero. Les toma el juramento, uno por uno.

Abrió los ojos y seguía sintiéndose feliz, como la noche pasada, la víspera y la antevíspera, sucesión de días que se confundían hasta la tarde en que, después de creerlo enterrado bajo los escombros del almacén, halló en la puerta del Santuario al periodista miope, se echó en sus brazos y le oyó decir que la amaba y dijo que ella también lo amaba. Era verdad, o, en todo caso, desde que lo dijo comenzó a serlo. Y a partir de ese momento, a pesar de la guerra que se cerraba alrededor suyo y de la hambruna y la sed que mataban más gente que las balas, Jurema era feliz. Más de lo que recordaba haber sido nunca, más que en su matrimonio con Rufino, más que en esa infancia confortable a la sombra de la Baronesa Estela, en Calumbí. Tenía ganas de echarse a los pies del santo para agradecerle lo que había acontecido a su vida. Sonaban tiros cerca —los había oído reventar en el sueño, toda la noche — pero no advertía movimiento en la callecita del Niño Jesús, ni las carreras con gritos ni el frenético trajín de arrumbar piedras y sacos con arena, de abrir fosos y derribar techos y paredes para levantar parapetos que se habían hecho frecuentes, en esta últimas semanas, a medida que Canudos se encogía y retrocedía por todas partes, detrás de barricadas y trincheras sucesivas, concéntricas, y los soldados iban capturando casas, calles, esquinas, y el cerco se aproximaba a las Iglesias y el Santuario. Pero nada de eso le importaba: era feliz.

Fue el Enano quien descubrió que se había quedado sin dueño esa vivienda de estacas acuñada entre otras más amplias, en esa callejuela del Niño Jesús, que unía Campo Grande, donde había ahora una triple barricada repleta de yagunzos que dirigía el propio Joáo Abade, y la quebradiza calle de la Madre Iglesia, convertida, en la apretada Canudos de estos días, en frontera Norte de la ciudad. Hacia ese sector se habían replegado los negros del Mocambo, ya capturado, y los pocos kariris de Mirandela y de Rodelas que no habían muerto. Indios y negros convivían ahora, en los fosos y parapetos de la Madre Iglesia, con los yagunzos de Pedráo, que, a su vez, habían venido retrocediento hasta allí después de contener a los soldados en Cocorobó, Trabubú y en los corrales y establos de las afueras. Cuando Jurema, el Enano y el periodista miope vinieron a instalarse a esta casita, encontraron a un viejo despatarrado sobre su mosquetón, muerto, en el foso excavado en el único cuarto del lugar. Pero, además, hallaron una bolsa de farinha y un tarro de miel de abejas, que habían hecho durar avaramente. Salían apenas, para arrastrar cadáveres a unos pozos convertidos en osarios por Antonio Vilanova y para ayudar a hacer barreras y fosos, algo que ocupaba a todo el mundo más horas todavía que la misma guerra. Se habían cavado tantos fosos, dentro y fuera de las casas, que, prácticamente, era posible circular por todo lo que quedaba de Belo Monte —de vivienda a vivienda, de calle a calle — sin salir a la superficie, como las lagartijas y los topos. El Enano se movió a su espalda. Le preguntó si estaba despierto. No respondió y un momento después lo oyó roncar. Dormían los tres uno contra otro, en el estrecho foso, en el que cabían apenas. Lo hacían no sólo por las balas que atravesaban sin dificultad las paredes de estacas y de barro, sino, también, porque en las noches bajaba la temperatura y sus organismos, debilitados por el forzado ayuno, temblaban de frío. Jurema escudriñó la cara del periodista miope, que dormía recostado contra su pecho. Tenía la boca entreabierta y un hilillo de saliva, transparente y delgado como telaraña, le colgaba del labio. Avanzó la boca y, con delicadeza para no despertarlo, sorbió el hilito de saliva. La expresión del periodista miope era serena ahora, una expresión que no tenía jamás despierto. Pensó: «Ahora no tiene miedo». Pensó: «Pobrecito, pobrecito, si pudiera quitarle el miedo, hacer algo para que no se asustara más». Porque él le había confesado que, aun en los momentos en que era feliz con ella, el miedo estaba siempre ahí, como un lodo en su corazón, atormentándolo. Pese a que ahora lo amaba como una mujer ama un hombre, pese a que había sido suya como una mujer es de su marido o amante, Jurema seguía cuidándolo, mimándolo, jugando mentalmente con él como una madre con su hijo.

Una de las piernas del periodista miope se estiró y, depués de presionar un poco, se deslizó entre las suyas. Inmóvil, sintiendo un ramalazo de calor en la cara, Jurema imaginó que en este mismo instante iba a tener deseo de ella y que, a plena luz, como lo hacía en la oscuridad, iba a desabotonarse el pantalón, alzarle las faldas y acomodarla para entrar en ella, gozar de ella y hacerla gozar. Una vibración la recorrió de los cabellos a los pies. Cerró los ojos y permaneció quieta, tratando de oír los tiros, de recordar la guerra tan próxima, pensando en las Sardelinhas y en Catarina y en las otras que gastaban sus últimas fuerzas en cuidar a los heridos y a los enfermos y a los recién nacidos en las dos últimas Casas de Salud y en los viejecillos que todo el día acarreaban muertos al osario. De este modo, consiguió que aquella sensación, tan nueva en su vida, se apagara. Había perdido la vergüenza. No sólo hacía cosas que eran pecado: pensaba en hacerlas, deseaba hacerlas. «¿Estoy loca?», pensó. «¿Poseída?» Ahora que iba a morir, cometía con el cuerpo y con el pensamiento pecados que nunca cometió. Porque, a pesar de haber sido antes de dos hombres, sólo ahora había descubierto que también el cuerpo podía ser feliz, en los brazos de este ser que el azar y la guerra (¿o el Perro?) habían puesto en su camino. Ahora sabía que el amor era también una exaltación de la piel, un encandilamiento de los sentidos, un vértigo que parecía completarla. Se estrechó contra el hombre que dormía junto a ella, pegó su cuerpo al de él lo más estrechamente que pudo. A su espalda, el Enano volvió a moverse. Lo sentía, menudo, encogido, buscando su calor.

Sí, había perdido la vergüenza. Si alguien le hubiera dicho alguna vez que un día dormiría así, apretada entre estos dos hombres, aunque uno de ellos fuera enano, se hubiera espantado. Si alguien le hubiera dicho que un hombre con el que no estaba casada le alzaría las faldas y la tomaría a la vista de otro que permanecía allí, a su lado, durmiendo o haciéndose el dormido, mientras ellos gozaban y se decían boca contra boca que se amaban, Jurema se hubiera aterrado, tapado los oídos. Y, sin embargo, ocurría cada noche, desde esa tarde, y en vez de avergonzarla y asustarla le parecía natural y la hacía feliz. La primera noche, al ver que se abrazaban y besaban como si estuvieran solos en el mundo, el Enano les preguntó si querían que se fuera. No, no, él era tan necesario y querido para ambos como antes. Y era cierto.

El tiroteo aumentó de pronto y, durante unos segundos, fue como si estuviera dentro de la vivienda, sobre sus cabezas. El foso se llenó de tierra y pólvora. Encogida, con los ojos cerrados, Jurema esperó, esperó el disparo, la descarga, el golpe, el derrumbe. Pero un momento después los disparos se habían alejado. Al reabrir los ojos, se encontró con la mirada blanca y acuosa que parecía resbalar sobre ella. El pobre se había despertado y estaba otra vez muerto de miedo.

«Creí que era pesadilla», dijo a su espalda el Enano. Incorporado, asomaba la cabeza por

el filo del foso. Jurema también espió, arrodillada, mientras el periodista miope permanecía tendido. Mucha gente corría por Niño Jesús hacia Campo grande.

—¿Qué pasa? —oyó, a sus pies—. ¿Qué están viendo?

—Muchos yagunzos —se le adelantó el Enano—. Vienen de donde Pedráo. Y en eso la puerta se abrió y Jurema vio un racimo de hombres en la abertura. Uno de ellos era el yagunzo jovencito que había encontrado en las faldas de Cocorobó, el día que llegaron los soldados.

—Vengan, vengan —les gritó, con un vozarrón que sobresalía del tiroteo —: Vengan a ayudar.

Jurema y el Enano ayudaron al periodista miope a salir del foso y lo guiaron a la calle. Ella estaba acostumbrada, desde siempre, a hacer automáticamente las cosas que alguien, con autoridad o poder, le decía que hiciera, de modo que no le costaba nada, en casos como éste, salir de la pasividad y trabajar codo a codo con la gente, en lo que fuera, sin preguntar qué hacían y por qué. Pero, con este hombre junto al que corría por el callejón del Niño Jesús, eso había cambiado. Él quería saber qué ocurría, a derecha y a izquierda, adelante y atrás, por qué se hacían y decían las cosas, y era ella quien debía averiguarlo para satisfacer su curiosidad, devoradora como su miedo. El yagunzo jovencito de Cocorobó les explicó que los perros atacaban las trincheras del cementerio desde esta madrugada. Habían lanzado dos asaltos y, aunque sin llegar a ocuparlas, se habían apoderado de la esquina del Bautista, acercándose de este modo, por la espalda, al Templo del Buen Jesús. Joáo Abade había decidido levantar una nueva barrera, entre las trincheras del cementerio y las Iglesias, por si Pajeú se veía obligado a replegarse una vez más. Para eso recolectaban gente, para eso venían ellos que estaban con Pedráo en las trincheras de la Madre Iglesia. El yagunzo jovencito se adelantó, apurando la carrera. Jurema sentía jadear al periodista miope y lo veía tropezar contra las piedras y huecos de Campo Grande y estaba segura que, como ella, pensaba en este momento en Pajeú. Ahora sí, se encontrarían con él. Sintió que el periodista miope apretaba su mano y le devolvió el apretón.

No había vuelto a ver a Pajeú desde la tarde en que descubrió la felicidad. Pero ella y el periodista miope habían hablado mucho del caboclo de la cara cortada al que ambos sabían una amenaza aún más grave para su amor que los propios soldados. Desde aquella tarde habían estado escondiéndose en los refugios del Norte de Canudos, la zona más alejada de la Fazenda Velha; el Enano hacía incursiones para saber de Pajeú. La mañana que el Enano —estaban bajo una techumbre de latas, en el callejón de San Eloy, detrás del Mocambo — vino a contarles que el Ejército asaltaba la Fazenda Velha, Jurema había dicho al periodista miope que el caboclo defendería sus trincheras hasta que lo mataran. Pero esa misma noche supieron que Pajeú y los sobrevivientes de la Fazenda Velha estaban en esas trincheras del cementerio que se hallaban ahora a punto de caer. Había llegado, pues, la hora de enfrentarse con Pajeú. Ni siquiera este pensamiento pudo privarla de esa felicidad que había pasado a ser, como los huesos y la piel, parte de su cuerpo.

La felicidad la salvaba a ella, como la miopía y el miedo al que llevaba de la mano, y como la fe, el fatalismo o la costumbre a quienes tenían todavía fuerzas y bajaban también, corriendo, cojeando, andando, a levantar esa barrera, de ver lo que sucedía a su alrededor, de reflexionar y sacar las conclusiones que el sentido común, la razón o el simple instinto hubieran podido sacar de ese espectáculo: esas callecitas antes de tierra y cascajo que eran ahora subibajas agujereados por los obuses, sembradas de desechos de las cosas fulminadas por las bombas o echadas abajo por los yagunzos para levantar parapetos, y esos seres tumbados que a duras penas podían ya ser llamados hombres o mujeres porque ya no quedaban rasgos en sus caras ni luz en sus ojos ni ánimo en sus músculos, pero que por alguna perversa absurdidad aún vivían.

Jurema los veía y no se daba cuenta que estaban allí, confundibles ya con los cadáveres que los viejos no habían tenido tiempo de recoger y que sólo se diferenciaban de ellos por el número de moscas que los cubrían y el grado de pestilencia que expulsaban. Veía y no veía los buitres que revoloteaban sobre ellos y a veces también caían muertos por las balas, y a esos niños que con aire sonámbulo escarbaban las ruinas o masticaban tierra.

Había sido una larga carrera y, cuando se detuvieron, tuvo que cerrar los ojos y apoyarse contra el periodista miope, hasta que el mundo dejara de girar.

El periodista le preguntó dónde estaban. A Jurema le costó descubrir que el irreconocible lugar era el callejón de San Juan, pequeño paso entre las casitas apiñadas alrededor del cementerio y la espalda del Templo en construcción. Todo era escombros, fosos, y una muchedumbre se agitaba, cavando, llenando sacos, latas, cajas, barriles y toneles con tierra y arena y arrastrando maderas, tejas, ladrillos, piedras, adobes y hasta esqueletos de animales a la barrera que se iba alzando donde, antes, una cerca de estacas limitaba el cementerio. El tiroteo había cesado a los oídos de Jurema, ensordecidos, ya no lo distinguían de los otros ruidos. Le decía al periodista miope que Pajeú no estaba allí y sí, en cambio, Antonio y Honorio Vilanova, cuando un tuerto les rugió que qué esperaban. El periodista miope se dejó caer al suelo y comenzó a escarbar. Jurema le procuró un fierro para que pudiera hacerlo mejor. Y ella se hundió, entonces, una vez más, en la rutina de llenar costales, llevarlos adonde le decían, y picar paredes para reunir piedras, ladrillos, tejas y maderas, que reforzaran esa barrera ya ancha y alta de varios metros. De rato en rato, iba adonde el periodista miope amontonaba arena y cascajo a hacerle saber que estaba cerca. No se daba cuenta que, detrás de la espesa barrera, el tiroteo renacía, amenguaba, cesaba y resucitaba y que, de tanto en tanto, grupos de viejos pasaban con heridos hacia las Iglesias.

En un momento, unas mujeres entre las que reconoció a Catarina, la mujer de Joáo Abade, le pusieron en la mano unos huesos de gallina con un poco de pellejo para roer y un cazo de agua. Fue a compartir ese regalo con el periodista y el Enano pero a ambos también les habían repartido raciones parecidas. Comieron y bebieron juntos, dichosos, desconcertados con ese manjar. Porque hacía ya muchos días que se había acabado el alimento y se sabía que los restos existentes se reservaban a esos hombres que se mantenían día y noche en las trincheras y en las torres con las manos quemadas por la pólvora y los dedos encallecidos de tanto disparar.

Reanudaba el trabajo, después de esa pausa, cuando miró la torre del Templo del Buen Jesús y algo la obligó a seguir mirando. Debajo de las cabezas de yagunzos y de los cañones de fusiles y escopetas que sobresalían de los parapetos del techo y de los andamios, una figurilla de gnomo, entre el niño y el adulto, había quedado colgada, en una postura absurda, en la escalerilla que subía al campanario. Lo reconoció: era el campanero, el viejecito que cuidaba las Iglesias, el llavero y mayordomo del culto, el que, se decía, azotaba al Beatito, Había seguido subiendo, puntualmente, al campanario, todas las tardes, a tocar las campanas del Ave María, después de las cuales, con guerra o sin guerra, todo Belo Monte rezaba el rosario. Lo habían matado la víspera, sin duda, después de repicar las campanas, pues Jurema estaba segura de haberlas oído. Lo alcanzaría una bala y se quedaría enredado en la escalerita y nadie había tenido tiempo siquiera de descolgarlo.

—Era de mi pueblo —le dijo una mujer que trabajaba a su lado, señalando la torre—. Chorrochó. Era carpintero allá, cuando el ángel lo rozó.

Volvió al trabajo, olvidándose del campanero y de sí misma, y así estuvo toda la tarde, yendo de rato en rato donde el periodista. Al ponerse el sol vio que los hermanos Vilanova se alejaban corriendo hacia el Santuario y oyó que también habían pasado hacia allí, de distintas direcciones, Pajeú, Joáo Grande y Joáo Abade. Algo iba a ocurrir. Poco después, estaba inclinada, hablando al periodista miope, cuando una fuerza invisible la obligó a arrodillarse, a callarse, a apoyarse en él. «¿Qué pasa, qué pasa?», dijo éste, cogiéndola del hombro, palpándola. Y oyó que le gritaba: «¿Te han herido, estás herida?» No la había alcanzado ninguna bala. Simplemente, todas las fuerzas habían huido de su cuerpo. Se sentía vacía, sin ánimos para abrir la boca o levantar un dedo, y aunque veía sobre la suya la cara del hombre que le había enseñado la felicidad, sus ojos líquidos abriéndose y parpadeando para verla, y se daba cuenta que estaba asustado, y sentía que debía tranquilizarlo, no podía. Todo era lejano, ajeno, inventado, y el Enano estaba allí, tocándola, acariñándola, sobándole las manos, la frente, alisándole los cabellos, y hasta le pareció que también él, como el periodista miope, la besaba en las manos, en las mejillas. No iba a cerrar los ojos, porque si lo hacía moriría, pero llegó un momento en que ya no pudo tenerlos abiertos.

Cuando los abrió, ya no sentía tanto frío. Era de noche; el cielo estaba lleno de estrellas, había luna llena, y ella se apoyaba contra el cuerpo del periodista miope —cuyo olor, flacura, ruido, reconoció al instante — y allí estaba el Enano, todavía sobándole las manos. Aturdida, advirtió la alegría de los dos hombres al verla despierta y se sintió abrazada y besada por ellos de tal modo que los ojos se le aguaron. ¿Estaba herida, enferma? No, había sido la fatiga, haber trabajado tanto rato. Ya no se hallaba en el mismo sitio. Mientras permanecía desmayada había crecido de pronto el tiroteo y aparecieron los yagunzos de las trincheras del cementerio, corriendo. El Enano y el periodista tuvieron que traerla hasta esta esquina para que no la pisotearan. Pero los soldados no habían podido franquear la barrera construida en San Juan. Los escapados del cementerio y muchos yagunzos venidos de las Iglesias los habían contenido allí. Sintió que el miope le decía que la quería y en eso la tierra reventó en pedazos. Nariz y ojos se le llenaron de polvo y se sintió golpeada y aplastada, pues, por la fuerza del sacudón, el periodista y el Enano fueron aventados contra ella. Pero no tuvo miedo; se encogió bajo los cuerpos que la cubrían, haciendo esfuerzos porque salieran de su boca los ruidos necesarios a fin de saber si ellos estaban salvos. Sí, sólo magullados por la granizada de piedrecillas, residuos y astillas que la explosión diseminó. Un griterío confuso, enloquecido, multitudinario, disonante, incomprensible, encrespaba la oscuridad. El miope y el Enano se incorporaron, la ayudaron a sentarse, los tres se apretaron contra el único muro que seguía en pie en esa esquina. ¿Qué había sucedido, qué estaba sucediendo?

Corrían sombras en todas direcciones, alaridos espantosos rasgaban el aire, pero lo raro, para Jurema, que había replegado sobre sí las piernas y apoyaba la cabeza en el hombro del periodista miope, era que junto a los llantos, rugidos, quejidos, lamentos, estaba oyendo risas, carcajadas, vítores, cantos, y, ahora, un solo canto, vibrante, marcial, entonado estruendosamente por centenares de gargantas. —La Iglesia de San Antonio —dijo el Enano—. Le han dado, la han tumbado. Miró y en la tenue luminosidad lunar, allá arriba, donde se estaba disipando, empujada por una brisa que venía del río, la humareda que la ocultaba, vio la silueta maciza, imponente, del Templo del Buen Jesús, pero no la del campanario y techo de San Antonio. Ése había sido el estruendo. Los alaridos y llantos eran de los que habían caído con la Iglesia, de los que la Iglesia había aplastado y pese a ello no habían muerto. El periodista miope, teniéndola siempre abrazada, preguntaba a voces qué sucedía, qué eran esas risas y cantos y el Enano dijo que eran los soldados, locos de alegría. ¡Los soldados! ¡Las voces, el canto de los soldados! ¿Cómo podían estar tan cerca? Las exclamaciones de triunfo se confundían en sus oídos con los ayes y parecían aún más próximos que ésos. Al otro lado de esa barrera que había ayudado a construir, se apiñaba una muchedumbre de soldados, cantando, lista para cruzar los pocos pasos que los separaban de ellos tres. «Padre —rezó—, te pido que nos maten juntos.» Pero, curiosamente, la caída de San Antonio, en vez de atizar la guerra pareció interrumpirla. Poco a poco, sin moverse de ese rincón, escucharon disminuir los gritos de dolor y de triunfo, y, luego, una calma que no había reinado en varias noches. No se oían cañonazos ni balas, sino llantos y quejidos aislados, como si los combatientes hubieran acordado una tregua para descansar. A ratos, les parecía que se dormía y cuando despertaba no sabía si había pasado un segundo o una hora. Cada vez, seguía en el mismo lugar, abrigada entre el periodista miope y el Enano.

Y en una de esas veces vio a un yagunzo de la Guardia Católica, que se despedía de ellos. ¿Qué quería? El Padre Joaquim los mandaba llamar. «Le dije que no podías moverte», murmuró el miope. Un momento después, trotando en la oscuridad, apareció el cura de Cumbe. «¿Por qué no vinieron?», lo oyó decir, de una manera rara, y pensó: «Pajeú».

—Jurema está agotada —oyó decir al periodista miope—. Se ha desmayado varias veces.

—Tendrá que quedarse, entonces —repuso el Padre Joaquim, con la misma voz extraña, no furiosa, más bien rajada, desalentada, entristecida—. Ustedes dos vengan conmigo. —¿Quedarse? —oyó murmurar al periodista miope, sintiéndolo que se ponía tenso y enderezaba.

—Silencio —ordenó el cura. Susurró —: ¿No quería tanto marcharse? Tendrá su oportunidad. Pero, ni una palabra. Vengan.

El Padre Joaquim comenzó a relajarse. Fue ella la primera en ponerse de pie, sobreponiéndose y cortando de este modo el tartamudeo del periodista —«Jurema no puede, yo, yo…» — y demostrándole que sí podía, que ahí estaba, caminando tras la sombra del cura. Segundos después corría, de la mano del miope y del Enano, entre las ruinas y los muertos y malheridos de la Iglesia de San Antonio, aún sin creer lo que había oído.

Se dio cuenta que iban al Santuario, entre un rompecabezas de galerías y parapetos con hombres armados. Se abrió una puerta y vio, a la luz de una lamparilla, a Pajeú. Sin duda pronunció su nombre, alertando al periodista miope, pues éste, en el acto, estalló en estornudos que lo doblaron en dos. Pero no era por el caboclo que el Padre Joaquim los había traído hasta aquí, pues Pajeú no les prestaba atención. Ni los miraba. Estaban en el cuartito de las beatas, la antesala del Consejero, y por las rendijas Jurema veía, arrodilladas, al Coro Sagrado y a la Madre María Quadrado y los perfiles del Beatito y del León de Natuba. El estrecho recinto, además de Pajeú, estaban Antonio y Honorio Vilanova y las Sardelinhas y en las caras de todos ellos, como en la voz del Padre Joaquim, había algo inusitado, irremediable, fatídico, desesperado y salvaje. Como si no hubieran entrado, como si no estuvieran allí, Pajeú seguía hablando a Antonio Vilanova: oiría tiros, desorden, entrevero, pero aún no debían moverse. Hasta que sonaran los pitos. Entonces sí: ése era el momento de correr, de volar, de escabullirse como raposas. El caboclo hizo una pausa y Antonio Vilanova asintió, fúnebre. Pajeú habló de nuevo: «No dejen de correr por ningún motivo. Ni para recoger al que se cae ni para volver atrás. Depende de eso y del Padre. Si llegan al río antes de que se den cuenta, pasarán. Al menos, tienen una posibilidad».

—Pero tú no tienes ninguna de salir de ahí, ni tú ni nadie que se meta contigo al campamento de los perros —gimió Antonio Vilanova. Estaba llorando. Cogió de los brazos al caboclo y le imploró —: No quiero salir de Belo Monte y menos a costa de tu sacrificio. Tú haces más falta que yo. ¡Pajeú, Pajeú! El caboclo se zafó de sus manos con una especie de disgusto. —Tiene que ser antes de que claree —dijo, con sequedad—. Entonces no se podría. Se volvió a Jurema, el miope y el Enano, que permanecían petrificados. —Van a ir ustedes también, porque así lo quiere el Consejero —dijo, como si hablara a través de los tres, a alguien que no podían ver—. Primero hasta la Fazenda Velha, agachados, en fila. Y, donde digan los párvulos, esperarán los pitos. Cruzarán el campamento, correrán hasta el río. Pasarán, si el Padre lo permite. Calló y observó al miope, quien, temblando como una hoja, abrazaba a Jurema. —Estornude ahora —le dijo, sin cambiar de tono—. No después. No cuando estén esperando los pitos. Si estornuda ahí, le clavarán una faca en el corazón. No sería justo que por sus estornudos capturaran a todos. Alabado sea el Buen Jesús Consejero.

Cuando los oye, el soldado Queluz está soñando con el ordenanza del Capitán Oliveira, un soldado pálido y jovencito al que ronda hace tiempo y al que esta mañana vio cagando, acuclillado detrás de un montículo de piedras, junto a las aguadas del Vassa Barris. Conserva, intacta, la imagen de esas piernas lampiñas y de esas nalgas blancas que entrevió, suspendidas en el aire de la madrugada, como una invitación. Es tan nítida, consistente, vivida, que la verga del soldado Queluz se endereza, hinchando su uniforme y despertándolo. El deseo es tan imperioso que, a pesar de que las voces siguen ahí y de que ya no tiene más remedio que admitir que son de traidores y no de patriotas, su primer movimiento no es coger el fusil sino llevarse las manos a la bragueta para acariciarse la verga inflamada por el recuerdo de las nalgas redondas del ordenanza del Capitán Oliveira. Súbitamente, comprende que está solo, en medio descampado, junto a enemigos, y se despierta del todo y permanece rígido, la sangre helada en sus venas. ¿Y Leopoldinho? ¿Han matado a Leopoldinho? Lo han matado: ha oído, clarito, que el centinela no alcanzó a dar un grito, ni a saber que lo mataban. Leopoldinho es el soldado con el que comparte el servicio, en ese terral que separa la Favela del Vassa Barris, donde se halla el Quinto Regimiento de Infantería, el buen compañero con el que se turnan para dormir, lo que hace más llevaderas las guardias.

—Mucho, mucho ruido, para que nos crean más —dice el que los manda—. Y, sobre todo, marearlos, que no les quede tiempo ni ganas de mirar el río. —O sea, armar la gran feria, Pajeú —dice otro.

Queluz piensa: «Pajeú». Ahí está Pajeú. Tumbado en pleno campo, rodeado de yagunzos que acabarán con él en un dos por tres si lo descubren, al saber que en esas sombras, a su alcance, está uno de los más feroces bandidos de Canudos, esa presa mayor, Queluz tiene un impulso que por poco lo levanta en peso, de coger el fusil y fulminar al monstruo. Se ganaría la admiración del mundo, del Coronel Medeiros, del General Osear. Le darían las insignias de cabo que le están debiendo. Porque, aunque por tiempo de servicios y comportamiento en acción, ha debido ser ascendido hace tiempo, siempre lo postergan con el estúpido pretexto de que ha sido azotado demasiadas veces por inducir a los reclutas a cometer con él lo que el Padre Lizzardo llama «pecado nefando». Vuelve la cabeza y, en la luminosidad clara de la noche, ve las siluetas, veinte, treinta. ¿Cómo no lo han pisado? ¿Por qué milagro no lo han visto? Moviendo sólo los ojos, trata de reconocer, entre las caras borrosas, la famosa cicatriz. Es Pajeú quien habla, está seguro, quien recuerda a los demás que antes de los fusiles usen los cartuchos pues la dinamita hace más ruido, y que nadie toque los pitos antes que él. Lo oye despedirse de una manera que da risa: Alabado sea el Buen Jesús Consejero. El grupo se pulveriza en sombras que desaparecen en dirección al Regimiento.

No duda más. Se incorpora, coge su fusil, lo rastrilla, apunta hacia donde se alejan los yagunzos y dispara. Pero el gatillo no se mueve, aunque aprieta con todas sus fuerzas. Maldice, escupe, tiembla de cólera por la muerte de su compañero, y a la vez que murmura «¿Leopoldinho estás ahí?», vuelve a rastrillar el arma y trata otra vez de disparar un tiro que alerte al Regimiento. Está sacudiendo el fusil para hacerlo entrar en razón, para que entienda que no se puede encasquillar ahora, cuando oye varias explosiones. Ya está, ya se metieron al campamento. Es su culpa. Ya están reventando cartuchos de dinamita sobre los compañeros dormidos. Ya está, los hijos de puta, los malditos, están haciendo una gran carnicería con los compañeros. Y es su culpa. Confuso, enfurecido, no sabe qué hacer. ¿Cómo han podido llegar hasta aquí sin ser descubiertos? Porque, no hay duda, estando Pajeú entre ellos, éstos han salido de Canudos y cruzado las trincheras de los patriotas para llegar hasta aquí a atacar el campamento por la espalda. ¿Qué lleva a Pajeú a meterse con veinte o treinta a un campamento de quinientos? Ahora, en todo el sector ocupado por el Quinto Regimiento de Infantería, hay bullicio, movimiento, tiros. Siente desesperación. ¿Qué va a ser de él? ¿Qué explicación va a dar cuando le pregunten por qué no dio la alerta, por qué no disparó, gritó o lo que fuera cuando mataron a Leopoldinho? ¿Quién lo libra de una nueva tanda de azotes?

Estruja el fusil, ciego de rabia, y se escapa el tiro. Le roza la nariz, le deja un relente cálido de pólvora. Que su arma funcione lo anima, le devuelve ese optimismo que, a diferencia de otros, él no ha perdido en estos meses, ni siquiera cuando moría tanta gente y pasaban tanta hambre. Sin saber qué va a hacer, corre a campo traviesa, en dirección a esa feria sangrienta que, en efecto, están armando los yagunzos, y dispara al aire los cuatro tiros que le quedan, diciéndose que una prueba de que no estaba dormido, de que ha peleado, es el caño de su fusil quemando. Tropieza y cae de bruces. «¿Leopoldinho? —dice—, ¿Lepoldinho?» Palpa el suelo, delante, atrás, a los costados. Sí, es él. Lo toca, lo mueve. Los malditos. Escupe el mal gusto, contiene una arcada. Le han hundido el pescuezo, lo han degollado como a un carnero, su cabeza parece la de un pelele cuando lo alza, cogiéndolo de las axilas. «Malditos, malditos», dice, y, sin que ello lo distraiga del dolor y la ira por la muerte de su compañero se le ocurre que entrar al campamento con el cadáver convencerá al Capitán Oliveira de que no estaba durmiendo cuando llegaron los bandidos, que se les enfrentó. Avanza despacio, balanceándose con Leopoldinho a cuestas, y escucha, entre los tiros y el trajín del campamento, un ulular agudo, penetrante, de pájaro desconocido, al que siguen otros. Los pitos. ¿Qué quieren? ¿Por qué entran los fanáticos traidores al campamento tirando dinamita para ponerse a soplar pitos? Se tambalea con el peso y se pregunta si no es mejor pararse a descansar. A medida que se acerca a las barracas se da cuenta del caos que allí reina; los soldados, arrancados del sueño por las explosiones, disparan a tontas y a locas, sin que los gritos y rugidos de los oficiales pongan orden. En ese instante, Leopoldinho se estremece. La sorpresa de Queluz es tan grande que lo suelta. Se deja caer a su lado. No, no está vivo. ¡Qué tonto! Ha sido el impacto de un proyectil lo que lo ha remecido. «Es la segunda vez que me salvas esta noche, Leopoldinho», piensa. Esa cuchillada se la pudieron dar a él, esa bala pudo ser para él. Piensa: «Gracias, Leopoldinho». Está contra el suelo, pensando que sería el colmo ser abaleado por los propios soldados del Regimiento, disgustado otra vez, confuso otra vez, sin saber si seguir allí hasta que amaine el tiroteo o intentar de todos modos llegar a las barracas.

Está comido por esa duda cuando, en las sombras que por el lado de los cerros comienzan a deshacerse en irisación azulada, percibe dos siluetas, corriendo hacia él. Va a gritar «¡Socorro, ayuda!», cuando una sospecha le hiela el grito. Hasta que le arden los ojos se esfuerza por saber si llevan uniformes, pero no hay suficiente claridad para saberlo. Se ha sacado el fusil que llevaba en banderola, cogido una cacerina de su bolsa y carga y rastrilla el arma cuando los hombres están ya muy cerca: ninguno es soldado. Dispara a bocajarro sobre el que ofrece mejor blanco y, con el tiro, oye su resoplido animal y el golpe del cuerpo en el suelo. Y su fusil se vuelve a encasquillar: está apretando un gatillo que no retrocede un milímetro.

Maldice y se hace a un lado a la vez que, alzando el fusil con las dos manos, golpea al otro yagunzo que, pasado un segundo de aturdimiento, se le ha echado encima. Queluz sabe pelear, ha destacado siempre en las pruebas de fuerza que organiza el Capitán Oliveira. El resuello ansioso del hombre le calienta la cara y siente sus cabezazos mientras él atina a lo principal, buscarle los brazos, las manos, sabiendo que el peligro no está en esos cabezazos por más que parezcan pedradas sino en la faca que debe prolongar una de sus manos. Y, en efecto, a la vez que encuentra y aferra sus muñecas siente el desgarro del pantalón y el roce en su muslo de una punta con filo. A la vez que también él cabecea, muerde e insulta. Queluz lucha con todas sus fuerzas para contener, apartar, torcer esa mano donde está el peligro. No sabe cuántos segundos o minutos u horas le cuesta, pero de pronto se da cuenta que el traidor pierde fiereza, va desanimándose, que el brazo que empuña comienza a ablandarse bajo la presión del suyo. «Ya estás jodido —lo escupe Queluz—, ya estás muerto, traidor.» Sí, aunque todavía muerde, patea, cabecea, el yagunzo está apagándose, renunciando. Por fin, Queluz siente las manos libres. Se incorpora de un brinco, coge su fusil, lo alza, va a hundirle la bayoneta en el estómago, dejándose caer sobre él, cuando —ya no es noche sino el amanecer — ve la cara tumefacta atravesada por una horripilante cicatriz. Con el fusil en el aire, piensa: «Pajeú». Parpadeando, acezando, el pecho reventándole de excitación, grita: «¿Pajeú? ¿Eres Pajeú?» No está muerto, tiene los ojos abiertos, lo mira. «¿Pajeú?», grita, loco de alegría. «¿Quiere decir que yo te capturé, Pajeú?» El yagunzo, aunque lo mira, no le hace caso. Está tratando de levantar la faca. «¿Todavía quieres pelear?», se burla Queluz, pisándole el pecho. No, está desinteresado de él, tratando de… «O sea que quieres matarte, Pajeú», se ríe Queluz, volándole de un patadón la faca de la mano floja. «Eso no te toca a ti, traidor, sino a nosotros.»

Capturar vivo a Pajeú es una proeza aún mayor que haberlo matado. Queluz contempla la cara del caboclo: hinchada, rasguñada, mordida por él. Pero, además, tiene un balazo en la pierna, pues todo su pantalón está embebido en sangre. Le parece mentira que se encuentre a sus pies. Busca al otro yagunzo y, al tiempo que lo ve, despatarrado agarrándose el estómago, acaso no muerto aún, se da cuenta que vienen varios soldados. Les hace gestos, frenético: «¡Es Pajeú! ¡Pajeú! ¡Agarré a Pajeú!» Cuando, luego de haberlo tocado, olido, escrutado y vuelto a tocar —y haberle descargado algunas patadas, pero no muchas pues todos convienen en que lo mejor es llevárselo vivo al Coronel Medeiros — los soldados arrastran a Pajeú al campamento, Queluz merece una bienvenida apoteósica. Se corre la voz que mató a uno de los bandidos que los atacaron y que ha capturado a Pajeú y todos salen a mirarlo, a felicitarlo, a palmearlo y abrazarlo. Le llueven amistosos coscorrones, le alcanzan cantimploras, le prende un cigarrillo un teniente. No puede contenerse y se le saltan las lágrimas. Masculla que está apenado por Leopoldinho pero es por estos momentos de gloria que está llorando.

El Coronel Medeiros quiere verlo. Mientras va hacia el puesto de mando, como en trance, Queluz no recuerda el furor en que ha estado la víspera el Coronel Medeiros —furor que se tradujo en castigos, amonestaciones y reprimendas de las que no se libraron mayores ni capitanes — por la frustración que le produjo que la Primera Brigada no participase en el asalto de ese amanecer y que, creían todos, sería el definitivo, el que permitiría ocupar a los patriotas todo lo que queda en poder de los traidores. Se ha dicho, incluso, que el Coronel Medeiros tuvo un incidente con el General Osear por no haber accedido éste a que la Primera Brigada diera el asalto y que, al saberse que la Segunda Brigada del Coronel Gouveia había tomado las trincheras del cementerio de los fanáticos, el Coronel Medeiros había pulverizado en el suelo su taza de café. También se ha dicho que, al anochecer, cuando el Estado Mayor interrumpió el asalto, en vista de lo elevado de las pérdidas y de la resistencia feroz, el Coronel Medeiros bebió aguardiente, como si estuviera celebrando, como si hubiera algo que celebrar.

Pero, al entrar a la barraca del Coronel Medeiros, Queluz recuerda inmediatamente todo eso. La cara del jefe de la Primera Brigada está a punto de estallar de rabia. No lo espera en la puerta para felicitarlo, como él creía. Sentado en su banqueta de tijera, vomita sapos y culebras. ¿A quién grita de ese modo? A Pajeú. Entre las espaldas y perfiles de los oficiales que repletan la barraca, Queluz divisa en el suelo, a los pies del Coronel, la cara amarillenta partida por la cicatriz granate. No está muerto; tiene los ojos semiabiertos y Queluz, a quien nadie hace caso, que ya no sabe para qué lo han traído y tiene ganas de irse, se dice que la rabieta del Coronel se debe sin duda a la manera ausente, despectiva, con que lo mira Pajeú. Pero no es eso sino el ataque al campamento: ha habido dieciocho muertos.

— ¡Dieciocho! ¡Dieciocho! —mastica, como si tuviera un freno, el Coronel Medeiros—. ¡Treinta y tantos heridos! A nosotros, que nos pasamos aquí todo el día, rascándonos las bolas mientras la Segunda Brigada pelea, vienes tú con tus degenerados y nos haces más bajas que a ellos.

«Va a ponerse a llorar», piensa Queluz. Asustado, imagina que el Coronel averiguará de algún modo que se echó a dormir y dejó pasar a los bandidos sin dar la alarma. El jefe de la Primera Brigada salta del asiento y se pone a patear, a pisotear y zapatear. La espalda y los perfiles le ocultan lo que ocurre en el suelo. Pero segundos después lo vuelve a ver: la cicatriz bermeja ha crecido, cubre la cara del bandido, una masa de barro y sangre sin rasgos ni forma. Pero tiene aún los ojos abiertos y hay aún en ellos esa indiferencia tan ofensiva y tan extraña. Una baba sanguinolenta aflora de sus labios. Queluz ve un sable en las manos del Coronel Medeiros y está seguro que va a rematar a Pajeú. Pero se limita a apoyarle la punta en el cuello. Reina silencio total en la barraca y Queluz se contagia de la gravedad hierática de todos los oficiales. Por fin, el Coronel Medeiros se calma. Vuelve a sentarse en la banqueta y arroja su sable al camastro. —Matarte sería hacerte un favor —masculla, con amargura y rabia—. Has traicionado a tu país, asesinado a tus compatriotas, robado, saqueado, cometido todos los crímenes. No hay castigo a la altura de lo que has hecho.

«Se está riendo», se asombra Queluz. Sí, el caboclo se está riendo. Ha arrugado la frente y la pequeña cresta que le queda de nariz, entreabierto la boca y sus ojitos rasgados brillan al tiempo que emite un ruido que, no hay duda, es risa.

—¿Te hace gracia lo que digo? —silabea el Coronel Medeiros. Pero al instante cambia de tono, pues la cara de Pajeú ha quedado rígida—. Examínelo, Doctor… El Capitán Bernardo da Ponte Sanhuesa se arrodilla, pega su oído al pecho del bandido, le observa los ojos, le toma el pulso.

—Está muerto, Excelencia —le oye decir Queluz. El Coronel Medeiros se demuda. —Su cuerpo es un colador —añade el médico—. Es un milagro que haya durado tanto rato con el plomo que tiene adentro.

«Ahora —piensa Queluz—, me toca a mí.» Los ojitos pequeñitos, verdeazulados, perforantes del Coronel Medeiros van a buscarlo entre los oficiales, encontrarlo y oirá la temida pregunta: «¿Por qué no diste la alerta?» Mentira, jurará por Dios y por su madre que la dio, que disparó y gritó. Pero pasan los segundos y el Coronel Medeiros sigue

sobre la banqueta, contemplando el cadáver del bandido que murió riéndose de él. —Aquí está Queluz, Excelencia —oye decir al Capitán Oliveira.

Ahora, ahora. Los oficiales se apartan para que pueda acercarse al jefe de la Primera Brigada. Éste lo mira, se pone de pie. Ve —el corazón le salta en el pecho — que la expresión del Coronel Medeiros se ablanda, que se esfuerza por sonreírle. Él le sonríe también, agradecido.

—¿Así que tú lo cazaste? —dice el Coronel.

—Sí, Excelencia —responde Queluz, en posición de firmes.

—Termina el trabajo —le dice Medeiros, alcanzándole su sable con movimiento enérgico—. Reviéntale los ojos y córtale la lengua. Después, le arrancas la cabeza y la echas por encima de la barricada, para que los bandidos vivos sepan lo que les espera.

VI

Cuando el periodista miope partió por fin, el Barón de Cañabrava, que lo había guiado hasta la calle, descubrió que era noche avanzada. Tras cerrar, quedó apoyado de espaldas en el pesado portalón, con los ojos cerrados, tratando de alejar ese hervidero de confusas y violentas imágenes. Un criado acudió, presuroso, con una lamparilla: ¿quería que le calentaran la cena? Dijo que no, y, antes de mandarlo a acostarse, le preguntó si Estela había cenado. Sí, hacía rato, y se había retirado luego a descansar. En vez de subir al dormitorio, el Barón volvió como sonámbulo, oyendo resonar sus pasos, al despacho. Olió, vio, en el aire espeso de la habitación, flotando como pelusas, las palabras de esa larga conversación que, le parecía ahora, había sido, más que un diálogo, un par de monólogos intocables. No volvería a ver al periodista miope, no volvería a hablar con él. No permitiría que volviera a resucitar esa monstruosa historia en la que habían naufragado sus bienes, su poder político, su mujer. «Sólo ella importa», murmuró. Sí, a todas las otras pérdidas hubiera podido resignarse. Para lo que le quedaba por vivir —¿diez, quince años? — tenía como mantener el régimen de vida a que estaba acostumbrado. No importaba que éste acabara con él: ¿acaso había herederos por cuya suerte inquietarse? Y en cuanto al poder político, en el fondo se alegraba de haberse sacado ese peso de encima. La política había sido una carga que se impuso por carencia de los demás, por la excesiva estupidez, negligencia o corrupción de los otros, no por vocación íntima: siempre le había fastidiado, aburrido, hecho el efecto de un quehacer insulso y deprimente, pues revelaba mejor que ningún otro las miserias humanas. Además, tenía un rencor secreto contra la política, quehacer absorbente al que había sacrificado esa disposición científica que había sentido desde niño, cuando coleccionaba mariposas y hacía herbarios. La tragedia a la que nunca se conformaría era Estela. Había sido Canudos, esa historia estúpida, incomprensible, de gentes obstinadas, ciegas, de fanatismos encontrados, el culpable de lo ocurrido con Estela. Había cortado con el mundo y no restablecería las amarras. Nada ni nadie le recordaría ese episodio. «Haré que le den trabajo en el periódico —pensó—. Corrector de pruebas, cronista judicial, algo mediocre como corresponde a lo que es. Pero no lo recibiré ni escucharé más. Y si escribe ese libro sobre Canudos, que por supuesto no escribirá, tampoco lo leeré.»

Fue hasta la licorera y se sirvió una copa de cognac. Mientras calentaba la bebida en la palma de su mano, sentado en el confortable de cuero, desde el que había orientado un cuarto de siglo de vida política de Bahía, el Barón de Cañabrava escuchó la armoniosa sinfonía de los grillos de la huerta, a la que hacía eco, a ratos, el desafinado coro de unas ranas. ¿Qué lo desasosegaba así? ¿Qué le producía esa impaciencia, ese cosquilleo en el cuerpo, como si estuviera olvidando algo urgentísimo, como si en estos segundos fuera a ocurrir algo irrevocable y decisivo en su vida? ¿Canudos, todavía?

No se lo había sacado de la cabeza: ahí estaba de nuevo. Pero la imagen que agresivamente se había armado e iluminado ante sus ojos, no era algo que hubiera oído de labios de su visitante. Había ocurrido cuando ni éste ni la criadita de Calumbí que ahora era su mujer, ni el Enano ni ninguno de los sobrevivientes de Canudos estaban ya allí. Se lo había referido el viejo coronel Murau, tomando un oporto, la última vez que se vieron aquí en Salvador, algo que, a su vez, se lo había contado a Murau el dueño de la hacienda Formosa, una de las tantas arrasadas por los yagunzos. El hombre se había quedado allí, pese a todo, por amor a su tierra o por no saber adonde ir. Y allí había continuado toda la guerra, manteniéndose gracias al comercio que hacía con los soldados. Cuando supo que todo había terminado, que Canudos había caído, se apresuró a ir allá con un grupo de peones a prestar ayuda. El Ejército ya no estaba allí, cuando avistaron los montes de la antigua ciudadela yagunza. Les había sorprendido, a la distancia —le contó el coronel Murau y ahí estaba el Barón, oyéndolo—, el extraño, indefinible, indetectable ruido, tan fuerte que estremecía el aire. Y ahí estaba, también, el poderosísimo olor que descomponía el estómago. Pero sólo al trasmontar la cuesta pedregosa, pardusca, del poco Trabubú y encontrarse a sus pies, con lo que había dejado de ser Canudos y era lo que veían, comprendieron que ese ruido eran los aletazos y los picotazos de millares de urubús, de ese mar interminable, de olas grises, negruzcas, devorantes, ahítas, que todo lo cubría y que, a la vez que se saciaba, daba cuenta de lo que aún no había podido ser pulverizado ni por la dinamita ni por las balas ni por los incendios: esos miembros, extremidades, cabezas, vértebras, vísceras, pieles que el fuego respetó o carbonizó a medias y que esos animales ávidos ahora trituraban, despedazaban, tragaban, deglutían. «Miles y miles de buitres», había dicho el coronel Murau. Y, también que, espantados ante lo que parecía la materialización de una pesadilla, el hacendado de Formosa y sus peones, comprendiendo que ya no había a nadie que enterrar, pues los pajarracos lo estaban haciendo, habían partido de allí a paso vivo, tapándose bocas y narices. La imagen intrusa, ofensiva, había arraigado en su mente y no conseguía sacarla de allí. «El final que Canudos merecía», había respondido al viejo Murau, antes de obligarlo a cambiar de tema.

¿Era eso lo que lo perturbaba, angustiaba y tenía sobre ascuas? ¿Ese enjambre de aves carniceras devorando la podredumbre humana que era todo lo que quedaba de Canudos? «Veinticinco años de sucia y sórdida política, para salvar a Bahía de los imbéciles y de los ineptos a los que tocó una responsabilidad que no eran capaces de asumir, para que todo termine en un festín de buitres», pensó. Y en ese instante, sobre la imagen de hecatombe, reapareció la cara tragicómica, el hazmerreír de ojos bizcos y acuosos, protuberancias impertinentes, mentón excesivo, orejas absurdamente caídas, hablándole afiebrado del amor y del placer: «Lo más grande que hay en el mundo, Barón, lo único a través de lo cual puede encontrar el hombre cierta felicidad, saber qué es lo que llaman felicidad». Eso era. Eso era lo que lo perturbaba, desasosegaba, angustiaba. Bebió un trago de cognac, retuvo un momento en la boca la ardiente bebida, la tragó y la sintió correr por su garganta, caldeándola.

Se puso de pie: no sabía aún lo que iba a hacer, lo que anhelaba hacer, pero sentía una crepitación en las entrañas, y le parecía hallarse en un instante crucial, en el que debía tomar una decisión de incalculables consecuencias. ¿Qué iba a hacer, qué quería hacer? Dejó la copa de cognac en la licorera, y, sintiendo palpitar su corazón, sus sienes, discurrir la sangre por la geografía de su cuerpo, atravesó el escritorio, el gran salón, el espacioso rellano —todo desierto ahora, y a oscuras, pero iluminado por el resplandor de los faroles de la calle — hasta la escalera. Una lamparilla iluminaba los peldaños. Los subió de prisa, pisando con las puntas de los pies, de manera que ni siquiera él oía sus pasos. Arriba, sin dudar, en vez de dirigirse a su aposento fue hacia el cuarto en que dormía la Baronesa y al que sólo un biombo separaba de la recámara donde se había acomodado Sebastiana, para estar cerca de Estela por si la necesitaba en la noche. En el momento de alargar la mano hacia la falleba se le ocurrió que la puerta podía estar trancada. Nunca había entrado a esa recámara sin anunciarse. No, no estaba asegurada. Cerró la puerta a sus espaldas y buscó el picaporte y lo corrió. Desde el umbral divisó la luz amarilla de la veladora —un pabilo flotando en un recipiente de aceite — que alcanzaba a iluminar parte del lecho de la Baronesa, la colcha azul, el dosel y las cortinillas de gasa. Donde estaba, sin hacer el menor ruido, sin que le temblaran las manos, el Barón se fue quitando la ropa que llevaba puesta. Cuando estuvo desnudo, cruzó el cuarto de puntillas hacia la recámara de Sebastiana.

Llegó al borde de la cama sin despertarla. Había una leve claridad —el resplandor del farol de gas de la calle, que se volvía azul al cruzar las cortinas — y el Barón pudo ver las formas de la mujer que dormía, plegando y levantando las sábanas, de lado, su cabeza apoyada en una almohadilla redonda. Los cabellos libres, largos, negros, dispersos, caían sobre la cama y se derramaban por el costado y colgaban besando el suelo. Pensó que nunca había visto a Sebastiana con los cabellos sueltos, de pie, que sin duda debían llegarle hasta los talones y que, seguramente, alguna vez, ante un espejo o delante de Estela, se habría envuelto, jugando, en esa larguísima cabellera como en una sedosa manta, y esa imagen comenzó a despertar en él un dormido instinto. Se llevó la mano al vientre y se palpó el sexo: estaba fláccido pero, en su tibieza, en la suavidad, celeridad y como alegría con que se dejó descubrir y emergió el glande separándose del prepucio, sintió que había allí una vida profunda, anhelando ser convocada, reavivada, vertida. Las cosas que había estado temiendo mientras se acercaba —¿Cuál sería la reacción de la mucama? ¿Cuál la de Estela si aquélla se despertaba gritando? —desaparecieron al instante y —sorpresivo, alucinado — el rostro de Galileo Gall compareció en su mente y recordó el voto de castidad que, para concentrar energías en órdenes que creía más elevados —la acción, la ciencia — había hecho el revolucionario. «He sido tan estúpido como él», pensó. Sin haberlo hecho, había cumplido un voto semejante por muchísimo tiempo, renunciando al placer, a la felicidad, por ese quehacer vil que había traído desgracia al ser que más quena en el mundo.

Sin pensar, de manera automática, se inclinó hasta sentarse al borde de la cama, a la vez que movía las dos manos, una para retirar las sábanas que cubría a Sebastiana, y la otra hacia su boca, para apagar el grito. La mujer se encogió y quedó rígida y abrió los ojos y llegó a sus narices un vaho de calor, la intimidad del cuerpo de Sebastiana, de quien nunca había estado tan cerca, y sintió que inmediatamente su sexo se animaba, y fue como si tomara conciencia de que sus testículos también existían, de que estaban allí, renaciendo entre sus piernas. Sebastiana no había llegado a gritar, a incorporarse: sólo a emitir una exclamación ahogada que llevó el aire cálido de su aliento contra la palma de la mano que el Barón retenía a un milímetro de su boca. —No grites, es mejor que no grites —susurró, sintiendo que su voz no era firme, pero lo que la hacía temblar no era la duda sino el deseo—. Te ruego que no grites. Con la mano que había retirado las sábanas, acariciaba ahora, por sobre el camisón que ella tenía abotonado hasta el cuello, los pechos de Sebastiana: eran grandes, bien modelados, extraordinariamente firmes para alguien que debería frisar los cuarenta años; los sentía erizándose bajo sus yemas, atacados de frío. El Barón le pasó los dedos por el filo de la nariz, por los labios, por las cejas, con toda la delicadeza de que era capaz, y por fin los hundió en la madeja de cabellos y los enredó en sus crenchas, suavemente. Entretanto, procuraba conjurar sonriendo el miedo cerval que percibía en la mirada incrédula, atónita, de la mujer.

—Debí hacer esto hace mucho, Sebastiana —dijo, rozándole las mejillas con los labios— . Debí hacerlo el primer día que te deseé. Hubiera sido más feliz. Estela hubiera sido más feliz y acaso tú también.

Bajó la cara, buscando con sus labios los de la mujer, pero ella, haciendo un esfuerzo para romper la parálisis en que la tenían el miedo y la sorpresa, se apartó y el Barón, a la vez que leía la súplica de sus ojos, la oyó balbucear: «Le ruego, por lo que más quiera, le suplico… La señora, la señora».

—La señora está ahí y yo la quiero más que tú —se oyó decir, pero tenía la sensación de que era otro el que hablaba y trataba aún de pensar; él sólo era ese cuerpo caldeado, ese sexo ahora sí despierto del todo al que sentía erguido, duro, húmedo, botando contra su vientre—. Esto lo hago también por ella, aunque no puedas comprenderlo. Acariciando sus pechos, había encontrado los botones del camisón y los estaba haciendo saltar de los ojales, uno tras otro, a la vez que con la otra mano tomó a Sebastiana por detrás de la nuca y la obligó a ladear la cabeza y a ofrecerle los labios. Los sintió fríos, cerrados con fuerza, y advirtió que los dientes de la mucama castañeteaban y que toda ella temblaba y que en un segundo se había empapado de sudor.

—Abre la boca —ordenó, en un tono que rara vez había usado en su vida con los sirvientes o con los esclavos, cuando los tenía—. Si tengo que obligarte a ser dócil, lo haré.

Sintió que, condicionada sin duda por una costumbre, temor o instinto de conservación que venía hasta ella de muy atrás, con una tradición de siglos que su tono había sabido recordarle, la mucama le obedecía, a la vez que su cara, en la penumbra azul de la recámara, se descomponía en una mueca a la que al miedo se añadía ahora un infinito disgusto. Pero eso no le importó, mientras su lengua entraba en la boca de ella, chocaba con la de ella, la empujaba a un lado y a otro, exploraba sus encías, su paladar, y se las ingeniaba para pasarle un poco de su saliva y luego recobrarla y tragarla. Mientras, había seguido desabotonando, arrancando los botones del camisón y tratando de sacárselo. Pero aunque el espíritu y la boca de Sebastiana se habían resignado a obedecer, todo su cuerpo seguía resistiendo, a pesar del miedo o tal vez porque un miedo aún más grande que aquel que le había enseñado a acatar la voluntad de quien tenia poder sobre ella, la hacía defender lo que querían arrebatarle. Su cuerpo seguía encogido, rígido, y el Barón, que se había echado en la cama y trataba de abrazarla, se sentía contenido por los brazos que Sebastiana había colocado como escudo ante su cuerpo. La oía implorando algo en un susurro apagado y estuvo seguro que había comenzado a llorar. Pero él sólo atendía ahora al esfuerzo de quitarle el camisón que seguía prendido de sus hombros. Había podido pasarle un brazo por la cintura y atraerla, obligándola a pegarse contra su cuerpo, mientras que con la otra mano le acababa de quitar el camisón. Después de un forcejeo que no supo cuánto duró y en el que, mientras empujaba y presionaba, su energía y su deseo crecían sin cesar, logró al fin subirse sobre Sebastiana. Mientras con una de las suyas la forzaba a abrir las piernas que ella tenía soldadas, la besó con avidez en el cuello, en los hombros, en el pecho y, largamente, en los senos. Sintió que iba a eyacular contra el vientre de ella —una forma amplia, cálida, blanda, contra la que se frotaba su verga — y cerró los ojos e hizo un gran esfuerzo para contenerse. Lo consiguió y entonces fue deslizándose por sobre el cuerpo de Sebastiana, acariciándole, oliéndole, besándole las caderas, las ingles, el vientre, los vellos del pubis que ahora descubría espesos y enrulados en su boca. Con las manos, con la barbilla, presionó con todas sus fuerzas, sintiendo que ella sollozaba, hasta hacerle separar los muslos lo suficiente como para poder llegar hasta su sexo con la boca. Cuando lo estaba besando, succionando suavemente, hundiéndole la lengua y sorbiendo sus jugos, sumido en una ebriedad que, por fin, lo liberaba de todo lo que lo entristecía y amargaba, de esas imágenes que le roían la vida, sintió la presión suave de unos dedos en la espalda. Apartó la cabeza y miró, sabiendo lo que iba a ver: ahí estaba Estela, de pie, mirándolo. —Estela, amor mío, amor mío —dijo, con ternura, sintiendo que la saliva y los jugos de Sebastiana se le escurrían por los labios, siempre arrodillado en el suelo, siempre separando con sus codos las piernas de la mucama—. Yo te amo, más que a nada en el mundo. Hago esto porque lo deseo hace mucho tiempo y por amor a ti. Para estar más cerca de ti, amor mío.

Sentía el cuerpo de Sebastiana sacudido por convulsiones y la oía sollozar con desesperación, la boca y los ojos tapados con sus manos, y veía a la Baronesa, inmóvil a su lado, observándolo. No parecía asustada, enfurecida, horrorizada, sino ligeramente intrigada. Tenía un camisón ligero, bajo el que, en la media luz, adivinaba, difuminados, los límites de su cuerpo, que el tiempo no había conseguido deformar —era una silueta aún armoniosa, perfilada — y sus cabellos claros, a los que la penumbra disimulaba todas las hebras grises, recogidos en una redecilla, de la que escapaban algunas puntas. Hasta donde podía ver, no se había formado en su frente ese pliegue profundo, solitario, que era signo inequívoco en ella de contrariedad, el único que Estela no había conseguido nunca controlar, como todas las otras manifestaciones de sentimiento. No tenía el ceño fruncido, aunque su boca estaba, sí, levemente entreabierta, subrayando el interés, la curiosidad, la tranquila sorpresa de sus ojos. Pero ya era nuevo en ella, por ínfimo que pareciera, ese volcarse hacia afuera, ese interesarse en algo ajeno, pues el Barón no había vuelto a ver en los ojos de la Baronesa, desde aquella noche de Calumbí, otra expresión que la de la indiferencia, el retraimiento, el encierro espiritual. Su palidez era ahora más acentuada, tal vez por la penumbra azul, tal vez por lo que estaba experimentando. El Barón sintió que la emoción lo sofocaba, que iba a ponerse a sollozar. Adivinó casi los pies lívidos, desnudos, de Estela, sobre la madera lustrosa del suelo, y obedeciendo un impulso se inclinó a besarlos. La Baronesa no se movió mientras él, arrodillado, cubría de besos sus empeines, sus dedos, sus uñas, sus talones, con infinito amor y reverencia y balbuceaba ardientemente contra ellos que los amaba, que siempre le habían parecido bellísimos, dignos de un culto intenso por haberle dado, a lo largo de la vida, tanto impagable placer. Luego de besarlos una y otra vez y de subir los labios hasta los frágiles tobillos, sintió en su esposa un movimiento y alzó rápidamente la cabeza, a tiempo para ver que la mano que lo había tocado antes en la espalda, de nuevo venía hacia él, sin premura ni violencia, con esa naturalidad, distinción, sabiduría, con que Estela se había movido, hablado, conducido siempre, y la sintió posarse sobre sus cabellos y permanecer allí, conciliadora, blanda, en un contacto que agradeció desde el fondo de su ser porque no había en él nada hostil, admonitivo, sino más bien amable, afectuoso, tolerante. El deseo, que se había evaporado totalmente, compareció entonces de nuevo y el Barón sintió que su sexo volvía a endurecerse. Cogió la mano que Estela le había puesto en la cabeza, se la llevó a la boca, la besó, y, sin soltarla, se volvió hacia la cama donde Sebastiana permanecía hundida dentro de sí misma, con la cara oculta, y alargando la mano libre la colocó sobre el pubis de la mujer tendida, cuya negrura contrastaba nítidamente con el color mate de su cuerpo.

—Siempre quise compartirla contigo, amor mío —balbuceó, la voz quebrada por sentimientos encontrados, de timidez, vergüenza, emoción y renaciente deseo—, pero nunca me atreví, porque temía ofenderte, lastimarte. ¿Me equivoqué, no es cierto? ¿No es verdad que no te hubiera herido ni ofendido? ¿Que lo hubieras aceptado, celebrado? ¿No es cierto que hubiera sido otra manera de demostrarte cuánto te amo, Estela? Su mujer seguía observándolo, no enojada, ya no sorprendida sino con esa apacible mirada que era la suya hacía unos meses. Y vio que, luego de un momento, se volvía a mirar a Sebastiana, que seguía sollozando, hecha un ovillo, y comprendió que aquella mirada, hasta entonces neutral, se interesaba y dulcificaba. Acatando la indicación que recibió de ella, soltó la mano de la Baronesa. Vio a Estela dar dos pasos hacia la cabecera, sentarse al borde, y alargar los brazos con esa gracia inimitable que él admiraba en todos sus movimientos para coger a Sebastiana de las mejillas, con gran cuidado y precaución, como si temiera trizarla. No quiso seguir viendo más. El deseo había vuelto con una especie de furia y el Barón volvió a inclinarse, a abrirse paso hacia el sexo de la mucama, separándole las piernas, obligándola a estirarse, a fin de poder de nuevo besarlo, respirarlo, sorberlo. Estuvo mucho rato allí, con los ojos cerrados, ebrio, gozando, y cuando sintió que ya no podía contener la excitación se enderezó y gateando se encaramó sobre Sebastiana. Separándole las piernas con las suyas, ayudándose con una mano atolondrada, buscó su sexo y consiguió penetrarla en un movimiento que añadió dolor y desgarramiento a su placer. La sintió gemir y alcanzó a ver, en el tumultuoso instante en el que la vida pareció estallar entre sus piernas, que la Baronesa tenía siempre las dos manos en la cara de Sebastiana, a la que miraba con ternura y piedad, mientras le soplaba despacito en la frente para despegarle unos cabellos de la piel.

Horas después, cuando todo aquello hubo pasado, el Barón abrió los ojos como si algo o alguien lo hubiera despertado. La luz del amanecer entraba al aposento, y se oían cantos de pájaros y el rumor murmurante del mar. Se incorporó de la cama de Sebastiana, donde había dormido solo; se puso de pie, cubriéndose con la sábana que recogió del suelo y dio unos pasos hacia el cuarto de la Baronesa. Ella y Sebastiana dormían, sin tocarse, en el amplio lecho, y el Barón estuvo un momento observándolas con un sentimiento indefinible a través de la gasa transparente del mosquitero. Sentía ternura, melancolía, agradecimiento y una vaga inquietud. Avanzaba hacia la puerta del pasillo, donde la víspera se había despojado de sus ropas, cuando al pasar junto al balcón lo detuvo la bahía encendida por el naciente sol. Era algo que había visto innumerables veces y que nunca lo cansaba: Salvador a la hora en que el sol aparecía o moría. Se asomó y estuvo contemplando, desde el balcón, el majestuoso espectáculo: el ávido verdor de la isla de Itaparica, la blancura y la gracia de los veleros que zarpaban, el azul claro del cielo y el gris verde del agua y, más cerca, a sus pies, el horizonte quebradizo, bermejo, de los tejados de las casas en las que podía presentir el despertar de la gente, el comienzo de la diaria rutina. Con agridulce nostalgia se entretuvo tratando de reconocer, por los tejados de los barrios del Destierro y de Nazareth, los solares de los que habían sido sus compañeros políticos, esos amigos que no veía más: el del Barón de Cotagipe, el del Barón de Macaúbar, el del Vizconde de San Lorenzo, el del Barón de San Francisco, el del Marqués de Barbacena, el del Barón de Maragogipe, el del Conde de Sergimiruin, el del Vizconde de Oliveira. Su vista corrió una y otra vez por distintos puntos de la ciudad, por los techos del Seminario, y las Ladeiras llenas de verdura, el antiguo colegio de los Jesuítas, el Elevador hidráulico, la Alfándega, y estuvo un rato apreciando la reverberación del sol en esas piedras doradas de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de la Playa que habían traído cortadas y labradas desde Portugal dos náufragos agradecidos a la Virgen, y, aunque no alcanzaba a verlo, adivinó el hormiguero multicolor que sería ya a esta hora el Mercado de pescados de la playa. Pero, de pronto, algo atrajo su atención y estuvo mirando muy serio, esforzando los ojos, adelantando la cabeza por sobre el bordillo. Luego de un momento, fue de prisa hasta la cómoda donde sabía que Estela guardaba los pequeños prismáticos de carey, que usaba en el teatro.

Volvió al balcón y miró, con un sentimiento creciente de perplejidad y de incomodidad. Sí, las barcas estaban allí, equidistantes de la isla de Itaparica y del redondo fuerte de San Marcelo, y, en efecto, las gentes de las barcas no estaban pescando sino echando flores al mar, derramando pétalos, corolas, ramos sobre el agua, y persignándose, y, aunque no podía oírlo —el pecho le golpeaba con fuerza — estuvo seguro que esas gentes estaban también rezando y acaso cantando.

El León de Natuba oye decir que es el primer día de octubre, cumpleaños del Beatito, que los soldados atacan Canudos por tres lados tratando de franquear las barreras de la Madre Iglesia, la de San Pedro y la del Templo del Buen Jesús, pero es la otra cosa que oye la que queda resonando en su cabezota greñuda: que la cabeza de Pajeú, sin ojos ni lenguas ni orejas, se balancea desde hace unas horas en una estaca plantada en las trincheras de los perros, por la Fazenda Velha. Lo han matado a Pajeú. También habrán matado a todos los que se metieron con él al campamento de los ateos para ayudar a salir de Canudos a los Vilanova y a los forasteros, y también habrán torturado y decapitado a estos últimos. ¿Cuánto falta para que les ocurra lo mismo a él, a la Madre de los Hombres y a todas las beatas que se han arrodillado a rezar por el martirio de Pajeú?

El griterío y la fusilería ensordecen al León de Natuba al abrirse la puertecita del Santuario empujada por Joáo Abade:

— ¡Salgan! ¡Salgan! ¡Váyanse de aquí! —ruge el Comandante de la Calle, urgiéndolos con las dos manos a darse prisa—. ¡Al Templo del Buen Jesús! ¡Corran! Da media vuelta y desaparece en la polvareda que ha entrado con él al Santuario. El León de Natuba no tiene tiempo de asustarse, de pensar, de imaginar. Las palabras de Joáo Abade levantan en peso a las beatas y, algunas chillando, otras persignándose, se precipitan a la salida, empujándolo, apartándolo, arrinconándolo contra la pared. ¿Dónde están sus guantes–sandalias, esas plantillas de cuero crudo sin las cuales no puede avanzar mucho pues las palmas se le llagan? Palmotea a un lado y a otro en la atmósfera ennegrecida de la habitación, sin encontrarlas, y, consciente de que todas se han ido, de que incluso la Madre María Quadrado se ha ido, trota apresuradamente hacia la puerta. Toda su energía, su viva inteligencia están concentradas en la decisión de llegar al Templo del Buen Jesús, como ha ordenado Joáo Abade, y, mientras avanza golpeándose, rasguñándose, por el vericueto de defensas que rodean el Santuario, nota que ya no están allí los hombres de la Guardia Católica, no los vivos en todo caso, porque aquí y allá hay tirados sobre, entre, bajo los costales y cajones de arena seres humanos con cuyas piernas, brazos, cabezas chocan sus manos y pies. Cuando emerge del dédalo de barreras a la explanada y va a cruzarla, ese instinto de defensa que tiene más desarrollado que cualquiera, que desde niño le ha enseñado a detectar el peligro antes que nadie, mejor que nadie, y, también, a saber instantáneamente elegir entre varios peligros, lo hace contenerse, agazaparse entre una pila de barriles con agujeros por los que llueve arena. No llegaría nunca al Templo en construcción: sería arrollado, pisoteado, triturado por la muchedumbre que corre hacia allí, desbocada, frenética, y —los ojos grandes, vivos, penetrantes, del escriba lo saben a la primera ojeada — aun si llegara hasta esa puerta jamás conseguiría abrirse paso en ese enjambre de cuerpos que rebotan, se aplastan y se escurren en el cuello de botella que es la entrada del único refugio sólido, de paredes de piedra, que queda en Belo Monte. Mejor permanecer aquí, esperar la muerte aquí, en vez de ir a buscarla en ese apachurramiento para el que su esqueleto precario no está preparado, ese apachurramiento que es lo que más ha temido desde que está mezclado a la vida gregaria, colectiva, procesional, ceremoniosa de Canudos. Está pensando: «No te culpo por haberme abandonado, Madre de los Hombres. Tienes derecho a luchar por tu vida, a tratar de durar un día más, una hora más». Pero hay un gran dolor en su corazón: este instante no sería tan duro y amargo si ella, o cualquiera de las beatas, estuviera aquí.

Encogido entre barriles y costales, espiando a un lado y a otro, se va haciendo una idea de lo que ocurre en el cuadrilátero de las Iglesias y el Santuario. La barrera que levantaron hace apenas dos días detrás del cementerio, la que protegía a la Iglesia de San Antonio, ha cedido y los perros han entrado, están entrando a las viviendas de Santa Inés, que colinda con la Iglesia. Es de Santa Inés de donde viene la gente que trata de refugiarse en el Templo, viejos, viejas, mujeres con niños de teta en los brazos, en los hombros, apretados contra el pecho. Pero en la ciudad hay mucha gente que todavía resiste. Frente a él, desde las torres y andamios del Templo del Buen Jesús salen continuas ráfagas y el León de Natuba alcanza a ver las chispas con que los yagunzos encienden la pólvora de los mosquetones, los impactos que desportillan piedras, tejas, maderas, de todo lo que lo rodea. Joáo Abade, a la vez que a advertirles que escaparan, vino sin duda a llevarse a los hombres de la Guardia Católica del Santuario y ahora todos ellos estarán peleando en Santa Inés, o levantando otra barrera, cerrando un poco más ese círculo del que hablaba —«y con tanta razón» — el Consejero. ¿Dónde están los soldados, por dónde va a ver llegar a los soldados? ¿Qué hora del día o de la tarde es? La tierra y el humo, cada vez más espesos, le irritan la garganta y los ojos y respira con dificultad, tosiendo.

—¿Y el Consejero, y el Consejero? —oye decir, casi en su oído—. ¿Cierto que subió al cielo, que se lo llevaron los ángeles?

La cara llena de arrugas de la viejecita tumbada en el suelo tiene un solo diente y las légañas le tapan los ojos. No parece herida sino extenuada.

—Subió —asiente el León de Natuba, con una clara percepción de que eso es lo mejor que puede hacer por ella en ese instante—. Se lo llevaron los ángeles. —¿También vendrán a llevarse mi alma, León? —susurra la anciana. El León vuelve a asentir, varias veces. La viejecita le sonríe antes de quedarse quieta y boquiabierta. La fusilería y el chillerío del lado de la caída Iglesia de San Antonio aumentan bruscamente y el León de Natuba tiene la sensación de que una granizada de tiros le roza la cabeza y que muchas balas se incrustan en los costales y barriles del parapeto tras el que se escuda. Permanece aplastado contra la tierra, los ojos cerrados, esperando.

Cuando amengua el ruido, alza la cabeza y espía el amontonamiento de escombros provocado hace dos noches por el derrumbe del campanario de San Antonio. Ahí están los soldados. Le quema el pecho: ahí están, ahí están, moviéndose entre las piedras, disparando al Templo del Buen Jesús, acribillando a la multitud que forcejea en la puerta, y que, en este momento, luego de unos segundos de indecisión, al verlos aparecer y sentirse tiroteada, sale corriendo en estampida a darles el encuentro, las manos alargadas, las caras congestionadas de ira, indignación, deseo de venganza. En segundos, la explanada se convierte en un campo de batalla cuerpo a cuerpo, y en el terral que enturbia todo el León de Natuba ve parejas y grupos forcejeando, rodando, ve sables, bayonetas, facas, machetes, oye rugidos, insultos, Vivas a la República, Mueras a la República, Vivas al Consejero, al Buen Jesús y al Mariscal Floriano. En la turbamulta, además de los viejos y las mujeres, hay ahora yagunzos, gentes de la Guardia Católica que siguen llegando por un costado de la explanada. Le parece reconocer a Joáo Abade y, más allá, en una figura bruñida que avanza con un pistolón en una mano y un machete en la otra, a Joáo Grande o, tal vez, a Pedráo. Los soldados están también en el techo de la desfondada San Antonio. Ahí están, donde estaban los yagunzos, tiroteando la explanada desde las paredes mochas, ahí están sus quepis, uniformes, correajes. Y al fin comprende qué es lo que hace uno de ellos, suspendido casi en el vacío, sobre el tejado trunco de la fachada. Coloca una bandera. Han izado una bandera de la República sobre Belo Monte.

Está imaginando lo que hubiera sentido, dicho, el Consejero si hubiera visto flamear esa bandera, ahora ya llena de huecos por las salvas de disparos que inmediatamente lanzan contra ella los yagunzos desde los techos, torres y andamios del Templo del Buen Jesús, cuando ve al soldado que lo está apuntando, que le está disparando. No se agazapa, no huye, no se mueve y se le ocurre pensar que es uno de esos pajaritos que la cobra hipnotiza en el árbol antes de tragárselos. El soldado está apuntándole y el León de Natuba sabe que ha disparado por la contracción de su hombro cuando rebota la culata. Pese al terral, al humo, ve los ojitos del hombre que le apunta de nuevo, ese brillo que provoca en ellos tenerlo a su merced, la alegría salvaje de saber que esta vez le acertará. Pero alguien lo arranca de un jalón de donde se halla y lo obliga a saltar, a correr, medio descoyuntado por la mano de hierro que le aprieta el brazo. Es Joáo Grande, semidesnudo, que le grita, señalándole Campo Grande:

—Por allá, por allá, a Niño Jesús, a San Eloy, a San Pedro. Esas barreras aguantan. Escapa, anda allá.

Lo suelta y se pierde en el entrevero de las Iglesias y el Santuario. El León de Natuba, sin la mano que lo tenía suspendido, se desbarata por el suelo. Pero permanece allí sólo un instante, mientras recompone esos huesos que parecen haberse descolocado en la carrera. Es como si el empujón que le ha dado el jefe de la Guardia Católica hubiera activado un secreto motor, pues el León de Natuba echa de nuevo a trotar, por entre los escombros y las basuras de lo que fue Campo Grande, la única que por su anchura y alineación merecía el nombre de calle y que es ahora, como las otras, un campo erupcionado de huecos, derrumbes y cadáveres. No ve nada de eso que deja atrás, que va sorteando, pegado al suelo, no siente las raspaduras, golpes, aguijones de los pedruscos y vidrios, pues todo en él está absorbido en el empeño de llegar adonde le han dicho, el callejón del Niño Jesús, el de San Eloy y San Pedro Mártir, esa viborilla que zigzaguea hasta la Madre Iglesia. Allá estará a salvo, allá, durará, durará. Pero al doblar en la tercera esquina de Campo Grande, por lo que era Niño Jesús y es ahora un túnel atestado, oye ráfagas de fusilería y ve llamaradas rojizas, amarillentas, espirales grisáceas elevándose hacia el cielo. Queda acuclillado contra una carretilla volcada y una valla de estacas que es todo lo que sobrevive de esa vivienda, dudando. ¿Tiene sentido ir al encuentro de esas llamas, de esas balas? ¿No es preferible regresar? Calle arriba, donde se cruzan Niño Jesús y la Madre Iglesia, divisa siluetas, grupos, en un ir y venir sin prisas, parsimonioso. Ahí está, pues, la barrera. Mejor llegar allá, mejor morir donde haya otras personas.

Pero no está tan solo como cree, pues, a medida que trepa la cuesta del Niño Jesús, a brincos, su nombre sale de la tierra, voceado, gritado, a derecha y a izquierda: «¡León! ¡León! ¡Ven aquí! ¡Cúbrete, León! ¡Escóndete, León!». ¿Dónde, dónde? No ve a nadie y sigue avanzando sobre montones de tierra, ruinas, desechos y cadáveres, algunos desventrados, con las vísceras esparcidas y pedazos de carne arrancados por la metralla hace ya muchas horas, acaso días, a juzgar por esa pestilencia que lo rodea y que, junto con la humareda que le sale al encuentro, lo hace lagrimear y lo sofoca. Y, de pronto, ahí están los soldados. Seis, tres de ellos con antorchas que van mojando en una lata que lleva otro y que debe contener kerosene, pues luego de mojarlas las encienden y las avientan a las viviendas, al mismo tiempo que los demás disparan a quemarropa sus fusiles contra esas mismas casas. Está a menos de diez pasos de ellos, en el lugar donde ha quedado paralizado al verlos, y los mira aturdido, medio cegado, cuando estalla el tiroteo en todo su rededor. Se aplasta contra el suelo, pero sin cerrar esos ojos que, fascinados, ven desmoronarse, torcerse, rugir, soltar los fusiles, a los soldados alcanzados por la balacera. ¿De dónde, de dónde? Uno de los ateos rueda cogiéndose la

cara hasta él. Lo ve quedarse quieto con la lengua fuera de la boca. ¿De dónde los han tiroteado, dónde están los yagunzos? Permanece al acecho, atento a los caídos, sus ojos saltando de uno a otro, esperando que uno de los cadáveres se incorpore y venga a rematarlo.

Pero lo que ve es algo pegado a tierra, rampante, rápido, salido como una lombriz de una vivienda y cuando piensa «¡un párvulo!» ya el chiquillo no es uno sino tres, los otros llegados también reptando. Los tres escarban y tironean a los muertos. No los están desnudando, como el León de Natuba cree al principio: les arrebataban las bolas de proyectiles y las cantimploras. Y uno de los «párvulos» se demora todavía en clavarle al soldado más próximo —que él creía cadáver y por lo visto es moribundo — una faca grande como un brazo, con la que lo ve izarse haciendo fuerza.

«León, León». Es otro «párvulo», haciéndole señas de que lo siga. El León de Natuba lo ve perderse por la puerta semiabierta de una de las viviendas, en tanto que los otros se alejan en direcciones contrarias, jalando su botín, y sólo entonces le obedece su cuerpecillo petrificado por el pánico y puede arrastrarse hasta allí. Unas manos enérgicas lo reciben en el umbral. Se siente alzado, pasado a otras manos, bajado, y oye a una mujer: «Pásenle la cantimplora». Se la ponen en las manos sangrantes, y se la lleva a la boca. Bebe un largo trago, cerrando los ojos, agradecido, conmovido por esa sensación de milagro que es el líquido humedeciendo esas entrañas que parecen brasas. Mientras responde a las seis o siete personas armadas que están en el pozo abierto en el interior de la vivienda —caras tiznadas, sudorosas, algunas vendadas, irreconocibles — y les cuenta, jadeando, lo que ha podido ver en la explanada de las Iglesias y mientras venía hacia aquí, se da cuenta que el pozo es un túnel. Entre sus piernas se materializa un «párvulo», diciendo: «Más perros con fuego, Salustiano». Quienes lo estaban escuchando se agitan, lo hacen a un lado, y en ese momento se da cuenta que dos de ellos son mujeres. También tienen fusiles, también apuntan con un ojo cerrado hacia la calle. A través de las estacas, como una imagen recurrente, el León de Natuba ve perfilarse otra vez siluetas de soldados con antorchas encendidas que arrojan a las casas. «¡Fuego!», grita un yagunzo y la habitación se llena de humo. El León oye la explosión, oye otras explosiones próximas. Cuando se despeja un poco de humo, dos «párvulos» saltan del pozo y reptan a la calle en busca de las municiones y cantimploras. —Los dejamos acercarse y los fusilamos, así no escapan —dice uno de los yagunzos, mientras limpia su fusil.

—Prendieron tu casa, Salustiano —dice una mujer. —Y la de Joáo Abade —añade éste.

Son las del frente; se han inflamado juntas y, bajo el crujido de las llamas, se percibe agitación, voces, gritos que llegan hasta ellos con gruesas bocanadas de humo que apenas dejan respirar.

—Quieren achicharrarnos, León —dice tranquilamente otro de los yagungos del pozo—. Todos los masones entran con antorchas.

El humo es tan denso que el León de Natuba comienza a toser, a la vez que esa mente activa, creativa, funcionante, recuerda algo que el Consejero dijo alguna vez, que él escribió y que debe de estar también carbonizándose en los cuadernos del Santuario: «Habrá tres fuegos. Los tres primeros los apagaré y el cuarto se lo ofreceré al Buen Jesús». Dice fuerte, ahogándose: «¿Es éste el cuarto fuego, es éste el último fuego?». Alguien pregunta, con timidez: «¿Y el Consejero, León?». Lo está esperando, desde que entró a la vivienda sabía que alguno se atrevería a preguntárselo. Ve, entre las lenguas humosas, siete, ocho caras graves y esperanzadas. —Subió —tose el León de Natuba—. Se lo llevaron los ángeles.

Otro acceso le cierra los ojos y lo dobla en dos. En la desesperación que es la falta de aire, sentir que los pulmones se anchan, sufren, sin recibir lo que ansían, piensa que ahora sí es el final, que sin duda no subirá al cielo pues ni siquiera en este instante consigue creer en el cielo, y oye entre sueños que los yagunzos tosen, discuten y al final deciden que no pueden seguir aquí pues el fuego va a extenderse hasta esta casa. «León, nos vamos», oye, «Agáchate, León», y él, que no puede abrir los ojos, estira las manos y siente que lo cogen, tiran de él y lo arrastran. ¿Cuánto dura ese desplazamiento a ciegas, ahogándose, golpeándose contra paredes, palos, gentes que le obstruyen el paso y lo tienen rebotando, a un lado, a otro lado, hacia adelante, por el estrecho, curvo pasadizo de tierra en el que, de tanto en tanto, lo ayudan a encaramarse por un pozo excavado en el interior de una vivienda para luego volver a sepultarlo en la tierra y a arrastrarlo? Quizá minutos, quizá horas, pero a lo largo de todo el trayecto su inteligencia no deja un segundo de pasar revista a mil cosas, de resucitar mil imágenes, concentrada en sí misma, ordenando a su cuerpecillo que resista, que dure por lo menos hasta la salida del túnel y asombrándose de que su cuerpo le obedezca y no se deshaga en pedazos como le parece que va a ocurrir a cada instante.

De pronto, la mano que lo llevaba lo suelta y él se desploma, blandamente. Su cabeza va a estallar, su corazón va a estallar, la sangre de sus venas va a estallar y a diseminar por los aires su figurilla magullada. Pero nada de eso ocurre y poco a poco se va calmando, serenando, sintiendo que un aire menos viciado le devuelve gradualmente la vida. Oye voces, tiros, un intenso trajín. Se frota los ojos, se limpia los tiznes de los párpados, y advierte que está en una vivienda, no en el pozo sino en la superficie, rodeado de yagunzos, de mujeres con criaturas en las faldas, sentadas en el suelo, y reconoce al que prepara los castillos y fuegos artificiales: Antonio el Fogueteiro.

—Antonio, Antonio, ¿qué pasa en Canudos? —dice el León de Natuba. Pero no sale ruido de su boca. Aquí no hay llamas, sólo una polvareda que lo iguala todo. Los yagunzos no se hablan entre ellos, baquetean sus fusiles, cargan sus escopetas, y se alternan para espiar afuera. ¿Por qué no puede hablar, por qué no le sale la voz? Sobre los codos y las rodillas va hasta el Fogueteiro y se prende de sus piernas. Éste se acuclilla a su lado mientras ceba su arma.

—Aquí los hemos parado —le explica, con voz pastosa, no alterada en absoluto—. Pero se han metido por la Madre Iglesia, por el cementerio y Santa Inés. Están por todas partes. Joáo Abade quiere levantar una barrera en Niño Jesús y otra en San Eloy, para que no nos caigan por la espalda.

El León de Natuba imagina sin dificultad este último círculo en que ha quedado convertido Belo Monte, entre las callecitas quebradas de San Pedro Mártir, de San Eloy y del Niño Jesús; ni la décima parte de lo que era.

—¿Quiere decir que tomaron ya el Templo del Buen Jesús? —dice y esta vez le sale la voz.

—Lo tumbaron mientras dormías —responde el Fogueteiro, con la misma calma, como si hablara del tiempo—. Cayó la torre y se bajó el techo. El ruido debió oírse en Trabubú, en Bendengó. Pero a ti ni te despertó, León.

—¿Es verdad que el Consejero subió al cielo? —lo interrumpe una mujer, que habla sin mover la boca ni los ojos.

El León de Natuba no le responde: está oyendo, viendo desplomarse la montaña de piedras, los hombres con brazaletes y trapos azules cayendo como una lluvia sólida sobre el enjambre de heridos, enfermos, viejos, parturientas, recién nacidos, está viendo a las beatas del Coro Sagrado trituradas, a María Quadrado convertida en un montón de carne y huesos deshechos.

—La Madre de los Hombres te busca por todas partes, León —dice alguien, como contestando a su pensamiento.

Es un «párvulo» esquelético, una ristra de huesecitos y una piel estirada, que viste un calzón en hilachas y está entrando. Los yagunzos lo descargan de las cantimploras y bolsas de municiones que trae a cuestas. El León de Natuba lo coge de un bracito: —¿María Quadrado? ¿Tú la has visto?

—Está en San Eloy, en la barrera —afirma el «párvulo»—. Pregunta a todos por ti. —Llévame donde ella —dice el León de Natuba y hay angustia y súplica en su voz. —El Beatito se fue donde los perros con una bandera —le dice el «párvulo» al Fogueteiro, acordándose.

—Llévame donde María Quadrado, te ruego —chilla el León de Natuba, prendido de él, saltando. El chiquillo mira al Fogueteiro, indeciso.

—Llévalo —dice éste—. Dile a Joáo Abade que aquí está tranquilo ahora. Y vuelve rápido, que te necesito. —Ha ido repartiendo cantimploras a la gente y le alcanza al León la que guarda para él —: Toma un trago antes de irte.

El León de Natuba bebe y murmura: «Alabado sea el Buen Jesús Consejero». Sale de la cabaña detrás del chiquillo. En el exterior, percibe incendios por doquier y hombres y mujeres que tratan de apagarlos con baldazos de tierra. San Pedro Mártir tiene menos escombros y en las casas hay racimos de gentes. Algunas lo llaman y le hacen gestos y varias veces le preguntan si vio a los ángeles, si estaba allí cuando el Consejero subió. No les responde, no se detiene. Le cuesta gran trabajo avanzar, todo el cuerpo le duele, apenas puede apoyar las manos en el suelo. Grita al «párvulo» que no vaya tan de prisa, que no puede seguirlo, y en una de esas el chiquillo —sin dar un grito, sin decir palabra — se echa por tierra. El León de Natuba se arrastra hacia él, pero no llega a tocarlo pues donde estaban sus ojos hay ahora sangre y asoma por allí algo blanco, tal vez un hueso, tal vez una sustancia. Sin averiguar de dónde ha venido el disparo, echa a trotar con nuevos bríos, pensando «Madre María Quadrado, quiero verte, quiero morir contigo». A medida que avanza, más humo y llamas le salen al encuentro y de pronto sabe que no podrá pasar: San Pedro Mártir se interrumpe en una pared crepitante de llamas que cierra la calle. Se detiene acezando, sintiendo el calor del incendio en la cara. «León, León.»

Se vuelve. Ve la sombra de una mujer, un fantasma de huesos salidos, pellejo arrugado, cuya mirada es tan triste como su voz. «Échalo tú al fuego, León», le pide. «Yo no puedo, pero tú sí. Que no se lo coman, como me van a comer a mí.» El León de Natuba sigue la mirada de la agonizante y, casi a su lado, sobre un cadáver enrojecido por el resplandor, ve el festín: son muchas ratas, tal vez decenas y se pasen por la cara y el vientre del que ya no es posible saber si fue hombre o mujer, joven o viejo. «Salen de todas partes por los incendios, o porque el Diablo ya ganó la guerra», dice la mujer, contando las letras de sus palabras. «Que no se lo coman a él que todavía es ángel. Échalo al fuego, Leoncito. Por el Buen Jesús.» El León de Natuba observa el festín: se han comido la cara, se afanan en el vientre, en los muslos.

—Sí, Madre —dice, acercándose en sus cuatro patas. Empinándose en las extremidades traseras, coge al pequeño bulto envuelto que tiene la mujer sobre las faldas y lo aprieta contra su pecho. Y alzado sobre las patas de atrás, curvo, ansioso, jadea —: Yo lo llevo, yo lo acompaño. Ese fuego me espera hace veinte años, Madre.

La mujer lo oye, mientras va hacia las llamas, salmodiar con las fuerzas que le quedan una oración que nunca ha oído, en la que se repite varias veces el nombre de una santa que tampoco conoce: Almudia.

—¿Una tregua? —dijo Antonio Vilanova.

—Es lo que quiere decir —repuso el Fogueteiro—. Un trapo blanco en un palo quiere decir eso. No lo vi cuando partió, pero muchos lo vieron. Lo vi cuando regresó. Todavía llevaba el trapo blanco.

—¿Y por qué hizo eso el Beatito? —preguntó Honorio Vilanova.

—Se compadeció de los inocentes al verlos morir quemados —contestó el Fogueteiro—. Los niños, los viejos, las embarazadas. Fue a decirles a los ateos que los dejaran irse de Belo Monte. No consultó a Joáo Abade, ni a Pedráo ni a Joáo Grande, que estaba en San Eloy y en San Pedro Mártir. Hizo su bandera y se fue caminando por la Madre Iglesia. Los ateos lo dejaron pasar. Creíamos que lo habían matado y que lo iban a devolver como a Pajeú: sin ojos, lengua ni orejas. Pero volvió, con su trapo blanco. Ya habíamos cerrado San Eloy y Niño Jesús y la Madre Iglesia. Y apagado muchos incendios. Volvió a las dos o tres horas y en esas horas los ateos no atacaron. Eso es una tregua. Lo explicó el Padre Joaquim.

El Enano se acurrucó contra Jurema. Temblaba de frío. Estaban en una cueva, donde antaño pernoctaban los pastores de chivos, no lejos de lo que, antes que la devoraran las llamas, había sido la diminuta alquería de Cacabú, en un desvío de la trocha entre Mirandela y Quijingue. Llevaban allí escondidos doce días. Hacían rápidas excursiones al exterior para traer yerbas, raíces, cualquier cosa que masticar y agua de una aguada cercana. Como toda la región estaba infestada de tropas que, en secciones pequeñas o en grandes batallones, regresaban hacia Queimadas, habían decidido permanecer allí escondidos un tiempo. En las noches bajaba mucho la temperatura, y como los Vilanova no permitían que se encendiera una fogata por temor a que la luz atrajera a alguna patrulla, el Enano se moría de frío. De los tres, era el más friolento, porque era el más pequeño y el que había enflaquecido más. El miope y Jurema lo hacían dormir entre ellos, abrigándolo con sus cuerpos. Pero aun así, el Enano veía con temor la llegada de la noche pues, a pesar del calor de sus amigos, le castañeteaban los dientes y sentía los huesos helados. Estaba sentado entre ellos, escuchando al Fogueteiro, y, a cada momento, sus manitas regordetas indicaban a Jurema y al miope que se apretaran contra él.

—¿Qué pasó con el Padre Joaquim? —oyó preguntar al miope—. ¿A él también…? —No lo quemaron ni lo degollaron —repuso en el acto, con dejo tranquilizador, como feliz de poder dar al fin una buena noticia, Antonio el Fogueteiro—. Murió de bala, en la barrera de San Eloy. Estaba cerca mío. También ayudó a dar muertes piadosas. Serafino el carpintero comentó que a lo mejor el Padre no veía con buenos ojos esa muerte. No era un yagunzo sino un sacerdote ¿no es verdad? Tal vez el Padre no vería bien que un hombre de sotana muriera con un fusil en la mano.

—El Consejero le habrá explicado por qué tenía un fusil en la mano —dijo una de las Sardelinhas—. Y el Padre lo habrá perdonado. —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro—. El sabe lo que hace. Pese a que no había una fogata y a que la boca de la cueva la habían disimulado con matorrales y cactos enteros arrancados de las cercanías, la claridad de la noche —el Enano imaginaba la luna amarilla y miríadas de estrellas lucientes observando con asombro el sertón — se filtraba hasta donde estaban y podía ver el perfil de Antonio el Fogueteiro, su nariz chata, su frente y mentón cortados a cuchillo. Era un yagunzo que el Enano recordaba muy bien, porque lo había visto, allá en Canudos, preparar esos fuegos artificiales que las noches de procesión encendían el cielo de rutilantes arabescos. Recordaba sus manos quemadas por la pólvora, las cicatrices de sus brazos y cómo, al comienzo de la guerra, se había dedicado a preparar esos cartuchos de dinamita que los yagunzos arrojaban a los soldados por sobre las barreras. El Enano había sido el primero en verlo asomar a la cueva esa tarde, había gritado que era el Fogueteiro, para que los Vilanova, que tenían las pistolas listas, no dispararan.

—¿Y para qué volvió el Beatito? —preguntó Antonio Vilanova, después de un momento. Era él quien casi exclusivamente hacía las preguntas, él quien había estado interrogando a Antonio el Fogueteiro toda la tarde y la noche, después que lo reconocieron y lo abrazaron—. ¿Se había iluminado? —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro.

El Enano trató de imaginar la escena, la figurilla menuda, pálida, los ojos ardientes del Beatito, retornando al pequeño reducto, con su bandera blanca, entre los muertos, los escombros, los heridos, los combatientes, entre las casas quemadas y las ratas que, según el Fogueteiro, habían aparecido de pronto por todas partes, para precipitarse vorazmente sobre los cadáveres. —Han aceptado —dijo el Beatito—. Pueden rendirse.

—Que saliéramos en fila de a uno, sin ninguna arma, con las manos en la cabeza — explicó el Fogueteiro, con el tono que se emplea para contar la más descabellada fantasía o el desatino de un borracho—. Que nos considerarían prisioneros y que no nos matarían. El Enano lo oyó suspirar. Oyó suspirar a uno de los Vilanova y le pareció que una de las Sardelinhas lloraba. Era curioso, las mujeres de los Vilanova, a quienes el Enano confundía con tanta facilidad, nunca lloraban al mismo tiempo: lo hacían una antes, otra después. Pero sólo lo habían hecho desde que Antonio el Fogueteiro comenzó esta tarde a responder a las preguntas de Antonio Vilanova; durante la fuga de Belo Monte y todo el tiempo que llevaban escondidos allí, no las había visto llorar. Temblaba de tal modo que Jurema le pasó el brazo por los hombros y le sobó el cuerpo con fuerza. ¿Temblaba por el frío de Cacabú, porque el hambre lo había enfermado, o era lo que contaba el Fogueteiro lo que le causaba este temblor?

—Beatito, Beatito, ¿te das cuenta lo que dices? —gimió Joáo Grande—. ¿Te das cuenta lo que pides? ¿Quieres de veras que botemos las armas, que vayamos con las manos en la cabeza a rendirnos a los masones? ¿Eso quieres, Beatito?

—Tú no —dijo la voz que parecía siempre rezando—. Los inocentes. Los párvulos, las que van a parir, los ancianos. Que tengan la vida salva, no puedes decidir por ellos. Si no los dejas salvarse, es como si los mataras. Vas a cargar con esa culpa, vas a echar sangre inocente sobre tu cabeza, Joáo Grande. Es un crimen contra el cielo permitir que los inocentes mueran. Ellos no pueden defenderse, Joáo Grande.

—Dijo que el Consejero hablaba por su boca —añadió Antonio el Fogueteiro—. Que lo había inspirado, que le mandó salvarlos. —¿Y Joáo Abade? —preguntó Antonio Vilanova.

—No estaba allí —explicó el Fogueteiro—. El Beatito volvió a Belo Monte por la barrera de la Madre Iglesia. Él estaba en San Eloy. Le avisaron, pero se demoró en venir. Estaba reforzando esa barrera, que era la más débil. Cuando vino, habían empezado a irse detrás del Beatito. Mujeres, niños, viejos, enfermos arrastrándose. —¿Y nadie los contuvo? —preguntó Antonio Vilanova.

—Nadie se atrevió —dijo el Fogueteiro—. Era el Beatito, era el Beatito. No alguien como tú o como yo, sino alguien que había acompañado al Consejero desde el principio. Era el Beatito. ¿Tú le hubieras dicho que se había iluminado, que no sabía lo que hacía? Ni Joáo Grande se atrevió, ni yo ni nadie.

—Pero Joáo Abade sí se atrevió —murmuró Antonio Vilanova. —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro—. Joáo Abade sí se atrevió. El Enano sentía los huesos helados y su frente ardiendo. Reprodujo la escena con facilidad: la figura elevada, flexible, firme, el ex–cangaceiro apareciendo allí, la faca y el machete a la cintura, el fusil en el hombro, las sartas de balas en el pecho, no cansado sino más allá del cansancio. Ahí estaba, viendo la incomprensible fila de embarazadas, niños, viejos, inválidos, esos resucitados que iban con las manos en la cabeza hacia los soldados. No lo imaginaba: lo veía, con la nitidez y el color de uno de los espectáculos del Circo del Gitano, los de la buena época, cuando era un circo numeroso y próspero. Estaba viendo a Joáo Abade: su estupefacción, su confusión, su cólera. — ¡Alto! ¡Alto! —gritó, desorbitado, mirando a derecha y a izquierda, haciendo gestos a los que se rendían, tratando de atajarlos—. ¿Se han vuelto locos? ¡Alto! ¡Alto! —Le explicamos —dijo el Fogueteiro—. Se lo explicó Joáo Grande, que estaba llorando y se sentía responsable. Llegaron también Pedráo, el Padre Joaquim, otros. Bastaron dos palabras para que se diera cuenta del todo.

—No es que los vayan a matar —dijo Joáo Abade, alzando la voz, cargando su fusil, tratando de apuntar a los que ya habían cruzado y se alejaban—. A todos nos van a matar. Los van a humillar, los van a ofender como a Pajeú. No se puede permitir, precisamente porque son inocentes. ¡No se puede permitir que les corten los pescuezos! ¡No se puede permitir que los deshonren!

—Ya estaba disparando —dijo Antonio el Fogueteiro—. Ya estábamos disparando todos. Pedráo, Joáo Grande, el Padre Joaquim, yo. —El Enano notó que su voz, hasta entonces firme, dudaba —: ¿Hicimos mal? ¿Hice mal, Antonio Vilanova? ¿Hizo mal Joáo Abade en hacernos disparar?

—Hizo bien —dijo en el acto Antonio Vilanova—. Eran muertes piadosas. Los hubieran matado a faca, hecho lo que a Pajeú. Yo hubiera disparado, también. —No sé —dijo el Fogueteiro—. Me atormenta. ¿El Consejero lo aprueba? Voy a vivir haciéndome esa pregunta, tratando de saber si después de haber acompañado diez años al Consejero, me condenaré por una equivocación de último momento. A veces… Se calló y el Enano se dio cuenta que, ahora, las Sardelinhas lloraban a la vez; una con sollozos fuertes y desvergonzados, la otra de manera apagada, hipando. —¿A veces…? —dijo Antonio Vilanova.

—A veces pienso que el Padre, el Buen Jesús o la Señora hicieron el milagro de salvarme de entre los muertos para que me redima de esos tiros —dijo Antonio el Fogueteiro—. No sé. No sé nada, otra vez. En Belo Monte todo me parecía claro, el día era día y la noche noche. Hasta ese momento, hasta que empezamos a disparar contra los inocentes y el Beatito. Todo se volvió difícil, otra vez.

Suspiró y permaneció callado, escuchando, como el Enano y los otros, el llanto de las Sardelinhas por esos inocentes a los que los yagunzos habían dado muerte piadosa. —Porque tal vez, el Padre quería que subieran al cielo con martirio —añadió el Fogueteiro.

«Estoy sudando», pensó el Enano. ¿O estaba sangrando? Pensó: «Me estoy muriendo». Corrían gotas por su frente, se deslizaban por sus cejas y pestañas, le cerraban los ojos. Pero, aunque sudaba, el frío estaba allí, helándole las entrañas. Jurema, a ratos, le limpiaba la cara.

—¿Y qué pasó entonces? —oyó que decía el periodista miope—. Después de que Joáo Abade, de que usted y los demás…

Se calló y las Sardelinhas, que habían suspendido el llanto, sorprendidas por la intromisión, lo reanudaron.

—No hubo después —dijo Antonio el Fogueteiro—. Los ateos creyeron que estábamos tirándoles a ellos. Rabiaron al ver que les quitábamos esas presas que ya creían suyas. —Se calló y su voz vibró—. «Traidores», gritaban. Que habíamos roto la tregua y que lo íbamos a pagar. Se nos echaron por todos lados. Miles de ateos. Fue una suerte. —¿Una suerte? —dijo Antonio Vilanova.

El Enano había entendido. Una suerte tener otra vez que disparar contra ese torrente de uniformes que avanzaban con fusiles y antorchas, una suerte no tener que seguir matando inocentes para salvarlos de la deshonra. Lo entendía, y, en medio de la fiebre y el frío, lo veía. Veía cómo los yagunzos exhaustos, que habían estado dando muertes piadosas, se frotaban las manos ampolladas y requemadas, dichosos de tener otra vez al frente a un enemigo claro, definido, flagrante, inconfundible. Podía ver esa furia que avanzaba matando lo que no había sido aún matado, quemando lo que faltaba por quemar.

—Pero estoy segura que él ni siquiera en ese momento lloró —dijo una de las Sardelinhas, y el Enano no supo si era la mujer de Honorio o de Antonio—. Los imagino a Joáo Grande, al Padre Joaquim, llorando por tener que hacer eso con los inocentes. ¿Pero él? ¿Acaso lloró?

—Seguramente —susurró Antonio el Fogueteiro—. Aunque yo no lo vi. —Nadie vio llorar nunca a Joáo Abade —dijo la misma Sardelinha. —Nunca lo quisiste —murmuró, con decepción, Antonio Vilanova y el Enano supo entonces cuál de las hermanas hablaba: Antonia.

—Nunca —admitió ésta, sin ocultar su rencor—. Y menos después de ahora. Ahora que sé que acabó, no como Joáo Abade sino como Joáo Satán. El que mataba por matar, robaba por robar y se complacía en hacer sufrir a la gente.

Hubo un silencio espeso y el Enano sintió que el miope se había asustado. Esperó, tenso. —No quiero oírte decir eso nunca más —murmuró, despacio, Antonio Vilanova—. Eres mi mujer desde hace años, desde siempre. Hemos pasado todas las cosas juntos. Pero si te oigo repetir eso, todo se acabaría. Tú te acabarías también. Temblando, sudando, contando los segundos, el Enano esperó. —Juro por el Buen Jesús que no lo repetiré nunca más —balbuceó Antonia Sardelinha. —Yo vi llorar a Joáo Abade —dijo entonces el Enano. Le entrechocaban los dientes y las palabras le salían a espasmos, masticadas. Hablaba con la cara aplastada contra el pecho de Jurema—. ¿No se acuerdan, no se los dije? Cuando oyó la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo.

—Era hijo de un Rey y al nacer él su madre ya tenía los cabellos blancos —recordó Joáo Abade—. Nació por un milagro, si se llaman también milagros los del Diablo. Ella había hecho pacto para que Roberto pudiera nacer. ¿No es ése el comienzo? —No —dijo el Enano, con una seguridad que provenía de toda una vida contando esa historia que ya no se acordaba cuándo ni dónde había aprendido y que él había llevado y traído por los pueblos, referido cientos, miles de veces, alargándola, acortándola, embelleciéndola, entristeciéndola, alegrándola, dramatizándola, de acuerdo al estado de ánimo del cambiante auditorio. Ni Joáo Abade podía enseñarle a él el comienzo—. Su madre era estéril y vieja y tuvo que hacer pacto para que Roberto naciera, sí. Pero no era hijo de Rey sino de Duque.

—Del Duque de Normandía —admitió Joáo Abade—. Cuéntala de una vez. —¿Lloró? —oyó, como venida del otro mundo, la voz que tanto conocía, esa voz siempre asustada, y a la vez curiosa, chismosa, entrometida—. ¿Oyendo la historia de Roberto el Diablo?

Sí, había llorado. En algún momento, tal vez cuando las grandes matanzas e iniquidades, cuando, poseído, empujado, dominado por el espíritu de destrucción, fuerza invisible que no podía resistir, Roberto hundía la faca en los vientres de las mujeres embarazadas o degollaba a los recién nacidos («Lo que quiere decir que era sureño, no nordestino», precisaba el Enano) y empalaba a los campesinos y prendía fuego a las cabañas donde dormían las familias, él había advertido que el Comandante de la Calle tenía brillo en los ojos, un espejeo en las mejillas, temblor en la barbilla y ese subir y bajar de su pecho. Desconcertado, atemorizado, el Enano se calló —¿cuál podía ser su error, su olvido? — y miró ansioso a Catarina, esa figurilla tan escuálida que parecía no ocupar espacio en el reducto de la calle del Niño Jesús, donde Joáo Abade lo había llevado. Catarina le indicó con un gesto que siguiera. Pero Joáo Abade no lo dejó:

—¿Era su culpa lo que hacía? —dijo, transformado—. ¿Era su culpa cometer tantas crueldades? ¿Podía hacer otra cosa? ¿No estaba pagando la deuda de su madre? ¿A quién debía cobrarle el Padre esas maldades? ¿A él o a la Duquesa? —Clavó los ojos en el Enano, con una angustia terrible —: Responde, responde.

—No sé, no sé —tembló el Enano—. No está en el cuento. No es mi culpa, no me hagas nada, sólo soy el que cuenta la historia.

—No te va a hacer nada —susurró la mujer que parecía espíritu—. Sigue contando, sigue.

Él había seguido contando, viendo cómo Catarina le secaba los ojos a Joáo Abade con el ruedo de su falda, cómo se acuclillaba a sus pies y le pasaba las manos por las piernas y apoyaba su cabeza en sus rodillas, para hacerlo sentir acompañado. No había vuelto a llorar, ni a moverse, ni a interrumpirlo hasta ese final que, a veces, ocurría con la muerte de Roberto el Santo convertido en piadoso ermitaño, y, a veces, con Roberto calzándose la corona que mereció al descubrirse que era hijo de Ricardo de Normandía, uno de los Doce Pares de Francia. Recordaba que al terminar esa tarde —¿o esa noche? — Joáo Abade le había agradecido la historia. Pero ¿cuándo, en qué momento fue aquello? ¿Antes de que llegaran los soldados, cuando la existencia era tranquila y Belo Monte parecía el sitio para pasar la vida? ¿O cuando la vida se volvió muerte, hambre, ruina, miedo?

—¿Cuándo fue, Jurema? —preguntó, ansioso, sin saber por qué era tan impostergable situar aquello exactamente en el tiempo—. Miope, miope, ¿fue al principio o al final de la función?

—¿Qué tiene? —oyó que decía una de las Sardelinhas. —Fiebre —contestó Jurema, abrazándolo. —¿Cuándo fue? —dijo el Enano—. ¿Cuándo fue?

—Está delirando —oyó que decía el miope y sintió que le tocaba la frente, lo acariñaba en el pelo y en la espalda.

Lo oyó estornudar, dos, tres veces, como siempre que algo lo sorprendía, divertía o asustaba. Ahora sí podía estornudar. Pero no lo había hecho la noche que huían, esa noche en la que un estornudo le habría costado la vida. Lo imaginó en una función de pueblo, estornudando veinte, cincuenta, cien veces, como la Barbuda se tiraba los pedos en el número de los payasos, con registros y tonalidades altas, bajas, largas, cortas, y le dieron también ganas de reírse, como el público que asistía al espectáculo. Pero no tuvo fuerzas.

—Se ha dormido —oyó que decía Jurema, acomodándole la cabeza entre sus piernas—. Mañana estará bien.

No estaba dormido. Desde el fondo de esa ambigua realidad de fuego y hielo que era su cuerpo encogido en la oscuridad de la gruta, siguió oyendo todavía el relato de Antonio el Fogueteiro, reproduciendo, viendo ese fin del mundo que él ya había anticipado, conocido, sin necesidad de que ese resucitado de entre los carbones y los cadáveres se lo relatara. Y pese a lo mal que se sentía, a los escalofríos, a lo lejos que le parecía estar de quienes hablaban a su lado, en la noche del sertón bahiano, en ese mundo ya sin Canudos y sin yagunzos, y que pronto estaría también sin soldados cuando los que habían cumplido su misión acabaran de irse, y esas tierras volvieran a su orgullosa y miserable soledad de siempre, el Enano se había interesado, impresionado, asombrado con lo que Antonio el Fogueteiro refería.

—Se puede decir que resucitaste —oyó a Honorio, el Vilanova que hablaba tan rara vez que cuando lo hacía parecía su hermano.

—Se puede —repuso el Fogueteiro—. Pero no estaba muerto. Ni siquiera herido de bala. No sé, tampoco eso sé. No tenía sangre en el cuerpo. Quizá me cayó una piedra en la cabeza. Pero nada me dolía, tampoco.

—Te desmayaste —dijo Antonio Vilanova—. Como se desmayaba la gente, en Belo Monte. Te creyeron muerto y eso te salvó.

—Eso me salvó —repitió el Fogueteiro—. Pero no sólo eso. Porque cuando desperté y me vi en medio de los muertos, también vi que los ateos iban rematando a los tumbados con las bayonetas o a balazos si se movían. Pasaron a mi lado, muchos, y ninguno se agachó a comprobar si estaba muerto.

—O sea que estuviste todo un día haciéndote el muerto —dijo Antonio Vilanova. —Sintiéndolos pasar, rematar a los vivos, acuchillar a los prisioneros, dinamitar las paredes —dijo el Fogueteiro—. Pero eso no era lo peor. Lo peor eran los perros, las ratas, los urubús. Se comían a los muertos. Los oía escarbar, morder, picotear. Los animales no se engañan. Saben quién está muerto y quién no está. Los urubús, las ratas, no se comen a los vivos. Mi miedo eran los perros. Ése fue el milagro: también me dejaron en paz.

—Tuviste suerte —dijo Antonio Vilanova—. ¿Y ahora, qué vas a hacer? —Volver a Mirandela —dijo el Fogueteiro—. Allá nací, allá me crié, allá aprendí a hacer cohetes. No sé, tal vez. ¿Y ustedes?

—Iremos lejos de aquí —dijo el ex–comerciante—. A Assaré, tal vez. De allá vinimos, allá comenzamos esta vida, huyendo, como ahora, de la peste. De otra peste. Quizá volvamos a terminar todo donde comenzó. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro.

Ni cuando le dicen que corra el puesto de mando del General Artur Osear, si quiere echar un vistazo a la cabeza del Consejero antes que el Teniente Pinto Souza se la lleve a Bahía, deja el Coronel Geraldo Macedo, jefe del Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana, de pensar en aquello que lo obsesiona desde el fin de la guerra: ¿Quién lo ha visto? ¿Dónde está? Pero, como todos los jefes de Brigada, Regimiento y Batallón (a los oficiales de menos grado no se les concede ese privilegio) va a contemplar lo que queda de ese hombre que ha matado y hecho morir a tanta gente y al que, sin embargo, según todos los testimonios, nunca nadie vio coger personalmente un fusil ni una faca. No ve gran cosa, por lo demás, porque han metido la cabeza en una bolsa de yeso debido a su descomposición: sólo unas matas de pelo grisáceas. Apenas hace acto de presencia en la barraca del General Osear, a diferencia de otros oficiales que se quedan allí, felicitándose por el fin de la guerra y haciendo planes para el futuro ahora que regresan a sus ciudades y a sus familias. El Coronel Macedo posa un instante sus ojos sobre esa maraña de pelos, se retira sin hacer el menor comentario, y vuelve a internarse en el humeante amontonamiento de ruinas y cadáveres.

Ya no piensa en el Consejero, ni en los oficiales exultantes que ha dejado en el puesto de mando, oficiales a los que nunca ha sentido igual, por lo demás, y a los que, desde que llegó a los montes de Canudos con el Batallón de la Policía Bahiana siempre ha devuelto el desprecio que le manifiestan con un desprecio idéntico. Él sabe cuál es su apodo, cómo lo llaman cuando les da la espalda: Cazabandidos. No le importa. Está orgulloso de haberse pasado treinta años de su vida limpiando una y otra vez de partidas de cangaceiros las tierras de Bahía de haberse ganado todos los galones que tiene y haber llegado a coronel, él, un modesto mestizo nacido en Mulungo do Morro, pueblecito que ninguno de estos oficiales podría localizar en el mapa, a base de arriesgar su piel enfrentándose a la ralea de esta tierra.

Pero a sus hombres sí les importa. A los policías bahianos que hace cuatro meses aceptaron venir a luchar contra el Consejero por lealtad personal a él —les dijo que el Gobernador de Bahía se lo había pedido, que era indispensable que el cuerpo policial se ofreciera a ir a Canudos para desarmar las pérfidas habladurías que en el resto del país acusaban a los bahianos de blandura, indiferencia y hasta simpatía y complicidad con los yagunzos, para demostrar al Gobierno Federal y a todo el Brasil que los bahianos estaban tan dispuestos como cualquiera a todos los sacrificios para defender a la República — sí los ofenden y hieren esos desaires y desplantes que han tenido que sufrir desde que se incorporaron a la Columna. Ellos no se contienen como él: responden a los insultos con insultos, a los apodos con apodos, y en estos cuatro meses han protagonizado incontables incidentes con los soldados de otros regimientos. Lo que más los exaspera es que el Comando también los discrimina. En todas las acciones, el Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana ha sido tenido al margen, en la retaguardia, como si el propio Estado Mayor diera crédito a la infamia de que los bahianos son restauradores de corazón, consejeristas vergonzantes.

La pestilencia es tan fuerte que tiene que sacar su pañuelo y taparse la nariz. Aunque muchos incendios se han apagado, el aire está lleno de virutas tiznadas, de chispas y cenizas y el Coronel tiene los ojos irritados, mientras explora, espía, aparta con los pies para verles las caras, a los yagunzos caídos. La mayoría están carbonizados, o tan desfigurados por las llamas que, aun si lo conociera, no podría identificarlo. Por lo demás, aunque se conserve intacto, ¿cómo lo va a reconocer? ¿Acaso lo ha visto alguna vez? Las descripciones que tiene de él no son suficientes. Es una estupidez, por supuesto. Piensa: «Por supuesto». Sin embargo, es más fuerte que su razón, es ese oscuro instinto que tanto le sirvió en el pasado, esos súbitos pálpitos que lo hacían precipitar a su volante en una inexplicable marcha forzada de dos o tres días para caer en una aldea en la que, en efecto, sorprendían a aquellos bandidos que habían buscado infructuosamente semanas o meses. Ahora es lo mismo. El Coronel Geraldo Macedo sigue escarbando entre los hediondos cadáveres, la nariz y la boca cubiertas con el pañuelo, la otra mano apartando los enjambres de moscas, desembarazándose a veces a patadas de las ratas que se le suben por las piernas, porque, contra toda lógica, algo le dice que cuando se encuentre con la cara, el cuerpo o los simples huesos de Joáo Abade, sabrá que son los de él. —Excelencia, Excelencia. —Es su adjunto, el Teniente Soares, que viene también tapándose la cara con un pañuelo. —¿Lo encontraron? —se entusiasma el Coronel Macedo.

—Todavía, Excelencia. El General Osear dice que salga de aquí porque los zapadores van a comenzar la demolición.

—¿La demolición? —El Coronel Macedo echa una ojeada en torno, deprimido—. ¿Queda algo que demoler?

—El General prometió que no quedaría piedra sobre piedra —dice el Teniente Soares—. Ha dado orden de que dinamiten las paredes que no se han desmoronado. —Vaya desperdicio —murmura el Coronel. Tiene la boca entreabierta bajo el pañuelo y, como cada vez que reflexiona, está lamiéndose su diente de oro. Mira con pesadumbre la extensión de escombros, pestilencia y carroña. Termina por encogerse de hombros—. Bueno, nos iremos sin saber si murió o escapó.

Siempre tapándose las narices, él y su adjunto emprenden el regreso al campamento. Poco después, a sus espaldas, comienzan las explosiones.

—¿Puedo hacerle una pregunta, Excelencia? —dice el Teniente Soares, gangoso bajo el pañuelo. El Coronel Macedo asiente—. ¿Por qué le importa tanto el cadáver de Joáo Abade?

—Es una vieja historia —gruñe el Coronel. También su voz suena gangosa. Sus ojitos oscuros buscan, aquí y allá—. Una historia que yo comencé, parece. Eso dicen, al menos. Porque yo maté al padre de Joáo Abade, hace lo menos treinta años. Era un coitero de Antonio Silvino, en Custodia. Dicen que se hizo cangaceiro para vengar al padre. Y después, bueno… —Se vuelve a mirar a su adjunto y se siente, de pronto, viejo—. ¿Cuántos años tienes? —Veintidós, Excelencia.

—Con razón no sabes quién era Joáo Abade —gruñe el Coronel Macedo. —El jefe militar de Canudos, un gran desalmado —replica el Teniente Soares. —Un gran desalmado —asiente el Coronel Macedo—. El más feroz de Bahía. El que siempre se me escapó. Lo perseguí diez años. Varias veces estuve a punto de ponerle la mano encima. Siempre se me escurría. Decían que había hecho pacto. Lo llamaban Satán, en ese tiempo.

—Ahora entiendo por qué quiere encontrarlo —sonreía el Teniente Soares—. Para ver si esta vez no se le escapó.

—En realidad, no sé por qué —gruñe el Coronel Macedo, encogiéndose de hombros—. Porque me recuerda la juventud, tal vez. Cazar bandidos era mejor que este aburrimiento.

Hay un rosario de explosiones y el Coronel Macedo puede ver que, desde las faldas y cumbres de los cerros, millares de personas contemplan cómo vuelan por los aires las últimas paredes de Canudos. No es un espectáculo que le interese y no se molesta en mirar; sigue caminando hacia el acantonamiento del Batallón de Voluntarios Bahianos, al pie de la Favela, inmediatamente detrás de las trincheras del Vassa Barris.

—La verdad, hay cosas que no entran en la cabeza, aunque uno la tenga grande —dice, escupiendo el mal sabor que le ha dejado la frustrada exploración—. Primero, mandar contar casas que ya no son casas sino ruinas. Y ahora, mandar dinamitar piedras y adobes. ¿Tú entiendes para qué estuvo contando las casas esa Comisión del Coronel Dantas Barreto?

Se habían pasado toda la mañana, entre las miasmas humeantes, y establecido que hubo cinco mil doscientas casas en Canudos.

—Se les ha armado un embrollo y no les sale la cuenta —se burla el Teniente Soares—. Calcularon cinco personas por casa. O sea, unos treinta mil yagunzos. Pero la Comisión del Coronel Dantas Barreto encontró apenas seiscientos cuarenta y siete cadáveres.

—Porque sólo contó cadáveres enteros —gruñe el Coronel Macedo—. Se olvidó de los pedazos, de los huesos, y así es como quedó la mayoría. Cada loco con su lema. En el campamento, espera al Coronel Geraldo Macedo un drama, uno más de los que han jalonado la estancia de los policías bahianos en el cerco de Canudos. Los oficiales tratan de calmar a los hombres ordenándoles que se dispersen y que dejen de hablar del asunto. Han puesto guardias en todo el perímetro del acantonamiento, temiendo una estampida de los policías bahianos para ir a dar su merecido a quienes los han provocado. Por la cólera empozada en los ojos y los rictus de sus hombres, el Coronel Macedo comprende que el incidente ha sido de los graves. Pero, antes de escuchar ninguna explicación, recrimina a sus oficiales:

— ¡O sea que mis órdenes no se obedecen! ¡O sea que, en lugar de buscar al bandido, permiten que la gente se ponga a pelear! ¿No he dicho que eviten las peleas? Pero sus órdenes se han respetado a la letra. Patrullas de policías bahianos han estado recorriendo Canudos hasta que el comando las hizo retirar, para que entraran en acción los zapadores. El incidente ha surgido, justamente, con una de esas patrullas que buscaban el cadáver de Joáo Abade, tres bahianos que, siguiendo la barrera del cementerio y las Iglesias, fueron hasta esa depresión que debió ser alguna vez un arroyo o brazo de río y que es uno de los puntos donde se hallan concentrados los prisioneros, esos pocos centenares de personas que son ahora casi exclusivamente niños y mujeres, porque los hombres que había entre ellos ya fueron pasados a faca por la cuadrilla del Alférez Maranháo, de quien se dice que se ha ofrecido como voluntario para esa misión porque los yagunzos emboscaron hace unos meses a su compañía, dejándolo con ocho hombres válidos de cincuenta que eran. Los policías bahianos se acercaron a preguntar a los prisioneros si sabían algo de Joáo Abade y en eso uno de ellos reconoció, en una prisionera, a una pariente del pueblo de Mirangaba. Al verlo abrazar a una yagunza, el Alférez Maranháo comenzó a insultarlo y a decir, señalándolo, que ahí estaba la prueba de cómo los policías del Cazabandidos, pese a llevar uniforme republicano, eran traidores de alma. Y cuando el policía trató de protestar, el Alférez, en un arrebato de cólera, lo tumbó al suelo de un puñetazo. Él y sus dos compañeros fueron corridos por los gauchos de la cuadrilla, que desde lejos los llamaban «¡yagunzos!». Han vuelto al campamento temblando de cólera, y alborotado a sus compañeros que, desde hace una hora, murmuran y quieren ir a tomarse el desquite de esos insultos. Era lo que el Coronel Geraldo Macedo esperaba: un incidente, igual a veinte o treinta otros, ocurridos por lo mismo y casi con las mismas palabras.

Pero, esta vez, a diferencia de todas las otras veces, en que calma a sus hombres y, a lo más, presenta una queja al General Barboza, jefe de la Primera Columna a la que está adscrito el Batallón de Voluntarios de la Policía Bahiana, o al propio Comandante de las

Fuerzas Expedicionarias, General Artur Osear, si considera el asunto muy serio, Geraldo Macedo siente un burbujeo curioso, sintomático, uno de aquellos pálpitos a los que debe la vida y los galones.

—Ese Maranháo no es un tipo que merezca respeto —comenta, lamiéndose con rapidez el diente de oro—. Pasarse las noches despescuezando prisioneros no se puede decir que sea oficio de soldado, sino más bien de carnicero. ¿No les parece?

Sus oficiales quedan quietos, se miran entre ellos y, mientras habla y se lame el diente dorado, el Coronel Macedo nota la sorpresa, la curiosidad, la satisfacción en las caras del Capitán Souza, del Capitán Jerónimo, del Capitán Tejada y del Teniente Soares. —Así que no creo que un carnicero gaucho se pueda dar el lujo de maltratar a mis hombres, ni de llamarnos traidores a la República —añade—. Su obligación es respetarnos. ¿No es verdad?

Sus oficiales no se mueven. Sabe que hay en ellos sentimientos encontrados, alegría por lo que sus palabras dejan suponer y cierta inquietud.

—Espérenme aquí, nadie dé un paso fuera del campamento —dice, echándose a andar. Y como sus subordinados protestan al mismo tiempo y exigen acompañarlo, los contiene secamente —: Es una orden. Voy a arreglar este problema solo.

No sabe qué va a hacer, cuando sale del campamento, seguido, apoyado, admirado por los trescientos hombres, cuyas miradas siente a la espalda como una presión cálida; pero va a hacer algo, porque ha sentido rabia. No es un hombre rabioso, no lo fue ni siquiera de joven, a esa edad en que todos son rabiosos, y más bien ha tenido fama de no inmutarse sino en raras ocasiones. La frialdad le ha salvado la vida muchas veces. Pero ahora tiene rabia, un cosquilleo en el vientre que es como el chasquido de la mecha que antecede al estallido de una carga de pólvora. ¿Tiene rabia porque ese cortador de pescuezos lo llamó Cazabandidos y traidores a la República a los voluntarios bahianos, por que abusó de sus policías? Ésa es la gota que colma el vaso. Camina despacio, mirando los cascajos la tierra agrietada, sordo a las explosiones que demuelen Canudos, ciego a las sombras de los urubús que trazan círculos sobre su cabeza y, entretanto, sus manos, en un movimiento autónomo, veloz y eficiente como en sus buenos tiempos, pues los años han ajado algo su piel y encorvado un poco su espalda, pero no embotado sus reflejos ni la agilidad de sus dedos, saca el revólver de la cartuchera, lo abre, verifica si hay seis proyectiles en los seis orificios del tambor, y lo vuelve a su funda. La gota que colma el vaso. Porque ésta, que iba a ser la mejor experiencia de su vida, la coronación de esa arriesgada carrera hacia la respetabilidad, ha resultado, más bien, una serie de desilusiones y disgustos. En vez de ser reconocido y bien tratado, como jefe de un Batallón que representa a Bahía en esta guerra, ha sido discriminado, humillado y ofendido, en su persona y en sus hombres y ni siquiera le han dado la oportunidad de mostrar lo que vale. Su única proeza ha sido hasta ahora demostrar paciencia. Un fracaso esta campaña, al menos para él. Ni se da cuenta de los soldados que se cruzan en su camino y lo saludan.

Cuando llega a la depresión del terreno donde están los prisioneros, divisa, fumando, mirándolo venir, al Alférez Maranháo, rodeado de un grupo de soldados con esos pantalones bombachos que usan los regimientos gauchos. El Alférez tiene un físico nada imponente, una cara que no delata ese instinto cuchillero al que da rienda suelta en las noches: bajito, delgado, de piel clara, pelos rubios, bigotitos bien recortados y unos ojos azulinos que, de entrada, parecen angelicales. Mientras va hacia él, sin apurarse, sin que una contracción o sombra indique en su cara de rasgos indios pronunciados qué pretende hacer —algo que ni siquiera él sabe — el Coronel Geraldo Macedo comprueba que los gauchos que rodean al Alférez son ocho, que ninguno carga fusil —los tienen alineados en dos pirámides, junto a una barraca — y sí, en cambio, cuchillos a la cintura, igual que Maranháo, quien, además, lleva cartuchera y pistola. El Coronel atraviesa la superficie apretada, aplastada, de espectros femeninos. En cuclillas, tumbadas, sentadas, reclinadas unas contra otras igual que los fusiles de los soldados, la vida parece refugiada únicamente en los ojos que lo miran pasar, de las mujeres prisioneras. Tienen niños en brazos, faldas, atados a la espalda o tendidos a su lado en el suelo. Cuando está a un par de metros, el Alférez Maranháo arroja el cigarrillo y se pone en posición de firmes. —Dos cosas, Alférez —dice el Coronel Macedo, tan cerca de él que el aire de sus palabras debe soplarle al sureño en la cara como un vientecito tibio—. La primera: averigüe entre las prisioneras dónde murió Joáo Abade, o, si no murió, qué ha sido de él. —Ya han sido interrogadas, Excelencia —dice el Alférez Maranháo, con docilidad—. Por un teniente de su Batallón. Y luego por tres policías, a los que tuve que reprender por insolentes. Supongo que le han informado. Ninguna sabe nada de Joáo Abade. —Probemos de nuevo, a ver si tenemos más suerte —dice con el mismo tono Geraldo Macedo: neutro, impersonal, contenido, sin rastro de animosidad—. Quiero que las interrogue en persona.

Sus ojitos pequeños, oscuros, con patas de gallo en las esquinas, no se apartan de los ojos claros, sorprendidos, desconfiados, del joven oficial; no estañean, no se mueven a derecha ni a izquierda. El Coronel Macedo sabe, porque se lo dicen sus oídos o su intuición, que los ocho soldados de su derecha, se han puesto rígidos y que los ojos de todas las mujeres están letárgicamente posados en él.

—Voy a interrogarlas, entonces —dice, después de un momento de vacilación, el oficial. Mientras el Alférez, con una lentitud que traduce su desconcierto por la «ten que no alcanza a saber si le ha sido dada porque el Coronel quiere hacer una última intentona para averiguar la suerte del bandido, o con la intención de hacerle sentir su autoridad, recorre el mar de harapos que se abre y se cierra a su paso, preguntando por Joáo Abade, Geraldo Macedo no se vuelve ni una vez a mirar a los soldados gauchos. Ostensiblemente les da la espalda y, con las manos en la cintura, el quepis tirado para atrás, en una postura que es la suya pero también la típica de cualquier vaquero del sertón, sigue el recorrido del Alférez entre las prisioneras. A lo lejos, detrás de las elevaciones de terreno, todavía se escuchan explosiones. Ninguna voz responde a las preguntas del Alférez; cuando éste se detiene frente a una prisionera y, mirándola a los ojos, la interroga, ella se limita a mover la cabeza. Concentrado en lo que ha venido a hacer, toda su atención en los ruidos que vienen de donde están los ocho soldados, el Coronel Macedo tiene tiempo de pensar que es extraño que en una muchedumbre de mujeres reine semejante silencio, que es raro que tantos niños no lloren de sed, de hambre o de miedo, y se le ocurre que muchos de los diminutos esqueletos están ya muertos.

—Ya ve, es en vano —dice el Alférez Maranháo, deteniéndose frente a él —. Ninguna sabe nada, como le previne.

—Lástima —reflexiona el Coronel Macedo—. Me voy a ir de acá sin saber qué fue de Joáo Abade.

Sigue en el mismo sitio, dando siempre la espalda a los ocho soldados, mirando fijamente los ojos claros y la cara blancuzca del Alférez, cuyo nerviosismo se va reflejando en su expresión.

—En qué otra cosa puedo servirlo —musita, por fin.

—¿Usted es de muy lejos de aquí, no es cierto? —dice el Coronel Macedo—. Entonces, seguramente no sabe cuál es para los sertaneros la peor ofensa.

El Alférez Maranháo está muy serio, con el ceño fruncido, y el Coronel se da cuenta que no puede esperar más, pues aquél terminará sacando su arma. Con un movimiento fulminante, imprevisible, fuertísimo, golpea esa cara blanca con la mano abierta. El golpe derriba al Alférez, quien no alcanza a ponerse de pie y permanece a cuatro patas mirando al Coronel Macedo, que ha dado un paso para ponerse junto a él, y le advierte: —Si se levanta, está muerto. Y si trata de coger su revólver, por supuesto. Lo mira fríamente a los ojos y tampoco ahora ha cambiado el tono de voz. Ve la duda en la cara enrojecida del Alférez, a sus pies, y ya sabe que el sureño no se levantará ni intentará sacar el revólver. Él no ha sacado el suyo, por lo demás, se ha limitado a llevar la mano derecha a la cintura, a ponerla a milímetros de la cartuchera. Pero, en realidad, está pendiente de lo que pasa a su espalda, adivinando lo que piensan, sienten, los ocho soldados al ver a su jefe en ese trance. Pero unos segundos después está seguro que tampoco harán nada, que también ellos han perdido la partida.

—Ponerle la mano a un hombre en la cara, así como se la he puesto —dice, mientras se abre la bragueta, velozmente se saca el sexo y ve salir el chorrito de orina transparente que salpica el fundillo del Alférez Maranháo—. Pero todavía peor que eso es mearle encima.

Mientras se guarda el sexo y se abotona la bragueta, los oídos siempre atentos a lo que ocurre a su espalda, ve que el Alférez se ha puesto a temblar, igual que un hombre con tercianas, ve que se le saltan las lágrimas y que no sabe qué hacer con su cuerpo, con su alma.

—A mí no me importa que me digan Cazabandidos, porque lo he sido —dice, por fin, viendo enderezarse al Alférez, viéndolo llorar, temblar, sabiendo cuánto lo odia y que tampoco ahora sacará la pistola—. Pero a mis hombres no les gusta que los llamen traidores a la República, pues es falso. Son tan republicanos y patriotas como el que más.

Acaricia con la lengua su diente de oro, muy de prisa.

—Le quedan tres cosas por hacer, Alférez —dice, por último—. Presentar una queja al Comando, acusándome de abuso de autoridad. Puede que me degraden y hasta echen del servicio. No me importaría tanto, pues mientras haya bandidos siempre podré ganarme la vida cazándolos. La segunda, es venir a pedirme explicaciones para que usted y yo arreglemos esto en privado, quitándonos los galones, a revólver o a faca o con el arma de su preferencia. Y, la tercera, tratar de matarme por la espalda. A ver por cuál se decide.

Se lleva la mano al quepis y hace un simulacro de saludo. Esa última ojeada, le hace saber que su víctima elegirá la primera, tal vez la segunda, pero no la tercera opción, por lo menos no en este momento. Se aleja, sin dignarse mirar a los ocho soldados gauchos, que aún no se han movido. Cuando está saliendo de entre los esqueletos andrajosos para enrumbar a su campamento, dos garfios flacos se prenden de su bota. Es una viejecita sin pelos, menuda como una niña, que lo mira a través de sus légañas: —¿Quieres saber de Joáo Abade? —balbucea su boca sin dientes. —Quiero —asiente el Coronel Macedo—. ¿Lo viste morir? La viejecita niega y hace chasquear la lengua, como si chupara algo. —¿Se escapó entonces?

La viejecita vuelve a negar, cercada por los ojos de las prisioneras. —Lo subieron al cielo unos arcángeles —dice, chasqueando la lengua— Yo los vi.